Uno de los problemas al que tuve que enfrentarme en esta ocasión fue el traspaso del tesoro que había traído a manos del faraón Tamose desde el fuerte minoico de Tamiat.

El faraón estaba impaciente de empezar a utilizarlo para el bienestar de sus súbditos. Tuve que persuadirlo de que no pagara las deudas de la nación con lingotes de plata que llevaran el sello del Minos Supremo de Creta.

—Gran faraón, tú y yo somos conscientes de que Minos tiene a sus espías en cada ciudad de nuestro Egipto —le hice notar—. Uno de ellos tardaría muy poco en enviar un mensaje de vuelta a Creta para informarle de que cada zoco y taberna de Tebas nadaba en abundancia con lingotes de plata impresos con el sello del toro de Creta.

—¿Entonces me estás diciendo que nunca podré gastar los lingotes que hemos guardado en la cámara del tesoro? —preguntó, apuntando con la barbilla a la tumba de su padre en la otra orilla del Nilo—. ¿Y que no podemos hacerlo para no delatar su existencia? Su tono de voz era rudo y la expresión de su rostro denotaba enfado.

—Le pido perdón, Egipto Real. Eres el padre de la nación. El tesoro te pertenece y puedes disponer de él como te plazca. Sin embargo, debemos modificar su aspecto para que ningún hombre vivo, y en concreto el Minos Supremo, pueda reconocerlo.

—¿Cómo lo lograremos, Taita? —Ahora estaba ligeramente molesto. Al menos me miraba a la cara con una expresión más amigable e interesada.

—Tenemos que dividir los lingotes en fragmentos mucho más pequeños, y que además pesen la misma cantidad; digamos, medio deben. Cada uno de ellos podría llevar estampada la imagen de su busto real.

—Ya entiendo —murmuró. Supe que le gustaría la idea de ver su busto estampado en las monedas—. ¿Qué nombre recibirían esas monedas, estos fragmentos míos de plata, Taita?

—El faraón podrá pensar sin duda alguna en un nombre más acertado, pero se me ocurrió la idea peregrina de que podrían llamarse «mem de plata».

Sonrió de placer.

—Creo que es un nombre muy acertado, Taita. Pero entonces, ¿qué imagen estamparemos en el reverso de mis mems de plata, por detrás de mi busto?

—Por supuesto, el faraón tendrá que decidirlo. —Hice una reverencia con la cabeza y evité su mirada.

—Por supuesto que lo decidiré yo —coincidió—, pero me doy cuenta de que te gustaría hacer una sugerencia.

Me encogí de hombros.

—Hemos estado juntos desde el momento de su nacimiento, Majestad.

—Sí. Horus sabe que ya me lo has recordado en numerosas ocasiones. Cuando me explicas que mi primera acción en este mundo fue orinar sobre ti, siempre pienso que debería haber orinado más y durante más tiempo.

Fingí no haber oído esta última parte de su comentario.

—Siempre le he apoyado con lealtad y fidelidad. Sería conveniente dar continuidad a esta tradición —dije. Me detuve, pero él me instó a seguir hablando.

—¡Continúa!

—Sin embargo, creo que puedo ver hacia dónde nos encaminamos.

—Tal vez —y lo digo con absoluta humildad—, tal vez el faraón encuentre apropiado disponer que la imagen del halcón herido decore el reverso de su mem de plata —propuse, y él soltó una carcajada.

—Nunca me defraudas, Taita. ¡Ya lo habías dispuesto de este modo desde el principio! El halcón herido con un ala rota es mi jeroglífico personal.

Bajo los auspicios reales y guardando el más estricto secreto, ordené acuñar esta moneda dentro del recinto de la tumba de Mamose. Coin fue la nueva palabra que había ideado para describir estas piezas de plata. El faraón la aceptó sin rechistar.

Esta moneda de curso legal fue otro de mis logros que sirvió para impulsar decididamente el progreso y la prosperidad de nuestro Egipto. Hoy en día, cualquier sistema monetario solvente es un instrumento fundamental para el gobierno y el comercio. Fue uno de mis regalos a mi Egipto, y una de las razones principales por las que siempre será la nación más destacada del mundo. Aunque desde entonces otras naciones nos han imitado, el mem de plata es hoy en día la moneda que se reconoce y acepta de buen grado en cada país del mundo.

También por recomendación mía, el faraón cambió el nombre de la tumba de su padre a «Real Casa de la Moneda»; de este modo se erradicaba cualquier asociación macabra del lugar con la muerte y la sepultura. Cuando se procedió a efectuar el cambio, el faraón me nombró responsable de esta institución; ésta se añadía de manera destacada al resto de mis deberes y responsabilidades. Sin embargo, cuando el deber llama nunca me quejo.

Una de mis primeras decisiones en la calidad recién estrenada de director fue nombrar a Zaras Guardián de la Real Casa de la Moneda y Tesorería. Convencí al faraón para que le asignara la comandancia de un batallón de guardias para ayudarle a llevar a cabo estas tareas. Evidentemente, esto situaba a Zaras bajo mi completa autoridad.

Puesto que la princesa Tehuti había ideado una estratagema para obligarlo a inspeccionar su anillo de diamantes, y por tanto dejar claras sus intenciones ante mí, procuré que Zaras quedara aislado de la orilla occidental del Nilo. Supe que cuando mi querida decidía un cierto curso de acción era muy difícil, por no decir imposible, disuadirla de lo contrario o hacerle cambiar de opinión.

Lo único que se me ocurría era impedir cualquier contacto entre ella y Zaras hasta tener claro el destino manifiesto para ella. Sin duda alguna, este destino era convertirse en la reina y consorte de la figura militar más poderosa del mundo y no la comparsa y asistente de campo de un soldado raso, por muy agradable y afable que pudiera ser ese hombre.

Uno de los pocos datos que conocía sobre la enigmática figura del Minos Supremo era su predilección por las mujeres hermosas de sangre real. Para ser totalmente sinceros, ni siquiera este hecho era irrefutable. Era sólo un rumor que había pasado a ser un hecho por su constante repetición.

No obstante, estaba convencido de que esta figura sombría pero omnipotente encontraría irresistibles a mis princesas, y que a través de ellas podría manipular al minoico a mi voluntad, y para el bien común de nuestro Egipto. Me consolé con el hecho de que Tehuti no podría esperar mayor honor ni más alta responsabilidad que ocupar un trono y salvar a su región de la barbarie. Cuando se diera cuenta de ello, no tardaría en abandonar sus sentimientos caprichosos por Zaras.

Mientras tanto, tendría que dejar confinado a ese valeroso joven en la Real Casa de la Moneda y no darle ninguna opción de cruzar el río; desde allí olería el harén real como un perro que sigue el rastro de una perrita en celo.

Hasta ese momento, el faraón y nosotros, los miembros de su Consejo Real, habíamos seguido la escalada del conflicto entre el Minos Supremo y el rey Gorrab de los hicsos con la máxima atención. Hicimos todo lo que obraba en nuestro poder para intensificar la hostilidad entre ambas partes. Desgraciadamente, no sirvió de mucho. Creta estaba muy lejos y nosotros no teníamos contacto con su gobernante.

Mientras esperaba el momento de poner en marcha mi plan para Tehuti y Bekatha, me dispuse a aprender todo lo que pudiera sobre Creta y el Minos Supremo. Fue en este sentido que Amythaon y su hija Loxias me proporcionaron información de un valor incalculable sobre la isla, su historia y población, sus recursos y, aún más importante, sus gobernantes.

Utilizo el plural «gobernantes» a propósito, ya que al parecer Creta tiene cuatro reyes. El Minos Supremo, tal como indica el título, domina a los otros tres reyes menores. Viven en palacios separados, pero están unidos con el gran palacio de Cnosos por unos caminos espléndidamente pavimentados con baldosas de mármol. En Egipto los llamaríamos «sátrapa» o gobernantes, pero no reyes.

Cuando hablamos a solas supe que Amythaon había nacido en una aldea situada a escasas tres leguas de los muros de Cnosos, la ciudadela del Minos Supremo. Su padre había sido un oficial del palacio y de niño Amythaon acudió a muchos de los festivales y procesiones de Minos. Era la primera persona con la que hablaba que había visto a Minos con sus propios ojos.

Según Amythaon, Minos es una figura majestuosa e imponente que siempre lleva una máscara en sus comparecencias públicas. La máscara que lleva adopta la forma de una cabeza de toro moldeada a partir de plata de ley. Ninguno de sus súbditos ha visto jamás su rostro.

—Es inmortal —declaró Amythaon—. Ha gobernado desde el nacimiento de la nación, perdido en la noche de los tiempos.

Hice bien de asentir con la cabeza, pero se me ocurrió que si ninguno de sus súbditos le habían visto la cara, ¿cómo podían saber que era el mismo hombre el que gobernaba? Para mí era de sentido común pensar que cuando el Minos Supremo titular fallecía, su sucesor copiaba la máscara de plata y daba continuidad al reinado.

—Tiene cien esposas —continuó Amythaon y esperaba que estuviera impresionado. Yo adopté una expresión de asombro—. El Minos Supremo recibe esposas de todos los otros reinos de las ciudades estado situadas en las islas que pueblan el mar Egeo. Cuatro veces al año, en los festivales que marcan el cambio de estación, se las envían de regalo como tributo.

—¿Cuántos reyes vasallos tiene el Minos Supremo, Amythaon?

—Es un monarca poderoso. Tiene veintiséis vasallos en total, mi señor —respondió—, incluidos los tres de la isla de Creta.

—¿Cuántas esposas le envían?

—Cada año, cada rey vasallo le envía siete esposas.

—Esto suma un total de ciento ochenta y dos esposas al año. ¿Estás de acuerdo con mis cifras, Amythaon? —Le vi contar con los dedos y al final asintió con la cabeza.

—Es correcto, mi señor.

—Entonces, ¿puedes explicarme cómo es posible que la cifra de esposas sea de cien, tal como afirmaste al principio?

—No estoy seguro, señor. Esto es lo que me comentó mi padre cuando yo era un niño. —Parecía confuso, y le formulé otra pregunta para aliviar su malestar.

Amythaon fue incluso de más ayuda para describir la topografía de la isla de Creta y su población. Había acumulado varios mapas supuestamente precisos de la isla pero todos diferían mucho entre sí. Amythaon los repasó conmigo, corrigiendo sin descanso el contenido y los detalles, y al final consolidando esta información en un mapa maestro que, según pudo confirmar, era perfecto. Este mapa mostraba todas las ciudades y pueblos, los puertos y los fondeaderos, los caminos y los pasos a través de las cordilleras cretenses.

Debido a las conexiones familiares, Amythaon también pudo darme cifras fidedignas del ejército y la armada minoicos.

Tenían un buen número de soldados rasos. Sin embargo, éstos no eran más que mercenarios reclutados de otras islas helénicas o de entre los Medas y los Arios en Asia oriental. Debido a la naturaleza montañosa de Creta, me comentó que los minoicos poseían relativamente pocos carros, en comparación con los hicsos o con nuestro propio faraón.

Al parecer, el Minos Supremo equilibra esta carencia con una armada muy poderosa que supera con creces a cualquier otra del Mediterráneo. Amythaon pudo ofrecerme un cálculo de los números y los tipos de barcos que posee.

Las cifras que mencionó Amythaon eran tan grandes que supe que eran exageradas. Pensé que, si estaba equivocado y las cifras de Amythaon eran correctas, entonces el Minos Supremo era verdaderamente un hombre poderoso.

Armado con toda esta información, consideré al fin que había llegado el momento de que nosotros, los egipcios, interviniéramos más activamente en el bando de Creta en la guerra entre los minoicos y los hicsos, y ejercer el impulso crítico que era necesario para derrotar por último a la barbarie de los hicsos hasta expulsarlos de nuestra tierra.

Atón y yo recabamos toda la información y los datos de nuestros agentes y él quedó impresionado con la magnitud de todas esas pesquisas, que tenían mucho más peso que la suya, aunque no desprecié sus esfuerzos.

Después de hablarlo largo y tendido, estuvimos de acuerdo en que el plan más factible para nosotros era iniciar vías de acceso amistosas y directas con los Minoicos, y forjar una alianza con ellos que convertiría a nuestras dos naciones en la potencia dominante sobre la faz de la Tierra; un poder que los hicsos nunca podrían desafiar.

Fue entonces cuando, presa de mi entusiasmo, cometí un error. Le dije a Atón:

—Recuerdo que antes de la incursión de los hicsos a Egipto siempre habíamos mantenido un contacto diplomático endeble pero mutuamente reconfortante con Creta. Sin embargo, la invasión de Egipto Superior por los hicsos ha aislado nuestra franja sur del país. Por eso resulta casi imposible para nosotros continuar este contacto con Creta. Nuestros dos países han seguido caminos diferentes; separados por la cuña que los hicsos han colocado entre nosotros.

Atón me escuchó con una expresión de asombro en la cara que poco a poco fue debilitando sus facciones rechonchas. Cuando me detuve para escuchar su respuesta, continuó mirándome fijamente en silencio. Me vi obligado a insistir.

—Así pues, ¿cuál es tu opinión, Atón? ¿No te convence mi plan?

No me respondió la pregunta, sino que se limitó a contestar lo que ya le había dicho al principio.

—¿Te he escuchado bien, Taita? ¿Has dicho que en realidad recuerdas la época anterior a la invasión de los hicsos a nuestra tierra?

Por lo general soy reticente a decir mi edad. Incluso hombres como Atón, que me conocen bien, creen que soy varias décadas más joven de lo que soy en realidad. Si les dijera la cifra correcta me tomarían como poco por un loco o, lo que es peor, por un mentiroso. La invasión de los hicsos tuvo lugar hace unos noventa años, y sí, la recuerdo bien. Pero ahora tenía que enmendar mi error.

Reduje el impacto de la pregunta con una risita:

—Me he expresado con torpeza. Lo que quería decir es acerca de todo lo que he leído y oído sobre la época anterior a la invasión de los hicsos, cuando Egipto mantenía una relación amistosa con Creta, —dije, y enseguida añadí—: si vamos a intentar restablecer relaciones amistosas y firmar con ellos otro tratado de mutua defensa entre nuestros dos países, va a ser muy difícil decirlo de manera tan directa. ¿No estás de acuerdo, Atón?

Tardó un poco en contestar. Él seguía con esa extraña expresión en su rostro, y vi que su mirada descendía hasta reparar en mi cuello y en mis manos, que descansaban sobre el escritorio de madera de cedro delante de mí. Atón sabe, al igual que yo, que los efectos del paso del tiempo son más visibles en esas partes del cuerpo humano.

No obstante, yo soy una excepción. La piel que cubre todo mi cuerpo es tersa y blanca como la de un muchacho imberbe. Atón no pudo dar con ningún indicio de mi verdadera edad que buscaba en esas zonas. Así que se limitó a asentir con la cabeza y a escuchar con atención mis explicaciones sobre el tema que yo mismo había planteado.

—Evidentemente, lo que dices sobre la situación actual es cierto, Taita. Sería prácticamente imposible establecer un contacto directo con el Minos. Has identificado correctamente el problema; ahora dime cuál puede ser la solución dijo bajando el tono de voz, como si así suavizara el desafío.

—Evidentemente ya sabes que el Minos Supremo mantiene una misión diplomática en la corte del rey Nimrod de Acadia y Sumeria en su capital de Babilonia.

—¡Por supuesto! —coincidió Atón—. Pero aunque enviáramos a un emisario a Babilonia para establecer contacto con el embajador cretense emprenderíamos un viaje incluso más arduo que el hiciste para atacar el fuerte de Tamiat.

—Cierto, Atón, sería casi el doble de distancia y sin duda alguna más peligroso e incierto. Nuestro emisario tendría que viajar hacia el este hasta alcanzar las costas del mar Rojo. Entonces tendría que cubrir no sólo ese mar, sino también el vasto y hostil desierto de Arabia que se extiende más allá del mar. Se trata de una tierra olvidada por los dioses benevolentes, y habitada sólo por tribus beduinas hostiles y cualquier asesino y forajido que haya burlado a la justicia. La distancia supera las mil quinientas leguas desde Tebas a Babilonia, y ni siquiera aquí acabaría todo.

—¿Por qué no, Taita? Pensé que coincidíamos en que Minos tiene un embajador en Babilonia.

—Así es; pero ese embajador no tendría la capacidad ni la autoridad de negociar una alianza entre Creta y Egipto. Se vería obligado a enviar a nuestro emisario con su mensaje a la corte del Minos Supremo de Creta. Nuestro hombre se vería obligado a encontrar un barco del puerto de Tiro o de Sidón en el extremo oriental del mar Mediterráneo. Después de acordar un corredor con el capitán del buque, tendrá que navegar con él durante medio trayecto por el mar Mediterráneo, evitando las tormentas del invierno y las atenciones de los piratas y las galeras de guerra de los hicsos, y todo ello para llegar al Minos Supremo en su ciudadela de Cnosos en la Isla de Creta.

—¿Cuánto tiempo crees que llevaría ese viaje, Taita?

—Probablemente tardaría un año, con suerte y si los dioses le son favorables. El doble si no es así.

—Pueden cambiar muchas cosas en dos años —reflexionó Atón.

—Pero ahí no acabaría la cosa —señalé— porque después de que el Minos Supremo analizara el mensaje del faraón, y lo debatiera con su consejo, su respuesta tendría que llegar a Tebas por la misma ruta. El viaje de vuelta puede llevar hasta tres o cuatro años.

—¡No! —exclamó Atón contundentemente—. No podemos permitirnos esperar tanto tiempo. El rey Gorrab podría estar en Tebas para entonces con cien mil de sus canallas asesinos. Debe de haber otra solución.

—Estoy convencido de que llevas razón, mi querido Atón. ¿En qué piensas? —le pregunté. Le devolví el problema a él. A veces, incluso mi paciencia se pone a prueba cuando tengo que alimentar de ideas a quienes me rodean como si fueran mis bebés.

—No he tenido ocasión de considerar el problema tal y como tú lo has hecho. ¿Ya has llegado a algún tipo de solución? —dijo con una sonrisa para congraciarse conmigo, y por supuesto yo me ablandé. A veces pienso que soy demasiado indulgente con los que no son tan perspicaces como yo. El gran Horus sabe perfectamente que rara vez me lo agradecen.

—¿Qué pasaría si un embajador egipcio nombrado por el faraón viajara con una escolta tan completa que pudiera atravesar sin reservas y rápidamente el mar Rojo y el desierto sin temer la presencia de bandidos o beduinos? ¿Qué pasaría si este embajador recibiera plata suficiente como para botar una nave en Tiro; un barco que sea tan grande y rápido que consiga eludir o derribar a cualquier pirata o galera de guerra de los hicsos?

—Ya veo —dijo.

Los ojos de Atón brillaban.

—¿Qué ocurriría si este noble barco navegara directamente de Cnosos a Creta? ¿Y si este embajador viajara con regalos codiciados y valorados por el Minos Supremo? —pregunté. Ladeé la cabeza y entorné los ojos conscientemente—. ¿Sabes qué regalos podrían ser más aceptables para los minoicos?

—Así lo creo, viejo amigo —se rió Atón—. Si todo lo que he oído es cierto, los minoicos tienen un par de testículos tan pesados que equivalen varias veces a los que a nosotros nos despojaron. Tiene un apetito insaciable para esas cosas que no nos importan especialmente.

Me reí forzado por la situación, aunque no encuentro que mi defecto físico tenga nada de divertido.

—Pero dime, Taita, ¿qué ganaríamos con todo ello? ¿Cómo nos ayudaría a coordinar la ofensiva contra las legiones del rey Gorrab? El mando del ejército egipcio seguiría recayendo en el faraón de Tebas. Cada una de sus órdenes tendría que recorrer largas distancias de las que tú y yo ya hemos hablado y de las que nos hemos quejado.

—Una vez más, has dado en el clavo en esta cuestión —lo elogié—. Sin embargo, también he pensado en estos detalles. Si el embajador del faraón llevara puesto el sello real del halcón, podría tomar decisiones en plena batalla junto con Minos y sus altos mandos de Creta sin incurrir en retrasos prolongados. Una reacción ágil a circunstancias cambiantes suele decantar la batalla.

Atón negó tan vehementemente con la cabeza que sus mejillas cayeron como las alas de un pelicano.

—¡Jamás! El faraón nunca entregaría el mando de sus ejércitos y el mando militar a alguien en quien no tuviera plena confianza.

—¡Comprendo, Atón! ¿Crees que no hay nadie en Egipto en quien el faraón Tamose confíe sin reservas?

—No, no lo creo… —atajó, y me lanzó una mirada de indignación—. ¿Tú, Taita? ¿No estarás insinuando que se te confíe el mando absoluto del ala norte de ejército egipcio bajo el sello real? No eres un soldado, Taita. ¿Qué sabes del arte de la guerra?

—Si no has leído mis rollos titulados «El arte de la guerra» entonces cuestiono tu derecho a juzgarme en este ámbito. Cada candidato de la academia militar está obligado a estudiar mi tratado como autoridad máxima en el tema.

—Reconozco que nunca los he leído. Tus famosos rollos son demasiado largos y además versan sobre un tema que no despierta particularmente mi interés, ya que es muy poco probable que llegue a comandar una legión —reconoció Atón—. Pero lo que quería decir con ello era que escribir sobre pergamino no es lo mismo que tomar decisiones en el fragor de la batalla. ¿Qué conocimiento directo y práctico tienes sobre la dirección de un ejército?

—Pobre Atón, sabes muy poco sobre mí —dije en un tono lastimoso—. Déjame añadir, antes de que cambiemos de tema, que me encargué del diseño de nuestros primeros carros de nuestro ejército, y que fui el conductor del carro que llevó al faraón Tamose a la batalla de Tebas. El faraón dependía de mi consejo en la toma de decisiones instantáneas y en el fragor de la batalla. Tuve tal relevancia en el campo de batalla que después de salir victoriosos, el faraón me recompensó con una medalla de oro al valor y otra la de la gloria. Ese día el faraón me confío toda su vida. Y volvería a hacerlo.

—No sabía nada de eso, Taita. Perdona mi presunción, viejo amigo. Eres un hombre de múltiples facetas.

De vez en cuando considero que es necesario recodarle a Atón su lugar y su posición en el orden de las cosas. Sin embargo, encontré que su ayuda fue muy útil en la redacción del informe que estaba preparando para el faraón Tamose sobre la misión a Creta. Cuando se le indica la dirección correcta, entonces Atón despliega su buen ojo para los detalles.

El faraón no era tan raudo en menospreciar mis capacidades como lo había sido Atón, especialmente en vista del éxito del que había disfrutado hacía poco en la fortaleza de Tamiat. Estaba dispuesto a prestar toda su atención y consideración a mis planes para establecer contacto con Minos. Se sentó conmigo durante dos días enteros repasando cada detalle, buscando cualquier fallo de construcción o un ángulo que pudiera haber pasado por alto. Al final de este proceso, se limitó a reconocer mi labor.

—No alcanzo a ver ningún fallo en tu proyecto, Taita. Sin embargo, es posible que el Señor Kratas y su estado mayor expresen algunas objeciones.

En la presencia del faraón y todo el consejo presenté mis planes ante el Señor Kratas. Kratas se levantó de un salto y empezó a dar zancadas por la cámara del consejo con el rostro amoratado de la rabia mientras me escuchaba. Blandió el dedo delante de mis narices, y dio sendos puñetazos a la mesa del consejo mientras soltaba sus quejas y sus premoniciones de desastres a todos los dioses, benignos y malignos. Kratas es en el fondo un rufián y tiene los modales de un zoquete. Sin embargo, es un magnífico guerrero, por no decir uno de los más grandes.

Esperé a que acabara hasta que su voz se tornó ronca y agotó cada juramento, pulla e insulto de su extenso vocabulario. Tragaba saliva con la boca abierta y sin decir palabra como un pez que acabaran de sacar del río. Luego intervine con un tono de voz sereno que denotaba sensatez:

—Hay una cosa que no he mencionado, mi señor. Tendré que llevarme a Hui y a Remrem a Creta conmigo. Estoy seguro de que encontrará sustitutos adecuados para ellos entre las filas de su personal.

Kratas me miró horrorizado y sin pronunciar palabra, y luego, de repente, empezó a reírse. Su alegría empezó como una risa sofocada y reticente, y luego fue subiendo de tono hasta que ésta llenó la sala con mayor contundencia que sus insultos de hacía un rato. Este júbilo parecía haber debilitado sus piernas, hasta el punto de que no pudieron soportar su enorme peso. Se tambaleó hacia atrás y se dejó caer sobre su silla. Era un mueble especialmente diseñado para resistir su peso, y viaja a todas partes con él. Pero ahora sus junturas chirriaban como señal de protesta, y las patas se combaron hasta que estuvieron a punto de romperse.

Dejó de reírse con la misma brusquedad con la que había empezado a hacerlo, y levantó los faldones de su túnica con ambas manos para secarse las lágrimas de júbilo de su rostro, dejando así al descubierto su abundante virilidad. Luego dejó caer esos faldones hasta las rodillas, y se dirigió al faraón con su tono de voz habitual:

—Majestad, después de haberlo meditado con total serenidad, el plan de Taita parece ofrecer algunas ventajas. Sólo él pudo haberlo concebido, y sólo él pudo tener los huevos para plantearlo ante el consejo. —Se llevó las manos a la frente en un gesto de fingido arrepentimiento—. Perdónenme, caballeros, creo que he elegido una metáfora inadecuada. —Pronunció estas palabras con seriedad y luego volvió a estallar en carcajadas.

