Por fin llegó un jinete de camello a Miyah Keiv procedente del norte. Llevaba un mensaje del señor Remrem informándome que la avanzadilla de su compañía estaba a punto de salir del oasis de Zaynab, donde se habían estado recuperando durante al menos dos semanas.

Remrem me aseguró de que todo iba bien. No había perdido ningún hombre; sólo un camello, que se había roto una pata en una reyerta con un toro. Se había visto obligado a sacrificar al animal y transformó esa carne en raciones para sus hombres. Me instó a llegar a Zaynab lo más rápido posible, donde encontraría el oasis vacío y la superficie del agua reabastecida gracias a un manantial subterráneo.

Comuniqué la orden a Zaras, pero tardamos otros dos días en desmantelar el campamento y cargar a los animales. Durante ese tiempo convoqué a Zaras a mis aposentos y lo obligué a desnudarse para comprobar la evolución de sus heridas. Me di cuenta de que su estado físico era óptimo. Sus cicatrices quirúrgicas eran difíciles de detectar, especialmente por el hecho de que el vello de su cuerpo había crecido profusamente en ese espacio. Me aseguró que a pesar de las laceraciones internas su función intestinal no se había visto afectada en lo más mínimo; y yo no creí necesario pedir una prueba de ello. Esa misma mañana le había visto regresar en primera posición de una carrera de diez leguas a pie, ataviado con armadura y cargando un pesado saco de arena sobre uno de sus hombros.

Nuestra compañía partió de Miyah Keiv a primera hora de la tarde, cuando el sol había perdido la virulencia de su calor. Proseguimos a lo largo de la noche, con la luz de la luna menguante iluminando nuestro sendero. Volvimos a acampar cuando el sol brillaba con todo su esplendor, después de haber recorrido veinte leguas. Estaba contento. Recorrí el nuevo campamento para asegurarme de que todo estuviera en orden antes de descansar. Siempre me sorprende comprobar que mis palabras de aliento son siempre bien valoradas incluso por los miembros más humildes de nuestro séquito. Uno suele olvidar el modo en que otras personas con menos talento veneran a aquellos de un talento superior.

No obstante, en esta ocasión mi ecuanimidad se vino abajo por el alboroto que me encontré al regresar al complejo real. De hecho me di cuenta de ello cuando aún me encontraba a cierta distancia. Los llantos, los lamentos de desesperación, los gritos de amargo resentimiento colmaban el aire del desierto. Eché a correr, convencido de que la tragedia y la muerte se habían cernido sobre nuestra compañía.

Cuando entré en el complejo, hallé a las doncellas y criadas de la corte igual de desconcertadas por el miedo. Fueron incapaces de responder a mis acuciantes peguntas. Me volví tan impaciente con su estupidez que agarré a una de las jóvenes nubias por los hombros y la zarandeé para hacerla entrar en razón. Pero mis esfuerzos fueron infructuosos. El alboroto que me rodeaba acabó por convertirse en un tumulto.

Solté de inmediato a la chica y la tranquilicé diciéndole que no la castigaría; después me dirigí a la tienda centra de Tehuti. Cuando entré tuve que abrirme paso por una hueste de mujeres lamentándose ruidosamente hasta ver a mi princesa, que yacía en su camastro. Estaba tumbada boca abajo con el rostro enterrado entre sus brazos. Todo su cuerpo se movía al son de sus sollozos.

Tan pronto como escuchó mi voz se incorporó de un salto y me abrazó.

—¿Qué ocurre, pequeña? ¿Alguien ha muerto? ¿Qué te aflige?

—¡Mi anillo! He perdido mi anillo… y estoy convencida de que alguien lo ha robado.

—¿Qué anillo? —Me quedé sorprendido por unos instantes.

Levantó la mano izquierda extendiendo los dedos.

—Mi anillo ha desaparecido. El anillo que me diste; el anillo del diamante mágico que me trajiste de la fortaleza de Tamiat.

—¡Cálmate! Lo encontraremos. —Me tranquilicé al percatarme de la naturaleza moderada de la calamidad.

—Pero ¿y si no puedes encontrarlo? Es el objeto que más amo en este mundo. Me mataría a mí misma si lo perdiera.

—En primer lugar, saca a estas mujeres de aquí y luego hablaremos del tema con calma y sensatez. —Utilicé mi báculo y mi tono de voz más persuasivo para que esas intrusas que sollozaban salieran de la tienda. Luego volví junto a Tehuti para darle la mano.

—Ahora, dime cuándo fue la última vez que lo viste —empecé. Ella reflexionó sobre esta cuestión y mientras observaba su cara me di cuenta de que a pesar de sus llantos y lamentos y amenazas de suicidio, sus encantadores ojos no lloraban. De hecho, ahora que nos encontrábamos a solas, me pareció que su actitud era relajada, incluso se diría que disfrutaba de la situación. Mis sospechas se confirmaron de inmediato.

—¡Ah, sí! ¡Lo tengo! —Su cara se iluminó de un alivio teatral—. Ahora lo recuerdo. Sé dónde pude haberlo perdido. Justo antes de partir de Miyah Keiv ayer por la tarde Loxias, Bekatha y yo fuimos a nadar por última vez en la cueva. Recuerdo que me saqué el anillo del dedo antes de adentrarme en las aguas, y lo coloqué en la misma grieta de la roca para no perderlo. Debí dejarlo allí.

—¿Estás segura? ¿No lo has dejado en otra parte? —le pregunté con seriedad, siguiéndole el juego de sus mentiras y fantasía.

—Sí, estoy segura. No, no pude dejarlo en otra parte —me aseguró con la misma vehemencia.

—Pues bien, entonces es muy sencillo —le dije con una sonrisa—. Tus preocupaciones son infundadas, Tehuti. Enviaré al coronel Hui de vuelta a Miyah Keiv para que lo encuentre. Con su caballo más rápido no tardará en llegar allí y volver antes de mañana por la mañana.

—Pero… —quedó desconcertada. Retorció las manos en un gesto de dolor—. No, no quiero que envíes a Hui.

—¿Y por qué no? —pregunté inocentemente—. Es un buen hombre.

—Creo… —Se detuvo e intentó encontrar una explicación convincente. Le di unos momentos para que pudiera pensar en algo.

—Será difícil describirle a Hui dónde lo dejé con exactitud. Hui es un extranjero, y no habla el egipcio demasiado bien.

La miré atentamente y ella no supo aguantar la presión.

—Es posible que tenga un acento extranjero, pero su egipcio es lo suficientemente bueno como para dirigir a un regimiento —refuté su excusa, pero ella seguía en esta misma línea.

—No confío en Hui. Ya sabes cómo humilló a nuestra pobre y pequeña Bekatha. Probablemente robará el anillo. No le confiaría nada.

—Pues, en ese caso, tú misma deberías ir a la caverna a recuperarlo.

—¡No había pensado en ello! —exclamó con entusiasmo, después de manipularme hacia la conclusión que ella buscaba desde el principio—. Tienes razón, Taita, tendré que ir sola.

—Pero no puedes ir sola. Tendré que enviar a alguien contigo. No a Hui, desde luego, porque no confías en los extranjeros. —Fingí pensar en esta cuestión detenidamente—. Enviaría al señor Remrem, pero no está aquí. En cualquier otro momento cabalgaría contigo, pero me duele la espalda y necesito descanso. —Coloqué ambas manos en la parte inferior de la espalda y solté un gemido de dolor.

—¡Mi pobre Taita! —Nunca permitiría darte motivos para herirte—. Escudriñó mi rostro con muestras de ansiedad.

—¡Ya lo tengo! —exclamé—. Enviaré al capitán Zaras contigo.

La joven bajó la mirada. Se dio cuenta de que le había estado tomando el pelo, y tenía razones para sentirse abatida. Volvió a mirarme y se dio cuenta de que la expresión de mi cara era benévola. Dejó de actuar y se echó a reír juguetonamente. Luego rodeó mi cuello con sus brazos y me abrazó tan fuerte que me dolió.

—Te amo —susurró—. Lo digo de verdad.

Le devolví el abrazo y le susurré al oído.

—Sería más discreto si dejaras ese viejo anillo conmigo, sólo por si acaba saliéndose realmente del dedo.

Buscó en su manga. Luego extendió la mano que había cerrado en un puño. Me lo mostró con un gesto desafiante delante de mí.

—Te confiaría cualquier otra cosa, excepto esto.

Abrió la mano que escondía el famoso diamante y lo mostró sobre su palma.

—Cuando regrese estará en mi dedo, y jamás me lo volveré a sacar. Será el símbolo de mi amor por Zaras. Incluso si mis obligaciones me llevan a renunciar a su amor, este anillo permanecerá conmigo para no olvidarlo nunca.

Ella y Zaras partieron al cabo de una hora. Cabalgaron tan rápido hacia el sur que su escolta quedó rezagado una legua mientras la pareja desaparecía en una lejana duna.

Me sentí ligeramente culpable de este abandono fragante de mi deber. Sin embargo, esa culpa quedó superada por la alegría de saber que había proporcionado este fugaz espacio de felicidad a dos jóvenes tan queridos para mí.

No tenía previsto que ninguno de los dos regresara raudo de Miyah Keiv para volver a unirse a la caravana. No me decepcionaron. Esperamos en el oasis de Zanyab durante casi una semana hasta que la pareja hizo su aparición.

Mientras bajaban del caballo frente a mi tienda de mano, Tehuti le susurró a Zaras:

—Espérate aquí. Debo hablar a solas con él.

Debido a la brillante luz del sol, no me vieron surgir de la oscuridad de la tienda. Pude leer los labios de Tehuti sin que ella se diera cuenta.

La joven corrió hasta la entrada de mi tienda. Mientras yo me acercaba a darle la bienvenida, soltó un grito amortiguado de alegría y se abalanzó sobre mis brazos. Mientras nos abrazábamos, me di cuenta de que desde nuestro último encuentro se había transformado milagrosamente de niña a mujer; de oro en bruto a oro real.

—¿Has hallado lo que fuiste a buscar? —le pregunté sin soltarla.

—Oh sí, por supuesto. —Extendió la mano delante de mí. El diamante me hizo un guiño, pero no de un modo tan brillante como los ojos de la joven—. Me encanta. Pero todavía amo más al otro tesoro que encontré en la caverna.

—No creo que debamos hablar de ello —la interrumpí y me deshice del abrazo—. No quiero oír hablar de ello.

—Pero voy a contártelo todo; cada detalle insignificante, porque es lo más hermoso que me ha pasado en la vida. —Hablaba con absoluta sinceridad.

Miré por la ranura de entrada a la tienda. El pobre Zaras seguía esperando con aspecto de sabueso, como si fuera un niño pequeño que acabara de ser pillado en un huerto robando manzanas y esperara una azotaina. Dejé pasar el tema sin darle conversación.

Me sentía tan cerca de Tehuti en espíritu que me contagié en parte de su entusiasmo, que a su vez se transfirió a toda la compañía.

El campamento pasó a ser un lugar feliz lleno de risas y carcajadas. Sin embargo, me sorprendí gratamente de lo discretos que Tehuti y Zaras se mostraron en dar continuidad a su romance. Creo que yo era el único que sabía lo que pasaba. Ni siquiera Bekatha, que no soporta que se le escape nada, parecía consciente de ello. Yo quedé contento e incluso orgulloso de mi decisión de ser el guardián de su amor en vez de un impedimento para ellos. Me acordé amargamente de que en el pasado había desempeñado el mismo papel en el caso del padre y la madre de Tehuti.

Nuestra estancia en el oasis Zaynab fue corta para todos. Teníamos que irnos. Una semana tras otra seguíamos las marcas que Remrem y su compañía habían dejado en la inmensidad del desierto. No hay ningún otro lugar en el mundo como el desierto por su belleza y grandeza que calma a un corazón frenético y nos acerca a los dioses. Éste fue uno de los periodos más memorables y satisfactorios de mi vida.

Pero con cada paso hacia el norte nos acercábamos más al señor Remrem y a su columna, hasta que finalmente lo alcanzamos y pudimos unir nuestras fuerzas. Todo ello formaba parte de mi concienzudo plan, y el reencuentro tuvo lugar cuando nos encontrábamos sólo a unas cuarenta leguas al sur del Éufrates, aunque no había indicios de que este río tan caudaloso estuviera tan cerca. Seguíamos rodeados de colinas estériles de roca y valles polvorientos y calcinados por efecto del sol.

Nuestro guía de un solo ojo, Al Namjoo, nos había conducido al último oasis antes de llegar al río. Era un lugar llamado Khrus. Había una agrupación de quince manantiales de los que emanaba agua potable y dulce. Este suministro abastecía a todo un pueblo y a una extensa plantación de palmeras datileras y otros productos agrícolas. Había agua suficiente para abastecer incluso a un mayor número de hombres y animales de nuestra caravana durante un breve período de tiempo.

Tan pronto como hubimos acampado, Al Namjoo vino a verme con una expresión más seria de la que por lo general denota su feo rostro.

—¡Honorable Señor Taita! —Se inclinó ante mí. Me habían comentado que, desde la ejecución de su hijo por traición, esta conducta servil solía anunciar una petición fuera de lugar o un aviso especialmente desagradable o pesimista—. Desde aquí la ruta de la caravana hasta la ciudad de Ur de los Caldeis en el río Éufrates está bien transitada y demarcada. El río fluye por las inmediaciones. Sería imposible perderse —me dijo.

—Pues en este caso no tendrás dificultades para guiarnos hasta Ur, según lo acordado, ¿verdad, Al Namjoo?

—Poderoso Señor Taita, le pido comprensión y compasión. No me atrevo a entrar en la ciudad de Ur. Supera con creces el valor de mi desdichada vida. Tengo enemigos de sangre en ese lugar. Los acadios son un pueblo vengativo y peligroso. Le ruego que me exima de ello y me permita regresar al sur hasta Zuba, donde pueda llorar la muerte de mi primogénito. —Se secó una lágrima de su ojo seco. No era una escena agradable de contemplar.

—Naturalmente, ¿quieres que te pague la cantidad entera por los servicios que acordamos? —le pregunté, y él se puso de rodillas y se toqueteaba remolinos de cabello ondulado de su barba.

—Usted es mi padre y mi maestro. La elección es suya, pero soy una persona pobre. Tengo que hacerme cargo de la viuda de Haroun y su descendencia. La suerte no me ha sido favorable.

Escuché el catálogo de aflicciones mientras pensaba en su petición. No podía descartar el hecho de que era el padre de un hijo condenado por traición, y que un hijo está hecho de la misma pasta que sus antecesores familiares. Por otro lado, yo le había obligado a matar a su propio hijo. ¿Acaso ese hecho no saldaba la deuda?, me preguntaba. Tal vez ya había sufrido suficiente.

Soy un hombre amable y generoso por naturaleza, pero quizá se trate de un defecto y no de una virtud. Me encogí de hombros y le dije:

—Me has servido bien, Al Namjoo. Vete con mi bendición. —Abrí mi monedero y saqué dos monedas mem de plata. Las dejé caer sobre sus manos ahuecadas. Luego le permití besarme los pies y se marchó.

Cuatro días más tarde estaba en las colinas bajas sobre Ur de los Caldeos y contemplé la ciudad y el río verde Éufrates por vez primera. Me desmoralizó el hecho de que el río fuera más ancho que nuestra Madre Nilo, ya que hasta ese momento no había albergado ninguna duda de que era el más grande del mundo.

Las orillas del Éufrates estaban cubiertas por espesos bosques, al menos por lo que pude comprobar en ambas direcciones. A partir de esos bosques habían abierto extensos campos de cultivo. Después del rigor del paisaje desértico que habíamos recorrido durante tanto tiempo, esa imagen de verde frondosidad fue un auténtico regalo para la vista. En la ribera inferior, donde me encontraba, se extendía la ciudad de Ur. En el centro de la ciudad había un enorme zigurat, un templo dedicado a la diosa Ishtar, la deidad más importante de los sumerios y el pueblo acadio. Éste en concreto era un edificio piramidal con cuatro pisos de tamaños variables montados uno encima de otro. No sólo era un templo, sino que también hacía las veces de refugio para los sacerdotes y las sacerdotisas cuando el río se desbordaba e inundaba la ciudad y sus inmediaciones.

Enfilamos por el sendero que conducía a la ciudad. Yo cabalgaba a la cabeza de nuestra columna con el señor Remrem y las princesas, y antes de alcanzar el pie de las colinas salió una procesión de sacerdotes y sacerdotisas de la puerta principal de la muralla de la ciudad, construida con ladrillos de barro rojo. Se acercaron para darnos la bienvenida.

Aunque Babilonia estaba aún a unas ciento veinte leguas río arriba, no quería llegar a la capital del rey Nimrod inmediatamente después de nuestra travesía del desierto. Quería impresionar a los sumerios con nuestra riqueza y pompa. En nuestro estado actual, agotados por el viaje, nos parecíamos más a un grupo de beduinos del desierto que a los representantes de una de las naciones más importantes y prósperas de la tierra.

A medida que se acercaba la procesión, me di cuenta de que el señor Phat Tur caminaba a la cabeza entre el sumo sacerdote y la sacerdotisa del templo. Phat Tur era el embajador de Egipto en Sumeria. Él y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo antes de que él partiera hacia Tebas para ocupar su puesto actual. Era un alto funcionario diligente y fiable, y por tanto estaba convencido de que los preparativos de nuestra llegada a Babilonia habían sido adecuadamente atendidos. Bajé del caballo para obsequiarle con un afectuoso saludo y después, mientras caminábamos juntos de regreso a las puertas de la ciudad conversamos como viejos amigos.

—Tal y como me pediste, Taita, he preparado diez barcazas de río grandes y cómodas para tu transporte, el de las princesas y el de los miembros más destacados de tu delegación en vuestra travesía río arriba hasta Babilonia. Están listos para zarpar cuando así lo dispongas. Naturalmente, te acompañaré. Pero, mientras tanto, me atrevería a sugerir que parte de tu caravana viaje de antemano por el camino que conduce a Babilonia, porque así te esperarán en la ciudad.

Cuando nos instalamos en los aposentos que Phat Tur nos había preparado en el gran zigurat, empezaba a atardecer. Indiqué a las princesas y a sus mujeres que sacaran las mejores prendas que llevaban de Tebas. De este modo, al menos, empezaban a sentir la emoción de acicalarse y prepararse para su llegada a la corte del rey Nimrod en Babilonia.

Les había explicado a las herederas reales que era importante hacer un buen espectáculo para dejar impresionados a Su Majestad el rey Nimrod y al embajador de Creta, ya que se lo contaría todo a su superior, el Minos Supremo de Creta.

Esa noche cené con Phat Tur y Remrem. Nos sentamos en la terraza ancha del zigurat debajo de una cúpula de estrellas, y saciamos nuestro apetito con una enorme perca dorada de río que medía igual que mi brazo, y que además habían pescado esa misma mañana en el Éufrates. Acompañamos el pescado fresco y sabroso con varios tragos de agradable vino tinto de los viñedos que crecían a orillas del río.

Después de la cena pudimos centrar toda nuestra atención en mi gran plan para librar la guerra contra los hicsos y llevarla a su conclusión.

—Como debes de saber, tengo la intención de inducir al rey Nimrod y al Minos Supremo a que establezcan una coalición militar con nuestro amado faraón. Cuando lo hayamos conseguido, entonces tendremos al rey Gorrab tendido en el yunque con tres enormes martillos golpeándolo hasta conseguir su aniquilación.

—Como de costumbre, tu elección de palabras es cautivadora pero no especialmente edificante, mi buen Taita. No me queda muy claro quién hará de yunque y quiénes serán los martillos de los que hablas con tanta elocuencia.

Remrem se desviaba del tema. Yo suspiré para mis adentros. A veces, conversar con Remrem era como subir a un tullido por una montaña. Tienes que guiarlo en cada paso del camino.

—Tienes que perdonarme. Estaba utilizando una metáfora. Debí de ser más claro. El Sahara es el yunque, y los ejércitos de Creta, Sumeria y nuestro Egipto son los martillos.

—En ese caso, lo que vienes a decir es que tendríamos a Gorrab rodeado —dijo Remrem de un modo pedante—. Tu alusión a los martillos y los yunques resultaba un poco confusa. Siempre es preferible el lenguaje claro, ¿verdad?

—Sin lugar a dudas; y le estoy muy agradecido, señor, por su consejo académico —respondí con tanta moderación que incluso me sorprendí a mí mismo—. No obstante, lo que quería decir es que ni Creta ni Sumeria están tan comprometidos con la lucha contra los hicsos como lo estamos nosotros. —Afortunadamente, logré desviar la atención de Remrem a Phat Tur—. Me encantaría oír tus opiniones sobre la posición del rey Nimrod. Quizá puedas proporcionarnos información al respecto.

Phat Tur reclinó la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Estaba impaciente por tener esta oportunidad de verte cara a cara, y de explicarte estas cuestiones con más detenimiento del que permiten los mensajes atados a la patita de una paloma. Ya sabes que Nimrod heredó la corona de su padre, el rey Marduk, que murió hace catorce años.

—En efecto —contesté—. Ya sabía todo esto.

—Los últimos treinta años del reinado de Marduk se invirtieron en reconstruir Babilonia, y transformarla en la ciudad más hermosa y espléndida de toda la creación.

—Es cierto que oí decir de que Marduk había iniciado obras a gran escala. Sin embargo, dudo de que Babilonia pueda equipararse a Tebas en cuanto a esplendor.

—Pues entonces, creo que tengo una sorpresa para ti. —Phat Tur sonrió—. Por lo general, se cree que el rey Marduk invirtió más de seiscientos lakhs de plata en el proyecto. Lo que es seguro es que vació las arcas del tesoro con su obsesión por estas obras.

Me lo quedé mirando con asombro. Tardé un tiempo en articular una respuesta.

—Entonces ¿me engañaron al hacerme creer que Sumeria era una nación rica, si no más rica que Creta? —pregunté moviendo la cabeza en un gesto de duda.

—Sí. Esto es lo que cree la mayoría de personas. He estado viviendo en Babilonia durante los últimos cinco años y al principio también creía en el mito de las riquezas de Sumeria. Pero hace poco supe la verdad. El rey Nimrod no tiene fondos suficientes para pagar a sus ministros. Su administración pública está deteriorada. Su ejército no es eficiente por falta de armas y equipamiento. Sus soldados están desertando porque no puede pagarlos. Es imposible que esté organizando una ofensiva contra los hicsos, aunque él sea plenamente consciente de que, al no hacerlo de este modo, pone en peligro a su propio país.

Tanto Remrem como yo miramos a nuestro interlocutor sin mediar palabra.

Remrem parecía muy consternado. Supe que estaba pensando en el hecho de que todo nuestro proyecto se estaba haciendo añicos. Estaba seguro de que Nimrod de Sumeria sería un poderoso aliado para nosotros. Phat Tur estaba dando al traste con estas esperanzas.

En cambio, yo estaba encantado de oír esta noticia. Para mí, el camino hacia adelante estaba despejado. Nimrod era insolvente. Estaba perdiendo a su ejército y a su país. Debe de estar desesperado. Yo llevaba casi diez lakhs de plata ocultos debajo de tablas falsas en mis carros y las bolsas de las sillas de montar de mis caballos, aparte de otros centenares de lakhs apilados en la tesorería del faraón en el Valle de los Reyes. El rey Nimrod y Sumeria nos pertenecían. Sería capaz de dictar nuestro precio. Nimrod no podría rechazarme.

Tenía en mis manos el primer martillo, a pesar de las reservas de Remrem y sus observaciones sobre mi elección de palabras. Mi otro martillo me estaba esperando en la isla de Creta. Su precio en plata era mínimo, pero el precio en pobreza y aflicción sería desorbitado.

A la mañana siguiente, me levanté muy contento cuando mi esclavo principal, Rustie, me sirvió el desayuno con una copa de plata de mi vino favorito. Diluí el vino con agua de rosas y me lo bebí mientras caminaba hacia la terraza que daba al poderoso río que desempeñaba un papel tan fundamental desde el inicio de los tiempos.

A pesar de la información recientemente adquirida sobre el lamentable estado de las arcas del rey Nimrod, la magnífica vista del río y las cimas nevadas de las montañas que se abría ante mí, así como el exquisito vino de mi copa, sentí cómo mi estado de ánimo se desvanecía. Sabía que había algo importante que estaba pasando por alto, como si tuviera un mosquito revoloteando por encima de mi cabeza, me estuviera esquivando y no lograra aplastarlo con un manotazo.

Dio otra vuelta por la terraza y luego me detuve a medio camino con el pie derecho levantado. Rustie me miraba asustado.

—¿Le pasa algo, amo? —preguntó.

Bajé el pie hasta el suelo.

—Nada que no pueda abordarse —le aseguré. Me dirigí a mi escritorio y escribí unas cuantas palabras sobre los restos de un papiro. Lo plegué y lo sellé antes de entregárselo a Rustie.

—Por favor, entrega este documento a Su Alteza Real, la Princesa Tehuti de inmediato; asegúrate de entregárselo en mano. Luego ve a buscar al mozo de cuadra responsable y dile que me prepare la monta de dos de sus mejores caballos y que espere en el jardín. Llegaré de inmediato, si no antes. No quiero que me hagan esperar.

Rustie se apresuró a cumplir las órdenes.

