Atón hizo parpadear sus diminutos ojos hundidos en sus pronunciadas ojeras, y luego los alzó del tablero de bao que se extendía entre nosotros. Desplazó la mirada hacia las dos jóvenes princesas de la casa real de Tamose, que se entretenían jugando en las aguas cristalinas de la laguna.
—Ya no son niñas —dijo distraídamente, sin rastro de un interés lascivo en el tema.
Estábamos sentados cara a cara debajo de una terraza abierta con techo de hojas de palma junto a una de las lagunas de los remansos del gran río Nilo.
Sabía que su alusión a esas muchachas era un intento de distraer mi atención de su siguiente jugada con las piedras bao. A Atón no le gusta perder, y por eso no es muy escrupuloso sobre el modo en que obtiene la victoria.
Atón siempre ha figurado en un lugar muy alto en mi lista de amigos más antiguos y queridos. Al igual que yo, él es un eunuco y en su día fue un esclavo. Durante su etapa de esclavitud, y mucho antes de que alcanzara la pubertad, su amo lo eligió por su intelecto excepcional y sus agudas facultades mentales. Quería alimentar y concentrar estos dones; y deseaba evitar que acabaran disipándose por las distracciones de su libido. Atón era un bien sumamente valioso y por eso su amo llamó al médico de más renombre de Egipto para llevar a cabo la castración. Su amo murió hace muchos años, pero Atón se ha erigido por encima de su condición de esclavo. En la actualidad es chambelán del palacio real del faraón en Tebas, pero también es un experto en espionaje que gestiona una red de informadores y agentes clandestinos por todo el mundo civilizado. Sólo existe una organización que supere a la suya, y es la mía. En este tema, como en casi todas las cosas, mantenemos una competencia amistosa y no hay nada que nos cause mayor placer y satisfacción que marcar un punto sobre el otro.
Disfruto inmensamente de su compañía. Me divierte y a menudo me sorprende con sus buenos consejos y perspicacia. De vez en cuando pone a prueba mis habilidades con el tablero de bao. Suele ser generoso con sus halagos. Pero, sobre todo, pone a prueba mi propia genialidad.
Ahora nos estábamos fijando en Bekatha, la más joven de las princesas reales en casi dos años, aunque era un dato que no podría advertirse a simple vista, puesto que era alta para su edad y sus pechos ya habían empezado a hincharse. En las frías aguas de la laguna, sus pezones sobresalían alegremente. Era liviana, ágil y de risa fácil. Además, era de temperamento voluble. Tenía las facciones regias bien marcadas, una nariz estrecha y recta, una mandíbula recia y redondeada y unos labios delicadamente arqueados. Lucía una espesa cabellera que bajo la luz del sol parpadeaba con destellos de cobre. Había heredado este rasgo de su padre. Aunque todavía no había conocido la flor roja de la feminidad, sabía que no tardaría en hacerlo.
La amo, pero a decir verdad, amo un poco más a su hermana mayor.
Tehuti era la mayor y más hermosa de las dos hermanas. Cuando la miro tengo la sensación de estar viendo de nuevo a su madre. La reina Lostris había sido el gran y único amor de mi vida. Sí, la había amado como un hombre ama a una mujer. A diferencia de mi amigo Atón, me castraron después de haber alcanzado la madurez plena como hombre y llegué a conocer el placer del cuerpo de una mujer. Bien es cierto que mi amor por la reina Lostris nunca fue consumado porque me castraron antes de que ella naciera, pero fue el más intenso porque nunca logró satisfacerse. Había cuidado de ella cuando era una niña, y la acompañé en su larga y dichosa vida, aconsejándola y guiándola, dándolo todo por ella sin rechistar. Al final, la sostuve entre mis brazos cuando murió.
Antes de descender al inframundo, Lostris me susurró algo al oído que nunca olvidaré: «Sólo he amado a dos hombres en mi vida. Tú, Taita, eres uno de ellos».
Fueron las palabras más dulces que jamás he oído pronunciar.
Planifiqué y supervisé la construcción de su sepulcro real y enterré su cuerpo corrupto que tan hermoso había sido. Deseaba adentrarme con ella en el inframundo. Sin embargo, sabía que eso no era posible, ya que tenía que quedarme para ocuparme de sus hijas del mismo modo que cuidé de ella. En realidad no ha sido una carga muy pesada, porque mi vida se ha enriquecido con esta sagrada carga.
A los dieciséis años de edad, Tehuti ya era una mujer hecha y derecha. Tenía una piel radiante y sin manchas. Sus brazos y piernas eran esbeltos y elegantes como los de una bailarina, o como los miembros del gran arco de guerra de su padre que yo mismo había tallado, y que coloqué sobre la tapa de su sarcófago antes de sellar su tumba.
Tehuti tenía caderas anchas pero una cintura estrecha como el cuello de una jarra de vino. Sus pechos eran redondeados y recios. Los densos rizos dorados que cubrían su cabeza lucían con todo su esplendor. Sus ojos presentaban el mismo verdor que los de su madre. Su encanto no tenía límites; y cuando me dedicaba una sonrisa se me encogía el corazón. Era de carácter afable, le costaba enfadarse, pero era resuelta e imperturbable cuando la provocaban.
La amo casi tanto como amo a su madre.
—Has hecho un buen trabajo con ellas, Taita —Atón no escatimaba en elogios. Son los tesoros que todavía pueden salvar a nuestro Egipto de la barbarie.
En esto, al igual que en otras muchas cosas, Atón y yo estábamos plenamente de acuerdo. Ésta fue la verdadera razón por la cual ambos habíamos llegado a este lugar lejano y aislado del mundo; aunque todos los demás en el palacio, incluido el propio faraón, estaban convencidos de que habíamos coincidido aquí para seguir con nuestra eterna rivalidad en el tablero de bao.
No respondí de inmediato a su comentario, pero bajé la mirada hacia el tablero. Atón había completado su última jugada mientras yo seguía observando a las muchachas. Era el jugador más hábil de este juego sublime de Egipto, que era igual que decir «en todo el mundo civilizado». Sin contarme a mí, por supuesto. Por lo general puedo superarlo en tres de cada cuatro partidas.
En ese momento, y de un vistazo, me di cuenta de que esta partida sería una de las tres ganadoras. Su último movimiento había sido insensato. La distribución de sus piedras estaba desequilibrada. Era uno de los pocos defectos en su juego; a menudo, cuando se convencía a sí mismo de que tenía la victoria a su alcance, bajaba la guardia y pasaba por alto la regla de las siete piedras. Luego tendía a concentrar su ataque a partir de su castillo sur y me permitía asumir el control de su flanco este u oeste. Esta vez fue el este. No necesité una segunda invitación. Me abalancé como una cobra.
Él se echó atrás sentado en su taburete mientras evaluaba mi jugada sorpresa, y cuando al fin se percató de mi golpe de genialidad, su rostro se oscureció de rabia y su tono de voz se volvió entrecortado.
—Creo que te odio, Taita. Y si no lo hago, entonces debería hacerlo.
—Tuve suerte, viejo amigo —dije, tratando de no complacerme en la victoria—. En cualquier caso, se trata sólo de un juego.
Hinchó las mejillas en un gesto de indignación.
—De todos los comentarios inútiles que te he oído decir, Taita, éste es el más burdo. No se trata de un juego. Es la verdadera esencia de la vida.
Estaba realmente enfadado.
Busqué la jarra de vino de cobre que estaba debajo de la mesa y volví a llenar su vaso. Era un vino estupendo, el mejor de todo Egipto, y lo había sacado directamente de las bodegas del palacio del faraón. Atón volvió a hinchar sus mejillas y trató de alimentar su ira y su instinto de confrontación, pero sus dedos rechonchos asieron en un acto reflejo el asa de su vaso y se lo acercó a los labios. Tomó dos sorbos, y cerró los ojos de placer. Cuando bajó el recipiente, suspiró.
—Tal vez tengas razón, Taita. Existen otras buenas razones para vivir. —Empezó a guardar las piedras bao en sus bolsas de piel con cordón—. Dime, ¿qué noticias tienes del norte? Sorpréndeme una vez más con el alcance de tu inteligencia.
Al fin nos estábamos acercando al verdadero propósito de este encuentro. El peligro siempre venía del norte.
Hacía más de cien años que el poderoso Egipto estaba dividido por la traición y la rebelión. El Aspirante Rojo al Trono, el falso faraón —no pronuncio a propósito su nombre; maldito sea toda la eternidad—, este traidor se rebeló contra el verdadero faraón y conquistó todo el territorio del norte de Asiut. El corazón de Egipto se sumergió en un siglo de guerra civil.
Cuando, a su vez, el heredero del Aspirante Rojo quedó superado por una tribu salvaje y guerrera que surgió de los confines septentrionales más allá del Sinaí, estos bárbaros arrasaron Egipto y lo conquistaron con unas armas de las que no se tenía ningún conocimiento: el caballo y el barro. Cuando hubieron derrotado al Aspirante Rojo y sitiado la región del norte de Egipto, desde el mar Mediterráneo a Asiut, estos hicsos nos atacaron por el sur.
Los verdaderos egipcios no tenían defensas contra ellos. Nos expulsaron de nuestra tierra, y nos vimos obligados a retirarnos hacia el sur más allá de las Cataratas del Nilo en Elefantina y del desierto del fin del mundo. Perecimos en estos lugares mientras mi ama, la reina Lostris, reconstruía nuestro ejército.
La parte que desempeñé en esta regeneración no fue en absoluto insignificante. No soy dado a la fanfarronería; sin embargo, en este caso puedo afirmar sin temor a equivocarme que sin mi orientación y consejo, mi ama y su hijo, el Príncipe de la Corona Memnón, que en la actualidad es el faraón Tamose, nunca habrían alcanzado su propósito.
Entre mis otros numerosos servicios para ella, construí los primeros carros con ruedas radiales que eran más ligeras y rápidas que las de los hicsos, que sólo tenían ruedas sólidas de madera. Luego encontré los caballos para tirar de ellas. Cuando estuvimos a punto, el faraón Tamose, que ya era un hombre hecho y derecho, condujo a nuestro nuevo ejército por las cataratas y se adentró en el norte de Egipto.
El líder de los invasores hicsos se hacía llamar rey Salitis, pero no era ningún rey en absoluto. Era como mucho un simple barón de pacotilla y un forajido. Sin embargo, el ejército que comandaba seguía superando a los egipcios en una proporción de dos por uno, y además iba bien equipado e intimidaba.
Pero los pillamos despistados y, en Tebas, libramos una larga batalla con ellos. Destrozamos sus carros y matamos a sus hombres. Se dispersaron en desbandada y retrocedieron hacia el norte. Dejaron diez mil cadáveres y dos mil carros rotos sobre el campo de batalla.
No obstante, causaron graves daños a nuestras valientes tropas, así que no pudimos seguirlos ni acabar de aplastarlos. Desde entonces los hicsos han estado escondidos en el delta del Nilo.
El rey Salitis, ese viejo saqueador, ha muerto. No murió en el campo de batalla por una estocada de un buen espadachín egipcio, que hubiera sido lo propio. Murió de anciano en su lecho, rodeado de una hueste de sus repugnantes esposas y su espantosa prole. Entre ellos estaba Beón, su primogénito. Ahora este tal Beón se hace llamar rey Beón, faraón de los Reinos Superior e Inferior de Egipto. Lo cierto es que no es más que un asesino filibustero, peor incluso que su malvado padre. Mis espías me informan a menudo de que Beón va reconstruyendo poco a poco el ejército de los hicsos, que nosotros mismos herimos de gravedad en la batalla de Tebas.
Son noticias perturbadoras porque estamos teniendo muchas dificultades para abastecernos de materias primas para compensar las pérdidas que registramos en esa misma batalla. Nuestro reino del sur —que no tiene acceso al mar— queda aislado del gran Mediterráneo y del comercio con otras naciones civilizadas y ciudades estado del mundo, que poseen pieles, madera, cobre, antimonio, hojalata, y otros utensilios de la guerra de los que carecemos. También vamos cortos de mano de obra. Necesitamos aliados.
Por otro lado nuestros enemigos, los hicsos, tienen puertos avanzados en el delta donde el Nilo se adentra en el Mediterráneo. El comercio fluye sin interrupciones. También sé por mis espías que los hicsos buscan forjar alianzas con otras naciones guerreras.
Atón y yo nos reuníamos en este lugar aislado para debatir y reflexionar sobre esta clase de problemas. La supervivencia de nuestro Egipto dependía del filo de un puñal. Atón y yo habíamos hablado de todo ello en profundidad, pero ahora estábamos dispuestos a tomar las últimas decisiones para plantear al faraón.
Las princesas reales tenían otros planes. Habían visto la jugada de Atón con las piedras de bao y lo tomaron como señal de que ahora podían tener toda mi atención. Vivo consagrado a ellas pero son muy exigentes. Salieron de la laguna salpicando agua por todas direcciones y echaron a correr para ver quién me alcanzaba primero. Bekatha es la pequeña, pero es muy rápida y resuelta. Hará casi todo lo posible para obtener lo que quiere. Derrotó a Tehuti por un palmo y se plantó sobre mi regazo, su piel estaba fría y húmeda por el agua.
—Te amo, Tata —gritó mientras pasaba sus brazos alrededor de mi cuello y apretaba su cabellera roja y empapada contra mi mejilla—. Cuéntanos una historia, Tata.
Como había perdido la carrera, Tehuti tenía que aceptar la posición menos deseable de permanecer a mis pies. Descendió lentamente su cuerpo desnudo que goteaba agua hacia el suelo, y abrazó mis piernas hacia su pecho mientras colocaba su barbilla sobre mis rodillas y me miraba a la cara.
—Sí, por favor, Tata. Cuéntanos algo sobre nuestra madre y lo hermosa e inteligente que era.
—Primero debo hablar con tío Atón —protesté.
—Bien, de acuerdo. Pero no te demores —atajó Bekatha—. Es tan aburrido.
—No estaré mucho tiempo, te lo prometo.
Volví a mirar a Atón y cambié sin problemas a la lengua de los hicsos. Ambos hablábamos la lengua de nuestro enemigo mortal con fluidez.
Conocer a mi enemigo se ha convertido en mi trabajo. Tengo cierta facilidad con las palabras y los idiomas. He tenido muchos años para aprender desde el regreso a Tebas. Atón no se había unido al éxodo de Nubia. No era una alma aventurera. De modo que se quedó en Egipto y pereció bajo el yugo de los hicsos. Sin embargo, había aprendido todo lo que pudieron enseñarle, incluido su idioma. Ninguna de las princesas entendía una palabra de ello.
—Te odio cuando hablas esa horrible jerga —dijo Bekatha haciendo un mohín, y Tehuti se mostró de acuerdo con ella.
—Si nos amas, hablarás egipcio, Taita.
Abracé a Bekatha y acaricié la hermosa cabeza de Tehuti. Sin embargo, seguí hablando con Atón en la lengua que las jóvenes deploraban amargamente.
—Haz caso omiso del llanto de las pequeñas. Sigue, viejo amigo.
Atón dejó de sonreír entre dientes y continuó:
—Entonces, estamos de acuerdo, Taita. Necesitamos aliados y necesitamos comerciar con ellos. Además, tenemos que negarles estos aspectos a los hicsos.
Tuve la tentación de responder con un sarcasmo, pero ya le había dado un disgusto con el tablero de bao. Así que asentí seriamente con la cabeza.
—Como de costumbre, has dado en el blanco y has expresado el meollo del asunto. Aliados y comercio. Muy bien. ¿Con qué comerciamos, Atón?
—Tenemos el oro de nuestras minas de Nubia, el que descubrimos mientras estábamos en el exilio pasadas las cataratas. —Atón nunca había salido de Egipto, pero a juzgar por sus palabras parecía como si él hubiera guiado el éxodo. Sonreí para mis adentros pero mantuve una expresión circunspecta mientras continuaba—. Aunque el metal amarillo no es tan valioso como la plata, los hombres también lo codician. Y con las cantidades que el faraón ha acumulado en su tesorería, podemos comprar fácilmente a amigos y aliados.
Asentí con la cabeza en un gesto de aprobación, pero sabía que Atón y muchos que, como él, no están tan cerca del trono como yo, sobrevaloraban el tesoro del faraón. Quise ampliar esta cuestión.
—Sin embargo, no olvides que la producción de la rica marga negra de Madre Nilo nos deja una inundación al año en sus riberas. Los hombres tienen que alimentarse, Atón. Los cretenses, los sumerios y las ciudades estado Helénicas tienen poco terreno cultivable. Siempre tienen dificultades para cosechar cereales para su pueblo. Nosotros tenemos trigo en abundancia —le recordé.
—Sí, Taita. Tenemos trigo, y también tenemos caballos para comerciar; hemos criado a los mejores caballos de guerra del mundo. Y tenemos otras cosas poco comunes y de gran valor.
Atón se detuvo con delicadeza, y miró a la encantadora niña acurrucada junto a mí y a la otra que estaba sentada a mis rodillas.
No había más que decir sobre este tema. Los cretenses y los sumerios del territorio entre los ríos Tigris y Éufrates eran nuestros vecinos más cercanos y poderosos. Ambos pueblos tendían a ser morenos de piel y de cabello oscuro. Sus líderes desean a las mujeres de piel blanca y cabello claro de las tribus Egeas y las de la casa real de Egipto. No obstante, las mujeres helénicas, pálidas e insulsas, no pueden hacer sombra a nuestras radiantes joyas del Nilo.
Los progenitores de mis dos princesas eran Tanus, el de los deslumbrantes rizos rojos, y la reina Lostris, de un rubio esplendoroso. Se habían apareado bien y la belleza de sus dos hijas se estaba dando a conocer por el mundo entero. Los embajadores de pueblos lejanos ya habían emprendido viajes caros por los desiertos y los mares con el fin de llegar al palacio de Tebas y transmitir cuidadosamente al faraón Tamose los intereses de sus respectivos amos en establecer una alianza marital y marcial con la Casa de Tamose. El rey sumerio Nimrod y el Minos Supremo de Creta ya habían enviado a sus emisarios.
A petición mía, el faraón había recibido a estos embajadores con amabilidad. Había aceptado los generosos obsequios de plata y madera de cedro que le presentaron. Había escuchado con atención sus ofertas de matrimonio a una o a las dos hermanas Tamose, pero luego el faraón les explicó que las dos muchachas eran todavía muy jóvenes para contraer matrimonio y que deberían volver a hablar de ello cuando alcanzaran la pubertad. Ya la habían alcanzado hacía un tiempo, y ahora las circunstancias eran distintas.
Para entonces el faraón había debatido conmigo la posible alianza entre Egipto, Sumeria o Creta. Yo le había hecho notar delicadamente que Creta sería un aliado más deseable que los sumerios.
En primer lugar, los sumerios no eran una raza de navegantes, y aunque podían comandar a un poderoso ejército equipado con caballería y carros de combate, no destacaban por su marina. Le recordé al faraón que nuestro Egipto del sur no tenía acceso al mar Mediterráneo. Nuestros enemigos hicsos controlaban los confines del Nilo y éramos básicamente un país sin acceso al mar.
Los sumerios también tenían un acceso limitado al mar y su flota era escasa comparada con la de otras naciones, como los cretenses o incluso el pueblo mauritano por el oeste. Los sumerios siempre eran reacios a arriesgar su acceso marítimo con barcos repletos de mercancía. Tenían miedo de los piratas y del mal tiempo. La ruta terrestre entre nuestros países también estaba plagada de dificultades.
Los hicsos controlaban el istmo que discurre entre el mar Mediterráneo y el mar Rojo, y que conecta a Egipto con el desierto del Sinaí por el norte. Los sumerios se vieron forzados a avanzar por el desierto del Sinaí por la franja sur y luego cruzar el mar Rojo para alcanzarnos. Esta ruta planteaba muchos problemas a su ejército, y debido a la falta de agua y la escasez de navíos en el mar Rojo, la tarea resultó imposible.
Lo que ya le había propuesto al faraón, y que ahora le resumía a Atón, era un tratado entre nuestro Egipto y el Minos Supremo de Creta. El Minos Supremo era el título del soberano hereditario cretense. Era el equivalente a nuestro faraón. Dar a entender que era más poderoso que nuestro faraón sería un acto de traición. Huelga decir que su flota era conocida porque constaba de diez mil galeras de combate y mercantes de un diseño tan avanzado que ningún otro buque podía superarlos en velocidad ni en capacidad bélica.
Tenemos lo que quieren los cretenses: trigo, oro y mujeres hermosas. Los cretenses tienen lo que nosotros necesitamos: la flota más extensa de buques de combate con los que bloquear los puertos de hicsos en la desembocadura del delta del Nilo; con ellos se puede conducir al ejército sumerio hasta las costas del sur del Mediterráneo y apresar a los hicsos en un movimiento mortal en pinza que nuestro ejército se encargaría de aplastar.
—¡Un magnífico plan! —Atón me aplaudió—. Un plan casi infalible. Salvo por un pequeño detalle casi insignificante que has pasado por alto, Taita, mi viejo amigo. —Sonreía entre dientes y de forma taimada, saboreando su venganza por la paliza que le había dado en el tablero de bao. Nunca había sido una persona rencorosa, pero en este caso no pude contener las ganas de reírme inocentemente a costa de Atón. Forcé una expresión de desaliento.
—Oh, no me digas eso, por favor. Lo he pensado con todo detenimiento. ¿En qué falla mi plan?
—Llegas demasiado tarde. El Minos Supremo de Creta ya ha establecido una alianza secreta con el rey Beón de los hicsos.
Atón se mordió los labios, y dio una palmada de júbilo sobre una de sus caderas elefantinas. Había refutado mi propuesta con determinación, o al menos eso creía él.
—¡Por supuesto que sí! —contesté—. Imagino que te estás refiriendo al fuerte comercial para tratar con Beón que los cretenses abrieron hace cinco lunas en Tamiat, la desembocadura del extremo este de Madre Nilo en el delta.
Ahora le tocaba el turno a Atón de mostrarse desarmado.
—¿Cuándo lo supiste? ¿Y cómo lo supiste?
—¡Por favor, Atón! —Extendí mis manos en un gesto de súplica—. No esperarás que revele todas mis fuentes, ¿verdad?
Atón recuperó rápidamente su compostura.
—El Minos Supremo y Beón ya han establecido conversaciones, por no decir una alianza de guerra. Por muy inteligente que todos sabemos que eres, Taita, hay muy poco que puedas hacer al respecto.
—¿Y si Beón está planeando una traición? —pregunté con un tono de voz misterioso, mientras él me miraba boquiabierto.
—¿Traición? No lo entiendo, Taita. ¿Qué forma adoptaría esta traición?
—¿Tienes la menor idea de cuánta plata está acumulando el Minos Supremo de Creta en su nueva fortaleza de Tamiat en el territorio de los hicsos, Atón?
—Imagino que debe de ser mucho. Si el Minos Supremo propone comprar la mayor parte de la cosecha de trigo de la próxima temporada a Beón, entonces necesitará empuñar un buen lingote de plata —dijo Atón—. Tal vez de unos diez o incluso veinte lakhs.
—Eres muy perspicaz, mi querido amigo; no obstante, has mencionado sólo una pequeña parte de los problemas a los que se enfrenta el Minos Supremo. No correrá el riesgo de que sus barcos cargados de tesoros crucen las aguas abiertas durante la estación de tormentas. Así que durante cinco meses al año no puede enviar lingotes de oro a las costas sureñas del mar Mediterráneo, lo cual en invierno implica una travesía de más de quinientas leguas desde su isla.
Atón intervino de inmediato, tratando de precipitar mi conclusión.
—¡Ah, sí! Ya lo entiendo. ¡Significa que durante ese período de tiempo el Minos Supremo es incapaz de comerciar con los estados y naciones que se extienden a lo largo de su costa africana del Mediterráneo!
—Durante todo el invierno la mitad del mundo le está vedada —accedí—. Pero si pudiera obtener una base segura sobre la costa egipcia, su flota quedaría protegida de los vientos invernales. En ese caso, sus barcos podrían comerciar a lo largo del año desde Mesopotamia a Mauritania al abrigo de la tierra. —Me detuve para que entendiera la magnitud de lo que el Minos Supremo estaba planificando, y luego añadí sin remordimientos—. Veinte lakhs de plata no serían suficientes para financiar ni siquiera una centésima parte de esta actividad. La cantidad de quinientos lakhs se acerca más a lo que él tendrá que acaparar en su nueva fortaleza de Tamiat para seguir con su negocio durante el invierno. ¿Estás de acuerdo en que esa cantidad de plata haría a cualquier hombre contemplar la posibilidad de una traición, especialmente con un canalla dado a la perfidia y la rapacidad como Beón?
Durante cincuenta latidos Atón quedó paralizado por la magnitud de la visión que le había facilitado. Cuando al final volvió a moverse su voz tembló al preguntar:
—De modo que tienes pruebas de que Beón, desafiando a su primer tratado con el Minos Supremo, tiene previsto irrumpir en la fortaleza de Tamiat y hacerse con el tesoro del Minos Supremo. ¿Es esto lo que me estás diciendo, Taita?
—No digo que tenga pruebas de que ésa sea la intención de Beón. Sólo te formulo una pregunta. No estoy afirmando nada. —Me reí para mis adentros de su confusión. Era impropio de mí, pero no pude resistirme. Jamás, en toda nuestra larga amistad, le había visto tan perdido a la hora de refutar o contradecir. Me compadecí de él.
—Ambos sabemos que Beón es de calaña salvaje, Atón. Puede conducir un carro de combate, empuñar una espada, disparar un arco o saquear una ciudad. Sin embargo, dudo de que sea capaz de planificar una visita al consejo privado del rey sin pensarlo con detenimiento.
—Así pues, ¿quién está planificando este saqueo del tesoro del Minos Supremo? —exigió saber Atón. En vez de responderle de inmediato, me dediqué a recostarme en mi taburete y sonreí. Él me miraba fijamente. Entonces se le despejó la expresión de su rostro—. ¿Tú? ¡Debes de estar bromeando, Taita! ¿Cómo puedes pensar en robar los quinientos lakhs de plata del Minos Supremo y luego seducir a la corte del cretense para obtener su ayuda y alianza?
—En la oscuridad es difícil distinguir a un hicso de un egipcio, especialmente si el segundo se viste con uniforme de guerra de hicsos y empuña sus armas y habla su idioma —señalé, y él negó con la cabeza porque no sabía qué decir. Pero yo insistí—. ¿Estás de acuerdo en que un acto de traición destruiría para siempre cualquier opción de que Creta y los hicsos formen una alianza contra nosotros?
Atón sonrió al fin.