—¿Debo entender, así pues, que Hui y Remrem pueden acompañarme a Creta? —dije tratando de conservar una expresión neutral, a pesar de su desafortunada alusión a mis miembros faltantes.

—Llévatelos, Taita. Tus aspiraciones de conquistar la gloria militar merecen ser recompensadas. Llévate a dos de mis mejores hombres con mi bendición. Tal vez podrán salvarte de ti mismo, con o sin testículos; aunque tengo mis serias dudas de que alguien pueda hacer eso.

Los preparativos para el viaje a Babilonia tardaron casi dos meses en completarse.

Mi principal preocupación era la seguridad y la comodidad de las princesas y su séquito. Necesitaban ochenta y tres esclavos y criados para atender sus necesidades inmediatas. Entre ellos había cocineros, ayudantes de cocina, ayudantes de cámara, costureras, maquilladoras, peluqueras, masajistas, músicos y otros artistas. Además, las niñas insistieron en llevarse a una adivina y a tres sacerdotisas de Hathor, la diosa de la alegría, el amor y la maternidad, para que se ocuparan de sus necesidades espirituales. Su hermano mayor les permitía estas extravagancias, en contra de mi sabio consejo, y no les negaba ningún capricho.

Las arcas de la tesorería estaban llenas y el faraón gastaba su riqueza sin escatimar ni una moneda de plata. Después de pasar muchos años de escasez forzada con su reinado, creo que disfrutaba de estas extravagancias más que sus hermanas.

Animadas por esta actitud, mis chicas decidieron que también necesitaban adiestradores para una amplia variedad de gatos domésticos, monos y pájaros, perros de caza y halcones que también se llevaban consigo. Todo ello estaba muy por encima de los mozos de cuadra que necesitaban para cuidar de los veinte caballos que habían elegido de los establos reales.

Desde mi punto de vista era esencial que las chicas estuvieran impecablemente vestidas y que lucieran su belleza durante nuestra estancia en Creta, bajo el escrutinio del Minos Supremo y su corte. El faraón estuvo de acuerdo conmigo, y las mejores costureras de Egipto se pusieron manos a la obra para cortar y coser las magníficas prendas que yo mismo había diseñado para las dos princesas.

Las niñas y yo recorrimos las tiendas de los zocos de Tebas y pudimos encontrar surtidos de exquisita joyería, con la intención de seducir a Minos e impresionarlo a él y a sus ministros con la riqueza y la importancia de nuestro reino. Una semana antes de partir de Tebas, Tehuti y Bekatha se ataviaron con sus mejores galas y desfilaron para mí y el faraón con el fin de admirarlas y darles el visto bueno. Me satisfacía el hecho de saber que ningún hombre, fuera rey o plebeyo, se atrevería a resistirse a su belleza.

A estas alturas de los preparativos, las dos chicas se habían vuelto casi histéricas de emoción con los antecedentes y las descripciones que Loxias les había proporcionado sobre la isla de Creta. Ninguna de ellas había visto el mar, y tampoco habían navegado. Nunca habían visto montañas altas y bosques frondosos de árboles altos. Nunca habían visto montañas que soltaban humo y llamas. Nos retenían a Loxias y a mí hasta bien entrada la noche, haciéndonos preguntas y exigiendo descripciones detalladas de estas maravillas.

La Real Casa de la Moneda situada en la orilla occidental seguía a pleno rendimiento en estos últimos días, convirtiendo cien de los enormes lingotes cretenses en vagones llenos de monedas de plata mem que cubrirían los gastos del viaje y nos servirían durante nuestra estancia en Creta, así como en otras tierras extranjeras que pudiéramos visitar por el camino.

La escolta militar que acompañaba a nuestra caravana hasta Babilonia estaba compuesta de dos batallones de la guardia montada del Cocodrilo Azul. Era la formación de más renombre del ejército egipcio. El faraón dispuso que cada hombre se vistiera con un traje recién forjado de armadura, con un casco emplumado, coraza y espinillera. Llevaban arcos de guerra de doble curvatura, lanzas, espadas, y escudos. El coste de producir todas estas armas y armaduras superaba los dos mil deben de plata. Sin embargo, su aspecto deslumbrante debía impresionar a todo el mundo.

—Es un pequeño precio a pagar para la supervivencia de nuestro Egipto —dijo encogiéndose de hombros cuando le pregunté sobre los costes—. No es correcto quejarse ante mí ahora. Fue todo idea tuya, Taita. —Lo cierto es que no podía discutírselo.

Los preparativos del viaje iban como una seda, y debí de darme cuenta de que no podían continuar del mismo modo, especialmente si la princesa Tehuti estaba tan implicada en ellos y de un modo tan personal.

Tenía previsto abandonar Tebas el último día del mes de Epiphi, que siempre ha sido un mes afortunado para mí. Sin embargo, cuando le entregué una muestra de mis heces frescas a mi adivina preferida, inspeccionó mi ofrenda y me advirtió que la fecha que había elegido no era auspiciosa y que debería evitarla a toda costa.

Me recomendó que retrasara el inicio del viaje hasta el primer día de Mesore. Sus presagios siempre han sido acertados. Acepté de mala gana su consejo y di el aviso de la demora en nuestra partida a todos lo que tenían que acompañarme en la travesía, incluidas, naturalmente, a las princesas.

Al cabo de una hora, las dos irrumpieron echas una furia a mis aposentos de palacio sin invitación ni previo aviso. Tehuti era la cabecilla de la ofensiva, pero como de costumbre Bekatha prestaba todo su apoyo a su hermana mayor.

—¡Nos lo prometiste, Taita! ¿Cómo puedes ser tan cruel hasta el punto de dar al traste con nuestros planes de diversión, Taita? Lo hemos estado esperando desde hace mucho tiempo. ¿Acaso no nos amas más?

No soy un debilucho; la mayoría de las veces soy capaz de ejercer mi voluntad, pero no es así en el caso de mis princesas. Cuando atacan al unísono ningún hombre es capaz de sobreponerse, ni siquiera yo.

A primera hora de la mañana siguiente, crucé el Nilo y cabalgué por el canal hasta la Real Casa de la Moneda. Me dirigía allí para avisar a Zaras de la fecha prevista de nuestra salida, tal como exigieron las princesas reales, y para asegurarme de que Zaras entregaría los últimos diez sacos de monedas de plata mem a los almacenes reales del palacio antes de partir.

La cantidad total de plata que transportábamos superaba los diez lakhs, lo suficiente como para construir una flotilla de buques de guerra y pagar a un ejército de mercenarios. Seguía albergando mis dudas sobre el hecho de ignorar el consejo de mi adivina y poner en peligro un tesoro tan cuantioso.

Cuando entré en la Real Casa noté el calor y el ruido, como corresponde a una fragua. Las llamas de las forjas crepitaban, y el golpeteo de los tambores entumecía mis oídos.

Vi a Zaras en el otro extremo del taller. Se había sacado la túnica y sostenía un martillo de bronce sobre la parte superior de la cabeza. Sus brazos musculosos brillaban por efecto del sudor, y las gotas le resbalaban por la mejilla y le caían de la barbilla. Era muy típico de él no quedarse de brazos cruzados cuando había mucho que hacer. A pesar de su insigne rango militar, se había volcado de lleno en la tarea insignificante de acuñar moneda.

Me quedé observándolo con gusto. No nos habíamos visto desde hacía varias semanas y casi me había olvidado de lo mucho que me había encariñado con él desde nuestra expedición a Tamiat. Incluso me remordió la conciencia el hecho de que no fuera mi mano derecha en la larga travesía que nos esperaba hasta Babilonia y Cnosos.

Zaras debió de percibir mi mirada. Levantó la vista y me vio. Tiró el martillo con un golpe seco sobre el suelo pavimentado de piedra, y con los brazos abiertos de par en par esbozó una sonrisa a través del humo y los gases de la forja.

A pesar de nuestra amistad, me sorprendió la calidez de su saludo cuando se acercó a mí dando largas zancadas:

—Pensé que ya me habías olvidado y que me habías dejado aquí para que me pudriera, pero no debí desconfiar. Un hombre como tú nunca abandona a un amigo. He pulido mi armadura y afilado mi espada. Estoy dispuesto a marcharme contigo tan pronto como des la orden para partir.

Me quedé desconcertado y tuve que hacer gala de mi auto control para no soltar mi negativa o hacer patente mi confusión con alguna grosería.

—No esperaba menos de ti —le respondí con la esperanza de que mi sonrisa fuera convincente—. Pero ¿cómo supiste…? —dejé que se perdiera mi tono de voz antes de comunicar el hecho de que no tenía la menor idea de lo que estaba hablando.

—Esta misma mañana un asistente del consejo de guerra me trajo la orden. Pero evidentemente sabía que preguntarías por mí —volvió a reírse, y rememoré ese agradable sonido natural—. No cuento con ningún otro amigo en las altas esferas.

—¿Con qué sello venía la orden, Zaras?

—Dudo de si debo pronunciar el nombre en voz alta, pero… —Se dio media vuelta con gran secretismo antes de meter la mano en el bolsillo que colgaba de su cadera. Sacó un pequeño rollo de papiro, lo manipuló con sumo cuidado y me lo entregó con profundo respeto.

Entonces me di cuenta del cartucho real con el que se sellaba el rollo.

—¿El faraón? —Me sorprendió que el faraón se preocupara por una cuestión trivial.

—Ningún otro. —Zaras escuchó solemnemente mientras desenrollaba el pergamino. La orden era contundente y explícita.

Ponte inmediatamente bajo el mando directo del señor Taita. Te dará órdenes que obedecerás sin cuestionar bajo peligro de muerte.

—¿A dónde vamos, Taita? —Zaras bajó el tono de voz hasta parecer un suspiro ansioso—. ¿Y qué vamos a hacer cuando lleguemos allí? Estoy seguro de que tendremos que hacer frente a una dura batalla. ¿Estoy en lo cierto?

—Responderé a esa pregunta cuando llegue el momento. Ahora no puedo decir más. —Negué con la cabeza en un gesto de severidad—. Pero tienes que estar preparado.

Me saludó con el puño encogido, y aunque había logrado hacer desaparecer su sonrisa burlona, el destello de sus ojos no se desvaneció.

Abordé por la vía rápida el tema de la acuñación de monedas, que era la razón por la cual había venido a verlo, y luego me apresuré a volver a palacio. Quería hablar desesperadamente con el faraón para que rescindiera su orden a Zaras; sin embargo, ni siquiera yo puedo requerir su presencia real sin ser anunciado o invitado. Existe un estricto protocolo real que debe observarse cuando se solicita una audiencia.

Me dirigí directamente a la antecámara de los aposentos reales, donde varias docenas de escribas reales estaban sentados con las piernas cruzadas ante sus tablas de escritura, moviendo con agilidad sus pinceles para redactar mensajes y órdenes. El jefe de los escribas me reconoció de inmediato y se apresuró a recibirme. Aunque no podía ayudarme.

—El faraón ha salido del palacio al amanecer. No dejó dicho cuándo regresaría. Sé que él querría hablar contigo si estuviera aquí. ¿No querrías esperar su regreso, señor Taita?

Estuve a punto de rechazar su sugerencia, cuando de repente oí los inconfundibles tonos faraónicos retumbando por los pasillos del poder. El faraón se dirigió a la antecámara, seguido de un grupo de oficiales y dignatarios. Tan pronto como me vio, se separó de sus acompañantes y colocó su mano sobre mi hombro.

—Estoy encantado de verte. Una vez más, te has anticipado a mis deseos, Taita. Estaba a punto de llamarte. Ven conmigo. —Sin retirar su mano de mi hombro, me condujo a su gabinete privado y enseguida nos enfrascamos en una profunda discusión sobre una serie de temas complejos. Después, con la misma brusquedad con la que me había recibido, me despidió, y centró su atención a los rollos que estaban extendidos sobre la mesilla delante de él.

—Te pido unos instantes más de tu tiempo, Mem. —Alzó la cabeza y frunció el ceño de un modo inquisitivo—. La cuestión del capitán Zaras y sus órdenes…

—¿Quién? —El faraón parecía ligeramente confundido—. ¿Qué órdenes?

—Zaras. El capitán Zaras que me acompañó a Tamiat.

—¡Ah, él! —respondió—. Sí, quieres que él te acompañe a la misión a Creta. No entiendo por qué necesitabas mi permiso para este nombramiento, o por qué no me lo comentaste directamente si creías necesario proceder de este modo. No es propio de ti pedirle a mi hermana que interceda por ti. —Bajó la vista hacia los rollos—. En cualquier caso, ahora ya está hecho y espero, Taita, que estés satisfecho.

Naturalmente, tenía mis sospechas sobre quién estaba detrás de este asunto, pero había infravalorado la astucia de mi princesa. Ésta era la primera vez que había interferido en el funcionamiento de una cadena de mando. Ahora tenía que tomar una decisión instantánea: recapitular como un cobarde o verme forzado a una confrontación con la princesa Tehuti, que nunca tuvo reparos para desplegar todo su poderío real y cualquier otro subterfugio para salirse con la suya. Agaché la cabeza.

—Es usted magnánimo, Egipto Real, y por ello le estoy agradecido. —Acepté lo inevitable.

Cuando terminamos los preparativos, y nuestra caravana estaba a punto de partir hacia Tebas, le pedí al señor Atón que soltara una paloma mensajera. Este pájaro se había incubado en el palomar del embajador egipcio de Babilonia, y conocía la ubicación del nido. En el mensaje que transportaba, yo le pedía a nuestro embajador que informara al rey Nimrod de Acadia y Sumeria que las princesas reales habían partido hacia una misión diplomática a su capital y que el faraón Tamose estaría sumamente agradecido si Su Majestad el rey Nimrod extendiera una cordial bienvenida a Sus Altezas.

Al cabo de cuatro días, llegó otra paloma al palomar real de Tebas, después de hacer el trayecto de vuelta de Babilonia, con un mensaje del rey Nimrod emitido por el embajador de Egipto de esa ciudad.

El rey reafirmaba su compromiso con la alianza entre las dos naciones, y expresó su conformidad con la perspectiva de acoger a Sus Majestades en su palacio, donde esperaba que las jóvenes disfrutaran de su hospitalidad en su larga estancia.

Tan pronto como recibimos este mensaje, envié a Zaras a primera línea de la caravana real con una nutrida escolta militar para abrir el camino que conducía desde Tebas a las costas más cercanas del mar Muerto. Mi excusa era que quería asegurarme de que no hubiera bandidos ni forajidos que pudieran tendernos una emboscada. Mi verdadero motivo era mantenerlo fuera del alcance de mi querida Tehuti.

No estoy seguro de cómo Tehuti supo de mi intento por evitarla. Tiene a sus espías por todas partes, y el harén real es un hervidero de intrigas y gestación de rumores.

Le di a Zaras la orden de que asumiera el mando de la primera línea esa misma mañana, y ahora me encontraba sentado en mi jardín junto al estanco de peces, disfrutando de una copa de vino que acostumbro a beber al caer la noche con el fin de celebrar el término de otro día con todos sus logros, éxitos y fracasos ocasionales. La joven se acercó a mí tan sigilosamente como una sombra, y me tapó los ojos con sus manos tersas y frías mientras me susurraba al oído:

—¡Adivina quién soy!

—No tengo la menor idea de quién puede ser, Su Alteza Real.

—Vaya, ¡seguro que has hecho trampa! —protestó, sentándose en mi regazo. Luego pasó sus brazos alrededor de mi cuello—. Te quiero tanto, querido Tata. Haré todo lo que me pidas. ¿Harás todo lo que te pida? —me abrazó.

—Por supuesto, Su Alteza Real. Haré todo lo que no ponga en peligro su seguridad o sea contrario a la seguridad y los mejores intereses de nuestro Egipto.

—Nunca te pediría nada semejante. —Parecía horrorizada ante mi insinuación—. Sin embargo, será un viaje largo a través de ese horrible desierto hasta Sumeria y Acad. Mi hermana y yo nos aburriremos y necesitaremos algún tipo de entretenimiento. Sería estupendo disponer de un bardo que pudiera cantar para nosotras y recitar su poesía.

—¿Es por este motivo que le has pedido a tu hermano, el faraón Tamose, que destine al capitán Zaras a la caravana que nos llevará a Babilonia?

—¡El capitán Zaras! —exclamó con sorpresa y los ojos bien abiertos—. ¿Acaso viene con nosotros? Es estupendo. Es un poeta muy dotado y tiene una voz maravillosa. Sé que te gusta. Puede viajar con Bekatha y conmigo durante el día para hacernos compañía.

—El capitán Zaras es en primer lugar un oficial y un guerrero, no un trovador errante. Ya llevamos a toda una compañía de músicos profesionales, actores y actrices, animadores, malabaristas, bailarines, acróbatas y animales adiestrados, entre los cuales se incluye a un oso actor. Zaras estará al frente de la vanguardia y encabezará nuestra caravana. Él abrirá el camino y nos ofrecerá protección a todos nosotros; en concreto a ti y a tu hermana pequeña.

Los labios de Tehuti esbozaron una sonrisa halagadora. Se inclinó hacia atrás y me miró seriamente.

—¿Por qué estás siendo tan mezquino conmigo, Taita? —preguntó. Ahora era Taita, una advertencia clara de la desaprobación real—. No te pido demasiado.

—Éste es mi parecer, Su Alteza. —Tomé su mano derecha dejando la palma boca abajo de manera que se viera el anillo de diamantes que no se había sacado desde que yo mismo se lo di, salvo para obligar a Zaras a buscarlo en su nombre.

Apartó su mano y la colocó detrás de la espalda. Nos miramos en silencio.

Ella había delimitado las líneas de combate, además de sacar metafóricamente su puñal. Se levantó y se alejó de mí, moviendo con elegancia sus caderas sin mirar atrás ni pronunciar ni una palabra.

En el primer día del mes de Mesore, Zaras, que estaba a la cabeza de sus guardas de avanzadilla, llegó al puerto de Sagafa en la costa más cercana del mar Rojo. Envió a una paloma con un mensaje dirigido a mí. En él decía que había dado con la flotilla de dhows y barcazas agolpadas en el litoral listas para recibir a toda nuestra caravana e iniciar la travesía. Como tenía esta confirmación, di la orden de iniciar nuestra andadura.

El faraón cabalgaba conmigo a la cabeza de la caravana mientras subíamos por la escarpa del Nilo. Cuando llegamos a un altiplano, desmontamos.

Las princesas estaban sentadas en taburetes con cojines, uno a cada lado del faraón. Todos los cancilleres y altos oficiales presentes formaron un círculo en torno al trío real. Luego el faraón me convocó y me arrodillé a sus pies. Permaneció levantado delante de mí y se dirigió a la audiencia.

—Hago un llamamiento a todos mis amados y leales súbditos aquí reunidos para que sean testigos de lo que ocurra a continuación.

Cada uno de ellos, incluidas Tehuti y Bekatha, respondieron con un «¡Saludo, faraón! ¡Que se honre y obedezca su voluntad!».

El faraón tomó con ambas manos la diminuta estatuilla dorada de un halcón y la levantó por encima de su cabeza.

—Éste es mi sello del halcón, mi seña y firma. Su portador habla con toda la autoridad que me ha sido concedida por Dios. Que el observador tome buena nota de ello y sea consciente de mi poder y mi ira.

Yo seguía arrodillado. Ahuequé las manos y el faraón se inclinó ante mí para colocar el sello del halcón en mis manos.

—Utilízalo sabiamente, señor Taita, y devuélvemelo la próxima vez que nos veamos.

—Obedeceré tus órdenes, Egipto Real —expresé con voz alta y clara.

Me ayudó a levantarme y me abrazó.

—Que Horus y todos los dioses de Egipto favorezcan todas tus empresas.

Se dio media vuelta para despedirse de sus hermanas. Luego se subió a su caballo y su séquito se congregó a su alrededor. Espoleó a su semental y se alejó al galope por la escarpa hacia los resplandecientes muros de Tebas a orillas de Madre Nilo. Pasó por la cola de nuestra caravana, que en ese momento subía la escarpa en dirección contraria.

Los esclavos desplegaron un toldo de pelo tejido de camello para que pudiéramos sentarnos y protegernos del calor del sol, que brillaba en lo alto del cielo. Nos sentamos y vimos al faraón y a su escolta desaparecer con una imagen temblorosa a lo lejos. La cabeza de la caravana alcanzó nuestra posición y empezó a adelantarnos.

En la vanguardia cabalgaba un batallón de Guardias Cocodrilo. Inmediatamente después venían cincuenta camellos con sus guías árabes. Cada uno de estos torpes animales cargaba con cuatro enormes bolsas de piel con agua, dos a cada lado de sus jorobas. Dependíamos de estos animales durante las largas travesías áridas que nos separaban de los estanques y los oasis de los desiertos abrasadores de Arabia.

Detrás de los camellos y la tan preciada agua, cabalgaba un segundo batallón de Guardias de Cocodrilo Azul. Estaban situados estratégicamente para proteger nuestro suministro de agua o a las princesas y nuestro centro neurálgico en el supuesto de sufrir un ataque enemigo.

Aunque había previsto que nuestra ruta discurriera por el sur y el este de la Península del Sinaí, que los hicsos reclamaban como su territorio, no quería arriesgarme a que Gorrab se enterara de nuestros planes y enviara a un batallón de sus carros de combate para interceptarnos.

Detrás de la nutrida formación de guardias, venía otra hilera de cincuenta camellos larguiruchos de zancada larga. Cargaban con las tiendas, los muebles y otra compleja parafernalia de campo que montábamos en cada parada del camino.

Después de los camellos, y viajando a pie, nos acompañaba un numeroso grupo de seguidores, criados y esclavos. Les seguían otros veinte dromedarios que cargaban con los sacos pesados de monedas de plata.

La retaguardia estaba compuesta de un tercer batallón de Guardias Cocodrilo, así como de caballos sueltos, camellos y carros de equipaje. Cuando llegaron a la línea en la que nos habíamos detenido, di la orden de levantar la tienda bajo la que nos habíamos sentado.

Continuamos nuestro camino hasta alcanzar nuestro lugar en el centro de la larga y tortuosa procesión que medía casi una legua cruzando el desierto. Esta rígida aglomeración de movimientos lentos de personas y animales tardó diez días en llegar a la costa occidental del mar Rojo.

Zaras cabalgó desde el puerto de Sagafa para unirse a nosotros. Él y su guardia de honor se acercaron al galope siguiendo la línea de nuestra caravana. Se detuvo cuando alcanzó a la delegación real y desmontó de un salto para saludar a las dos princesas.

Se arrodilló con una pierna delante de Tehuti y le dio el saludo del puño cerrado. Ella le devolvió el gesto con una vivaz sonrisa.

—Capitán Zaras, estoy muy contenta de contar con su compañía durante el resto del viaje a Babilonia. Recuerdo perfectamente su declamación durante el asalto a la fortaleza de Tamiat cuando usted y el señor Taita regresaron de esa misión. Sería un enorme placer para mí si pudiera cenar con nosotros esta tarde y amenizar la velada con otra de sus actuaciones. Por lo que respecta al resto de la travesía a Babilonia, es mi deseo y mi orden que delegue su lugar en la vanguardia de esta caravana a otro oficial y que se coloque en una posición adecuada para proteger directamente a mi hermana, la princesa Bekatha, y a mí.

Solté una bocanada ruidosa de aire para que me oyera, pero la joven hizo caso omiso de mi amarga protesta y concentró toda su atención en Zaras. Él parecía incómodo y tartamudeó al responder: era la primera vez que lo había oído expresarse de ese modo.

—Su Alteza Real, sus deseos son órdenes para mí. Sin embargo, debe excusarme. Debo informar de ello inmediatamente al Señor Taita, a quien el faraón ha confiado la dirección de esta caravana y su sello real del halcón.

Quedé impresionado por la lealtad de Zaras hacia mí, y por su intento de recordarle a Tehuti quién tenía aquí la última palabra. El pobre trataba por todos los medios de buscar una solución al conflicto de intereses que ella generaba con su insistencia.

Mantuve la calma para salir al rescate cuando la tormenta real estalló sobre su cabeza. Tehuti no estaba acostumbrada a que nadie le cuestionara la más mínima orden. Volvió a sorprenderme. En vez de interrumpir a Zaras, esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza.

—Proceda sin dilación, capitán Zaras. Su deber como soldado se antepone a cualquier otra consideración.

Zaras se colocó junto a mí, y retrocedí un poco a propósito para que las princesas no pudieran oírnos mientras cabalgábamos siguiendo el borde de la escarpa, debajo de la cual se abrían los edificios dispersos de Sagafa a orillas del mar.

Siguiendo mi ejemplo, Zaras bajó el tono de voz cuando me comentó que mientras esperaba nuestra llegada había aprovechado la oportunidad de navegar por mar con un dhow rápido hasta el pequeño puerto pesquero de El Kumm situado en el litoral más alejado. Había ido hasta allí para asegurarse de que nuestro guía beduino recibía nuestras órdenes, y de que él y sus hombres estaban esperándonos allí para guiarnos por el desierto de Arabia.

El hombre en cuestión era Al Namjoo, el mismo guía que nos había conducido por la península del Sinaí en nuestra travesía hasta las costas del Mediterráneo y la fortaleza de Tamiat.