Lo que necesitaba hacer no podía hacerse dentro del zigurat. No tenía ninguna duda de que había estancias ocultas dentro de esas paredes de piedra, así como ventanas secretas y postes de escucha dirigidos por los secuaces del rey Nimrod o como mínimo de los del sumo sacerdote. Podía imaginarme la alegría con la que informarían a sus amos del hecho de que estaba suministrando fruta más que madura.

Apuré el contenido de la copa de vino con mucha menos parsimonia de la que merecía y me apresuré a llegar a mis aposentos para ponerme mi túnica de montar. Luego bajé a los establos situados en la parte trasera del zigurat. Tehuti me tuvo esperando menos de media hora, pero cuando hizo su aparición estaba espléndida y sonriente. Su hermoso rostro irradiaba felicidad y buen humor, así como una nueva y delicada belleza que no había visto antes. Echó a correr para abrazarme y se puso de puntillas para susurrarme al oído:

—Rustie me ha dicho que tienes una sorpresa para mí. Por eso no tenía que decirles a las otras chicas que tenía que verte. —Se rió delante de mí—. ¡Cuéntame, cuéntame! Ya sabes que me encantan los secretos, querido Tata

—Vayamos a un lugar en el que podamos estar a solas. —A pesar de su insistencia en el hecho de que se estaba retorciendo de intriga y que eso acabaría con ella, la insté a subir a la silla, y luego galopé por delante de ella hasta orillas del río Éufrates. Cuando pasamos por el sendero de sirga reduje la marcha y Tehuti me dio alcance.

—¿Cómo has podido ser tan cruel? Sé que tienes un regalo para mí. Juro por mi amor a Osiris que no puedo soportar esta tortura ni un minuto más.

—Esta vez no tengo ningún regalo para ti. Lo único que tengo es una pregunta sencilla. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que tú y Zaras regresasteis del estanque de Miyah Keiv?

—Bueno, es una pregunta sencilla. Hace cuarenta y tres días y… —Levantó la vista hacia el sol para calcular su altura—… y unas siete horas.

Asentí con la cabeza sin sonreír.

—¿Y desde entonces no has echado en falta nada?

—No, no, ¡fíjate! Todavía conservo mi anillo mágico. —Extendió su mano hacia mí, y el diamante que lucía en el dedo centelleaba casi de la misma manera que sus ojos.

No le devolví la sonrisa, sino que me limité a observar esos hermosos ojos inexpresivos. Al cabo de un momento en silencio, la alegría que impregnaba sus facciones se desvaneció, y quedó reemplazada por un gesto de confusión, hasta que de repente se dio cuenta hacia dónde iban encaminadas mis preguntas. Bajó la mirada.

—Te olvidaste de decírmelo, ¿verdad, Tehuti? —Mi tono de voz era inexorable y despiadado—. Has pasado por alto tu luna roja en casi un mes; y has tratado de ocultarme este hecho, a pesar de que me lo prometiste.

—No era mi intención engañarte —susurró—. Sólo quería conservar al bebé en mi interior un poco más. Te lo habría dicho, Tata, de verdad que lo habría hecho.

—Sí —accedí—, estoy seguro de que lo habrías dicho cuando ya fuera demasiado tarde. Has puesto tu propia vida y el trono de Egipto en peligro por tu desconsiderado egoísmo.

—No volveré a hacerlo, querido Tata —dijo. Su tono de voz era tenso, y apartó su rostro de mí para ocultar las lágrimas que brotaban de sus ojos y secaba con el reverso de la mano en la que lucía el anillo de diamantes.

—Esto es lo que me dices. —Estaba enfadado y no hice ningún esfuerzo por ocultarlo—. Ahora ven conmigo.

—¿A dónde vamos?

—De vuelta a mis aposentos del zigurat.

Había preparado el jarabe antes de reunirme con ella en los establos. Había hervido el corcho seco del árbol de espino que había traído conmigo procedente de la región que se abre más allá de las cataratas del río Nilo. Cuando llegamos a mis aposentos, los jugos del jarabe se habían enfriado. Llevé a Tehuti hasta mi dormitorio y la senté en un sillón. Luego le serví la taza, y la obligué a beber hasta la última gota de ese jarabe negruzco. Supe que tenía un gusto amargo como la bilis, pero no podía hacer nada para disimularlo. Empezó a sufrir arcadas, pero no le di cuartel.

Sólo cuando se hubo bebido todo el jarabe me apiadé de ella. Para entonces su rostro había empalidecido como el de un hueso teñido por la luz del sol, tenía los ojos rojos y anegados por las lágrimas.

—Lo lamento mucho, Taita. Fue un acto perverso y estúpido por mi parte. Traicioné tu confianza y sé que nunca podrás perdonarme.

Me senté a su lado y la abracé meciéndola hasta que dejó de sollozar. Luego se quedó dormida, la abrigué con una manta de piel, y bajé para hablar con las otras dos muchachas. Les expliqué que Tehuti había sido afectada por unas fiebres contagiosas y perniciosas y que, debido al peligro de infección, no podían visitarla hasta que estuviera curada.

Regresé hasta donde Tehuti descansaba y me quedé a su lado en los espantosos días y noches siguientes. Durante los días leía para ella, tocaba el laúd y cantaba sus canciones preferidas. Durante las noches la llevaba hasta mi cama y la mecía como a una niña pequeña hasta que surtía efecto la pócima que le había administrado para dormir.

En la tercera noche me despertó quejándose de dolor. La abracé y la mecí con mis brazos, al tiempo que murmuraba palabras de cariño y de aliento hasta sentir las contracciones de su matriz. Luego masajeé su estómago para calmar los dolores e invocar la ayuda de los dioses benévolos para que la ayudaran a expulsar a esa criatura muerta de su interior. Cuando al fin la expulsó con un reguero de sangre y moco vaginal, se apoyó sobre sus codos y me suplicó:

—Por favor, déjame verlo. Déjame ver a mi bebé.

Unido a la placenta había un pequeñísimo homúnculo de sangre y hiel cuya visión sabía que la perseguiría por el resto de sus días. No podía acceder a su petición. Coloqué a ese pedacito inerte dentro del cáliz de vino y, al caer la noche, me dirigí a los establos para elegir un caballo y adentrarme en los bosques que se abrían a orillas del río. Allí lo enterré con su sarcófago de plata en el suelo de un enorme platanero. Me arrodillé ante la tumba sin nombre y le rogué a Isis, la diosa de los niños, que se apiadara de esa pequeña alma.

Regresé a mis aposentos del zigurat. Pensé que Tehuti estaría dormida, pero cuando me metí en la cama junto a ella descubrí que seguía llorando. La abracé y lloré también por el dolor que le había causado, así como por mi culpa al tener que extinguir esa preciosa chispa de vida que había surgido entre un hombre y una mujer a quienes amaba con locura.

Pasamos sólo otras doce noches más en el zigurat de Ur. Para entonces Tehuti ya se había recuperado de su terrible experiencia, aunque su belleza no se vio afectada por ello.

En nuestra última mañana cabalgué con el señor Remrem más allá de las puertas de la ciudad. Nuestra caravana había acampado a las afueras de la muralla. Ya habían guardado las tiendas, cargado a los animales, y la compañía estaba lista para partir hacia el último tramo del largo camino hasta Babilonia.

El guardaespaldas de Remrem salió a recibirme. Le dediqué una cálida despedida.

Remrem es un soldado hábil y todo un caballero, pero un codo de su compañía puede medir una legua. Una hora con él puede parecer un mes. Me alegré de dejarlo marchar.

Esperé mientras ocupaba su lugar a la cabeza de la caravana rodeado de sus oficiales. Levantó la mano derecha y el sonido de los cuernos se dispuso a anunciar la orden de salida. El redoble de los tambores marcaba el ritmo y empezó a desfilar. Giré la cabeza del caballo y regresé a Ur con buen ánimo.

Mis princesas y su séquito esperaban en el muelle cuando descendí al río. Las barcazas que Phat Tur había dirigido habían anclado en medio del río. Estaban decoradas con banderas y banderines. Tan pronto como me bajé del caballo y cogí mis dos fardos, la barcaza principal levó el ancla y condujo hasta el muelle para empezar a descargar.

Phat Tur había organizado a la tripulación con su usual eficacia. Había hecho entrar a las princesas a bordo y las condujo a su cama de día, debajo de un toldo en la popa de la barcaza principal. Los pajes servían sorbete de miel con unos recipientes dorados en forma de cáliz que se mantenían frescos gracias al hielo procedente de los picos de las Montañas de Zagros por medio de unos carros rápidos que venían con unas cajas de aislamiento especial. Las niñas no habían probado nunca algo tan dulce y frío, y gritaban de sorpresa y deleite.

Soplaba una suave brisa que llenaba las velas y los remos de los remeros con el fin de acelerar la velocidad de las barcazas sobre el poderoso río. En las cubiertas abiertas, los músicos tocaban, unos payasos actuaban y unos malabaristas hacían juegos. Le permití a Bekatha que me ganara en el tablero de bao, y Zaras recitó su último poema para el deleite de Tehuti. Estos versos no estaban a la misma altura que la de sus relatos de legiones enfrentadas y batallas a muerte. En cambio, se dirimían sobre corazones rotos y una pasión no correspondida que redujo como mínimo a un miembro de su audiencia real a llorar a lágrima viva, aunque a mí no me conmovió y esperaba a que acabara.

Cuando no estábamos ocupados con el entretenimiento de las princesas, Phat Tur y yo planeamos el modo de poder usurpar con más garantías la comandancia de las legiones y los carros del rey Nimrod. Como el señor Remrem no intervino en esta forma de proceder, los dos pudimos pulir, refinar y finalizar estos planes antes de que nuestra barcaza torciera por el último recodo del río y se abriera ante nosotros todo el esplendor de Babilonia.

Fue una de esas pocas veces en la vida en que uno se queda aturdido de asombro. Me di cuenta de inmediato que las descripciones de la ciudad que yo mismo había descartado como muy exageradas eran en realidad muy atenuadas y contenidas.

Mi amada Tebas, la hermosa ciudad de cien puertas, era un humilde pueblecito comparado con esta brillante ciudad que se extendía a ambas orillas del río. Reconocí muchos monumentos a partir de dibujos y esbozos que había visto. Sin embargo, las descripciones de estas magníficas obras sobre un rollo de papiro eran tan fieles como tratar de describir el gran mar Mediterráneo como si fuera un cubo de agua salada.

El palacio de Marduk dominaba la ribera sur. Fue construido por completo de un brillante mármol blanco. Phat Tur se quedó junto a mí en la proa de la barcaza corroborando lo que mis ojos dudaban.

—La fachada de palacio mide media liga de largo desde el este hasta el oeste, y es tres veces más alta que el palacio del faraón en Tebas. —Se regocijaba ante mi asombro—. Delante de la ribera norte del río están los Jardines Colgantes. Marduk los colocó allí para que cada terraza y ventana de su palacio goce de una visión panorámica de su esplendor.

Los jardines estaban compuestos de una serie de galerías abiertas que eran varias veces más altas que el palacio que tenían delante. La genialidad de los arquitectos del rey Marduk había creado la ilusión de que no se erigían sobre una superficie sólida, sino que quedaban milagrosamente suspendidos del cielo. Estaban inclinados en ángulo de modo que un observador del palacio en la orilla opuesta del río tuviera una visión completa de cada árbol y planta que cubrían las galerías como si de un bosque se tratara.

Puesto que el faraón me regaló el estado de Mechir a orillas del Nilo, mi fascinación por el cultivo de las plantas se ha convertido en una obsesión. Este maravilloso jardín en el cielo provocó que todos mis campos fértiles parecieran poca cosa.

—Me encantan los árboles y las plantas. Aligeran mi corazón e iluminan mi alma —le comenté a Phat Tur mientras contemplábamos los jardines colgantes.

—Al rey Marduk le gustaría la vegetación tanto como a ti —añadió Phat Tur secamente—. Empobreció a su nación para salirse con la suya.

Me pareció que era sensato cambiar de tema. El embajador no era consciente de que había un enorme tesoro de plata en las bolsas de mi fila de camellos. Una palabra poco conveniente por su parte podría alertar de su existencia al rey Nimrod, y todos los gobernantes son en esencia bandidos que andan ansiosos por conseguir plata. No tenía ninguna razón para creer que Nimrod fuera una excepción a esta norma.

—¿Cómo consiguen agua para estos árboles? —le pregunté a Phat Tur.

—Los ingenieros del rey Marduk diseñaron estos sifones de agua. —Señaló hacia unas columnas de bronce que se erigían formando un ángulo desde la superficie del río hasta los puntos más elevados de la galería superior de los jardines. Cuando los estudié de cerca me di cuenta de que las columnas eran canalones huecos que rotaban lentamente.

—¿Qué los mantiene en funcionamiento? —me interesé.

—Llevan unos molinos de viento encima, como puedes comprobar. Debajo de la superficie del río hay unas bombas de agua —explicó Phat Tur—, la corriente del río hace girar los sifones del interior de las cañerías. Los tornillos de los sifones que dan vueltas recogen el agua y la levantan hasta la parte superior de la cañería. Señaló hacia arriba.

—¡Mira! ¿Lo ves?

Levanté la vista y vi cómo el agua del río caía en cascada desde el extremo superior de las cañerías hasta los desagües que la llevaban a cada parte de las galerías inferiores. Al igual que todas las ideas hermosas, era muy sencilla. Me mortificaba la idea de no haber caído yo mismo en cuenta. Llevarla a cabo sería mi proyecto principal a mi llegada a la finca de Mechir. Había cuadriplicado la producción de mis campos con la introducción del compostaje y los fertilizantes. Podía volver a duplicarla introduciendo sifones de este tipo para regar mis campos. Evidentemente, no sería necesario decirles a todos los habitantes de Tebas que el invento no era mío. Todo el mundo en Egipto tomaba mi genialidad por sentado. No había motivo para desilusionarles.

—¿Cuál es ese edificio que se erige más allá de los jardines? —Señalé hacia la torre de piedra que era tan alta que parecía rozar el estómago de unos nubarrones procedentes del Golfo Pérsico.

—Es la Torre de las Nubes, sagrada para la diosa Ishtar. También fue construida por el rey Marduk, después de que fuera elevado a la condición de dios. Deseaba casarse con la diosa Ishtar. Como sabes, Taita, Ishtar es la diosa del amor, el sexo y la victoria en la guerra. Éstas eran las cualidades más codiciadas y perseguidas por Marduk. Ordenó que la torre fuera construida para impresionar a Ishtar con su riqueza y poder; y también para tentarla a descender de su torre para poder casarse con ella. A partir de entonces, los dos regirían toda la creación como marido y mujer. Desgraciadamente para ambos, Marduk murió antes de que la torre llegara a su altura prevista de trescientos codos. De este modo, Ishtar pudo resistirse a la tentación de descender a la tierra. —Phat Tur se rió entre dientes de las ironías del destino, y yo sonreí con él.

—¿Qué será de la torre ahora que Marduk ya no la utiliza más? —me interesé.

—Marduck se la legó a su hijo, el actual rey Nimrod, a quien estás a punto de conocer. Nimrod carece de la riqueza y la voluntad para continuar con el plan de su padre de atraer la presencia de Ishtar desde su morada divina.

—He oído a algunos hombres referirse a Nimrod como el Gran Cazador que ha matado a más de un centenar de leones y de hurones en las montañas de Zagros —observé—. Si es tan buen cazador, ¿por qué no ama a las mujeres? ¿Por qué no aprovecha la oportunidad de relacionarse con la diosa?

—Creo que disfrutaría mucho de acoger a la diosa en su lecho. Tiene reputación de ser un prodigioso atleta sexual así como un poderoso cazador. Es una verdadera lástima que el contenido de su tesoro no tenga la misma envergadura que su miembro genital.

Cogí a Phat Tur del brazo y lo conduje hasta la parte de babor, desde donde teníamos una mejor vista del palacio del rey Nimrod. El tamaño y esplendor del edificio me dejó cautivado durante un tiempo, y luego mi vista siguió hacia arriba para fijarse en un zigurat que se erigía sobre la orilla del río en la que estaba el palacio.

Era otro edificio espacioso, tres o cuatro veces más grande que el zigurat de Ur de los Caldeos, donde estuvimos la primera vez que llegamos al Éufrates. Éste en concreto tenía una forma circular, en vez de piramidal. La terraza se alzaba formando una espiral continua alrededor del edificio principal desde la planta baja hasta la cima.

Phat Tur vio que mi atención se centraba en el edificio y me dijo:

—Éste es el templo de Ishtar, que no debe confundirse con la Torre de la Diosa. Se trata de un lugar fascinante. No puedo describirte la naturaleza de las ceremonias que se celebran en el interior de sus paredes. Me siento obligado a mostrártelo a la menor oportunidad y dejar que lo juzgues por ti mismo.

—Has despertado mi curiosidad, Phat Tur —le aseguré.

—Será para mí un gran placer satisfacer esta curiosidad. —Sonrió de un modo misterioso. Luego señaló hacia una muchedumbre vestida con boato y que se agolpaba en el muelle de piedra bajo los muros del palacio.

—El señor Tuggarta, el gran chambelán, así como otros miembros de la nobleza de la corte del rey Nimrod, se reúnen para darte la bienvenida como emisario del faraón y el portador del sello del halcón. Es una muestra de gran respeto. Su Majestad, en persona, te estará esperando para recibirte en el salón del trono del palacio.

—Regresé corriendo por la cubierta hacia el lugar en el que mis dos princesas estaban rodeadas por sus esclavos y criadas. Me mostré solícito ante ellas con una gran reverencia para que el comité de bienvenida lo observara desde el muelle, pero al mismo tiempo les recordé a las chicas con un susurro sobre el modo en que esperaba que se comportaran en calidad de representantes de la Casa Faraónica de Egipto. Luego tomé mi posición detrás de ellas, con Phat Tur a mi lado.

Mientras los remeros nos acercaban a la zona de desembarco, aproveché la oportunidad de fijarme en la nobleza sumeria que esperaba para darnos la bienvenida.

Me di cuenta de que las mujeres, incluso las mayores, conservaban mejor aspecto que sus hombres, como suele ocurrir en casi todas las naciones que conozco. Sus pieles bronceadas eran brillantes y no tenían manchas. El color del pelo era negro como la medianoche sin excepciones, y sus ojos almendrados estaban elegantemente pintados. Eran poseedoras de una dignidad innata, incluso las mujeres más jóvenes.

Los hombres eran más altos y de rasgos más feroces. Tenían la nariz prominente y arqueada. Los pómulos eran altos. Su cabello oscuro les llegaba hasta la altura de los hombros, y estaba trenzado con unos anillos. Sus barbas largas colgaban formando unas ondas esculturales hasta sus cinturas. Las túnicas de hombres y mujeres rozaban los tobillos y estaban hechas con una elaborada lana estampada.

No cabía la menor duda de que se trataba de un pueblo noble, guerrero e imponente.

Colocaron una pasarela de madera decorada en medio del muelle de piedra hasta la cubierta de nuestro barco para poder desembarcar y ser recibidos por el señor Tuggarta. Phat Tur hizo las veces de traductor. Yo me quedé en un educado segundo plano. No quería que nuestros anfitriones se dieran cuenta del hecho de que hablaba bien su idioma. Sabía que la naturaleza de nuestras negociaciones era difícil y quería aprovechar todas las ventajas que tuviera a mi alcance.

Desde el muelle avanzamos siguiendo el orden de la procesión de estado, dirigidos por el señor Tuggarta, hasta llegar al salón del trono del palacio. Este salón era una estancia cavernosa con un tejado alto arqueado. En sus paredes colgaban los trofeos obtenidos en el campo de batalla y en el de caza. Saltaba a la vista en esta exposición que el rey Nimrod había matado mucho más que a un centenar de leones y de hurones según le atribuían los rumores. El ambiente del salón del trono estaba impregnado del olor a piel y huesos mal curados de animal, así como del sudor a cuerpo humano sin asear. Phat Tur me había advertido que los sumerios consideran que bañarse es una actividad perjudicial para la salud.

Cuando el rey Nimrod se levantó de su trono de oro y marfil montado sobre un plinto con incrustaciones de piedras semipreciosas, me di cuenta de que el monarca superaba incluso a sus súbditos más altos. Tenía hombros anchos, así como brazos muy musculosos. Cuando alzó su mano derecha y extendió sus dedos enjoyados en un gesto de bienvenida pensé que probablemente su mano podría asir mi cabeza entera. Se fijó en mis dos princesas con un destello lascivo en sus ojos negros, y me di cuenta de inmediato de que no sólo era un insigne cazador, sino también un mujeriego del mismo nivel.

Por mediación de nuestros intérpretes, dedicamos una hora al intercambio de halagos poco sinceros y buenos deseos. Luego, el rey Nimrod se retiró y fuimos conducidos a los aposentos que nos habían asignado en el recinto del palacio y que ocuparíamos durante nuestra estancia en él.

Me agradó descubrir que nuestros anfitriones habían reconocido mi posición preeminente, y que habían demostrado ese hecho en la elección de aposentos para mí. Eran espacios amplios y bien ventilados que daban al río y al templo de Ishtar, que estaba muy cerca del palacio. Los interiores estaban decorados con magníficos muebles tallados con una madera poco común y otros materiales exóticos. Las cortinas estaban hechas de lana y seda preciosa. La cama era muy ancha y su diseño no me resultaba acogedor. Decidí, sin pensármelo dos veces, que dormiría en otro lugar.

Con la ayuda de Phat Tur me las arreglé para convencer al personal de palacio de que enviaran varios cubos grandes de agua caliente a la terraza exterior de mis aposentos. Luego me desnudé mientras mis esclavos volcaban el agua sobre mi cabeza y cuerpo. Para cuando hube acabado de bañarme, el sol ya casi tocaba el horizonte. Sin embargo, la temperatura diurna permaneció inalterable hasta que una brisa fría y dulce empezó a soplar procedente de las montañas de Zagros, con sus cimas nevadas en el horizonte oriental.

Ordené a mis esclavos que me dejaran a solas y me quedé un rato en la terraza, todavía desnudo desde mis abluciones. Disfruté de la puesta de sol y del juego de luces sobre la superficie del río que se abría a mis pies.

De repente, tomé consciencia del hecho de que alguien me estaba observando. Me giré de inmediato hacia el templo elevado del zigurat que estaba junto al palacio. La terraza en espiral que se erigía sobre el nivel de la superficie hasta la parte superior del templo estaba tan cerca de mi ubicación actual que parecía como si pudiera arrojar una piedrecita por encima del hueco que nos separaba.

Reparé en la presencia de una figura vestida con túnica y capucha en la terraza del tempo que estaba delante de mí. No pude verle los ojos porque la capucha le tapaba la cara, pero me di cuenta de que éstos se fijaban en mí. Me sentí perfectamente cómodo con su escrutinio, aunque me intrigaba la identidad de ese desconocido. Soy plenamente consciente de que, a excepción de las heridas que me infligieron hace muchos años, mi cuerpo es alto y excepcionalmente bien torneado. Mi musculatura está tonificada porque monto a caballo y ejercito los brazos. Por lo general, la modestia me impide emplear la palabra «atractivo» cuando me describo a mí mismo, pero la honestidad me lleva a definirme así en este caso.

Tanto el desconocido como yo permanecimos en silencio y observándonos mutuamente. Luego, poco a poco, la figura de la túnica alzo ambas manos y se apartó la capucha, dejándola caer en distintos pliegues sobre sus hombros. De algún modo me equivoqué al suponer que ese desconocido era un hombre, ya que entonces me di perfecta cuenta de que había estado equivocado.

Quien estaba delante de mí era una mujer. Una mujer encantadora más allá de mis sueños más extravagantes de belleza. Su rostro eran tan divino que me provocaba una angustia exquisita contemplarlo. Buscaba palabras para describirlo, pero todos los superlativos de nuestro glorioso idioma se quedaban cortos y parecían insignificantes y mundanos ante ella. Jamás había experimentado una emoción que abrumara mi alma de este modo. He aquí todo lo que siempre he anhelado y me ha sido negado, todo lo valioso que un cruel destino ha colocado a mi alcance y lejos de él al mismo tiempo. He aquí toda la gloria encarnada en feminidad.

Poco a poco, extendí mi mano hacia ella, aunque era consciente de que se trataba de un gesto inerte, ya que sabía perfectamente que semejante magnificencia permanecería siempre fuera de mi alcance. Sin embargo, se conservaría íntegra en mi memoria y me perseguiría durante toda la eternidad.

La mujer me sonrió con tristeza, un gesto de compasión hacia mi aflicción y un lamento profundo por el hecho de que me tocara a mí. Se cubrió la cabeza con la capucha de la túnica, se dio media vuelta, y desapareció entre las cámaras del templo, dejándome a solas.

Pensé que nunca más volvería a conciliar el sueño, que a partir de ahora todas mis noches hasta el fin de mis días estarían llenas de imágenes de esa mujer encapuchada. Pero no fue así.

Esa misma noche, mientras me tumbaba en mi camastro de la terraza del palacio bajo la cúpula de las estrellas cerré los ojos y caí en un profundo sueño sin imágenes. Lo único que supe después es que las manos de Phat Tur me zarandeaban y que su voz me instaba a despertarme.

Me incorporé y me di cuenta de que el sol estaba por encima del horizonte y que una hueste de criados y esclavos estaban detrás de Phat Tur con todas mis prendas y adornos que me identificaban como emisario de la Casa Faraónica de Mamose, y el portador del sello del halcón.

—Levántese, mi señor —instó Phat Tur—. El rey Nimrod ha convocado a su consejo de guerra y lo invita a su conclave.