—Tu resentimiento es tan profundo, Taita, que me asombra pensar cómo puedo confiar en ti —entonces preguntó—: ¿La guarnición de Creta en Tamiat es muy grande?
—En la actualidad consta de dos mil soldados y arqueros. Aunque casi todos ellos son mercenarios.
—¡Caramba! —quedó impresionado. Volvió a detenerse y luego continuó—: ¿Cuántos hombres necesitarías?, o debería preguntar mejor, ¿cuántos hombres necesitaría Beón para llevar a cabo su perverso plan?
—Un número suficiente —aventuré a decir. No quería revelar mis planes a Atón. Él lo aceptó y no insistió directamente en este asunto. No obstante, me hizo una pregunta relacionada.
—¿No dejarías supervivientes cretenses en el fuerte de Tamiat? ¿Los matarías a todos?
—Por supuesto que dejaría escapar a la mayoría —le contradije con firmeza—. Quiero que en la medida de lo posible la mayoría de ellos vuelva a Creta para advertir al Minos Supremo de la traición del rey Beón.
—¿El tesoro de Creta? —preguntó Atón—. ¿Estos quinientos lakhs de plata? ¿Qué serán de ellos?
—Las arcas del faraón están prácticamente vacías. No podemos salvar a Egipto sin un tesoro.
—¿Quién dirigirá el ataque? —quiso saber—. ¿Lo harás tú, Taita?
Me quedé horrorizado.
—Sabes que no soy un guerrero, Atón. Soy un médico, un poeta y un sabio filósofo. Sin embargo, si el faraón me invita a ello, estoy dispuesto a acompañar a la expedición como asesor del comandante.
—¿Quién será el comandante? ¿Kratas?
—Me encanta Kratas y es un soldado muy capaz, pero es mayor, tiene mucho arrojo y no se presta a la razón ni a las sugerencias.
Me encogí de hombros y Atón se rió para sus adentros.
—Has descrito perfectamente al general Kratas, oh gran sabio. Si no es él, ¿a quién nombraría el faraón?
—Seguramente nombrará a Zaras.
—¡Ah! ¿El famoso capitán Zaras de la división del cocodrilo azul de la guardia real? Uno de tus preferidos, Taita, ¿verdad?
Hice caso omiso de la provocación.
—No tengo preferidos. —De vez en cuando puedo manipular un poco la verdad—. Pero Zaras es, sencillamente, el mejor hombre para emprender esta labor —le respondí sin gran entusiasmo.
Cuando le planteé al faraón mi plan para desacreditar al rey Beón con el Minos Supremo de Creta y forzar una brecha entre dos potencias que tenían la capacidad de ser nuestros peores enemigos en todo el mundo se sorprendió de la brillante simplicidad de mi plan.
Había solicitado una audiencia privada con el faraón y por supuesto me la había concedido sin pestañear. Él y yo nos quedamos a solas en la espaciosa terraza de palmeras que rodeaban su sala del trono, que daba al Nilo en su tramo más amplio del sur de Egipto. Más allá de Asiut el río se ensancha y la corriente fluye más lenta cuando atraviesa el territorio que los hicsos nos arrebataron, y continúa por el delta antes de desembocar en el Mediterráneo.
Había centinelas a ambos extremos de la terraza para asegurar que nadie, amigo o enemigo, nos observara o nos escuchara. Los guardias estaban bajo las órdenes directas de oficiales de confianza, pero se mantenían discretamente apartados de la vista del faraón y nada nos distraía. Paseamos por el camino de mármol. Sólo cuando estábamos a solas tenía permiso para caminar codo a codo con él, aunque manteníamos una relación muy estrecha desde el momento en que nació.
En realidad, fui yo el que lo trajo al mundo. Fui yo el que recogí su cuerpo de bebé en mis manos mientras la reina Lostris lo expulsaba de su útero real con la fuerza de una piedra lanzada con una honda. El primer gesto que me dedicó el príncipe fue vaciar su vejiga sobre mí. Ahora sonrío al recordarlo.
He sido su tutor y su mentor desde ese día. Yo fui quien le enseñó a limpiarse el trasero, a leer y escribir; a disparar un arco y conducir un carro de combate. De mí ha aprendido a gobernar una nación. Finalmente se ha convertido en un hombre hecho y derecho, un guerrero correoso y un líder curtido de Egipto. Pero seguimos siendo grandes amigos. Me atrevería a decir que el faraón me quiere como a un padre, el padre que nunca conoció, y yo lo amo como al hijo que nunca he tenido.
En estos momentos, mientras atiende a la estratagema que le estaba proponiendo, se detuvo y me miró a la cara con una expresión de asombro. Cuando alcancé a explicar el desenlace de mi plan me asió por los hombros con unas manos que eran recias y fuertes como el bronce porque sabían empuñar una espada, disparar el arco y dirigir una agrupación de cuatro caballos de un carro.
—Taita, ¡viejo rufián! —me gritó—. Nunca dejas de sorprenderme. Sólo tú podías haber ideado un plan tan desafiante. Tenemos que empezar de inmediato a perfilar los detalles. Recuerdo perfectamente que detestaba el hecho de que me obligaras a hablar la lengua de los hicsos; ahora no sería nadie sin ese conocimiento. Nunca podría comandar esta expedición sin hacerme pasar por uno de nuestros enemigos.
Invertí varias horas de hábil manipulación para convencerlo del peligro de abandonar Egipto sin dejar un líder en un momento crucial de nuestra historia, que superara con creces la gloria u otras ventajas que pudiera esperar obtener de la captura de la fortaleza minoica de Tamiat y su tesoro. Le agradecí a Horus que él fuera lo suficientemente joven como para conservar una mentalidad flexible, y que fuera también lo suficientemente maduro como para preservar un mínimo de sentido común. Hace tiempo aprendí a decantarlo hacia mis intereses sin que se diera cuenta de ello. Al final suelo salirme con la mía.
Según le sugerí, el faraón designó a Zaras para que dirigiera la expedición. Aunque Zaras era joven, tenía sólo veinticinco años de edad —casi la misma del faraón— ya se había forjado un nombre propio, tal como atestiguaba su rango militar. Había trabajado muchas veces con él y sabía que su reputación era bien fundada. Lo más importante es que él me veneraba.
No obstante, antes de que se despidiera de mí, el faraón Tamose colocó en mis manos su sello real del halcón. Era la forma que tenía un faraón de delegar todos sus poderes en el portador de ese sello. Éste respondía sólo al faraón. Bajo pena de muerte nadie podía cuestionarlo ni entorpecer el curso o la ejecución de los encargos reales.
El faraón tenía por costumbre conceder el sello real del halcón a su emisario electo con una ceremonia solemne en presencia de los miembros más veteranos de su corte, pero pronto me di cuenta de que en un tema tan sensible como éste decidió hacerlo en absoluto secreto. Sin embargo, me sentí honrado por la confianza que había depositado en mí.
Me arrodillé y toqué el suelo con mi frente ante él. Pero el faraón se detuvo e indicó que me levantara.
—Nunca me has defraudado, Taita —dijo, dándome un abrazo—. Sé que tampoco lo harás ahora.
Partí en busca de Zaras. Le hice saber la importancia de nuestra misión y la oportunidad que se le presentaba para fortalecer la estima del faraón. El éxito de esta misión lo encaminaría hacia un camino ascendente de favores reales. Trató, de forma poco convincente, de ocultarme su asombro.
Entre los dos elaboramos un listado de doscientos veinte hombres que formarían la partida de ataque. Al principio, Zaras insistió en el hecho de que esa cifra no bastaría para tomar la guarnición cretense de casi dos mil hombres. Cuando le expliqué las circunstancias particulares que no había compartido con Atón ni con el faraón, aceptó mi plan sin reservas.
Le dejé elegir a sus hombres. Yo insistía en que el único atributo de los hombres que eligiera fuera la capacidad de hablar el idioma de los hicsos con fluidez. Zaras era demasiado joven como para haber participado en el éxodo a Nubia cuando los hicsos dominaban el sur de Egipto. De hecho lo habían reclutado en las legiones de hicsos a la edad de dieciséis años. El resultado era que podía hablar el idioma como un nativo, y en cualquier caso podía hacerse pasar por uno de ellos. Sin embargo, era leal a los egipcios y se había contado entre los primeros por renunciar a su verdadera raza cuando el faraón Tamose nos hizo atravesar las cataratas para aplastar a los hicsos en la batalla de Tebas, y conducir a sus supervivientes hacia el norte en un clima de pánico y confusión.
Los hombres que Zaras eligió para el grupo de ataque estaban muy bien formados y entrenados, y muchos lo estaban gracias al propio Zaras. Todos ellos eran navegantes así como soldados, y se habían pasado la mayor parte del tiempo en tripulaciones de combate a bordo de galeras de río, donde no se ocupaban de los carros de guerra. No había nada más que Zaras pudiera enseñarles.
Le dije que dividiera este destacamento en pequeños grupos de quince a veinte hombres para no llamar demasiado la atención cuando se marcharon de la ciudad de Tebas.
Cuando le mostré el sello real del halcón, el capitán de la guardia de las puertas de la ciudad no me interrogó. A lo largo de las noches siguientes estos pequeños destacamentos de Zaras se adentraron en el desierto del este. Se reagruparon en las ruinas de la antigua ciudad de Akita, lugar en el que los esperaba.
Contaba con carros repletos de auténticos cascos de hicsos, armaduras, uniformes y armamento. Era sólo una pequeña parte del botín que habíamos conseguido del enemigo en la batalla de Tebas.
Desde Akita nos dirigimos hacia el este hasta las costas del Golfo de Suez en el extremo septentrional del mar Rojo. Los hombres llevaban ropas de beduino sobre sus uniformes y armas.
Zaras y yo íbamos a la cabeza del destacamento principal. Estábamos esperando en un pequeño pueblo pescador de Al Nadas, sobre la costa del golfo, cuando nos alcanzaron.
Zaras había contratado a un guía con quien ya había trabajado anteriormente, a quien recomendaba. Su nombre era Al Namjoo. Era un hombre alto y silencioso con un solo ojo. Nos esperaba en Al Nadas.
Al Namjoo tenía localizadas todas las embarcaciones pesqueras de los pobladores para que nos trasladaran a la costa del este. El golfo estaba a menos de veinte leguas de ancho y llegados a este punto pudimos ver a lo lejos las colinas bajas del Sinaí.
Cruzamos por la noche, de modo que sólo las estrellas iluminaban nuestro sendero. Desembarcamos en la costa este del golfo cerca de otro diminuto pueblo pesquero. Era Zuba, donde uno de los hijos de Al Namjoo nos estaba esperando. Llevaba una hilera de más de cien asnos que había comprado para transportar nuestro equipamiento pesado. Todavía nos quedaba una caminata de casi doscientas leguas en dirección norte para alcanzar el mar Mediterráneo, pero los hombres estaban entrenados para rendir al máximo y avanzábamos con rapidez.
Al Namjoo mantuvo el ritmo hasta llegar al este del istmo del Sinaí, que une África con Asia, y así pudimos reducir el riesgo de encontrarnos con tropas de los hicsos. Al final salimos por la costa rocosa del sur del Mediterráneo cerca del puerto fenicio de Ushu. Quedaba aproximadamente a medio camino entre la frontera sumeria y esa parte del norte de Egipto que sigue en manos de los invasores hicsos.
Dejé a Zaras y sus hombres acampados en el perímetro del puerto, mientras yo avanzaba con dos asnos cargados de lingotes de oro ocultos en sacos de piel para trigo y cuatro hombres elegidos a dedo para ayudarme. Después de tres días de negociar con los comerciantes del puerto, obtuve tres galeras de tamaño medio que estaban atracadas en la playa debajo del templo fenicio de Melkart. Cada uno de estos barcos tenía capacidad para un centenar de hombres. Pagué mucho por ellos, y me quedaba muy poco oro en los sacos que habíamos traído de Tebas.
Dejé dicho en el puerto que éramos un grupo de mercenarios que viajaba hacia el este para vender nuestros servicios al rey asirio Al Haturr, que estaba sitiando la ciudad de Birrayut. Tan pronto como los hombres embarcaron, nos alejamos de la playa. Cuando alcanzamos las aguas profundas y seguíamos siendo visibles para los oteadores de Ushu, viramos y remamos en dirección hacia Líbano. Sin embargo, cuando estuvimos fuera de la vista de todos, invertimos el rumbo para volver hacia Egipto y el delta del Nilo.
Soplaba una suave brisa que nos favorecía. Izamos las velas mayores, y relevamos a los remeros de astas largas. Volvimos a pasar por Ushu, aunque esta vez nos dirigíamos en la dirección contraria. Mantuve a nuestros barcos justo por debajo de la línea del horizonte, de manera que nadie pudiera vernos desde el puerto.
Aunque cada galera transportaba a setenta hombres o más, avanzábamos deprisa, y había agua blanca serpenteante bajo los remos de cada embarcación. A última hora de la tarde del segundo día, calculé que la fortaleza cretense de Tamiat quedaba a menos de cien leguas de distancia.
Evidentemente, yo viajaba en la galera principal con Zaras y le propuse que, como habíamos dejado Ushu atrás, ahora podíamos acercarnos un poco para no perder de vista la costa. Es mucho más fácil para mí navegar y calcular una posición cuando veo tierra firme que me sirva de guía. Al final, mientras el sol rozaba la superficie del mar delante de nosotros y la oscuridad seguía nuestra estela, le indiqué al timonel que se dirigiera a una bahía protegida pero desierta de playas de arena. Avanzamos rápido hasta que las quillas tocaron tierra. Luego los hombres saltaron por la borda y arrastraron las embarcaciones hasta la playa.
La travesía desde Tebas hasta donde ahora nos encontrábamos había sido larga y dificultosa, pero estábamos a pocas leguas de nuestro destino. Esa noche se notaba una sensación contagiosa de entusiasmo y agitación en nuestro campamento que era atenuada por las amenazas de peligro que incluso los hombres más valientes sienten en la víspera de una batalla.
Zaras había elegido a dos de sus mejores hombres para dirigir las otras dos galeras. El primero de ellos se llamaba Dilbar. Era un hombre alto y apuesto, con antebrazos musculosos y manos recias. Captó mi atención desde el primer momento y se ganó mi aprobación. Tenía ojos oscuros y penetrantes, y tenía una visible cicatriz rosada provocada por un corte de espada en la mejilla derecha. Pero eso no le restaba atractivo. Cuando daba una orden, sus hombres respondían con rapidez y agilidad.
El comandante de la tercera galera era un hombre corpulento de hombros anchos y cuello de toro. Se llamaba Akemi. Era una persona jovial con voz grave y una sonrisa contagiosa. Su arma preferida era el hacha de asa larga. Akemi se acercó a mí después de que los hombres terminaran de comer.
—Mi señor Taita —dijo a modo de saludo. Cuando los hombres utilizaron estas cortesías por vez primera les regañé diciéndoles que no me merecía ese título. Habían hecho caso omiso a mi queja y tampoco quise insistir—. Los hombres me han preguntado si les harías el honor de cantar para ellos esta noche.
Tengo una voz excepcional y cuando lo interpreto, el laúd se convierte en un objeto celeste. Apenas puedo negarme a súplicas de este tipo.
La noche anterior a la Batalla de Tamiat elegí «El lamento de la reina Lostris». Es una de mis composiciones preferidas. Los hombres se congregaron a mi alrededor en el fuego del campamento y recité sus ciento cincuenta versos. Los mejores cantantes del grupo se unieron al coro mientras los demás tarareaban el estribillo. Al final quedaron pocos ojos secos entre el público. Mis propias lágrimas no hicieron desfallecer el poderío y la belleza de mi actuación.
Con el primer destello del amanecer del día siguiente, nuestro campamento ya estaba en marcha. Los hombres podían despojarse de sus prendas de beduino y los pañuelos para la cabeza y abrir los sacos que guardaban su armadura de hicso y las armas. La armadura estaba compuesta principalmente de parches de cuero, pero los cascos eran piezas de bronce con una aplicación de metal para la nariz. Cada hombre iba armado con un potente arco en curva y una aljaba de flechas de punta de pedernal, que estaban marcadas con plumas de colores siguiendo el estilo de los hicsos. Llevaban las espadas en una funda ligada a las espaldas, de modo que el asa sobresalía por detrás de su hombro izquierdo, lista para desenvainar. Las cuchillas de bronce no acababan en línea recta, como las armas regulares egipcias, sino que lo hacían en curva, como las de estilo oriental.
La armadura y las armas eran demasiado pesadas y se calentaban rápido cuando remaban con sol directo. Así que los hombres se despojaron de las prendas superiores y dejaron el equipamiento de guerra sobre la cubierta, debajo de los bancos de remo, entre sus pies.
La mayoría de mis hombres eran de piel clara y muchos tenían el pelo rubio. Les ordené que emplearan hollín del fuego de la cocina para oscurecer las barbas y la piel hasta que tuvieran una apariencia morena como cualquier legionario hicso.
Cuando nuestras tres galeras cargadas se alejaron de la playa y se apartaron de la bahía, volví a encontrarme con Zaras en el barco principal. Yo estaba junto al timonel que empuñaba el remo largo de la popa. Al mismo mercader del puerto de Ushu que me había vendido las embarcaciones le compré un mapa de papiro que prometía ofrecer detalles de la costa sur del mar Mediterráneo entre Gebel y Wadi al Nilam. Dijo haber trazado este mapa con sus propias manos y a partir de sus observaciones. Ahora lo desplegaba en la cubierta sobre mis pies y fijé sus extremos con unas piedrecitas que había recogido en la playa. Pude identificar casi de inmediato parte de la topografía de la costa. Me alegré al comprobar que el mapa era bastante preciso.
En dos ocasiones a lo largo de la mañana atisbamos las velas de otras embarcaciones sobre el horizonte, pero viramos y les dimos esquinazo. Luego, cuando tocaba el sol de lleno, el oteador de proa gritó otro aviso y señaló en dirección recta. Entorné los ojos y miré hacia donde nos indicaba. Me sorprendí al ver que la superficie del mar por el horizonte estaba revuelta con agua blanca, como si una quilla pesada nos estuviera mostrando el camino. No era la estación de tormentas.
—¡Desplegad las velas! —vociferé a Zaras—. Desarmad los remos y levantad las anclas de proa. Listos para seguir la corriente.
Las aguas agitadas chocaban contra nosotros mientras buscábamos el impulso del viento. El agua blanca emitía un fuerte rugido a medida que se acercaba.
Me agarré a un poste de la escotilla delante de mí y me sujeté con fuerza. Luego una ola cubrió todo el casco de la nave. El rugido fue ensordecedor, mientras los hombres gritaban órdenes e insultos y las aguas chocaban contra los costados del barco. Sin embargo, me sorprendí al comprobar que no soplaba viento. Supe de inmediato que esta tormenta sin viento era un fenómeno sobrenatural. Cerré los ojos y empecé a recitar una oración dedicada al gran dios Horus para que nos protegiera, y me aferré al poste con ambas manos.
Luego noté una mano que zarandeaba mi hombro y una voz que me gritaba al oído. Supe que era Zaras, pero me negué a abrir los ojos. Esperé a que los dioses hicieran conmigo lo que creyeran conveniente. Pero Zaras no dejaba de llamarme y yo seguía con vida. Abrí los ojos con cierta precaución. Seguí rezando para mis adentros. Ahora entendía lo que Zaras me estaba diciendo, y me arriesgué a echar un rápido vistazo a un costado.
El mar estaba repleto de enormes cuerpos brillantes que tenían la forma de puntas de flecha. Tardé unos instantes en darme cuenta de que eran seres vivos, y que cada uno de ellos tenía como poco el tamaño de un caballo. Sin embargo, eran peces gigantescos. Había tantos que los de abajo forzaban a los de arriba a alzarse en un tumulto de oleaje y espuma. La aglomeración de esas criaturas no parecía tener fin.
—¡Atún! —me gritó Zaras—. Son atunes.
La región superior de Egipto no da al mar y por tanto nunca había tenido la oportunidad de pasar tiempo en mar abierto y nunca había presenciado una migración de atunes de semejante magnitud. Había leído mucho sobre el tema y debería haber reconocido la situación. Me di cuenta de que corría el riesgo de hacer el ridículo, así que abrí los ojos y le grité a Zaras con todas mis fuerzas.
—¡Por supuesto que son atunes! ¡Preparad los arpones!
Reparé en la presencia de arpones cuando embarqué la primera vez. Estaban guardados debajo de los bancos de remo. Supuse que eran para ahuyentar a los piratas y corsarios en el supuesto de que quisieran abordar el barco. Las astas eran casi el doble de largas que un hombre alto. Las cabezas eran de pedernal afilado como una cuchilla. Había un ojo detrás de la lengüeta con la que poder encajar ambas piezas. Y en el otro extremo del asta había una pieza flotante de madera tallada.
Aunque había dado la orden de sacar los arpones, era típico de Zaras que él fuera el primero en cumplirla. Siempre quería que los demás siguieran su ejemplo.
Se hizo con una de las armas largas que estaba atada en la bancada, y mientras corría con ella hasta un costado del barco le sacó la cuerda que la había sujetado. Se colocó en la borda de la galera y no tardó en encontrar el equilibrio del largo arpón, de modo que el asta descansara sobre su hombro y la punta de pedernal señalara hacia el deslumbrante banco de peces que fluía a sus pies como un río de plata fundida. Los peces lo miraron con sus enormes ojos redondos cuyas pupilas parecieron dilatarse de miedo.
Observé cómo se tranquilizaba, apuntaba, y efectuaba el lanzamiento sobre las aguas que quedaban a sus pies. El asta de la pesada arma se zarandeó al impactar contra su objetivo y el arpón se movía bajo la superficie y la agitación del primer pez grande que fue alcanzado por la punta de pedernal.
Zaras volvió a cubierta y recogió la cuerda mientras ésta oponía resistencia, se deshilachaba y se quemaba por efecto de la fricción de sus fibras contra la madera de la galera. Otros tres hombres de la tripulación corrieron a ayudarlo y consiguieron sujetar la cuerda hasta someter a la víctima y arrastrarla.
Otros cuatro hombres habían seguido el ejemplo de Zaras y se hicieron con sus respectivos arpones situados en las bancadas para luego dirigirse a la borda del barco. No tardé en ver agrupaciones de hombres esforzados a cada extremo del barco. Gritaban de emoción, insultando y profiriendo órdenes inconexas mientras luchaban contra esas enormes criaturas.
Uno tras otro, los atunes fueron remolcados y rematados. Antes de que el último pez fuera despedazado, el resto de sus compañeros de banco se habían sumergido en las profundidades con la misma rapidez milagrosa que habían aparecido.
Esa noche volvimos a tocar tierra, y al calor del fuego de la playa nos obsequiamos un festín de suculenta carne de atún. Es el pescado más preciado de los mares. Los hombres sazonaron la carne con una pizca de sal. Algunos no tuvieron paciencia para cocerla, y se la tragaron cruda y sangrante. Luego completaron su manjar con un largo trago de vino de las tinajas.
Supe que a la mañana siguiente tendrían la fuerza y el ánimo para luchar al detectar la presencia enemiga. A diferencia del trigo y de otros alimentos insípidos, la carne despierta los demonios en el corazón de un guerrero.
Esa noche canté para ellos la «Balada de Tanus y la espada azul». Es un himno guerrero de los Azules, y les encantó. Todos los hombres se unieron al estribillo, por muy ronca que fuera su voz, y después pude ver el destello de la guerra brillando en sus ojos. Estaban preparados para enfrentarse al enemigo.
Botamos las galeras de nuevo a la mañana siguiendo al primer atisbo de luz para poder detectar los arrecifes de debajo de la superficie y encontrar un paso seguro.
Cuanto más nos acercábamos a las numerosas desembocaduras del delta del Nilo, más seguro estaba de nuestra posición, hasta que a última hora de la tarde pasamos por una desembocadura de estuario flanqueado en el este por un bosquecillo y en el este por un banco de lodo visible a simple vista. En el bosquecillo que daba al mar se erigía una torre rudimentaria de ladrillos de lodo pintados con cal. El techo de la torre se había derrumbado, al igual que la mayor parte del muro del costado del mar. Sin embargo, seguía mucho en pie para darme cuenta de que se trataba de una marca de navegación del canal de Tamiat, posiblemente erigido por algún marinero egipcio muerto desde hace tiempo.
Corrí hasta el pie del mástil principal y me subí a él hasta alcanzar la verga de la vela latina. Crucé las piernas y me abracé al mástil principal. Desde ese punto obtuve una perspectiva clara de tierra adentro y reparé de inmediato en el perfil cuadrado de una estructura erigida por el hombre que también estaba barnizada con cal. No tenía ninguna duda de que se trataba de la torre de vigilancia del fuerte comercial minoico y el tesoro que estábamos buscando. Descendí por el mástil y cuando mis pies tocaron el suelo grité al timonel:
—¡Atención al timón! ¡Vira tres puntos a estribor!
Zaras se acercó a mí dando varias zancadas.
—¿Sí? —preguntó.
Por lo general es un hombre genial y simpático, pero en momentos como éste se convierte en un hombre de decisiones rápidas y reacciones todavía más ágiles.
—¡Sí! —exclamé, y me obsequió con una sonrisa breve y fría y un gesto escueto de asentimiento para confirmar mi orden al timonel. Nos dirigíamos a mar abierto. Las otras dos galeras nos siguieron. Ahora navegábamos en dirección oblicua a la costa. No obstante, tan pronto como pasamos por el siguiente bosquecillo y nos exponíamos a la vigilancia de los centinelas de la torre de la fortaleza de Tamiat, ordené otro cambio de rumbo. Volvíamos directamente hacia las marismas laberínticas del delta.
El mapa me indicaba dónde encontrar lo que parecía ser un fondeadero seguro. Hicimos descender las velas de los mástiles y las colocamos planas sobre la cubierta mientras nos abríamos paso entre los densos bancos de papiro y espadañas hacia la laguna protegida que había elegido. Aquí estábamos completamente protegidos por la vegetación densa. Anclamos a una embarcación de distancia de las aguas oscuras y poco profundas con nuestras quillas poco incrustadas en el lodo. Pudimos vadear entre las embarcaciones mientras el agua, en las zonas más profundas de la laguna, nos rozaba sólo a la altura de las mejillas.
Mientras contemplábamos el atardecer y el ascenso de la luna, los hombres se acabaron los restos del atún fumado. Zaras vadeaba lentamente de una galera a otra, eligiendo a ocho de sus mejores hombres y advirtiéndoles que se prepararan antes del amanecer para acompañarnos en una operación de reconocimiento.