—Me alegra informarte de que Al Namjoo estaba esperando nuestra llegada desde hace más de dos meses cuando recibió mi primer mensaje al respecto. —Zaras parecía satisfecho consigo mismo—. Sus dos hijos lo acompañan, pero los ha enviado de avanzadilla para localizar los abrevaderos y oasis que encontremos en nuestra ruta. Por el momento, las informaciones que le han enviado es que hay agua en esos parajes, tal como cabe esperar en esta estación del año.

—Me alivia oír eso —le contesté, pero luego lo miré de soslayo—. Continúa, Zaras. Ibas a decir otra cosa —lo incité, y él se sobresaltó.

—¿Cómo sabías…? —empezó a decir, pero yo acabé la frase.

—¿Cómo lo sabía? Porque no eres muy hábil en ocultarme información. Lo digo como un cumplido y no como un reproche.

Negó con la cabeza y se echó a reír con un atisbo de arrepentimiento.

—Hemos estado separados demasiado tiempo, mi señor. Me había olvidado de que eres capaz de leer los pensamientos de los demás. Pero tienes razón, mi señor. Sólo iba a añadir otra cosa, pero dudaba de si debía hacerlo para no parecer un alarmista.

—Nada de lo que puedas decirme me inducirá a pensar de este modo —le aseguré.

—En ese caso, debo decir que mientras estaba en el campamento de Al Namjoo llegaron tres refugiados del desierto. Tenían un aspecto lamentable debido a la escasez de bebida y al estado de sus heridas. A decir verdad, uno de ellos murió poco después de llegar a las tiendas y había otro que era incapaz de hablar.

—¿Qué ocurrió, Zaras? —pregunté—. ¿Qué les pasó a esos desdichados?

—Mi señor, el primero de ellos había sido alcanzado por unas hojas de espada candentes, de modo que tenía quemaduras graves en todo su cuerpo. Su muerte debió aliviarlo de su agonía. En cuanto al otro, le habían arrancado la lengua del cuello con absoluta brutalidad. Sólo podía gritar y gemir como un animal.

—En el nombre de Horus el compasivo, ¿qué ocurrió? —volví a preguntar a Zaras.

—El tercer hombre había logrado evitar estas brutales heridas. Nos contó que él mismo dirigía una caravana de cincuenta camellos y un número parecido de hombres y mujeres que transportaban sal y lingotes de cobre desde la ciudad de Turok. Entonces fueron atacados por Jaber al Hawsawi, el hombre al que llaman El Chacal.

—Sólo conozco su reputación —reconocí—. Es uno de los hombres más temibles de Arabia.

—Existen razones de sobras para temerle, mi señor. Descuartizó y destripó al resto de hombres y mujeres de ese grupo sólo para divertirse. Desde luego, El Chacal y sus hombres se aparearon con sus prisioneros, tanto hombres como mujeres, antes de masacrarlos.

—¿Y dónde está El Chacal ahora? ¿Este hombre sabe adónde se fue?

—No, mi señor. Ha desaparecido entre las arenas del desierto. Pero una cosa es segura, y es que estará pendiente de las rutas que siguen las caravanas como un animal que espera a una presa.

En ese momento, Tehuti se dio media vuelta y preguntó por encima del hombro:

—¿Qué asunto estáis discutiendo con tanto empeño? Venid aquí y cabalgad con Bekatha y conmigo. Si tú y Zaras os estáis contando historias, entonces queremos compartirlas con vosotros.

Ni siquiera yo me atreví a contradecir sus órdenes dos veces seguidas. Acercamos nuestros respectivos caballos hasta la altura de las princesas. Tehuti se había colocado con gran habilidad entre Zaras y yo para evitar que siguiéramos hablando de cuestiones que no le interesaban especialmente. En ese momento, el camino pedregoso y escarpado que seguíamos terminó en la cima de la colina. Tehuti soltó las riendas y dejó escapar un grito de asombro y placer.

—¡Fijaos! ¡No os lo vais a creer! ¿Habéis visto alguna vez un río tan ancho y azul? Por la cabeza cornuda de Hathor, debe de ser cien veces más ancho que nuestro Nilo. Ni siquiera puedo ver la otra orilla.

—Eso no es un río, Su Alteza —aclaró Zaras—. Es el mar; el mar Rojo.

—Es enorme —reconoció Tehuti, y Zaras todavía no la conocía lo suficiente como para saber que estaba actuando para él—. Debe de ser el mar más grande de todo el mundo.

—No, Su Alteza Real —la corrigió Zaras con educación—. Es el más pequeño de todos los mares. El mar Mediterráneo es el más grande, pero los hombres sabios han calculado que el Gran Océano Oscuro sobre el que flota este mundo es todavía mayor.

Tehuti se volvió hacia él, abriendo los ojos en señal de admiración.

—Capitán Zaras, sabe usted mucho; tal vez casi igual que el señor Taita. Debe cabalgar conmigo y mi hermana Bekatha al menos varias horas al día para instruirnos sobre estas y otras cuestiones.

Tehuti no se rinde fácilmente de sus planes.

La travesía de Arabia fue infinitamente más difícil y exigente de lo que había sido nuestro viaje a Tamiat el año anterior. En esa ocasión éramos una compañía de menos de doscientos hombres que viajábamos rápido y con poco equipaje; sólo tuvimos que cruzar el Golfo de Suez, ese estrecho pasadizo de agua en el costado occidental que sobresale entre Egipto y la Península del Sinaí. Ocupa menos de cincuenta leguas de ancho.

Ahora teníamos que viajar hacia el sur para evitar a toda costa entrar en la Península del Sinaí, donde los aurigas de los hicsos que Gorrab podría haber enviado estrían acechando.

Nos vimos obligados a cruzar el grueso del mar Rojo en su punto más extenso. Eso significaba una travesía de más de doscientas leguas; transportar a un millar de hombres y animales en cincuenta dhows de cubiertas abiertas. Una de estas pequeñas embarcaciones sólo podía transportar diez camellos a la vez. Cada uno de ellos tendría que tomar múltiples rutas.

Teniendo en cuenta todos estos factores, me veía obligado a dedicar como mínimo dos meses a la travesía de Arabia.

Dispuse que la delegación real acampara en la costa egipcia mientras los útiles de subsistencia eran transportados por el angosto mar. Sabía por propia experiencia que no convenía aburrir a las princesas, ni darles demasiado tiempo libre.

El recinto real quedaba ligeramente separado del resto del campamento. Aunque tenía el tamaño de una aldea, superaba a una gran ciudad en cuanto a su suntuosidad y la cantidad de lujos y comodidades que rodeaba a sus habitantes.

Cada pocos días, las princesas cabalgaban con un destacamento de caza que yo mismo dirigía. Nos dedicábamos a perseguir a la gacela del desierto que correteaba ágilmente como si fuera una polilla sobre un depósito de sal, o bien subíamos las colinas en las que los íbices de cuernos retorcidos merodeaban por las laderas y peñascos. Cuando las chicas se cansaban de esta clase de caza, dejaban volar a sus halcones adiestrados para que persiguieran a los patos y los gansos que poblaban el litoral.

A veces organizaba almuerzos en las islas costeras, donde las chicas podían nadar en las aguas traslúcidas, o vapulear a los peces espada o los róbalos que encontrábamos bajo las aguas de los arrecifes de coral.

Me mostré muy insistente en que dedicaran casi todas las mañanas a sus estudios. Nos habíamos traído a dos escribas eruditos para que las ayudaran en su escritura, matemáticas y geometría. También me gustaba hacer las veces de tutor. Nuestras clases eran un ejercicio solemne de trabajo duro, entremezclado con brotes de alegría y risitas de chica. Eran los momentos preferidos del día para mí. Conversaban con Loxias en minoico, y trataban de mantenerme al margen de la conversación, como si yo no supiera ni una palabra de ese idioma. Se referían a los temas más íntimos con detalles salaces. Loxias era la mayor de las tres, así que ya se había erigido a sí misma como la autoridad principal en materia carnal y erótica. Sin embargo, saltaba a la vista al oír sus palabras que no era experimentada en la materia. Basaba sus detalladas explicaciones en su vívida y fértil imaginación.

Durante estas sesiones llegué a conocer mejor a las tres muchachas, y descubrí lo que verdaderamente pasaba en el interior de esas cabecitas hermosas y activas.

Cada una de ellas aseguraba haber descubierto el amor de su vida. Loxias se había decantado por el señor Remrem. Sin embargo, se convertía en piedra ante su presencia: era incapaz de hablar y sólo alcanzaba a ruborizarse y bajar la mirada. Creo que la intimidaba el hecho de que él fuera miembro del Consejo Real, mientras ella era plebeya y extranjera. El hecho de que Remrem le doblara la edad, tuviera tres esposas y prácticamente ignorara su existencia no parecía detenerla en absoluto.

Bekatha se había encaprichado con Hui, el famoso jinete y auriga. No tenía ni idea de que había sido hermano de sangre del infame criminal Basti el Cruel cuando lo capturé. Había hecho todo lo posible para domesticarlo y civilizarlo, pero seguía conservando una vena bárbara, especialmente en lo relativo a su sentido del humor. A Bekatha le encantaba dar tumbos por el terreno más escarpado que Hui podía encontrar con su carro, porque así podía pasar sus brazos alrededor de su cintura y gritar como posesa en el Hades. A los dos les encantaba intercambiarse chistes y pullas que los demás apenas entendíamos, aunque ellos se reían a mandíbula batiente. Como señal de su especial aprobación, Bekatha le arrojaba pedacitos de pan y fruta por encima de la mesa cuando aceptaba su invitación para cenar con nosotros.

Tehuti se mantenía al margen de estos intercambios y muestras de afecto. Ninguno de nosotros le preguntaba sobre este tema.

Pasábamos las noches contándonos adivinanzas, cuentos y rimas; cantábamos y tocábamos instrumentos musicales; o bien recitábamos poesía y actuábamos.

De este modo, y siguiendo una cuidada planificación, pude mantener a mis tres chicas alejadas de cualquier peligro, y los días pasaban volando como aves migratorias. La mayor parte de nuestro convoy había alcanzado la costa este del mar, y había llegado el momento de seguirlos.

Antes del amanecer del día quince del mes de Athyr, nos congregamos en la playa mientras las tres sacerdotisas de Hathor, hábilmente asistidas por Tehuti y Bekatha, sacrificaron a un cordero blanco para la diosa.

Prometimos a la diosa que sacrificaríamos a un camello si nos trataba bien en nuestra travesía por mar y nos guiaba a puerto seguro hasta la costa más lejana. Luego embarcamos y nos alejamos de la playa.

La diosa debió de escucharnos, porque envió una suave y ágil brisa marina procedente de Egipto que hinchó nuestras velas y nos permitió avanzar rápido por las aguas ligeramente agitadas. Antes de que se pusiera el sol, África se hundió detrás de las olas que dejábamos a nuestro paso.

Al caer la noche, los barcos subieron sus respectivas lámparas de aceite hasta la parte superior del mástil, de modo que pudiéramos vernos unos a otros. Nos guiábamos por las estrellas y mantuvimos nuestro rumbo hacia el este. Al romper el alba, enfilamos el lejano litoral de Arabia como si fuera una hilera de dientes picados de tiburón, avanzando a oscuras contra el despejado cielo azul de la mañana. Seguimos esa misma ruta todo el día, y el sol seguía estando a poca distancia del horizonte cuando cincuenta hombres de los Guardias Cocodrilo vadearon para retener los cascos de nuestros dhows y arrastrarlos hasta el terreno seco de la playa. Las chicas pudieron desembarcar en suelo asiático sin mojarse sus hermosos piececitos. El campamento real, con todas sus delicias, ya estaba distribuido por encima de la marca de la marea alta, y esperaba recibir a sus inquilinos. Yo mismo lo había dispuesto de este modo.

Sin embargo, no quisimos entretenernos en ese lugar, ya que a diario consumíamos grandes cantidades de valiosa agua dulce.

El convoy principal y el de equipajes habían partido varios días antes que nosotros. Ya habrían recorrido más de cien leguas. En el segundo día después de nuestra llegada a Arabia, subimos a los caballos y camellos y salimos a su alcance.

Tan pronto como nos alejamos de las temperaturas moderadas del mar, el sol que brillaba con intensidad en lo alto del cielo hizo imposible que pudiéramos viajar durante el mediodía. A partir de entonces empezamos a viajar a última hora de la tarde, cuando el sol había perdido parte de su pugnaz malicia. Viajábamos de noche, deteniéndonos sólo una hora cerca de la medianoche para dar de beber a los caballos y los camellos en los abrevaderos que la caravana principal nos había dejado. Reanudábamos la marcha al salir el sol. Cuando el calor se volvía insoportable, montábamos las tiendas y nos sentábamos a sudar a la sombra, hasta que el sol descendía de nuevo para poder repetir el ciclo.

Después de quince días y noches, alcanzamos por fin a la columna principal de la caravana. Para entonces las bolsas de cuero de agua estaban a menos de la mitad de su capacidad, y sólo quedaban unos cuantos litros de agua verdosa y viscosa de mal gusto en los depósitos. Me vi obligado a reducir la ración diaria de agua a cuatro tazas al día por cabeza.

Nos habíamos adentrado en el desierto propiamente dicho. Las dunas se abrían ante nosotros como si no tuvieran fin. Los caballos estaban empezando a mostrar signos de abatimiento. Incluso cuando cargaban con poco peso, las suaves arenas resultaban difíciles de transitar para ellos. Los liberé de sus cargas para que se unieran al grupo de caballos de las primeras filas, y elegí a los camellos de carrera más aptos para que las chicas y el resto del grupo pudiéramos montar en ellos.

Al Namjoo me aseguró que el próximo reducto de agua se encontraba a pocos días de distancia. Así que me llevé a las muchachas, junto con Zaras y su escolta de hombres elegidos a dedo, y avanzamos por delante de la columna principal para dar con el agua que se nos había prometido.

Al Namjoo me asignó a Haroun, su primogénito, para que nos guiara en el camino. Pudimos viajar mucho más rápido que el grueso de la caravana. Cabalgamos toda la noche, y al romper el alba, Haroun se detuvo en lo alto de otra duna enorme de arenas rojizas. Señaló hacia adelante.

Ante nosotros se erigía un acantilado de roca estriada. Las capas horizontales presentaban un vívido contraste de colores, que iba desde el oro miel y el blanco tiza hasta distintos matices de rojo, azul y negro. Algunas de las capas más blandas habían sufrido la erosión del viento, a diferencia de las capas superiores e inferiores. Formaban unas galerías colgantes y unas cuevas alargadas como si hubieran sido diseñadas por un arquitecto demente.

—Este lugar se llama Miyah Keiv —nos contó Haroun. Su traducción del árabe era «Caverna de agua».

Haroun nos condujo por debajo de una pared de roca vertical, en cuya base se abría una grieta lateral de techo bajo. Era lo suficientemente elevada como para que entrara un hombre alto sin tener que agacharse, aunque medía más de cien pasos de ancho y era tan profunda y oscura que no pude ver cuánto medía de largo respecto del acantilado.

—El agua se encuentra en las profundidades de esta cueva —nos contó Haroun. Las princesas y Loxias hicieron arrodillar a sus camellos, y luego dejaron sus sillas de madera tallada. Las conduje hasta la ranura de entrada, mientras Zaras retenía a sus hombres para dejarnos espacio.

El suelo de piedra descendía poco a poco a nuestros pies, y mientras descendíamos el día se fue apagando y el aire se fue volviendo más frío, hasta que el contraste de temperatura con el calor directo del sol nos hizo temblar.

Para entonces ya pude oler el agua dulce, y oírla gotear en algún punto por delante de nosotros. Me ardía la garganta de sed. Traté de tragar saliva, pero tenía la boca seca. Las chicas tiraban de mis manos y me hicieron agachar la cabeza hasta llegar a la parte baja de la pendiente.

Vimos un enorme estanque ante nosotros. Su superficie resplandecía por efecto de la luz que se reflejaba de la entrada a la caverna. Esa misma luz creaba el efecto de que el agua era negra como la tinta de un calamar. Nadie albergaba ninguna duda, y nos sumergimos en ella con gritos de júbilo sin sacarnos las túnicas y las sandalias. Me arrodillé hasta que el agua rozó mi barbilla. Miré mi propio cuerpo y vi que el agua, lejos de ser negra, era tan clara como el diamante que le había dado a Tehuti. Llené mi boca y suspiré de placer.

He bebido el agua más pura de las bodegas del palacio del faraón, pero nada podía equipararse a este divino manantial antiguo.

Las muchachas estaban en el centro del estanque; nos salpicábamos agua; jadeábamos y gritábamos en mitad del frío. Alentado por nuestro alboroto, Zaras y sus hombres bajaron a toda prisa por la pendiente. También ellos se pusieron a gritar y a reír, y no dudaron en adentrarse en las aguas oscuras.

Después de beber todo lo que nuestros estómagos eran capaces de retener, los hombres llenaron los recipientes de agua que habíamos traído y se los acercaron a los camellos. Zaras no permitió que los animales entraran en el estanque. El techo de piedra era demasiado bajo para ellos; además corríamos el riesgo de que acabaran contaminando la pureza sublime de esas aguas con sus excrementos.

Haroun confirmó mis cálculos de que la caravana principal se encontraba como mínimo a tres días de nosotros. Esto no me preocupó en exceso, ya que las chicas estaban cansadas por el viaje y esto les daría la oportunidad de descansar y recuperar fuerzas.

Lo que verdaderamente me preocupaba era nuestra vulnerabilidad en este lugar. La ubicación de este estanque sería conocida por todas las tribus beduinas de centenares de leguas a la redonda. Éramos un grupo reducido, pero nuestros animales, armas y armadura eran objetos muy codiciados por las tribus y atraerían a sus peores elementos. Si advertían nuestra presencia en la cueva y se daban cuenta de que éramos pocos, entonces corríamos un grave peligro. Teníamos que permanecer alerta y asegurarnos de no bajar la guardia.

Después de que Zaras y sus hombres terminaran de refrescarse, los convoqué a la salida de la cueva, aposté allí varios centinelas y organicé nuestra defensa para garantizar la seguridad de la zona.

Me llevé a Zaras y a Haroun para explorar las inmediaciones y buscar cualquier indicio de la presencia reciente de seres humanos. Los tres íbamos fuertemente armados. Llevaba el arco colgado por encima de un hombro y una provisión de treinta flechas en el otro. Además, mi espada de bronce envainada colgaba de mi cadera derecha.

Cuando llegamos a la parte superior de la duna más cercana, nos separamos. Pero antes de partir acordamos que nos volveríamos a encontrar en Miyah Keiv antes de que el sol alcanzara su punto máximo, algo que ocurriría en el plazo de una hora. Envié a Zaras a trazar un círculo en dirección norte, y a Haroun le hice investigar lo que parecía ser el rastro de una caravana en el valle que se abría a nuestros pies. Yo seguí la duna elevada hacia el sur.

Era difícil no ser observado porque el terreno no ofrecía cobertura, pero me esforcé por mantenerme alejado de la línea del horizonte en la que un enemigo podía detectarme a larga distancia.

No tardé en sentirme fascinado por este paisaje inerte y desolado, al tiempo que conservaba una misteriosa belleza. Era una infinidad de dunas igual de mutables que los bancos de un mar sosegado; terso y versátil como el cuerpo de una mujer hermosa, desprovista de durezas, maleable y escultural. Los picos de estas olas de arena estaban siendo desgastadas por el viento, y cambiaban de forma ante mis ojos. Las huellas de hombre y de animal se volvían indistinguibles, y poco después desaparecían por completo.

A medida que avanzaba no encontré nada en este otro mundo que me diera señales de vida; hasta que, de pronto, advertí un fragmento de hueso desteñido por el sol que sobresalía de la arena a mis pies. Me arrodillé para cogerlo, y me sorprendió comprobar que era el cráneo y el corto pico abierto de un chotacabras. El ave debió de desviarse de su ruta habitual debido a una ventisca.

Me di media vuelta y descendí por la ladera de la duna. Cuando llegué a la base me adentré en el estanque subterráneo. Al acercarme, oí los gritos de una mujer y las salpicaduras de agua.

Zaras había vuelto antes que yo. Él y sus hombres habían desensillado a los camellos y los acercaron a la repisa de la entrada, donde los animales pudieron descansar y resguardarse de la luz directa del sol. Los hombres acicalaban a los caballos y les daban su ración de trigo en unas bolsas de cuero. Llamé a Zaras.

—¿Has encontrado algo?

—No, mi señor. Nada.

—¿Dónde está Haroun? ¿Ha regresado ya?

—Aún no, pero no tardará en llegar —respondió. Dudé ante la entrada a la cueva. Todo parecía perfectamente común y corriente. No podía comprender la sensación de ansiedad que me estaba corroyendo por dentro; pero sabía que no podía descartarla.

En vez de entrar en la cueva, me di media vuelta y seguí la pared de roca en dirección contraria. Quedé fuera del alcance de visión desde la entrada a la cueva cuando llegué a una grieta que se abría en la cara vertical de la roca. No me había dado cuenta de ello hasta entonces, y después de observarla decidí subir hasta la cima del acantilado para ver lo que se abría ante él. Extendí los brazos y coloqué mi mano a tientas sobre la roca expuesta.

El sol había calentado tanto la superficie que quemaba como el carbón. Aparté la mano con tanta fuerza que se me cayó el esqueleto de ave que aún sujetaba. Lamí mi dedo escaldado hasta atenuar el dolor, y luego me agaché para recoger el esqueleto. Me detuve antes de que mis dedos lo tocaran.

Cerca de la pared que el viento aún no había erosionado, había una huella humana sobre la arena. Me di cuenta que un costado de esa huella se perdía en un tramo de arena blanda, lo cual indicaba que era una huella reciente.

Estaba seguro de que no pertenecía a una de mis chicas. Era la señal de un gran pie masculino con sandalia y suela lisa de cuero. Todavía podía oír las voces y las risas ocasionales de Zaras y sus hombres detrás de mí. Regresé sin dilación al punto desde donde podía ver la entrada a la cueva y al grupo de hombres que la resguardaban. Un vistazo rápido me convenció de lo que ya sabía. Todos los hombres calzaban sandalias militares reglamentarias con suelas de tachuela de latón.

Había un desconocido entre nosotros.

Después sólo pude pensar en la seguridad de mis chicas. Agaché la cabeza para escuchar las voces que seguían saliendo de las profundidades de la caverna. Reconocí a dos de ellas de inmediato, pero no pude identificar la tercera. En un intento por ocultar mi agitación, pasé delante de mis hombres con grandes zancadas y me adentré en la cueva. Descendí rápidamente por la pendiente de piedra hasta la orilla del estanque. Me detuve por unos instantes para que mis ojos se acostumbraran a la penumbra, y luego me fijé en los cuerpos pálidos y núbiles que retozaban en el agua como nutrias juguetonas. Pero sólo había dos de ellos.

—¡Bekatha! —grité con un tono de voz que denotaba pánico—. ¿Dónde está Tehuti? —Asomó la cabeza con su cabello dorado y rojizo mojado cayendo sobre su rostro.

—¡Salió para hacer una ofrenda a Seth, Taita! —Era un eufemismo de chica para referirse a la culminación del proceso digestivo humano.

—¿Qué dirección tomó?

—No la vi. Sólo me dijo que se iba a hacer eso.

Tehuti era una niña muy quisquillosa. Supuse que se habría escondido para proceder a sus funciones corporales más íntimas. No elegiría quedarse en la caverna. Se habría ido al desierto. Eché a correr hacia la entrada a la cueva. Zaras y sus hombres seguían en el lugar donde los había agrupado en el costado izquierdo de la entrada. Volví a gritar a Zaras.

—¿Has visto a la princesa Tehuti abandonar la cueva?

—No, mi señor.

—¿Y qué hay del resto de hombres? ¿Alguien la ha visto? —Todos ellos negaron aturdidamente la cabeza.

Tehuti los habría evitado. Quizá encontró otra salida a la cueva, pensé. Me di media vuelta y crucé la grieta de la roca donde había visto la huella del forastero.

—¡Horus, escúchame! —exclamé a mi dios, rezando con toda la fuerza de mis entrañas, liberando el extraño poder de mi interior al que he aprendido a invocar en momentos de profunda desesperación—. ¡Abre mis ojos, oh, Horus! Déjame ver. Oh, dulce dios. ¡Déjame ver!

Cerré los ojos durante diez latidos de mi corazón, y cuando volví a abrirlos, mi visión se había vuelto más clara. El gran dios Horus me había escuchado. Estaba viendo con mi ojo interior. Los colores se habían vuelto más vivos, el contorno de las formas era más definido.

Me fijé en la parte inferior de la pared de roca, y allí la vi. No era Tehuti, sino el recuerdo de donde había estado hacía un momento, como si fuera el eco o una sombra de sí misma. Era una mancha en el resplandor, una diminuta nube intangible. Ni siquiera tenía forma humana ni un contorno, pero sabía que era ella. Se alejaba de mí, avanzando en paralelo por la pared estriada de la roca.

Supe de inmediato que estaba siendo perseguida, y que intentaba escapar del peligro. Pude sentir su miedo resonando en mi corazón, y probar el gusto de su terror en mi lengua.

—¡A las armas, Zaras! —exclamé. No me había dado cuenta del poder que podía adoptar mi propia voz—. Deja a cinco hombres para que protejan a Bekatha y a Loxias. El resto podéis montar y seguirme.

Como sabía que Zaras me había oído, eché a correr sin mirar atrás, concentrando todo mi ser en la nube evanescente que no era Tehuti, sino su misma esencia.