Parpadeé ante la radiante luz del sol de la mañana. Esperaba albergar recuerdos inconexos y melancólicos sobre la extraña visita de la noche anterior. En cambio, me quedé sorprendido de lo bien que me sentía.

—Si Su Majestad espera, entonces, Phat Tur, ¿por qué me retienes? Pongámonos manos a la obra. —El hecho de que hiciera broma a estas horas de la mañana era indicativo de mi animado estado de ánimo.

Cuando llegamos a la cámara del consejo, la mayoría de líderes militares sumerios ya estaban reunidos; todos ellos iban vestidos de gala y luciendo sus condecoraciones y honores. El único ausente era el rey Nimrod. Su trono vacío a la cabeza de la larga mesa era una advertencia de que tenía intención de permanecer en un segundo plano en esas negociaciones hasta que yo planteara mis propuestas para formar una alianza.

Después de observar el correspondiente protocolo, respondí a los discursos de bienvenida; seguía valiéndome de Phat Tur como intérprete, ya que no quería que la otra parte supiera que podía hablar su idioma con fluidez. Luego abrí las negociaciones con un señuelo para tentar a Nimrod a que se nos uniera a la mesa.

—Caballeros, soy plenamente consciente de que su armada es una de las más encomiables que surcan los mares, sus naves son las más resistentes, sus oficiales son los más preparados y sus navegantes destacan por su valentía. —Parecieron satisfechos con mis halagos, que eran exagerados. El Minos Supremo de Creta cuenta con una flota más grande y poderosa. El volumen de su comercio marítimo supera con creces el comercio de Sumeria. Pero yo continué planteándoles mi propuesta:

—Deseo comprar seis de sus grandes barcos para desplegarlos en nuestra lucha con el impostor y usurpador hicso: Gorrab.

El almirante Alorus era el comandante en jefe de la armada sumeria. Era un hombre alto y delgado con canas visibles en su barba cuidadosamente rizada, tenía bolsas oscuras debajo de los ojos, y unos dientes torcidos con manchas de caries. Reconoció mi petición alzando una ceja y riéndose entre dientes de un modo que no pretendía ser despectivo sino ligeramente divertido.

—Mi señor Taita, sé que el rey Nimrod aplaude sus intenciones bélicas hacia nuestro enemigo común. También sé que hablo en nombre de Su Majestad cuando le recuerdo el hecho de que un buque de guerra es una obra muy cara y que para una flota de ese número… —dejó morir sus palabras negando expresivamente con la cabeza.

—No hay nada de valor que sea barato —dije mostrándome de acuerdo con él—. Mi faraón también es consciente de ello, al igual que su rey Nimrod. Egipto se encuentra en una posición poco envidiable. Los hicsos controlan el río Nilo por el norte desde Akhenaten hasta el mar Mediterráneo. No disponemos de buques de guerra con los que oponer resistencia al usurpador hicso de Gorrab. Sólo tenemos galeras de río, y además están apostadas en el Nilo. Si tuviéramos que lanzar una ofensiva sorpresa sobre su flota en mar abierto acabaría en un desastre.

Saqué de mi manga un rollo de papiro y lo coloqué sobre la mesa que nos separaba. El almirante Alorus lo miró de pasada, pero cuando se dio cuenta de que en él se incluía un listado de los nombres y especificaciones de seis de las galeras de combate más importantes de sumeria, aceptó el rollo y lo escudriñó con avidez. Al cabo de un rato me miró levantando la vista por encima del papiro.

—¿De dónde ha sacado esta información? —me preguntó con cierta brusquedad—. Es altamente confidencial. —Ahora me tocó el turno de encogerme de hombros y negar con la cabeza como si no alcanzara a comprender la pregunta. Evidentemente, los agentes de Phat Tur habían preparado ese listado para nosotros.

—¿Accedería a vendernos estos buques? —Hablé con serenidad y con sentido común—. De ser así, ¿qué precio consideraría como aceptable el rey Nimrod?

—Os suplico vuestra indulgencia. —Alorus se levantó, inclinando la cabeza—. Evidentemente, tendré que consultar con Su Majestad antes de poder responderos a estas preguntas. Abandonó apresuradamente la sala del consejo y, antes de volver, permaneció durante casi una hora junto al reloj de agua, frente a la pared.

—El rey Nimrod desea que os informe de que la construcción y botadura de cada uno de los barcos que habéis elegido cuesta ciento cincuenta deben de plata. Si él decidiera venderlos, lo cual es muy poco probable, no aceptaría un precio más bajo —anunció el almirante Alorus.

Hice un rápido cálculo mientras Phat Tur aún estaba traduciendo la oferta. Un lakh de plata son diez mil deben. Llevaba dinero suficiente en una alforja para comprar cuarenta buques de guerra, pero mi contraoferta a Alorus era de setenta y cinco deben por barco. Alorus abandonó de nuevo la sala para hablar con el rey, y cuando Nimrod regresó con él supe que estaba ansioso por vender a mi precio.

Su Majestad y yo estuvimos regateando como dos comerciantes de caballos árabes durante el resto de la mañana y buena parte de la tarde. Finalmente, acordamos un precio de quinientos deben de plata por los seis buques, que me deberían ser entregados en el puerto sumerio de Sidón, en la costa oriental del mar Mediterráneo, a finales del mes de Famenoth.

Encantado con lo que consideraba un astuto trato, el rey Nimrod nos invitó esa noche a un banquete especial a mí y a mis princesas para celebrar el acuerdo.

Cuando abandonamos la sala del consejo, Phat Thur caminaba junto a mí, murmurando en voz lo bastante alta como para que yo pudiera oírle.

—Prometí que os llevaría a visitar el templo de Ishtar. El templo no cierra nunca, de modo que podemos ir cuando lo deseéis. Aún faltan unas horas para el banquete real de esta noche.

Yo estaba tan satisfecho por la adquisición de los buques de guerra como Nimrod de vendérmelos. Habría estado dispuesto a pagarle el doble de esa cantidad. Por lo tanto, estaba de tan buen humor que respondí de inmediato a la sugerencia de Phat Tur.

—Si es tan instructivo e interesante como me has dicho, vayamos a visitar el templo ahora mismo.

Salimos del palacio, y mientras caminábamos por la orilla del río hacia el templo de Ishtar, Phat Tur me contó su historia.

—Como ya os dije, el rey Marduk tenía más de cien esposas y concubinas, pero su gran pasión era la diosa Ishtar. Primero construyó el templo para ganarse su favor, y cuando eso se reveló insuficiente para tentarla, empezó a trabajar en la gran torre de la otra orilla. —Ambos volvimos la cabeza para contemplar la parte alta de la torre inacabada, que se alzaba incluso por encima de la galería superior de los magníficos Jardines Colgantes—. Ya os conté que Marduk murió antes de poder consumar su pasión por la diosa. Aunque los afectos de Marduk se concentraban en un único objeto, los de su hijo Nimrod están mucho más diseminados. Se jacta de que antes de morir desea tener conocimiento carnal con todas y cada una de las mujeres núbiles de Sumeria, jóvenes o viejas, casadas o vírgenes.

—Una ambición no del todo irracional tratándose de un rey —dije, con el semblante serio—. Al igual que con sus hazañas de caza, parece que a Nimrod le preocupa más la cantidad que la calidad. Aunque ¿no son más grandes sus ojos que los otros órganos de su cuerpo?

—Todo el mundo sabe que el rey Nimrod es insaciable. —Phat Tur sacudió la cabeza—. Y hasta ahora se ha mostrado inquebrantable en su decisión.

—No entiendo qué relación tiene todo esto con el templo de su padre —lo animé.

—Seis meses después de que el rey Nimrod accediera al trono promulgó un decreto que obliga a todas las mujeres del reino a sentarse durante un día en el templo. A cambio de una suma de dinero, no importa que sea grande o pequeña, deben tener relaciones sexuales con cualquier hombre que se lo pida, ya sea un amigo, un enemigo o un desconocido. Ninguna mujer puede negarse, y ningún marido puede prohibir esa relación.

—¿Eso significa que el rey Nimrod debe hacer cola junto a sus súbditos para elegir entre las damas que se ofrecen? —pregunté.

Phat Tur sonrió con picardía y sacudió la cabeza.

—De acuerdo con el real decreto, las mujeres deben ocupar sus puestos al amanecer, pero sólo se permite entrar a un hombre en el templo antes del mediodía para hacer su elección. Está claro que adivinaréis quién es ese hombre —dijo, dedicándome una sonrisa cómplice—. Después del mediodía, cualquier otro ciudadano sumerio puede entrar para elegir entre las mujeres que quedan en el interior del templo.

Llegamos a la entrada del templo al caer la tarde. Había una fila de unos cincuenta hombres, puede que más, esperando su turno para cruzar la puerta principal del recinto sagrado. Algunos eran soldados fuera de servicio o marineros; otros llevaban el gorro que los distinguía como abogados o la túnica negra manchada de sangre que era el uniforme de los médicos. El resto lo componían un variopinto grupo de viejos y jóvenes pertenecientes a todos los estamentos del reino, desde nobles a labriegos.

—Los sacerdotes y las sacerdotisas de la diosa se distinguen por sus túnicas verdes —explicó Phat Tur—. Ése es uno de ellos —añadió, señalando con el dedo a un hombre que acababa de entrar y se dirigía a toda prisa hacia nosotros—. Se llama Onyos; he hablado con él para que nos guíe por el templo y os explique sus misterios.

Después de saludarnos respetuosamente, Onyos nos condujo hasta un portal de madera cerrado que estaba junto a la entrada principal. Cuando nos acercamos, el portal se abrió desde dentro y lo cruzamos para ingresar en la nave central del templo.

Era tan amplio que el techo arqueado estaba envuelto en sombras y tinieblas. Un único rayo de luz solar penetraba desde las alturas, iluminando la estatua dorada de la diosa que se alzaba en el centro de la planta.

—En el techo del templo hay un enorme espejo de bronce —dijo Phat Tur, anticipándose a mi pregunta—. Está colocado encima de unas ruedas giradas por diez esclavos que siguen la trayectoria del sol desde el amanecer hasta el crepúsculo, para que la estatua pueda reflejar sus rayos. El efecto era asombroso: los ardientes destellos de luz en movimiento de la estatua se proyectaban en las paredes de la nave.

—¿Os habéis fijado en los murales, señor Taita? —me preguntó Phat Tur—. Dicen que fue necesario que doscientos artistas trabajaran durante veinte años para pintarlos.

—Son increíbles —admití, a regañadientes—. No había visto nada igual en todos los templos que he visitado; ni siquiera en el templo funerario del faraón Mamose.

Yo mismo había diseñado los murales de la tumba de Mamose, de modo que no era muy sincero al hacer una comparación tan absurda.

—Los temas son fascinantes; estoy seguro de que estaréis de acuerdo. —El orgullo de Phat Tur era tal que casi parecía el dueño de aquella obra de arte—. Aquí están representadas todas las ardientes pasiones de la diosa Ishtar —dijo, señalándolas una tras otra—. La guerra…

Legiones acorazadas marchando en formación de batalla a través de los altos muros del templo. Carros rodando y cargando entre nubes de polvo. Un vuelo de flechas cubriendo los cielos. Ciudades incendiadas y hordas de refugiados huyendo antes de que los ejércitos las arrasaran. Mujeres llorando que sostenían a sus hijos muertos, suplicando clemencia a los conquistadores. Grandes buques de guerra con arietes de bronce bruñido en los flancos embestían a los barcos más pequeños, arrojando a sus tripulaciones a un mar sembrado ya de cadáveres y restos flotantes. La diosa sobrevolaba el campo de batalla, señalando con el dedo a los vencedores y condenando a los vencidos.

—La guerra, el amor y el sexo… —Phat Tur se volvió lentamente, señalando los otros muros e inclinándose hacia atrás para que prestara atención a los arcos y a la bóveda del techo, situado a cincuenta codos de altura—. Nunca he oído hablar de otro templo con tal despliegue de temas eróticos y sexuales.

Seguí el barrido de sus brazos. Dondequiera que mirara, veía descripciones gráficas de un montón de hombres y mujeres entregados en un abrazo sin sentido o de dioses provistos de unos monstruosos genitales enterrados hasta el fondo en uno de los orificios del cuerpo de una diosa. Flotando en un mar de esperma humeante y de orgasmos femeninos, los participantes habían sido congelados para siempre en sus voluptuosas contorsiones.

Sobre todos ellos se cernía Ishtar con sus resplandecientes alas blancas, su hermosa cabeza rodeada por un halo de fuego, exhortándolos a un, si cabe, mayor abandono.

Phat Tur y yo recorrimos la nave lentamente, maravillados ante la imaginación de los doscientos supuestos artistas que habían trabajado durante veinte años para crear aquella monumental obra.

A lo largo de cada muro de la nave, a intervalos, había una especie de cubículos o cámaras. Conté hasta un total de catorce, siete en cada lado. No podíamos ver el interior de estos compartimientos porque estaban llenos de gente, hombres y mujeres que contemplaban fascinados sus recovecos. Sabía que Phat Tur esperaba que le preguntara qué estaba ocurriendo dentro, pero decidí mantener mi dignidad. Al final, se dirigió a nuestro guía, y el sacerdote de la túnica verde nos condujo hasta el cubículo más cercano; con su bastón, se lanzó sobre los curiosos que se agolpaban en la entrada y, a gritos, les dijo:

—¡Dejad paso a los distinguidos invitados del rey Nimrod!

Con expresiones hoscas y murmullos de protesta, la multitud nos abrió paso y volvió a apiñarse detrás de nosotros cuando llegamos a la primera fila. Desde allí pudimos contemplar sin problemas el interior del cubículo. Junto a los muros de la estancia, de forma circular, había jergones cubiertos con mantas de lana tejidas en brillantes colores.

—Catorce compartimientos, cada uno de ellos con catorce mujeres en catorce jergones. El catorce es el número mágico de la diosa Ishtar, a la que está dedicada esta frenética actividad —explicó Phat Tur alegremente. Sabía que era un devoto de la diosa Hathor y que tenía poco respeto por cualquier otra deidad.

Me asomé a la cámara y conté las mujeres para comprobar lo que había dicho. La cifra era correcta. Sin embargo, ninguna de las catorce hembras que había allí era especialmente atractiva. La mayoría de ellas había superado con creces la mediana edad y algunas eran francamente repulsivas. Se lo comenté a Phat Tur y se mostró totalmente de acuerdo con mi opinión.

—El rey Nimrod ya ha elegido a las más jóvenes y bonitas. Se ha quedado con la flor y nata y ha escogido las cerezas más maduras de la rama. Estas pobres criaturas son las que ha rechazado.

Volví a prestar atención a las mujeres. Cinco de ellas estaban sentadas, con las piernas cruzadas sobre sus respectivos jergones. Todas lucían sendas coronas de rosas en la cabeza. Era lo único que llevaban puesto; el resto de su cuerpo estaba desnudo. Esperaban pacientemente, mirando al suelo.

—La rosa roja es la flor de la diosa —explicó Phat Tur, refiriéndose a sus tocados.

Los nueve jergones restantes los ocupaban mujeres que se habían quitado sus coronas de flores y estaban copulando descaradamente con hombres que mostraban distintos estados de desnudez. Los hombres gruñían al abalanzarse sobre las mujeres, y ellas, bajo sus cuerpos, entonaban alabanzas a la diosa mientras recibían y correspondían entregadas su devoto ardor.

Con una repulsión que aumentaba por momentos, vi que uno de los hombres arqueaba la espalda repentinamente, presa del paroxismo del éxtasis y, con un grito estremecedor, se derrumbaba sobre la mujer que yacía debajo de él. De inmediato, su pareja se puso en pie, recogió la túnica que había en la parte superior del jergón y se la tiró a la cabeza. Sólo se detuvo para lanzar a la cara del hombre la pequeña moneda de cobre que éste debía haberle entregado y luego, llorando en silencio, se abrió paso entre la multitud embelesada que había junto a la puerta y salió a la calle, dejando atrás las puertas del templo.

A mi lado había un marinero. Dándome un codazo, entró en el cubículo y se dirigió hacia una de las mujeres con coronas de flores que estaban sentadas.

—Vengo a ti para que saldes tu deuda con la diosa —la desafió, y acto seguido lanzó una moneda en su regazo.

Ella lo miró fríamente mientras con una mano se remangaba la falda hasta la cintura y, con la otra, le masajeaba vigorosamente su miembro viril hasta que estuvo totalmente erecto. El hombre tenía una protuberante barriga, cubierta de abundante vello negro. La mujer hizo una mueca mientras se quitaba la corona de flores de la cabeza y se tumbaba en el jergón, dejando caer las rodillas.

Cogí a Phat Tur por el brazo, apartándolo de la multitud de curiosos, y lo llevé hasta las puertas del templo.

El espectáculo de esos seres sórdidos interpretando una grotesca parodia de algo esencialmente bello me provocó más melancolía que placer.

Pasé la tarde del día siguiente con Nimrod, después de que éste hubiera regresado de sus devociones matutinas en el templo de Ishtar. El rey contó con la presencia de sus jefes militares y sus consejeros de confianza durante nuestras deliberaciones.

El señor Remrem y yo tratamos de convencerlos de proseguir la campaña contra los hicsos con más vigor y determinación. No obstante, cuando una maquinaria militar ha perdido su rumbo y su impulso es muy difícil conseguir que sus ruedas vuelvan a girar.

Todo se debía a la falta de recursos de Nimrod. La cantidad que le había pagado por la flotilla de seis buques de guerra era insignificante comparada con sus necesidades. A pesar de que había chupado hasta la última gota de sangre de sus súbditos con los impuestos, Nimrod no había podido pagar al ejército y a la marina desde hacía casi dos años. Sus armas, carros y otros equipamientos presentaban unas lamentables condiciones, y las tropas que le quedaban estaban a punto de amotinarse.

Para el faraón y para el propio Egipto, la situación se tambaleaba al borde del desastre. Si Sumeria nos fallaba, todo nuestro frente oriental quedaría desprotegido. Tenía que encontrar la manera de sacar del aprieto al rey Nimrod. No por él, sino por nuestra supervivencia nacional.

Había calculado que el rey Nimrod necesitaría un mínimo de treinta mil lakhs de plata para que Sumeria volviera a ser una potencia militar a tener en cuenta.

La crisis que debía evitar tenía una doble vertiente. Nimrod era el primer aspecto de ella, y mi amado faraón, por mucho que detestara admitirlo, era el segundo. Nimrod estaba necesitado, mientras que Memnón Tamose nadaba en un océano de plata. Nimrod se había resignado a su estado de penuria, mientras que el faraón era un roñoso nuevo rico. Estaba sentado sobre un fabuloso tesoro de casi seiscientos mil lakhs de plata. Daba igual que hubiera sido yo, casi sin ayuda, quien hubiera conseguido dicho tesoro para él. El tesoro era suyo, pero yo conocía muy bien a mi Mem. Lo había educado desde su más tierna infancia y le había enseñado todo lo que sabía. Le había enseñado que cuesta mucho conseguir plata, aunque sea muy fácil gastarla. Y ahora, de alguna forma, debía conseguir que olvidara esa lección. Debía conseguir que se desprendiera de treinta mil lakhs de plata y que se los entregara a un hombre al que no conocía y en el que no confiaba. Y tampoco estaba muy claro que yo confiara en él. Sin embargo, sabía que no teníamos elección. Debíamos confiar en él si queríamos que Egipto sobreviviera.

Por la noche, temprano, tras haber pasado una desafiante jornada con el rey Nimrod y sus hombres de confianza, me retiré a mis aposentos. Cené solo: un higo maduro y un poco de queso con pan duro, porque no tenía apetito. Evidentemente, me serví un poco de vino, aunque el primer sorbo me supo a vinagre. Aparté la copa y me concentré en escribir un mensaje a Mem; un mensaje que debía caber en un trozo de fino pergamino que una paloma mensajera pudiera llevar a Tebas por mí; un mensaje que debía convencer al faraón Tamose para cometer un acto que él consideraría una catastrófica locura.

Muchas horas después había desechado mi sexto borrador del mensaje y estaba desesperado. Trataba de decirme que soy un hombre que comercia con las palabras, pero aun así era incapaz de dar con las que podrían convencer al faraón. Sabía que había fracasado incluso antes de empezar. Estiré las entumecidas piernas, me levanté del escritorio y me acerqué a la puerta que daba a la terraza. Alcé los ojos hacia la luna nueva y por su altura me di cuenta de que era medianoche pasada.

Mientras miraba, una nube no más grande que mi mano ocultó la luna y sumió el mundo que me rodeaba en la oscuridad. Pensé que, sin duda alguna, quedarme sin la luz de la luna intensificaría mi angustia. Pero, por arte de magia, tuvo justo el efecto contrario en mi estado de ánimo. Sentí que me invadía una profunda calma que hizo esfumarse la desesperación que me atenazaba hacía tan sólo un momento.

Entonces oí una voz que me llamaba. Era una voz suave pero clara como el canto de un tordo al despuntar el alba, tan clara que miré a mi alrededor para ver quién había hablado. Pero estaba solo.

De pronto, la solución a mi problema se me presentó con toda nitidez. Me pregunté cómo podía haber dudado.

Cogí el sello real del halcón. En mi mano tenía todo el poder del faraón. Sabía que para salvar a mi patria del desastre y a mi faraón de la ruina debía ejercer ese poder. Aunque mis actos fueran contrarios a la voluntad del faraón; aunque invocaran su furia.

Mientras tomaba la decisión, me pregunté de dónde y de quién venía ese consejo. La solución era tan ajena a mi profundamente arraigada lealtad y a mi fe que me di cuenta, con una piadosa sensación de asombro, de que la decisión no había sido sólo mía.

La nubecilla que había ocultado la luna se alejó y su tenue luz bañó de nuevo la noche, reflejándose en los muros del templo de Ishtar.

La dama encapuchada estaba allí, en la terraza, frente a mí, en el mismo lugar donde la había visto la última vez. Como en aquella ocasión, la capucha de su túnica de color gris plateado cubría su rostro. Y entonces supe de dónde procedía mi inspiración.

Ansiaba desesperadamente ver de nuevo su semblante. De alguna milagrosa forma, ella sintió mi necesidad. Con un movimiento de la cabeza, se echó la capucha sobre los hombros, dejando sus rasgos al descubierto. Su rostro estaba más pálido que la luz de la luna que jugueteaba en él. Era más hermosa de lo que recordaba, más bella que nada que jamás hubiera visto o imaginado.

Extendí las manos hacia ella a través del profundo vacío que nos separaba, pero la expresión de su rostro se volvió triste y distante. Se alejó de mí y fue desvaneciéndose poco a poco en la noche hasta desaparecer. Y con ella, también, se desvaneció la luz de la luna.

Por la mañana, cuando Phat Tur se presentó en mis aposentos, yo ya me había vestido y estaba esperándole. Mi fuerza y mi determinación se habían visto reforzadas, y me sentía muy confiado. Avancé por los pasillos y pasadizos del palacio a un paso tan ligero que el señor Remrem, Phat Tur y el resto de mi séquito tuvo que apresurarse para seguir mi ritmo.

Cuando entramos en la sala del consejo, el trono de Nimrod estaba vacío. Sin embargo, sus consejeros y jefes militares llenaban la estancia. Se levantaron de la larga mesa para darme la bienvenida. Poco después de haber tomado asiento, fuera, en las puertas principales, las trompetas tocaron una fanfarria.

El rey Nimrod entró en la sala con aire solemne. Lo primero que pensé al verlo aparecer tan temprano fue que ese día había renunciado a la flor y nata y a sus cerezas del templo para estar con nosotros.

Era consciente del respeto que sentía por mí, y eso reforzó mi confianza sobre lo que estaba a punto de hacer. Tras observar el protocolo real, me arrodillé y me dirigí directamente al rey.

—Majestad, tengo una propuesta tan delicada y confidencial que quisiera reservarla para su real persona y el hombre en quien más confiéis. Os doy mi palabra de que mi oferta redundará en nuestro mutuo beneficio y que nos llevará a resolver la difícil situación en que nos encontramos en este momento.

Era evidente que Nimrod estaba desconcertado y por un instante intentó no tomar una decisión, pero yo no le dejé otra alternativa y, finalmente, accedió a mis deseos.

Mantuve al señor Remrem a mi derecha y a Phat Thur a mi izquierda para traducir. Nimrod le hizo un gesto al almirante Alorus para que permaneciera en la mesa y acto seguido despidió al resto de sus consejeros.

Cuando los cinco nos quedamos a solas en la estancia, saqué el sello real del halcón de la manga de mi túnica y lo coloqué encima de la mesa.

—Estoy seguro de que Su Majestad es consciente de la importancia de este símbolo.

—Aunque es la primera vez que lo veo, entiendo que se trata del sello real del halcón y que confirma que habláis con la voz y la autoridad de Tamose, faraón de Egipto.

—Correcto, Majestad.

El rey Nimrod posó su fría y oscura mirada en mí. No dijo nada más, pero esperó con la intensidad de un leopardo que aguarda en un charco a que se acerque su presa. Lo miré casi con la misma intensidad.

—Majestad, ambos somos guerreros forjados en las batallas, con experiencia y sentido común para saber que las guerras no se ganan sólo con gallardía y una hoja afilada, sino también con el peso de la plata que somos capaces de lanzar contra el enemigo.