Una hora antes del amanecer nos congregamos en dos de los esquifes que habíamos remolcado por detrás de las galeras. Nos abrimos paso por la ancha laguna hasta la costa más cercana del bosquecillo donde había atisbado la torre de vigilancia del fuerte.
Podía oír los chillidos de las aves de las marismas y el susurro de sus alas al sobrevolarnos en plena oscuridad. Mientras la luz iba ganando intensidad, pude distinguir las largas líneas de la estela de las aves acuáticas y sus formaciones en flecha contra el cielo radiante. Había patos salvajes y gansos, cigüeñas, garzas, y grullas con cuellos largos y esbeltas patas, ibis y garcetas y otras cincuenta especies distintas más o menos. Se alzaban en bandada desde la superficie de la laguna cuando nos acercábamos con nuestra embarcación a remo. Por fin el sol se plantó firmemente sobre la línea del horizonte y la vasta extensión del delta se hizo visible. Es un lugar salvaje y solitario, no apto para la vida humana.
Tuvimos que arrastrar los esquifes por las aguas poco profundas y ocultarlos en los cañaverales, pero al fin alcanzamos tierra firme. No estaba muy seguro de la distribución del fuerte y sus inmediaciones, así que fuimos avanzando a tientas y con prudencia por la densidad de los juncos y las espadañas.
De repente llegamos a la ribera de un canal profundo que cruzaba los lechos de papiro desde el sur en la dirección de las aguas abiertas del Mediterráneo. Tenía unas ciento cincuenta brazas de ancho y reparé en el hecho de que las aguas eran demasiado profundas como para poder vadear. En la ribera opuesta al canal pude distinguir el tejado plano de la torre de vigilancia que habíamos atisbado el día anterior. Las cabezas con casco de al menos tres guardias sobresalían por el parapeto mientras hacían la ronda.
De pronto me percaté del sonido inconfundible de una embarcación que se acercaba en la dirección del mar desde donde nos encontrábamos, y les indiqué a mis compañeros que guardaran silencio. El crujir de los aparejos, la voz del marino entonando sus indicaciones por la popa, y el ruido seco de los remos en los escálamos se volvía más intenso hasta que, de repente, un enorme buque hizo su aparición en el primer recodo del canal.
Nunca había visto a una embarcación de ese tipo o tamaño; no obstante supe, a partir de las descripciones que me habían enviado mis espías, que se trataba de un trirreme cretense. Servía de buque de carga y de guerra. Tenía tres cubiertas y tres bancos de remos.
Su proa larga y puntiaguda estaba reforzada por una lámina de bronce batido para poder embestir a los buques enemigos. Tenía dos mástiles, que le permitían desplegar una gran superficie de velamen, aunque ahora estaba plegado mientras la embarcación se abría paso por el angosto canal remando en corto. Era una hermosa nave, con líneas claras y largas y un travesaño alto. Viéndola de este modo no era difícil de comprender por qué Creta era la potencia naval indiscutible del mundo. Era la embarcación más rápida y poderosa que surcaba los mares. Aunque iba muy cargada y avanzaba rozando el agua, ningún navío podía con ella. Sin embargo, me pregunté qué tipo de mercancías cargaría en la bodega.
Mientras se acercaba a nuestro escondite entre los bancos de juncos, pude observar a sus oficiales. Había tres en popa, que estaban al lado de cuatro hombres que manipulaban el largo remo de navegación. Aunque las piezas de la mejilla de su armadura ocultaban gran parte de sus facciones, parecían ser hombres más altos y robustos que nuestro egipcio medio. Pude ver que sus faldones eran de un lino de mayor calidad y que sus armas estaban pulcramente pulidas y grabadas. Eran más guerreros que mercaderes.
Mientras pasaba por delante de nosotros, la brisa levantó un tufillo procedente del barco hasta nuestra posición. Supe que estaban utilizando la hilera superior de remos largos, y que esos hombres tenían más madera de guerrero que de bestias de carga. Al oír la orden de su capitán, saltarían de su posición en los remos para hacerse con las armas que descansaban a sus pies. Lucharían como hombres y compartirían el botín.
Sin embargo, los esclavos sujetados por grilletes de cubierta remaban en las hileras inferiores. El hedor que emitían era el de esos desdichados que pasarían toda la vida en los bancos. Remaban, dormían, comían, defecaban y por último morían en el mismo asiento en el que remaban.
La galera cretense pasó frente a nosotros y luego oímos las órdenes que gritaban sus oficiales. La hilera superior de remos se alzó del agua como las alas de una gaviota plateada cuando anclaron, y sólo las hileras inferiores siguieron chapoteando y tirando con cuidado hasta que el barco tomó el último recodo del canal en dirección a las lustrosas paredes blanquecinas de la fortaleza que mostraba la distancia por encima de las cabezas de los bancos de papiro que asentían.
Luego ocurrió un suceso extraordinario; algo para lo que no estaba preparado. Una segunda embarcación, casi idéntica en cada sentido a la primera, rodeó el recodo del canal y pasó remando por el sitio en el que nos encontrábamos. También avanzaba sobre la superficie del agua, y transportaba mercancía pesada.
Después, y también para mi asombro y delicia, un tercer trirreme fuertemente cargado se acercó por el canal y pasó por delante de nosotros. Seguía a sus dos embarcaciones hermanas hacia la fortaleza.
Me di cuenta de lo que pasaba. Tres meses antes, mis agentes me habían informado de que los tres barcos del tesoro estaban listos para zarpar en el puerto principal cretense de Aggafer. Sin embargo, esta información tardó varios meses en llegarme. Mientras tanto, la marcha del convoy debió de retrasarse por circunstancias imprevistas, y la razón más probable eran las condiciones meteorológicas. Mis agentes no habían podido avisarme a tiempo de esta demora.
Tenía previsto llegar a la fortaleza de Tamiat mucho después de que el convoy hubiera llegado, desembarcado la mercancía y vuelto a embarcar en su travesía de regreso a Aggafer.
Las opciones para llegar a Tamiat al mismo tiempo que el convoy del tesoro eran tan remotas que sólo cabía esperar una intervención divina. Desde pequeño he sabido que soy un hombre predilecto de los dioses, especialmente del gran dios Horus a quien dirijo mis plegarias. ¿De qué otro modo podía haber heredado de nacimiento tantos talentos y virtudes? ¿De qué otro modo habría podido sobrevivir a tantos peligros terribles y amenazas mortales que sin duda alguna habrían destrozado a cualquier ser inferior? ¿De qué otro modo me habría conservado tan joven y apuesto, y preservado una mente tan aguda, cuando los demás se arrugan, palidecen y se deterioran con la edad? Hay algo en mí que me distingue de otros mortales.
Éste era otro ejemplo del favor y la indulgencia de Horus. Le susurré una palabra de agradecimiento y juré que le dedicaría un generoso sacrificio a la menor oportunidad que tuviera de hacerlo. Luego me acerqué arrastrándome hasta el rincón donde se encontraba Zaras, y tiré de su manga.
—Debo cruzar este canal y acercarme al fuerte cretense —le dije.
Existen dos enigmas en el corazón de Egipto que nunca he sido capaz de entender. El primero es que aunque utilicemos el caballo como bestia de carga y el carro como nuestra arma de guerra más importante, casi ningún egipcio montará a horcajadas. El segundo enigma es que aunque vivamos en la ribera de un gran río casi ningún egipcio sabe nadar. Si le preguntas a cualquiera por qué, por lo general se encogerá de hombre y dirá: «Los dioses fruncen el ceño ante estas conductas inapropiadas».
Ya he dejado claro que soy muy distinto de los demás. No me atrevo a afirmar que soy de algún modo superior al resto. Creo que basta con decir que soy un jinete experimentado, así como un nadador capaz y resistente.
Sabía que Zaras carecía de estas habilidades, aunque para ser completamente justos he de decir que nadie lo superaba al tirar de las riendas de un carro. Por eso le había ordenado que trajera consigo una boya de corteza de árbol para que se mantuviera a flote. Los dos nos desvestimos hasta arremangar nuestros calzones y nos adentramos en el canal. Zaras llevaba la espada atada al flotador de corteza. Yo llevaba la mía a mis espaldas. Zaras resoplaba y bufaba como un hipopótamo, mientras yo nadaba como una nutria y alcanzaba la ribera más alejada del canal antes de que a él le diera tiempo de cubrir media distancia.
Cuando logró cruzar el paso lo ayudé a salir del agua. Después, cuando hubo recuperado el aliento, nos arrastramos sigilosamente por los juncos hasta el fuerte cretense. Una vez alcanzada una posición desde la que tener una buena vista del edificio, me di cuenta de la razón por la cual los cretenses habían elegido este emplazamiento. Se encontraba en el punto más alto de una cordillera estrecha de limo que sobresalía de las blandas tierras aluviales y ofrecía una buena base sobre la que anclar su fortaleza.
Este bloque de piedra caliza dividía la corriente del canal principal hasta formar un foso alrededor del fuerte. Había varios tipos de navíos anclados en la cuenca formada por la curvatura del río alrededor de la fortaleza. La mayoría de estas embarcaciones eran simples barcazas que seguramente los cretenses habían utilizado para transportar materiales de construcción. No había ningún barco de navegación en solitario entre ellos. La única excepción era el escuadrón de tres magníficos trirremes que antes había pasado por delante de nuestro escondite.
No estaban anclados en la cuenca, sino que ya estaban amarrados al muelle de piedra que quedaba directamente por debajo de la puerta principal a la fortaleza de Tamiat. La puerta permanecía abierta de par en par, y había una reunión de soldados uniformados en el muelle para dar la bienvenida a los recién llegados. Pude ver, por los cascos emplumados y los detalles de oro que lucían, que muchos de ellos eran oficiales de alto rango.
Durante el lapso que Zaras tardó en cruzar el canal a nado y llegar a nuestro emplazamiento actual, las tripulaciones habían abierto las escotillas del trirreme principal y una cadena de esclavos semi desnudos había empezado a descargar la mercancía. Los esclavos trabajaban bajo la supervisión de varios vigilantes que llevaban media armadura y espadas cortas en los cinturones. Todos ellos empuñaban unos látigos de cuero trenzado.
Los esclavos iban descargando una sucesión de cofres idénticos de madera y los dejaban sobre unas planchas en tierra. Aunque los cofres no eran voluminosos, era evidente que estaban cargados porque los esclavos caminaban zarandeándose. Todo el proceso de descarga avanzaba demasiado lento a gusto de los observadores que arengaban y gritaban al grupo de esclavos.
Mientras observábamos la escena, uno de los esclavos tropezó mientras se subía a la plataforma del muelle. Se desplomó y el cofre que transportaba también cayó al suelo. Rompió los cierres de piedra y se abrió de par en par.
El corazón me dio un vuelco al ver el destello radiante del sol reflejándose sobre las superficies metálicas de los lingotes de plata amontonados sobre el muelle. Las barras eran pequeñas y rectangulares, y no medirían más que la mano de un hombre; sin embargo, había otros veinte o treinta lingotes dentro de ese cofre. Seguramente uno de esos lingotes habría bastado para pagar la construcción del gran trirreme que lo había transportado por todo el Mediterráneo. Todas mis esperanzas y expectativas se habían cumplido. Aquí estaba el enorme tesoro que había anticipado.
Tres de los supervisores se acercaron al esclavo postrado en el suelo y lo azotaron con ganas, levantando los látigos por encima de sus respectivas cabezas hasta golpear la piel lustrosa y sudorosa del esclavo. El hombre gritó y se contorsionó y trató de cubrirse la cabeza con los brazos. Uno de los latigazos le alcanzó el rostro y le arrancó el ojo derecho, que le quedó colgando del nervio óptico y le golpeaba la mejilla mientras el hombre movía la cabeza de un lado a otro. Al final el esclavo cayó inconsciente y no pudo protegerse. Uno de sus torturadores se inclinó para asirle los talones, lo arrastró por la espalda hasta un extremo del muelle y luego lo empujó por un costado. El cuerpo salpicó las aguas del río y se hundió lentamente, desapareciendo en las profundidades de las aguas lodosas.
En el muelle, los otros esclavos respondieron de inmediato a los gritos de los supervisores y el crujido de sus azotes. La hilera de hombres medio desnudos reanudó la labor, zarandeándose por el peso de la carga como si esa tarea nunca hubiera sido interrumpida.
Golpeteé con los dedos el hombro de Zaras para llamar su atención y luego nos retiramos a la hondonada del banco de juncos. Cuando hallamos un rincón seguro, lo conduje hasta el extremo de la fortaleza y la orilla de la otra ramificación del río. Tardé una hora de prudentes y cuidadosas maniobras hasta encontrar un punto de visión desde el que supervisar la distribución estratégica de la fortaleza y sus alrededores. Ahora estaba en condiciones de verificar en persona las noticias que había recibido de mis espías.
Aunque las paredes de la fortaleza eran enormes y seguramente inviolables, la zona que cubrían no era muy extensa. Quedaba muy poco espacio disponible en la cordillera, y no era en absoluto suficiente para albergar algo más que un tesoro y unos barracones para una guarnición de hombres que despejara cualquier incursión terrestre por parte de un pequeño destacamento procedente de uno de los canales del mar.
Sin embargo, los cretenses también debieron de darse cuenta de que necesitaban a un grupo más nutrido de varios miles de hombres para medirse ante una fuerza enemiga contundente que llegara a la costa y se adentrara en el territorio con la intención de atacar el fuerte. Habían resuelto este problema construyendo un puente de pontones entre ambos canales del río, de modo que el fuerte de la isla en el centro del río fuera accesible rápidamente por las tropas defensoras cretenses de cada orilla.
Desde donde estaba tenía una buena vista del canal situado en el extremo este hasta llegar a la tierra plana y seca que había después. Ahí era donde los cretenses habían construido su campamento fortificado, que proporcionaba barracones para el grueso de su ejército. Habían rodeado el campamento con una empalizada de protección con leños acabados en punta y el doble de altos que un hombre. Calculé que ese campamento podría albergar unos dos o tres mil soldados.
Había una torre de vigilancia en cada esquina del edificio cuadrado, y pude ver que los tejados de la estructura dentro de la empalizada estaban cubiertos de lodo negro procedente de las orillas del río que se había secado. También los protegía de las flechas de fuego que una posible fuerza enemiga lanzara contra sus muros.
Desde la entrada del muro que quedaba más cerca del río, los cretenses habían construido un pasadizo de ladrillo de lodo negro seco hasta llegar a la entrada del puente de pontones. Esto protegía a sus tropas de las flechas enemigas cuando salían del campamento.
Habían utilizado una serie de lanchas ancladas a ambos lados de los ramales del río para que hicieran las veces de pontones para el puente. Sobre ellos había un paso elevado de tablones. Este puente aseguraba que pudiera movilizarse un número mayor de tropas del campamento cuando más se las necesitaba.
—Lo tienen todo previsto.
Zaras dio su opinión mientras observaba las fortificaciones.
—Ésta es la razón por la cual los cretenses son conocidos… por su atención por los detalles.
Yo estaba de acuerdo con él, pero seguía inspeccionando el terreno, buscando cualquier muestra de debilidad de las defensas cretenses. Por mucho que buscara sólo podía dar con una. Era el puente de pontón en sí, pero estaba convencido de poder tratar con ello.
Volví mi atención al muelle en el que los tres grandes trirremes seguían amarrados. Pensé en el modo en el que los cretenses estaban descargando la mercancía del primer barco. Me di cuenta de que no era eficiente. Si yo tuviera que ocuparme de esta labor, sacaría los trípodes y las poleas por las escotillas abiertas y subiría los cofres de plata a cubierta para dejarlos sobre unos pallets. Allí tendría unos carros listos para cargar los cofres hasta el muelle y transportarlos después hasta las puertas del fuerte.
Los esclavos cretenses estaban cargando individualmente cada cofre por la escalera del fondo de la bodega a la cubierta principal. A este ritmo tardarían varios días en desembarcar la mercancía de los tres barcos.
Estaba preocupado. No había reconocido del todo la inmensidad de mi labor hasta que la vi ante mis ojos. Una cosa era hablar a la ligera de gestionar centenares de lakhs de lingotes, pero el asunto cambiaba completamente cuando había que considerar el peso físico y el volumen de ese tesoro, así como el problema de hacerse con él y transportarlo a centenares de leguas por mar, montaña y desierto mientras te perseguía un ejército vengativo.
Empecé a preocuparme de que quizá me había enfrascado en una tarea imposible, y me desanimé al pensar que tal vez la única solución era que si alguna vez lograba echarle el guante a un cargamento de estas dimensiones sería para sacarlo de las aguas profundas del Mediterráneo y tirarlo por la borda, donde quedaría para siempre fuera del alcance del rey Beón y el Minos Supremo.
Entonces huiría con los hombres que hubieran sobrevivido a la ira de los cretenses y regresaríamos al abrigo de Tebas. Tal vez lograra persuadir al Minos Supremo de que el rey Beón era el culpable, pero tenía mis dudas al respecto.
La solución no era fácil, y tuve que batallar con este problema durante casi una hora mientras Zaras y yo seguíamos en nuestro escondite entre papiros. Entonces, alcancé a ver una solución como si de un rayo se tratara. Era tan ingeniosa que llegué a sorprenderme de su belleza.
Pensé que se lo explicaría todo a Zaras, pero entonces decidí no abrumarlo con algo tan sencillo y tan endemoniadamente complejo.
Levanté la cabeza hacia el sol. Había alcanzado su punto álgido horas antes, y ahora volvía a descender por el cielo. Me fijé en el trío de barcos del tesoro y creo que esbocé una sonrisa. Percibí que Zaras me estaba observando con atención. Creo que se dio cuenta de que por fin había dado con algo, y que estaba esperando mis órdenes con impaciencia, aunque yo no estaba todavía dispuesto a revelárselas.
—¡Ya basta! —exclamé—. Tenemos que irnos.
—¿Dónde, Taita?
—De vuelta a las embarcaciones, tenemos mucho por hacer antes de que oscurezca.
Era ya el atardecer cuando por fin Zaras y yo logramos nadar y vadear de vuelta por donde habíamos dejado nuestras tres pequeñas embarcaciones en la laguna. Los hombres estaban muy contentos de volver a vernos. Creo que se habían convencido a sí mismos de que habíamos sido descubiertos por el enemigo y que nos habían matado, dejándolos solos, sin liderazgo, y con pocos recursos. Todos se mostraron ansiosos por obedecer mis órdenes.
El primero de los numerosos desafíos que me aguardaban era hacer cruzar a todos mis hombres fuertemente armados y ataviados con armadura (teniendo en cuenta que la mayoría no sabía nadar) por los canales profundos del río hasta alcanzar el fuerte.
Por este motivo elegí la embarcación más pequeña y ligera de las tres. Luego les indiqué que sacaran las cuerdas y cualquier pieza suelta de las otras dos naves. Pensé en quemarlas, pero los cretenses verían el humo y enviarían a un destacamento para investigar su procedencia. Les ordené a mis hombres que desmontaran la quilla y barrenaran las naves en la hondonada de la laguna.
Luego arrastramos la embarcación que había elegido por las aguas poco profundas de la orilla oriental de la laguna, ya que estaba más cerca de la fortaleza. Llegados a ese punto necesité a cada uno de mis hombres para maniobrarla por la superficie seca del canal del río. Les ordené que amarraran las cuerdas del ancla que habíamos rescatado de las dos naves en barrena a la proa de esta que habíamos puesto en circulación.
Con un centenar de hombres tirando de cada cuerda, la quilla del barco hizo de patín, y el casco se deslizaba rápidamente por los tallos de papiro que quedaban planos debajo de su peso. Sin embargo, nos faltaba todavía media legua de terreno seco hasta llegar al canal principal del río. Era cerca de la medianoche y la luna creciente de media sonrisa lucía bien alto en el cielo.
Les di un breve descanso a los hombres a orillas del río, así podrían poner a punto su armadura y comer algo frío. Entonces, con los remos amortiguados y con un destacamento de cincuenta hombres en cada flanco empezamos a avanzar por el canal. Cuando uno de ellos se cruzaba dividía nuestro pequeño destacamento en dos grupos.
Envié al grupo más numeroso de ciento cincuenta hombres con Zaras para que avanzara a rastras por los juncos, así podían llegar lo más cerca posible de la puerta principal del fuerte sin correr el riesgo de ser descubiertos por los centinelas. Se esconderían hasta recibir mi señal.
Antes de partir le expliqué mis planes a Zaras. Remaríamos por el canal con una tripulación de cincuenta hombres. Mi intención era atacar y destruir el puente de pontón que conectaba el principal campo enemigo con la isla sobre la que se erigía el tesoro. Antes de partir abracé por unos instantes a Zaras, y luego le repetí mis órdenes para que no hubiera ningún malentendido.
Luego nos despedimos, mientras yo subía a bordo de la galera que esperaba y ordenaba a mis remeros que se pusieran en marcha. La corriente era veloz y fuerte, pero mis hombres remaban con ahínco y a buen ritmo, y, al abrazar la orilla del canal que quedaba más apartada del fuerte, recuperamos velocidad corriente arriba. No tardamos en ver la torre de piedra caliza del fuerte que resplandecía a la luz de la luna. La imagen animó a mis remeros para esforzarse más.
Llegamos al último recodo del canal y la fortaleza se abrió ante nosotros. Los tres trirremes estaban tal cual los había visto por última vez, amarrados en el muelle de piedra. La luz de la luna era lo suficientemente brillante como para distinguir a dos de ellas que seguían avanzando a ras de la superficie del agua; seguían con la carga entera de lingotes. El tercer trirreme estaba más levantado, ya que lo habían despojado de gran parte de su carga. No obstante, calculé que todavía guardaba la mitad de los cofres del tesoro en su bodega.
No avisté a ningún centinela cretense. No había ningún indicio de luz a bordo de las embarcaciones más grandes. Sin embargo, había un fuego quemando en un extremo del muelle y las antorchas ardían sobre unas repisas a cada lado de la puerta de entrada al fuerte.
Me saqué el casco de bronce y lo coloqué sobre mi regazo. Luego me ajusté el pañuelo amarillo claro que llevaba atado al cuello para ocultar la parte inferior de mi rostro. Es una clase de tela extraordinaria conocida como seda. Es muy poco común y vale cien veces su peso en oro. Procede de una tierra situada en los confines del mundo, y no la tejen hombres sino gusanos. Posee propiedades mágicas. Puede ahuyentar a los malos espíritus y repeler enfermedades como la peste y la fiebre amarilla. Pero ahora sólo la utilizaba para ocultar mi rostro.
Mis facciones son tan peculiares que siempre cabe la posibilidad de ser reconocido por un amigo o enemigo. La belleza tiene un precio. Después del rostro del faraón, mi cara es posiblemente la segunda más conocida del mundo civilizado, y con ello me refiero a Egipto. Cuando me ponía el casco perdía mi rostro entre las filas de hombres sin rostro.
Mientras nos acercábamos al muelle a remo, las llamas de la antorcha parpadeaban y emitían una luz suficiente como para distinguir los contornos humanos ataviados con túnicas de los centinelas agazapados al calor de sus fuegos de vigía.
Saltaba a la vista que los oficiales cretenses no querían pasar la noche en el fuerte con el resto de los hombres. Al atardecer debieron de volver al puente con la mayoría de sus hombres para disfrutar de las comodidades de su campamento en la orilla más lejana del canal. Esto convenía a nuestros intereses.
Mientras nos manteníamos lo más lejos del muelle que el canal nos permitía, pasamos por delante de las galeras amarradas y los muros amenazadores del fuerte. Mientras los dejábamos atrás pude distinguir delante de nosotros la hilera de lanchas que formaban el puente de pontones que atravesaba el canal.
Remamos por el canal principal hasta calcular que estábamos por lo menos a doscientos metros corriente arriba del puente de pontones. Luego hice girar la embarcación contra corriente de modo que la proa quedara en el centro del largo estrecho puente de pontones. Ordené en voz baja a los remeros que dejaran de empujar y que detuvieran los remos, de manera que la corriente nos arrastrara hasta el centro del puente.
En el último momento me enfundé el casco y nos dimos la vuelta para quedar de costado con el puente, de manera que permanecimos inmovilizados por la banda de estribor mientras la corriente nos empujaba contra el arrecife.
Mis hombres estaban preparados para ello. Dos pequeños grupos de tres saltaron de la proa y la popa de nuestra embarcación y la amarraron al puente. El resto de los hombres, armados con hachas y espadas, saltaron por la borda del barco hasta llegar a los pontones. Sin esperar mis órdenes, empezaron a cortar las cuerdas que aseguraban y unían a las embarcaciones.
El ruido de las estocadas había atravesado el canal hasta llegar al campamento más remoto, puesto que oímos casi de inmediato a los tambores cretenses que llamaban a las armas. Estalló el caos en el campamento; los sargentos gritaban órdenes, se oía el martilleo y el estrépito de las armas sobre los escudos, el traqueteo de las armaduras y el clamor de los tambores que retumbaba hacia nosotros. Entonces vimos el destello de luz de las antorchas y el reflejo de sus llamas al chispear sobre el metal pulido de los escudos y los petos de armadura.
Una larga columna de infantería montada irrumpió en la desembocadura del corredor que iba desde el muro de la empalizada del campamento hasta la entrada del puente de pontones. Marchando en una columna de cuatro, los cretenses arremetieron por el puente estrecho, y éste se tambaleó por efecto de los pisotones de sus sandalias tachonadas con metal.
Rápidamente, el frente enemigo cayó sobre nuestro escaso equipo, que quedó al descubierto por el destello de las antorchas. Aun así, las cuerdas amarradas entre los pontones resistieron los hachazos de mis hombres. Cuando apenas los separaban cincuenta pasos oí a uno de los oficiales que dirigía la carga gritar una orden. No entendía su idioma, pero el significado de la orden saltaba a la vista.
Sin reducir su embestida por el corredor, los soldados de infantería de las primeras líneas retrocedieron y luego lanzaron una descarga de flechas. Los proyectiles cayeron sobre mi equipo de hombres que seguían abriéndose paso entre los recovecos que mantenía unida la línea de lanchas. Vi cómo una jabalina alcanzaba a uno de los míos por la espalda de modo que la punta de la flecha sobresalía casi un metro de su pecho. Se derrumbó tambaleándose sobre un costado de la embarcación sobre la que trataba de mantener el equilibrio y fue engullido por las aguas negras. Ninguno de sus compañeros bajó la guardia. Continuaron con pesadumbre, pero blandiendo sus hachas sobre las cuerdas de cáñamo que unían a ambos pontones.