De repente, noté como si mis pies tuvieran alas. Corría cada vez más rápido, pero la pequeña nube seguía mi ritmo absorbiéndome como si hubiera quedado atrapado en su estela. Luego se desvaneció de repente en el punto en el que la roca estriada se volvía hacia dentro.

El destello se desvaneció de mis ojos, y recuperé mi visión normal. Empecé a andar más despacio y mi cuerpo se tornó pesado, desprovisto de la gracia divina. Me obligué a continuar hacia adelante hasta llegar al rincón donde se había impreso esa imagen. Me detuve jadeando ruidosamente.

Eché un vistazo a mi alrededor, pero no vi nada. Había desaparecido.

Luego bajé la mirada hasta el suelo y me di cuenta de que aunque mi visión se había desvanecido, ella había dejado huellas de sus pies desnudos en la arena, donde habían quedado protegidas del efecto del viento. Levanté los ojos para seguir las señales y vi que volvían a desaparecer a corta distancia, pero esta vez no por efecto del viento. La arena había quedado aplastada por los pies de hombres que calzaban sandalias de suela lisa. No podía determinar cuántos eran, pero calculé que serían una docena o más. Tuve claro que habían alcanzado y capturado a Tehuti, y que ella había opuesto resistencia. Vi dónde y cómo se había resistido. Tehuti poseía la fuerza de un gato salvaje cuando la provocaban, pero al final se había visto superada.

Entre todos la habían arrastrado a los pies de la pared de la roca. Aquí me di cuenta de una grieta en la ladera del acantilado. Pero ésta era más ancha y no tan escarpada como la primera.

Era algo más parecido a una escalera que a una chimenea. Sabía que podía subirla fácilmente, pero los camellos tendrían que buscar otro modo de llegar a la cima del acantilado. Miré hacia atrás y vi que Zaras conducía al primer camello por la base del acantilado hacia mí. Al darme alcance, me gritó:

—¿Qué está pasando, Taita? ¿Qué quieres que hagamos?

—Han secuestrado a Tehuti. Debieron de esperarla aquí. Se marchó sola y la encontraron. —Señalé hacia la grieta del acantilado—. La habrán arrastrado hasta aquí, donde los camellos no puedan seguirla.

—¿Quiénes son esos hombres y cuál es su procedencia?

—No lo sé, Zaras. No hagas más preguntas inútiles. Avanza por la base del acantilado hasta que encuentres el modo de subirlo. Yo les seguiré de cerca.

—Enviaré a la mitad de mis hombres para que te sigan y te cubran. Luego me llevaré al resto conmigo y nos encontraremos en la cima.

No le contesté porque quería reservar el aliento para el ascenso que me esperaba. Subí a buen ritmo pero conservando mis fuerzas. Pude oír a los hombres de Zaras detrás de mí. Aunque la mayoría de ellos era más joven que yo, me adelanté a mucha distancia.

A medio camino de la cima, oí voces desde abajo. Me detuve unos segundos para escuchar. No domino el árabe, pero entendí lo suficiente para saber lo que pasaba.

Los hombres que estaban sobre mí eran beduinos y se estaban dando prisa. Luego oí un grito amortiguado de Tehuti: habría reconocido esa voz en cualquier lugar y circunstancia.

—¡Aguanta, Tehuti! —grité, apartando la cabeza—. Ahora voy. Zaras me acompaña con todos sus hombres.

El sonido de su voz fue un estímulo para mí; reanudé el ascenso con fuerza renovada y determinación. Luego oí el relincho de un caballo, un revuelo de cascos y el tintineo de los arreos. Los hombres que la habían capturado se disponían a partir.

Tehuti volvió a gritar, pero el sentido de sus palabras se perdió entre el grito de los árabes cuando subieron a los caballos, y luego en el crujir de los latigazos cuando los azuzaban a ir al galope. Los caballos resoplaban, y sus cascos daban golpes secos contra la arena blanca.

Entonces me di cuenta de la razón por la cual estos bandidos habían dejado los caballos en lo alto del acantilado. Sabían que podían volver a ellos rápidamente, mientras que nosotros perderíamos tiempo en encontrar el modo de subir a nuestros camellos por una ruta intransitable.

Hice un esfuerzo en el último tramo y llegué a la cima dando un vuelco. Me detuve para valorar la situación.

Delante de mí había un grupo de unos treinta o cuarenta jinetes árabes, vestidos con sus túnicas polvorientas y sus turbantes. Se las habían arreglado para subir a los caballos y la mayoría estaba empezando a partir. Instaban a los caballos con gritos salvajes y se intercambiaban gritos de júbilo.

Uno de los bandidos seguía luchando cuerpo a cuerpo con Tehuti. La había sentado delante de su silla, de modo que él montaba por detrás. Era un hombretón de aspecto imponente y una barba morena y rizada. Respondía a la descripción que me había proporcionado Al Namjoo del bandido Al Hawsawi, El Chacal. Pero no estaba seguro de que fuera él.

Tehuti pataleaba y gritaba, pero él la retuvo en la silla con un brazo, inmovilizando los dos de la chica. Vi que la túnica de Tehuti y su pelo seguían mojados. Sus rizos húmedos se movían libremente.

Miró hacia atrás y me vio en el borde del acantilado. Su rostro se iluminó con un patético destello de esperanza. Pude leer sus labios mientras pronunciaba mi nombre.

—¡Taita! ¡Por favor, ayúdame!

Con la mano libre que sostenía las riendas, el secuestrador tiró de la cabeza del caballo e instó al animal a emprender el galope por la llanura plagada de rocas. De este modo se alejaría de mí. En una ocasión miró hacia atrás por debajo de su brazo y esbozó una sonrisa triunfal. Ahora estaba seguro de que se trataba de El Chacal. Me preguntaba cómo había sabido que nos detendríamos en este acantilado de Miyah Keiv.

Su grupo le dio alcance hasta formar una masa compacta. No pude contarlos. Al verlos partir me sentí abrumado por una oleada de rabia salvaje y desesperada que amenazaba con sofocarme.

No tardé en recuperar el juicio y así el arco que colgaba del hombro. Con tres movimientos rápidos tensé la cuerda del arco y saqué la flecha de mi bolsa para disponerme a apuntar.

La distancia era cada vez mayor. Supe que en cuestión de segundos tanto Tehuti como su secuestrador estarían fuera de mi alcance. Tomé mi posición, ayudándome a apuntar con el hombro izquierdo, y levanté la mirada sobre el lejano horizonte, calculando el ángulo de lanzamiento hasta alcanzar a El Chacal.

La energía propia del combate colmó mi corazón al darme cuenta de que el cuerpo de El Chacal se interponía entre Tehuti y yo, y que de esta forma la estaba protegiendo de mi disparo sin pretenderlo. Lancé la flecha sin miedo a hacerle daño. Tensé hasta que la flecha rozó mis labios. Cada músculo de mis brazos y torso superior apoyó su peso sobre el arco tensado. Muy pocos hombres podían tensar tanto el arco como hacía yo. No se trata únicamente de fuerza bruta. Se requiere también serenidad y equilibrio, y ser capaz de lograr una sensación de unidad con el arco.

Cuando abrí los tres dedos que sostenían el arco, la flecha retrocedió y me hizo un rasguño en el antebrazo. Noté cómo brotaba la sangre de la herida infligida. No tuve tiempo de sacar el protector de brazos.

No sentí ningún dolor. Noté una ligereza de corazón al disparar la flecha y echarla a volar, porque me di cuenta de que había hecho un lanzamiento perfecto. Supe que el cerdo que se había llevado a Tehuti estaba muerto sin que él lo supiera.

Luego, de repente, solté un grito de rabia y frustración cuando vi que el caballo que cabalgaba detrás de mi objetivo se desviaba de su trayectoria. Sólo Horus sabe por qué ocurrió; seguramente era para evitar un agujero. Fuera cual fuera la razón, tapó mi vista del objetivo. Vi cómo la flecha le alcanzaba como el pico encorvado de un halcón e hincaba su punta en la parte superior de la espalda, a una pulgada hacia un costado de su columna vertebral. El hombre echó la cabeza hacia atrás, y se retorció de agonía mientras trataba de darse la vuelta por encima del hombro para arrancar la flecha. Pero seguía bloqueando mi objetivo.

Coloqué una segunda flecha y la lancé con la esperanza desesperada de que el hombre herido cayera de la silla del caballo mientras la flecha estaba en pleno vuelo, dejando así al descubierto el cuerpo de Al Hawsawi. Pero el árabe herido se aferraba a su silla. Sólo cuando mi segunda flecha le alcanzó en el pescuezo, su cuerpo inerte se desplomó de la silla de montar y acabó dando vueltas en el polvo y siendo vapuleado por los caballos.

Al Hawsawi estaba fuera de sí. Lancé otra descarga a pesar de que no tenía opciones de alcanzarlo. Pero me maldecía a mí y a todos los dioses oscuros que habían protegido a Al Hawsawi cuando mi última flecha cayó a veinte pasos por detrás de los talones de su caballo.

Eché a correr hacia el lugar donde yacía el cuerpo del hombre con dos de mis flechas. Quería alcanzarlo antes de morir para asestarle unos golpes y sacarle información. Con un poco de suerte, quizá averiguaría el nombre del villano que se había llevado a Tehuti, así como el lugar donde podría encontrarle.

Pero no pudo ser. El bandido sin nombre había muerto cuando me detuve a su lado. Su único ojo estaba hundido de modo que sólo se apreciaba el blanco del globo ocular, mientras que el otro parecía lanzarme una mirada iracunda. Le di varias patadas de todos modos. Luego me senté a su lado y recé una oración desesperada a Hathor, Osiris y Horus, pidiéndole a cada uno de ellos que mantuvieran a Tehuti a salvo hasta que pudiera dar con ella.

Lo que más me disgusta de los dioses es que nunca los tienes a mano cuando más los necesitas.

Mientras esperaba a Zaras, me dediqué a arrancar las flechas del cuerpo del bandido al que acababa de abatir. Ningún arquero de Egipto puede disparar como yo lo hago.

Zaras tardó casi una hora en llegar. El grupo de bandidos beduinos había desaparecido entre el resplandor y el polvo del horizonte. Por lo general soy un hombre que controla sus emociones. Puedo permanecer tranquilo y sosegado ante un desastre o una tragedia. Y con ello me refiero al saqueo de ciudades, a la masacre de ejércitos y a cuestiones menores de este tipo. Pero con la pérdida de Tehuti me sentía preso de una profunda rabia impotente y sobrecogedora. Debido a la larga espera, mis emociones estaban a flor de piel.

Los hombres que Zaras había enviado para subir el acantilado se convirtieron en el objetivo de mi ira. Les grité, les insulté por haber tardado tanto y ser una panda de inútiles. Los acusé de cobardes y de dilatar su llegada cuando más los necesitaba.

Cuando al final me percaté del polvo que levantaban los camellos de Zaras al acercarse por el extremo superior de la pared de roca estriada, no pude contenerme ni un instante. Eché a correr para recibirlo. Le grité para que se diera prisa, pero él seguía sin poder oírme.

Sin embargo, cuando se acercó lo suficiente como para leer la expresión de su rostro, me di cuenta de que su aflicción se equiparaba y posiblemente superaba a la mía. Con la misma fuerza y amargura que yo le instaba a darse prisa, él me gritaba y me imploraba que le dijera dónde estaba Tehuti, si es que aún seguía con vida.

Entonces me di cuenta de que estos dos jóvenes no estaban unidos por un enamoramiento frívolo y transitorio. Era la misma pasión arrolladora e inmaculada que yo había sentido por la madre de Tehuti, la reina Lostris. Pude ver que la angustia de Zaras por la pérdida de Tehuti era tan devastadora como lo fue la mía en su día por su madre.

En el momento en el que reconocí este hecho, también supe que el mundo había cambiado para los tres.

Vi a Zaras convocar a sus hombres hacia el punto en el que me encontraba con la rapidez que le permitían los camellos al galope. Eran unos animales magníficos.

A corta distancia, los caballos beduinos podían superar a mis camellos, pero no podían mantener ese ritmo durante más de dos o tres horas. En cambio, mis camellos podían correr todo el día sobre terrenos arenosos y escarpados. Mis camellos acababan de beber. No tendrían que volver a hacerlo en diez días o más. En estas condiciones de sed, calor y cansancio debido al suelo arenoso, los caballos quedarían agotados al amanecer, mientras que mis camellos podrían continuar la marcha durante toda la semana.

Le di la orden a Zaras cuando se acercó a mí. Llevaba a un hombre armado a lomos de cada camello. Le ordené a la mitad de ellos que desmontaran y que volvieran a la cueva a pie para proteger a las otras dos chicas. Evidentemente, la seguridad de Bekatha era cien veces más significativa que la de Loxias, pero de todos modos sentía debilidad por la pequeña cretense.

Zaras había tomado la sabia decisión de cargar a los camellos con las cantimploras. Esto explicaba el retraso. Ahora la mitad de las sillas estaban vacías y eso me permitía hacer rotaciones de jinetes. También me alegré de ver que Zaras había traido a nuestro guía principal, Al Namjoo. Nadie conocía el terreno mejor que él.

Empezamos a montar, procurando que cada jinete cargara con un camello de repuesto guiándolo con una cuerda tras de sí, y que las cantimploras estuvieran llenas hasta los topes. Estaba dispuesto a apostar una bolsa de mems de plata a que alcanzaría a Al Hawsai antes del mediodía de la jornada siguiente.

El viento se había convertido en una suave brisa, pero seguía siendo demasiado cálido como para refrescar. Al menos ya no soplaba con la intensidad suficiente como para borrar el rastro de El Chacal, y eso me daría la oportunidad de interpretarlo. Los camellos avanzaban a un ritmo que consideré prudente.

Calculé el paso del tiempo según el ángulo del sol, y al cabo de tres horas me di cuenta de que habíamos ganado terreno a nuestros adversarios. Nos detuvimos un rato para cambiar de silla y permitir a los hombres beber dos tazas de agua antes de reemprender la marcha. Aún no forzábamos el ritmo, sino que manteníamos un suave galope que los camellos aceptaban con sosiego y facilidad.

Al cabo de dos horas recibí la confirmación de que estábamos pisándoles los talones a los fugitivos. Encontramos abatido a uno de los caballos de El Chacal. Avanzaba despacio y cojeando por la ruta que habían recorrido sus compañeros de establo. Yo estaba bastante satisfecho con nuestro avance y le comenté a Zaras que esperaba darles caza antes de que cayera la noche.

Resultó ser una opinión prematura. Al cabo de una hora llegamos a una bifurcación. Levanté la mano para indicar a mi séquito que se detuviera. Luego confirmé este gesto con una orden verbal a Zaras.

—Diles a tus hombres que desmonten y estiren las piernas. Pueden beber dos tazas de agua. Pero tienen que replegarse y no confundir las huellas hasta que las haya interpretado.

Separar la persecución era un viejo truco beduino que consistía en dividirse en dos grupos iguales. Cada uno tomaba una dirección distinta. En este caso era una táctica doblemente efectiva, puesto que no podíamos decidir cuál de los dos se había llevado a Tehuti. Estábamos obligados a separarnos para seguirlos a ellos.

Desmonté y entregué las riendas de mi camello a Zaras para que lo sujetara por mí. Avancé a pie y a paso ligero hasta llegar al punto en el que el grupo se había dividido. Me di cuenta de que no habían bajado de sus camellos. Por eso no pude discernir las huellas de Tehuti. Me agaché una vez más para invocar la ayuda de los dioses.

—Gran Horus, déjame ver. Abre estos débiles ojos ciegos y muéstrame el camino, te lo suplico. Abre mis ojos, amado Hathor, y prometo un sacrificio que hará las delicias de tu corazón.

Cerré los ojos y escuché veinte latidos de mi corazón antes de volver a abrirlos. Miré cuidadosamente a mí alrededor pero esta vez mi visión no se transformó. El desierto era el mismo. No había ningún destello traslúcido que iluminara a las brutales arenas; ninguna sombra que bailara y guiara mi ámino.

Entonces oí una voz, y agaché la cabeza para prestarle atención. Era sólo el ulular del viento rozando las dunas. Me di media vuelta para permitir que el viento afinara lentamente mi oído. Entonces pude oír en voz baja pero clara:

—Que Hathor te muestre el camino. —Era la voz de Tehuti. Miré a mi alrededor con la esperanza de encontrarla a la altura de los hombros. Pero no estaba allí. Cerré los ojos y esperé a que se produjera un pequeño milagro que sabía que acabaría llegando. Incliné en silencio mi cabeza y cerré los ojos para murmurar una expiación a la diosa Hathor por mis recientes pensamientos desdeñosos hacia ella.

—Te necesitamos ahora, dulce Hathor. Tehuti y yo te necesitamos.

Entonces, una escena de años atrás volvió a reproducirse detrás de mis párpados cerrados. Tehuti y yo volvíamos a estar en el pequeño barco de juncos, navegando por las sagradas aguas del Nilo. Ella sonreía de placer y sostenía el regalo que acababa de darle para celebrar la flor roja de su feminidad. Era una hermosa joya que había pulido con todo mi amor y habilidad. De una delicada cadena colgaba una diminuta cabeza dorada de Hathor, la diosa del amor y la virginidad.

Tehuti, que seguía sonriendo, se colocó la cadena de oro alrededor del cuello y la sujetó con un cierre por detrás. La cabeza de oro retozaba por el valle de piel sedosa entre sus pechos, y la imagen de la diosa me sonreía de un modo enigmático.

—Siempre la llevaré puesta, Taita. —Recuerdo que éstas fueron las palabras exactas de Tehuti—. Cada vez que la siento sobre mi piel pienso en ti y mi amor por ti crece en intensidad. —Había cumplido su promesa. Cuando nos reuníamos tras una breve separación, me mostraba el amuleto, colgando de la cadena de oro, que luego se acercaba a los labios.

No alcanzaba a averiguar por qué pensaba en este episodio cuando el tiempo y la velocidad eran tan importantes, e intenté sacármelo de la cabeza. El recuerdo persistía. Luego, con una repentina ráfaga de emoción, se me ocurrió que esa joya estaría impregnada de la energía esencial de Tehuti. Podría detectarla con la misma infalibilidad que si estuviera aquí en carne y hueso. Luego, la voz del viento me confirmó lo que yo ya percibía.

—Encuentra a Hathor y me encontrarás.

Cuando me incorporé, seguía estando en el punto en el que el grupo de Al Hawsawi se había dividido. Vi que un grupo de diez hombres se había alejado hacia el norte. Decidí primero seguirlos. Mis movimientos eran lentos, avanzando por un costado de las marcas que habían dejado los cascos de sus caballos.

Me abrí a mi percepción interior para recibir instrucción de Tehuti o de Hathor. No sentía nada. Seguí avanzando y luego percibí una emoción que me conmovía. Era una sensación de frustración y soledad que se intensificaba a cada paso.

Regresé al punto en el que había empezado mi andadura y esa desagradable sensación empezó a atenuarse hasta desaparecer cuando llegué de nuevo a la bifurcación.

El segundo grupo de bandidos se había alejado hacia el sur. Seguí sus huellas.

Registré un cambio de estado de ánimo casi de inmediato. Me sentía más contento a cada paso, y era como si una mano cálida hubiera asido la mía y la hubiera estrujado. Miré hacia abajo, pero mi mano estaba vacía. Entonces supe sin el menor atisbo de duda que una presencia estaba guiando mis decisiones.

Eché a correr escudriñando la superficie de la arena árida. Recorrí otros cien pasos antes de detectar un parpadeo en el suelo del desierto que se abría ante mí. Estaba medio enterrado en la arena amarilla, pero lo reconocí de inmediato. Me apoyé sobre una rodilla y removí la arena suelta. Luego recogí un diminuto resto de oro amarillo y me lo llevé a los labios.

Volví a mirar a Zaras. Estaba de pie junto a su camello, observándome. Le hice una señal con la mano por encima de la cabeza, instándole a acercarse. Montó sin pensárselo dos veces y azuzó al camello, arrastrando a mi animal tras de él con una rienda suelta.

—¿Cómo puedes estar seguro de que siguió este camino, y no el otro? —preguntó mientras me entregaba las riendas de mi camello.

—¿Reconoces esta alhaja? —Abrí la mano y le mostré la cabeza de la diosa que descansaba en mi mano ahuecada. Él asintió con la cabeza sin mediar palabra.

—Me la dejó para que la encontrara.

—Es tan maravillosa —dijo con admiración—. No hay ninguna otra mujer que pueda compararse a ella en este mundo.

Cabalgamos otras dos horas antes de alcanzar a otro caballo beduino moribundo. Le colgaba la cabeza del cuello, y era incapaz de dar otro paso más. Su jinete le había azotado sin piedad antes de abandonarlo. Tenía los cuartos traseros lacerados por el látigo y la sangre se había coagulado formando una masa negra y brillante sobre sus heridas.

—Dale agua —ordené, y Zaras se bajó del camello para llenar un cubo de la bolsa de agua que transportaba su camello. Yo también desmonté y me coloqué detrás del hombro del animal. Desenfundé mi espada. Zaras colocó el cubo de agua delante del desafortunado animal y mojó su hocico. Le dejé beber un poco antes de levantar mi espada con ambas manos por encima de la cabeza. El animal seguía bebiendo cuando hice descender la cuchilla con todo mi peso y fuerza.

Fue una decapitación limpia, en la que la cabeza se desprendió del cuello. La res muerta se desplomó con la sangre brotando de sus vasos sanguíneos rotos. Luego se cayó sobre un costado.

—No malgastes el agua —le advertí a Zaras mientras limpiaba la cuchilla sobre el lomo del caballo antes de volver a enfundarla.

Vi que Zaras vertía los restos del agua que quedaba en el cubo a las bolsas de cuero. Necesité unos instantes para recuperar mi compostura. Había sufrido casi igual que el caballo antes de asestar mi golpe de misericordia. Detesto la crueldad innecesaria y el sufrimiento en cualquiera de sus formas, y habían abusado brutalmente de ese animal. Sin embargo, evité que mis verdaderos sentimientos salieran a la luz. De lo contrario, mis hombres me tendrían por un excéntrico y me perderían el respeto.

Cuando el sol alcanzó el horizonte, pasamos por delante de otros tres desdichados caballos, y pude observar por las muescas sobre la arena, que algunos de los árabes fugitivos compartían la silla con sus compañeros. Otros se vieron obligados a caminar, aferrándose a los estribos de cuero de sus compañeros para mantenerse en pie.

Fuimos acortando distancias con cada hora que pasaba. Logré hacer avanzar a mi séquito después de la puesta de sol. Por fin la luna llena iluminaba nuestro camino. La intensidad de su resplandor plateado proyectaba una sombra sobre cada una de las marcas de casco que los caballos árabes habían estampado sobre la arena. Pude distinguirlas desde lejos. Hathor es la diosa de la luna, y supe que ésta era su respuesta a mis oraciones. Avanzamos a un ritmo que, según mis cálculos, era el doble que el de una persecución. Los camellos respondieron en consecuencia.

Pasamos por delante de otros dos caballos caídos en el camino, pero vi que estaban más allá de la fase de sufrimiento y no quise perder tiempo atendiéndolos. Luego reparé en una figura humana que yacía por delante de nosotros. Había algo de familiar en ella. Esta vez detuve mi camello y me obligué a arrodillarme.

—¡Cuidado, Taita! —exclamó Zaras con cierta inquietud—. Podría ser una trampa. Es posible que se esté haciendo el muerto. Tal vez esconda un cuchillo en la mano.

Hice caso de su advertencia y desenfundé la espada. Pero cuando me incliné sobre la forma humana, ésta se movió. Levantó la cabeza con gran esfuerzo y me miró. La luz de la luna iluminó el rostro del hombre y pude reconocerlo.

Me lo quedé mirando fijamente, y estaba tan sorprendido que al principio no pude articular palabra.

—¿Qué ocurre, Taita? ¿Qué te aflige? —gritó Zaras—. ¿Conoces a este hombre? —No respondí directamente a su pregunta.

—Que venga Al Namjoo —ordené sin mirar a Zaras. El hombre que estaba a mis pies empezó a gimotear de dolor al verme. Luego se tapó la mitad inferior de su rostro con su kufiyya hecha harapos atada al cuello, y apartó la cabeza de mí.

Oí a Zaras que llamaba a Al Namjoo, y luego el sonido de su camello siendo obligado a arrodillarse detrás de mí.

—Ven aquí, Al Namjoo —dije con un tono de voz severo. Oí el crujido de sus pisadas sobre la arena mientras se colocaba a mi lado. No lo miré a la cara.

—Aquí estoy, amo —respondió en voz baja.

—¿Reconoces a esta persona? —Rocé al hombre que yacía a mis pies con la punta de mi sandalia.

—No, señor, no puedo ver su rostro… —murmuró Al Namjoo en voz baja, pero supe que estaba temblando por el tintineo de su voz. Me agaché para asir el extremo de su kufiyya y la retiré del rostro del hombre. Oí el grito ahogado de Al Namjoo.

—Ahora sí que puedes verle el rostro —le dije. ¿Quién es?

Se cernió un silencio mortal sobre todos nosotros y la figura que yacía de espaldas enterró su rostro en el espacio que circundaba el brazo. Luego empezó a sollozar de forma entrecortada. Era incapaz de mirarnos a la cara.

—Dime, Al Namjoo, ¿quién es este trozo de mierda apestosa de paloma? —La figura retórica que había elegido para describirlo era una muestra de mi ira y aflicción.

—Él es mi hijo, Haroun —susurró el anciano.