—Nunca había oído a nadie expresarlo así, pero vuestras palabras son sabias y están llenas de verdad —repuso Nimrod en voz baja.

—En nombre de Tamose, faraón de Egipto, y por la autoridad que me concede el sello real del halcón, os ofrezco plata por valor de treinta mil lakhs con la única condición de establecer una alianza militar con Egipto y que invirtáis esa cantidad exclusivamente en la destrucción del rey Gorrab y su horda de hicsos.

Oí a Remrem respirando profundamente a mi lado. Sabía que no tenía permiso del faraón para hacer esa oferta y fue consciente del riesgo que corría. Sin embargo, no me digné a mirarlo. Nimrod se balanceó en su trono y me miró fijamente con silencioso recelo. Bajo el borde de su corona, vi que unas gotitas de sudor perlaban su frente. Cuando por fin habló, su voz, ronca, sonó incrédula y avariciosa.

—¿Puede vuestro faraón deshacerse de una suma de tal magnitud?

—Os aseguro que sí, Majestad. El faraón me ha ordenado sellar un acuerdo entre nuestras dos naciones mediante la inmediata entrega a Su Majestad de tres mil lakhs de plata. Y eso no es más que una simple promesa de lo que está por venir.

Nimrod se me quedó mirando en silencio un largo rato. Luego, de repente, se puso en pie y empezó a pasear frenéticamente por la sala. Su rostro se contrajo en una mueca asesina y se mordió el labio hasta que una gota de sangre se derramó por su barbilla y manchó su túnica bordada. No mostró ningún signo de dolor.

De pronto, se detuvo frente a mí y me miró a la cara.

—¿Tres mil lakhs ahora mismo y veintisiete mil más a lo largo de este año? —preguntó.

Esperé a que Phat Tur tradujera antes de decirle que sí.

—Lo que Su Majestad diga. Sin embargo, debéis mandar a vuestro mejor regimiento para recibir la entrega de parte del tesoro en Tebas. El faraón no aceptará correr el riesgo de que sean sus hombres quienes lo transporten.

Nimrod se dio la vuelta y siguió paseando. Sus sandalias con suela de bronce resonaban en las losas del suelo mientras recorría la sala de arriba abajo. Empezó a discutir consigo mismo en sumerio.

—¿Cómo puedo confiar en este monstruo taimado y sin testículos? No es ningún secreto que tiene un complot con Seth y todos los demonios de las tinieblas. Incluso hay quien cree que él mismo es uno de los espíritus más malignos del más allá —murmuró, y entonces, al darse cuenta de lo que había dicho, se dio la vuelta y, a gritos, se dirigió a Phat Tur—: ¡Traduce mis palabras por tu cuenta y riesgo! Si lo haces, te estrangularé con tus propios intestinos, ¿lo has entendido?

Phat Tur palideció y bajó la mirada.

—Lo que Su Majestad ordene —accedió.

Nimrod retomó la marcha por la sala y su discusión consigo mismo. Luego volvió a detenerse frente a mí.

—Dile que confío en él —le ordenó a Phat Tur—. Pero que debo hacer un pacto con Tamose, faraón de Egipto, antes de acceder a una alianza.

Mientras ponía esa condición, vi un destello de maliciosa lascivia en sus ojos.

—Si es posible, sé que el faraón aceptará —dije, con cautela.

—Deseo unir mi familia con la familia real de Egipto —declaró Nimrod—. Quiero que Tehuti y Bekatha, las hermanas del faraón, sean mis esposas. Así, él y yo seremos cuñados.

Me asombró el alcance de su codicia, su desfachatez y su lujuria. Aquel pícaro ansiaba tanto el dinero como la carne.

—Es un gran honor el regalo que le ofrecéis a Egipto. En otras circunstancias, sé que mi farón no dudaría ni un momento en aceptar vuestra sugerencia. —Tras un tono de voz razonable, oculté mi enojo con aquella detestable criatura que me había colmado de insultos y que ahora mostraba abiertamente su deseo por mis queridas niñas—. Sin embargo, el faraón ya ha comprometido a sus dos hermanas en matrimonio con el Minos Supremo de Creta para sellar la alianza militar entre las dos naciones y no osaría renegar de su promesa. Los minoicos no aceptarían tal ultraje a su honor.

Nimrod se encogió de hombros y murmuró alguna obscenidad. No obstante, diría que no estaba demasiado molesto por mi negativa. Ambos sabíamos que había sido un intento suyo para exprimir hasta la última gota nuestro acuerdo. Da igual lo que se ofrezca a determinados hombres, porque siempre intentarán obtener un poco más.

Nimrod dio otra vuelta alrededor de la sala mientras recuperaba su ingenio y acometió un nuevo intento:

—Me gustaría ver los tres mil lakhs de los que hablabais antes; no es porque no me fíe de vos y de vuestro faraón a la hora de honrar nuestro acuerdo, sino porque simplemente me gustaría ver cómo los habéis ocultado hasta ahora…

Nimrod habló directamente conmigo, esperando, estoy seguro de ello, que me traicionara y admitiera que entendía el sumerio. Sin embargo, lo frustré una vez más y miré a Phat Thor para que tradujera. Estaba empezando a disfrutar esquivando las trampas de Nimrod. Era casi lo mismo que jugar con las piedras bao con el señor Atón.

Mandé a Zaras y a Hui a buscar la plata al campamento de nuestro regimiento, al otro lado de las murallas de la ciudad. Fueron necesarios dos carros y cincuenta hombres para su transporte. Cuando fue finalmente colocada en la sala del consejo, la montaña de lingotes era impresionante. Nimrod se paseó alrededor de la brillante pila, acariciando cada lingote y dedicándoles palabras de cariño, como si fueran sus queridas mascotas.

Por la noche, disfrutamos de otro banquete en la mesa de Nimrod. El vino me pareció bastante más aceptable que las putrefactas entrañas que nos habían servido antes. Sin embargo, su efecto sobre los modales y el comportamiento de mi anfitrión y sus compinches fue menos meritorio.

El rey Nimrod se había perdido sus ejercicios matutinos en el templo de Ishtar. Nos apeteciera o no, fuimos obsequiados con una exhibición de la insaciabilidad del Gran Cazador. La mitad de las mujeres asistentes al banquete terminaron la velada en un estado de lascivo abandono.

Me felicité por haber dejado a mis dos princesas encerradas en sus aposentos con Zaras y una docena de sus hombres montando guardia en la puerta.

Los seis buques de guerra que había comprado a Nimrod estaban siendo aparejados de nuevo en el puerto de Sidón y no estarían listos para que tomara su mando hasta finales del mes de Famenoth.

Aproveché este paréntesis para planificar con el rey Nimrod y sus hombres nuestra campaña contra los hicsos. Había elegido al señor Remrem para que permaneciera en Babilonia y actuara como agregado militar del faraón.

A regañadientes, acepté que el coronel Hui se quedara con Remrem como su asistente. Bajo mi tutela, Hui se había convertido en uno de los más cualificados expertos en el arte de la guerra de carros. Sabía que iba a echarlo de menos a él y a su experiencia cuando empezaran las hostilidades con las hordas de hicsos en el norte de Egipto y en la costa del Mediterráneo, pero Bekatha había dejado muy clara su aversión hacia él. Sabía que se pondría furiosa si me hubiera llevado a Hui con nosotros a Creta.

Pocas semanas después de que Nimrod recibiera su incentivo en plata, los talleres de su ejército se emplearon a fondo en la fabricación de nuevas armaduras y armas, la reparación de los viejos carros y la construcción de centenares de carros nuevos según mi propio diseño y especificaciones. Las calles de Babilonia se llenaron de columnas de soldados en marcha y los zocos eran un tumulto de compradores y vendedores regateando.

Por Phat Thur y sus agentes me enteré de que el resto de ciudades de Sumeria estaba disfrutando de esa misma resucitación marcial. Los hasta entonces miles de desempleados guerreros sumerios acudían en manada al encuentro del estandarte real… y de las monedas de plata del rey.

El trabajo que yo mismo me había impuesto era bastante difícil y complicado, y la situación era aún peor al fingir que carecía de fluidez hablando el sumerio. Empecé a hablarlo como un niño y de forma titubeante con mis anfitriones, aunque cada día resultaba más fluido y gramaticalmente correcto. Incluso Su Majestad el rey Nimrod se vio obligado a dejar de hacer en mi presencia sus insultantes comentarios sobre mi persona a sus aduladores. Muy pronto fui capaz de desconcertar a nuestros anfitriones con mi rápida cháchara y mis ingeniosos juegos de palabras en su propio idioma.

Una mañana observé al almirante Alorus mientras le comentaba a Nimrod que mi aprendizaje de la lengua sumeria era poco menos que un milagro. Cuando me acerqué para darle las gracias por el cumplido, Alorus se apartó de mí con temor supersticioso, haciendo la señal contra el mal de ojo. No creo que hubiera oído hablar jamás de la lectura de los labios. Pero, evidentemente, creía en la brujería, como hace toda persona sensata y educada.

Por las tardes, cuando ya refrescaba, aprovechaba para nadar en el Éufrates o para caminar por las colinas del sur, más allá de los límites de la ciudad, acompañado por mis princesas. Me divertía comprobar la frecuencia con la que nos topábamos con Zaras durante nuestras excursiones, incluso en los lugares más remotos. Era casi como si alguien lo hubiera alertado de nuestra presencia. Estaba claro que no podía tratarse de Tehuti. Su sorpresa al encontrarlo merodeando por el camino casi superaba la mía.

Por las noches siempre recibíamos invitaciones para cenar con nuestros anfitriones sumerios o con mis oficiales. Si el rey Nimrod estaba presente, yo insistía en que mis princesas se sentaran cerca de mí, donde pudiera vigilarlas.

Cuando todos se habían retirado, me sentaba a solas en la terraza de mis aposentos, esperando hasta mucho después de medianoche a que regresara mi dama encapuchada. Noche tras noche, ella me decepcionaba.

Con toda esta bulliciosa actividad, los días pasaron con rapidez. Un día llegó un mensajero de la base naval de Sidón con la noticia de que los seis buques de guerra que le había comprado a Nimrod estarían listos para su botadura veinte días antes de lo previsto. Nuestra engorrosa caravana tardaría casi la mitad de ese tiempo en llegar a Sidón, en la costa del mar Mediterráneo. Ordené a Zaras y a Hui que ultimaran los preparativos para abandonar Babilonia.

Aquella noche, después de haber acompañado a mis princesas a sus aposentos reales en el ala este del palacio, regresé a mis estancias antes de que se ocultara la luna. Mis esclavos habían dejado las lámparas de aceite encendidas en mi habitación y en la terraza, junto al jergón. Siguiendo mis instrucciones, habían mezclado el aceite con unas hierbas cuyas emanaciones ahuyentaban a los mosquitos y a otros insectos nocturnos y al mismo tiempo invitaban a un sueño agradable y reparador.

Rustie estaba esperando a que me acostara. Se acercó para desvestirme y colocar un cáliz de plata lleno de vino junto al jergón.

—Ya es medianoche pasada, amo —me regañó—. Apenas habéis dormido un par de horas desde que empezó la semana.

Rustie es mi esclavo desde hace tantos años que ambos hemos perdido la cuenta. Hace mucho que se dio a sí mismo permiso para tratarme como si fuera mi niñera.

Con su ayuda, me despojé de la ropa. Salí a la terraza y cogí el cáliz de vino. Me mojé los labios y solté un suspiro de satisfacción. Era un vino de diez años de los viñedos de mi finca de Mechir. Luego me di la vuelta para contemplar, al otro lado de la terraza, el templo de la diosa. Sufrí una decepción pero me resigné al comprobar que estaba desierta. Habían pasado semanas desde que había visto por última vez a la dama encapuchada.

Me despedí de Rustie, que se alejó sin dejar de refunfuñar. Me paseé por el suelo de mármol, repasando mentalmente los puntos más destacados de las negociaciones que había hecho esa noche con el rey.

De pronto, me detuve en medio de un paso. La tonalidad de la luz de la luna cambió, adquiriendo una sutil luminosidad dorada. Levanté los ojos hacia ella. Supe al instante que estaban en juego fuerzas sobrenaturales, aunque no pude decidir de inmediato si eran benignas o malignas. Hice la señal de Horus con dos dedos para alejar el mal y esperé en silencio a que aquellas fuerzas misteriosas se manifestaran.

Poco a poco fui percibiendo un aroma sutil y escurridizo en el cálido aire de la noche. Nunca había olido nada igual, y, aunque no pude identificar el perfume, todos mis sentidos se despertaron. Noté una extraña pero agradable sensación recorriéndome el cuello, los hombros y finalmente la espina dorsal. Eso me alertó de una poderosa y cercana presencia detrás de mí.

Me volví para mirarla. Estaba tan asustado que el cáliz de vino se cayó al suelo. Por un momento, mi corazón se detuvo, y luego empezó a latir de nuevo, golpeándome el pecho como los cascos de un caballo desbocado.

La misteriosa dama del templo estaba frente a mí, tan cerca que casi podía distinguir sus exquisitos rasgos tras las sombras de su capucha. Si hubiese extendido la mano podría haberla tocado, pero fui incapaz de moverme. Al final conseguí recuperar la voz, pero después de hablar fue silenciada con veneración.

—¿Quién sois?

—Mi nombre es Inana.

Me sorprendió tanto la rapidez de su repuesta como el sonido y el significado de ésta. Resonó en mis oídos como una música celestial. Supe de inmediato que nunca podría surgir de una boca humana un sonido tan hermoso como aquél. El significado de lo que había dicho era si cabe más sorprendente. Desde el principio de los tiempos, Inana había sido el antiguo nombre de la diosa Ishtar.

—Me llamo Taita.

Fue la única respuesta que fui capaz de pensar.

—Además de tu nombre, sabes muy pocas cosas sobre ti, ¿verdad? Ni siquiera sabes cómo se llamaban tu padre o tu madre.

Mientras me decía eso, sonrió con delicada simpatía.

—No. Nunca los conocí.

Admití la verdad de la afirmación. Me tendió una mano compasivamente y, sin dudarlo, la tomé. Sentí de inmediato su calor y su fuerza fluyendo a través de mí.

—No tengas miedo, Taita. Soy tu amiga; más que tu amiga.

—No me das miedo, Inana. —Me tendió la otra mano, y cuando la cogí, también sentí que entre nosotros existía un poderoso vínculo de sangre—. ¡Yo te conozco! —exclamé, asombrado—. Siento que te conozco desde siempre. Dime quién eres.

—No he venido para hablarte de mí. He venido para hablarte de ti. Ven conmigo, Taita.

Sin soltarme las manos, retrocedió y me condujo desde la terraza hasta mi dormitorio. Sus pasos, si es que los daba, eran silenciosos. Sólo se oía el suave chasquido de su falda; sentí que, debajo de ella, sus pies no tocaban el suelo, que flotaban sobre la superficie.

La hermosa habitación iluminada con lámparas de aceite había sido mi hogar durante las últimas semanas, y pensaba que la conocía palmo a palmo. Sin embargo, entonces vi que había una puerta en la que nunca había reparado en la pared de enfrente. Mientras Inana me conducía hacia ella, la puerta se abrió por sí misma. La oscuridad, al otro lado de los portales, era absoluta. Sin soltarnos, nos sumergimos en la oscuridad, que nos envolvió a ambos. Nos precipitamos hacia abajo, pero yo no tuve miedo porque ella me cogía de las manos. Mientras descendíamos, el viento sopló en mi cara con tanta fuerza que tuve que entrecerrar los ojos para protegerme. Volamos en la oscuridad durante lo que me pareció una eternidad, aunque sabía que el tiempo era una ilusión. Entonces sentí una superficie sólida bajo mis pies y dejamos de movernos. Había luz, aunque al principio fue tan sólo un destello. Pude distinguir de nuevo la forma de la cabeza de Inana, y luego, poco a poco, su figura apareció debajo de ella. Vi que ahora estaba desnuda, igual que yo.

He visto los cuerpos de muchas mujeres hermosas a lo largo de mi vida, pero el de Inana los superaba con creces a todos. Sus caderas eran voluptuosas, pero por encima de ellas, su estrecha cintura resaltaba sus elegantes contornos. Aunque era tan alta como yo, sus extremidades eran tan finas y estaban tan delicadamente esculpidas que no pude evitar acariciarlas. Recorrí su brazo desde las muñecas hasta la curva de los hombros. Su piel era sedosa, pero, bajo ella, los músculos eran adamantinos.

Llevaba el pelo recogido, pero cuando sacudió la cabeza, se desprendió como una cascada sobre sus hombros, formando una onda que brillaba intensamente, hasta caer finalmente hasta la altura de las rodillas. Aquella cortina ondulante no cubrió sus pechos, que se abrieron paso a través de ella como seres vivos. Eran de una perfecta redondez, blancos como la leche de yegua y coronados por unos pezones de rubí que se arrugaron cuando los recorrí con la mirada.

Su cuerpo no tenía vello, incluidas sus partes pudendas. Las puntas de sus labios interiores sobresalían tímidamente de la hendidura vertical. El dulce rocío de la excitación femenina brillaba sobre ellos.

La luz cobró intensidad y vi que estábamos en los Jardines Colgantes, sobre la ciudad de Babilonia. El conjunto de flores y arbustos que nos rodeaban era extraordinariamente bello, aunque parecía algo mundano comparadas con la belleza de Inana. Me cogió las manos de sus hombros y las besó. La sensación que invadió todo mi ser me hizo estremecer.

—¿Qué quieres de mí, Inana?

La voz que dijo eso no parecía la mía.

—Te propongo que nos unamos.

—Estoy seguro de que sabes que soy un hombre incompleto —susurré, avergonzado—. Fui castrado hace mucho tiempo.

—Lo sé. —Su voz era amable y compasiva—. Estaba allí cuando te hicieron eso. Sentí el cuchillo con la misma intensidad que tú. Y lloré por ti, Taita. Pero me alegré por mí. Acoplarse no es lo mismo que unirse. No me estaba refiriendo a la breve unión de la carne, que acaba demasiado pronto con un ridículo espasmo muscular, una exigua recompensa para el hombre que entrega su semilla o para la mujer que la acepta en su seno. Eso es un mero remiendo de la naturaleza para lanzar a otro mortal a una breve e intrascendente existencia que pronto se borra con la muerte.

Guió mi mano derecha hacia la parte inferior de sus labios e introdujo mis dedos hasta el fondo de la grieta que había entre sus deliciosos muslos. Era lúbrico y estrecho como mis dos dedos. Sentí derretirse mis entrañas con el calor de las suyas.

—No me estaba refiriendo a esto. —Con la punta de los dedos, acarició suavemente la brutal cicatriz que tenía entre mis piernas, allí donde una vez había estado mi virilidad—. Ni a esto.

—¿Qué más puede unir a un hombre y a una mujer, Inana?

—Existe la unión de las almas además de la de los cuerpos. La fusión de las mentes superiores. Ése es el verdadero milagro de la vida que rara vez puede ser consumado.

Me condujo hasta el césped del jardín secreto. Era sedoso y suave bajo nuestros pies, como el plumaje de un pato. Se acercó a mí con un rápido y sinuoso movimiento, y al cabo de un momento, nuestros cuerpos se entrelazaron tan estrecha e íntimamente como los dioses habían imaginado. Nuestros brazos y nuestras piernas se enroscaron, nuestros alientos se mezclaron. Podía sentir los latidos de su corazón contra el mío.

Poco a poco, nuestros corazones se convirtieron en un órgano que compartíamos y que latía como uno solo. Nuestra respiración combinada armonizaba y sostenía sus pulmones y los míos. Quería que su cuerpo me envolviera más, y envolver completamente el suyo con el mío para convertirnos en un solo organismo.

Entonces, al ser consciente de que su mente controlaba la mía, experimenté una fugaz sensación de pánico e impotencia. Traté de evitarlo, pero luego me di cuenta de que yo estaba usurpando su mente al mismo tiempo que ella usurpaba la mía. Mientras se apoderaba de mis recuerdos, yo atesoraba los suyos. Nada se perdía ni olvidaba entre los dos. Compartíamos una existencia que se remontaba a un pasado muy lejano.

—Ahora ya sé quién es mi padre —le susurré, maravillándome al oír mi propia voz.

—¿Quién es? —preguntó.

Conocía la respuesta antes de haber formulado la pregunta, que yo escuché aunque ella no hubiera hablado.

—Es Meniotos, el dios de la ira y la moral —contesté, en medio del divino silencio que compartíamos.

—¿Y quién es tu madre? —preguntó Inana, y saqué la respuesta de la mente que compartíamos.

—Mi madre era Selia, pero era humana y mortal. Murió al dar a luz.

—Eres un semidiós, Taita. No eres enteramente humano ni del todo divino. Aunque tendrás una larga vida, un día también morirás. —Envolvió mi alma con la suya, protegiéndome con más fuerza—. Pero ese día aún está lejos. No obstante, yo estaré allí para protegerte y cuidar de ti cuando llegue. Cuando te hayas ido, te lloraré durante mil años.

—¿Quién eres, Inana? ¿Por qué me siento tan unido a ti en cuerpo y espíritu? ¿Quién es tu padre?

—Mi padre es Hiperión, el dios de la luz. Es el hermano de Meniotos. Así pues, tú y yo compartimos la misma sangre divina —dijo, sin rodeos.

—He escuchado tu respuesta antes de formular la pregunta —le dije, en silencio—. Y tu madre, ¿era una mortal o una diosa?

—Mi madre es Artemisa —respondió Inana.

—Artemisa es la diosa de la caza y de los animales salvajes —dije—. También es la diosa virgen y la diosa de las doncellas. ¿Cómo es posible que sea virgen y también sea tu madre?

—Debes saber, Taita, que con aquellos de nosotros que somos dioses y semidioses todo es posible. Hiperión, mi padre, devolvió la virginidad a mi madre después de que yo naciera. —Sonreí ante el encantador pragmatismo de la solución del padre, y sentí la sonrisa de Inana antes de que prosiguiera—. Pero yo soy virgen, como mi madre, y por decreto de Zeus, que es el padre de todos los dioses, debo seguir siéndolo. Ése es mi castigo por haber rechazado a Zeus, que es mi abuelo, cuando trató de cometer incesto y copular conmigo.

—Un castigo muy cruel para una ofensa tan trivial —repuse, compadeciéndome de ella.

—No lo creo, Taita. Creo que es la más dulce de las recompensas, porque, de lo contrario, ¿cómo podríamos tú y yo ser amantes a lo largo de los siglos que han transcurrido y los que están por venir y aun así conservar la virginidad y la pureza?

—¿Cómo puede alguien conocer su destino, Inana? Yo ni siquiera había nacido en los tiempos remotos de los que hablas.

—Yo estaba allí cuando tú naciste, Taita. Y estaba allí cuando te arrancaron tu virilidad. Y lloré por ti, aunque sabía el gran provecho que íbamos a sacar a lo largo de los milenios de aquel hecho tan terrible.

—Hablas de milenios. ¿Estaremos juntos tanto tiempo, Inana?

No respondió directamente a mi pregunta.

—Aunque no has sido consciente de ello, te he seguido de cerca desde el día que naciste. Sabía todo lo que te acontecía, cada breve alegría y cada insoportable agonía.

—¿Por qué yo, Inana?

—Porque somos uno, Taita. Somos de la misma sangre y un solo aliento.

—No puedo ocultarte nada —admití—. Sin embargo, no soy virgen como tú. A lo largo de mi vida he tenido relaciones carnales con otras mujeres.

Inana sacudió la cabeza con aire triste.

—Sólo has conocido una mujer, Taita. Yo estaba allí cuando ocurrió. Podría haberte prevenido contra ello, porque por ese breve momento de placer pagaste con la hoja del cuchillo que te castró. —Sentí su aliento en mi boca y su dolor en mi corazón mientras continuaba—: Podría haberte evitado la agonía, pero si lo hubiera hecho, si te hubiera advertido de las consecuencias, entonces tú y yo nunca habríamos podido unirnos como lo estamos haciendo ahora, en eterna y divina castidad.

Reflexioné sobre lo que había dicho y luego suspiré mientras ella suspiraba dentro de mí.

—Todo sucedió hace mucho tiempo. No recuerdo la cara de aquella muchacha. Ni siquiera recuerdo su nombre —reconocí.

—Eso es porque he borrado ese recuerdo de tu mente —susurró—. Si lo deseas, puedo devolvértelo, y podrás conservarlo durante los próximos cinco mil años, pero no te proporcionará ninguna alegría. ¿Es eso lo que quieres?

—Ya sabes que no.

Estaba renunciando a esa alma en pena, que había sido esclava conmigo. En nuestro dolor compartido, nos habíamos dado mutuamente un poco de consuelo. Ella me había dado amor, pero hacía tiempo que había sido engullida por el abismo del espacio y del tiempo y se había ido a un lugar donde nadie podía seguirla. Ni siquiera un semidiós castrado.

Me entregué al momento, deleitándome con los pensamientos de la mente de Inana y el recuerdo mientras ella se deleitaba con los míos. Con nuestros cuerpos y nuestras almas entrelazados, el tiempo ya no era un río que fluía sin aliento. Se había convertido en un suave océano en el que flotábamos los dos, saboreando cada momento como si fuera un fragmento de eternidad. Ella reforzó las murallas de mi alma, haciéndome inconmensurablemente más sabio e invulnerable al mal.

Juntos alcanzamos un estado de gracia espiritual.

Después de una eternidad, mi alma se dirigió a la suya.