Oí un gemido agudo cuando una de las cuerdas sucumbió, y después el traqueteo y el crujido de los tablones de los cascos chocando entre sí mientras cedía el resto de cuerdas que sujetaban las lanchas.
Luego, al fin, el puente se partió por la mitad. No obstante las dos partes desencajadas seguían unidas por nuestro barco, que quedó atrapado entre ellas. Grité como loco a mis hacheros que volvieran a bordo. No me preocupaba mi propia seguridad. Mi única preocupación era la seguridad de mis valientes compañeros.
El torrente de cretenses armados alcanzó los pontones sin que nadie opusiera resistencia. Arremetieron contra nosotros en formación sólida, profiriendo gritos desafiantes y blandiendo sus jabalinas. Mis hombres habían roto filas para volver a nuestra pequeña embarcación y se agachaban para evitar los proyectiles que impactaban contra la madera de nuestro casco.
Entonces grité a uno de mis hombres que partiera las cuerdas que seguían uniendo nuestra nave con el centro del puente. Mis órdenes se perdieron entre el barullo. No pude hacerme entender. Así un hacha de uno de mis hombres que estaba agazapado en el pantoque y corrí hacia la proa.
Un cretense se acercó a mí por el corredor. Ambos llegamos a la proa al mismo tiempo. Había lanzado su jabalina y se esforzaba por desenvainar su espada, que parecía haberse atascado en la funda. Pero logró desatascarla cuando nos cruzamos.
Pude ver que sonreía entre dientes debajo del casco. Pensó que me tenía a su merced y que estaba a punto de matarme. Llevó la espada hacia atrás y apuntó en dirección a mi pecho, pero había reparado en el movimiento de sus ojos, que delataban su intención, y pude anticiparme al golpe. Contorsioné mi cuerpo hasta el punto de que su espada apuntó debajo de mi antebrazo; cerré mi brazo sobre su codo.
Ahora lo había retenido. Trató de zafarse de mí, pero el suelo cedió y perdió el equilibrio. En ese momento aflojé y así su brazo armado. No estaba preparado para ello, se alejó unos pasos, extendiendo los brazos hacia mí mientras se esforzaba por recuperar el equilibrio.
Blandí mi hacha, apuntando hacia la única parte de su cuerpo que no estaba cubierta de metal: la muñeca de la mano que sujetaba la espada. También yo tenía dificultades para mantener el equilibrio en el barco que se balanceaba y se partía, de modo que no fue un golpe perfecto. No partió su espada limpiamente, tal como quería. Pero le hizo un corte al hueso del interior de la muñeca. Oí el chasquido de los tendones al partirse. Sus dedos se abrieron involuntariamente y la espada cayó al suelo, retumbando sobre los tablones del puente. Retrocedió hacia uno de sus compañeros que estaba agazapado a sus espaldas. Entre los dos, juntos, se dirigieron a un costado del puente y cayeron al río salpicando una gran cantidad de agua. El peso de su armadura los sumergió en las profundidades de inmediato.
Yo seguía blandiendo el hacha y las dos cuerdas de amarre que aseguraban la proa de nuestro barco al puente de pontones seguían extendidas delante de mí con tanta tensión que salía agua de los nudos de la cuerda. Alcé el hacha por encima de mi cabeza y luego apunté hacia la cuerda más gruesa, apoyando el golpe con todo el peso de mi cuerpo y todas mis fuerzas. La cuerda se partió con un golpe seco, como si de una cuerda de arco se tratara. Nuestra embarcación volcó mientras todo el peso recaía en una única cuerda más delgada. Asesté otro golpe y la cuerda se partió, retorciéndose y desenredándose en pleno vuelo. La proa de nuestra embarcación se balanceó cuando perdió el peso y la tensión, y entonces pudimos navegar siguiendo la corriente.
El efecto sobre el puente fue mucho más espectacular. Cada uno de los segmentos del puente seguía firmemente unido a sus amarres por las orillas del río. Sin embargo, ya no estaban unidos por el centro del canal y la corriente los fue separando sin dilación. Me quedé observando al nutrido grupo de cretenses que pereció en los arrecifes mientras luchaba por mantener el equilibrio y coger aire bajo sus pies.
El cambio de peso intensificó la inestabilidad de los pontones flotantes. Los hombres ataviados con armadura perdían el equilibrio y se tambaleaban como borrachos, chocaban entre sí y se empujaban por la borda.
Comprobé horrorizado cómo uno de los pontones volcaba y una decena de hombres caía por un costado. Al cabo de unos minutos la mayor parte del destacamento cretense luchaba entre las aguas oscuras y se ahogaban como ratas en una cascada.
Lo que me resultó trágico de esta escena es que estos hombres no eran ni siquiera nuestros enemigos; toda esta destrucción había sido prevista deliberadamente para persuadirlos de la conveniencia de ser nuestros aliados. No fue un gran consuelo para mí saber que había hecho esto para Egipto y mi faraón. Me sentí horrorizado ante las consecuencias de mis acciones.
Después, haciendo acopio de una enorme fuerza de voluntad, dejé a un lado mis sentimientos de culpa y mis remordimientos. Supe que no había vuelta atrás en lo que había hecho. Traté de olvidarme de los hombres que perecieron en esas aguas y pensé en los míos y en las bajas que habíamos sufrido. Me obligué a mirar hacia otro lado, y retrocedí hasta llegar al punto en el que pude cortar la cuerda que nos mantenía amarrados. Grité a mi tripulación, descargando mucha furia contra ellos. Les grité que volvieran a los remos y se pusieran en marcha, dando patadas y cachetes a quienes dudaban y se mostraban desconcertados.
Al fin volví a tener el remo del timón en mis manos y los hombres empezaron a remar al unísono. Aceleré el timón y éste nos condujo de vuelta al muelle de piedra debajo de la puerta principal del fuerte donde estaban amarrados los barcos del tesoro.
Salté de nuestra pequeña embarcación tan pronto como la proa tocó los escalones de piedra del muelle. Zaras estaba esperándome empuñando la espada y jadeando de cansancio, aunque sonreía entre dientes como un necio.
—Hemos dado caza a los tres buques del tesoro, e incluso la fortaleza es nuestra —me dijo mientras apuntaba con su cuchilla manchada de sangre hacia las puertas del fuerte, que estaban abiertas de par en par—. El bullicio que montaste en el puente de pontones fue una estupenda maniobra de distracción. Redujimos a los guardias del fuerte mientras seguían observando su actuación, y no repararon en nuestra existencia. No creo que ninguno de ellos escapara, pero si lo hicieron no llegaron demasiado lejos. —Se detuvo para recobrar el aliento y luego preguntó—: ¿Cómo te fue en el puente, Taita? —Me complació escuchar que incluso en el fragor de la batalla y la victoria se acordaba de hablar en la lengua de los hicsos.
—Derruimos el puente y la mitad de las fuerzas enemigas cayeron al río y se ahogaron —le expliqué sin ofrecer más detalles, y luego me dirigí a Akemi, que echó a correr al ver que me acercaba a la costa—. Toma el mando de esta embarcación y conserva a una docena de hombres para que remen contigo. —Señalé hacia una agrupación de pequeñas embarcaciones no tripuladas que permanecían ancladas en la cuenca que formaba el río—. Llévate las antorchas y los postes y quema estos botes, antes de que los cretenses puedan capturarlos y utilizarlos como medio de transporte para volver a atacarnos esta noche.
—Así lo haré de inmediato, mi señor —contestó Akemi.
—Quédate sólo con el mayor de ellos —continué—. Ese viejo bote de carga al final de la cola. No quemes ése. Tráelo de vuelta y lo dejaremos amarrado al muelle cuando nos marchemos.
Akemi y Zaras me miraron sorprendidos; sin embargo, fue Zaras el que se atrevió a cuestionar mis órdenes.
—¿Dejarlo para los cretenses? ¿Qué objeto tiene obrar así?
—Nos conviene para que los oficiales cretenses puedan regresar a Creta sin dilación e informar a su rey de la traición de sus aliados hicsos. Incluso el poderoso Minos de Creta se sentirá profundamente herido por la pérdida de quinientos lakhs de su plata. Cuando reciba las noticias, pedirá la sangre del rey Beón.
Esperé en el muelle y vi a Akemi y a su tripulación alejarse del muelle con rumbo a la cuenca del río. Lo vi traspasar a cuatro de sus hombres al buque de carga más grande. Izaron una vela de foque y llevaron la embarcación al muelle en el que me encontraba.
En la cuenca, Akemi permanecía de pie en la proa de nuestra pequeña embarcación. Sus hombres remaban siguiendo la línea de lanchas ancladas y Akemi encendió una antorcha al pasar junto a cada una de ellas. Sólo cuando todas ellas ardieron con fuerza me sentí satisfecho. Volví para reunirme con Zaras en medio del alboroto.
—Llévate a estos hombres, y ven conmigo —le dije, y corrí por el muelle de piedra donde estaba amarrado el trirreme cretense más cercano—. Quiero que asumas el control de este barco, Zaras. Pero yo navegaré contigo.
—Por supuesto, maestro —contestó—. Algunos de mis hombres ya han subido a bordo.
—Dilbar será el capitán de éste —señalé al segundo trirreme—. Y Akemi se ocupará del tercer barco del tesoro minoico.
—Como usted ordene, amo. —Al parecer, Zaras me había ascendido de Taita a amo. Sin embargo, seguíamos conservando un grado de intimidad que le permitía formularme preguntas indiscretas. Cumplió mi orden de inmediato.
—Cuando salgamos a mar abierto, ¿en qué dirección navegamos? ¿Pondremos rumbo este para Sumeria o rumbo oeste hacia la costa mauritana? —Luego incluso se dignó a ofrecerme un consejo paternal—. Tenemos aliados en ambos países. En el este tenemos al rey Nimrod, el gobernante de la Tierra de los Dos Ríos. En el oeste tenemos un tratado con el rey Shan Daki de Anfa en Mauritania. ¿Cuál de los dos será, Taita?
No respondí de inmediato. Opté por formularle una pregunta.
—Dime, Zaras, ¿qué rey o gobernante del mundo entero te confiaría un tesoro de quinientos lakhs de plata? —Zaras pareció confundido. No había pensado en ello—. Tal vez… bueno, en cualquier caso no sería Shan Daki. Su pueblo es corsario, y él es el rey de los ladrones.
—¿Qué me dices de Nimrod? —aventuré a decir—. No estoy seguro de confiarle una pieza de plata más grande que mi pulgar.
—Tenemos que confiar en alguien —protestó—, a menos que encontremos una playa desierta y enterremos la plata en ella, y luego podamos volver a recuperarla.
—¡Quinientos lakhs! —le recordé—. Tardaría un año en cavar un hoyo lo suficientemente profundo, y necesitaríamos una montaña de arena para taparlo. —Me lo pasaba en grande con su confusión—. ¡El viento nos favorece! —levanté la vista hacia la insignia minoica, el toro dorado de Creta, que seguía ondeando en el mástil del trirreme que le había procurado—. Y los dioses siempre favorecen a los valientes.
—No, Taita —me contradijo—. El viento no sopla a nuestro favor. Sopla desde el interior del mar, directamente hacia el canal. Nos empuja contra tierra. Habrá que remar con fuerza para que nos lleve hasta las aguas abiertas del Mediterráneo. Si no confías en Shan Daki ni en Nimrod, entonces, ¿en quién confías? ¿En qué dirección deberíamos navegar?
—Sólo confío en el faraón Tamose —le contesté, y entonces me dejó entrever su frustración por primera vez.
—¿De modo que tu plan consiste en regresar al faraón por la misma ruta que seguimos aquí? ¿Deberíamos cargar con el tesoro sobre nuestras cabezas desde Ushu atravesando el desierto del Sinaí, y luego cruzar a nado el mar Rojo? Desde allí no se tarda mucho en llegar a Tebas a pie. El faraón se mostrará sorprendido de verte; de eso puedes estar seguro —dijo en tono burlón.
—No, Zaras —le devolví el comentario con una amplia sonrisa—. Desde aquí navegaremos en dirección sur por el Nilo. Vamos a transportar a esos tres monstruos cretenses y la plata en sus bodegas directamente de vuelta a Tebas.
—¿Te has vuelto loco, Taita? —dejó de reírse—. Beón domina cada tramo del Nilo desde aquí hasta Asiut. No podemos navegar trescientas ligas por las hordas de los hicsos. Es una verdadera locura. Debido a su agitación, había abandonado la lengua de los hicsos para pasarse al egipcio.
—Si hablas el idioma de los hicsos cualquier cosa es posible —le contradije y le refuté su argumento—. En cualquier caso, ya hemos desmantelado a dos de nuestras naves y voy a quemar la tercera antes de abandonar Tamiat, únicamente para cerciorarme de que no dejamos rastro de nuestra verdadera identidad.
—En nombre de la gran madre Osiris y de su amado hijo Horus, creo que realmente hablas en serio, Taita —volvió a sonreír entre dientes—. Y tu plan consiste en que me vuelva tan loco de remate como tú lo estás, y que en medio de esta locura me muestre de acuerdo contigo, ¿verdad?
—En la batalla, la locura es sensatez. Es la única forma de sobrevivir. Sígueme, Zaras. Te conduciré a casa.
Levanté el puentecillo de la cubierta del trirreme. Había veinte hombres de Zaras delante de mí. Me di cuenta de que ya habían asumido el control de la embarcación y de los hombres que viajaban en ella. En cubierta, la tripulación cretense estaba de rodillas formando una fila con las cabezas inclinadas y los brazos plegados a sus espaldas; la mayoría sangraba debido a las heridas abiertas. Sólo quedaban seis. Los hombres de Zaras los vigilaban con las espadas desenfundadas.
—Buen trabajo, muchachos —les dije, dando muestras de apoyo. Luego volví a dirigirme a Zaras—. Ordena a tus hombres que despojen a los prisioneros de sus uniformes y armadura, y dejadlos en tierra bajo vigilancia. —Mientras daba las órdenes, bajé por la escalerilla hasta la cubierta superior de remo. Los bancos no estaban tripulados y los remos largos estaban desarmados. Pero contaba con cincuenta de mis hombres para llenar esos espacios. Bajé sin detenerme por la siguiente escalerilla que conducía a la cubierta inferior de los esclavos. Volví a percibir ese hedor. Era tan penetrante que me costaba respirar, pero continué avanzando.
Había unas lámparas humeantes de aceite que ardían en las repisas del techo bajo, e iluminaban lo suficiente como para distinguir las filas de cuerpos semidesnudos que se agazapaban en los bancos de remo o posaban sus cabezas sobre los remos largos ante ellos mientras dormían. Los que estaban despiertos me miraron con ojos en blanco e inexpresivos. Cuando se movían, las cadenas de sus grilletes tintineaban.
Había pensado en dedicarles un pequeño discurso, tal vez en ofrecerlas la libertad cuando llegáramos a Tebas si remaban con ahínco durante mucho tiempo. Pero descarté la idea al darme cuenta de que eran criaturas semi humanas. Habían quedado reducidos al nivel de bestias por el vil y cruel tratamiento que recibieron. Mis amables palabras no significarían nada para ellos. Lo único que todavía entendían era el látigo.
Bajé la cabeza para no golpearme con la cubierta superior y avancé hacia la popa siguiendo el pasadizo entre los bancos de los esclavos hasta llegar a la puerta que estaba seguro que me conduciría hasta la bodega de carga. Había un pesado candado de latón. Zaras me pisaba los talones. Me quedé junto a él y vi cómo abría el cerrojo con la espada y daba una patada a la puerta.
Después saqué una de las lámparas de aceite de la repisa y la sostuve muy alto mientras entraba en la espaciosa bodega de carga. Los cofres de los lingotes de plata estaban apilados de un costado a otro de la estancia. Sin embargo, había un enorme agujero abierto en el centro de esa pila. Hice un cálculo rápido del número de cofres preciosos que los cretenses ya habían desembarcado. Calculé que debían de ser un centenar, como poco.
Tuve una leve sensación de pánico y pensé en abandonar esa pequeña parte del tesoro y zarpar con lo que teníamos a bordo, pero entonces descarté esa idea.
Cuando los dioses te sonríen, Taita, aprovéchate al máximo antes de que vuelvan a fruncir el ceño, me dije a mí mismo, y entonces me dirigí a Zaras:
—Ven conmigo. Trae a tantos hombres como puedas permitirte.
—¿Adónde vamos?
Señalé al espacio vacío del montón de cofres.
—Nos dirigimos al fuerte en el que los cretenses han guardado estos cofres que faltan. En ellos encontraremos la plata suficiente como para equipar a todo un ejército y llevarlo al campo de batalla. Debemos evitar que una parte de ese botín caiga en manos de Beón.
Subimos rápidamente a cubierta, y luego Zaras me siguió por la escalerilla que conducía al muelle. Diez de sus hombres nos pisaban los talones, trayendo consigo a los marineros cretenses prisioneros. Los habían desudado. En el interior de las puertas del fuerte encontramos a Dilbar y a treinta de sus hombres que vigilaban a los hombres y esclavos que habían capturado en tierra.
Le ordené a Dilbar que también desnudara a los cautivos. Necesitaba el mayor número posible de uniformes cretenses y todas las piezas de armadura que pudiéramos conseguir. Los oficiales minoicos lucían collares, anillos, brazaletes y pulseras de oro y plata y piedras preciosas.
—Llévate también estas alhajas de los prisioneros —le ordené a Dilbar. Seleccioné dos de las piezas más destacadas de joyería del montón y las escondí en mi bolsito de piel. Al igual que la mayoría de mujeres, mis dos princesas adoran las alhajas bonitas y brillantes.
Centré mi atención en los esclavos capturados, que permanecían encadenados e imperturbables. Me di cuenta de inmediato que aunque eran un grupo mixto, que incluía a libios, hurrianos y sumerios, la mayoría eran egipcios. Con toda probabilidad habían sido capturados por los hicsos y entregados a los cretenses para ayudarlos a construir el fuerte. Elegí a uno de ellos, uno que tenía un rostro inteligente y no parecía haber sucumbido todavía a la desesperación.
—Llévate a ése a la estancia contigua —ordené a Dilbar, y asió al egipcio y lo arrastró hasta la antecámara del fuerte. Allí le comenté que nos dejara a solas. Cuando se hubo marchado, me quedé mirando al esclavo en silencio por unos instantes. Tenía una actitud de resignación, pero vi un atisbo de desafío en su mirada que trataba de ocultar.
—¡Bien! —pensé. Sigue siendo un hombre.
Al fin hablé con él despacio y en nuestro dulce idioma.
—Eres egipcio —se sobresaltó y vi que me había entendido—. ¿En qué regimiento estás? —le pregunté, pero se encogió de hombros fingiendo que no entendía. Bajó la mirada hacia sus pies.
—¡Mírame! —le ordené, y me saqué el casco de bronce y el paño liso de seda que cubría la mitad inferior de mi rostro—. ¡Mírame! —le repetí.
Levantó la cabeza y se llevó una sorpresa.
—¿Quién soy yo? —le pregunté.
—Eres Taita. Te vi en Luxor en el Templo de Hathor cuando era niño. Mi padre me dijo que eras uno de los egipcios vivos más grandes —susurró extrañado, y luego se postró a mis pies. Me conmoví ante esta muestra de veneración, pero mantuve firme mi tono de voz.
—En efecto, soldado. Soy Taita. ¿Quién eres tú?
—Soy Rohim, del regimiento veintiséis de los aurigas. Fui capturado por los cerdos de los hicsos hace cinco años.
—¿Regresarás conmigo a nuestro Egipto? —le pregunté, y él sonrió. Le faltaba un diente en la mandíbula superior, y tenía el rostro amoratado. Le habían dado una paliza, pero seguía siendo un guerrero egipcio y su respuesta era firme.
—¡Soy tu hombre hasta el día de mi muerte!
¿Dónde guardan los cretenses los cofres que ayer os obligaron a descargar del barco?
—En la sala protegida del fondo de la escalera, pero la puerta está cerrada.
—¿Quién tiene la llave?
—El gordo con el fajín verde. Es el amo de los esclavos.
Ya había visto al hombre que describía. Era uno de los que estaba arrodillado con el resto de prisioneros.
—¿También tiene la llave de tus grilletes, Rohim? La necesitarás, porque vuelves a ser un hombre libre. —Sonrió al pensar en ello.
—Guarda las llaves en una cadena que lleva colgada de la cintura. Las esconde debajo de su fajín.
Supe por Rohim que más de ochenta esclavos del fuerte eran arqueros y aurigas egipcios capturados. Cuando les sacamos los grilletes, se esforzaron por sacar los cofres de plata del fuerte y guardarlos en la bodega del trirreme de Zaras.
Mientras se producía este traspaso de cofres de plata, Rohim me condujo hasta la armería. Cuando abrimos la puerta de par en par, me encantó ver toda una amplia variedad de uniformes, armadura y armas que guardaban en ese lugar.
Ordené que el equipo entero fuera transportado a los barcos y guardado en la cubierta principal de remo, donde podríamos acceder fácilmente a él.
Por último, encerramos a todos los cretenses capturados en sus propias barracas de esclavos, y embarcamos en los otros tres trirremes.
Había dividido a nuestros hombres disponibles equitativamente en los tres barcos, de modo que todos los bancos de remo estuvieran completos. Di la orden de que los esclavos que seguían encadenados en las cubiertas inferiores recibieran una comida de pan duro, pescado seco y cerveza que habíamos encontrado en los almacenes del fuerte. Fue patético ver cómo se llevaban la comida a la boca con sus manos callosas y oscurecidas por la suciedad y sus propios excrementos secos. Se tragaron la cerveza que les dimos hasta que sus estómagos encogidos no aguantaron más. Algunos la vomitaron entre los pantoques que se abrían entre sus pies desnudos. Pero el alimento y el trato amable los había vivificado. Supe que me servirían.
Cuando el sol del amanecer brillaba por el este, nos dispusimos a zarpar. Me coloqué en mi lugar de proa en el trirreme principal junto a Zaras, ataviado con el casco de hicso y tapándome la nariz y la boca con el pañuelo de seda.
Zaras ordenó desamarrar, y el tambor de cada cubierta de remo dio la señal. Los remos largos se hundieron en el agua, tiraban y ascendían de nuevo siguiendo el ritmo de los tambores. Comuniqué la orden a los hombres de los remos principales y nos dirigimos hacia el canal principal del río. Los otros dos trirremes zarparon a nuestras espaldas. Formábamos una fila por la popa y nos dirigíamos decididamente por el sur hacia la capital de los hicsos recorriendo doscientas leguas de vía fluvial controlada por el enemigo.
El humo de las naves que seguían quemando flotaba sobre una densa orilla del río, y de vez en cuando cubría el campamento cretense por el otro lado. Pero cuando una bocanada de viento del norte partió la cortina de humo, vi que mis naves no eran las únicas que habían sido sorprendidas cuando me dirigí hacia el sur.
Las tropas del campamento cretense que habían sobrevivido a la destrucción del puente de pontones se habían congregado en la ribera abierta con todo sus aparejos de guerra. Los oficiales que las dirigían habían elegido un punto en el que el canal fluvial navegable discurría junto a la orilla. Las filas de sus arqueros seguían el borde del agua por lo puntos más cercanos del canal. Tenían previsto que tomáramos el afluente hacia el norte hasta llegar a mar abierto. Llevaban los arcos y cada hombre tenía una flecha lista y colocada para disparar.
Cuatro de sus oficiales, los de los penachos altos en los cascos y los adornos brillantes en el pecho y hombros, iban a caballo. Se colocaron detrás de las formaciones de arqueros, preparándolos para dirigir las flechas de sus hombres al pasar por nuestra ruta hacia el mar Mediterráneo.
Se sorprendieron al ver que virábamos por el ramal sur del canal y que nos alejábamos de ellos. Nadie reaccionó por unos instantes. Sólo cuando el trirreme comandado por Dilbar siguió a nuestro barco por el recodo empezaron a actuar. Cuando Akemi, cuya embarcación ocupaba la retaguardia de nuestro escuadrón, empezó a seguirnos, las voces de los oficiales cretenses que gritaban órdenes se volvieron frenéticas. Me llegaron a través de las aguas, y me eché a reír cuando los vi espolear sus caballos por la ribera del río en un intento fallido por ir delante de nosotros.
Los arqueros cretenses rompieron sus filas perfectamente ordenadas y echaron a correr sin ton ni son detrás de sus oficiales, pero mientras empezábamos a alejarnos sin piedad de todos ellos, se detuvieron. Levantaron sus arcos y enviaron una descarga de flechas tras otra siguiendo una trayectoria elevada. Sin embargo, todos estos intentos fueron infructuosos y las flechas cayeron en la estela del barco de Arkemi.
Los oficiales montados se negaron a abandonar la persecución. Fustigaban a sus animales y los condujeron hasta el camino de sirga para intentar dar alcance a nuestra flotilla. Cuando poco a poco se fueron acercando al trirreme de Akemi, desenvainaron las espadas. Se quedaron en el estribo profiriendo insultos y provocaciones al otro lado de la orilla de donde se encontraban los hombres de Akemi.
Akemi había cumplido mis órdenes estrictas de no disparar flechas a los minoicos. Aunque habrían sido un blanco fácil para sus arqueros situados en la cubierta superior de su trirreme, él y los suyos les hicieron caso omiso. Esto pareció enfadar a los minoicos. Avanzaba al galope por el caminito, alcanzando primero la nave de Akemi y después la de Dilbar. A final llegaron al mismo nivel en el que me encontraba en el barco principal.
Mis hombres acataron las órdenes de que no hicieran ningún intento por esconderse. El cuarteto de oficiales cretenses pudo ver nuestros uniformes hicsos auténticos y sus adornos desde una distancia de escasos cientos de pasos mientras avanzaban dificultosamente por el camino de sirga con la intención de dar alcance a nuestras naves.
Para entonces ya habían recorrido más de tres leguas siguiéndonos, y sus caballos estaban empezando a dar muestras de agotamiento. Cuando se levantó una brisa tierra adentro desde el Mediterráneo y ésta fue cobrando fuerza, arrastrándonos hacia el sur, nos alejamos de ellos con un ritmo sostenido. El camino de sirga desembocaba en una marisma. Los cascos de los caballos expulsaban lodo negro y los animales luchaban por no hundir las patas en el barro. Se vieron obligados a abandonar la persecución. Detuvieron a sus caballos mientras observaban desesperados cómo nos alejábamos de su posición.
Yo estaba complacido por cómo se había desarrollado la operación. Los oficiales minoicos habían visto todo lo que querían que viera, que eran tres barcos cargados de piratas hicsos con quinientos lakhs de lingotes de plata del Minos Supremo navegando por el río en dirección sur hacia la capital del rey Beón en Menfis.