—¿Y por qué está llorando, Al Namjoo?

—Está llorando porque ha traicionado la confianza que ambos depositamos en él, señor.

—¿Cómo traicionó nuestra confianza, anciano?

—Le dijo a Al Hawsawi, El Chacal, dónde podía encontrarnos. Lo condujo hasta el estanque de la caverna y allí nos esperó.

—¿Cuál es el castigo preceptivo para una traición de este tipo, Al Namjoo?

—El castigo es la muerte. Debe matar a Haroun, señor.

—No, anciano —dije; retiré mi espada—. No voy a matarlo. Él es tu hijo. Debes matarlo tú.

—No puedo matar a mi propio hijo, señor —dijo, retrocediendo unos pasos—. Sería el acto más oscuro y vil inimaginable. Mi hijo y yo seríamos condenados en el inframundo de Seth por toda la eternidad.

—Mátale y rezaré por tu alma. Sabes que soy un hombre de poder. Sabes que puedo interceder con los dioses. Siempre es posible que escuchen mis oraciones. Tendrás que elegir.

—Por favor, amado amo. Ahórreme este terrible deber. —El hombre se puso a llorar, pero en silencio. Pude ver que las lágrimas le resbalaban de su barba plateada por efecto de la luz de la luna. Se puso de rodillas y besó mis pies.

—Morir a manos de su padre es el único castigo óptimo para él. —Hice caso omiso de sus súplicas—. Levántate, Al Namjoo. Mátale o mataré a tus dos hijos jóvenes, Talal y Moosa primero, luego mataré a Haroun y por último te mataré a ti. No quedará ninguna línea de sucesión masculina en tu casa. No habrá nadie que rece por tu sombra.

Se levantó tambaleándose y coloqué la empuñadora de mi espada en sus manos. Me miró directamente a los ojos; y vio que mi determinación era tan dura como un diamante. Bajó la vista en un gesto de resignación.

—¡Hazlo! —insistí, y se secó las lágrimas de su rostro con ambas manos. Después levantó la barbilla con determinación, y tomó el asa de la espada que le estaba ofreciendo. Pasó por delante de mí y se quedó de pie sobre Haroun.

—¡Hazlo! —repetí, y entonces levantó la espada y la hincó una, dos y tres veces. Después dejó caer mi espada y se derrumbó por encima del cadáver de su hijo mayor. Abrazó la cabeza desencajada hacia su pecho y vio cómo los sesos amarillos resbalaban entre sus dedos. Entonó un lamento de duelo.

Recogí mi espada y sequé la hoja sobre el cadáver. Luego regresé a mi camello y monté. Dejé a Al Namjoo a solas para que se recuperara de su pérdida y enfilé el sendero de El Chacal una vez más.

Mi sentido de la compasión no abarca a toda la humanidad. Mi magnanimidad no cubre todos los pecados que se cometen contra mí.

A primera luz del día llegamos al lugar en el que Al Hawsawi había dividido a sus hombres por segunda vez. Era un acto desesperado. Eso quería decir que su primera división no me había apartado de su ruta.

Me bajé del caballo y escudriñé las marcas para hacer una estimación acerca del grupo de beduinos.

Había seis caballos en un grupo y cuatro en el segundo. Cada caballo cargaba con dos jinetes. Eso sumaba un total de veinte. Además, había cinco hombres que marchaban a pie.

Levanté la mirada para seguir el rastro que había dejado el grupo más nutrido, que había elegido la ruta del norte. Mi corazón empezó a latir deprisa al ver las pequeñas y delicadas pisadas que tan bien conocía. Se habían llevado a Tehuti con ellos.

Sin embargo, ahora Tehuti no iba a caballo y vi por las marcas, que estaba siendo arrastrada contra su voluntad por dos de los árabes. Eché a correr para examinar las pisadas de cerca. Mi alivio se convirtió en ira al darme cuenta de que uno de sus pies desnudos estaba sangrando. Se había cortado con los fragmentos afilados de piedra que poblaban la arena.

El rastro era claro y poco ambiguo. No tenía la menor duda de que Tehuti estaba con el grupo que se había separado hacia el norte; aun así, sabía que mi enfado podía enturbiar mi buen juicio. Tenía que asegurarme más allá de toda duda.

—Quédate aquí hasta que te lo diga —le grité a Zaras. Lo dejé y seguí la fila de huellas distintivas. Sólo recorrí ciento veinte pasos antes de que las huellas desaparecieran por completo, pero eso no me preocupaba en exceso.

Pude determinar que uno de los árabes montados a caballo, probablemente Al Hawsawi en persona, cargaba con ella. Ahora volvería a viajar sentada. Estas señales no sólo eran evidentes, sino que venían reforzadas por el aura que emanaba de la cabeza de Hathor, que sostenía en el interior de mi mano derecha.

Miré hacia atrás y le indiqué a Zaras que se uniera a mí. Me acercó el camello. Subí y conduje a nuestro séquito hacia adelante, siguiendo las huellas de los árabes que se habían desviado hacia el norte llevándose a Tehuti consigo.

Cabalgamos por una ligera ondulación del suelo del desierto y mientras subíamos una cuesta tomé conciencia de que el aura que emanaba de la joya dorada de Tehuti estaba perdiendo su poder. Solté las riendas de repente. Eché un vistazo lentamente a mi alrededor al vasto paisaje de dunas.

—¿Qué te ocurre, mi señor? —Zaras colocó su camello junto al mío.

—Tehuti no siguió esta ruta, a fin de cuentas —determiné—. El Chacal nos ha engañado.

—No es posible, Taita. También yo vi las huellas. No cabía ninguna duda —me desafió.

—A veces la mentira se ve con claridad, mientras que la verdad permanece oculta —le dije mientras tiraba de la cabeza del animal.

—No le entiendo, mi señor.

—Me doy perfecta cuenta de ello, Zaras. Hay muchas cosas que nunca entenderás. Así que no invertiré más tiempo tratando de explicártelo. —Fue una respuesta antipática por mi parte, pero tenía que descargar mi frustración en alguien.

Aunque se expresó en voz baja, pude oír a los hombres refunfuñar y quejarse cuando se vieron obligados a dar media vuelta y seguirme. Zaras lo silenció con un gruñido.

Volví al punto en el que había perdido las huellas descalzas de Tehuti para subirse a la silla del caballo de Al Hawsawi. Desmonté y entregué la rienda principal de mi camello a uno de los hombres para que la sostuviera.

Supe que había pasado algo por alto, pero seguía sin verlo.

Regresé al punto en el que los dos grupos de beduinos se habían separado, y examiné el terreno minuciosamente. ¿Algunas huellas discurrían en dirección contraria?, me pregunté. La respuesta era que no. Desde su punto de bifurcación, los dos destacamentos habían seguido en línea recta; nadie había vuelto hacia atrás.

No obstante, sabía que estaba buscando la respuesta a la anomalía, pero no alcanzaba a verla.

—Debió de volver —susurré para mis adentros—. No continuó hacia delante con el segundo grupo, así que debió de hacerlo hacia atrás.

Repasé mis propias palabras. ¿Por qué había utilizado las palabras «hacia atrás»? Era incorrecto en ese contexto y mi uso lingüístico suele ser intachable.

—Una persona no «va hacia atrás» —hablaba en voz alta. Sabía que me estaba acercando a la solución—. Una persona se vuelve hacia atrás, o camina hacia atrás… —volví a interrumpirme. ¡Ya lo tenía! ¡Ya lo tenía!

Retrocedí corriendo hasta el lugar en el que terminaban las huellas descalzas de Tehuti.

Como ya sabía lo que estaba buscando, lo encontré de inmediato. Había otro conjunto de huellas masculinas que parecían ir en la misma dirección del norte que las otras del grupo. Sin embargo, en ese momento reparé en sus sutiles diferencias.

Estas huellas extrañas empezaban en el mismo punto en el que las de Tehuti terminaban. Pisaban por encima de las otras. Fuera quien fuera el autor de esas huellas estaba cargando con un peso. Curiosamente, a cada paso del talón de sus sandalias esa persona había dejado un reguero de tierra hacia atrás… Mientras que cabía esperar que el dedo gordo del pie arrastrara la arena hacia delante.

—El Chacal hizo esas huellas. —Funcionó, y casi lo veía desarrollarse mientras hablaba—. En primer lugar, dejó a Tehuti en el punto donde el grupo se dividió. La obligó a caminar por delante de su caballo, siguiendo a este grupo que viajaba hacia el norte. Después de que hubieran recorrido doscientos pasos, él desmontó. Envió a su caballo con el grupo del norte. Después levantó a Tehuti y cargó con ella hasta el lugar donde el primer grupo lo esperaba; pero entonces caminaba hacia atrás, llevándola sobre su hombro. El primer grupo tenía otro caballo esperándolo a él y a Tehuti. Se llevó a Tehuti en ese caballo con el grupo que viajaba hacia el sur. De este modo nos confundió y seguimos al grupo que se dirigía hacia el norte. Todo respondía a un plan endemoniadamente complicado y audaz. Sonreí para mis adentros.

—Pero no lo suficientemente perspicaz —hablé en voz alta con satisfacción.

Zaras y sus hombres me observaban con caras de confusión y total asombro, lo cual se fue intensificando cuando hice caso omiso a las huellas palpables de Tehuti, y los conduje de vuelta hasta donde los dos grupos de beduinos se habían separado.

Mientras partíamos en busca del pequeño destacamento que viajaba hacia el sur, esperaba que Zaras o al menos uno de sus hombres protestaran. Me llevé una decepción cuando ninguno de ellos podía aunar el valor suficiente como para oponerse a mi decisión. Con cada legua que les guiaba hacia el sur, el calor que irradiaba de la cabeza dorada de la diosa que sostenía en mi mano fue creciendo en intensidad.

Sabía lo mucho que estaba sufriendo Tehuti. Sólo lucía una ligera túnica de algodón cuando El Chacal la capturó. Esto debió de protegerla muy poco de la silla de montar de madera o del sol que brillaba en lo alto del cielo. Había visto la sangre brotar de sus pies heridos cuando en realidad se vio obligada a caminar. Los pies de una princesa egipcia son más delicados que los de una campesina.

Me consolaba el hecho de estar convencido de que El Chacal nunca se permitiría, ni a él ni a ninguno de sus hombres, violar su cuerpo apenas maduro. Era mucho más valiosa en su estado virginal. Debe ser lo suficientemente perspicaz como para darse cuenta de que podría comprar diez mil hermosas esclavas con su hermoso precio. Sin embargo, yo estaba muy tentado a incrementar el ritmo, y a forzar a los camellos al máximo para ahorrarle una hora de tormento.

Mi habitual buen juicio me frenó. Sabía que El Chacal sacaría algún otro truco más, y eso me obligaba a tener de reserva un as bajo la manga. Reduje la velocidad de los camellos a una marcha más relajada, pero no podríamos hacer más pausas para beber o descansar. Avanzamos durante toda la mañana.

Una hora después de que el sol llegara a su punto álgido subí por otra cresta de arenisca compacta y cuando llegué a la cima me quedé observando la amplia cuenca de la superficie que se abría a muchas leguas de distancia. Se trataba de un valle de gigantescas esculturas naturales que habían sido forjadas por los vientos de la eternidad. Las pendientes y las cumbres de roca roja petrificada sobresalían tan alto que parecían rozar la superficie del cielo azul claro, aunque sus bases habían sido erosionadas por el viento hasta quedar reducidas a ligeros pilares sobre los que se apoyaban unas enormes cabezas.

Mis ojos eran los más veteranos de todo el séquito, pero como de costumbre resultaron ser los más afilados. Fui el primero en detectar la presencia de los fugitivos. Incluso cuando se lo indiqué a Zaras y los hombres no eran capaces de distinguir a ese grupo humano entre las tinieblas de la base de uno de los enormes monolitos de piedra. Para ser justos, el aire cálido que salía de las rocas calientes temblaba y se estremecía formando un espejismo que enturbiaba su visión.

Se reflejó un puntito de luz de sol en la cuchilla o la punta de una lanza, y esto centró inmediatamente su atención. Se oyeron expresiones de triunfo y gritos sanguinarios de guerra del séquito que viajaba tras de mí, y supe que lo peor estaba por llegar. Ahora nos enfrentábamos a hombres desesperados, y Tehuti corría más peligro que cuando El Chacal la secuestró.

Silencié a los hombres con un gesto abrupto y los conduje hasta la parte trasera de la cordillera. Dejé a un sargento de confianza y a dos de sus hombres para que vigilaran a los beduinos. Cuando volvimos a desviarnos de la línea del horizonte, indiqué al resto de mi séquito que desmontara para descansar y preparar las armas para el combate.

Saqué mi arco de guerra de su bolsa de piel, así como mi suministro de flechas del fardo que transportaba mi camello. Me los llevé cuando le comenté a Zaras que habláramos en privado. Encontré un asiento en una losa de arenisca y le indiqué a Zaras que se sentara a mi lado.

—Todos sus caballos están agotados. No pueden continuar. El Chacal ha elegido el terreno en el cual oponer su última resistencia —empecé, y luego expliqué con exactitud lo que tenía que hacer para liberar a Tehuti de las garras de El Chacal sin causarle ningún daño. Cuando terminé, le dije que repitiera mis instrucciones para que no hubiera ningún malentendido.

Mientras charlábamos, sustituí la cuerda de mi arco. Seleccioné tres flechas del interior de la aljaba, que a primera vista, parecían perfectas. Las hice rodar entre mis manos para detectar en ellas cualquier posible distorsión. Cuando pasaron mi severo escrutinio, las escondí debajo de mi cinturón. Dejé las flechas que había desechado en la aljaba que colgaba de mi hombro. Era muy poco probable que pudiera lanzar más de una sola flecha, y además la distancia sería sumamente larga. Si se presentaba otra oportunidad, no tendría tiempo para seleccionar una flecha.

—Estoy listo, Zaras. —Me levanté y le di una palmadita en el hombro—. ¿Tú también lo estás?

Se levantó de un salto.

—¡Sí, Taita! Estoy dispuesto a morir por la princesa. —Era una declaración melodramática, pero su sinceridad me conmovió. El amor juvenil tiene un peculiar esplendor.

—Creo que tanto la princesa Tehuti como yo preferiríamos que estuvieras vivo —observé secamente, y luego nos unimos al grupo que nos estaba esperando.

Mientras Zaras daba órdenes a sus hombres, me apropié de la coraza de piel de cocodrilo y el casco de bronce de uno de los guardas y me los coloqué de manera que pudieran ocultar mi túnica característica y mi larga cabellera. No quería destacar entre mis hombres.

Una vez terminados los preparativos subimos a los camellos, y después volvimos a cruzar la cresta que habíamos iniciado en el valle de monolitos de arenisca. Los camellos avanzaban a paso lento hacia el lugar donde El Chacal y sus hombres nos estaban esperando.

Aproveché esta última oportunidad para ajustar el protector de cuero de mi antebrazo izquierdo que había quedado dañado por el retroceso de la cuerda del arco. La herida que yo mismo me había causado seguía abierta y supuraba.

Zaras dirigía el séquito. Nuestros hombres avanzaban juntos y en orden a unos veinte pasos de distancia de él. Yo ya no iba a la cabeza del grupo junto a Zaras.

Como quedé irreconocible con mi nuevo atuendo, me coloqué en el extremo del flanco izquierdo de la segunda fila. Oculté mi arco de guerra debajo de la tela de la silla de mi camello, donde el enemigo no pudiera verlo hasta que yo lo levantara.

Zaras avanzaba a buen ritmo delante de nuestra formación, de este modo podía centrar la atención de El Chacal sobre sí mismo. Llevaba la espada en otro sitio, de modo que quedara en posición alta y con el mango bien visible. Era una señal universal de tregua.

Supe que El Chacal estaría esperando esta invitación al diálogo, puesto que estábamos encerrados en un punto muerto. No podía escapar. Todos sus caballos estaban agotados, y sus hombres fuera de juego.

Por otro lado, no podíamos optar por el ataque si él seguía blandiendo un cuchillo sobre el cuello de Tehuti.

Tenía que confiar en Zaras para que me situara dentro del alcance de tiro de El Chacal sin provocar su reacción asesina. A medida que nos acercábamos pude inspeccionar el terreno de un modo más efectivo.

A partir de mi interpretación de los rastros, sabía que el número de hombres de Al Hawsawi se había reducido sin dividirse, y que debido a las hostiles condiciones del desierto sólo quedaban quince supervivientes. Yo contaba con cincuenta y seis guardias, incluido Zaras. Todos ellos estaban relativamente frescos y en condiciones óptimas para el combate. Sólo cabía un único resultado si las cosas acababan en combate. Todos ellos morirían, incluida la Princesa Tehuti.

Al Hawsawi había elegido cuidadosamente su última posición debajo del imponente monolito de arenisca. La piedra aseguraba ambos flancos, pero le daba una ventaja adicional. El techo protector de arenisca que se extendía sobre su posición limitaba incluso el rango de mi arco de guerra de gran tamaño. No podía quedar a tanta distancia y levantar el arco para disparar a El Chacal sin que la flecha impactara primero en el techo de la roca sobre su cabeza. Tenía que acercarme más y lanzar un tiro con una trayectoria más plana.

Sin embargo, la roca roja también era una cárcel para El Chacal. Impedía cualquier línea de retirada. Tendría que negociar un intercambio con nosotros: las vidas de sus hombres y la suya propia a cambio de la de mi princesa.

Dirigidos por Zaras, cabalgamos despacio hacia el punto en el que El Chacal estaba esperando en la bahía.

Ahora pude ver que los caballos de los beduinos habían sucumbido a la sed y a las duras condiciones climáticas. Los árabes habían arrastrado las últimas reses formando un semi círculo encarado a nosotros. Detrás de esta estacada improvisada y patéticamente insuficiente se habían agazapado los supervivientes. La parte superior de sus respectivas cabezas sobresalía, así como las puntas de sus lanzas y hojas de cimitarra que blandían ante nosotros.

A medida que nos acercábamos a ellos me di cuenta de que al menos tres de los árabes sostenían arcos con flechas tensadas y preparadas para disparar. Pero los beduinos no son especialmente buenos arqueros. Sus arcos son débiles, y su alcance es mucho menor al del arma de doble curvatura que llevaba sujeta debajo de la tela de la silla a la altura de la rodilla, lista para desenfundar.

Todo dependía de lo cerca que Zaras pudiera llevarme de esa escasa fortificación antes de que Al Hawsawi llamara el alto a nuestro acercamiento. Yo calculaba el rango cada vez más corto con cada paso que daba mi camello.

Llegamos al punto crítico en el que sabía que podía bajar mi trayectoria y alcanzar a cualquiera de los árabes con mi arco sin miedo a dar contra el techo de piedra que protegía sus cabezas. Solté un sonoro suspiro de alivio. Cada paso hacia adelante que tomara mi camello de ahora en más reforzaba mi posición.

El guardia que ocupaba la fila delante de la mía se dispuso a vigilarme mientras descendía del camello y preparaba el arco. Luego, sin agachar la mirada, elegí una flecha de mi cinturón con la mano que tenía libre. La coloqué sobre el extremo superior del asa de mi arco y la retuve con el dedo índice de mi mano izquierda.

Mi camello avanzó otros cinco pasos lentos y majestuosos hasta que un hombre se acercó caminando hasta el centro de la línea beduina y se encaró a nosotros. Se apartó la capucha de su túnica para revelar su rostro, y nos soltó unas palabas en árabe.

—¡Paro! No me acerco más. —El eco de su voz resonó por todo el techo de arenisca que estaba encima de él.

Le reconocí de inmediato como el animal de barba negra que había visto tres días antes empujando a Tehuti para que montara en su silla. Se había reído de mí mirándome de reojo por debajo de su brazo. Pude confirmar este hecho de inmediato cuando volvió a gritar.

—Soy Al Hawsawi, el jefe de los beduinos. Todos los hombres temen mi poder.

Se agachó y, detrás del cadáver de su caballo, en un espacio donde la había ocultado, levantó a Tehuti.

La retuvo para que pudiéramos verla y reconocer su rostro. Su brazo izquierdo rodeaba su cuello desde atrás, ahogándola para que no se atreviera a oponer resistencia ni a gritar. Sujetaba la espada desenfundada con la mano derecha. El cuerpo de Tehuti escudriñó el de él mientras Al Hawsawi nos miraba por encima del hombro de la muchacha.

Al Hawsawi había desnudado a Tehuti. Sé que lo había hecho para humillarla y demostrar que tenía un dominio completo sobre ella. Sus miembros parecían esbeltos y juveniles comparados con el robusto brazo peludo que había inmovilizado el cuello de la joven. La piel de su figura desnuda era opalescente como una perla. Sus ojos estaban tan abiertos por el temor que parecían ocupar todo su rostro.

Zaras se bajó del lomo de su camello y, mostrando su espada invertida, empezó a caminar despacio hacia el lugar donde Al Hawsawi retenía a Tehuti. Levantó el visor de su casco, revelando su identidad del mismo modo que había hecho Al Hawsawi.

Al reconocer a Zaras, vi que el terror se desvanecía de la mirada de Tehuti, y quedó reemplazado por la intensa luz del valor y la esperanza. Sus labios se movieron al articular su nombre, pero el sonido quedó amortiguado por el peso del brazo robusto que la ahogaba.

Me sentí orgulloso de ella entonces, del mismo modo que siempre lo he estado de su madre. Pero descarté esos recuerdos y pensamientos que me distraían. Mis ojos midieron el alcance de tiro y mi mente calculó la altura y la inclinación de mi flecha al vuelo.

Sentí la suave brisa sobre mi hombro izquierdo, pero me di cuenta de que en el lugar donde se encontraba Al Hawsawi estaba protegido por una enorme losa de arenisca. Sólo un arquero muy experto podía acertar en el objetivo: primero la inclinación del viento hacia la derecha, y después la ráfaga de aire estanco cuando la flecha recorría los últimos codos antes de dar en el objetivo.

Al Hawsawi se estaba poniendo nervioso, profiriendo insultos y advirtiendo a Zaras que se detuviera y no siguiera avanzando. Sostenía la espada corta con la mano derecha y apretaba el extremo de la cuchilla de bronce por debajo de la mandíbula de Tehuti, rozando la parte blanda del cuello.

—Quédate donde estás, o mataré a esta zorra y cortaré sus putrefactos y enfermos ovarios —gritó a Zaras.

—Nadie tiene que morir —Zaras respondió con un tono de voz sosegado y apaciguador—. Podemos hablar. —Siguió avanzando hacia sus dos objetivos. Yo hice lo mismo con mi camello. Zaras estaba ganando un terreno muy útil para mí. Cada paso que daba me servía para acortar la distancia de mi tiro.

Lo más importante era que estaba obligando a Al Hawsawi a darse media vuelta para mirarle a la cara. Estaba abriendo la zona del objetivo para que yo pudiera disparar mi flecha.

Sólo tenía que distraer la atención de El Chacal el tiempo suficiente para poder tensar el arco y disparar la flecha hacia su diana.

Sin mover la cabeza solté el grito de un halcón de caza cuando empieza su descenso. Mi señal vital es la del halcón herido. He perfeccionado el grito. Incluso el halconero más experimentado no es capaz de distinguir mi imitación de la del pájaro. Las paredes de la roca amplificaban el eco del sonido de modo que éste contrarrestaba con nitidez los insultos de Hawsawi.

Todos los beduinos son ávidos halconeros, y Al Hawsawi reconoció ese llamado y no fue capaz de resistirse a él. Detuvo su sarta de insultos, y levantó la mirada para ver de dónde procedía el grito. Fue un instante de distracción, pero era lo único que necesitaba.

Coloqué mi mejor flecha en el arco y encajaron a la perfección como los cuerpos de los amantes divinos que están en el paraíso. Tensé la cuerda hasta que rozó mis labios y solté. Vi cómo la flecha ascendía por los aires y alcanzaba su punto álgido. Bordeó el techo de la roca por encima de la cabeza de El Chacal sin tocarla, y luego inició el descenso.

En mi opinión, la flecha fue avanzando con gran elegancia, aunque sabía que sólo una mirada tan afilada como la mía podía seguirla.

Después me di cuenta de que los ojos de El Chacal se movían nerviosamente. Aunque parezca imposible, y al igual que un animal salvaje, había visto o percibido la presencia de mi flecha apuntando hacia él. Apartó ligeramente la cabeza, y su cuerpo empezó a girarse. Luego mi flecha lo alcanzó en la parte superior del pecho hacia un costado. Se había desplazado lo suficiente como para alterar mi objetivo, y supe que mi flecha no alcanzaría su corazón.

No obstante, el peso y la velocidad del golpe lo hicieron retroceder. Abrió los brazos de par en par instintivamente y en un intento por recuperar el equilibrio, pero le fallaron las piernas y se desplomó sobre el suelo de arenisca.

Tehuti empezó a girar hasta soltarse de su captor. Vi cómo contorsionaba su cuerpo en el aire, y cayó con la misma agilidad de un gato. Dio un rebote, se detuvo, desnuda y encantadora, aunque momentáneamente confusa por el alboroto que se había formado a su alrededor.

Zaras se había preparado para el grito del halcón, tal como habíamos acordado anteriormente. Cuando emití el sonido, se abalanzó hacia donde estaba Tehuti.