—No quiero que esto acabe nunca, Inana. Quiero quedarme contigo así, para siempre.

Entonces escuché su voz, que me respondía desde lo más profundo de mi ser:

—Tú eres parte de mí, Taita, y yo soy parte de ti. Pero al mismo tiempo estamos separados y somos seres completos. Tenemos nuestra propia vida, distinta de la del otro, una vida a la que debemos volver. Tenemos nuestro propio destino, al que debemos enfrentarnos solos.

—Por favor, no me abandones —le imploré.

—Ahora voy a dejarte. Ha llegado el momento de irme.

Su voz ya no se mezclaba con la mía.

—¿Volverás a mí?

—Sí.

—¿Dónde? —pregunté.

—Dondequiera que estés.

—¿Cúando, Inana? ¿Cuándo volveré a verte?

—Dentro de un día, de un año o puede que de mil años.

Sentí que su cuerpo se escurría para liberarme de su abrazo.

—Quédate un poco más —le supliqué, pero ya se había ido.

Me senté y miré a mi alrededor, desconcertado. Estaba acostado en el jergón, en la terraza del palacio. Me levanté dando un brinco y corrí hacia el dormitorio principal. Me detuve en el centro de la gran sala y me quedé mirando la pared del fondo, donde había visto la puerta del jardín secreto al que Inana había volado conmigo. Ahora ya no había ninguna puerta.

Crucé la estancia despacio y empecé a examinar minuciosamente la pared de enfrente, recorriendo su superficie con los dedos, buscando la bisagra que hay entre la puerta y la jamba. El estucado era suave y sin fisuras. Entonces recordé lo que Inana me había dicho.

«Debes saber, Taita, que con aquellos de nosotros que somos dioses y semidioses todo es posible».

Parecía que habían transcurrido muchos años desde la última vez que había estado allí. ¿Existía una dimensión como la del tiempo en el lugar lejano al que Inana me había transportado? Aunque así fuera, ¿era posible que el tiempo se hubiera detenido en este mundo cuando yo me encontraba en el otro con ella?

Mientras trataba de separar la realidad de la fantasía y lo verdadero de lo falso, mis ojos se posaron en el despliegue floral de rosas rojas colocadas en la enorme ánfora de bronce que estaba en el centro de la estancia. Me acerqué a ella y examiné las flores de espinosos tallos. Estaban tan frescas como la última vez que las había visto.

—Podrían haberlas cambiado muchas veces en mi ausencia —dije, en voz alta.

Entonces bajé la mirada. En el suelo de mármol había una rosa roja. Recordé haberla arrancado del ramo la tarde anterior para oler su perfume; luego la tiré al suelo para que los sirvientes de palacio se la llevaran.

Me agaché para recoger la flor y la olí. Tenía la misma fragancia que la última vez que la había olido; al examinarla más de cerca, me di cuenta de que a pesar de no haber estado en agua, no sólo no se había marchitado, sino que estaba tan fresca y firme como cuando había roto el tallo.

¿Era posible que Inana y yo sólo hubiéramos pasado una noche en aquel divino abrazo y no toda una vida, como yo me imaginaba? No parecía posible. Me quedé perplejo mientras rozaba mis labios contra los pétalos de rosa.

Entonces oí que se abría la puerta principal de la casa y unas voces apagadas hablando en egipcio.

—¿Quién es? —grité.

Una de las voces me respondió:

—Soy yo, amo.

Reconocí la voz de Rustie. Un momento después apareció en el umbral de la puerta del dormitorio.

—¿Dónde estabas?

—Me dijisteis que no os despertara hasta que el sol no asomara por encima del horizonte, amo —protestó, con mal disimulada indignación.

—¿Cuándo te dije eso?

—Anoche, cuando me ordenasteis que me retirara.

Así pues, había estado ausente solamente una noche. A lo mejor nunca había ocurrido. Tal vez había sido nada más que un sueño, aunque deseaba desesperadamente que no fuera así. Ya estaba deseando encontrarme de nuevo con Inana, en el caso de que fuera real y no una fantasía de mi mente. ¿Conocería alguna vez la respuesta a ese misterio? ¿Fantasía o realidad? ¿Qué y quién era Inana?

—Se me había olvidado. Por favor, discúlpame, Rustie.

—Por supuesto, señor. Pero soy yo quien debe disculparse con vos.

Rustie es muy fácil de apaciguar. Es un hombre encantador y estoy realmente encariñado con él. Sin embargo, en tono severo, le recordé:

—No olvides que dentro de cinco días partimos a Sidón. Para entonces debe estar todo preparado para viajar.

—Ya he cargado la mayoría de nuestras pertenencias en los carros. Puedo estar listo para salir en una hora.

Cada hora de los cinco últimos días que pasamos en Babilonia parecía estar llena de una frenética actividad. Celebramos las últimas reuniones con Nimrod y su consejo, firmamos los acuerdos entre nuestras naciones y las disposiciones acordadas para el resto de los lingotes de plata que los compinches de Nimrod debían recoger en Tebas. Me alegraba mucho no estar presente cuando el acuerdo para el pago de los veintisiete mil lakhs de plata, que había firmado con el sello real de halcón, fuera entregado al faraón Tamose.

Además de todo esto, estaba la llegada a Babilonia del emisario que el Minos Supremo había enviado a la ciudad para dar la bienvenida a mi delegación y viajar con nosotros a Creta. Había zarpado de Cnosos acompañado por su séquito con una flotilla de buques de guerra. Había fondeado los barcos en el puerto sumerio de Sidón y viajado por tierra con sus hombres para reunirse conmigo.

Se llamaba Toran, que puede traducirse del minoico como «el Hijo del Toro». Era un hombre bien parecido en la plenitud de su vida y viajaba como el representante del monarca más rico y poderoso de la tierra. El rey Nimrod reservó una ala entera de su palacio para acomodar a su séquito. Sólo para alimentar y entretener a los visitantes cretenses, Nimrod tuvo que gastar una gran parte de los tres mil lakhs que yo le había entregado. Estaba ansioso por ver regresar a Toran a su isla e hizo todo lo posible por acelerar su partida.

A pesar de su atractivo físico y sus regios modales, Toran era uno de los hombres más inteligentes y astutos que he conocido. En nuestro primer encuentro establecimos un fuerte vínculo de mutuo respeto; casi de inmediato, ambos reconocimos las cualidades superiores del otro.

Una de las muchas virtudes que compartíamos era el odio por los bárbaros hicsos y cualquier cosa que estuviera relacionada con ellos, por remota que fuera. Me pasé una hora compadeciéndome con él por el despreciable y no provocado ataque que habían lanzado contra la fortaleza minoica de Tamiat y por las atrocidades que habían cometido con las tropas cretenses que allí habían capturado. El hijo pequeño de Toran fue uno de los jóvenes oficiales a los que decapitaron después de haberse rendido.

Sin embargo, ninguno de los dos mencionó los tres grandes trirremes, auténticos tesoros cretenses, ni los 580 mil lakhs en lingotes de plata que los hicsos habían robado al Minos Supremo. Era como si aquel fabuloso tesoro jamás hubiese existido. Por mi parte, habría jurado sin problemas ante todos los dioses que no sabía nada de ello.

Pero lo que me convenció definitivamente del gran talento de Toran y de su privilegiado intelecto fue su fluidez hablando egipcio y el hecho de que había leído y estudiado mucho lo que yo había escrito sobre los más diversos temas. Me confesó que consideraba mi tratado sobre tácticas y batallas navales como la obra de un genio y que había traducido gran parte de mi obra poética a la lengua minoica.

No fue hasta el segundo día de nuestras deliberaciones que abordamos el asunto de la alianza propuesta entre nuestras dos poderosas naciones y la forma en que podríamos confirmar y consolidar dicho pacto. Esas deliberaciones nos llevaron otros tres días, durante los cuales ambos pusimos a prueba todo nuestro poder de negociación hasta el límite. Finalmente, el cuarto día estuvimos en disposición de firmar un acuerdo que yo había redactado en egipcio jeroglífico y en minoico lineal A.

Estimé que era el momento oportuno para presentar mis princesas a Toran. Lo invité a él y a su séquito a cenar con nosotros la noche siguiente.

Supervisé personalmente la selección de los vinos y decidí los platos que se servirían. Mi menú era casi tan largo como el tratado con Creta que acababa de firmar, aunque bastante más fascinante. Luego dediqué toda la tarde a preparar a mis dos princesas para la ocasión. Era algo esencial para mi propósito, por no hablar de las ventajas para Egipto, engatusar a Toran para que hiciera una brillante descripción de sus atributos cuando regresara al palacio de Cnosos.

Con mucho cuidado, elegí del armario que me había traído desde Tebas las telas y colores que mejor complementaban la belleza de mis dos niñas: el rosa para Bekatha y el verde para Tehuti.

Me senté junto a las dos mujeres que las estaban maquillando. No aceptaría de ninguna de ellas nada que no rozara la perfección. Cuando finalmente aprobé sus esfuerzos, ambas estaban llorando, pero los resultados merecieron mi perseverancia. La única belleza que he contemplado y que superaba la de mis niñas aquella noche era la del rostro de la diosa Inana a la luz de la luna. Sabía que ni Toran ni su señor en Creta serían capaces de resistirse a mis dos niñas, del mismo modo que nunca he sido capaz de hacerlo yo.

Aquella noche esperé hasta que Toran y el resto de la compañía estuvieron sentados a la mesa magníficamente decorada que había preparado y a que a todos les hubieran servido vino antes de dar la señal para que las niñas hicieran su entrada.

Cuando aparecieron deslizándose una junto a la otra por la puerta de doble hoja que había al final de la sala, un inmediato y profundo silencio cayó sobre la compañía. Los hombres estaban cautivados por la admiración, y las mujeres por la envidia.

Mis princesas se detuvieron frente a Toran y ambas hicieron una elegante reverencia. Loxias, que iba detrás de ellas, también se inclinó. Evidentemente, yo no había dedicado ninguna atención a la muchacha de Creta. Llevaba un vestido de un color bastante apagado que dejaba al descubierto sus rodillas. Su rostro y sus rodillas eran hermosos, aunque nada excepcionales. Era obvio que se había maquillado y peinado ella misma. Después de todo, era una sirvienta, y muy afortunada por haber conseguido mi permiso para asistir al banquete.

Miré de reojo a Toran para juzgar su reacción ante aquella plétora de belleza femenina y me di cuenta de que miraba por encima de las cabezas de mis dos princesas y sonreía. Desvié mi atención en esa dirección y descubrí con gran sorpresa y disgusto que Loxias le devolvía tímidamente la sonrisa. Fue entonces cuando recordé la admiración que la muchacha había demostrado por el señor Remrem y deduje que debía sentir inclinación por los hombres maduros.

Inmediatamente, moderé mi exagerada opinión sobre Toran. Puede que fuera un afable y erudito estadista con buen gusto literario, pero en cuestión de mujeres era evidente que no era capaz de distinguir un resplandeciente colibrí de un pequeño gorrión gris.

Hice un gesto a mis niñas para que tomaran asiento a ambos lados de Toran. Ya habían recibido mis instrucciones para deslumbrarlo con su dominio de la lengua minoica. Luego, con un movimiento de la cabeza, desterré a Loxias al otro extremo de la sala, donde gozaría de libertad para desplegar sus encantos entre algunos de mis jóvenes oficiales, más próximos a ella en edad y estatus social.

Durante las semanas siguientes me vi obligado a pasar gran parte de mi tiempo en solemne cónclave con Toran, el señor Remrem y el alto mando sumerio, planificando y coordinando nuestra campaña conjunta contra el rey Gorrab. Los días pasaban sin darnos cuenta, y parecía que no había ni un momento de respiro para mí.

Dos días antes de que nuestra caravana partiera de Babilonia con destino al puerto de Sidón no pude resistir más la tentación que sentía de hacer una visita de despedida al templo de Ishtar. Tenía la ferviente esperanza de encontrar algún persistente rastro de Inana en aquella extraña construcción, tal vez un mensaje críptico de la diosa o al menos alguna esotérica pista de su presencia.

Acordé con Onyos, el sacerdote de túnica verde de la diosa, que me dejara acceder al templo después de que se cerrara al resto de fieles. Fui solo, vestido con una túnica gris con capucha parecida a la que siempre llevaba Inana. Pasaba una hora de la medianoche cuando llegué al portalón de madera del templo, donde me estaba esperando Onyos.

—Me gustaría estar a solas —lo despedí, depositando un mem de plata en la palma de su mano.

Se alejó de mí respetuosamente, inclinando la cabeza con una solemne reverencia, y desapareció en las sombras de la nave hipóstila.

Sin el reflejo del gran espejo solar que iluminaba el techo, el templo era un lugar sombrío e inquietante. Salvo por la presencia de unos pocos sacerdotes y sacerdotisas vestidos con túnicas verdes, estaba desierto. Los cubículos donde las mujeres esperaban para realizar su servicio obligatorio a la diosa estaban vacíos. Algunos de los frescos más espectaculares estaban iluminados por lámparas de aceite con reflectores de cobre pulido.

La vacilante luz bailaba sobre las figuras pintadas, dotándolas de una vida escabrosa. Me detuve frente a algunas de ellas y pensé en el abismo que separaba aquellas imágenes de la verdadera naturaleza de la divina y casta deidad a la que estaban dedicadas. Durante el viaje de exploración que había hecho con Inana aprendí que lo que los hombres creen acerca de los dioses es, mayormente, lo que desea su imaginación. La idea de que un hombre puede doblegar a los inmortales a voluntad a través de la oración y el sacrificio o la confesión piadosa es ridícula. Los inmortales sólo hacen lo que más les conviene, es decir, velar por su poder y su placer.

Exploré lenta y atentamente los cavernosos pasillos y claustros, pero no pude detectar ni la más mínina prueba de la presencia de Inana en ninguno de ellos. El rey Marduk había levantado aquella enorme construcción en un intento de atraer a la diosa y capturarla, pero ahora yo sabía que ella nunca era la presa, sino la cazadora.

Subí a la terraza que se extendía formando una espiral por los muros exteriores del templo; era el lugar donde ella se me había aparecido en tantas ocasiones, aunque ahora no había ni rastro de su presencia. Llegué a la azotea y me senté al lado del gigantesco espejo de metal que durante las horas de luz proyectaba los rayos del sol en la nave.

Busqué en la enjoyada bóveda del cielo de medianoche por encima de mi cabeza, pero ella no me había dejado nada. Todo cuanto conservaba era su recuerdo y la promesa de que algún día volvería a mí.

El rey Nimrod había ordenado la construcción de un pabellón real al otro lado de las puertas principales de la ciudad. Estaba decorado con banderas, flores y hojas de palma. El día que partimos para Sidón, Su Majestad ocupó el podio que había en lo alto.

Estaba rodeado de los nobles sumerios, los altos mandos militares y los dignatarios de la ciudad. El señor Remrem, el coronel Hui y el resto de oficiales egipcios que iban a quedarse en Babilonia también ocuparon posiciones privilegiadas en el estrado.

El día antes, yo había enviado a todos los sirvientes, esclavos y otros no combatientes para que se avanzaran a nuestras fuerzas principales. Con ellos viajaban los carros con el equipaje y las manadas de caballos y camellos. Así pues, cuando desfilamos ante el rey Nimrod, conmigo sólo estaban los oficiales y los guerreros.

Todos nuestros carros, armas y armaduras habían sido reparados, renovados y pulidos para que brillaran a la luz del sol. Los caballos y los camellos habían comido, descansado y habían sido cepillados hasta que estuvieron en óptimas condiciones. Zaras se ocupó de que los hombres recibieran las mismas atenciones y no les había permitido aflojar el ritmo. Nuestro aspecto era realmente el de lo que éramos: un pequeño ejército de duros combatientes.

Muchos hombres habían establecido relaciones con la población local, por lo que había numerosas damas llorando a la vera del camino que conducía a la costa. Algunas de ellas estaban embarazadas, y eso no hacía sino aumentar la emoción y el drama del momento.

Toran montaba a mi izquierda, y mis dos princesas a mi derecha. Loxias se las había arreglado para situarse cerca del embajador minoico. Era algo que no me sorprendía ni me inquietaba. Sabía que ya no dormía en la misma habitación que mis niñas, y que desde que Toran llegó a Babilonia había encontrado un nuevo alojamiento. Decidí no hacer más pesquisas al respecto.

Con el embajador y mis princesas reales a ambos lados y la banda de cuernos, flautas y tambores del regimiento a nuestras espaldas, llevé a mis hombres fuera de la ciudad. Detuve la columna cuando llegamos a la altura del pabellón real, desmonté y subí las escaleras hasta el podio donde se encontraba el rey Nimrod.

La banda dejó de tocar y la multitud guardó un respetuoso silencio cuando, apoyando una rodilla en el suelo, me postré ante el rey Nimrod. Su Majestad me levantó y me abrazó con el mismo cariño con el que, de haberlo tenido, lo habría hecho mi propio hermano. Era lo adecuado por haberle devuelto su reino y su ejército. También lo había convertido en un hombre rico y le había restituido gran parte de la fortuna que su padre, el rey Marduk, había dilapidado.

Después de intercambiar votos de eterna amistad que, por mi parte, no eran del todo sinceros, nos separamos.

Tras montar de nuevo en mi semental, levanté la mano derecha para disponerme a dar la orden de marcha y la banda tocó los primeros compases del himno del regimiento.

En aquel momento lleno de tensión, a mi izquierda, una voz muy querida lanzó un grito que resonó contra las gigantescas murallas de la ciudad.

—¡Alto! —gritó la princesa Bekatha.

Todos obedecimos su orden. La música de la banda y los vítores de la multitud titubearon y finalmente guardaron un incómodo silencio. Todas las miradas, incluida la mía, se volvieron hacia ella.

—¿Qué te aflige, querida? —le pregunté, con voz tranquilizadora.

Me di cuenta de que estaba al borde de una de sus famosos arrebatos. Puede que yo sea en parte responsable del destemplado temperamento de Bekatha. Tal vez haya sido demasiado indulgente con ella en el pasado.

—¿Qué cree que está haciendo Hui allí arriba, en el estrado, escondiéndose detrás del señor Remrem mientras yo me veo obligada a partir hacia una desolada isla en el otro extremo del mundo? —Bekatha extendió la mano derecha, señalando al hombre que le había hecho tan terrible ofensa—. ¡Mirad cómo se esconde!

Todas las cabezas, incluida la del rey Nimrod, se volvieron hacia Hui.

—Dijisteis que no querías volver a ver nunca a Hui —le recordó Loxias a Bekatha.

Bekatha se volvió hacia ella.

—¡No te metas en esto o lo lamentarás!

—Loxias tiene razón. Dijiste que odiabas a Hui. —Tehuti salió valientemente en defensa de la muchacha de Creta.

—Yo nunca dije tal cosa. ¡Nunca empleé la palabra odiar!

—Claro que sí —respondieron al unísono las otras dos muchachas.

Tehuti fue un poco más lejos:

—Incluso dijiste que ibas a ordenar que lo decapitaran.

—Nunca dije decapitar. —Los ojos de Bekatha se llenaron de lágrimas de rabia—. Dije castigar. Dije que quería que lo castigaran.

Los que estaban en la parte de atrás de la tribuna llena de gente empezaron a preguntar a los de la parte delantera, que entendían un poco el egipcio:

—¿Qué ha dicho esa muchacha?

—Dice que quiere que decapiten a alguien.

Los niños que había entre la multitud empezaron a lloriquear para que sus padres los levantaran en hombros para contemplar mejor la ejecución.

—Incluso te oí decir que Hui es un patán y un bárbaro. —Me metí en la conversación prudentemente, protegido por el alboroto.

—Lo único que dije es que no debería haberse burlado de mí.

—¿No crees que sea feo?

Bekatha bajó los ojos y la voz.

—En realidad no. En realidad creo que, de una forma extraña, es adorable.

—¿Y qué me dices de sus cinco esposas?

—Me prometió que las mandaría de vuelta con sus madres.

Parpadeé. Evidentemente, aquel asunto estaba totalmente fuera de mi control.

—Tal vez sería mejor dejarlo aquí, en Babilonia, o cumplir tu promesa y decapitarlo —sugerí.

—No seas tan malo, Taita.

—¿Estás totalmente segura de que quieres que Hui venga con nosotros a Creta?

Ella asintió con la cabeza. Su sonrisa, al menos para mí, era irresistible. Me puse de pie sobre los estribos y grité sobre las cabezas de la multitud.

—¡Hui! Recoge tus cosas y forma en filas. No pienso esperarte. Si no te has unido a nuestro regimiento antes del atardecer diré que te has ausentado sin permiso.

Pateé los flancos de mi caballo con los talones y nos encaminamos hacia la costa. Por el rabillo del ojo vi que el coronel Hui descendía del podio real a toda velocidad. Ignorando las protestas del señor Remrem, salió corriendo hacia la ciudad para recoger sus pertenencias.

Me pregunté por qué me sentía tan satisfecho conmigo mismo. Acababa de tomar una decisión que era casi del todo insostenible. No suponía ningún provecho para mí, salvo que ahora tenía al mejor auriga de Egipto a mi mando y que había hecho de nuevo feliz a mi pequeña Bekatha.

Seguimos el río Éufrates en dirección noroeste durante los siguientes seis días hasta llegar al camino real en la ciudad de Resafa. Luego nos desviamos para seguir el camino principal a través de las montañas hasta Ash-Sham, la ciudad de Jasmine.

Cuando dejamos atrás el mar Rojo, avanzamos en un enorme círculo que nunca nos acercó a más de setecientas leguas de las tierras dominadas por los hicsos en todo el extremo norte de la Madre Nilo.

Desde la ciudad de Jasmine pudimos por fin avanzar directamente por el oeste hacia el puerto de Sidón, en la costa más oriental del mar Mediterráneo. Ésa fue la etapa más hermosa y agradable de nuestro largo viaje, que nos condujo a través de las montañas y los bosques del Líbano.

El camino principal estaba lleno de unos árboles gigantescos que nunca habían conocido el hacha. Parecían ser los pilares sobre los que se suspendía el cielo para alcanzar la verdadera morada de los dioses. En aquella época del año sus ramas superiores estaban adornadas con guirnaldas de nieve fresca, y el aire estaba impregnado del perfume de su resina.

A medida que nos acercábamos a la costa la temperatura aumentó y pudimos despojarnos de las pieles y de los pesados chalecos de lana que habíamos comprado en la ciudad de Jasmine. Al salir de los bosques de cedros descubrimos otra montaña que se alzaba ante nosotros. Los guías me aseguraron que se trataba del monte Rana, que en la lengua canaanita significa «perfecto en su belleza». Se encuentra en las costas del mar Mediterráneo, entre los puertos fenicios de Tiro y Sidón, separados por una distancia de casi veinte leguas.

La montaña dividía la ruta comercial que seguíamos. Tomamos la desviación de la derecha, y al doblar el flanco del monte Rana disfrutamos de la primera vista del mar. Era una maravillosa sombra de profundo azul cerúleo que se extendía hasta el horizonte. Incluso el vientre de las imponentes montañas de nubes se teñían de azul por el reflejo de las aguas que había debajo de ellas.

Sidón era una de las ciudades comerciales más prósperas y bulliciosas de la costa. El puerto estaba abarrotado de buques mercantes. Aun desde lejos pude distinguir el emblema del hacha de dos puntas de Creta en las velas de los barcos más grandes. Éstos formaban parte de la flotilla que había llevado a Toran hasta allí desde Creta. Se acercó a mí para despedirse y luego se dirigió hacia el puerto para embarcar en su buque insignia y tomar su mando. Él zarparía antes que nosotros para avisar al Minos Supremo de nuestra inminente llegada.

Escogí un área de terreno abierto que bordeaba el camino, a media legua de distancia de los muros de piedra del puerto. Un arroyo que bajaba de las laderas del monte Rana nos proporcionaría el suministro de agua. Ordené a Zaras que montara el campamento del regimiento en aquel lugar. Antes de haber terminado de acampar, una delegación cruzó las puertas de la ciudad y se acercó a nosotros por el camino. Vi que el hombre que la encabezaba vestía la túnica de los oficiales sumerios de alto rango. Cabalgó hasta donde yo me encontraba y desmontó.

—Soy Naram Sin, gobernador de la provincia de Sidón. —Apretó el puño contra el pecho en un gesto de respeto—. Sé que sois el señor Taita; vuestro nombre es conocido y venerado en toda Sumeria. Su Majestad el rey Nimrod me ha dado órdenes estrictas de otorgaros todo mi respeto y obedecer vuestras instrucciones al instante y sin rechistar. Debo velar para que a vos y a las damas reales no os falte de nada.

—Gracias por esta cálida bienvenida. Mi primera petición es que nos suministréis forraje para los animales.

Naram Sin giró sobre sus talones y gritó una serie de órdenes a sus subordinados, quienes se escabulleron al escucharlas. El gobernador se volvió de nuevo hacia mí y dijo:

—¿Hay algo más en lo que pueda ayudaros, señor?

—Por favor, llevadme a los astilleros donde se está aparejando mi flotilla. Estoy ansioso por inspeccionar el trabajo.

A primera vista, las seis galeras que había comprado a Nimrod me causaron una gran decepción. Se sostenían sobre unos troncos, de forma que pude examinar los cascos por debajo de la línea de flotación. Cometí el error de compararlas con los grandes trirremes minoicos que había capturado en la fortaleza de Taimat. Las naves sumerias tenían casi la mitad de su tamaño y por el diseño de los cascos intuí que serían mucho más lentas y menos prácticas.