Ahora llegó el momento de empezar la transformación en nuestro próximo papel. Di la orden de que los uniformes cretenses y las armas que habíamos confiscado en la fortaleza de Tamiat fueran llevados a cubierta. Entonces nuestros hombres, riéndose y haciendo bromas, se despojaron de los uniformes hicsos y los aparejos y los sustituyeron por todo un despliegue de esplendor militar minoico, desde cascos dorados a espadas grabadas y botas de cuero fino que llegaban a la altura de las rodillas.
Tanto Akemi como Dilbar habían recibido mi orden estricta de no permitir que sus hombres dejaran o tiraran los uniformes hicsos por el río. Si eran arrastrados por la corriente y recuperados por las tropas de Tamiat, entonces descubrirían mi engaño.
Los cretenses no tardarían mucho en darse cuenta de que les habíamos dado esquinazo. Así que hice un fardo con las prendas hicsas y lo guardé todo en un rincón de las cubiertas inferiores.
Como el viento soplaba directamente en la retaguardia, nuestras velas se hinchaban y los remos se alzaban y descendían como las alas plateadas de una bandada de enormes cisnes blancos en vuelo. Avanzamos por el sur a buen ritmo. Estos trirremes minoicos eran los barcos más grandes y rápidos que existían. A pesar de la enorme carga de hombres y plata que transportaban, su velocidad era asombrosa. Además de la velocidad, se notaba una emoción contagiosa por el hecho de saber que nos dirigíamos a casa, y eso puso de buen humor a mis hombres.
Mientras dejábamos el delta y sus numerosos afluentes a nuestras espaldas y salíamos por fin al río principal, los tres barcos de nuestra flotilla se abrieron formando una misma línea y navegando a toda vela hacia el sur. Los miembros de la tripulación lanzaban pullas e insultos amistosos de un trirreme a otro.
Pasamos por delante de unos barcos pesqueros anclados y adelantamos a otras pequeñas embarcaciones cargadas de mercancías de consumo y de comercio. Al pasar por delante pude fijarme en ellas desde lo alto de nuestra cubierta superior. Vi unos cuantos rostros egipcios entre las tripulaciones que nos miraban atónitos mientras los adelantábamos, pero la mayoría eran hicsos.
Para mí es muy fácil ver la diferencia entre estas dos razas. Mis egipcios son un pueblo agraciado con rostros vivaces e inteligentes, frentes altas, ojos grandes y separados entre sí, y facciones bellamente esculpidas. En definitiva, uno es capaz de ver a simple vista que son una raza superior.
Por otro lado, los hicsos poseen escasos atributos. No tengo ningún prejuicio hacia ellos. Sin embargo, tengo razones para aborrecerlos con un odio profundo y amargo. Son ladrones y bandidos; cada uno de ellos, sin excepción. Se deleitan con la crueldad y la tortura. Su lengua tosca y gutural ofende a los oídos de los hombres civilizados. Adoran a Seth, que es el más necio de todos los dioses. Nos han robado nuestra tierra y esclavizado a nuestro pueblo.
Pero no guardo rencor. Aborrezco a los rencorosos. De hecho, he intentado hacer lo posible para hallar rasgos dignos de mención en el carácter nacional de los hicsos. Todos los dioses saben que no es error mío no haber dado todavía con uno.
Mientras analizo algunos ejemplos de esta desdichada raza, se me pasó por la cabeza el hecho de que en algún momento del futuro sería adecuado expresar mi desacuerdo de un modo más concreto y sin ambigüedades. Debería hacer un gesto en el que incluso el rey Beón pudiera considerar como bien merecido.
Ése será un día dichoso para todos los egipcios, pensé. Sonreí, y entonces el pensamiento persistió en mi mente: ¿por qué ese día no debería ser más temprano que tarde? Se me ocurrió el plan entero, y sólo tarde unos instantes en concebirlo y en verlo nacer.
Había visto varios rollos de papiro y una tabla de escritura en el camarote del capitán en la cubierta inferior. Los cretenses son un pueblo culto. Emplean una variedad de escritura cuneiforme que no es muy distinta a la de los sumerios. Puedo leer y reconocer los símbolos, aunque confieso que todavía no puedo mantener una conversación en el idioma minoico.
Tal como cabía esperar, los hicsos son completamente analfabetos. Sin embargo, supe por mis espías que han capturado y esclavizado a escribas egipcios para que lean, escriban o traduzcan nuestros jeroglíficos por ellos.
También supe que han aprendido de estos escribas el uso de las aves para enviar mensajes rápidamente y a grandes distancias. Al igual que los simios, los hicsos son buenos imitadores; aunque rara vez son capaces de resolver un problema de forma original, suelen copiar los inventos de mentes superiores a la suya.
Me disculpé ante Zaras con unas breves palabras y bajé corriendo al camarote de la cubierta inferior. Los aparejos de escritura estaban donde los había visto por última vez. Había un cofre ornamental decorado con miniaturas de Thoth, el dios con cabeza de ibis de la escritura.
Me senté a horcajadas sobre la cubierta y abrí el estuche de escritura. Me alegré al comprobar que aparte de los rollos de papiro de tamaños y formas distintas había una selección de pinceles y bloques de tinta. El estuche contenía cuatro vainas en miniatura del tamaño de mi pulgar, tejidas con esmero a partir de los filamentos de la crin de un caballo. Las vainas podían atarse a la pata de una de las palomas comunes que criábamos para uso alimentario. Estas aves también poseen la extraña habilidad de regresar sin equivocarse al mismo nido del que nacieron, y por eso no fallan cuando llevan consigo las pequeñas vainas atadas a sus patitas.
Elegí sin pensarlo un pedacito de papiro para que cupiera en la vaina de la paloma. Luego seleccioné el pincel más delgado de escritura y un bloque nuevo de tinta molida del bloque de carbón.
No tuve que pensar en el contenido de mi mensaje porque lo tenía todo en la cabeza. Cuando es necesario soy capaz de escribir jeroglíficos que no sólo son pequeños y pintados con precisión, sino también lúcidos y legibles, puesto que tengo maña para la escritura.
Al poderoso Beón, faraón del Egipto Superior e Inferior. —Empecé con el saludo acostumbrado. Evidentemente él no era nada de eso, pero él aspira a tener estos atributos—. Yo, Minos Supremo de Creta, te saluda. Como muestra de nuestra amistad y favor, le envío a Su Excelencia tres de mis grandes barcos del tesoro cargados con mercancías. Zarparán el segundo día del mes de Epiphi desde mi destacamento de Tamiat en el delta del Nilo. Confío en que lleguen a su palacio de Menfis en el quinto día de ese mismo mes. He tardado en informarlo de estos sucesos, esperando al último momento, para evitar que esta información caiga en manos de hombres perversos antes de que llegue a su noble conocimiento. Confío en su buen hacer para recibir estas informaciones con el mismo espíritu de respeto y entendimiento con el que se envían.
Tan pronto como la tinta se secó enrollé con cuidado mi pequeño pergamino y lo guardé en una de las vainas de paloma. Lo sellé con una gota de goma arábiga. Luego me marché del camarote y descendí a la cubierta inferior para dirigirme a la puerta de entrada de la bodega.
El cerrojo no había sido sustituido desde el trato tan duro que le administró Zaras. Pude abrir fácilmente la puerta con la mano. La cerré tras de mí. El cofre que había abierto para inspeccionar sus contenidos permanecía apartado del resto. La tapa había perdido el mecanismo de seguridad. Volví a forzar su apertura con mi puñal, tal como era acostumbrado en mi tradición cretense. Luego me arrodillé ante él y saqué uno de los lingotes de plata. Era pesado pero lo coloqué en el bolsillo de mi cinturón. Luego regresé a la cubierta superior y me coloqué a un costado de Zaras. Le hablé en voz baja para que ningún miembro de la tripulación pudiera escucharme.
—En el transcurso de la próxima hora deberíamos llegar al puerto fluvial de Kuntus, donde Beón tiene un puesto aduanero para recabar impuestos de los buques que pasan.
Zaras me interrumpió con una sonrisa ahogada.
—Eso no tiene la menor importancia, amo Taita. No nos retrasaremos. Los apartaré como si fueran mosquitos.
—No, Zaras. Reducirás la intensidad de los remos y las velas para dejar que se acerque la lancha de recaudación. Cuando lo haga, te mostrarás respetuoso con esas personas. Debo quedar bien con el recaudador, porque necesito su cooperación.
Me di media vuelta hacia un costado del barco antes de que él me atosigara a preguntas. Lo cierto es que no estaba seguro de lo que nos encontraríamos al llegar a Kuntus.
Avanzamos río arriba, dejando atónitos a los barcos que nos encontrábamos por la ruta. Éramos los más rápidos del Nilo. Ni siquiera un hombre montado a caballo podía superarnos ni dar el aviso de nuestro acercamiento. Tan pronto como nos veían acercarnos contracorriente, los barcos trataban de evitarnos apartándose hacia la orilla o dejando caer las velas y virando hacia el norte para permitir que la corriente los alejara de nuestro curso. No sabían quiénes éramos. Pero en estos tiempos de incertidumbre, cargados con el humo de las nubes de guerra cerniéndose sobre el mundo, ningún hombre sensato quiere asumir riesgos.
Cuando viramos por otro amplio recodo del río vi el puerto de Kuntus abriéndose desde la orilla este ante nosotros. Lo reconocí por la elevada torre de vigilancia de piedra que se erigía sobre la colina que dominaba la ciudad. Había una enorme bandera negra ondeando en un poste colocado en la parte superior de la torre. Era el emblema del recaudador de impuestos. Supe que habría hombres apostados en la torre para detectar cualquier nave que tratara de cruzar sin pagar el impuesto.
Mientras nos acercábamos al puerto, otra bandera negra de recaudación de impuestos ondeaba en una faluca que zarpó del malecón para interceptarnos en mitad del río. Ordené a Zaras que plegara las velas y detuviera los remos para que la faluca pudiera acercarse. Había varios hicsos fuertemente armados y congregados en la cubierta abierta de la faluca. Zaras se inclinó para mirar por un costado del barco e inició una conversación a gritos con uno de ellos, quien nos comunicó que se llamaba Grall y que era el recaudador provincial de impuestos.
Me sentí muy aliviado al ver que la conversación discurría en la lengua de los hicsos. Si esta persona, Grall, se hubiera dirigido a nosotros en minoico habría sido muy difícil tratar de explicar por qué nadie de los que estaban a bordo de un trirreme minoico hablaba una palabra de ese idioma. En ese momento decidí que a la menor oportunidad iniciaría un estudio sobre este tema. Gracias a mi habilidad con los idiomas, estaba seguro de que en cuestión de meses podría hacerme pasar por un oriundo de Creta.
Desde la cubierta de la faluca, Grall pedía permiso en nombre del rey Beón para subir a bordo de nuestra embarcación. Tal y como le había encomendado, Zaras no se demoró en ordenar de inmediato a nuestra tripulación que desplegara una escalerilla de cuerda para que Grall pudiera subir a bordo. Era un hombre bajito y nervudo, de modo que pudo trepar por la cuerda con la misma habilidad de un simio.
—¿Es usted el capitán de este barco? —le preguntó a Zaras—. Es mi deber inspeccionar la cédula de su nave.
—Por supuesto, señor —accedió Zaras—. Pero primero déjeme invitarle a mi camarote para tomar una copa de nuestro excelente vino minoico, y luego le enseñaré todo lo que me pida. —Asió al hombre bajito por el brazo en un gesto amistoso y lo acompañó por el corredor hasta el camarote del capitán.
Hasta ese momento yo me había mantenido en un segundo plano. Esperé hasta que oí a Zaras cerrar la puerta del camarote debajo de mis pies. Luego los seguí en silencio por debajo de la cubierta.
Zaras y yo habíamos planificado los detalles de este encuentro, y había tomado la precaución de abrir una mirilla en el ojo de buey a través de la cual pudiera ver y escuchar todo lo que pasara en el camarote. Ahora veía que Zaras había acomodado al visitante de caras a la mirilla. Grall guardaba un parecido más que inquietante con un enorme sapo venenoso. Tenía sus mismos ojos de cuentas pequeñas y una boca ancha. Además, tenía el rostro adornado con varias verrugas de gran tamaño. Cuando se bebió un trago del vino que Zaras le había servido, todo su cuello se contrajo como si se hubiera tragado una rata de agua, que es el alimento preferido de los sapos grandes. La escena me pareció fascinante por ser un fiel reflejo de la naturaleza.
—Doy por sentado que usted está informado de que el rey Beón ha concedido una exención tributaria a nuestra nave. —Zaras hablaba con un tono de voz que transmitía respeto y sensatez.
—Es a mí a quien le corresponde determinar si la nave es apta para esta exención, capitán. —Grall bajó su jarrita de vino—. No obstante, aunque le corresponda dicha exención, es posible que tenga que cobrarle por mis servicios. —Su sonrisa era taimada y tenía una doble intención—. Pero será una suma menor, eso se lo aseguro.
—Lo entiendo —asintió Zaras con la cabeza—. Todos tenemos que ganarnos la vida. Sin embargo, le estoy agradecido por tener la oportunidad de hablar con usted en privado. Tengo que enviar un mensaje a Menfis informando al rey Beón de nuestra inminente llegada. Transporto para él una gran cantidad de lingotes de plata como tributo de nuestro Minos Supremo. —Zaras rebuscó debajo de la mesa y sacó el lingote de plata que le había dado antes. Lo colocó sobre la mesa entre los dos—. He aquí una muestra.
Grall apartó lentamente la jarrita de vino y plantó su mirada en el lingote. Sus ojos parecieron salirse de las órbitas. Su boca de sapo quedó entreabierta de modo que el vino le goteaba de los labios y manchaba su barba. Pareció quedarse sin habla. Seguramente nunca había visto un tesoro como ése en toda su vida.
—Me pregunto si dispone de aves mensajeras aquí en Kuntus; aves que puedan volar a Menfis y llevar mi mensaje a su rey para avisarle de nuestra llegada a la capital —continuó Zaras.
Grall carraspeó y asintió con la cabeza. Era incapaz de articular una frase coherente o de apartar la mirada de esa brillante barra de plata.
—Tal vez deberíamos considerar este lingote como pago por sus valiosos servicios. —Zaras dio un empujoncito al lingote en dirección a su interlocutor—. Como muestra del acuerdo que existe entre nuestras dos grandes naciones. —Zaras dejó la vaina de paloma que contenía mi misiva junto al lingote—. Éste es el mensaje que debe enviarse a su rey Beón, si le parece bien.
Grall plantó una de sus manazas sobre la mesa como si fuera una enorme araña peluda y la plantó sobre el lingote de plata. Lo levantó con un gesto reverencial y lo introdujo dentro del chaleco de cuero manchado que lucía; cuidó de abrochárselo bien. Sus manos temblaban de la emoción. El lingote sobresalía debajo de su chaleco, pero lo llevaba bien sujetado en su regazo con la misma ternura que una madre amamanta a su bebé.
Se levantó zarandeándose y con la mano que tenía libre recogió la vaina de la paloma.
—Entiendo que está implicado en asuntos de estado, Su Excelencia. —Hizo una larga reverencia a Zaras—. Por favor, perdone mi intromisión. Desde luego, lo consideraré un privilegio enviar su mensaje al rey Beón utilizando una de mis aves. El rey recibirá su mensaje en sus propias manos antes del atardecer de esta misma noche. Ni siquiera con este magnífico barco podrá llegar a Menfis antes del mediodía de dos jornadas.
—Es usted muy amable. Ahora lo conduciré de vuelta y a salvo hasta su faluca —se ofreció Zaras, pero Grall ya había subido la mitad de la escalerilla que conducía a la cubierta superior.
Zaras y yo vimos cómo la faluca regresaba rápidamente hacia Kuntus. Nos quedamos a ver cómo Grall desembarcaba a trompicones en el malecón y echaba a correr hacia el interior del pueblo. Sólo entonces asentí con la cabeza a Zaras. Desplegamos las velas y activamos los remos para reanudar nuestra ruta hacia el sur.
Miré por detrás de nuestra popa y vi a un jinete que partía de los edificios desperdigados de Kuntus y se dirigía al galope hacia la torre de vigilancia situada en el cabo. Protegí los ojos procurándoles una sombra con la palma de mi mano y vi que el jinete se detenía al pie de la torre y entregaba las riendas a un mozo. Después descabalgaba y se apresuraba a entrar en el edificio de gran altura.
Poco después, el mismo hombre reapareció en el piso superior de la torre. Su perfil quedaba dibujado sobre el fondo del cielo mientras alzaba ambas manos por encima de su cabeza. Una paloma morada empezó a revolotear en sus manos ahuecadas y no tardó en alzar el vuelo.
El pájaro rodeó tres veces la torre y luego se dispuso a volar decididamente hacia el sur. Llegó hasta el curso medio del río, y luego subió con rapidez. Pero mientras sobrevolaba nuestra embarcación, lo hizo a tan poca altura que no me costó imaginarme que el ave llevaba la diminuta vaina atada a una de las patas que estaba arremolinada junto a su cola emplumada.
Navegamos hacia el sur durante el resto de la tarde. Luego, tan pronto como el sol se hundía bajo las colinas de la ribera oeste, ordené a Zaras que encontrara un fondeadero seguro para pasar la noche. Eligió un tramo de aguas poco profundas en un recodo del Nilo que quedaba apartado de la corriente principal.
Supe que Grall había acertado en sus cálculos, y que seguíamos estando a un día y medio de navegación del norte de Menfis. Zaras hizo vigilar el ancla a bordo de nuestras tres naves. Luego apostó a varios centinelas más en tierra para asegurarnos de que ningún bandido se colara en nuestras filas aprovechando la oscuridad de la noche.
Mientras cenábamos alrededor de un fuego de campamento, departí con mis tres capitanes la táctica para abordar a un navío enemigo. Había estudiado la teoría de esta maniobra durante la escritura de mi famoso tratado sobre tácticas navales de guerra. Les expliqué con todo lujo de detalles cómo infligir el mayor daño posible en un barco enemigo y su tripulación, sin llegar a destruir tu barco ni sacrificar a tus hombres a lo largo de este proceso. Dejé claro que lo más importante en estos casos es mostrar a tus hombres la posición en brazas que deben adoptar antes de llegar a colisionar con un buque enemigo.
En cuanto a lo demás, fue una noche tranquila y sin incidentes. Nos pusimos en marcha una vez más antes del amanecer, y tan pronto como observamos un atisbo de luz que nos permitiera discernir el canal de navegación, levamos las anclas y zarpamos de nuevo. El viento había arreciado durante la noche, soplando con fuerza por el noroeste. Nos empujó con tanta velocidad que la espuma que salpicaba por la proa mojaba nuestros rostros cuando nos acercábamos a la borda. Los hombres estaban contentos. Incluso los esclavos que seguían encadenados en las cubiertas inferiores habían respondido bien al incremento de sus raciones y a mi promesa de manumisión cuando llegáramos a Tebas. Podía oírlos cantar incluso desde mi posición frente al timón.
Creo que yo era probablemente el único hombre a bordo que tenía alguna duda sobre nuestra empresa. Todo había ido tan bien desde que abandonamos Tebas que los hombres estaban empezando a creer que eran infalibles e invencibles. Sabía perfectamente que estas suposiciones eran falsas. Ni siquiera yo sabía lo que encontraríamos al llegar a Menfis. Empecé a lamentarme con amargura de haber tenido el atrevimiento de avisar a Beón de nuestra llegada. En retrospectiva, pensé que habría sido mucho mejor y más seguro acercarse a su capital con remos amortiguados y en plena noche. No me apaciguó el hecho de que Zaras se acercara al lugar en el que estaba haciendo estas cavilaciones a un costado del barco y me diera unas palmaditas por la espalda con tal vigor que el gesto me hizo zarandear.
—A pesar de tu reputación, nunca me había dado cuenta de que eres un imprudente y un temerario, Taita. Sé que nadie habría ideado estas incursiones, excepto tú. Deberías componer una balada para celebrar tu heroicidad. Si no lo haces tú, entonces me veré obligado a hacerlo yo en tu nombre. —Se puso a reír a carcajadas y me dio otra palmada. Dolió más que la primera.
Aunque estábamos navegando por territorio egipcio, había sido conquistado por nuestros enemigos muchos años atrás. No había vuelto a visitar esta parte del río desde mi juventud. Era un terreno desconocido para mí, como para cualquier otro hombre de a bordo, salvo por una excepción.
Este hombre era Rohim, el auriga del destacamento veintiséis, el esclavo egipcio que encontré y liberé en la fortaleza de Tamiat. Había sido prisionero de los hicsos durante cinco años y la mitad de ese tiempo estuvo encadenado en los bancos de remo de una galera que patrullaba esta sección del Nilo.
Se quedó detrás de Zaras y de mí mientras navegábamos el trirreme en dirección sur a toda vela y remando a toda velocidad. Era capaz de señalar los recodos y las curvas del canal fluvial mucho antes de llegar a ellos, y nos advertía de cualquier obstáculo oculto bajo la superficie.
Anclamos al caer la noche. Pero al amanecer del día siguiente volvimos a navegar a toda vela surcando hacia el curso norte del Nilo. Era el quinto día del mes de Epiphi, el día en que, según le comuniqué a Beón, debía esperar nuestra llegada a Menfis.
Navegamos durante cuatro horas hasta que al final nos adentramos en un recodo en forma de pasadizo estrecho que discurría entre unos peñascos. Desembocaba en un tramo de aguas tranquilas que se abría más de dos leguas por delante de nosotros.
—Éste es el último tramo antes de llegar a Menfis —nos explicó Rohim—. El canal gira a la izquierda al final de este estrecho y la ciudad de Menfis se extiende por ambas riberas justo por delante del recodo.
—¡Abandonen los remos! —ordenó Zaras—. Que los remeros descansen hasta llegar a ese recodo. Que beban de las tinajas. Tienen que estar listos para conducirnos a gran velocidad cuando yo dé la orden. —Los otros dos trirremes siguieron nuestro ejemplo tan pronto como desarmamos los remos las tres naves continuaron por el estrecho navegando sólo con el velamen.
El río estaba repleto de barcos de todo tipo y tamaño; desde galeras a lugres y lanchas. Se comportaban de un modo completamente distinto de cualquier otra embarcación que habíamos conocido hasta ese momento. Aunque nos cedían el paso con respeto, no trataban de huir de nosotros. Las tripulaciones nos saludaban con la mano o a gritos al pasar.
—Nos están esperando —le dije a Zaras con un tono complaciente, tratando de ocultar mi alivio—. Al parecer, nuestra paloma ha encontrado su camino de regreso al palomar.
Zaras me miró con un gesto de sorpresa poco disimulado.
—¿No es esto lo que tenías previsto? ¿Acaso esperabas algo menos que esto? —preguntó, y yo negué con la cabeza y me di media vuelta. Me resulta desalentador que los hombres esperen que haga milagros de forma rutinaria. Sé que soy más astuto y listo que la mayoría de otros hombres, pero en mi opinión la suerte es preferible a la inteligencia y la suerte es una dama inestable. Nunca puedo estar seguro de cuándo me abandonará.
Recorrí las filas de bancos y me encontré con la misma confianza infantil y expectativas desmesuradas. Los hombres me saludaban con sonrisas y bromitas, que yo les devolvía con inocencia. No obstante, mi verdadero propósito era comprobar que los arcos que estaban escondidos debajo de los bancos estuvieran a punto y que las aljabas junto a ellos estuvieran llenas.
Con el viento soplando desde la popa en punto muerto, nos abrimos paso entre las aguas y el último recodo del río pareció salir a nuestro alcance. Sin ninguna sensación de urgencia, sonriente y haciendo bromas con los hombres, regresé a mi puesto en el timón.
Eché un vistazo a nuestro casco para asegurarme de que los trirremes de Dilbar y Akemi estaban en formación de ataque en punta de flecha en cada flanco. Tanto Dilbar como Akemi levantaron sus respectivos brazos derechos para saludarme y para señalar que estaban preparados para la batalla.
Asentí con la cabeza ante Zaras mientras doblábamos por la curva y éste gritó una sola palabra: «¡Remos!».
Extendimos nuestras alas, y las hojas emplumadas de los remos surcaron la superficie.
—¡Tirad! —di la orden y las palas se sumergieron de manera que fuimos cobrando impulso hacia adelante, prácticamente duplicando nuestra velocidad. Los tamborileros marcaban el ritmo y lo iban incrementando a medida que avanzábamos.
De repente, nos encontramos en medio del recodo. Las riberas del río se abrieron por ambos costados y la ciudad de Menfis se extendía ante nosotros. La deslumbrante luz del sol se reflejaba desde las paredes y las torres de mármol, desde las cúpulas y las torres revestidas de pan de oro. El esplendor de los palacios y los templos que se erigían ante nuestros ojos competían con el de mi amada Tebas.
Cada ribera del río estaba bordeada con tres o cuatro filas de pequeñas embarcaciones, y cada una de ellas estaba llena de gente. Formaban una muchedumbre imposible de cuantificar. La mayoría de los botes tenían velamen y lucían banderines blancos y rojos; sabía que eran los colores hicsos de la alegría y la felicidad. La muchedumbre blandía hojas de palma en señal de bienvenida. Sus voces se erigían en un tumulto de melodías y cánticos nativos.
La vía principal del centro del Nilo había sido despejada para dejarnos pasar. En el extremo de esta vía fluvial estaban ancladas varias barcazas lujosamente pintadas y galeras de río. En el centro de esta agrupación estaba la barcaza real que hacía empequeñecer a todas las demás, a excepción de nuestro trío de trirremes.
—Aumenta a velocidad de embestida. —Alcé el tono de voz por encima del tumulto para que Zaras me escuchara—. La barcaza roja del centro de su fila debe ser la de Beón. Apunta hacia ella.
Me llevé ambas manos a la cabeza para asegurarme de que mi máscara de seda cubría la parte baja de mi rostro justo por debajo de los ojos, y luego me enfundé el casco de bronce con determinación. Quería estar del todo seguro de que nadie en la corte de Beón pudiera reconocerme en cualquier momento del futuro.
Los dos hombres que manejaban el remo principal conservaban el ariete de bronce en la proa de nuestro trirreme apuntando infalible hacia el centro de la barcaza de estado del rey Beón. Los otros dos trirremes de nuestro escuadrón conservaron su posición a media distancia del barco por ambos lados y ligeramente por detrás de nosotros, de modo que pudiéramos ser los primeros en disparar. Nuestro tamborilero tocó un redoble que indicaba velocidad de embestida, y pude notar cómo mi propio ritmo cardíaco se correspondía con esa pulsación.