Era tan ágil como un guepardo de caza. Tuvo que pasar por encima del cuerpo postrado de El Chacal para llegar hasta Tehuti. Vi cómo mi flecha sobresalía del tronco superior de Al Hawsawi y pensó que lo había matado. No le prestó mayor atención. Llegó a Tehuti antes de que los otros beduinos se dieran cuenta de lo que estaba pasando. Él la asió por el brazo y la empujó para situarla detrás de él, protegiéndola así con la envergadura de su cuerpo. Sacó la espada que guardaba invertida en la otra mano, y antes de que cayera al suelo, la asió por el mango y se la colocó en posición de ataque; quedó a la espera del grupo de árabes que habían acudido en su búsqueda.

—¡A la carga! —grité a nuestros hombres para que protegieran a la pareja—. ¡A por ellos, chicos! —azucé a mi camello para que iniciara el galope, y al mismo tiempo coloqué otra flecha. Vi que uno de los arqueros árabes comprobaba su trayectoria y levantaba el arco para apuntar a Zaras.

Lancé mi flecha un instante antes de que el árabe soltara la suya. Impactó en la garganta, justo a tiempo para anular su disparo. La trayectoria de su flecha fue muy amplia, y el árabe se puso de rodillas para tratar de sacarse mi flecha, que sobresalía por su garganta mientras la sangre brillante emanaba de su boca jadeante.

Sin pensárselo dos veces, uno de sus compañeros se precipitó contra Zaras, levantó su cimitarra y le asestó un golpe en la cabeza. Zaras esquivó la cuchilla del árabe, y utilizó este impulso para rajarle el brazo que sostenía la espada por la altura del codo. El árabe gritó y se echó hacia atrás, para proteger lo que quedaba de su brazo. Tropezó con el hombre arrodillado al que mi flecha había alcanzado. Los dos se desplomaron al suelo formando una única pila, obstaculizando así el paso de sus camaradas.

Disparé mi tercera flecha y derruí a otro de los bandidos beduinos. Zaras giró la cabeza y esbozó una sonrisa rápida de aprobación.

Increíblemente, me di cuenta de que el joven insensato se lo estaba pasando en grande.

—¡Ven aquí! —le grité—. Trae a Tehuti a buen recaudo.

La levantó del suelo como si fuera una niña pequeña, y apoyó el peso de su cuerpo sobre su hombro izquierdo.

—¡Bájame! —le gritaba mientras daba patadas para tratar de soltarse. Hizo caso omiso de sus protestas y volvió sobre sus pasos mientras nosotros avanzábamos para cubrir su retirada.

Al Hawsawi yacía en el lugar en el que mi flecha lo había abatido. Todos nos habíamos olvidado de él para centrarnos en el beduino que inició la embestida. Yo fui tan culpable como el resto de mis hombres. Sabía que El Chacal había conseguido eludir mi golpe mortal, y que probablemente estaba vivo. Pero pensé que, como mínimo, lo había herido de gravedad, y que ya no suponía ninguna amenaza para nosotros. Su cuerpo inerte quedó desparramado en el suelo, y la espada quedó inmovilizada debajo de su peso.

Zaras se había visto obligado a pasar por encima de él para llegar hasta Tehuti. Ahora iniciaba la retirada y sobrepasaba al enemigo. Toda la atención de Zaras estaba concentrada en los árabes que lo amenazaban.

De repente, Al Hawsawi se dio media vuelta y se incorporó. Asió la espada con la mano derecha, aunque no le quedaban fuerzas para tenerse en pie.

—¡En guardia, Zaras! —le grité mientras palpaba otra flecha con mis manos, pero la tapa cerrada de mi bolsa me lo impidió—. ¡Detrás de ti, Zaras! ¡Cuidado con El Chacal!

Quizá mi voz quedó amortiguada por el barullo de la batalla; o tal vez no comprendió mi advertencia. Retrocedió un paso atrás, lo cual lo colocó dentro del alcance de la cuchilla de Al Hawsawi.

Con un grito incoherente de desesperación, El Chacal embistió contra él. Fue un golpe por la espalda y desde abajo. El golpe carecía de fuerza, pero la punta de la espada de Al Hawsawi era lo suficientemente afilada como para rajar el faldón de cuero de Zaras y penetrar sus robustas piernas juveniles.

Al Hawsawi trató por todos los medios de sacar su cuchillo de la carne dura de Zaras, pero le fallaron las fuerzas. Cayó hacia atrás y se apoyó sobre sus codos. Mientras jadeaba para poder respirar, la punta de mi flecha que sobresalía de su pecho se movió espasmódicamente hasta cortarle la respiración, y un reguero de sangre brotó de la comisura de la boca.

El cuerpo entero de Zaras se combó y luego recuperó su rigidez habitual. Le cayó la espada que sostenía con la mano derecha sobre sus pies. Tehuti logró aflojar la presión de su brazo izquierdo y se puso de pie.

—Ve hasta Taita —le oí pronunciar dificultosamente a pesar del dolor—. Estoy muerto. Taita te defenderá. —Volvió a doblarse para sujetar la parte inferior del estómago, en el punto en el que la espada se había clavado en su interior.

Tehuti hizo caso omiso de sus instrucciones. Se quedó paralizada junto a él. Tuve la sensación de que al principio no alcanzaba a comprender lo que había ocurrido, hasta que bajó la vista y vio el asa de la espada de El Chacal sobresaliendo del faldón de Zaras. La sangre le resbalaba por las piernas.

Zaras cayó de rodillas. Inclinó la cabeza hasta que su frente rozó la superficie.

El rostro de Tehuti, que permanecía de pie delante de Zaras, se contorsionó hasta convertirse en una máscara iracunda. Gritó a Al Hawsawi:

—¡Has matado a Zaras! ¡Has matado a mi hombre! —exclamó, levantando la espada de Zaras del lugar donde había caído. Se volvió contra El Chacal con una fuerza desproporcionada para la delicadeza de su cuerpo y una furia que no correspondía a su feminidad. Clavó la punta de la espada en la garganta de El Chacal.

El poco aliento que le quedaba salió de su conducto quebrado, y se agarró a la cuchilla desnuda con ambas manos, como si quisiera evitar ser apuñalado de nuevo. Con una fuerza renovada, Tehuti arrancó la espada de la garganta. Mientras rozaba los dedos de Al Hawsawi, la hoja afilada los rajó hasta alcanzar el hueso.

Tehuti se colocó encima de su enemigo y le asestó varias puñaladas en el pecho, entre sus costillas y sus genitales.

Mis hombres se acercaron corriendo a Tehuti, dejando solo al beduino superviviente que trataba de embestirlos con sus largas lanzas de caballería.

Los dejé marchar. Solté las riendas de mi camello junto a Tehuti y desmonté. Le di un largo abrazo hasta que se tranquilizó, y luego le arrebaté la espada de las manos.

—Lo has matado diez veces —le recordé—. Ahora Zaras necesita nuestra ayuda. —Sabía que su nombre calmaría su ira y centraría su mente.

No quería mover a Zaras, ya que esto a menudo sólo agrava las heridas. Di la orden a los hombres de que improvisaran un refugio para dejarlo descansar.

Mientras lo construían ordené al sargento de los guardias que recogieran las túnicas más limpias y menos ensangrentadas de los cadáveres árabes y me los trajeran. Los utilicé para proteger a Tehuti del sol y del fascinado escrutinio de los hombres.

Luego les dejé dicho que arrastraran a los caballos muertos y los cadáveres de El Chacal y sus hombres una legua hacia el sur para dejarlos tirados en el desierto. Debido a las altas temperaturas, empezarían a pudrirse en el transcurso de una hora. Lo último que vi de El Chacal era que lo remolcaban desnudo detrás de un camello con un nudo alrededor de los tobillos y la cabeza dando tumbos por el suelo pedregoso. Llevaba los brazos extendidos sobre la cabeza y se movían como si quisieran despedirse de mí.

Me había llevado mi botiquín, así como un pequeño suministro de hierbas y fármacos. Siempre me acompañan a todas partes, como si fueran parte de mi propio ser. Pero supe incluso antes de empezar a examinar la herida de Zaras que mi equipo no bastaría para curarlo.

No contaba con ningún tipo de ayuda experta. Los guardias que me acompañaban eran altamente experimentados en acabar con vidas humanas, pero su ignorancia era abismal en cuanto a operaciones de salvamento y socorro.

La única persona en quien podía confiar era Tehuti. Me había ayudado en el cuidado de los caballos heridos y otros animales domésticos. En cierto modo la seguía viendo como a una niña. No quería que viera morir a Zaras, que era lo más probable que sucediera. Pero no me quedaba ninguna otra opción.

—Tendrás que ayudarme a cuidar de él, princesa —le dije mientras preparaba un jarabe con una flor bosquimana roja que era lo suficientemente potente como para derribar a un buey.

—Por supuesto —respondió en voz baja, pero con una férrea determinación que me obligó a pensar en su madre—. Sólo dime lo que quieres que haga, y lo haré.

—En primer lugar, asegúrate de que beba esto. —Le entregué la copa de cobre llena del narcótico. Ella recostó la cabeza de Zaras sobre su regazo. Sostuvo el recipiente sobre sus labios y le apretó las fosas nasales para obligarlo a tragar. Mientras tanto, saqué mis instrumentos quirúrgicos.

Cuando las pupilas de los ojos de Zaras se dilataron y cayeron en un estupor inducido por el fármaco, le sacamos la armadura y sus calzones. Luego lo tendimos completamente desnudo y boca abajo sobre un lecho de telas de silla de montar. Ya había visto a Zaras desnudo con anterioridad, pero su porte físico siempre me dejaba impresionado. Sentí un profundo remordimiento por el hecho de tener que devolver esta obra maestra de la naturaleza a la tierra.

Separé sus piernas para encontrar el punto de acceso de la cuchilla de El Chacal. Evidentemente, la hoja seguía sellando la herida. Sé que algunos que se dan en llamar cirujanos habrían arrancado la espada sin pensárselo dos veces, sellando de este modo el destino de su paciente.

Mientras estudiaba el ángulo y la profundidad de la entrada de la cuchilla, supe que la embestida de la espada había dejado intactos los genitales. Era un tema sobre el que tenía mis propios prejuicios.

Me alegré en silencio por el bien de Zaras y Tehuti. Sin embargo, por lo que a mí respecta no era algo que me preocupara. Quizás hubiera sido preferible que estos órganos básicos de Zaras hubieran quedado inutilizados por efecto de la hoja cortante de la espada. Si eso hubiera ocurrido, entonces muchos de los problemas que anticipaba habrían desaparecido de un plumazo. Descarté estos pensamientos indignos y centré toda mi atención en sacar la hoja de la espada.

Había atravesado su nalga izquierda. Si hubiera dado contra la base dura del hueso pélvico, la herida no habría sido tan grave.

Pero no es lo que ocurrió. Pude determinar que había encontrado el modo de penetrar la cuenca huesuda que albergaba las entrañas de Zaras. He tenido la oportunidad de diseccionar y estudiar centenares de cadáveres humanos. Sé que los alimentos que ingerimos pasan por estos tubos hasta que se vacían por el orificio situado en la base de nuestras nalgas.

Entonces me asusté de verdad. Si la cuchilla de El Chacal había perforado uno de estos tubos de las entrañas de Zaras, los desechos se filtrarían en la cavidad estomacal. Estos desechos, que todos conocemos por el nombre de «defecación», están compuestos de humores malignos que les dan su desagradable y característico hedor. Estos humores también son un veneno mortal, y si discurren libremente por el cuerpo pueden provocar la putrefacción. La muerte es el resultado inevitable de ello.

Tenía que sacar la espada de inmediato. Convoqué a seis de nuestros hombres más fuertes para que inmovilizaran a Zaras, porque a pesar de que el opiáceo que le había administrado era eficaz, el dolor provocado por esta operación anularía el efecto calmante del fármaco.

Tehuti se sentó apoyando la cabeza de Zaras sobre su regazo. Le acarició el pelo y lo meció como hacen las madres con sus bebés. Los hombres ocuparon sus posiciones e inmovilizaron sus miembros. Me arrodillé entre sus piernas y así el mango de la espada con ambas manos.

—¡Sostenedlo! —ordené. Luego me incliné y apliqué todo mi peso y mi fuerza, manteniendo la hoja alineada con su conducto de entrada para evitar más daños a su carne y entrañas.

El cuerpo entero de Zaras se tornó rígido. Cada músculo se tensó como el mármol duro, y gritaba como un toro herido en plena agonía. Los seis hombres fuertes apenas podían contenerlo. Por unos instantes, nada cedía. La hoja de bronce quedaba fuertemente atrapada contra el hueso pélvico y la succión provocada por el tejido pegajoso. Luego se detuvo la succión y la hoja se soltó de la herida. Perdí el equilibrio y retrocedí unos pasos.

Zaras se estremeció con un último gemido y cayó inconsciente. Ya había preparado un cojín de lana de cordero. Lo coloqué sobre la herida y le ordené a Tehuti:

—Sostenlo aquí, pero añade todo el peso de tu cuerpo para detener la hemorragia. —Luego miré a los hombres que lo estaban inmovilizando—. ¡Soltadlo! —ordené.

Centré mi atención a la espada que empuñaba y medí la profundidad de la herida a ojo.

—Una mano y media de largo; medio codo —calculé, aunque el terror ensombrecía mi esperanza—. Es profunda, ¡demasiado profunda!

Procedí a levantar la almohadilla con la que Tehuti ejercía presión contra la herida. Me incliné hacia adelante para examinar la herida.

Era un corte que mediría igual que mis dos dedos juntos de ancho. Tan pronto como relajé la presión sobre ella, salió un fino reguero de sangre. Parecía limpio y sano. Me acerqué y olí la sangre. No percibí la podredumbre a heces.

Sentí un atisbo de renovada esperanza; ¿era posible que el bronce afilado de la espada no hubiera rasgado sus entrañas?

Tehuti me miraba intensamente.

—¿Qué estás haciendo, Taita?

—Trato de calcular nuestras opciones.

Volví a colocar el cojín de lanilla para tapar la entrada de la herida y dejé caer un reguero de vino destilado para atenuar los humores malignos. Luego me coloqué detrás de Zaras y posé una de mis manos sobre cada una de sus nalgas. Me enderecé y luego las separé. Dejé escapar un suspiro de alivio. Su orificio estaba limpio y tenso.

Pero quedaba otra prueba por hacer. Coloqué la mano sobre la parte baja de su espalda y ejercí presión. Oí un ruido seco mientras se liberaba gas de sus intestinos, seguido de un chorrillo de excrementos líquidos y sangre brillante que salía por el ano. Tanto Tehuti como yo hicimos muecas para evitar el hedor.

Entonces supe con certeza que la espada había penetrado sus entrañas. Me sentí devastado por la pena y la desesperación. Zaras era un hombre muerto. Ningún cirujano de este mundo, por muy habilidoso que fuera, podía salvarlo. Ni siquiera podía hacerlo yo. Ahora estaba en manos de Seth.

No levanté la vista para mirar a Tehuti, aunque pude sentir que ella sí me miraba fijamente. Me sentía indefenso y no me gustaba esa sensación. No es algo a lo que uno pueda acostumbrarse.

—Taita —dijo, susurrando mi nombre. Seguía sin poder alzar mis ojos para reconocer mi incapacidad—. Por favor, Taita —insistió, levantando el tono de voz—. Puedes salvarle la vida, ¿verdad? ¿Podrás salvar a Zaras por mí? —Tenía que darle una respuesta; no podía dejarla sufrir más tiempo de esta manera.

Levanté la cabeza y la miré. Nunca había visto tanto pesar y sufrimiento como el de ella; y he visto a multitud de viudas recientes.

Me imaginé primero la respuesta negativa y luego la pronuncié, e incluso negué con la cabeza. Pero era incapaz de expresar la palabra «no». No podía abandonar a esos dos jóvenes.

—¡Sí! Puedo salvarlo por ti, Tehuti. —Sé que fue una insensatez. Hablar de un final es siempre mejor que infundir una falsa esperanza, pero no podía soportar su angustia y desesperación.

Supliqué a los dioses benévolos que perdonaran mi mentira, y me dispuse a librar una batalla con Seth por el alma de Zaras.

Lo único que sabía con certeza es que tenía que moverme con rapidez. Ningún cuerpo humano puede sobrevivir a una aflicción de este tipo por mucho tiempo.

No tenía ninguna pauta que seguir. Ningún otro cirujano de este mundo se había atrevido a viajar adonde yo estaba dispuesto a ir.

Me quedaba un último frasco de flor bosquimana roja que bastaría para mantener a Zaras inconsciente durante una hora como mucho. Y la necesitaría completa.

Tendría que abrir la cavidad estomacal y hallar la escisión en las entrañas de Zaras. Tendría que reparar esos cortes de espada y coserlos. Luego tendría que expulsar los humores malignos que se habían filtrado desde sus entrañas hasta la cavidad estomacal.

Afortunadamente, al igual que todos nosotros, Zaras había comido poco desde que salimos de Miyah Keiv. Íbamos escasos de comida, y había racionado estrictamente nuestras reservas. Su intestino no estaría lleno de desechos. Traía conmigo infusiones de corcho de sauce y savia de cedro, pero resultaban insuficientes para la tarea de expulsar el veneno. El producto más eficaz era el vino destilado. Sólo tenía una pequeña cantimplora llena. Tanto Tehuti como yo nos lavamos las manos en un pequeño bol de este preciado líquido.

Había descubierto tiempo atrás que el calor reduce, o incluso destruye, los humores. Siguiendo mis instrucciones, dos de los hombres dejaron un cazo grande de agua en el fuego. Cuando el agua empezó a hervir dejé caer en él mis cuchillas quirúrgicas de bronce, las aguas y las suturas de cuerda de tripa.

Forcé a que Zaras se tragara otra dosis grande de vino tinto mientras Tehuti secaba su estómago con el destilado del vino.

Luego, mis guardias más fornidos inmovilizaron a Zaras una vez más. Coloqué un retazo doble de cuero entre sus dientes para que no pudieran partirse ni romperse cuando sus mandíbulas se tensaran debido al agónico dolor. Todo estaba a punto. No podía hallar excusa alguna para retrasar la operación.

Hice el primer corte largo por la pared de su estómago, justo por debajo de su ombligo hasta la cima de su hueso público. Zaras aulló por detrás de la mordaza de cuero y movía la cabeza de un costado a otro.

Le mostré a Tehuti cómo mantener la herida abierta colocando sus dedos a ambos lados de mi larga incisión al tiempo que separaba la piel. Ahora podía introducir ambas manos en la cavidad estomacal hasta la altura de las muñecas. Guardaba en mi memoria la trayectoria que la cuchilla de la espada había tomado hasta dar contra su estómago, y seguí esa ruta.

Casi de inmediato encontré una perforación igual de larga que mi dedo meñique en el entramado viscoso de sus entrañas. Los desechos apestosos de la comida digerida salían por la ranura.

La cosí con la cuerda de tripa en puntos nítidos y regulares de mi aguja curvada de bronce. Luego saqué la serpiente resbaladiza de las entrañas y la estrujé con ambas manos para asegurarme de que no quedaran fisuras. Mi sutura era impermeable, pero la presión expulsó el líquido marrón y sucio de los otros cortes más profundos de sus intestinos.

Cerré estos pequeños cortes, trabajando con un delicado equilibrio entre velocidad y eficacia. Me di cuenta de que Zaras se estaba empezando a debilitar debido a este tratamiento extremo que me vi obligado a practicarle.

Cuando quedé satisfecho porque no había pasado por alto ningún otro daño causado por la espada, tanto Tehuti como yo quedamos intoxicados por el hedor fecal. Sin embargo, era un recordatorio constante de la importancia de retirar todos los humores de su cuerpo antes de cerrar su cavidad estomacal. Todo lo que huele mal debe de ser malvado.

Mientras Tehuti seguía manteniendo la herida abierta, sorbí tragos del vino destilado y lo fui derramando con mis labios fruncidos por los rincones y recovecos de sus entrañas. Luego lo colocamos de costado y drenamos el fluido de su estómago.

Después volvimos a lavar sus intestinos con el agua hervida que ya se había enfriado a la temperatura corporal, y la drenamos.

Por último, lo lavamos con nuestra propia orina. Es una de las recetas más eficaces contra los humores, aunque la orina debe ser reciente y no estar contaminada por otros fluidos o sustancias corporales. Lo ideal sería que viniera directamente de una vejiga sana sin contacto previo con los órganos sexuales del donante: el pene y la piel de los labios masculinos o los femeninos.

En mi caso no hubo ningún problema. La extirpación de los miembros visibles de mi sexo es una historia tan antigua que su recuerdo ya no me hace ni siquiera temblar. Mientras vaciaba mi agua para Zaras, Tehuti hizo lo propio con un paño de lana empapado de vino destilado; cuando me aparté, se puso de cuclillas sobre Zaras y abrió los labios de su vulva. Luego apuntó un chorro de orina hacia la cavidad estomacal de Zaras. Una vez terminado este proceso, dimos la vuelta al cuerpo del paciente para drenarlo una tercera y última vez.

Luego cerré su estómago, y con cada punto recité un verso de una oración para sellar heridas.

¡Cierro tu cruel boca roja, oh maldad de Seth! Abandona este lugar. Así lo ordeno. ¡Vete! Abandóname, Anubis de cabeza de chacal, dios de los cementerios. Deja vivir a este hombre. Llora por él, Hathor de buen corazón. Muéstrale tu misericordia y alivia su dolor. ¡Déjalo vivir!

Ya había oscurecido cuando acabé de sellar su estómago con los harapos de tela de mi túnica y lo dejé descansar en el camastro improvisado del refugio. Tehuti y yo nos sentamos a su lado para prestarle todo el alivio y la ayuda posibles.

Cuando Zaras empezó a delirar y a luchar contra los demonios imaginarios y reales que se congregaban alrededor de su lecho, Tehuti se tumbó junto a él y lo abrazó. Empezó a mecerlo y a entonar una melodía.

Reconocí la canción de cuna. Era una de las que la reina Lostris había cantado a Tehuti cuando era una niña. Poco a poco, Zaras se tranquilizó.

Sus hombres levantaron fuegos de campamento formando un círculo alrededor del refugio en el que esperábamos con Zaras. Creo que rezaron por él, al igual que hicimos nosotros. Oí el murmullo de sus voces a lo largo de toda la cálida noche.

Me quedé dormido al amanecer. No podía hacer nada más, excepto proteger mis reservas para las tareas que me aguardaban.

Sentí una pequeña mano cálida tirando de mi hombro, y me desperté de inmediato. Vi a través de las grietas del techo de nuestro refugio que se acercaba la mañana. Había dormido poco, pero me sentía tan culpable como si hubiera cometido un asesinato.

—Taita, despiértate. Tienes que ayudarme.

Podía oír el esfuerzo que estaba haciendo para impedir que le saltaran las lágrimas.

—¿Qué ocurre, princesa?

—Tiene la piel ardiendo. Zaras arde en su interior. Su temperatura es tan elevada que casi me quemo al tocarle.

Tenía a mano una vela de madera de cedro. Acerqué la punta a los leños moribundos del fuego y la apagué de un soplo. Cuando el leño empezó a arder, encendí la lámpara de aceite situada en el cabezal del camastro y me incliné sobre Zaras.

Tenía el rostro enrojecido y brillante por efecto del sudor. Tenía los ojos abiertos pero no podía ver nada porque estaba delirando. Cuando tratamos de sosegarlo y tranquilizarlo, nos dio empujones. Movía la cabeza de un costado a otro y profería insultos.

Ya me lo esperaba. Conocía perfectamente la fiebre elevada que anuncia la desaparición de los humores malignos. Había visto muchos casos que presentaban casi los mismos síntomas. Todos ellos habían acabado con el fallecimiento del paciente. Pero había preparado mi primera línea defensiva.

Llamé a mis seis secuaces, y entre todos pudimos abrigar a Zaras dentro de un caparazón de telas de sillas de caballo, de manera que apenas pudiera mover la cabeza. Luego empapamos las telas con cubos de agua y las abanicamos para acelerar el proceso de evaporación. Esto redujo la temperatura del cuerpo de Zaras hasta que empezó a temblar de relativo frío.

Procedimos de este modo durante gran parte de la mañana, pero al mediodía la fuerza de Zaras se estaba desvaneciendo. Estaba siguiendo la misma línea que todos mis pacientes anteriores a quienes retiré los humores. Ya no le quedaban fuerzas para resistirse al tratamiento que le aplicaba.

No pronunció ni una palabra, aunque sus dientes rechinaban. Su piel había adoptado una tonalidad azulada.

Lo despojamos de los harapos y Tehuti volvió a abrazarlo, mirándome a través de su cuerpo húmedo y tembloroso.

—Me dijiste que podías salvarlo, Taita. Pero ahora entiendo que no puedes hacerlo.

La profundidad de su desesperación me caló tan hondo como la espada de El Chacal que había herido a Zaras.

En la época del éxodo, cuando nosotros, los egipcios, fuimos expulsados de nuestra tierra natal por los invasores hicsos, huimos hacia el sur por las cataratas del Nilo hasta las zonas más remotas de África. Pasamos muchos años deambulando y sobreviviendo en el desierto, hasta que recobramos la fuerza suficiente para regresar y recuperar lo que nos pertenecía por derecho de nacimiento. Durante ese tiempo, aprendí a conocer y a entender a las tribus negras. Tenían conocimientos y habilidades especiales que yo envidiaba en ellos. Me sentía especialmente atraído por la tribu Shilluk, y me hice muy amigo de ellos.