Hice un esfuerzo por dejar de lado mi desilusión y decidí concentrar toda mi atención en hacer cuanto estuviera en mis manos.

Durante las semanas siguientes pasé la mayor parte del tiempo en los astilleros con Zaras y los carpinteros. Hacían lo que podían, pero eso no bastaba para contentarme. Yo siempre exijo la perfección.

Inspeccioné cada tablón y cada mástil. Saqué algunos clavos de los cascos al azar y los inspeccioné en busca de signos de corrosión. Hice otro tanto con los accesorios de bronce. Comprobé con la punta de mi espada el calafateo del casco para juzgar la calidad de la mano de obra. Ordené que desplegaran todas las velas y que las llevaran a la playa para poder examinarlas más minuciosamente y buscar y reparar rasgaduras y puntos flacos en la lona.

También ordené una serie de modificaciones en los cascos. Zaras y yo habíamos discutido a conciencia durante el largo viaje desde Babilonia. Cuando le mostré mis dibujos al capataz del astillero, gruñó y se quejó, presentándome una docena de objeciones, aunque yo se las eché por tierra de forma implacable.

Quería utilizar aquellas galeras para apoyar estrechamente a nuestro ejército de tierra, que pronto se enfrentaría a los hicsos en la costa norte de Egipto. A pesar de mis dudas iniciales, ahora estaba convencido de que esos barcos serían capaces de mover grandes contingentes de hombres con rapidez desde cualquier punto del delta hasta donde fueran más necesarios. No obstante, las tropas eran ineficaces sin sus carros y sus caballos.

Finalmente, el capataz de los astilleros cedió a mis exigencias y construyó rampas de carga en las popas de mis galeras. Le hice reforzar el entablado entre los bancos de remo para que pudieran cargar doce carros pesados con sus respectivos caballos, incluso en mar gruesa.

Podríamos llevar esos barcos a cualquier playa o terreno allanado y desembarcar un escuadrón de más de setenta carros con los caballos atados a sus arneses y los hombres en la cabina, listos para entrar en acción de inmediato. Una vez hubiesen alcanzado su objetivo, podrían ser recogidos en la playa con igual presteza.

Mientras se estaba llevando a cabo este trabajo, Toran recibió órdenes del Minos Supremo de retrasar su partida para que pudiera navegar en convoy con nosotros. Puso a mi disposición sus grandes y espaciosas galeras para que las princesas reales y su séquito disfrutaran de mayores comodidades que en mis barcos, mucho más pequeños.

Fue una suerte que el soberano cretense me hubiese concedido esta cortesía; de lo contrario, Toran no habría tenido ocasión de presenciar las capacidades bélicas de mi pequeño ejército.

Cuando las modificaciones de los cascos de mis barcos estuvieron terminadas, la estación de tormentas llegó a su fin. Los dioses nos bendecían con buen tiempo y mares en calma. Sin embargo, antes de zarpar para Creta, decidí que debíamos poner a prueba la navegabilidad de los renovados cascos y el funcionamiento de las modificaciones que había instalado. Al mismo tiempo, podría acostumbrar a mis aurigas a utilizar las rampas de carga de popa.

Nos hicimos a la mar y navegamos por la costa de arriba a abajo durante varios días, desembarcando los carros en todas las playas y terrenos allanados que lo permitían y volviéndolos a embarcar. No paré hasta que los hombres y sus caballos estuvieron completamente adiestrados y demostraron ser unos expertos en estas maniobras. Cuando por fin estuve satisfecho, regresamos al puerto de Sidón.

A primera hora de la mañana, dos días antes de partir definitivamente para Creta, cuando me dirigía desde nuestro campamento a los astilleros para supervisar el trabajo del día, se me acercó un mendigo tuerto en los arrabales del puerto. Traté de apartarlo y proseguir mi conversación con Zaras y Hui, que iban conmigo, pero aquel sucio sinvergüenza era muy insistente. Gimoteando, se aferró a mi manga. Me di la vuelta y levanté la vara para golpearlo, pero no demostró ningún miedo y me sonrió con descaro.

—El señor Atón os reta a un juego de bao —me dijo.

Bajé la vara y lo miré boquiabierto. Lo que había dicho resultaba tan incongruente proviniendo de aquellas fauces desdentadas y fétidas que por un instante me quedé totalmente perplejo. Antes de que pudiera recuperar el habla, el hombre depositó un ínfimo rollo de papiro en mi mano y se alejó corriendo por un callejón lleno de gente. Zaras fue inmediatamente tras él, pero yo le dije que volviera.

—Deja que se vaya, Zaras. Es amigo de un amigo.

Zaras se detuvo a regañadientes y me miró.

—¿Estáis seguro de que no se ha llevado vuestra bolsa? ¿No queréis que lo muela a palos, por si acaso?

—¡Olvídalo! —le dije—. Deja que se vaya. ¡Vuelve aquí, Zaras!

Zaras me obedeció, aunque miró por encima del hombro con recelo.

Regresé de inmediato al campamento y me encerré en mi tienda antes de desplegar el papiro. Vi a simple vista que, efectivamente, se trataba de un mensaje de Atón. Su caligrafía es inconfundible. Al igual que sus modales, es pretenciosa.

El quinto día de Pachon, el Buitre mandó doscientos chacales al este desde Zanat para interceptar al halcón herido en el agujero de la pared y evitar su vuelo hacia el nido de la nueva isla.

El contenido del mensaje confirmaba inequívocamente en sí mismo la identidad de su autor. En el código secreto que empleábamos Atón y yo, el Buitre era el rey Gorrab. Los doscientos chacales era el número de carros hicsos. Zanat era nuestro nombre en clave para la ciudad fronteriza de Nello, situada entre el norte de Egipto y el Sinaí. El agujero en la pared era Sidón. La nueva isla era Creta. Y, por supuesto, el halcón herido era mi jeroglífico personal.

En un lenguaje sencillo, Atón me estaba advirtiendo de que, dieciséis días atrás, Gorrab había enviado un destacamento de doscientos carros a Sidón por el camino costero de Nello para interceptarme y evitar que zarpara rumbo a Creta.

No me provocó ninguna conmoción ni ninguna sorpresa que Gorrab y sus secuaces se hubiesen enterado de mi misión. En cualquier compañía grande y dispersa como la que yo había llevado de Tebas a Babilonia, y ahora hasta el puerto de Sidón, siempre habría alguien que hablara más de la cuenta y otros con oídos atentos. Habíamos pasado bastante tiempo en el camino como para que la noticia hubiese llegado a la guarida de Gorrab en Menfis y que éste reaccionara. Aunque había tomado todas las precauciones posibles para borrar mis huellas, me había resignado al hecho de que Gorrab sabía que yo estaba al frente de esta misión. Mi fama me precede. Y también debía saber que soy un formidable adversario.

No perdí ni un momento más pensando en cómo habría conseguido Atón esa información, ni en si era auténtica y en cómo me la había hecho llegar. Al igual que yo, Atón dispone de los medios necesarios para hacer las cosas. Y, como yo, tampoco cometía errores.

Asomé la cabeza por la abertura de la tienda y llamé a Zaras. Estaba esperando cerca y llegó casi de inmediato, con Hui pisándole los talones.

—Embarcad a los hombres y cargad los carros en los barcos de inmediato. Quiero zarpar antes del mediodía —les dije.

—¿Hacia dónde? —preguntó Hui—. ¿Se trata de otra maniobra?

—No hagas preguntas estúpidas. —Zaras se volvió hacia él violentamente—. Tú sólo cumple las órdenes de Taita, y hazlo en seguida.

Faltaba una hora para el mediodía cuando sacaba a mi flotilla del puerto de Sidón. A petición mía, Toran se colocó a mi lado en la popa de mi buque insignia, al que había llamado Furia. La furia había sido mi primera reacción cuando posé por primera vez mis ojos sobre él.

En cuanto dejamos atrás el espigón, puse rumbo hacia el sur. El resto de mis barcos viraron detrás de mí y avanzamos en paralelo a la costa por la línea de popa. Había hecho unos rápidos cálculos basados en la sucinta información que Atón me había proporcionado. Si, tal y como Atón me había advertido, los invasores hicsos habían salido de Zanat el quinto día de Shemu, tendrían que afrontar un viaje de más de cuatrocientas leguas para llegar a Sidón. En un trayecto tan largo, los carros cargados de peso sólo podían recorrer unas veinte leguas al día sin castigar a los caballos. Los animales tenían que descansar y pastar. Así pues, en total, el viaje les llevaría casi veinte días y, según Atón, ya llevaban dieciséis de camino. Por lo tanto, era probable que estuvieran a tan sólo unas ochenta leguas de distancia. En cuanto se puso el sol, anclé las naves.

Cuando Toran me preguntó por qué era reacio a navegar de noche, se lo expliqué.

—No puedo correr el riesgo de navegar cerca del enemigo durante la noche cerrada —dije—. Sin embargo, echar el ancla no retrasará demasiado tiempo nuestro encuentro. Los carros hicsos se nos echarán encima a toda velocidad. Es posible que nos encontremos con ellos pasado mañana, al mediodía.

Tras comentarle todos estos cálculos, Toran tenía otra buena pregunta para mí.

—¿Cómo sabremos cuándo hemos llegado a su altura? Lo más seguro es que sólo veamos ocasionales atisbos del camino de la costa desde la cubierta de este barco.

—Polvo y humo —le dije.

—No comprendo.

—Doscientos carros levantarán una nube de polvo que podremos ver a gran distancia desde el mar.

Aunque asintió con la cabeza, Toran insistió:

—¿Y el humo?

—Entre las muchas interesantes costumbres de los hicsos se encuentra la de quemar todas las aldeas que toman, a ser posible con los habitantes atrincherados en sus casas. Podéis estar seguro de que su avance estará marcado por las nubes de polvo y las columnas de humo. Son un pueblo realmente detestable.

Tal y como había predicho, una hora después del mediodía del segundo día vi una humareda alzándose tras un bosquecillo de árboles a no más de un centenar de pasos tierra adentro de las olas que rompían en la orilla.

Subí a lo alto del mástil, desde donde vi que los incendios habían sido provocados hacía muy poco. Me di cuenta de que así era porque la columna de humo se hizo más espesa y se elevó mientras la contemplaba. Entonces apareció más humo detrás de la primera columna.

—Otra aldea más arrasada, con todos los seres vivientes que la habitaban —murmuré.

En ese momento vi dos figuras femeninas surgiendo de entre los arbustos y matorrales, en lo alto de la playa. Huían, aterrorizadas y desamparadas. Una de las mujeres llevaba un niño pequeño sobre los hombros y miraba hacia atrás mientras huía. Corrieron hacia abajo por la playa hacia la orilla y luego siguieron avanzando por ella, donde la arena era más firme bajo sus pies. Miraban nuestros barcos, agitando frenéticamente los brazos en nuestra dirección.

De pronto, un carro hicso avanzó a toda velocidad por un camino lleno de baches a través de la maleza que había en la parte superior de la playa. En él iban tres hombres. Todos llevaban la característica armadura hicsa, con cascos de bronce en forma de cuenco. El auriga tiró de las riendas de su caballo antes de llegar a las blandas y traicioneras arenas de la orilla de la playa. Los tres saltaron del carruaje y empezaron a perseguir a las dos fugitivas. No prestaron demasiada atención a nuestros buques; estábamos demasiado lejos de la costa y no suponíamos ninguna amenaza para ellos. Es curioso lo poco que saben los hombres del ejército de tierra sobre los barcos y lo que son capaces de hacer. Toda su atención estaba concentrada en las mujeres a las que perseguían. Mi amarga experiencia me decía que, en cuanto hubieran acabado con la madre, acabarían también con el bebé con la misma brutalidad.

—¿Vais a rescatar a esas mujeres?

Toran ahuecó las manos para hablarme a gritos desde el alcázar.

—No hay ningún lugar seguro donde desembarcar. Es mejor dejar a esos cerdos hicsos con vida; luego podremos masacrarlos a ellos y a otros doscientos compañeros suyos —le grité.

Ordené al timonel que pusiera rumbo a alta mar. Toran se quedó en el carril de popa, mirando fijamente la playa y observando lo que los aurigas hacían a las mujeres que habían capturado. Ignoré los indignados gritos de horror y furia de Toran.

Ni siquiera volví los ojos para ver lo que estaba ocurriendo en la arena. Lo había visto ya en cientos de ocasiones, aunque eso no significaba que fuera más fácil de contemplar. Lo que hice fue concentrarme en alejar a mi pequeña flotilla de tierra firme para luego navegar en paralelo a la costa, tal y como habíamos hecho.

Unas horas antes habíamos pasado junto a una pequeña y resguardada bahía de rocosos acantilados que había sido arrancada de tierra firme por un río de considerable caudal. En esta época de sequía, sin embargo, el río había quedado reducido a un arroyo. El camino de la costa lo cruzaba en un vado resguardado a ambos lados por unos escarpados y rocosos bancos que suponían un serio obstáculo para la columna de carros que ascendía por el camino que conducía al puerto de Sidón. Los hicsos se verían obligados a maltratar todos los carros para vadear el río. Y cuando lo hicieran, desprovistos de maniobrabilidad, serían vulnerables.

A primera hora del día, cuando dejábamos atrás esa bahía, había tomado nota de una estrecha playa de arena amarilla escondida detrás de su extremo más septentrional. Los acantilados la protegían de los golpes de mar. La pendiente era suave y la arena parecía lo bastante firme como para permitir que nuestros carros rodaran por ella hasta alcanzar un terreno más duro.

Navegué de nuevo en paralelo a la costa hasta ese sitio para preparar una emboscada. Al pasar junto al resto de mis galeras, me acerqué lo bastante para gritar mis órdenes a los hombres que iban a bordo. Uno tras otro, los barcos siguieron al Furia en dirección al lugar que había elegido para desembarcar. Las velas estaban desplegadas y los remeros pasaron de la velocidad de crucero a la de ataque. Los hombres pueden mantener la velocidad de crucero sin descanso durante tres horas, mientras que la de ataque los deja totalmente agotados en una hora.

Las estelas de agua se volvieron blancas, rizándose bajo las popas mientras nos dirigíamos hacia tierra firme. Nos movíamos tan deprisa que dudaba que los remeros pudieran mantener el ritmo. Sin embargo, su sangre hervía y no flaquearon hasta que vimos la bahía frente a proa.

La estudié con entusiasmo y me di cuenta de que servía incluso mejor a mi propósito de lo que había imaginado en un principio. La playa era lo bastante amplia como para dar cabida a dos de mis galeras a la vez. Eso aceleraría el trabajo de desembarcar a mis hombres.

Además de esta ventaja, me di cuenta de que el camino por el que la columna de carros hicsos se vería obligada a abordar el vado estaba lleno de arbustos y árboles de un espesor casi impenetrable. Eso obstaculizaría seriamente el despliegue de la retaguardia de sus carros. No podrían avanzar, porque el vado quedaría bloqueado por los primeros vehículos, y no podrían retirarse con rapidez porque la vía era demasiado estrecha para permitir que los carros maniobraran con facilidad. Si ocultaba a mis arqueros entre los arbustos que había a ambos lados del camino podrían disparar sus flechas a los carros varados desde una distancia mortal.

Cuando nos aproximábamos a la bahía, hice una seña a Hui para que avanzara con su galera junto a la mía. Grité las órdenes a través del estrecho espacio que separaba los barcos. Él comprendió de inmediato lo que le pedía y mientras navegábamos al abrigo del acantilado, arriamos las velas al unísono y cambiamos la dirección de nuestros bancos de remos para que las naves giraran medio círculo, orientando la popa hacia la playa. Ahora, nuestros carros estaban en las rampas de popa. Los caballos estaban enganchados a los arneses y los hombres en las cabinas de los carros, con sus armaduras y sus armas.

En el último momento, Toran bajó de la cubierta superior y exigió montar conmigo en el primer carro. Yo admiraba su coraje, pero no era un guerrero. En tierra firme sólo sería un estorbo. Era mi contacto con el Minos Supremo y no quería correr el riesgo de que muriera en la inminente batalla.

—Quedaos a bordo y observad la acción, así luego podréis informar al Minos Supremo —lo despedí con brusquedad.

En aquel momento, la popa del barco se acercó con tanto ímpetu a la dura y mojada arena que Toran se cayó y rodó por los imbornales. Eso lo abandonó a su suerte y resolvió mi problema.

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! —grité, mientras la rampa de popa se abría con gran estrépito.

Saqué a mis hombres y los guié por la rampa. Los caballos chapotearon en el agua, que apenas les llegaba a la altura de los corvejones. En cuanto se abalanzaron sobre la arena seca, mis hombres y yo saltamos de la cabina, apoyando todo nuestro peso en ella para ayudar a los caballos a llegar hasta la arena. Inmediatamente después subimos de nuevo a la cabina y nos dirigimos tierra adentro a medio galope. Uno tras otro, los carros rodaron por la rampa, siguiendo al mío en rápida sucesión.

Antes de alcanzar el camino de la costa nos topamos con una pequeña aldea en mal estado que hasta ese momento no había podido ver porque la ocultaba un pliegue del terreno. Consistía en no más de una docena de miserables chozas. Mientras galopábamos, sus ocupantes salieron de ellas corriendo. Las mujeres y sus hijos chillaban de terror. Con ellos había diez hombres vestidos con harapos; estaban tan sucios que sus rasgos a duras penas parecían humanos. Sin embargo, se habían armado con palos de madera y se enfrentaban a nosotros, en una patética muestra de desafío. Sin detenerme, les grité, en sumerio:

—¡Coged a las mujeres y a los niños y buscad un lugar seguro en el bosque! Un ejército de violadores y asesinos se acerca por el camino desde el sur. Estarán aquí antes del mediodía. ¡Corred! ¡Salid de aquí cuanto antes!

Sabía que debían tener algún escondite en el bosque, no muy lejos de allí. Sin un lugar donde refugiarse, no habrían sobrevivido tanto tiempo. Miré hacia atrás y vi que seguían mi consejo. Cargando a los niños y algunas de sus escasas posesiones, abandonaron las chozas y salieron corriendo hacia la maleza como una manada de aterrorizados animales salvajes. No les presté más atención y me dirigí hacia el camino de la costa, que ahora podía ver delante de mí.

Cuando lo alcancé, me detuve sin cruzarlo. Mis setenta carros habían llegado a tierra sin problemas y se agruparon ordenadamente detrás de mí. Miré hacia el mar y vi que mi flotilla ya estaba a media legua de distancia de la costa y se dirigía hacia el siguiente promontorio, detrás del cual iba a fondear. Evidentemente, no usaban los remos, porque no había suficiente tripulación para manejarlos. Los hombres que no era necesarios para izar las velas habían tomado las armas y desembarcado al mando de Zaras. Todos seguían mi escuadrón a paso ligero.

Sólo podía suponer cuánto tiempo tardaría la columna de los hicsos en llegar al vado, pero a menos que se retrasara por el placer del pillaje y la violación, calculé que no les llevaría más de dos o tres horas, tiempo apenas suficiente para preparar mis disposiciones para enfrentarnos a ellos. Mientras esperaba impaciente a que Zaras llegara con sus soldados de infantería, estudié detenidamente el terreno a ambos lados del río.

Más allá del vado, el bosque era demasiado denso para los carros. Mandaría a Zaras y a sus soldados de infantería al otro lado del río para que aprovecharan la espesura. Sin embargo, en este lado del río, sobre la playa en la que habíamos desembarcado, había un campo abierto hasta el límite de los bosques, a unas doscientas yardas del camino en el que nos encontrábamos. Allí dispondría de espacio para sacar el máximo partido a nuestros carros.

Una vez decidido mi plan de ataque, ordené a Hui que avanzara con su escuadrón por el polvoriento camino y se ocultara en la entrada del bosque, donde esperaría mis nuevas órdenes. Hui era un gran maestro en el manejo de los carros. Sabía que podía confiar en él. Lo vi ordenar a los aurigas que bajaran de sus vehículos y arrastraran lentamente a los caballos por el camino a fin de no levantar una nube de polvo que pudiera alertar de nuestra presencia a los hicsos.

En cuanto los carros estuvieron a salvo, los aurigas volvieron a montar y trotaron sobre la mullida hierba hasta el límite del bosque, donde desmontaron de nuevo y tiraron de los carros hacia atrás. Luego regresaron al bosque y cortaron las ramas más frondosas de los árboles para levantar una pantalla delante de la línea de carros. Volví con Hui al borde del camino para asegurarnos de que quedaban totalmente ocultos.

Mientras tanto, Zaras llegó al camino con sus arqueros. Además del potente arco recorvado, todos llevaban una madeja de cuerdas de arco de repuesto alrededor del cuello y tres aljabas con cincuenta flechas colgadas del hombro.

Les di unos minutos para que recuperaran el aliento mientras indicaba a Zaras dónde quería que se posicionase, en un extremo del vado. Tras despedirme de ellos, los observé desde lo alto de la orilla mientras cruzaban la corriente, unas doscientas yardas por debajo del vado.

Mientras atravesaban el río, se embadurnaron la cara y el dorso de las manos con lodo negro antes de subir hasta la otra orilla. Zaras y Akemi, su lugarteniente, fueron los últimos en ascender la pendiente, asegurándose de que no dejaban ningún rastro que pudiera alertar a los hicsos de su presencia.

En cuanto alcanzaron el terreno situado encima de la garganta, Zaras escondió a sus hombres en el espeso bosque que bordeaba el camino, situándolos a intervalos de veinte pasos a ambos lados de la pista. Quedaban ocultos incluso desde una corta distancia por el denso follaje y sus máscaras de lodo negro. La columna hicsa debería desfilar entre esas dos mortales filas de hábiles arqueros.

Después de que los hombres de Zaras tomaran sus posiciones, me apresuré a regresar al límite del bosque, donde mi línea de carros aguardaba para tender una emboscada.

Una vez estuve seguro de que quedaban completamente ocultos, elegí un árbol muy alto que crecía cerca de donde se encontraba mi carro. Sin grandes esfuerzos, me encaramé a las ramas superiores. Desde allí tenía una excelente perspectiva del camino a ambos lados del vado. Complacido, comprobé que ni siquiera desde esa altura podía ver a los hombres de Zaras al otro lado del río.

Satisfecho, por fin, de los preparativos para recibir a los invasores hicsos, miré hacia el mar y comprobé que mi flotilla también había desaparecido tras el rocoso promontorio, al norte de la desembocadura del río. El mar estaba desierto y el bosque, a mi alrededor, en silencio; no lo perturbaba ni siquiera el movimiento de un animal salvaje ni el canto de un pájaro.

Esperé en el árbol hasta que, por la altura y el cambio de posición del sol, calculé que había transcurrido otra hora, tan despacio como un lisiado camina sin sus muletas. Luego, en el límite de mi campo de visión, descubrí una pálida mancha de polvo que se levantaba por encima del bosque, más allá de donde Zaras aguardaba con sus arqueros.

Lentamente, esa nube de polvo fue aumentando de tamaño a medida que se acercaba. De repente, en la base de la nube vi el destello de un rayo de sol reflejado en una superficie de metal bruñido, puede que un casco o la hoja de un arma.

Poco después vi el primer par de carros asomando por la lejana curva del camino. No cabía duda de que eran hicsos: su estructura, alta y deslavazada, y sus torpes ruedas, con relucientes cuchillas en los bordes, eran características.

La columna hicsa alcanzó el tramo del camino donde Zaras aguardaba con sus arqueros. Cuando la cabeza de la columna llegó a la orilla del vado, el oficial hicso que iba en el primero de los carros levantó el puño enguantado para ordenar a la escuadra que lo seguía que se detuviera.

Entonces, el jefe examinó minuciosamente el vado y el suelo de nuestro lado del río. Incluso desde esa distancia me di cuenta de que era un petimetre: su capa estaba teñida de un azul intenso de Tiro; de su cuello colgaban tres o cuatro brillantes collares; su casco era de bronce bruñido y tenía unas piezas de plata con bisagras, hábilmente grabadas, que cubrían las mejillas. Yo quería un casco como ése.

Cuando por fin se convenció de que nada malo lo acechaba, el oficial hicso saltó de su carro y corrió por el rocoso camino hasta alcanzar la zona más baja del río. Aunque tres de sus hombres lo siguieron, no lo dudó, se sumergió en el agua y cruzó hasta la otra orilla del río. Satisfecho al comprobar que era vadeable, dio media vuelta y ascendió de nuevo hasta donde había dejado su carro. Montó y, lanzando gritos de ánimo a sus caballos, los condujo hasta la orilla.

Aunque los animales dudaron, el oficial hizo restallar el látigo sobre sus cabezas y, a regañadientes, avanzaron hasta que el agua mojó sus panzas. Luego, de repente, una de las ruedas golpeó una roca sumergida y el carro volcó sobre uno de sus lados. Los caballos, apoyados sobre las rodillas, fueron arrastrados hacia el fondo, donde quedaron atrapados por el peso del vehículo y la presión de la corriente. El conductor y sus dos tripulantes fueron arrojados por la borda y aplastados por el peso de sus armaduras y pertrechos.