La distancia entre nosotros y la barcaza roja se redujo drásticamente de cuatrocientos pasos a doscientos. Pude darme cuenta de que la nave estaba anclada en proa y en popa, de manera que quedaba de costado respecto de la corriente. En el centro de la cubierta superior había una pirámide coronada por un toldo. Debajo de esa lona pude distinguir el trono sobre el que descansaba una voluminosa forma humana. Pero seguía estando muy lejos como para poder asegurarme de los detalles.
En las inmediaciones del trono se desplegaba la guardia de honor de piqueros, todos ellos fuertemente armados y ataviados con armadura. Sus cascos y armillas eran toda una reluciente exhibición bélica.
A cada lado de la barcaza real había ancladas varias embarcaciones pequeñas que formaban una fila. En su interior estaban los cortesanos del séquito de Beón. Me pareció que eran varios centenares, pero resultaba imposible juzgar su número con precisión porque estaban muy juntos, y la mayoría eran mujeres ocultas detrás de hombres más altos. Todos reían, saludaban y se mostraban alegres. Algunos de los hombres llevaban la armadura ceremonial y unos cascos ornamentales de metal. Los demás, tanto hombres como mujeres, con telas brillantes y exóticas de cualquier color inimaginable. Eran tan fantásticos y variopintos como una nube de mariposas recién salidas de su cascarón, revoloteaban, se arremolinaban y bailaban al son del viento.
En una embarcación más pequeña, que estaba amarrada junto a la gran barcaza real, una banda de músicos tocaba melodías bárbaras de los hicsos. Era una cacofonía de tambores y laúdes, de trompetas de cuerno de animal, de instrumentos de viento de madera y flautas de junco.
Avanzábamos tan rápido por la barcaza real que ahora podía distinguir los detalles que antes no lograba ver a lo lejos. En la parte superior del estrado con forma de pirámide, debajo del toldo pintado, en su trono de plata batida, estaba sentado el rey Beón. Había subido a ese trono después de la muerte del rey Salitis, su padre.
Lo reconocí a primera vista. Lo había visto antes en el campo de batalla de Tebas. Había sido el comandante del flanco izquierdo de los hicsos, con cuarenta mil soldados y arqueros a sus órdenes. No era la clase de hombre que uno olvida fácilmente.
Era una figura colosal. Su túnica blanca era igual de voluminosa que una tienda de acampada, y se movía al sol de su protuberante estómago. Su barba era negra y rizada, y estaba recogida con unas cuerdas gruesas, algunas de las cuales colgaban de su cintura mientras que otras caían por detrás sobre sus hombros. Esas trenzas llevaban entretejidas cadenas y adornos de plata brillante y oro. Lucía un casco alto y con corona de plata pulida que llevaba incrustados varios tipos de joyas brillantes. Tenía un aspecto imponente, casi divino. Incluso yo mismo, que aborrezco todo lo que guarde alguna relación con los hicsos, quedé impresionado.
El rey Beón tenía una mano levantada y una de sus palmas abiertas miraba hacia nosotros en un gesto de saludo o bendición; no estaba seguro de sus intenciones, pero se mostraba sonriente.
Con escasas palabras le señalé a Zaras el punto más vulnerable del casco de la barcaza real en el que la madera de los tablones aguantaba todo el peso. Ese punto quedaba ligeramente por delante del podio más alto.
—Tómalo como punto de referencia, Zaras, y cíñete a él hasta el momento del impacto.
Para entonces estábamos tan cerca que me di cuenta de que el rey Beón ya no sonreía. Dejó caer su mandíbula inferior, dejando la boca abierta de modo que se veían sus dientes frontales manchados. Cerró la boca de inmediato. En ese momento ya era muy tarde, pero se dio cuenta de que nuestras intenciones eran hostiles. Dejó caer sus peludas manos sobre los apoyabrazos de su trono y trató de levantarse. Pero era lento y pesado.
Los cortesanos se arremolinaron en las barcazas que flanqueaban el buque real y también se dieron cuenta de la amenaza de nuestros trirremes que avanzaban a gran velocidad contra ellos. El griterío de las mujeres se escuchaba desde mi posición. Los hombres se esforzaban por llegar a los costados de las barcazas ancladas, desenvainando sus armas y desafiándonos con inútiles gritos de guerra e improperios. Vi a muchas mujeres en el suelo y pisoteadas. Otras fueron llevadas a la borda del barco. Saltaban o eran empujadas hacia las profundidades del Nilo. Llegamos en medio de esta confusión como una avalancha de montaña.
—¡Remos! —Zaras gritó la orden lo suficientemente alto como para que se escuchara por encima de los lamentos y los gritos de los hicsos. Los remeros de cada lado de nuestro trirreme levantaron los remos a una posición vertical y los empotraron en sus recovecos para que no se soltaran por la fuerza del impacto. No redujimos la velocidad mientras cubríamos los últimos metros de aguas abiertas.
En el último momento antes del impacto me arrodillé sobre la cubierta y me abracé al banco de remos que estaba delante de mí. Me di cuenta de que los hombres que tenía a mi lado se tomaban por fin mis lecciones en serio. Cada uno de ellos estaba inclinado con los brazos alrededor de las caderas y el rostro tocando las rodillas.
Chocamos contra la barcaza real en el punto exacto que había mostrado a Zaras. El enorme carnero de bronce de nuestra proa cayó sobre la madera con un contundente estruendo. La mayoría de nuestros hombres salieron despedidos de sus bancos de remos hasta cubierta, pero yo logré mantener mi posición en el recio banco de madera noble. Pude ver todo lo que ocurría a mi alrededor.
Pude ver que toda la fuerza y el peso de nuestro trirreme se concentraban en una pequeña zona del costado de la barcaza real. Al igual que la cuchilla de un hacha pesada cuando corta un leño en astillas, nosotros la partimos en dos. Las mitades sueltas de su casco rodaban por debajo de nuestra proa mientras pasábamos por encima de la nave dañada.
Al superarla, vi que los guardias de los hicsos echaban a correr en manada desde los escalones de la pirámide real, como si fueran las hojas otoñales de las ramas altas de un sicómoro moviéndose por efecto de un vendaval. El rey Beón cayó desde lo más alto. Su túnica blanca ondeaba al son de su voluminoso cuerpo, y las trenzas de su barba le daban en la cara. Cayó al río agitando los brazos y las piernas. El aire que quedó atrapado entre su túnica lo hacía flotar sobre la superficie del agua a escasos treinta pasos de donde yo trataba de mantenerme erguido, utilizando el banco de remo como punto de apoyo.
A ambos lados, los otros dos trirremes de nuestro escuadrón destrozaron las pequeñas barcazas de la formación de los hicsos. Las hicieron volcar sin esfuerzo, partiendo sus cascos, y catapultando a los pasajeros aterrorizados de las cubiertas al río.
Los escombros de la barcaza real llegaron hasta los flancos de nuestro trirreme, creando un barullo de velas rotas, cuerdas partidas, y tablas astilladas, así como de los gritos de agonía de los hombres que quedaban aplastados entre los cascos implacables. Nuestra cubierta se inclinó formando un ángulo agudo, y los hombres y el equipamiento de mano se fueron deslizando a babor.
Luego, nuestro hermoso barco se libró de los escombros, y con la elegancia propia de una mujer, recuperó el equilibrio y volvió a erigirse sobre la superficie.
Zaras volvía a gritar «¡remos!», y los hombres respondieron sin dilación. Sacaron los remos pesados de sus casilleros y los colocaron en sus respectivos toletes.
—¡Invertid la marcha! —volvió a gritar Zaras. Sólo los remeros de los bancos posteriores podían tocar el agua con sus remos. Los de los bancos delanteros no podían maniobrar debido a los escombros desperdigados de la barcaza real.
Los que pudieron efectuar algún movimiento, hincaron las palas de los remos y lograron sacarnos con unos cuantos movimientos decididos. En cuestión de segundos, las secciones partidas de la barcaza real se llenaron de agua, volcaron y se hundieron. Una erupción de aire contenido emergió ruidosamente hacia la superficie.
Me fijé en los otros dos trirremes. Dilbar y Akemi gritaban órdenes a sus hombres. Sus respectivas tripulaciones se apresuraron a volver a los bancos, prepararon los remos, y adaptaron sus movimientos al ritmo de los tambores. Los timoneles los conducían de vuelta a la formación con nuestra embarcación principal.
Entre nosotros, la superficie del río estaba cubierta de cabezas humanas bamboleándose, cuerpos que se esforzaban y salpicaban agua y restos de escombros. Los gritos de los hombres y mujeres que se ahogaban eran tan lastimeros como los balidos de las ovejas al cruzar las compuertas del matadero y oler la sangre.
Durante un largo minuto me quedé observando horrorizado esa carnicería. Me sentía abrumado por la culpa y el remordimiento. Ya no podía obligarme a mirar a esas desdichadas criaturas como si fueran animales. Eran seres humanos que luchaban por su vida. Mi corazón se identificaba con ellos.
Luego volví a ver al rey Beón y mis sentimientos cambiaron de repente. Mi corazón rebelde recuperó la compostura con la misma rapidez e infalibilidad que una paloma vuelve a su palomar. Recordé lo que Beón había hecho a doscientos de nuestros mejores y más valientes arqueros, cuando sus bestias hicsas los capturaron durante la batalla de Naquada. Los había cercado con barricadas en el Templo de Seth sobre la colina que dominaba el campo de batalla y los quemó vivos como sacrificio a su monstruoso dios.
Ahora Beón se aferraba con una mano a un palo desvencijado de su barcaza real; mientras tanto, con su otra mano empuñaba su espada enjoyada, utilizándola para decapitar a las mujeres de su harén que trataban de asirse al poste igual que él. Las apartó sin clemencia, incapaz de compartir su punto de apoyo con alguna de ellas. Vi cómo golpeaba a una muchacha que no sería mayor que mi querida y pequeña Bekatha. Su cuchillo partió su cabeza hasta la barbilla como si fuera una granada madura. Mientras la sangre brillante brotaba de su piel hasta teñir de rojo el agua que la rodeaba, Beón profirió un insulto y volvió a atestarle un golpe.
Me incliné de inmediato y sujeté el arco curvo de guerra que estaba debajo del banco de remo delante de mí. Las flechas se habían soltado de la bolsa y yacían desparramadas a mis pies. Ensarté una de ellas, me enderecé y tensé todo el arco. Como hace cualquier arquero experimentado, siempre relajo la tensión cuando la cuerda del arco roza mis labios. Sin embargo, esta vez mis manos temblaban de rabia y el vuelo de la flecha fue amplio.
En vez de alcanzar la garganta de Beón, tal como era mi intención, la flecha encajó su antebrazo contra el poste en el que se apoyaba; el poste por el que había matado a su joven novia.
Zaras y los demás, que observaron la escena, dieron muestras de júbilo. Saben que soy buen tirador y pensaron que había empalmado a Beón a propósito. Coloqué otra flecha, y debo reconocer que esta vez lo hice para complacer a mi público. Clavé deliberadamente el brazo de Beón que sujetaba la espada al poste, de modo que su cuerpo quedó extendido sobre la madera como si fuera un cuerpo crucificado. Aulló como el chacal cobarde que era.
Soy un hombre compasivo por naturaleza, y no permití que sufriera más de lo que en realidad merecía. Mi tercera flecha le dio en el centro exacto de la garganta.
Las tripulaciones de tres de mis trirremes siguieron mi ejemplo. Cogieron los arcos y se apostaron en los bordes de los buques para lanzar una descarga de flechas contra los desgraciados que perecían en las aguas que quedaban a sus pies.
No pude impedir que ocurriera, o tal vez carecía de la motivación y la inclinación para hacerlo. Muchos de mis hombres habían perdido a sus padres y hermanos por culpa de esos desalmados. Violaron a sus hermanas y madres y quemaron por completo sus casas.
Así que me detuve a contemplar cómo la flor y nata de la nobleza de los hicsos quedaba mermada. Cuando el último cuerpo flotante y cosido a flechas fue arrastrado por la corriente recuperé el control de mis hombres, y les indiqué de malos modos que volvieran a sus asientos en los bancos de remo.
Sin dar ninguna muestra de arrepentimiento, y bramando de júbilo ante la sangrienta matanza, izaron las velas y volvieron a colocar los remos. Dejamos a los hicsos a merced de su insidioso dios Seth, y navegando por el sur nos dirigimos hacia Tebas y el verdadero reino de Egipto.
La frontera entre nuestro Egipto y el territorio que las hordas de hicsos habían conquistado nunca había quedado demarcado. La lucha parecía fluctuar a diario a medida que los ataques eran contrarrestados y la fortuna de la guerra fluctuaba por toda la región.
Habíamos partido de Tebas en el quinto día del mes de Payni. En esa época el señor Kratas había hecho retroceder a los invasores hicsos unas veinte leguas al norte de la ciudad de Sheik Abada. Sin embargo, ahora ya estábamos de lleno en el mes de Epiphi, y muchas cosas podían haber cambiado en nuestra ausencia. Pero seguíamos teniendo la baza del elemento sorpresa.
Ni las tropas de primera línea de los hicsos ni nuestros propios hombres luchando bajo las órdenes del señor Kratas esperarían una aparición milagrosa de una flota de buques de guerra minoicos en el Nilo, a más de cuatrocientas leguas de distancia de las costas del Mediterráneo.
No había naves en los confines del sur del Nilo, ni hicsas ni egipcias, que pudieran enfrentarse a nuestros trirremes. Acabábamos de demostrar que éramos imbatibles. Desde luego, los hicsos podrían enviar a sus palomas para avisar a las tropas que tenían apostadas entre nuestra ubicación actual y Egipto. Pero las palomas son espíritus libres y vuelan sólo en la dirección hacia donde fueron incubadas, y no a cualquier otro lugar que prefieran sus amos.
No anclamos al atardecer; nos encontrábamos en aguas conocidas y estábamos familiarizados con cada banco de arena y recodo, cada canal y cada obstáculo de este tramo del río.
Seis días y noches después de abandonar Menfis, unas pocas horas antes de medianoche, justo en el momento en el que lucía la luna del primer cuarto creciente, pasamos por delante de los campamentos de ambos ejércitos.
Los fuegos de vigía de las legiones enfrentadas estaban desperdigados por varias leguas en ambas riberas del Nilo. Sólo quedaba un estrecho pasadizo de oscuridad entre ellas, que demarcaba una tierra de nadie.
Nuestros propios barcos no mostraron luz alguna, excepto una pequeña antorcha en la popa para poder establecer el contacto entre nosotros en la oscuridad. Estas luces tenues no podían verse desde la ribera. No quería ser reconocido por alguno de los dos ejércitos, así que me quedé en medio del río. Navegamos sin contratiempo, hasta que al final llegamos a nuestro Egipto.
Al romper el alba nos encontramos a una pequeña flotilla de ocho galeras de río que avanzaba hacia nosotros desde Tebas. Incluso a esa distancia me di cuenta de que iban llenas de soldados egipcios, y que exhibían los colores azules del faraón Tamose. Supe que tenían que ser buques de suministro egipcios que aprovisionaban al ejército del señor Kratas.
Tan pronto como se percataron de que nuestro extraño escuadrón les había alcanzado, cada uno de esos hombres se puso el casco y trató de huir de nosotros despavorido. Días antes había pedido a mis hombres que cosieran penachos sencillos pero eficaces para preparar un encuentro de esta índole. Cada uno de nuestros trirremes izó uno de ellos en el mástil y las galeras se acercaban a la ribera para dejarnos pasar. Las tripulaciones nos miraban atónitas mientras navegábamos rumbo a Tebas con un único saludo de cortesía. Estoy seguro de que ninguno de ellos había visto barcos como nuestros trirremes.
Éste era un encuentro que habría evitado de haber sido posible hacerlo. Era mucho mejor que el destino de los trirremes del futuro siguiera siendo para siempre un misterio para el Minos Supremo de Creta. Nunca debía dudar de que los hicsos eran los falsos aliados que le robaron su alijo de lingotes de plata. Para lograrlo tenía que asegurarme de que nuestros tesoros incautados, por muy colosales y visibles que fueran, desaparecieran sin dejar rastro. Era una labor que habría desalentado a un hombre de pocos recursos, pero yo ya había pensado en una solución.
En la época en la que nuestro pueblo fue expulsado de su tierra natal por los hicsos, antes del éxodo, nuestro comandante había sido el faraón Mamose. En ese momento yo, Taita, era el esclavo del señor Intef, que era Nomarch de Karnak y gran visir de los veintidós topónimos de Egipto Superior. No obstante, entre sus numerosos títulos y honores, mi amo era también el Señor de la Necrópolis y el Guardián de las Tumbas Reales.
Era responsable del mantenimiento de las tumbas de todos los faraones pasados y presentes, vivos y muertos. Pero lo que era aún más importante, también era el arquitecto oficial de la tumba del faraón Mamose.
Mi señor Intef nunca había sido dotado de habilidades creativas. Sus talentos se centraban en el caos y la destrucción. Dudo que pudiera haber diseñado un redil para el ganado o un palomar, y menos aún una compleja tumba real, apta para un faraón. Aunque conservaba para sí la gratitud real y los favores que eran intrínsecos al título, dejaba el trabajo duro, el que no le gustaba o el que superaba sus escasas habilidades y dotes, para que yo me ocupara de él.
Mis recuerdos del señor Intef no me resultaban gratos. Fue él quien ordenó mi castración a uno de sus secuaces. Era un hombre cruel y despiadado. Pero, al final, saldamos las cuentas pendientes.
Mucho antes de ese feliz día diseñé todas las cámaras, los túneles y el vestíbulo funerario de la magnífica tumba del faraón Mamose. Luego supervisé y dirigí a los operarios, los constructores, los artistas y los artesanos que fueron convocados para trabajar en esta empresa.
El sarcófago exterior del faraón Mamose estaba tallado a partir de un gigantesco bloque de granito. Era lo suficientemente espacioso como para dar cabida a una agrupación de siete ataúdes de plata, que encajaban perfectamente uno dentro del otro. El del centro interior estaba diseñado para contener el cuerpo embalsamado del faraón. Todo ello añadía una pesada carga y volumen. Tenía que ser transportado con gran veneración unos dos mil metros desde el templo funerario a orillas del río Nilo hasta la tumba en las estribaciones del Valle de los Reyes.
Para llevar a cabo este transporte, diseñé y construí un canal que discurría en línea recta como una flecha desde la orilla del Nilo siguiendo la planicie ribereña de suelo negro hasta la entrada de la tumba real. Era un canal lo suficientemente ancho y profundo como para dar cabida a la barcaza funeraria del faraón.
El faraón Mamose había sido superado por el destino y no disfrutó ni de un solo día en su tumba antes de que los hicsos nos expulsaran de nuestra tierra. Cuando nos embarcamos en el largo éxodo su esposa, la reina Lostris, nos ordenó que nos lleváramos su cuerpo embalsamado.
Muchos años después, la reina Lostris me ordenó diseñar y construir otra tumba en el desierto salvaje de Nubia, a miles de leguas hacia el sur. Éste era el lugar donde ahora yacía Mamose.
La tumba original del Valle de los Reyes había permanecido vacía todos estos años. Pero lo que era más importante para mis planes es que el canal que había construido desde el templo funerario a orillas del Nilo para la tumba real seguía siendo un espacio inmejorable para descansar. Lo sabía porque poco antes había cabalgado por la ribera con mis dos pequeñas princesas para mostrarles la tumba vacía de su padre. Debo reconocer que ninguna de ellas mostró demasiado interés en esta lección de historia en el seno de su familia.
Incluso después de todos estos años, pude recordar las dimensiones exactas de la barcaza funeraria de Mamose. Mi memoria es infalible. Nunca olvido un dato, una cifra o un rostro.
Ahora medía las dimensiones generales de nuestros trirremes del tesoro incautado a los minoicos. Luego le ordené a Zaras que anclara brevemente en aguas tranquilas, mientras yo descendía hasta la quilla del trirreme para medir la cantidad de agua que movilizaba con todo su cargamento de plata en la bodega. Había una ligera variación en estas medidas de un barco a otro.
Regresé a la superficie muy satisfecho con los resultados de mis pesquisas. Ahora podía comparar las dimensiones de la barcaza funeraria del faraón Mamose con las de los trirremes incautados. El canal funerario aceptaría el tránsito del mayor de mis trirremes con diez codos de espacio en cada costado del casco, y con un margen de quince codos de agua debajo de la quilla. Lo que resultaba aún más alentador era que durante todos estos años había dejado bloques de granito en todo el canal y había diseñado un sistema de cierres y compuertas para que siempre estuviera lleno de las aguas del Nilo.
Sé por mi experiencia que si tratas a los dioses con la reverencia y el respeto que se merecen y esperan, suelen devolver el cumplido. Aunque pueden ser caprichosos, en esta ocasión se acordaron de mí.
Planifiqué el último tramo de nuestra travesía hasta llegar a la entrada del canal funerario poco después de la puesta de sol. Amarramos en plena oscuridad en el muelle de piedra por debajo del templo funerario del faraón Mamose. Evidentemente, Mamose es ahora un dios y cuenta con su propio templo que da al Nilo. No es más que un paseo desde el muelle en el que desembarcamos Zaras y yo.
No es un templo muy imponente. Debo aceptar la responsabilidad en este sentido. Cuando regresamos a Tebas después del éxodo y derrotamos a los hicsos en la batalla de Tebas, mi ama la reina Lostris decidió dedicar un templo a su esposo, el faraón fallecido tiempo atrás. Quería honrarlo y al mismo tiempo darle las gracias por nuestro regreso a salvo del desierto.
Evidentemente, me llamó para que me ocupara de la construcción del templo. Cuando me di cuenta del alcance y la suntuosidad del edificio que tenía pensado, me sorprendí y alarmé. Habría ensombrecido y superado al gran palacio de los faraones que tendría delante en la orilla opuesta del río. El faraón Mamose había reducido a su Egipto casi a la penuria con la construcción de sus dos tumbas: la que está aquí, en la entrada al Valle de los Reyes, y la otra aún más compleja y cara en Nubia.
Ahora mi ama, a quien adoraba y veneraba, tenía previsto arruinar de nuevo a la nación erigiendo otro deslumbrante edificio en recuerdo de su esposo.
Afortunadamente, ejerzo una influencia considerable sobre su único hijo, el actual faraón Tamose, que es una persona sensata. Hasta cierto punto había aprendido por mi larga y amarga experiencia a controlar los excesos insensatos de mi reina. Las dimensiones del templo de Mamose que al final decidimos eran la mitad del tamaño del edificio del recolector de impuestos en Tebas, e incluso me las apañé para prescindir de los suelos de mármol.
Un edificio de esta índole ya no requería los servicios de una gran cantidad de sacerdotes, tal y como quería mi reina. Fui reduciendo su determinación hasta que extendió sus brazos en un gesto de resignación y aceptó mi contrapropuesta de cuatro sacerdotes, en vez de los cuatrocientos que ella había calculado en sus primeras estimaciones.
Cuando Zaras y yo ascendimos por el río hasta la entrada trasera del templo y recorrimos la nave sin anunciar nuestra llegada, descubrimos que los cuatro religiosos en cuestión estaban algo más que moderadamente alegres por efecto del vino barato de palma. Disfrutaban de la compañía de dos jovencitas que por alguna razón extraña y misteriosa estaban desnudas. Estaban absortas en un ritual de oración con dos de los sacerdotes de Mamose, que parecía consistir en revolcarse por el suelo de baldosas de barro cocido, acoplar sus respectivos cuerpos y proferir gritos de puro abandono. Los dos sacerdotes que no estaban ocupados aplaudían y animaban a los devotos a dar muestras aún más esforzadas de devoción religiosa.
Tardaron un tiempo en reparar en nuestra presencia. En ese momento las damas se apresuraron a recuperar sus prendas y desaparecieron por la puerta secreta detrás de la estatua del dios Mamose. No volvimos a verlas, ni tampoco se las mencionó en nuestra posterior conversación con los sacerdotes.
Los sacerdotes de Mamose tienen una buena disposición hacia mí. Desde la muerte de la reina Lostris me he convertido en el responsable del pago de sus salarios mensuales. Los cuatro se arrodillaron delante de mí, haciendo una vigorosa genuflexión y bendiciéndome en nombre de Dios.
Mientras yacían postrados a mis pies, saqué el sello del halcón del faraón del interior de mi túnica. Se quedaron atónitos. El sacerdote supremo se arrastró hasta mis pies y trató de besarlos. Olía poderosamente a vino dulzón, barato, y a una feminidad aún más barata. Me aparté y Zaras lo persuadió para que abandonara sus demostraciones de piedad con el filo de su espada rozándole su trasero desnudo.
Luego me dirigí a esos cuatro hombres con pocas palabras pero conservando un tono firme de voz. Les avisé con toda gravedad que la presencia de los tres grandes buques de guerra amarrados en el muelle a las afueras de su puerta principal no debía mencionarse ni reconocerse a nadie excepto al faraón Tamose en persona. Además, apostaríamos guardias armados en su templo y la tumba vacía del extremo del canal tanto de día como de noche. Sólo los hombres que estuvieran bajo las órdenes del capitán Zaras tendrían permiso en un futuro para entrar en los recintos sagrados. Estos mismos guardias se asegurarían que los cuatro sacerdotes permanecieran estrictamente encerrados en estas instalaciones.
Por último, insté al sumo sacerdote a que me entregara el voluminoso manojo de llaves de la tumba y de todos los monumentos que tuviera a su cargo. Cuando nos fuimos, seguían declarando su deber y obligación hacia mí y el faraón, así como su estricta obediencia a mis órdenes. Zaras y yo regresamos a nuestras embarcaciones.
El descenso desde la entrada al Valle de los Reyes al muelle del río era menor de veinte codos, pero requería cuatro esclusas por separado para levantar a cada uno de nuestros trirremes a esa altura antes de llevarlos a la tumba. Llevamos la primera embarcación a la esclusa que estaba debajo del templo y luego cerramos las compuertas. El nivel del agua en ese recinto era cinco codos más bajo que en el canal.
Les demostré a mis tres capitanes cómo abrir las compuertas del fondo. El agua del canal superior se había drenado en la esclusa y levantaba al enorme barco poco a poco al mismo nivel que el canal superior. Cuando las compuertas se cerraron a sus espaldas, cincuenta hombres que sujetaban las cuerdas de remolque estaban preparados para arrastrar el gran trirreme por el canal hasta la próxima esclusa, mientras que ese mismo proceso se repetía para levantar al segundo trirreme.