Una de estas amistades era un anciano chamán llamado Umtaggas. Otros miembros de nuestro grupo lo consideraban una especie de brujo primitivo que se relacionaba con demonios. Consideraban que apenas se diferenciaba de los animales salvajes que abundan por estos parajes del sur. Pero me di cuenta de que era un hombre sabio que entendía muchas cosas que a nosotros, los intrusos del norte, se nos escapaban. Me enseñó más de lo que yo pude enseñarle a él.

Cuando al final el peso de los años fue excesivo para él y le quedaban sólo seis días de vida, colocó en mis manos una bolsita de piel con un tipo de setas negras secadas al sol que no había visto nunca. Estaban cubiertas de un grueso moho verde. Me advirtió que no sacara ese moho, ya que se trataba de un elemento esencial de las facultades curativas de esta medicina. Me indicó cómo preparar, a partir de estos hongos, una pócima que según él a menudo mataba más que curaba. Sólo debía emplearla cuando era lo único que quedaba entre mi paciente y el vacío.

A lo largo de los años, y desde el regreso a nuestro Egipto, sólo me he atrevido a utilizar esta infusión en siete ocasiones. En cada uno de esos casos mi paciente estaba moribundo, con apenas el peso de la pluma de un pajarillo que evitaba que se precipitara por el borde de la eternidad. Cinco de mis pacientes murieron poco después de tomar el brebaje. Uno se debatió entre la vida y la muerte durante diez días, en los que parecía recuperarse hasta que su final llegó de forma abrupta e inesperada.

Sólo mi séptimo paciente ha sobrevivido a una herida de flecha en el pulmón y a los humores malignos que se expulsaron como resultado de ello. Ha recuperado sus fuerzas. Sigue viviendo en Tebas y cada año, en el aniversario de lo que él llama «un milagro», viene a visitarme con todos sus nietos.

Sé perfectamente que uno de cada siete no es una cifra muy alentadora, pero me daba cuenta de que a Zaras le quedaba una hora de vida, y Tehuti me lanzaba miradas de reproche con sus enormes ojos.

Quedaba menos de un puñado de setas mohosas en la bolsa de piel de gacela. Las herví en un recipiente de cobre hasta que el jugo quedó negro y pegajoso. Luego lo dejé enfriar antes de colocar una pequeña cuña de madera en el extremo de la mandíbula de Zaras para mantener la boca abierta mientras le administraba la pócima. En una ocasión probé una gota de este elixir. Fue un experimento que no tengo intención de repetir jamás.

La reacción de Zaras al gusto de este brebaje fue similar a la mía. Se resistió con tanta vehemencia que mis seis hombres y Tehuti tuvieron que inmovilizarlo, y luego vomitó más de la mitad de lo que le había obligado a tragar. Reuní las partes aprovechables y se las administré una segunda vez. Luego le retiré la cuña que sujetaba las mandíbulas, y cerré su boca hasta asegurarme de que mis preciadas setas estuvieran a buen recaudo a pesar de los repetidos intentos por expulsarlas una vez más.

Después, Tehuti y yo lo tapamos con los retales de las sillas de montar e hicimos salir a los hombres. Nos sentamos a cada lado de él para verle morir.

Al caer la noche parecía haber alcanzado ese estado. A pesar de las telas, su temperatura había descendido a la de un siluro recién pescado y su respiración era casi imperceptible. Los dos nos turnábamos para acercar una de nuestras respectivas orejas a su boca para escuchar el aliento de Zaras.

Poco después de medianoche, cuando la luna brillaba en lo alto del cielo, Tehuti me dijo con firmeza:

—Está frío como un cadáver. Tengo que tumbarme con él para calentar su cuerpo.

Retiró las telas incómodas y manchadas de sangre que había recogido de los cadáveres de los beduinos y se colocó debajo de la manta con Zaras.

Ninguno de los dos había dormido en tres días, pero ahora tampoco lo hicimos. No nos intercambiamos ni una palabra. No teníamos nada que decirnos. Habíamos renunciado a toda esperanza.

Llegó la hora del cementerio, es decir, la hora más oscura de la noche. Había una grieta en el techo de nuestro refugio en la que se habían colocado dos mantas para taparla. Levanté la vista y vi que la gran estrella fugaz roja, que sabemos que es el ojo de Seth, quedaba perfectamente enmarcada.

El dios maligno nos observaba. Mi espíritu se estremeció. Supe que Zaras había perdido la batalla y que Seth había venido a llevárselo.

Entonces ocurrió algo extraño y maravilloso. La luz de la estrella se apagó en un instante. Me dio un vuelco el corazón. Era incapaz de interpretar ese augurio, pero sabía que era bueno. Me levanté en silencio para no despertar a Tehuti, que seguía acurrucada junto a Zaras en el camastro. Asomé la cabeza por la entrada del refugio y miré a lo alto del cielo nocturno.

El firmamento entero resplandecía con el destello de innumerables estrellas, salvo en el punto directamente encima de mi cabeza en el que instante antes había visto el ojo rojo de Seth mirándome. Ahora ese ojo había quedado oscurecido.

Una diminuta nube oscura lo tapó. Era la única nube del cielo. No era más grande que mi puño, pero el malévolo dios Seth había quedado cegado por él.

Entonces oí voces. No procedían de la cúpula celeste estrellada, sino del refugio improvisado que acababa de dejar atrás.

—¿Dónde estoy? —susurró la voz de Zaras—. ¿Y por qué me duele tanto el estómago?

Entonces, la voz que conocía tan bien le respondió de inmediato.

—No trates de levantarte, Zaras, no seas tonto. Debes descansar. Te han herido de gravedad.

—¡Princesa Tehuti! Está usted en mi cama. —La voz de Zaras se alzó de espanto y emoción—. Y va desnuda. Si Taita la encuentra de esta guisa, nos matará a los dos.

—Esta vez no, Zaras —le aseguré mientras entraba de vuelta al refugio mucho más alegre. Me arrodillé junto al camastro en el que yacía la pareja—. Pero la próxima vez sí que lo haré.

Tan pronto como la luz del día se fue intensificando, tuve la oportunidad de examinar a Zaras de cerca. Su piel se había enfriado hasta llegar a la misma temperatura de mi mano. Se redujo la inflamación debido a las incisiones de los puntos que había aplicado a la herida principal de su estómago. Olí los puntos y estaban limpios.

Zaras tenía sed y Tehuti le trajo un enorme tazón de agua. La bebió y pidió más. Yo estaba muy contento. Ésta era una señal certera de que estaba recuperándose. Sin embargo, también me hizo pensar en el hecho de que las tinajas de agua estaban casi vacías y que el depósito de agua dulce más cercano estaba en la caverna, donde habíamos dejado a Bekatha y al resto de nuestra compañía. Debíamos emprender nuestro regreso de inmediato.

Aunque Zaras aseguró que era capaz de caminar, o como mínimo de montar a un camello, hice caso omiso de su valentía e hice armar una camilla de viaje para él. Estaba compuesta de dos lanzas con telas de silla de montar tensadas que las sujetaban. Las uní a cada costado de una silla de camello con las puntas de las lanzas arrastrándose por detrás del animal. Colocamos a Zaras en esta camilla.

Tehuti insistió en viajar a lomos de su camello. Se sentó mirando hacia atrás para poder vigilar a Zaras. Cuando el terreno se volvía escarpado y rocoso, bajaba del camello y se subía a la camilla con Zaras: quería abrazarlo y protegerlo para evitar que fuera zarandeado.

Durante el transcurso de nuestra travesía lo estuvo atosigando sin piedad; y aunque él protestaba, pude darme cuenta de que le encantaban sus atenciones.

En la tarde del tercer día, insistió en salir de su camilla y recorrer un tramo corto a pie; andaba encorvado y cojeando como un anciano. Apoyaba una mano en la camilla. Tehuti asió su otro brazo para que no perdiera el equilibrio y para animarlo. Charlaba con él, le contaba chistes malos y le decía que era un chico listo. Cuando ella le hacía reír, Zaras se veía obligado a detenerse para colocar ambas manos en su estómago, aunque eso no parecía limitar su capacidad para divertirse.

Cuando nos detuvimos para descansar, examiné con ahínco los puntos de Zaras, y me sentí aliviado al comprobar que seguían intactos. Le administré el último trago de vino tinto que quedaba en el frasco y durmió como un bebé.

Al día siguiente se despertó más fortalecido. Caminó un trecho más largo y a paso más ligero. Me di cuenta de que la compañía de Tehuti era más terapéutica para él que la mía, así que me trasladé a la vanguardia de nuestra columna. Aunque me mantuve discretamente en un segundo plano, podía seguir su conversación.

Ninguno de los dos era del todo consciente de mi habilidad para leer los labios. Así que conversaban entre ellos sin ninguna limitación. Algunas de sus bromas eran procaces y poco delicadas para una dama de alcurnia. Pero los dejé disfrutar de ese momento porque ninguno de nosotros sabía cuándo podrían disfrutar de otro igual.

Una de sus conversaciones ha permanecido conmigo hasta el día de hoy, aunque debieron de creer que eran las únicas personas del mundo que participaban en ella.

El ritmo de nuestro avance había quedado limitado por el estado de Zaras, así que nuestro regreso a Miyah Keiv fue mucho más lento que cuando perseguíamos a El Chacal y a su grupo de bandidos. En el quinto día seguíamos sin haber llegado a nuestro destino. Ordené que cinco camellos rápidos partieran antes que nosotros para buscar agua, pero aún no habían regresado. Casi todas las cantimploras estaban vacías y nos quedaban muy pocas provisiones. Me había visto obligado a reducir la ración diaria a tres tacitas de agua y media hogaza de pan por cabeza. Evidentemente, esta restricción no se aplicaba a la princesa. Por imperativo real, ella podía comer y beber lo que le viniera en gana de nuestras reservas casi agotadas. Guardé unos cuantos artículos para su uso personal: medio trozo de queso y una cantidad todavía menor de ternera seca salteada. Sin embargo, a pesar de mi insistencia, se negó a aprovecharse de mi generosidad y se limitó a comer la ración general.

Después, en la noche del cuarto día, vi que se llevaba discretamente un tercer corte del queso duro y una loncha de ternera seca. Los ocultó en la manga de su túnica y luego intentó convencer a Zaras para que los aceptara.

—Estás herido, Zaras. Debemos recuperar tus fuerzas.

—Yo soy sólo un soldado raso, Su Alteza —protestó—. Es usted demasiado condescendiente conmigo. Le agradezco su amabilidad, pero no tengo hambre en absoluto.

—Mi valiente Zaras. —Tehuti hablaba en voz baja y con un punto de timidez, y por esas razones tenía ciertas dificultades para interpretar sus labios—. Has salvado mi vida, y casi has sacrificado la tuya. De buena gana te daría todo lo que me pidieras. —Aunque sus palabras eran sugerentes, su expresión no daba pie a ningún equívoco.

Mi corazón sentía debilidad por ellos. Su incipiente amor era algo hermoso de contemplar. De entre todos los hombres, sabía que pronto se vería superado y aplastado por los rigores del deber.

Por fin llegamos a los acantilados estriados que se erigían por encima de Miyah Keiv, y los miembros de nuestra compañía que nos esperaban se volcaron en nuestro recibimiento. Nos rodearon con gritos de júbilo y se postraron a los pies de la princesa Tehuti. Luego la levantaron y la llevaron hasta el lugar en el que su hermana Bekatha la estaba esperando, junto con el señor Remrem y el coronel Hui para darles la bienvenida.

Festejamos nuestro regreso durante tres noches seguidas. Sacrificamos a tres camellos jóvenes y asamos su carne dulce en los troncos de cincuenta hogueras. Cada noche, la princesa Tehuti pedía quince ánforas grandes de cerveza para que pudieran repartirse entre todos. Aunque lo consideré excesivo, hice caso omiso de mis escrúpulos y probé una o dos tazas de esa bebida. Sin embargo, sentía un mayor respeto por las ofrendas menos abundantes de vino procedente de las bodegas del palacio del faraón. Justifiqué este hecho ante mí sabiendo que no podía malgastar este néctar con una panda de soldados poco refinados.

Los músicos de la corte tocaron para nosotros y la compañía bailó y cantó alrededor de las hogueras hasta que desapareció la luna. Entonces las princesas reales me instaron a cantar, pero convencí a Zaras para que se uniera a mí. Lo había instruido en la materia cuando tuve la oportunidad de hacerlo. Pude pulir su habilidad natural hasta darle un brillo y una sofisticación que sólo se veía superada por la mía. Cuando los dos cantábamos un dueto, el público apenas se atrevía a respirar para no perderse la exquisitez de cada nota.

Me acosté sintiéndome a gusto conmigo mismo. Me quedé dormido en seguida. Rara vez duermo profundamente. Mi mente está demasiado activa y alerta como para permitirme ese lujo.

Me desperté con la certeza de que alguien había entrado en mi tienda con cuidadoso sigilo, y a pesar de la oscuridad total noté que esa presencia revoloteaba sobre mi camastro. Pude oír su respiración, y me di cuenta de que había eludido a los centinelas de la entrada al recinto real, que sus intenciones eran malévolas y que debía de ser una seria amenaza.

Sin alterar el ritmo de mi respiración ni dejar escapar el menor sonido, me acerqué el puñal que siempre cuelga de su funda especial en la cabecera de mi camastro.

La luz de las estrellas se filtraba por la lona de mi tienda, y como mi visión nocturna es excelente, pude discernir el contorno de la cabeza del asesino sobre mí. Desenfundé el puñal con mi mano derecha al mismo tiempo que inmovilizaba el brazo derecho alrededor del cuello del agresor para estrangularlo.

—¡Si te mueves, te mataré! —le advertí y se puso a gritar como una niña pequeña. Luego pude oler el tufo lechoso y dulzón de su aliento y sentí las inconfundibles protuberancias y hondonadas de su cuerpo cuando lo llevé contra el mío.

—¡No me mates, Taita! Soy yo, ¡Bekatha! Estoy llorando. He acudido a ti para que me salves. Estoy sangrando. Por favor, no me dejes morir.

La solté de inmediato y me levanté del camastro de un salto. Tardé sólo un minuto en volver a encender la mecha de mi lámpara de aceite. Para entonces Bekatha estaba acurrucada en mi cama, sollozando lastimosamente y colocándose la mano sobre su estómago.

—Me duele, Taita. Por favor, haz que desaparezca ese dolor.

La abracé tiernamente.

—¿Dónde estás sangrando, pequeña?

—Sangro entre las piernas. Por favor, haz que se detenga. No quiero morir.

Gruñí para mis adentros. Ahora tendría que lidiar no con una, sino con dos pequeñas yeguas en celo.

Pronto el coronel Hui tendrá que preocuparse por otras cosas aparte de las migas de pan y dátiles arrojados a través de la mesa de la cena.

Nos quedamos en Miyah Keiv hasta que las heridas de Zaras sanaron lo suficiente como para iniciar el último tramo del viaje a la Tierra de los Dos Ríos y la ciudad de Babilonia. Sería el trayecto más largo y arduo, así que no quise asumir ningún riesgo para su salud.

A veces me sorprende comprobar el grado de sufrimiento que un cuerpo joven puede aceptar y lo rápido que puede recuperarse. A pesar de las heridas que El Chacal había infligido en sus entrañas días atrás, y del hecho de que yo abriera su cuerpo en canal y volviera a coserlo, Zaras se comportaba como si estuviera entrenando para los juegos anuales de atletismo que celebra el faraón durante la primera semana de Epiphi, ante el templo de Horus en Tebas para celebrar la cosecha.

Al principio, estas incursiones se limitaban a una caminata por la base del acantilado acompañado de Tehuti. Cada cincuenta pasos aproximadamente se veía obligado a parar y llevarse la mano a su estómago, tratando de no quejarse ni soltarse de la mano que le tendía Tehuti.

A pesar de mis advertencias y protestas, cada día ampliaba la distancia y la velocidad. No tardó en vestirse con toda la armadura y en cargar con un saco de arenisca por encima del hombro.

Cada día le ordenaba desnudarse para poder examinar sus heridas. Parecían cerrarse y convertirse en cicatrices blancas. Tenía la capacidad inusual de soportar o ignorar el dolor corporal. Forzaba el movimiento de sus músculos heridos cuando otra persona menos valiente se habría sentido tullida o incapacitada durante semanas e incluso más tiempo. En su caso, esta actividad parecía acelerar el proceso de curación, en vez de retrasarlo.

No obstante, las heridas de Zaras lo habían llevado al borde del precipicio. Mis vastos conocimientos sólo habían servido para salvarlo, y los recuerdos de los otros pacientes que había tratado con las setas mohosas seguían vivos en mi memoria.

Aparte del aprecio que sentía hacia Zaras, así como el hecho de que se había convertido en un símbolo y una prueba de mis dones curativos, me di cuenta de que su estado de debilidad física brindaba la oportunidad perfecta para separarlo de la princesa Tehuti, antes de que los dos pudieran arruinar mis planes cuidadosamente trazados de establecer una alianza entre el Minos Supremo de Creta y mi faraón Tamose, una alianza esencial para la supervivencia de Egipto como nación soberana.

En la quina noche después de nuestro regreso al acantilado estriado, llamé al señor Remrem y a Hui a mi tienda para darles nuevas órdenes. También le ordené a Zaras que asistiera a la reunión.

Naturalmente, quería que él y Hui fueran simples observadores y no participantes de los debates más importantes.

Los cuatro nos acabábamos de centrar en el tema que nos ocupaba, y cada uno tenía un tazón de vino de calidad sobre la mesa para apaciguar la angustia de tener que tomar las decisiones difíciles a las que nos enfrentábamos. De repente, sentí una bocanada de aire frío en el pescuezo. Me di media vuelta rápidamente, ya que esperaba descubrir a un intruso en nuestras deliberaciones. Pero muy a mi pesar la princesa Tehuti revoloteaba por la entrada de la tienda dejando un rastro de su particular olor.

—No me dejen interrumpir sus deliberaciones, señores. Por favor, no reparen en mi presencia. No pronunciaré ni una palabra. Me sentaré en silencio para que ustedes puedan olvidarse totalmente de mí.

Con el fin de pasar inadvertida, Tehuti lucía un espléndido vestido de delicada seda fina dorada que había comprado a un rico comerciante del zoco de Tebas. En ese momento acordó de buena gana, y bajo mi recomendación, que no se lo pondría hasta llegar a Cretas y ver al Minos Supremo por vez primera. ¿Se había olvidado de nuestro pacto?

Calzaba unas zapatillas plateadas. De su cuello colgaba el collar de Hathor, así como otro de varias piedras de colores, principalmente zafiros y esmeraldas. El brillo de su pelo era un milagro, superado sólo por su sonrisa.

Estaba más encantadora que nunca.

Su falda dorada dio un volantazo y Tehuti se sentó a mis pies. Colocó ambos codos sobre las rodillas y apoyó la barbilla en su mano ahuecada de modo que el anillo de diamante que le había dado brillara por efecto de la luz. Después lanzó una mirada de soslayo a Zaras y trató de parecer inocente.

¿Cómo saben las mujeres estas cosas que son tan misteriosas para los mortales inferiores del sexo opuesto? No le había dicho nada de nuestra reunión; en realidad, hacía una hora que acababa de convocar a los demás y no les había dado ninguna pista sobre lo que tenía intención de debatir. No podía saber lo que pasaba. Pero ahí estaba ella, vestida para la batalla y con el penetrante destello en su mirada que conocía tan bien.

—Por favor, continúa con tus explicaciones, querido Taita. He prometido que no os interrumpiría.

—Gracias, Su Alteza Real —dudé. ¿Había alguna forma de evitar una confrontación?, me preguntaba. Desde luego que sí. Era el portador del sello faraónico del halcón. Hablaba con la autoridad de un rey. Nadie podía desafiarme, ¿verdad? Hice acopio de todo mi valor.

—Mi señor y caballeros, he hablado con nuestro guía, Al Namjoo, y con Condos, el Guardián de los Establos Reales. Ambos han coincidido conmigo que nuestra compañía es demasiado numerosa como para quedarse más tiempo en Miyah Keiv. Les recuerdo que tenemos más de trescientos caballos y camellos, aparte de nuestros hombres y las damas reales. Según nuestro ritmo de consumición, en los próximos días el agua de la cueva se agotará. Y coincidirán conmigo en que esto sería una catástrofe.

—¡Desde luego! No cabe la menor duda de ello; tenemos que avanzar. —Mientras expresaba su opinión en voz alta, Remrem se acariciaba la barba; sabía que era de un gris plateado a pesar de teñírsela de pelirrojo brillante con henna para ocultar su verdadera edad. Es un magnífico señor y un valiente guerrero. Lo quiero como si fuera mi hermano, ya que en muchos sentidos lo es. Sin embargo, Remrem tiene un único defecto. Es insufriblemente vanidoso en cuanto a su apariencia.

Asentí con la cabeza para corroborar sus palabras y continué hablando.

—No es tan sencillo como eso, mi señor. Al Namjoo me ha comentado que el siguiente oasis de nuestra ruta se llama Zaynab, que significa «Joya preciosa». Está a más de doscientas leguas por delante de nosotros. Se tarda diez días en recorrer esta distancia. Eso significa que cuando la alcancemos, nuestros animales estarán agotados y gravemente deshidratados. Tendremos que dejarlos en Zaynab durante dos semanas como mínimo para que se recuperen. Sin embargo, Zaynab es un oasis pequeño. El agua que contiene es suficiente para abastecer las necesidades de toda nuestra compañía sólo durante unos días. —Me detuve para dejar que Remrem o alguien más pudiera sugerir una solución lógica a este dilema. Ello me permitiría desviar algo de culpa a la otra parte cuando la princesa Tehuti causara un lío y un alboroto, que es lo que sin duda haría cuando supiera todas las ramificaciones de mi plan. Se produjo un largo silencio, así que me vi obligado a continuar y a enfrentarme solo a las consecuencias.

—La única solución que nos queda es dividirnos en dos grupos: enviar a la mitad de nuestros hombres y animales por delante hasta Zaynab. La otra mitad se quedará aquí durante dos semanas para recuperarse. Seguiremos separados para el resto de nuestro viaje. No nos reuniremos hasta llegar a la Tierra de los Dos Ríos. De este modo, nunca estaremos en peligro de agotar por completo el agua de un oasis.

Se cernió un nuevo silencio mientras los demás consideraban mis palabras.

—Como siempre, tu plan es brillante, Taita. —Remrem habló por fin con su voz penetrante—. Y, conociéndote, sé que ya has decidido los componentes de cada grupo. —Me limité a sonreír e incliné ligeramente la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Tú, mi señor Remrem, asumirás el mando de la vanguardia. Estará compuesta de la mitad de los hombres y todos los camellos. Además, tendrás a tu cuidado a las damas reales, la princesa Nekatha y la princesa Tehuti. Evidentemente, la chica cretense, Loxias, viajará con ellas como dama de compañía.

—Será un placer, señor Taita. Su confianza en mí es de lo más gratificante. —Remrem tenía la habilidad de hacer que incluso los sentimientos más nobles parecieran pomposos.

Respiré hondo y continué:

—Cuando os siga al cabo de dos semanas, traeré los caballos. También me llevaré al capitán Zaras y al coronel Hui al segundo destacamento. Necesitaré a Hui para que se ocupe de los caballos. —Lo miré y él asintió con la cabeza. Hui no soportaba separarse de sus amados animales. Luego me fijé en Zaras—: de aquí a dos semanas deberías estar totalmente recuperado de tus heridas y podrás viajar a salvo.

Mi plan era prácticamente genial. Las princesas se adelantarían con Remrem. Yo viajaría con Zaras y Hui. Separé a las chicas y a los chicos de un plumazo, y dispuse que tanto Zaras como todo mi ganado llegara a Babilonia bien alimentado y con reservas suficientes de agua. Y lo que es aún más importante, me había asegurado de que mis princesas llegaran intactas y sin explotar.

No me apetecía mirar a Tehuti. Albergaba la esperanza de haberla dejado sin espacio para maniobrar, de modo que pudiera capitular con elegancia.

—No. —Su tono de voz era suave pero contundente—. No creo que sea buena idea en absoluto, señor Taita. —Una vez más, me había convertido en señor Taita, y no querido Taita.

Supe que había pecado de optimista. Busqué en el interior de mi manga y me acerqué el sello real del halcón que siempre me acompaña. Necesitaba toda la autoridad que pudiera reunir.

—Lamento mucho oír eso, Su Majestad. Estaba seguro de que vería la necesidad de hacer estos arreglos, tal y como el señor Remrem había hecho. —Saqué el sello del halcón de mi manga y lo froté entre mis dedos de forma inconsciente.

—¿Me estás ofreciendo esa bagatela a mí? —Sin esperar una respuesta, ella se levantó y me la arrebató. Me quedé tan sorprendido que no opuse resistencia alguna.

—¿Es cierto lo que dicen, señor Taita?

—¿Qué es lo que dicen, Su Majestad?

—Dicen que quien ostente el sello del halcón habla con la voz del faraón.

—Sí, Majestad. Eso es cierto.

—Mira quién es el actual poseedor de ese sello, mi señor.

Para entonces los otros tres hombres de la tienda sabían que se estaba librando una guerra de voluntades e intentaban con todas sus fuerzas ocultar su fascinación. Incluso para mí era evidente que estaba empezando a parecer ridículo. Noté que se me arrugaba la frente y luego volvió a la posición normal cuando me inclinaba formalmente ante Tehuti.

—¡Quiero oírte hablar con la noble voz del faraón! —exclamé a modo de broma. No fue bien recibida. La sonrisa de Tehuti se transformó en una ruina trágica, y sus encantadores ojos se llenaron de lágrimas.