Inmediatamente, los soldados que los seguían saltaron de sus carros y se adentraron en el agua en dirección a los hombres y a los caballos, que no dejaban de forcejear. En medio de un barullo de órdenes y contraórdenes lanzadas a gritos, arrastraron a los hombres hasta la superficie antes de que se ahogaran y acto seguido volvieron a colocar el carro sobre sus ruedas. Una vez que los caballos hubieron recuperado el equilibrio, empujaron el vehículo fuera del agua hasta el despeñadero, a nivel del suelo, justo enfrente del lugar donde se escondían nuestros carros.

Con cautela, los otros aurigas enemigos avanzaron con los carros por la orilla del vado, donde el grupo que estaba esperando tiró de ellos, moviéndolos manualmente. Desde mi posición tenía una buena perspectiva de la columna de carros enemigos retrocediendo y esperando su turno para cruzar. Pude calcular con bastante exactitud su número, y llegué a la conclusión de que habría unos 160 carros, menos de los doscientos que Atón me había advertido que cabía esperar. Sabía que el déficit podían explicarlo las pérdidas que los hicsos debían haber sufrido durante el largo y duro viaje que habían emprendido desde el norte de Egipto dieciséis días atrás. El diseño de sus vehículos propiciaba la rotura de los ejes y las llantas de las ruedas. Además, estaba también la huida de sus caballos, provocada por las largas horas de marcha sobre los tortuosos caminos en mal estado.

A medida que cada carro cruzaba el vado y se acercaba para detenerse en la otra orilla del río, las tripulaciones manearon a los caballos y luego dejaron que pastaran. Entonces, los hombres se tumbaron sobre la hierba para descansar y dormir o se reunieron alrededor de fogatas encendidas a toda prisa para prepararse una comida caliente.

Me sorprendió pero me complació que su jefe permitiera que un comportamiento tan descuidado y una disciplina tan relajada prevalecieran mientras estaban en un territorio desconocido y potencialmente hostil. No colocó centinelas ni estableció puestos de observación, y tampoco envió exploradores para reconocer el camino. Permitió que sus hombres se despojaran de sus pesadas armaduras y sus armas mientras reposaban. La mayoría de ellos parecían casi agotados, y ninguno se acercó al perímetro del bosque en el que estaban escondidos nuestros carros. Incluso los que se vieron obligados a responder a la llamada de la naturaleza no se alejaron demasiado de sus compañeros para hacer sus necesidades. Allí, en esa tierra desconocida y extranjera, los hombres de las tropas hicsas se mantenían instintivamente agrupados para protegerse unos a otros.

Al otro lado del río, la congestión de hombres, carros y caballos en el camino que cruzaba el bosque fue relevada poco a poco. Iba contando los carros a medida que llegaban a la otra orilla. Esperaba el momento en que el enemigo se dividiera en dos grupos iguales y todos los hombres se dejaran arrullar por la ausencia de una amenaza evidente. Cuando se iba acercando el momento, saqué el pañuelo de seda amarillo de mi bolsillo donde lo había guardado y lo desenrollé.

El jefe de los hicsos, el que llevaba la capa azul y el llamativo casco, aún estaba de pie en la orilla, sobre el vado, supervisando a las tropas mientras cruzaban. Sin embargo, aún no podía ver ni un atisbo de Zaras ni de sus hombres, aunque sabía exactamente dónde se ocultaban. Cuando me vio encaramarme al árbol, Zaras me saludó alegremente con la mano antes de agazaparse en su escondite.

El siguiente carro hicso subió por el camino hasta la garganta del río, con los caballos tirando de los arneses y los hombres resollando detrás de ellos. Era el número ochenta y cinco de los que hasta entonces habían cruzado el río. Las fuerzas hicsas estaban divididas ahora en dos mitades casi iguales, una situación crítica, porque ninguna de las dos estaba en condiciones de ofrecer apoyo a la otra.

En mi tomo sobre el arte de la guerra había escrito: Un enemigo dividido es un enemigo dominado. Aquélla era una oportunidad de demostrar la sabiduría de mis propias enseñanzas.

Me alcé lentamente, balanceando con facilidad la rama del árbol. Agité tres veces el brillante pañuelo amarillo alrededor de mi cabeza. Al otro lado del río vi a Zaras poniéndose en pie de inmediato. Levantó un puño cerrado en mi dirección, reconociendo mi señal. En la otra mano tenía el arco de guerra, con una flecha lista para disparar.

Esperé el tiempo suficiente para ver cómo, a ambos lados del camino, la espesa maleza cobraba vida cuando los hombres de Zaras abandonaron su escondrijo. Como un solo hombre, levantaron sus arcos, dispuestos para recibir la orden de lanzar la primera lluvia de flechas.

Zaras fue el primero en dejar volar una flecha, que se elevó contra el telón de fondo de las lejanas montañas azules. Yo sabía qué destino había elegido antes de que la flecha empezara a descender. El jefe de los hicsos seguía de pie en la orilla, de espaldas a Zaras. El impacto de la flecha lo lanzó hacia delante y cayó por el despeñadero, fuera de mi línea de visión.

Zaras ya había lanzado otras tres flechas. Es muy rápido, casi tanto como yo. Sus hombres siguieron su ejemplo y sus flechas se elevaron en el cielo como una oscura y veloz nube de langostas que cayó sobre la hilera de carros hicsos varados a lo largo del camino, entre las dos compañías de arqueros.

Con el calor, la mayoría de los aurigas hicsos se habían quitado el casco y la armadura. Los caballos sólo estaban protegidos por unas gruesas mantas de batalla de fieltro que cubrían sus lomos pero dejaban expuestos sus cuartos traseros. Podía oír claramente el ruido sordo de las puntas de sílex de las flechas penetrando profundamente en la carne viva.

A eso le siguieron de inmediato los gritos de los heridos y los estridentes relinchos de los caballos cuando eran alcanzados. El caos se extendía a través de las hacinadas filas de nuestros enemigos.

Presas del pánico, los caballos retrocedían y pateaban a los hombres que trataban de guiarlos con sus cascos delanteros. Los animales que habían sido alcanzados en las ancas arremetían de dolor con sus patas traseras, destrozando la parte delantera de los vehículos que remolcaban y tirando al suelo a sus ocupantes.

En cuanto los aurigas perdieron el control de sus caballos, enloquecidos por el dolor, trataron de salir corriendo, pero no tenían espacio para maniobrar. Sólo conseguían estrellarse contra el carro que bloqueaba el camino que tenían ante ellos, empujando ese vehículo contra el siguiente. Eso se convirtió rápidamente en una reacción en cadena que volcó algunos carros, arrancó las ruedas de otros, lisiando a aurigas y caballos, hasta que finalmente llegó a los carros de las primeras filas, arrojándolos al río desde la escarpada garganta.

Caballos, carros y hombres cayeron rodando por la pendiente sobre los otros carros y los hombres que ya estaban en el vado con el agua hasta la cintura, luchando por alcanzar la otra orilla. Ese amasijo de hombres y animales enloquecidos, junto con los restos de sus carros, bloqueó el vado. No había forma de escapar en esa dirección.

Cada uno de los arqueros de Zaras disponía de cincuenta flechas, y a una distancia tan corta muy pocas fallaron su objetivo. Vi a un hombre lanzándose de cabeza desde la plataforma de su carro y que había conseguido mantenerse en pie de milagro sin ser pisoteado o triturado por las cuchillas de las ruedas. Echó a correr para alejarse del tumulto, pero luego se detuvo bruscamente tras dar unas pocas zancadas cuando tres flechas lo alcanzaron al mismo tiempo en la espalda. Las afiladas puntas de sílex sobresalían abruptamente de su velludo pecho. Con la elegancia de una bailarina, hizo una pirueta antes de desplomarse y perderse de vista en la vorágine de la muerte.

En la orilla del río donde me encontraba, los aurigas hicsos que ya habían logrado cruzar el vado se levantaron de la hierba sobre la que estaban tumbados o del lugar que ocupaban junto a las fogatas para cocinar. Impotentes, contemplaron horrorizados la masacre de sus compañeros en la otra orilla.

Yo había dejado de mirar y me había deslizado por el tronco del árbol para lanzarme sobre mi carro. Un miembro de mi tripulación se inclinó y me agarró del brazo para que pudiera dar la vuelta en la plataforma. Mientras cogía las riendas, ordené:

—Adelante, cohorte. ¡Vamos! ¡Al trote! ¡A la carga!

Mi orden fue repetida a lo largo de toda la línea.

Frente a nosotros, la mayor parte de los hicsos que se habían dispersado por el campo abierto habían salido corriendo de nuevo hacia la orilla del río. Ahora se habían apiñado allí, mirando indefensos y con horror la suerte que habían corrido sus compañeros en el vado situado debajo de ellos y en el bosque atestado de hombres, que Zaras seguía asediando con una tormenta de flechas.

Ninguno de los carros hicsos en esa orilla del río tenía tripulación ni caballos que tiraran de ellos. Los caballos con ronzales que habían sido soltados se habían dispersado por el campo abierto. La mayoría de los aurigas enemigos dejaron atrás el río y corrieron tras los animales en un vano intento por capturarlos. Los caballos, asustados por la repentina confusión y el alboroto, salieron huyendo. Ni siquiera las maneas que llevaban en las patas conseguían que su velocidad fuera inferior a la de un hombre corriendo.

Incliné la cabeza hacia atrás, gritando y riéndome para aliviar el miedo y expresar mi júbilo. Incluso por encima del estruendo de las ruedas y el ruido de los cascos en el suelo pude oír a Hui haciéndo eco de mi risa. Nos echamos sobre ellos como un solo hombre, avanzado rueda contra rueda, sin espacio para que ni un solo hicso pudiera escapar. Pero, aun así, parecían ajenos a nuestra carga. La mayoría de ellos ni siquiera miraba en nuestra dirección. Sólo los que habían renunciado a correr para alcanzar a sus compañeros estaban hipnotizados por el terror, mirándonos sin decir nada. Sabían que no podían esquivar la carga. Nuestros arcos estaban levantados, y nuestras flechas a punto para ser lanzadas.

Cuando nos encontrábamos a menos de setenta pasos del que estaba más cerca, grité la orden de disparar las flechas. Incluso desde un carro en marcha, la mayoría de mis muchachos eran capaces de acertar desde cincuenta pasos a un hombre corriendo. La mayoría de los fugitivos se desplomaron antes de poder alcanzar sus vehículos.

Sólo vi a uno de ellos que fuera capaz de llegar al lugar donde había detenido su carro. Cogió el arco del contenedor de las armas y un puñado de flechas del carcaj. Luego se volvió hacia nosotros. Aquel hombre era una enorme bestia peluda, fuerte y loco de rabia como un jabalí salvaje manteniendo a raya a una jauría de perros de caza. Levantó el arco y lanzó una única flecha antes de que las nuestras lo golpearan. El asta de su flecha alcanzó al conductor de uno de mis carros. Era el hijo del señor Kratas. Un buen chico, tan valiente como su padre y cincuenta veces más apuesto. Era uno de mis favoritos; la flecha lo mató al instante.

Disparé tres flechas a aquel bruto antes de que pudiera disparar otra. Entonces, cada segundo arquero de nuestras líneas le disparó a la vez, hasta que se encrespó con nuestras flechas como si fuera un puercoespín con púas. Sin embargo, se mantuvo en pie y me lanzó otra flecha. Impactó en la parte superior del casco y se desvió lanzando un zumbido, pero el golpe casi me tiró del carro.

Nunca he pensado que los hicsos sean cobardes. Al final fueron necesarias diecisiete flechas para acabar con aquel hombre. Cinco de ellas —las conté más tarde— fueron mías.

Acto seguido tuvo lugar una carnicería. No soy contrario a una pequeña masacre cuando se presenta la ocasión, especialmente en circunstancias como ésas. No obstante, hacer esclavos resulta mucho más lucrativo que una carnicería, y por eso fui el primero en gritar a los fugitivos en su propia lengua:

—¡Rendíos o morid, perros de Gorrab!

—¡Rendíos o morid!

El grito se propagó por nuestra línea de carros.

—¡Rendíos o morid!

La mayoría de los hicsos que huían se arrodillaron en el suelo tras mi primera orden, alzando las manos en señal de rendición, pero algunos siguieron corriendo hasta que mi línea de carros se abrió y se extendió para rodearlos. Luego se detuvieron, jadeando por el esfuerzo y el miedo. Miraron a su alrededor y vieron los arcos que apuntaban hacia ellos desde todas partes; acto seguido, su miedo se convirtió en resignación y, uno tras otro, cayeron al suelo, gritando: «¡Tened clemencia, en nombre de todos los dioses! ¡Perdonadnos, gran señor Taita! Sólo queremos vuestro bien». El buen dios Horus puede dar fe de que no busco lo gloria. Sin embargo, soy lo suficientemente sincero para admitir que me sentí complacido y halagado al ser reconocido por mis enemigos en el campo de batalla.

—Atad a estos pequeños héroes —ordené a Hui—. Barred el campo y traed todos sus caballos. No dejéis escapar ninguno.

Reuní mis caballos en un apretado semicírculo y los obligué a retroceder hasta el borde de la garganta situada sobre el río. En la cima, tiré de las riendas y miré hacia abajo para observar la matanza en el vado y en el camino que se extendía más allá de él.

Allí, la batalla también habían terminado y los hombres de Zaras reunían a los prisioneros y recogían el botín. A simple vista vi que sus víctimas habían sido más o menos las mismas que las nuestras: muy pocas. Me alegré de que Zaras hubiera salido ileso y que estuviera supervisando el trabajo de reunir a los presos y capturar los caballos de los hicsos. Aquellos animales eran tan valiosos como los hombres.

De repente, Zaras levantó la vista y me vio de pie en lo alto de la garganta. Me saludó y luego, ahuecando las manos, gritó:

—¡Más poder para vuestra espada, señor Taita! Otra buena cacería. Pronto podré comprar una esposa.

Era una broma absurda. Ya había convertido a Zaras en un hombre rico con su parte del botín que habíamos conseguido en la fortaleza de Tamiat. Y su ocurrencia sobre comprar una esposa no era muy sutil. Sin embargo, esbocé una sonrisa y le devolví el saludo antes de darme la vuelta.

Mandé un jinete al promontorio tras el cual se ocultaba nuestra flotilla con la orden de izar la bandera azul.

Mi júbilo se esfumó rápidamente, porque tenía ante mí la peor parte de la jornada. Tuve que lidiar con los caballos hicsos, muchos de los cuales habían resultado heridos. Siempre he sentido un profundo afecto por estos animales. Fui el primer hombre de Egipto en someter y domar a uno de esos maravillosos ejemplares, lo cual hacía más oneroso mi deber para con ellos.

Monté a pelo diez de los caballos que habían resultado ilesos y que aún eran capaces de mantenerse en pie. Separé rápidamente los que no habían resultado heridos y los mandé hacia el norte por el camino de la costa de vuelta a Sidón, con mis mozos de cuadra para arrearlos. Aquellos animales habían sido entrenados para tirar de un carro y eso los hacía particularmente valiosos.

Acabé con los caballos que habían resultado grave o fatalmente heridos para poner fin a su sufrimiento. Primero coloqué un puñado de mijo triturado frente a cada uno de ellos, y cuando bajaron la cabeza para comer un buen bocado, uno de mis hombres levantó una pesada porra con la cabeza de bronce entre sus orejas para machacarles el cráneo. Sus muertes fueron misericordiosamente rápidas.

Una vez llevada a cabo esta espantosa acción, volví mi atención a los prisioneros hicsos. Mi orden de preferencias estaba muy claro: el amor que sentía por los caballos era comparable al amargo y profundo odio que sentía por sus dueños. Me moví rápidamente por las filas de hombres arrodillados y los examiné uno a uno de modo superficial. A los que estaban ilesos o sólo levemente heridos, los mandé a la playa a esperar el regreso de las galeras.

Sin embargo, había muchos prisioneros que estaban muy malheridos para sernos de utilidad, incluso como esclavos. Un hombre con una flecha clavada profundamente en el pecho no tiene muchas probabilidades de manejar un remo. Ordené a esas desdichadas criaturas que se tumbaran a la sombra y les di un poco de agua para mantenerlas algo más de tiempo con vida, abandonándolas en manos de su malvado dios, quien, estaba seguro de ello, no andaba lejos.

Sé que debería haber aliviado su sufrimiento con un golpe en la cabeza, como había hecho con los caballos heridos, pero eran hicsos y no les debía ningún trato especial.

Por fin tuve un momento para pensar en mí y en mis dos princesas. Monté de nuevo en mi carro, me dirigí hacia el vado del río y me detuve en la parte alta de la orilla. Dejé las riendas en manos de mi auriga y caminé hasta el borde de la garganta. Ahora, en la zona del campo de batalla no quedaba ni un alma con vida. Aunque sabía dónde buscar el cuerpo del jefe enemigo, no pude localizarlo de inmediato en medio del montón de carros destrozados, armas desparramadas y cadáveres en la otra orilla. Entonces descubrí una mancha distintiva de azul índigo un poco más abajo de la pendiente donde esperaba encontrarlo, casi en la orilla del río.

Empecé a descender por la pronunciada pendiente, manteniendo el equilibrio a pesar de las piedras que rodaban bajo mis pies. Cuando llegué a la parte inferior, salté al agua y vadeé hasta la otra orilla.

Encontré el cuerpo del capitán hicso encajado entre dos grandes rocas. Había rodado por la pendiente hasta alcanzar casi el borde del agua. Sólo un pliegue de su capa me había revelado el lugar donde descansaba.

Me agaché, agarré una sus piernas por el tobillo y saqué el cadáver de la grieta donde se había atascado. La sangre había salpicado copiosamente su capa, pero mi sirviente era un excelente lavandero. Doblé la capa y la dejé a un lado. Entonces busqué su casco. Tuve que volver a la ladera donde se había golpeado contra las rocas. Y allí lo encontré, providencialmente escondido bajo los restos de un carro. Los saqueadores que habían pasado antes por allí no habían reparado en el casco ni en el cadáver.

Me senté con el casco en mi regazo para admirar los grabados. Ofrecían unas maravillosas imágenes de dioses egipcios: Hathor y Osiris en las piezas de las mejillas y Horus en la frente. El capitán hicso debía habérselo arrebatado a uno de nuestros oficiales de alto rango en otro campo de batalla. Era un tesoro de un valor casi incalculable que hizo que mi casco pareciera viejo y vulgar. Estaba abollado por el impacto de las flechas hicsas.

Me lo quité sin remordimiento alguno y lo sustituí de inmediato por aquella obra maestra de oro y plata. Su interior estaba recubierto de cuero y encajaba en mi cabeza como si hubiera sido diseñado especialmente para mí. En aquel momento hubiera dado cualquier cosa por un espejo.

Volví al lugar donde había dejado el cadáver del capitán. Llevaba tres collares; al igual que el casco, eran piezas muy hermosas. Sin embargo, uno de ellos estaba decorado con una cabeza de Seth tallada en cristal de roca. Lo arrojé al río. Los otros eran dos representaciones de elefantes y camellos talladas en marfil. A las princesas les encantarían, aunque nunca hubieran visto un elefante en sus jóvenes vidas.

Subí de nuevo hasta el lugar donde había dejado el carro. El auriga devoraba mi casco con los ojos, mudo de asombro. Luego volví a la playa. La mayoría de los hombres dejaron lo que estaban haciendo para mirarme. El aspecto que ofrecía debía ser fastuoso.

Los barcos de mi flotilla rodearon el promontorio de la bahía, se dirigieron hacia la playa y soltaron las rampas de carga.

Los prisioneros que había seleccionado subieron a bordo y fueron conducidos a la cubierta más baja, donde fueron encadenados por los tobillos a los bancos de remo. Permanecerían allí con los pies desnudos en el agua de sentina hasta que Seth enviara su ángel de la oscuridad para liberarlos de su cautiverio.

Una hora antes de la puesta de sol habíamos embarcado a todos nuestros hombres y los carros y estábamos listos para zarpar hacia Sidón. Toran estaba de pie a mi lado, en el alcázar. Miró de nuevo hacia la orilla y señaló con un gesto de la cabeza a los hicsos heridos que había dejado en la playa.

—Veo que habéis perdonado la vida a los enemigos heridos. Jamás había visto tal clemencia en un general victorioso.

—Lamento haberos decepcionado, pero los he dejado en la playa para que otros se encarguen de ellos. Ahí vienen.

Los habitantes de la aldea a los que antes había mandado esconderse de los carros hicsos habían regresado. Los hombres aún iban armados con las espadas de madera y las azadas con las que habían intentado amenazarnos.

Ahora nos ignoraron por completo. Vimos cómo el hombre que parecía ser el líder de aquella desdichada muchedumbre se colocaba delante de un hicso herido y levantaba la espada y la dejaba caer con ambas manos sobre su cabeza, como si estuviera cortando un tronco de leña. Incluso desde esa distancia pudimos escuchar cómo el cráneo de la víctima se rompía como un melón demasiado maduro estrellándose contra un suelo de piedra. Entonces, el hombre que empuñaba la espada se movió implacablemente, dejando que el cuerpo del guerrero hicso se sacudiera, retorciéndose en su agonía.

El siguiente hombre herido lo vio acercarse y trató de arrastrarse con los codos. El asta de la flecha que había dividido las vértebras de su espina dorsal aún sobresalía de su espalda. Las piernas paralizadas se deslizaron tras él. Gritaba como una mujer que estuviera dando a luz. El campesino se rió mientras permanecía de pie ante él y le clavaba la espada en el lugar justo para asestarle el golpe de gracia.

Las desaliñadas mujeres y sus mugrientos hijos seguían de cerca a los hombres, pululando entre los recientes cadáveres hicsos como enjambres de moscas y despojándolos de cada puntada de sus ensangrentadas ropas y de cualquier baratija de algún valor. Los chillidos de sus emocionadas risas nos llegaban a través del agua.

—Señor, ahora ha quedado claro que, a pesar de las apariencias, sois un hombre con el que no se juega —dijo Toran, mirándome con renovado respeto.

Al día siguiente, una hora antes del mediodía, cuando entraba con el Furia en el puerto de Sidón, mis dos niñas estaban en el muelle, dando saltos y saludándome con entusiasmo. Siempre habían competido entre ellas para ver quién era la primera en darme la bienvenida cuando regresaba de alguna de mis periódicas ausencias. En general, Tehuti era la más tímida y comedida, pero en esta ocasión nos sorprendió tanto a su hermana como a mí. Con el entrenamiento al que la había sometido recientemente Zaras, se había convertido en una atleta excepcional y manejaba muy bien la espada.

Ahora exhibía algunas de estas nuevas habilidades. Se quitó las sandalias y salió corriendo descalza por las losas de piedra del muelle y saltó el espacio que aún separaba el barco de tierra firme, una distancia de unas cinco yardas. Si hubiera calculado mal, habría quedado atrapada entre el casco y el muelle y se habría ahogado antes de que yo hubiese podido rescatarla.

Viví doce agónicas muertes durante el breve momento que permaneció en el aire, pero cuando sus pies tocaron la cubierta, el miedo y la ira se convirtieron instantáneamente en alivio. Corrí hacia ella, dispuesto a reprenderla por tan indecorosa conducta.

—Estás muy elegante con tu nueva capa y ese casco, amado Taita. ¿De dónde los has sacado? ¡Te dan un aspecto tan noble como el de un rey! ¿Nos has traído algún regalo?

Hablaba sin respirar. Mi enfado se esfumó y la estreché contra mi pecho.

—Por supuesto que os he traído un regalo. Pero primero, dime, ¿te has portado bien mientras he estado fuera?

—No me dejaste otra opción. Te llevaste contigo todas mis tentaciones.

Su sonrisa era maliciosa mientras observaba la galera que seguía a la mía hasta el puerto. Zaras estaba en la cubierta principal, y, a pesar de la distancia que los separaba, intercambiaron una mirada que parecía un relámpago.

Nos llevó otros cuatro días ultimar los preparativos para el viaje final a Cnosos, en Creta. Toran nos invitó a viajar a bordo de su buque insignia. Aquel magnífico trirreme tenía al menos dos veces el tamaño de cualquiera de mis galeras sumerias.

—Vos y vuestras princesas estaríais mucho más cómodos a bordo del Toro Sagrado que en cualquiera de vuestros lugares.

Así se llamaba su barco: un nombre bastante pretencioso, pensé. Por otra parte, tampoco me agradó especialmente su despectiva forma de referirse a mis barcos de guerra, que acababan de demostrar su valía en nuestra primera y significativa victoria sobre los hicsos. Dudé.

—Si viajarais conmigo tendríamos tiempo y ocasión de discutir con más detalle lo que os cabe esperar cuando lleguemos a Cnosos. La política y el protocolo de la corte del Minos Supremo son muy complicados, pero deben ser estrictamente observados. —Yo seguía dudando, y él prosiguió persuasivamente—: Mi cocinero está considerado como uno de los mejores del mundo helénico, y también debería mencionar que llevo a bordo veinte ánforas de los mejores vinos tintos de las Cícladas. Sé que para vos se trata de un pobre incentivo para pasar dos semanas en mi compañía, pero estoy enamorado de vuestra inteligencia y me asombran vuestros conocimientos y erudición. Os ruego que me sigáis la corriente y aceptéis mi oferta de hospitalidad.

Las reservas que aún tenía se disiparon ante un argumento de tanto peso.

—Sois muy amable, embajador —acepté, aunque lo hice preguntándome si lo que tan altamente valoraba era mi compañía o más bien la de la pequeña Loxias, la sirvienta minoica de mis princesas.