Ninguno de mis hombres había visto nada parecido, algo que no era de extrañar porque yo fui el inventor de este sistema. No existía ningún otro en todo el mundo. Se mostraron entusiasmados y emocionados ante un mecanismo que les pareció un acto de brujería. Pero por lo general mi tipo de magia requería un trabajo duro.
Afortunadamente, tenía a más de doscientos hombres dedicados a esta labor. Entre ellos estaban los esclavos que los minoicos habían encadenado en las bodegas. Ahora eran hombres libres, pero estaban obligados a trabajar para conservar su libertad.
El agua que se había drenado del cabal superior para levantar la nave debía sustituirse. Lo logré bombeando agua fresca del río por medio de una batería de palancas. En realidad eran un sistema de cubos encadenados con contrapeso que manipulaban dos hombres. Era un asunto que requería dedicación, ya que tenía que repetirse cuatro veces por cada trirreme.
Antes de levantar cada bote por la primera esclusa, dejamos las velas y los mástiles en plano sobre la cubierta superior. Luego cubrimos el casco con unas alfombrillas de junco tejido hasta que adoptó la apariencia de un montón de escombros. Cuando los ciudadanos de Tebas se levantaran a la mañana siguiente y miraran al río no verían nada fuera de lo común en la orilla más lejana. Los tres grandes trirremes habían desaparecido como si nunca hubieran existido.
Era casi el amanecer del día siguiente cuando remolcamos los barcos por la llanura y los amarramos en la entrada a la tumba de Mamose. Los hombres estaban exhaustos, así que ordené a Zaras que les diera raciones extra de pescado seco, cerveza y pan, y que descansaran durante las horas más calurosas del día.
Recorrí el sendero de remolque desde el canal hasta el templo. Los sacerdotes parecían haberse recuperado de sus esforzados rituales, devociones y oraciones de la noche anterior. Me llevaron a remo por el río con la esquifa del templo. Me disponía a informar del éxito de nuestra expedición al faraón.
Fue un deber agradable que me apetecía mucho cumplir. Mi devoción al faraón sólo está superada por la que sentía por su madre, la reina Lostris. Evidentemente, es absurdo comparar superlativos, así que no incluyo a propósito a mis princesas en esta ecuación. Huelga decir que hago extensible mi devoción por la familia real a todos sus miembros.
Mis sumisos sacerdotes me dejaron en la escalinata que discurre por debajo de los bazares del muelle de la ciudad, que ya estaban repletos de gente a pesar de que era muy temprano. Enfilé por las callejuelas estrechas hacia las puertas del palacio. Debajo de mi casco de plata batida y mi mugrienta máscara facial nadie pudo reconocerme, aunque un corrillo de granujas revoloteaba junto a mí insultándome y apedreándome. Cogí uno de sus proyectiles en pleno vuelo y se lo devolví con mucha más fuerza. El granuja que se erigía como líder del grupo gritó de dolor y se llevó las manos a la herida de la cabeza, que sangraba copiosamente. Luego se marchó con sus secuaces a buscar un refugio seguro.
Cuando llegué a las puertas del palacio me saqué el disfraz, y el capitán de los vigías del recinto me reconoció de inmediato. Me saludó respetuosamente.
—¡Debo ver al faraón! —anuncié—. Envía a un mensajero y dile que lo esperaré lo que haga falta.
—Te pido mis disculpas, señor Taita. —No lo corregí. Me estaba acostumbrando a mi nuevo título—. El faraón no se encuentra en Tebas, y no está previsto que regrese pronto.
Asentí con la cabeza. Fue una gran decepción, pero tampoco me cogió desprevenido. El faraón invierte la mayor parte de su tiempo y energía en perseguir la interminable campaña contra los hicsos por el norte.
—Pues entonces, llévame ante el chambelán, el señor Atón.
Cuando llegamos a sus aposentos privados, Atón se apresuró a abrazarme en la puerta.
—¿Qué noticias me traes, viejo amigo? —preguntó—. ¿Cómo fue nuestra aventura?
—Noticias de gran calado. —Adopté una expresión de seriedad en mi rosto—. El tesoro del Minos Supremo guardado en su fortaleza de Tamiat ha sido saqueado, y han asesinado al rey Beón.
Me asió por el brazo y me miró fijamente.
—Debes de estar bromeando, buen Taita —me acusó—. Cualquier hombre honesto lloraría al oír estas noticias. ¿Quién cometería estos crímenes tan horrendos?
—La misma mano cometió ambos crímenes, Atón. ¿Tal vez reconozcas esa mano? —Extendí mi mano derecha ante su rostro. Se quedó mirándola con una fascinación inteligentemente fingida. Para sobrevivir tanto tiempo en el puesto de chambelán real uno tiene que ser un actor bastante dotado.
Luego negó con la cabeza y se rió entre dientes; al principio en voz baja, pero su alegría fue subiendo rápidamente de tono hasta acabar resoplando y bufando de júbilo. Se movió tambaleándose por la habitación chocando contra los muebles y riéndose. Luego dejó de reír de repente y se dirigió a un armario contiguo. Se produjo un instante de silencio, pero antes de que me diera tiempo a seguirlo oí un sonido parecido a la inundación del Nilo por efecto de las cataratas. Duró bastante tiempo hasta que Atón regresó al lugar en el que me encontraba. Ahora su expresión era un poco más seria mientras se ajustaba la túnica.
—Tienes suerte, querido amigo, de que haya llegado a tierra a tiempo, o habrías acabado ahogado como el rey Beón.
—¿Cómo sabías que Beón murió ahogado?
—Tengo otras orejas y ojos aparte de los que ves en mi rostro.
—Si sabes tanto, entonces dime lo que pasó con el tesoro de Minos.
—No he oído nada de ello. —Negó de mala gana con la cabeza—. ¿Tienes alguna información al respecto?
—Sólo sé que te equivocaste.
—¿De qué modo?
—Me dijiste que el tesoro tendría un valor de cien lakhs, ¿verdad? —Él asintió con la cabeza, y yo continué—: pues, desgraciadamente, tus cálculos eran erróneos.
—¿Puedes demostrármelo? —preguntó.
—Puedo hacer mucho más que eso, Atón. Puedo dártelo para que lo peses —le contesté con seguridad—. No obstante, primero debo transmitir un mensaje al faraón antes de abandonar el palacio.
Atón señaló hacia su escritorio, que estaba abierto en una esquina de la habitación.
—Escribe tu mensaje y el faraón lo recibirá antes del atardecer —me aseguró.
Mi mensaje era breve y críptico.
—Por favor, ten paciencia conmigo —le supliqué a Atón mientras le entregaba el mensaje—, no me he bañado ni llevado ropa limpia en casi dos lunas. Debo ir a mis aposentos de palacio antes de regresar contigo hasta la tumba de Mamose. —No creí necesario mencionar que tampoco había visto a mis dos princesitas desde mi regreso.
Tan pronto como llegué a mis aposentos, envié a uno de mis esclavos a las estancias de las mujeres de la familia real para comunicar un mensaje a Sus Majestades.
Las dos llegaron con energía y furia desatada de viento khamsin del desierto justo en el preciso instante en que salía de mi baño caliente. Son las únicas del mundo entero a quienes permito que me vean desnudo, a excepción de mis esclavos. No obstante, mis esclavos son también eunucos, como yo, así que no cuentan.
Tehuti y Bekatha estaban sentadas en el mármol que rodeaba la bañera y me atosigaron a preguntas. No repararon en mi desnudez. Una vez, hace muchos años, Bekatha había hablado por los dos sobre este tema: «Eres igual que yo y Tehuti; los tres tenemos un aspecto mucho mejor sin esas cosas colgando por delante».
Bekatha se puso a chapotear con sus limpios piececitos en la bañera y se quejó:
—Nos hemos aburrido mucho desde que te fuiste. Sea lo que sea lo que has hecho, ¿por qué has tardado tanto? Júrame que la próxima vez nos llevarás contigo. —Volqué una jarra de agua caliente sobre la cabeza para evitar oír el insulto que me había dedicado.
—¿Nos has traído un regalo, Taita? ¿O te has olvidado? —Tehuti aceptó el relevo del interrogatorio. Como hermana mayor tenía una mayor comprensión del valor intrínseco de las cosas.
—Por supuesto que os he traído algo. ¿Cómo podría olvidarme de estas dos plagas? —contesté, y aplaudieron con deleite.
—¡Enséñanoslos! —exclamó Bekatha.
—Sí, por favor, querido Taita —refrendó Tehuti—. Por favor, muéstranos. Te amamos tanto.
—Pues entonces, buscad en mi bolsito —contesté, señalando hacia la prenda que descansaba en la habitación contigua, y como siempre, Bekatha era la primera en encontrarlo. Volvió dando pasos de baile, blandiendo el bolsito. Luego desabrochó los cerrojos de mármol con las piernas cruzadas apoyando el bolsito en su regazo.
—¡Ábrelo! —exclamé. Como siempre pienso en mis princesas, había elegido dos piezas de joyería del botín que habíamos incautado de los oficiales minoicos que capturamos en Tamiat.
—¿Hay algo allí envuelto en un trapo rojo? —pregunté, y Bekatha gritó de emoción.
—Sí, mi incomparable y encantador Taita. ¿Es mío? ¿Es el rojo mío?
—Por supuesto que sí.
Le temblaban las manos de la emoción mientras desenvolvía el paquetito. Levantó el collar de oro y estaba tan contenta que se le anegaron los ojos.
—¡Es lo más precioso que he visto en la vida! —susurró.
De la cadena colgaban dos figuritas doradas. Aunque eran diminutas, no les faltaba ningún detalle exquisito. La más grande era la imagen de un toro en posición de ataque. Tenía la cabeza gancha pero lista para embestir con sus peligrosos cuernos en curva. Sus ojos eran unas diminutas piedras verdes y muy relucientes. Sus lomos jorobados simbolizaban la fuerza bruta y la furia. Estaba en posición de ataque de la otra figura: la forma esbelta de una hermosa joven. Parecía bailar más allá del alcance de esos cuernos mortales. Lucía una guirnalda de flores encima de la cabeza, y los pezones de sus pechos eran un par de rubíes rojos. Echaba la cabeza hacia atrás como si se estuviera riendo del toro en posición de embestida.
—Es tan rápida que el toro nunca la alcanzará. —Bekatha movió el collar entre sus manos para que las figuras bailaran.
—Tienes razón, Bekatha. Ella es el amuleto que protege del peligro. Cuando lo lleves puesto, nunca correrás ningún peligro. La bailarina del toro te protegerá. —Levanté el collar de sus manos y se lo coloqué alrededor del cuello. Bajó la mirada para fijarse en él y movió los hombros para que la figurita bailara sobre la piel lustrosa de su pecho juvenil. Su risa era encantadora.
Tehuti había esperado pacientemente a recibir mis atenciones, y me sentí un poco culpable cuando me dirigí a ella.
—No me gusta hacer distinciones. Su regalo está en el interior del paño azul, Su Majestad.
Lo desenvolvió lentamente y ahogó un grito cuando vio el resplandor del anillo.
—Jamás había visto brillar algo de este modo —gritó Tehuti.
—Colócatelo en el dedo corazón —le recomendé.
—Me va muy grande. Me resbala.
—Eso ocurre porque se trata de una piedra muy especial. Nunca debes mostrársela a un hombre, excepto…
—¿Qué?
—Excepto si quieres que se enamore de ti. De lo contrario, tienes que ocultarlo en la palma de tu mano. Recuerda que la magia sólo funciona una vez. Así que sé muy cuidadosa si decides mostrar ese anillo.
Cerró los dedos para proteger el anillo.
—No quiero que ningún hombre se enamore de mí —contestó con firmeza.
—¿Por qué no, querida?
—Porque si lo hace, entonces intentará hacerme un bebé en mi interior. Cuando el bebé está dentro, no quiere salir de nuevo. He oído gritar a las mujeres del harén, y yo no quiero eso.
—Algún día cambiarás de opinión —sonreí—. Pero la piedra tiene otras cualidades que la hacen especial.
—Cuéntanos. ¿Por qué es tan especial, Taita? —Bekatha no tenía tantos escrúpulos absurdos como su hermana.
—Una razón es que se trata del material más duro del mundo. No hay nada que pueda cortarlo, y nada puede rallarlo, ni siquiera la daga de bronce más aguda. Por eso lo llaman «diamante»: «la piedra dura». El agua no puede mojarla. Pero se pega a la piel de la mujer que la luce como por arte de magia.
—No te creo, Taita. —Tehuti parecía dubitativa—. Se trata de otra de tus historias.
—Espera a ver si lo que te digo es cierto. Pero recuerda… —Blandí mi dedo en un gesto de severidad—. Nunca se la muestres a un hombre a menos que lo ames mucho, y a quien quieras amar para siempre. —Nunca sabré por qué le dije todo eso, aunque a esas niñas les encantan mis historias y no me gusta defraudarlas.
Me levanté de la bañera y le ordené a Rustie, mi esclavo principal, que me acercara una toalla para secarme.
—Vuelves a marcharte, Taita —me acusó Tehuti. Tiene el instinto de una mujer madura—. Te quedas una hora, y luego te vas. Quizás esta vez sea para siempre. —Estaba a punto de llorar.
—¡No, no! —Dejé caer la toalla y la abracé—. No es verdad. Me voy a visitar la tumba vacía de tu padre en la orilla oriental.
—Si lo que dices es cierto, entonces llévanos contigo —propuso Bekatha.
—¡Sí, por favor! Déjanos ir contigo, querido Taita —insistió Tehuti.
Me detuve para considerar la sugerencia, y me di cuenta de que me gustaba tanto a mí como a mis chicas.
—Hay sólo un problema con esta idea. —Fingí indeterminación—. Lo que vamos a hacer es un secreto muy importante y tenéis que prometerme que no contaréis a nadie lo que veáis y lo que hagáis allí.
—¡Un secreto! —Bekatha gritó y sus ojos resplandecieron al oírlo—. Lo juro, Taita. Juro por todos los dioses que nunca diré ni una palabra a ninguna alma viviente.
Los tres barcos del tesoro seguían amarrados a lo largo del muelle en la entrada de la tumba del faraón Mamose cuando las princesas, Atón y yo llegamos allí.
Zaras y sus hombres habían trabajado mucho durante mi ausencia. Siguiendo mis instrucciones, habían colocado lonas de juncos alrededor de los recintos fúnebres para evitar ser observados desde las colinas de las inmediaciones. Estaba dispuesto a trabajar toda la noche para descargar los trirremes. Sin embargo, los espías hicsos podían acercarse de incógnito en la oscuridad de la noche, y además tendríamos que trabajar a la luz de la antorcha. Los toldos serían de vital importancia para preservar nuestra intimidad.
Valiéndome de la experiencia de Tamiat, tenía previstos todos los detalles sobre cómo proceder con la descarga. Me dispuse a supervisar e instruir a Dilbar y a un grupo de sus hombres mientras montaban pallets pesados de madera barnizada que habían extraído de la cubierta del primer trirreme. Medían ocho codos cuadrados y encajarían en las escotillas de las bodegas. Luego, en la cubierta superior de cada embarcación, monté trípodes y poleas por encima de las escotillas. Con ellas mis hombres harían descender los pallets hasta la bodega, donde otro equipo iría colocando los cofres de lingotes.
Después aupamos los cofres hasta la cubierta en lotes de veinte, los traspasábamos por la borda y los dejábamos en el muelle.
—¿Qué hay en estos cofres, Taita? —preguntó Tehuti. Rocé el costado de mi nariz en un gesto que denotaba conspiración.
—En eso consiste el gran secreto. Pero pronto descubrirás lo que es. Sólo tienes que tener un poco más de paciencia.
—No me gusta ser paciente —me recordó Bekatha—. Aunque sea por un rato.
Una larga fila de hombres recibieron los cofres hasta que acabaron de descargarlos de los pallets. La fila se extendía desde el muelle siguiendo la entrada a la tumba, y cubría cuatro tramos de escaleras. Continuaba por los túneles pintados y decorados, cruzando las tres amplias antecámaras hasta llegar a las cuatro tesorerías. Las tesorerías descansaban alrededor de la cámara fúnebre del faraón, con su sarcófago vacío a la espera de recibir el cuerpo embalsamado que nunca llegaba. Este enorme complejo se había esculpido a partir de la piedra original, una empresa que nos había llevado veinte años a mí, y a otros dos mil operarios, completar. Pero me sentía muy orgulloso de ello.
—Vosotras podéis ser de gran ayuda para el tío Atón y para mí —les dije a las princesas—. Sabéis contar y escribir, algo que sólo uno de estos muchachos sabe hacer. —Hice un gesto brusco con la cabeza ante la hilera de esforzados hombres semi desnudos.
Las dos muchachas asumieron el papel de contables como si de un juego se tratara. Estaban encantadas de demostrar sus conocimientos.
Había dado instrucciones a Zaras y en mi ausencia había dispuesto dos tablas de balance para la primera tesorería. Ahora Atón y yo nos ocupábamos de ellas. Mientras los cofres estaban colgados del brazo de uno de los mecanismos, pasamos esa tarea a las chicas. Bekatha trabajaba con Atón y yo tomé a Tehuti como ayudante. Apuntaban cada peso en un rollo largo de papiro y calculaban los totales por cada diez cofres.
Cuando el primer tesoro se llenó contenía 233 lakhs de plata pura. Ordené a los hombres que subieran a la superficie y les di una hora para descansar, comer y beber. Cuando estuvimos a solas en la sala del tesoro cumplí la promesa a mis chicas de que les mostraría el contenido del tesoro. Abrí la tapa de uno de ellos y saqué un lingote, y les permití tocarlo y admirarlo.
—No es tan hermoso como mi collar —comentó Bekatha mientras se acariciaba el amuleto de su garganta.
—¿Todo esto es propiedad tuya, Taita? —Tehuti tuvo a bien de preguntar mientras se fijaba en los montones de cofres.
—Pertenece al faraón —contesté, y ella asintió seriamente con la cabeza. La vi hacer unos cálculos. Se le dan bien los números. Al fin sonrió cuando supo el total.
—Estamos encantados contigo, Taita. —Empleó el plural mayestático por derecho de nacimiento.
Cuando los hombres regresaron les indiqué que prosiguieran con su labor. Trasladaron las balanzas a la segunda cámara del tesoro que era un poco más pequeña que la primera. En ella encontramos un espacio para guardar otros 216 lakhs de plata.
En ese momento entró Zaras procedente del muelle para informar de que habían descargado por completo los dos primeros trirremes, pero que todavía quedaba una gran cantidad de tesoro para descargar en el tercer y último barco.
—Se acerca el amanecer, señor Taita —me advirtió, puesto que yo había perdido la noción del tiempo—, y los hombres están prácticamente exhaustos. —Noté un punto de censura en su tono de voz, y su expresión era triste. Pensé en contestarle con un sarcasmo, porque no estoy acostumbrado a que cuestionen mis decisiones, y también estaba cansado, aunque no exhausto. A pesar de mi porte esbelto, tengo más aguante que la mayoría de los hombres, pero me contuve.
—Tus hombres han trabajado bien, Zaras, al igual que tú. Pero tendré que abusar de vuestro esfuerzo un poco más. Me acercaré al muelle contigo para valorar cuánto queda por hacer.
En ese momento cometí un error fatal.
Eché un vistazo a Tehuti mientras se sentaba a horcajadas en el taburete que había a mis espaldas, con la cabeza inclinada sobre el rollo de papiro. El pelo le caía formando una densa honda dorada que tapaba su rostro. No había hallado el momento de detenerse para peinarse.
—Tehuti, has trabajado como una esclava —le comenté—. Sube conmigo a la superficie. Una bocanada de aire fresco nocturno te vivificará.
Tehuti se levantó. Movió la cabeza y apartó el cabello de la cara mientras miraba a Zaras. Él le devolvió la mirada.
Vi cómo las pupilas de los ojos verdes de Tehuti se dilataban bajo la luz de la antorcha, y en ese momento oí una risa de los dioses oscuros. Era un sonido lejano y burlón, pero supe de inmediato que nuestro pequeño mundo había cambiado de repente.
La pareja se quedó quieta como un par de estatuas de mármol, mirándose entre sí.
Traté de mirar a Zaras a través de los ojos de ella. Aunque juzgo mejor la belleza femenina que la masculina, vi por primera vez que era un hombre más atractivo de lo normal. Aunque sabía que su linaje no era insigne, tenía un aura imponente que lo rodeaba. Tenía un porte y una actitud nobles.
Sabía que su padre era un mercader de Tebas que había amasado una gran fortuna con sus propios esfuerzos. Había procurado que su hijo recibiera la mejor educación que la plata pudiera comprar. Zaras era inteligente y rápido, así como un valiente soldado, tal y como reflejaba su rango militar. Sin embargo, sus antecedentes eran humildes y sin duda alguna no era un buen partido para una princesa de la Casa Real de Tamose. En cualquier caso el faraón decidiría por ella, valiéndose de mi sabio consejo.
Me interpuse rápidamente entre la pareja, interrumpiendo su contacto visual. Tehuti me miró como si fuera un desconocido al que nunca hubiera visto. Toqué su mano, y ella se estremeció un poco antes de volver a reenfocar la mirada en mí.
—Acompáñame, Tehuti —le recomendé. Observé su rostro. Hizo un gran esfuerzo para recuperar el control de sí misma.
—Sí, desde luego. Perdóname. Tenía la cabeza en otra parte, Taita. Por supuesto que iré contigo.
La acompañé hacia la puerta del tesoro. Zaras la siguió. Sus pasos eran elásticos y una expresión de asombro mezclada con el júbilo impregnaba sus rasgos. Lo conocía bien, pero nunca lo había visto en este estado.
Una vez más tuve que interponerme entre la joven pareja.
—Tú no, capitán Zaras. Vigila que las barras de pesas se transfieran al siguiente tesoro, de modo que los hombres puedan hacer otro descanso. —Eran órdenes triviales para un oficial de su rango, pero tenía que distraerlo de su actual y peligrosa fascinación.
Entonces me di cuenta de que Tehuti y Zaras no pudieron haber coincidido con anterioridad. Ella vivía en el reducido mundo del harem del palacio, desde el que sólo se le permitía salir con un sistema estricto de acompañamiento. Yo era tal vez el vínculo más importante de esa cadena protectora.
Como princesa de gran belleza su virginidad era de un valor incalculable para la Corona y el Estado. Evidentemente, era posible que Zaras la viera a lo lejos durante una de las procesiones reales o en el desfile de festivales religiosos. Había pasado todo su servicio militar en el campo de batalla o entrenando y ejercitando a sus tropas. Estaba seguro de que, hasta ese día, nunca la había visto lo suficientemente cerca como para apreciar de cerca su extraordinaria presencia y belleza.
Le di unas instrucciones rápidas a Zaras:
—Libera a los hombres y dales una jarra adicional de cerveza a cada uno de ellos. Dales descanso hasta que yo les indique lo contrario. —Después conduje a las dos princesas hasta la superficie, mientras Zaras se quedaba mirándonos fijamente.
Cuando salimos de las puertas hasta la tumba me detuve para echar un vistazo en dirección al este, y vi que las franjas rosadas del amanecer ya teñían el cielo. Luego me fijé en las filas de hombres y me di cuenta de que muchos estaban al borde de la extenuación. Zaras tenía razón en ambos sentidos.
Subí rápidamente por el poste del tercer trirreme y al llegar a cubierta oí el estruendo de las trompetas y las ruedas de los carros acercándose desde la dirección del río y la ciudad en su orilla más lejana. Me apresuré a descender por la escalerilla del barco y observé la planicie a través de la oscuridad.
La luz de las antorchas y el alboroto sólo podían querer decir una sola cosa: el faraón había recibido mi mensaje y había regresado a Tebas. Mi corazón late más rápido cuando detecto la proximidad de la presencia real. Regresé para bajar por el poste, pidiendo antorchas adicionales y un destacamento de la guardia de honor, pero el faraón era demasiado rápido para mí.
Su carro atravesó la oscuridad de la noche como un rayo, acompañado de su escuadrón. El faraón llevaba las riendas atadas a su cintura y cuando me vio gritó un alegre saludo. Luego recuperó las riendas.
—Bien hallado, Taita. Te hemos echado de menos.
Pasó las riendas a su copiloto y bajó dando un salto mientras las ruedas seguían girando. Mantuvo el equilibrio como el experto auriga que es, y me alcanzó con una docena de zancadas rápidas. Me dio un abrazo tan fuerte que me hizo tambalear delante de todos mis hombres, haciendo caso omiso de mi dignidad. Pero puedo perdonarle cualquier cosa y reírme con él.
—Por supuesto, Majestad. Ha pasado mucho tiempo. Una hora sin su presencia es como una semana sin sol.
Volví a recuperar la compostura y lo miré con una expresión inquisitiva. Me di cuenta de que iba cubierto de polvo y de suciedad debido a la crudeza de la campaña, pero también venía investido de la gracia y la nobleza de un verdadero faraón. Vio a sus hermanas que la estaban esperando para presentarles sus respetos. Las abrazó por separado, y luego regresó a mi posición.
Señaló en dirección a los tres grandes trirremes que permanecían amarrados en el muelle.
—¿Qué barcos son ésos? Incluso con los mástiles bajos y los remos parados son dos veces más grandes que cualquier otra embarcación que haya visto antes. ¿Dónde las has encontrado, Taita? —El mensaje que le había enviado era críptico y carecía de detalles. No obstante, no esperó a recibir mi respuesta a sus preguntas, y continuó—: Y, ¿quiénes son todos estos rufianes? Te hago partir con un puñado de hombres y regresas con un pequeño ejército, Taita.
Echó un vistazo a las filas de hombres que se extendían desde el muelle hasta las profundidades de la tumba real. Los que estaban más cerca de nosotros dejaron caer los cofres de lingotes y se postraron en señal de obediencia.
—Por favor, no se deje llevar por las apariencias, Su Alteza. Aquí no hay rufianes. Son todos hombres valientes y verdaderos guerreros de su Egipto.
—¿Y qué son estos barcos? —Se dio media vuelta para estudiar los trirremes con renovado interés—. ¿Qué explicación puedes darme?
—Faraón, déjeme llevarlo a un lugar donde podamos hablar en privado —le imploré.
—Muy bien, Taita. Siempre te han gustado tus pequeños secretos, ¿verdad? —Echó a andar hacia las puertas de la tumba sin mirar hacia atrás. Seguí al faraón Tamose por la supuesta tumba de su padre.
Se detuvo al entrar en la primera cámara del tesoro, y escudriñó los montones de cofres de madera que llenaban la espaciosa cámara. Pensé que volvería a preguntar sobre el contenido de los cofres, y yo debí darme cuenta de que no se rebajaría de esta manera.