—Oh, querido Taita —susurró casi con un sollozo—, por favor, no seas tan cruel conmigo. Eres el único padre que he conocido. No te separes de mí, te lo ruego. Le prometiste a mi hermano y a mi madre que siempre te ocuparías de mí. Eres el único hombre al que amo y en quien confío. —Se notaba la congoja en su voz y me devolvió el sello real del halcón—. Ten. Tómalo. Envíame donde quieras. Haré lo que me ordenes.

Nuestro interesado público dejó de sonreír. Sus rostros delataban desaliento y horror, y en consonancia, volvieron su mirada incriminatoria hacia mí. De repente, me convertí en el villano.

Desde luego, nadie era consciente de que es una actriz experimentada. Me hizo parecer como un abusador y un cretino. Por unos instantes perdí las fuerzas para la contienda.

—Perdóname, Tehuti. Dime lo que quieres y te lo concederé.

—Bekatha y yo sólo queremos estar contigo, nuestro padre real. Eso es todo.

Volvió a tragar saliva y a sollozar, pero era de carácter superficial. Ella sabía que había ganado. Se había salido con la suya sin ni siquiera mencionar el nombre del hombre por el que estábamos debatiendo.

Al cabo de cuatro días, con el fresco de última hora de la tarde, el señor Remrem se dirigió con la mitad de nuestra compañía al oasis de Zaynab, a doscientas leguas al norte. Me llevé a Tehuti y acompañamos a Remrem para verlo cruzar las cinco primeras leguas de este viaje sano y salvo. Al final nos despedimos y volvimos a Miyah Keiv. Nuestra guardia de veinte miembros de los Cocodrilos Azules viajaba detrás de nosotros a una distancia prudencial, lo suficientemente cerca como para salir al rescate si surgía algún peligro, aunque no demasiado como para oír nuestra conversación.

Antes de salir de Miyah Keiv había invitado a la princesa Bekatha a montar con nosotros, pero me llevé una sorpresa al ver que había declinado esa invitación con la excusa de que quería acabar el rollo de jeroglíficos que le había asignado como tarea. Bekatha no solía ser una alumna tan diligente y dedicada. Ahora me disponía a saber lo que instigaba su interés repentino en la escritura.

Durante la primera legua, Tehuti y yo cabalgamos estribo con estribo en un amable silencio. Luego, de repente, me preguntó:

—Conocías muy bien a mi padre, ¿verdad? Yo apenas llegué a conocerlo. Nunca me has hablado de él, Taita.

—Todo el mundo en Egipto conoce perfectamente a tu padre. Él fue el dios divino faraón Mamose: el octavo de ese nombre y linaje. Fue el pilar del reino, el justo, el grande, el conocedor y compasivo…

—No, no lo era. —Me contradijo sin contemplaciones—. Por favor, no me mientas, querido Taita. —Esta acusación me dejó desarmado en pleno desierto. Me giré sentado en la silla y la miré asustado mientras trataba de tranquilizarme.

—¡Al parecer he sido desinformado! —dije con una risa desdeñosa, pero me sonó demasiado impersonal—. Si no era el faraón, entonces por favor dime quién fue el afortunado que te tuvo como hija. Lo envidio de verdad.

—Mi verdadero padre fue el señor Tanus, y su padre fue Pianki, el señor Harrab. Su madre era una esclava liberada de Tehenu, de pelo claro y ojos azules que yo misma he heredado. Decían que era muy hermosa. Decían que mi padre se parecía a ella y que también era muy apuesto. Aseguraban que era el hombre más atractivo de Egipto.

«¿Quién te ha contado todo esto…?», estuve a punto de preguntar. «Menuda sarta de tonterías», pero hice un esfuerzo y me controlé.

—Mi propia madre me lo dijo. La Reina Lostris. Ahora dime que ella me mintió.

Quedé desconcertado… jamás me había sentido tan cerca de un ataque de pánico. El trono del faraón y los cimientos de mi Egipto se venían abajo. El firmamento estaba a punto de caer sobre mí. Era la frase más peligrosa que había oído en mi vida.

—¿A quién más se lo has dicho? —me atreví a preguntar.

—A nadie. Sólo a ti.

—¿Sabes lo que pasará si alguna vez se lo cuentas a alguien?

—Querido Taita, no soy una completa idiota. —Se inclinó en la silla y me dio la mano, como si fuera una madre calmando a su hijo asustado.

—¿Estás segura de que no le has dicho nada de ello a tu hermano? —pregunté, alzando el tono de voz y mis oídos se estremecieron—. ¿El faraón lo sabe? ¿Bekatha? ¿Se lo has dicho?

—No —dijo. Su tono de voz era sosegado y tranquilo—. Bekatha todavía es una niña pequeña y tonta. Y podría matar a Mem si le contara que él no es el verdadero faraón.

—¿Tu madre también te lo dijo? —pregunté mientras levantaba su mano; estaba aterrorizado—. ¿Te lo contó todo? Por favor, dime que te he entendido mal. ¡Por favor!

—Me has entendido perfectamente. Mi madre me contó que los tres hermanos somos descendientes del señor Tanus y no del faraón Mamose. Somos tres pequeños bastardos.

—¿Por qué me cuentas todo esto ahora, Tehuti?

—Porque no tardaré en estar en una situación muy parecida a la de mi madre. Tú la salvaste… —empezó a decir, y negué la cabeza en un gesto de desaprobación.

—¡No lo niegues, señor Taita! —se rió. ¡En realidad, se estaba riendo en mi cara!—. Salvaste a mi madre, y ahora debes hacer lo mismo por mí.

Era muy cierto. La reina Lostris había sido el único y verdadero amor de mi vida, pero ahora se había ido y Tehuti la había reemplazado. No podía negarle nada, pero al menos podía establecer mis propias normas y condiciones. Seguramente haría caso omiso a ellas tal y como había hecho su madre, pero al menos yo lo habría intentado.

—Dime exactamente lo que quieres de mí, Tehuti.

—Mi madre estaba casada con un rey, pero tenía a un marido de su elección. Dio a luz a sus hijos, no a los del rey. No pudo haber hecho esto ella sola. La ayudaste a conseguir todo eso. ¿No es eso lo que ocurrió?

—Sí, esto es lo que ocurrió —confesé—. Me pareció que era la única opción.

—He vivido en el harén de mi hermano la mayor parte de mi vida —continuó Tehuti—. Él tiene doscientas esposas, pero sólo ama a una de ellas. Masara fue la primera, y le ha dado tres hijos. Si yo pudiera tener lo que ella ha tenido, entonces me sentiría satisfecha. Pero he sido testigo de la tristeza de sus otras esposas. La mayoría sólo han recibido la visita de mi hermano una o dos veces en todo el tiempo en que han sido sus esposas. ¿Sabes lo que hacen, Taita? —preguntó, y su tono de voz denotaba desaprobación. Yo negué con la cabeza y ella continuó—. Juegan consigo mismas o con las otras mujeres del harén en vez de hacerlo con un hombre… un hombre a quien amen y quieran. Tienen penes de juguetes elaborados con marfil o plata. Introducen en su interior esas horribles piezas, o se las introducen entre sí. —Interrumpió su relato, y se estremeció—. Es muy triste. No quiero acabar como ellas.

Vi cómo su rostro cambiaba y empalidecía de pena. Vi que se acumulaban lágrimas en el rabillo de los ojos. Ya no estaba actuando.

—Sé que vas a convertirme en una forastera en un país extranjero. Allí me entregarás a un anciano arrugado y gris; alguien con manos frías y mal aliento cuyo miembro penetrará hasta mi estómago. Me hará cosas horribles… —Se estremeció con un sollozo—. Antes de que eso ocurra quiero tener lo que le diste a mi madre. Quiero tener a un hombre que me haga reír y que haga latir con fuerza mi corazón. Quiero a un hombre que me ame y a quien pueda amar de verdad.

—Quieres a Zaras —dije en voz baja, y luego ella levantó la barbilla y me miró con ojos llorosos.

—Sí, quiero a Zaras. Sólo por una vez quiero estar enamorada y abrazar a esa preciosidad en mi corazón. Quiero que Zaras sea mi esposo y guardarlo bien profundo en mi interior. Si me concedes esto por un breve espacio de tiempo, entonces aceptaré gustosamente mi deber para el faraón, para Egipto, y para ti, mi querido Taita.

—¿Me lo prometes, Tehuti? ¿No se lo dirás a nadie, ni siquiera a tus propios hijos?

—Mi madre… —empezó, pero corté su protesta de raíz.

—Había unas circunstancias especiales en el caso de tu madre. No se repetirán contigo. Debes prometérmelo.

—Te lo prometo de verdad —accedió, y no tuve motivos para desconfiar de ella.

—Debes comprender que no podrás ser la madre de los hijos de Zaras. Nunca, ¿de acuerdo?

—Desearía que fuera de otro modo, Taita. Me encantaría tener a un pequeño Zaras para mí. Pero sé que tiene que hacerse del modo que me explicas.

—Cada mes, cuando la flor roja de tu feminidad esté a punto de florecer, te daré un jarabe para beber. El bebé saldrá de tu matriz con el flujo de tu sangre.

—Lloraré sólo con pensar en ello.

—Cuando te conviertas en la esposa del Minos Supremo renunciarás a Zaras. Vivirás en el harén real de Creta. Zaras regresará a Egipto. No volverás a verlo nunca más. ¿Lo entiendes, Tehuti? —Ella asintió con la cabeza.

—¡Háblame! —le exigí—. Dime que lo entiendes.

—Lo entiendo —dijo en voz alta y clara.

—En la noche de bodas de Minos prepararé una vejiga de sangre de cordero para ti. Reventará cuando te lleve a su aposento. Lo convencerá de tu virginidad y castidad.

—Lo entiendo —susurró.

—No se lo dirás a nadie —insistí—. Ni siquiera a Bekatha; especialmente a ella. —Su hermana pequeña era una bocazas redomada y tenía fama de no saber guardar un secreto.

—No se lo diré a nadie —accedió—. Ni siquiera a mi hermana pequeña.

—¿Entiendes el peligro al que te expondrás, Tehuti? El Minos tendrá el poder de la vida y la muerte sobre ti. No sirve de nada engañar a un rey. Tienes que ser muy cuidadosa y procurar que tu secreto nunca se descubra.

—Lo entiendo. Sé que estás asumiendo el mismo riesgo que yo. Te amo aún más por este motivo.

Era una auténtica locura, pero he cometido muchas locuras en mi vida. Mi único consuelo es que aún me quedaba un espacio reducido de margen para ocuparme de los preparativos. Las heridas de Zaras le imponían ciertas restricciones. Todavía no estaba en condiciones para embarcarse en los excesos salvajes del amor. No obstante, su recuperación era muy rápida.

Al cabo de dos días, Zaras se acercó a mí y me pidió permiso para hablar.

—¿Desde cuándo has necesitado mi permiso? La falta de permiso nunca te ha detenido antes. —Parecía avergonzado.

—La princesa Tehuti quiere que le enseñe el manual de armas, y que la instruya en el uso de la espada. Le dije que necesitaría tu permiso para hacerlo.

—Creo que no es muy buena idea, Zaras. Lo que Su Alteza Real quiere, casi siempre Su Alteza Real lo consigue.

—No quiero faltarle al respecto —se apresuró a decirme. Me reí de su aflicción.

—La princesa es una arquera excelente —apunté—. Es muy rápida. Tiene buena visión, y brazos fuertes. Así que no me cabe la menor duda de que será una magnífica espadachina. Es una habilidad que puede servirle de mucho en el futuro. ¿Quién sabe? Incluso algún día puede llegar a salvar su vida. —No estoy muy seguro de por qué lo dije. Con el tiempo demostró ser una de las subestimaciones más flagrantes de mi vida—. ¿Pones alguna objeción para hacer lo que te pide, Zaras?

—En absoluto, mi señor —se apresuró a responder Zaras—. Al contrario, lo consideraría un gran honor y privilegio.

—Pues entonces, adelante. Será muy interesante ver lo que puedes hacer con ella. —No pensé más en este asunto, aunque no se trata de una verdad literal. Lo cierto es que apenas podía pensar en otra cosa. Las semanas siguientes a esta conversación agonicé por la suerte de Zaras y Tehuti.

Zaras ganaba fortaleza cada día. Exigía mucho a sus hombres y era totalmente implacable consigo mismo.

Cada mañana, desde el amanecer hasta el mediodía, llevaba a sus hombres a correr por los terrenos más agrestes. Yo corría con ellos. He sido bendecido con una fuerza y una resistencia extraordinarias, y soy capaz de equipararme a hombres que son la mitad de jóvenes que yo, o incluso más.

Al principio podía ver cómo sufría Zaras y quedé impresionado con el modo en que era capaz de ocultar su preocupación con todo el mundo excepto conmigo. Pero en cuestión de días ya volvimos a dar zancadas juntos, y conducía a sus hombres al son de la marcha militar del batallón riéndose a carcajadas de mis chistes y bromas.

Me gustaba su capacidad de trabajo y su búsqueda constante de autosuperación. Por otro lado, todo tiene un límite. La conducta que es aceptable en el pueblo llano no es siempre la más óptima para la dignidad de los estratos superiores de nuestra sociedad.

Cuando Zaras decidió, sin consultarme, que en futuras caminatas cada hombre debía cargar con un saco de arena equivalente a una cuarta parte de su masa corporal, me di cuenta de que había estado pasando por alto otras responsabilidades más importantes. En vez de dedicarme a las carreras por el desierto tratando de competir con una panda de jóvenes canallas, tendría que haber instruido a mis princesas en las ciencias de la matemática y la astrología; también tenía que terminar los últimos capítulos de mi tratado sobre la genealogía de los dioses. Por lo que a mí respecta, la mente siempre debe prevalecer sobre el músculo.

Mientras nos quedábamos en Miyah Keiv para permitir al Señor Remrem y a su hueste adelantarnos hasta el oasis Zaynab tuve tiempo para leer y hacer planes para nuestra llegada a Babilonia. El tiempo no pasaba rápido, sino velozmente.

Al resto de los miembros de nuestra compañía les esperaban otros sucesos más espectaculares y explosivos. El más importante de ellos era el fin de la amistad entre Bekatha y el coronel Hui.

Bekatha insistió en que Hui le diera lecciones de equitación cada tarde. Gracias a su instrucción se estaba convirtiendo en una intrépida jinete. Siempre había sido audaz, y su equilibrio y su montura superaban a la mayoría de soldados de Hui. Estos nobles caballeros eran aurigas por naturaleza y la mayoría prefería estar detrás de un caballo que encima de él.

Por otro lado, a Bekatha le encantaba montar con elegancia, tal como le había enseñado. Siempre estaba dispuesta a sacarle el mayor partido. Le gustaba exhibir sus habilidades y siempre lo hacía muy bien cuando actuaba en público.

Una tarde, Hui le estaba enseñando el juego de las esferas. La esfera era una pelota grande y pesada compuesta de tiras de cuero trenzado. Los equipos contrarios estaban compuestos de cuatro jinetes cada uno, y el objetivo consistía en hacer pasar la esfera entre dos postes erguidos al final de un campo marcado, al tiempo que el equipo contrario se esforzaba por evitarlo. Era un juego difícil y ruidoso porque por lo general atraía a multitudes que gritaban y animaban.

Esta tarde en particular Hui le había dicho a Bekatha que practicara inclinada sobre la silla de montar para recoger una esfera que rodaba y botaba sobre una superficie arenosa. Como era lo habitual, había una audiencia de unos cincuenta guardias que no estaban de servicio y otros gandules que acudían a ver el encuentro.

Bekatha entró en el campo de juego a pleno galope. No sujetaba las riendas y guiaba la monta con las rodillas.

Hui estaba de pie en un costado sujetando la esfera y esperándola. Cuando llegó, tiró la pelota por delante del caballo. Ella se inclinó para recoger la bola; apoyó el peso de su cuerpo sobre el estribo más cercano. Según mi opinión formada y crítica, pensé que se trataba de una actuación elegante y atlética. La muchedumbre la animó con sus gritos, y yo me uní a ellos.

Bekatha parecía una figura sobrenatural sentada en el lomo de ese enorme animal, pero pudo estirarse lo suficiente como para asir una de las cuatro asas de piel de la esfera rodante. Empezó a levantar el premio con un gesto triunfal.

Luego su estribo de cuero se partió, y para mi consternación, Bekatha resbaló de la silla. Eché a correr antes de que cayera al suelo. Estaba seguro de que moriría o que como mínimo quedaría gravemente herida. Hui fue igual de rápido que yo y llegó antes de que perdiera el caballo.

Afortunadamente, Bekatha logró sujetarse con los pies y se quedó temblando de rabia y remordimientos. Había caído sobre un montón de estiércol de caballo. Esto permitió atenuar el impacto de la caída y probablemente le salvó la vida, pero no sirvió de mucho para conservar su imagen y aún menos su dignidad.

Quedó empapada de estiércol verde y fresco desde lo alto de sus rizos pelirrojos hasta los pies. Hui llegó poco después, y se la quedó mirando. Me di cuenta de que no tenía ni la más remota idea de lo que debía hacer. Antes de que pudiera alcanzarlo para tranquilizar a Bekatha y resolver esta crisis, Hui hizo lo único que garantizaba una escalada de ese incidente. Se puso a reír.

Bekatha respondió de la forma más natural en ella. Dio rienda suelta a su famoso temperamento. Seguía sujetando la esfera con la mano derecha. Se la lanzó a la cabeza. Hui no esperaba ser atacado de este modo y no supo reaccionar. Fue a bocajarro. La esfera era pesada y el cuero secado al sol era tan duro como un hueso. Le disparó en el puente de su nariz prominente y empezó a sangrar. Ni siquiera esta reacción bastó para apaciguar el orgullo herido de Bekatha.

Se detuvo, y con un ágil movimiento cogió un montón de excremento de caballo del montículo sobre el que estaba; después cargó directamente contra Hui y le dio sendos bofetones de estiércol a su nariz herida.

—Si crees que es divertido, pruébalo tú mismo, coronel Hui —dijo con una furia controlada. Luego se dio media vuelta y abandonó el campo hacia el complejo real. Ningún espectador se atrevió a reír. Ni siquiera yo.

Hui no volvió a ser invitado nunca más a cenar en la mesa real. Nunca más volvió a disfrutar de la exclusiva de ser bombardeado con trozos de comida, o de tener que dar clases de equitación a la realeza.

Al cabo de unos días, pude escuchar una conversación entre Bekatha y Loxias. Hablaban en minoico y estaban en la tienda del complejo real que yo mismo había habilitado como aula para las niñas. Yo estaba a la salida de esa tienda admirando el paisaje de las colinas multicolor sobre el campamento. No es que espiara a propósito a mis alumnas, pero a veces cuando me detenía un momento en este lugar y me disponía a entrar en la tienda, oía sin querer intercambios interesantes entre las chicas.

—¿Ya has perdonado al coronel Hui? —oí que Loxias preguntaba y que Bekatha respondía con vehemencia:

—Jamás podré perdonarlo. Es un gamberro y un bárbaro. Cuando sea la reina de Creta seguramente ordenaré que lo decapiten.

—Eso sería divertido. ¿Me invitarás a contemplar la escena?

—No estoy bromeando, Loxias. Lo digo en serio.

—Pero nos dijiste a mí y a Tehuti que él era el único hombre que te importaba.

—He cambiado de opinión. —El tono de voz de Bekatha era contundente—. ¿Qué tengo que ver yo con un hombre feo, viejo y maleducado que tiene cuarenta esposas igual de feas que él?

—No es tan viejo, Bekatha, y además es bastante apuesto. Sé a ciencia cierta que sólo tiene cinco esposas en Tebas y que algunas son bastante hermosas.

—Es viejo —respondió Bekatha con firmeza—. Probablemente sea mayor que Taita. Y no me parece un hombre atractivo con esa nariz rota y excremento de caballo por toda la cara. Que se lo queden sus cinco esposas. No quiero volver a saber de él nunca más.

Perdoné las palabras severas de Bekatha, así como su comentario despectivo hacia mi edad. Al menos, uno de mis problemas más inmediatos ya había sido resuelto. No era necesario montar guardia sobre la virginidad de Bekatha además de la de su hermana mayor.

Me di permiso para ser sorprendido por un ataque de tos y las voces del interior de la tienda se callaron. Cuando hube terminado, incliné la cabeza por la ranura de acceso y vi que las cabezas de las dos damas estaban inclinadas sobre sus tablas de escritura. Las dos estaban admirablemente enfrascadas en la labor que les había mandado de copiar un rollo de historia de Egipto a partir de la versión original que yo mismo había escrito años atrás, para luego traducirla al idioma cretense. Bekatha apenas levantó la mirada cuando me detuve a su lado.

—Estoy muy impresionado con tu capacidad de trabajo y la perfección de tus jeroglíficos, Su Alteza. Pero, ¿por qué no te acompaña tu hermana?

—Bueno, está muy ocupada con sus asuntos. —Dio unos toques de pincel—. Me comentó que se nos uniría más tarde. —Luego volvió a concentrarse de lleno en el rollo en el que estaba trabajando.

Era plenamente consciente de los cánticos de los guardias procedentes del campo de instrucción improvisado en un extremo de nuestro campamento, pero era algo tan común que no le presté ninguna atención. Como Bekatha había despertado mi curiosidad, me marché de la tienda y salí a averiguar lo que pasaba. Había un corrillo de mozos de cuadra, artistas, criados, esclavos y otros no combatientes que poblaban el campo de instrucción. Estaban tan enfrascados en la labor que tuve que azuzarlos con mi báculo para que me dejaran pasar. Llegué al extremo del campo, me quedé allí parado y busqué a Tehuti, aunque no la vi de inmediato.

Zaras estaba de pie delante de sus filas. Todos los hombres lucían su media armadura. Sin embargo, llevaban levantados los visores de sus cascos para poder verse la cara. Estaban en posición firme sujetando sus espadas desenfundadas para saludar, de modo que las cuchillas rozaban sus labios.

—¡Presenten armas! —ordenó Zaras con un grito—. Los doce cortes y embestidas avanzados. Uno…

—¡Uno! —repitieron sus hombres, y embistieron perfectamente al unísono por la parte inferior izquierda, y luego volvieron a su posición inicial. Las cuchillas brillaban como el oro cuando resplandece por efecto de la luz del sol.

Luego, de repente, mis ojos se posaron sobre una pequeña figura en el centro de la fila principal. Por unos instantes dudé de lo que estaba viendo. Luego me di cuenta de que no me había equivocado, y de que esa persona era en realidad Tehuti. Lucía un uniforme de guardia que le iba perfectamente. Al menos tres de sus ayudantes de cámara nubias eran expertas costureras que podían haber confeccionado esa prenda en una tarde. Cualquiera de los herreros del regimiento pudo haber modificado la media armadura de modo que la forma más esbelta de la chica se amoldara a ella. Blandía una espada pesada reglamentaria que había sido forjada para un hombre mucho más bajo que ella.

La muchacha se sonrojó. Tenía el pelo empapado en sudor, al igual que su túnica. Quedé horrorizando. Se parecía a una campesina que se pasara el día desconchando maíz o arando los campos de su marido. Estaba rodeada de un grupo de soldados muy experimentados, y ella se comportaba como si no se avergonzara de su aspecto ni sintiera respeto por su rango y posición privilegiada.

Evidentemente, yo había aceptado que Zaras le enseñara a manejar la espada. Reconozco que incluso la animé a ello. Sin embargo, había dado por sentado que esas lecciones serían de naturaleza privada y que no se relacionarían con el populacho.

Los dioses benévolos pueden dar fe del hecho de que no soy un presentuoso, pero creo que la condescendencia real debería tener unos límites.

Mi primera reacción fue salir a la palestra, llevarme a Tehuti por el pescuezo, arrastrarla hacia la zona privada del complejo real, e insistir con toda contundencia que en el futuro prestara más atención al vestuario y que su conducta fuera más moderada cuando se sometía al escrutinio público.

Después prevaleció mi sentido común. Supe que ella no dudaría en desafiarme delante de todo un regimiento, y en diluir el respeto y la admiración que me profesaban. Mientras yo cavilaba de este modo, surgió una oportunidad.

La vi desfilar por el Paso de Armas con tanta habilidad consumada y gracia que hizo que muchos guerreros veteranos que la rodeaban parecieran unos simples campesinos con su arado. No perdió los pasos ni el ritmo. Pasaba la espada de una mano a otra, embistiendo y cortando con rapidez y precisión en la mano izquierda y la derecha. Su rostro denotaba concentración y determinación. Sus gestos denotaban una gran habilidad y belleza, y no cabía ninguna duda sobre las capacidades de esos brazos esbeltos que empuñaban la espada. La hizo susurrar y entonar un canto amenazador a medida que avanzaba en los ejercicios. Al final se quedó tan quieta como una estatua de marfil, encontrando el equilibrio y sosteniendo la espada como si fuera hecha de seda, no de metal pesado.

—¡Descansen armas! —ordenó Zaras. El coro de espectadores aplaudió y pataleó generosamente. Luego, una voz gritó su nombre, remarcando sus tres sílabas:

—¡Te-Hoo-Tee! —los demás se unieron a la invocación—. ¡Te-Hoo-Te!

Su adulación era contagiosa. Me sentí henchido de orgullo y amor por mi pequeña protegida. También me dejé llevar por el fervor propio del culto a los héroes.

—Te-Hoo-Tee.

Olvidé mi propia dignidad mientras me unía al coro de voces.