Tanto Tehuti como Bekatha se opusieron enérgicamente a los planes de viaje que había acordado con Toran. Se presentaron indignadas en mi camarote con una larga lista de objeciones, cada una más inconsistente y menos convincente que la anterior.

Mostré ante ellas mi expresión más imponente y las escuché sin interrumpirlas hasta que sus protestas fueron a menos. Me miraban tan angustiadas que sentí lástima por ellas.

—Así pues, ¿debo creer que ambas desconfiáis del embajador Toran y pensáis que conspira para atraeros a las dos a bordo de su barco para asesinaros mientras dormís?

Ambas se retorcieron, avergonzadas.

—¿Y cuándo se os ha ocurrido que el Toro Sagrado es un barco tan grande que no puede flotar y por lo tanto todos moriremos ahogados porque se hundirá?

Permanecieron en silencio hasta que, súbitamente, a Bekatha se le sataron las lágrimas y empezaron a correr por sus mejillas. Me quedé paralizado. De haber sabido el alcance de su angustia, no me habría burlado de ellas tan cruelmente. Me levanté del taburete para consolarla. Ella me apartó y volvió su rostro.

—Nunca volveré a verlo —dijo, entre sollozos.

Fingí quedarme desconcertado ante su declaración.

—¿A quién no volverás a ver? ¿Estás hablando del embajador Toran?

Ella ignoró mi pregunta y estalló en una tormenta de palabras.

—Le prometiste a Tehuti que podríamos estar juntos al menos hasta que llegáramos a Creta y que sólo entonces seríamos confinadas en el serrallo del Minos Supremo. Pero dijiste que, siempre que fuéramos discretas, podríamos verlos hasta que desembarcáramos en Creta. Pero ahora nunca volveremos a verlos. Mi vida ha llegado a su fin.

—Necesito que me lo aclares, querida Bekatha —la interrumpí—. ¿De quién estamos hablando?

—Sabes muy bien de quién estamos hablando. Estamos hablando de mi Hui.

—Y de mi Zaras.

Tehuti habló en voz baja, pero con la misma claridad que su hermana pequeña.

Efectivamente, mi intención había sido destetarlas suave y sutilmente a las dos de sus respectivas y peligrosas relaciones antes de que llegaran a Creta y se instalaran en el palacio del Minos. Pero ahora, mi plan se había estrellado contra el arrecife de su intransigencia y se hundía debajo de mí.

Hice todo lo posible por animarlas, pero ambas rechazaban de inmediato todos mis intentos. Al final cedí.

Cuando por fin zarpamos del puerto de Sidón, Zaras y Hui viajaban a bordo del Toro Sagrado.

Nuestra flotilla la componían siete barcos. El Toro Sagrado navegaba en el centro de la formación. Dos de las galeras más rápidas, que deberíamos haber mandado Zaras y yo, iban en cabeza. Ahora, Dilbar y Akemi eran sus capitanes.

Mis otras cuatro galeras actuaban como flancos y retaguardia de la flotilla. Todos los barcos mantenían contacto visual con sus inmediatos vecinos. Así, podíamos barrer el mar en sesenta leguas a la redonda. Había ideado un sencillo sistema de señales con banderas para poder conocer cualquier peligro en el buque insignia antes de que éste se materializara.

Todas estas precauciones eran cruciales, porque esa parte del Mediterráneo era el coto de caza de los pueblos del mar. Los formaban los renegados y marginados de todas las naciones civilizadas y respetuosas con la ley. En el exilio se habían unido en una asociación libre de piratas. No eran leales a nadie y no reconocían a nadie como su jefe. Carecían totalmente de moral, conciencia o remordimientos. Eran peligrosos como los leones salvajes o como las serpientes venenosas y los escorpiones. Conseguían que el mar fuera más peligroso que cualquier arrecife oculto o que los tiburones devoradores de hombres. En Egipto nos referimos a ellos como «los hijos de Yam». Yam es el dios del mar cuando éste se vuelve turbulento y furioso. No se cuenta entre los dioses bondadosos.

Sin embargo, aquélla era la época más propicia del año para navegar por el Gran Verde, que es el nombre egipcio para esta parte del Mediterráneo. El clima era templado, los vientos suaves y el mar estaban en calma. Como pasajeros del Toro Sagrado, disfrutábamos del momento.

Zaras seguía entrenando a Tehuti en el manejo de las armas. Improvisó un blanco flotante de madera arrastrado por la embarcación para que ella pudiera disparar desde diferentes distancias. También se había traído consigo escudos y espadas de madera para practicar, con hojas rellenas de piel de oveja. Ambos se enfrentaban en cubierta. Los gritos triunfales de Tehuti anunciaban que se había anotado otro éxito. Nunca se reprimía en la ferocidad de sus estocadas y cortes. Siempre eran vigorosos, y Zaras, un consumado espadachín, parecía tener problemas para evitarlos. Por extraño que fuera, él nunca la alcanzaba con la espada cuando contraatacaba.

Bekatha se sumó a las lecciones de tiro con arco, pero no era lo bastante fuerte como para tensarlo con tanta amplitud como su hermana mayor, por lo que no era capaz de disparar una flecha tan lejos ni con tanta precisión como ella. Estuvo enfurruñada un día entero y luego desafió a Tehuti a un combate con espadas de madera. Las heridas que recibió de su hermana tardaron una semana en desaparecer.

Se retiró con dignidad de la contienda y concentró toda su energía en enseñar al coronel Hui el juego del bao. Hui era un alumno lamentable y ella le daba unas tremendas palizas. Cuando él se rebeló por fin ante el suplicio, ella cambió las clases de bao por lecciones de canto, baile y adivinanzas.

Para sorpresa de todos, Hui tenía una bonita voz y un paso ligero. Destacó en las dos primeras disciplinas, sobre todo porque el baile le daba una excusa para abrazar a su maestra. Sin embargo, su fuerte eran las adivinanzas. Bekatha se esforzó por mantener el ritmo de sus tortuosos razonamientos.

—Dos madres y tres hijas salen a montar. ¿Cuántos caballos necesitan? —le preguntó Hui.

—Cinco, está claro.

—¡Error! —exclamó, en tono jactancioso—. Sólo necesitan tres, porque son abuela, madre e hija.

—¡Oh, qué tonto eres!

Ella le tiró a la cabeza la granada que se estaba comiendo. Hui la cogió y le dio un mordisco antes de arrojársela de nuevo.

El cocinero del embajador cumplió con creces las promesas de excelencia de su señor. Nos sirvió una sucesión de deliciosos platos que comíamos en la cubierta de popa bajo un toldo de lona que nos protegía del sol, al son de la música de una banda de cuatro hombres que tocaban la flauta y otros instrumentos de viento.

Los vinos de las Cícladas que nos servía Toran sabían a gloria y hacían que las conversaciones fueran mucho más animadas.

Fueron unos días felices y nos reíamos como chiquillos alegres y despreocupados.

Evidentemente, nada es nunca del todo perfecto. Al parecer, el Toro Sagrado estaba infestado de ratas o de algunas otras extrañas criaturas nocturnas. Cuando todos nos habíamos retirado a nuestras literas, las oía correteando subrepticiamente arriba y abajo por el pasillo o susurrando y chillando en los camarotes contiguos al mío, donde estaba seguro de que mis dos inocentes niñas dormían profundamente.

Ni siquiera el camarote principal del embajador Toran, situado frente al mío, se libraba de estos misteriosos ruidos. Al parecer no era consciente de ellos, porque de vez en cuando lo oía riéndose o susurrando, y las respuestas que recibía me parecían exhortaciones femeninas minoicas a un empeño mucho mayor.

Llevábamos catorce días de travesía. Toran y yo estábamos sentados a la sombra que la vela mayor proyectaba sobre la cubierta de proa. Nos habíamos enfrascado en una conversación sobre una jarra de su excelente vino cuando nos alertó una repentina actividad en la cubierta de popa.

Miré hacia arriba y vi que el capitán Hypatos, el oficial minoico al mando del Toro Sagrado, estaba haciendo señales con las banderas en lo alto del mástil. Me puse de pie bruscamente, interrumpiendo a Toran en medio de una frase.

—Algo está pasando. Puede que sea importante. Venid conmigo.

Retrocedimos a toda prisa por cubierta hasta el grupo de oficiales reunidos en la popa del barco. Todos miraban al frente.

—Hemos recibido una señal de una de nuestras galeras de exploración, señor. Lo siento, pero la distancia es muy grande y su mensaje no está claro —se disculpó el capitán Hypatos.

Eché una ojeada a la nave, cuyo casco se recortaba contra el horizonte. Se trataba de mi barco, el Furia, ahora al mando de Akemi.

—Nos informan de que su nave gemela está siendo atacada y abordada por la tripulación de un barco desconocido —traduje la señal de la bandera a un lenguaje sencillo que pudieran comprender—. Akemi dice que se dispone a ayudar a Dilbar.

—¿De dónde sacáis toda esa información, señor?

Hypatos parecía asombrado.

—No he hecho más que leer la señal de Akemi —le expliqué, pacientemente.

—¿A esta distancia? —intervino Toran—. Eso me parece cosa de brujería, Taita.

—El halcón es mi jeroglífico personal —repuse—. Ese pájaro y yo tenemos la vista muy aguda. Por favor, ordenad a Hypatos que despliegue todas las velas y ordene velocidad de ataque a los remeros.

Tardamos más de una hora en alcanzar a nuestras galeras de exploración. Cuando lo hicimos, descubrimos que estaban al pairo, con los remos y las velas recogidos. Estaban librando una batalla con un velero árabe, un barco más grande que cualquiera de mis galeras, con dos velas latinas y una vela mayor que ahora estaban totalmente arriadas. Era evidente que la lucha casi había terminado, porque la tripulación del velero árabe estaba tirando las armas y levantaba las manos.

Mientras nos íbamos acercando, vi el nombre del velero capturado, que estaba impreso en la proa en egipcio jeroglífico: Paloma. La incongruencia me hizo sonreír. Ciertamente, no se trataba de la paloma de la paz.

—¡Condúcenos hasta el enemigo! —ordené a Hypatos.

Completó la maniobra con habilidad. Bajé por la escalera de cuerda y salté a la cubierta del velero árabe asediado. Zaras me siguió de cerca como un perro pastor. Podía sentir lo decepcionado que estaba por haberse perdido la batalla. Dilbar y Akemi salieron a mi encuentro, espadas en ristre.

—¿Qué tenemos aquí? —les pregunté cuando me saludaron.

Con la ensangrentada hoja de su arma, Dilbar me señaló las filas de prisioneros arrodillados en el suelo. Tenían las manos atadas detrás del cuello y las cabezas apoyadas en el suelo.

—Estos pequeños granujas pensaron que navegábamos solos —explicó Dilbar—. Fingieron que estaban naufragando y nos pidieron ayuda. En cubierta sólo había unos pocos hombres, pero cuando nos acercamos aparecieron los que se habían escondido y nos agarraron con ganchos de abordaje. Entonces se nos echaron encima. —Parecía muy satisfecho—. Pero estábamos preparados y los mantuvimos ocupados hasta que llegó Akemi y se unió a la fiesta.

—¿Cuántos hombres habéis capturado?

—Me temo que nos vimos obligados a matar a algunos de ellos hasta que estos bastardos recuperaron el sentido común y se rindieron —se disculpó Akemi. Sabía que yo prefería los esclavos a los cadáveres—. Sin embargo, hemos apresado a treinta y ocho con vida.

—Habéis hecho un buen trabajo. Llevaos a la mitad de ellos a vuestras galeras y buscadles algo que hacer en los bancos de remo.

Mientras nuestros hombres empezaban a levantar a los prisioneros y los empujaban hacia las cubiertas de los esclavos de mis galeras, vi que uno de los cautivos estaba tratando de pasar inadvertido en la fila de atrás. Un esfuerzo inútil. Evidentemente, era el jefe de los piratas, porque era el que mejor vestía y, a pesar de su intento por parecer servil, tenía un aire de elegancia y de seguridad en sí mismo. No obstante, intentaba no mirarme.

—¡Nakati!

Me acerqué a él. Enderezó la espalda y alzó la barbilla antes de mirarme a la cara. Luego me dedicó el saludo de un guardia, cerrando el puño sobre el pecho.

—¡Señor! —exclamó, al reconocerme—. He rezado por no volveros a ver.

—Los dioses no siempre atienden nuestras súplicas —contesté, compadeciéndome de él.

—¿Conocéis a esta bestia, señor?

Dilbar se metió en la conversación.

—Era el capitán del batallón rojo de la guardia del faraón. Hace cinco o seis años mató a cuchilladas a su coronel en una pelea de borrachos por una ramera de taberna en Abidos. Desapareció antes de que pudiera ser detenido y ahorcado.

—¿Lo mato ahora mismo?

Negué con la cabeza.

—Vamos a retrasar un poco más ese placer. —Hubo un tiempo en que Nakati fue un oficial de primer orden, destinado, en principio, a un más alto rango y a mayores empresas—. De momento, mantenlo ocupado con los remos.

—¿Debo ahorrarle el látigo?

—¿Bromeas, Dilbar? Encárgate de que reciba lo que corresponde a cualquier esclavo, incluidos los latigazos.

—Os recuerdo que siempre fuisteis benevolente, señor Taita.

Nakati adoptó una expresión seria. Dadas las circunstancias, su sentido del humor me pareció loable, y pronunció mi nombre con respeto. Hice un gesto con la cabeza al oficial de cubierta para que se llevara al resto de los prisioneros y luego me acerqué a la escotilla principal de carga del Paloma.

—Dilbar, ordena a tus hombres que golpeen las cuñas y abran esta escotilla.

Cuando la puerta de la escotilla cayó al suelo, me asomé a la bodega: estaba llena de lingotes de cobre y estaño. Estaba claro que éramos los primeros clientes en recibir las atenciones de Nakati y su tripulación.

—Lleva este tesoro al Furia —ordené a Dilbar—. Luego manda una tripulación de presa al barco pirata para que la conduzca con nosotros hasta Creta.

Mi mente ya estaba trazando un imaginativo plan. Sin embargo, quería que Nakati pasara el tiempo suficiente en los bancos de remo para que su estado de ánimo fuera el adecuado y escuchara mi propuesta con toda su atención.

Esperé hasta que faltaban sólo cuatro o cinco días para recalar en la isla de Creta y entonces ordené que lo llevaran al Toro Sagrado y lo escoltaran hasta mi camarote.

Le habían arrancado todas las plumas. Sólo llevaba los grilletes y un exiguo y mugriento taparrabos. Su arrogante actitud había mejorado. Tenía marcas de latigazos en la espalda. Sus brazos, delgados, se habían endurecido por el movimiento del remo, y su vientre era tan cóncavo como el de un galgo hambriento. En su figura no sobraba ni un ápice de carne.

No obstante, aunque estaba abatido, pensé que aún no se sentía derrotado. Las brasas todavía brillaban bajo las cenizas de su orgullo. No me había decepcionado.

—¿Aún tienes una esposa en Tebas o se ha ido con otro? —le pregunté.

Me miró fijamente. Sus ojos eran duros y chispeantes. Su famoso sentido del humor se había esfumado.

—¿Hijos? —insistí—. ¿Cuántos? ¿Niños o niñas? Me pregunto si alguna vez pensarán en ti. ¿Piensas tú en ellos?

—¿Por qué no haces que te crezcan otros órganos genitales y luego te vas al infierno? —sugirió, reprimiendo una sonrisa.

Admiraba sinceramente su gracia. Ignoré su sugerencia y proseguí como si no hubiera hablado.

—Sospecho que, en el fondo de tu corazón, sigues siendo hijo de nuestro Egipto; un hombre civilizado y no un maldito pirata. —No reaccionó, pero yo seguí mirándolo—. Cometiste un error, y te ha costado todo lo que era valioso para ti.

A su pesar, se estremeció. De modo infalible, le había metido el dedo en otra llaga y contraatacó:

—¿Y a vos qué os importa, cabrón engreído?

—No demasiado —admití—. Pero sospecho que significa mucho para tu esposa y tus hijos.

—Ahora ya es demasiado tarde. No hay mucho que nadie pueda hacer al respecto.

Su tono cambió de nuevo y en su voz había un océano de tristeza.

—Puedo hacer que te perdonen —le dije.

Resopló, riéndose amargamente.

—Vos no sois el faraón.

—No, no lo soy, pero soy el portador del sello real del halcón. Mi palabra vale tanto como la del faraón.

Vi un atisbo de esperanza en sus ojos, y eso me complació.

—¿Qué queréis de mí, señor?

Ahora estaba suplicando. El tono desafiante había desaparecido.

—Quiero que me ayudes a liberar a nuestro Egipto de las hordas hicsas.

—Hacéis que parezca muy sencillo, pero he dedicado más de la mitad de mi vida a esa desesperada causa.

—Sé que desde que huiste de Tebas te has convertido en uno de los príncipes de los pueblos del mar. Estoy convencido de que muchos de tus compañeros son también parias egipcios que lucharían por la oportunidad de poder regresar a su patria.

Nakati inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Y lucharían con más ahínco por un poco de plata y un trozo de suelo egipcio que arar —sugirió.

—Ésa es la recompensa que te puedo prometer —le aseguré—. Tráeme cincuenta navíos como el Paloma con hombres que sirvan y luchen en ellas, y te devolveré tu orgullo, tu honor y tu libertad.

Pensó en lo que le había dicho y luego negó con la cabeza.

—Nunca podría conseguiros cincuenta barcos. Pero devolvedme el Paloma y su tripulación y dentro de tres meses regresaré con al menos otros quince barcos. ¡Os lo juro solemnemente!

Me dirigí a la puerta del camarote y la abrí. Zaras y tres de sus hombres estaban esperando con las espadas desenvainadas, listos para acudir a mi rescate.

—Id a las cocinas y ordenad al cocinero que nos traiga vino y comida.

Cuando Zaras regresó, yo estaba sentado a la mesa con Nakati frente a mí. Se había lavado la cara en mi palangana y peinado el pelo mojado. Llevaba la ropa que yo le había dado; aunque era alto y ancho de espaldas, era delgado como yo, y le sentaba bien.

El grumete que seguía a Zaras dejó un gran bol con carne de cerdo en salazón delante de Nakati. Serví tres generosas copas de vino tinto y le hice un gesto a Zaras para que se sentara con nosotros. Nos pusimos a hablar y no paramos hasta la mañana siguiente, cuando empezaba a amanecer.

El capitán Hypatos desplegó las velas y nuestra tripulación de presa acercó el Paloma. Nakati bajó a cubierta, retomó el mando de su velero y navegó junto a las galeras en las que yo había encerrado a su tripulación. En cada una de ellas, bajó a la cubierta de los esclavos y de entre ellos escogió a sus hombres. Luego los llevó a la luz del sol.

Estaban en un estado lamentable. Sólo iban vestidos con un taparrabos y, al igual que Nakati, habían sido marcados por el látigo. Siguiendo mis órdenes, Akemi y Dilbar se habían ensañado con ellos. Estaban más allá de la desesperación y la resignación. Sabía que si alguien podía recuperarlos era Nakati. Un desafío con el que yo, ciertamente, no habría disfrutado.

Nakati me saludó desde la cubierta de popa del Paloma. Luego cogió el timón y puso rumbo hacia el norte. La flota pirata estaba allí, acechando en sus guaridas, diseminadas entre las miles de islas deshabitadas del archipiélago egeo.

—¿Creéis que volveréis a verlo? —preguntó Zaras.

Me encogí de hombros. No quise tentar a los dioses de la oscuridad respondiendo afirmativamente a su pregunta; no obstante, había hecho un trato con Nakati, y soy lo bastante bueno juzgando a la gente como para pensar que podía confiar en él y que pondría todo su empeño en cumplirlo.

Ya había probado, para mi propia satisfacción y disgusto de los enemigos, que podía desembarcar un gran destacamento de carros en cualquier enclave pobremente defendido de la costa ocupada por los hicsos, sembrar la muerte y el caos entre las fuerzas de Gorrab y regresar de nuevo a los barcos antes de que el enemigo pudiera tomar represalias. Evidentemente, mi pequeño ejército nunca aspiraría a participar en una campaña a gran escala contra el tirano, pero yo podía obligarlo a desviar un gran número de sus tropas principales de su frontera sur con Egipto para defender su extenso frente norte.

Había acordado pagar a Nakati y a sus hombres mil mems de plata a cada uno como premio para compensarlos del botín al que tendrían que renunciar cuando navegaran bajo mis órdenes. Luego, cuando la campaña contra los hicsos desembocara finalmente en la liberación de Egipto, sus hombres serían perdonados de los delitos que hubiesen cometido, incluidos la piratería y el asesinato. Todos serían dados de baja con honores de la marina y les sería concedida la ciudadanía egipcia. Además, serían recompensados con quinientos kha-ta de tierras fértiles y de regadío en la finca del señor Taita de Mechir a orillas del río Nilo, al sur de la ciudad de Tebas.

Mientras observaba zarpar el Paloma, me pregunté qué parte de la generosidad que había prometido a Nakati podría recuperar del tesoro del faraón y qué parte debería cubrir con mis propias arcas. Sin duda alguna, el faraón estaría agradecido, pero era menos optimista respecto al hecho de que expresara su gratitud con monedas. Mi Mem no se separaba fácilmente de su plata.

Sabía que el capitán Hypatos había realizado este mismo trayecto entre Sumeria y Creta en varias ocasiones, pero cuando le pregunté cuándo pensaba que llegaríamos a Cnosos, se mostró evasivo.

—Por supuesto, depende de los vientos y las corrientes que nos encontremos, pero apostaría a que dentro de dieciséis días haremos nuestra entrada en la sagrada isla de Creta.

Me satisfizo la estimación. Los caballos de nuestros carros llevaban mucho tiempo en sus establos y su estado general estaba empeorando. Tenían el pelo seco, habían perdiendo peso y se volvían apáticos. Hui estaba tan preocupado como yo.

Durante la cena del decimocuarto día de los dieciséis que me había prometido, le recordé al capitán Hypatos lo que había dicho y largó un poco las velas.

—Señor Taita, debéis comprender que todos los marineros están sujetos a la voluntad y los caprichos del gran dios Poseidón, que es quien gobierna los mares. Dieciséis días fue mi estimación, y soy bueno en eso.

Una de las cosas de la que tanto Hypatos como yo estábamos razonablemente seguros era que ya no corríamos ningún riesgo de ser atacados por los piratas. Ningún corsario osaría actuar tan cerca del puerto principal de la flota más poderosa de todos los mares, por lo que mandé la señal de aviso a todas mis galeras. Mucho antes de la puesta del sol habían tomado una formación cerrada, escoltando al Toro Sagrado.

A la mañana siguiente, mucho antes de que amaneciera, abandoné mi camarote en silencio, salí a cubierta y subí a lo alto del mástil. Con la primera luz del alba, barrí el horizonte que se extendía ante nuestras proas y vi que estaba vacío: no había tierra a la vista.

Estaba a punto de bajar del mástil y regresar a mi camarote cuando un albatros surgió de entre la niebla y planeó por encima de mí con las alas totalmente extendidas, volviendo la cabeza de un lado a otro para observarme. Las aves me fascinan, y ésa fue la primera oportunidad que jamás había tenido de estudiar a una de las más hermosas desde una distancia tan corta. Parecía estar también muy interesado en mí y se deslizó casi lo bastante cerca para que lo tocara mientras me estudiaba con sus brillantes ojos negros. Sin embargo, cuando extendí la mano hacia él, viró bruscamente y volvió a desaparecer entre la bruma de la que había surgido.

Miré hacia la cubierta antes de empezar a bajar y me sorprendí al ver que mientras el pájaro había captado mi atención, una pareja había salido de las cubiertas inferiores y estaba de pie en la proa de la nave, mirando hacia el horizonte con la misma intensidad que lo había hecho yo unos minutos antes. No estaba seguro de quiénes eran, porque iban envueltos en gruesas capas para protegerse del frío del amanecer y sus rostros estaban muy lejos de mí.

Cuando al fin se volvieron para mirarse, pude ver que se trataba de Zaras y Tehuti. Echaron un vistazo a la cubierta pero no levantaron la vista hacia el mástil. Satisfechos al comprobar que nadie los observaba, Zaras la tomó entre sus brazos y la besó. Ella se puso de puntillas y se agarró a él con palpable desesperación. Me sentí como un mirón que se inmiscuía en aquel momento de intimidad, pero antes de poder apartar la mirada, Tehuti retrocedió un poco para hablar y pude leer sus labios.

—Como de costumbre, Taita tenía razón. No hay ninguna señal de tierra. Los dioses nos han concedido al menos otro precioso día para estar juntos antes de que nos separen para siempre.

Su expresión era trágica.

—Eres una princesa —le recordó Zaras—, y yo soy un guerrero. Y ambos tenemos un sagrado deber que cumplir, cueste lo que cueste. Lo soportaremos.

—Sé que lo que dices es verdad, pero cuando te vayas te llevarás contigo mi corazón y el deseo de estar contigo. Me dejarás una cáscara vacía.

Ella se le acercó y volvió a besarlo.

Volví la cabeza. No podía ver su profunda desesperación por más tiempo. Yo también tenía un sagrado deber que cumplir. Todos somos meros insectos atrapados en la red que los dioses tejen para nosotros. Y no hay forma de escapar de ella.

Esperé hasta que hubieron abandonado la cubierta para bajar del mástil y me dirigí a mi camarote.

No había llorado desde aquel lejano día en que murió la madre de Tehuti. Pero ahora volví a hacerlo.