—Resulta curioso que cada uno de estos cofres lleve la insignia del Minos Supremo —dijo antes de pasar a la cámara siguiente, y después a la tercera donde Atón se arrodilló ante él.
—Y es todavía más extraño que mi honorable chambelán forme parte de este turbio asunto, Taita. —El faraón se inclinó para ver de cerca un montoncito inacabado de cofres, estiró las piernas y nos miró a ambos con una expresión de intensa curiosidad—. Ahora dime, Taita. ¡Cuéntamelo todo!
—Tal vez es mejor que te lo muestre, faraón —repliqué, y me dirigí al cofre que había abierto para sus hermanas. Aparté la tapa y levanté el mismo lingote brillante de plata que había mostrado a las princesas. Me arrodillé para ofrecérselo. Lo cogió de mis propias manos y lo colocó lentamente en la suya. Con la yema del dedo señaló la insignia que había grabada en el metal. También era el toro de Creta en posición de embestida.
Al fin preguntó en voz baja:
—Tiene el peso y el tacto de la plata verdadera. No puede ser…
—Por supuesto que lo es, faraón. Cada cofre que ve aquí está lleno de los mismos lingotes.
Volvió a guardar un largo silencio, y debajo del polvo y el bronceado de su rostro pude observar un destello de intensa emoción. Cuando volvió a hablar tenía la voz ronca.
—¿Cuánto hay, Taita? —Me llamó por mi nombre familiar, que siempre era una expresión de gratitud y afecto hacia mí.
—Cada uno de estos cofres está lleno, Mem —a cambio, recurrí a su nombre de bebé. Yo era el único a quien le permitía esta salvedad.
—Déjate de tonterías. Dime cuánta plata me has traído. Estoy esforzándome para entender la magnitud de todo este asunto. —Su tono de voz seguía delatando sorpresa.
—Atón y yo hemos tasado la mayor parte —respondí.
—Eso no responde a mi pregunta, Taita.
—Sólo hemos pesado los lingotes de los dos primeros barcos minoicos, y parte del que contenía el tercero y último. Por el momento, el total es de cuatrocientos cuarenta y nueve lakhs, faraón. Probablemente queden otros cien lakhs para tasar aunque esa cantidad podía ascender a ciento cincuenta.
Volvió a guardar silencio, negando con la cabeza y frunciendo el ceño. Volvió a hablar.
—Casi seiscientos lakhs. Es suficiente para erigir una ciudad el doble del tamaño de Tebas con todos sus templos y palacios.
—Para después construir diez mil barcos, y aún nos quedaría suficiente para librar una docena de guerras, mi faraón —concedí en voz baja—. Lo suficiente como para recuperar al Gran Egipto de la barbarie de los hicsos.
—Me has dado el motivo para reducir y destruir a Beón y a todas sus huestes —coincidió el faraón; su tono de voz se volvió más rápido y alto al visualizar la situación.
—Es demasiado tarde, faraón. —Atón se levantó y se plantó delante de mí para captar la atención del faraón—. Beón de los hicsos está muerto y ahogado. —Retrocedió unos pasos y me dedicó un elogio—. Taita lo ha matado —declaró.
La mirada del faraón se volvió hacia mí.
—¿Es cierto lo que proclama Atón? ¿Además de todos los servicios que has prestado a mi corona, has matado a Beón? —exigió saber el faraón.
Agaché la cabeza en señal de asentimiento. Aborrezco la jactancia en los hombres, y muy especialmente en mí.
—Cuéntame, Taita. Quiero todos los detalles de la muerte de ese monstruoso animal.
Antes de que me diera tiempo a contestar, Atón me interrumpió.
—Por favor, présteme su regia atención una vez más, mi faraón. —Se inclinó ante el rey—. Es una historia que merece toda su atención. Después de nuestro triunfo final sobre el tirano de los hicsos, se convertirá en parte de nuestra gloriosa historia militar. Las generaciones futuras la cantarán a sus hijos, y éstos a los suyos. Le suplico a Su Majestad que me deje disponer de un triunfo esta noche del que participará cada miembro del Sumo Consejo de Estado y su familia real al completo. Será un triunfo durante el cual podremos prestar los honores debidos a una hazaña bélica que seguramente no ha hallado parangón en nuestra historia.
—Tienes razón, señor Atón. Taita ha presentado ante mí un festón que no puede engullirse de un solo bocado. Debemos saborear cada mordisco. Debo informar a mi consejo de este increíble golpe de fortuna. Ocho de mis consejeros están instalados en mi palacio de Tebas, muy cerca de aquí. El señor Kratas me sigue por la retaguardia procedente del norte y tú, Taita, así como el señor Atón, ya estáis aquí. Podemos reunir al consejo entero en tres o cuatro horas.
—Hay tiempo suficiente para darse un baño y descansar, mi faraón —le recomendé al ver el estado de su atuendo.
—Es una suciedad honesta, Taita, y pagada por la sangre de los hicsos. —El faraón sonrió entre dientes—. Pero como de costumbre, estás en lo cierto. Ordena a mis esclavos que calienten el agua para el baño.
Para cuando el Sumo Consejo de Egipto se reunió en su totalidad, el tercero y último trirreme había sido descargado y los lingotes de la bodega se habían pesado en la balanza. El triunfo formal ya estaba dispuesto y empezaba a atardecer.
Salí a informar al faraón; seguramente estaría descansando. Para evitar que tuviera que viajar a su palacio y regresar antes del atardecer, había dispuesto que el sepulcro de su padre sirviera de alojamiento provisional. Nunca había albergado a un cadáver, y por tanto la estancia no estaba teñida de muerte. Era un espacio tranquilo y fresco, y además estaba ventilado gracias a unos respiraderos tallados en la roca que daban a la superficie. Sus criados habían montado el camastro y todos sus muebles de viaje.
Pero en vez de descansar, el faraón estaba perfectamente despierto y alerta, caminando de un lado para otro de la estancia y dictando despachos a tres o cuatro de sus secretarios. Se había puesto un uniforme limpio, sobre el cual lucía un peto de bronce con relieve de oro. Llevaba el pelo mojado y se le marcaban los rizos. Era tan apuesto como hermosa había sido su madre.
Cuando me arrodillé ante él, me detuvo con una mano sobre mi hombro.
—No, Taita —me amonestó—. Es mi firme propósito convertirte en noble y en miembro de mi consejo privado lo antes posible. Ya no debes postrarte ante mí.
—El faraón es muy amable. No merezco semejante honor —dije adoptando mi papel de persona modesta.
—Por supuesto que no lo mereces —apuntó—. Lo hago sólo para evitar que te inclines constantemente delante de mí. Por las pezuñas de Seth, tal como diría Kratas, te juro que me provoca mareos. Mantente recto y cuéntame toda la historia detrás del tesoro que has ganado para mí.
—Le prometí seiscientos lakhs, mi faraón, pero nos faltan veinte lakhs para llegar a esa cantidad.
—Eso es más que suficiente para devolverme mi reino, y para que tú puedas conservar la cabeza sobre los hombros. —A veces el sentido del humor de los reyes tiende hacia el mal gusto—. ¿Ya se ha reunido el resto de miembros de mi consejo?
—Cada uno de ellos, incluido el Señor Kratas. Llegó hace una hora.
—Que comparezca.
Cuando salimos por las puertas del sepulcro, me di cuenta de repente de la magnitud y la extensión de lo que Atón había organizado en mi honor. El faraón me condujo entre las filas de sus guardias reales ataviado con un uniforme ceremonial y llegamos a la gran tienda que había sido erigida sobre el banco de arena del canal.
Cuando entramos, toda su corte estaba presente, esperando a recibirnos. Incluía a la familia real: sus dos hermanas y sus veintidós esposas y ciento doce concubinas. Luego estaban los nobles, sus generales militares y los consejeros de estado y su personal de alto rango; cada hombre y mujer de Egipto a quien el faraón se atrevía a confiar el secreto de los lingotes minoicos estaba allí para saludarme.
Se levantaron al unísono al entrar y los hombres desenfundaron sus espadas para formar un arco para que el faraón y yo pasáramos por debajo de él. Al mismo tiempo, una nutrida banda de laúdes y cuernos de viento que estaban en el desierto exterior junto a la tienda empezaron a tocar una marcha heroica.
El faraón y yo tardamos un rato en llegar a los asientos que habían preparado en nuestro honor. Todos los miembros de la asamblea querían tocarme, darme ambas manos y regalarme cumplidos y saludos.
Junto a la pared trasera de la tienda, y colocados unos junto a otros, se erigían unas enormes jarras de vino que eran más altas que un hombre. Cuando por fin toda la compañía estuvo sentada, los criados sirvieron vasos grandes de vino tinto de esas jarras y colocaron una delante del faraón. La levantó.
—Taita es a quien hoy tenemos que honrar. Sírvele el buen vino tinto y que sea él quien lo beba primero.
Todas las miradas de la tienda estaban puestas en mí cuando me levanté y alcé el vaso hacia el faraón.
—Todos los honores al faraón. Él es la esencia de Egipto. Sin el faraón y Egipto no somos más que polvo. Todos nuestros esfuerzos son infructuosos. —Me acerqué el recipiente a los labios y bebí un sorbo largo mientras todas las damas y sus señorías se levantaban y gritaban mi nombre. Incluso el faraón sonrió.
Me di cuenta de que cuanto menos dijera más me querrían, así que hice una reverencia al faraón y me volví a sentar.
El faraón se sentó junto a mí y colocó su mano derecha sobre mi hombro. Luego se expresó con una voz fuerte y clara que alcanzó cada rincón de la enorme tienda.
—El señor Taita ha conocido mi favor —dijo—. Ha realizado para mí y para Egipto un servicio enorme, más grande si cabe que el que ha hecho cualquiera de sus antecesores. Merece ser honrado por mí y por cada egipcio nacido y que aún está por nacer. Lo he elevado al rango de noble. A partir de ahora se lo conocerá por el nombre de Señor Taita de Mechir.
El faraón se detuvo y se produjo un silencio de cortesía en el que la mayoría de esos ilustres trató de ocultar su expresión de desconcierto. Mechir es un pueblo situado en la ribera este del Nilo, a treinta leguas al sur de Tebas. Se trata de una agrupación de humildes cabañas de lodo, y de una población compuesta de un número igual de humilde de todo tipo de especímenes de la raza humana. El faraón nos dejó reflexionando sobre este acertijo durante un buen rato.
—También le he concedido, para su pleno usufructo, toda la finca real situada en la orilla este del río Nilo entre la muralla sur de la ciudad de Tebas y la torre de Mechir.
La asamblea emitió un grito contenido de asombro. La orilla del río desde Mechir hasta Tebas consta de treinta leguas de la tierra irrigable más fértil de todas las propiedades reales.
De repente, el faraón me había convertido en uno de los diez hombres más ricos de Egipto.
Transmití un grado de sorpresa y deleite ante su magnanimidad. Sin embargo, cuando besé su mano derecha se me pasó por la cabeza la idea peregrina de que puesto que lo había convertido en el rey más rico del mundo, ninguno de los dos había sufrido amargamente por este intercambio de favores.
Ahora el faraón levantó su jarrita de vino hecha de plata y sonrió ante el grupo que se había formado.
—Mis reinas, mis príncipes y princesas, mis caballeros y damas, brindemos. He aquí la gratitud, el honor y una larga vida a mi señor Taita.
Volvieron a levantarse con las copas alzadas y gritaron al unísono: «He aquí la gratitud, el honor y una larga vida al señor Taita».
Probablemente era la primera vez en nuestra historia que un faraón egipcio dedicaba un brindis a uno de sus súbditos. Pero volvió a sentarse e hizo un ademán al resto de la compañía para que hiciera lo mismo.
—¡Señor Atón! —exclamó a la mesa—. El vino es excelente. Sé que el banquete no va a ser menos. —Atón tiene la reputación de ser el mayor conocedor de la región. Algunos alegan que ésta es la razón principal por la cual han alcanzado la insigne posición de Amo de la Residencia Real.
La reputación no siempre es merecida. Atón es bueno, pero no es el mejor. Los filetes de perca del Nilo que había servido estaban poco salados, y la avutarda de desierto era un bizcocho demasiado cocido. Además, había dado manga ancha al chef de palacio para que se excediera con la especia de Baharat. Si me hubiera encomendado esta labor, imagino que la comida habría estado mejor preparada, aunque el vino era lo suficientemente bueno como para diluir estos inconvenientes triviales.
El grupo estaba comunicativo y de buen humor cuando Atón se levantó para presentar su encomio. Había pensado en qué poeta habría elegido de haber estado en su situación. Por supuesto, no estaba cualificado para hacer este tipo de selección porque yo era el tema objeto de la composición. Así que pensé que sería Reza o Thoiak a quien Atón habría seleccionado para este gran honor.
Al final, Atón nos sorprendió a todos. Aunque dedicó méritos y alabanzas a los poetas más reconocidos de Egipto, trató de justificar su decisión final resaltando el hecho de que el elegido había sido testigo de los hechos. Naturalmente, fue una idea ridícula puesto que, ¿desde cuándo los hechos han sido de importancia para una buena historia?
—Gran faraón y damas reales, por favor acérquense y presten su atención a un valiente oficial de los Guardias del Cocodrilo Azul que navegaron con el señor Taita. —Se detuvo para dar más efecto a sus palabras—. Les presento al capitán Zaras.
La asamblea se quedó inmóvil e imperturbable mientras Zaras hacía su aparición por las cortinas de la tienda y se arrodillaba ante el faraón, que parecía tan sorprendido como cualquiera de los presentes. Pensé que yo era probablemente el único de ese grupo que había oído hablar del capitán Zaras de los Guardias del Cocodrilo Azul. Luego algo me vino a la cabeza con la misma claridad con la que una espada encaja en su funda.
Me fijé en la princesa Tehuti, que estaba situada entre el señor Kratas y el señor Madalek, el tesorero del faraón. Ella estaba sentada en primera fila en su taburete con el rostro iluminado y una expresión cautiva, observando a Zaras. No era tan descarada como para llamar la atención con un aplauso u otra estrategia para expresar su aprobación ante la elección de Atón; pero sabía que lo había hecho. De algún modo, había obligado a Atón a tomar esta ridícula decisión.
Nunca he infravalorado las habilidades diplomáticas de mis dos princesas, pero este gesto sonaba a brujería. Centré mi atención en Bekatha y me di cuenta de inmediato que ella formaba parte de esta conspiración.
Desde el extremo contrario de la mesa del banquete ponía los ojos en blanco y hacía caras raras para captar la atención de su hermana mayor. Tehuti hacía caso omiso de ella deliberadamente.
Yo estaba muy furioso. Pero también sentía compasión por Zaras. Era un joven decente y un buen oficial, y lo amaba como un padre amaría a un hijo. En esos momentos se exhibía delante de todo el mundo para ser un hazmerreír. Esas dos arpías reales lo habían sometido a semejante crueldad.
Volví a fijarme en Zaras. Parecía no darse cuenta del desastre que se le avecinaba. Permaneció de pie, luciendo su atractivo y compostura con su uniforme. Deseaba poder hacer algo para ayudarlo, pero resultaba imposible. Tal vez podría intervenir con un verso improvisado, como si fuera un escolar, pero sus esfuerzos serían comparados por esos jueces estrictos con los de Reza y Thoiak e incluso, a menos que así lo impidieran los dioses y las diosas, con las aclamadas obras maestras acuñadas de mi puño y letra.
Entonces tomé consciencia de un leve susurro de voces femeninas, un sonido parecido al de las abejas sobre un lecho de flores primaverales en mi jardín libando néctar. Me fijé en la compañía y vi que Tehuti no era la única mujer que estaba pendiente de Zaras. Algunas de las mujeres mayores aún eran más descaradas en sus intereses. Sonreían y susurraban detrás de sus abanicos. Zaras nunca había estado en la corte y por tanto nunca habían posado antes su mirada lascivia sobre él.
Entonces Zaras hizo un ademán de silencio y la tienda entera se calló, de modo que pude oír a un chacal aullando a lo lejos en el desierto.
Zaras se dispuso a hablar. Había oído su voz dando órdenes a sus hombres, dirigiéndolos en el fragor de la batalla o alentándolos cuando flojeaban, pero nunca me había percatado de su timbre y profundidad. Su voz sonaba como la de una campana, y se erigía como el jazmín sobre las dunas del desierto. Estallaba como la tormenta marina sobre un arrecife y susurraba como el viento en las ramas altas del cedro.
Con unas cuantas estrofas logró cautivar a toda la compañía.
Su elección de palabras fue exquisita. Ni siquiera yo habría mejorado su combinación. Su ritmo era casi hipnótico y la historia resultaba irresistible. Barrió a su audiencia como si fueran los escombros recogidos en las aguas flotantes del Nilo.
Cuando describió la trayectoria de las tres flechas con las que herí al impostor hicso de Beón, todos los señores de Egipto se levantaron y gritaron su aclamación, mientras que el faraón me asía por el antebrazo con tanta fuerza que los moratones que me dejó en la piel duraron varios días.
Empecé a reír y a llorar junto al resto del público, y al final tuve que levantarme con ellos para aplaudirlo.
Mientras Zaras pronunciaba la última estrofa, se volvió hacia la entrada de la gran tienda y extendió los brazos.
—Entonces el noble Taita invocó en voz alta a todos los dioses de Egipto y a su faraón Tamose: «Esto es sólo una muestra del botín que he obtenido para ti. Pero es una milésima parte del tesoro que presento ante ti. Ésta es la prueba y el testimonio del amor y el deber que te debo, faraón Tamose».
Procedente del desierto, empezó a sonar un tambor solemne y en la entrada de la tienda había apostados diez guerreros con armadura y casco. Entre los dos cargaban un pallet sobre el que descansaba una reluciente pirámide de lingotes de plata.
Todos los presentes, al unísono, se levantaron en un tumulto de alabanzas y exaltación.
—¡Alabado sea el faraón real! —gritaron, y después—: ¡Todos los honores al señor Taita!
Cuando terminó de hablar, no querían dejar marchar a Zaras. El faraón habló con él varios minutos, los hombres le daban la mano o le asestaban unos golpecitos en la espalda, mientras que varias de las mujeres que habían bebido vino se reían y se enganchaban a él de la misma forma en que lo haría un gato.
Cuando se acercó a mí nos abrazamos brevemente y alabé su actuación:
—Bien escrito y hablado, Zaras. Eres un guerrero y un poeta.
—Si viene de un poeta de tu calidad, señor Taita, me complace oír eso —contestó, y me conmovió comprobar que lo decía de verdad. Me dejó y fue saludando a otros miembros del grupo. No quería hacer evidente su destino final, aunque al final se inclinó ante la princesa Tehuti.
Ambos se quedaron en un rincón de la tienda en el que estaba sentado; sin embargo, soy capaz de interpretar el sentido de las palabras en los labios de los demás sin haberlas oído, y hacerlo con la misma rapidez con la que leo los jeroglíficos de un rollo de papiro.
—¡Vergonzoso, capitán Zaras! ¡Su poesía me ha hecho llorar! —Éstas fueron las primeras palabras que ella le dedicó, y él se arrodilló ante ella. El rostro de Zaras estaba apartado, de modo que no pude leer su respuesta. Sin embargo, hizo reír a Tehuti.
—Es usted todo un galán, capitán. Pero le perdonaré con una condición. Y es que prometa cantar para nosotras un día de éstos. —Zaras debió de aceptar, porque ella continuó—: Le hago responsable de esta promesa. —Él se levantó y se alejó de ella respetuosamente.
«¡Bien!», pensé. «Sal de aquí, necio. Estás en desigualdad de condiciones. Corres más peligro ahora del que jamás hayas corrido en el campo de batalla». Pero Tehuti lo detuvo con un gesto grácil.
—¡Qué torpe por mi parte! —Leí sus labios de nuevo—. Por lo visto se me ha caído uno de mis anillos. Lo llevaba puesto en mi dedo hace un momento. ¿Podría buscarlo por mí, por favor, capitán Zaras?
Él se mostró ávido como un cachorro. Volvió a arrodillarse para buscar en el suelo. Casi de inmediato recogió un objeto; y cuando se levantó quedó de cara hacia mí, así que pude leer sus labios.
—¿Es éste el anillo que ha extraviado, Su Majestad?
—Efectivamente. Es el anillo. Me lo regaló una persona muy especial; el hombre a quien usted ha encomiado tan hermosamente esta noche. —No hizo ningún esfuerzo por recuperar la alhaja de las manos de Zaras.
—¿Se refiere al señor Taita?
—Así es —asintió con la cabeza—. Pero fíjese en la piedra del anillo que sostiene. Fíjese en su pureza.
—Es clara y pura como el agua —coincidió, sosteniendo el anillo a contraluz de la antorcha más cercana. Ella le había obligado a escudriñarlo minuciosamente, y ahora que ya estaba satisfecha extendió su mano hacia él.
—Gracias, capitán. —Colocó el anillo en su mano ahuecada, y ella le sonrió.
Se me pasó por la cabeza que, aunque ese anillo no fuera en realidad mágico, su sonrisa, la de la princesa Tehuti, sí que lo era, ya que podía derrumbar las paredes de Menfis y de Tebas. ¿Cómo puede un imberbe como Zaras resistirse a sus encantos?
La primera tarea, y la más urgente que tenía que abordar, era hacer desaparecer a los tres grandes trirremes sin dejar rastro. No debía sembrar ningún tipo de duda en la mente del Minos Supremo de Creta de que Beón había sido el responsable del robo de su tesoro. Su rabia quedaría exacerbada por el conocimiento de que el culpable era un supuesto aliado suyo.
Primero pensé en quemar las tres naves y en arrojar las cenizas del Nilo de modo que el misterio de su desaparición fuera perpetuado. Pero entonces consideré la enorme cantidad de madera que tendría que destruir.
Egipto es una tierra carente de bosques densos. Para nosotros la madera es casi tan valiosa como el oro y la plata. Pensé en los barcos de combate y los carros que podría construir a partir de los cascos de los tres trirremes, y no podía resistirme a la idea de disfrutar de un botín tan merecido.
Hablé de ello con el faraón y el señor Kratas, por ser los comandantes supremos de nuestro ejército.
—Pero ¿en qué lugar de Egipto podríamos ocultar esa enorme cantidad de madera, Taita, viejo rufián? —preguntó Kratas—. No has pensado en ello, ¿verdad?
El faraón se puso de mi parte.
—Una de las cosas de las que puedes estar absolutamente seguro, mi señor Kratas, es que Taita ha pensado en ello. A Taita no se le escapa nada.
—El faraón es muy amable conmigo. Pero procuro ser humilde —murmuré, y Kratas se quejó con gracia de mis reservas.
—No hay nada de humilde en ti, Taita. Incluso el hedor de tus gases es pretencioso y ostentoso. —El señor Kratas es mi gamberro preferido; no hay nadie en todo Egipto que pueda superarlo en sus indiscretas groserías. Hice caso omiso de su comentario y me dirigí al faraón.
—El faraón está en lo cierto, como siempre. Tengo unas cuantas ideas sobre esta cuestión. De hecho es que no tendremos que apostar a todo un regimiento en la tumba de su divino padre, el dios Mamose, para vigilar la plata que guardamos allí. El regimiento puede servir a un doble propósito.
Incluso Kratas se dignó a escuchar atentamente.
—¡Continúa, Taita! —instó el faraón.
—Pues bien, faraón, he vuelto a medir las antecámaras de la tumba. Si guardáramos los cascos de los trirremes en postes individuales, entonces hay espacio para colocarlos en estas estancias subterráneas donde quedarían ocultas hasta que tuviéramos que utilizarlas en otra empresa bélica. —Me di media vuelta para desafiar a Kratas—. Sin duda alguna, el señor Kratas tiene un plan mejor. ¿Quizá podríamos llevar los cascos hasta las aguas profundas del mar Rojo y el señor Kratas se encargaría de sumergirlos con el peso enorme del excremento que tan profusamente emana de sus nobles labios?
—Por las liendres del vello púbico enmarañado de Seth, Taita, ésta es una de tus mejores pullas. ¡No la olvidaré! —Kratas soltó una risotada. No le importa aceptar una broma a su costa. Ésa es una de las muchas cosas que admiro de él.
Costó varias semanas y la mitad de un regimiento de hombres desmontar los trirremes hasta reducirlos a varios postes sueltos, y luego numerar cada uno de ellos y dejarlos en las antecámaras subterráneas. Pero al menos había terminado mi truco de desaparición y los grandes buques se habían esfumado del todo.
En lo que a mí respecta, había un beneficio extra en el subterfugio. Fui capaz de manipular al faraón de manera que asignara a Zaras la tarea de desmantelar y guardar los barcos, con órdenes estrictas de permanecer en la cámara funeraria hasta terminar la labor. Así que cuando ambas princesas, Tehuti y Bekatha, tanto juntas como por separado, preguntaron sobre su paradero, fui capaz de informarlas honestamente de que el faraón le había enviado a efectuar una misión militar secreta de la que no regresaría en mucho tiempo.
El palacio de Tebas era para Zaras un lugar mucho más peligroso que el campo de batalla de los hicsos. Pasé la noche sudando de miedo por mi protegido. Aparte del hecho de que lo considero un amigo leal que ha arriesgado su vida por mí, era también un soldado intrépido, un académico y ahora había demostrado ser un poeta. Teníamos mucho en común. No obstante, al igual que cualquier otro hombre de su edad, tenía una gran debilidad que en ningún modo quedaba mitigada por el hecho de que no la veía la mayor parte del tiempo, puesto que quedaba recogida debajo de su faldón.
También sé lo implacables e insensatas que pueden ser las mujeres jóvenes cuando sus ovarios suben de temperatura. Las gónadas de mi amada y pequeña Tehuti empezaron a arder en el preciso instante en que lo vio. No se me ocurría una manera factible de aplacar esas llamas.
En los días posteriores a mi regreso a Tebas, me vi superado por circunstancias que me asaltaban en todas direcciones.
El faraón requería mi presencia a todas horas para debatir la tormenta política que se estaba gestando entre los hicsos y el Minos Supremo.
Atón y yo habíamos acordado que, en vista de la urgencia y el peligro de la situación, deberíamos declarar una tregua entre las operaciones de inteligencia a nuestros rivales y que, por el momento, debíamos aunar nuestros recursos y cooperar entre sí para la seguridad y tal vez la supervivencia última de nuestro propio Egipto.
Hombres y mujeres anónimos y desconocidos aparecían y desaparecían de nuestras puertas a todas horas de la noche, comunicando mensajes e informaciones procedentes del norte. Sus números sólo se veían superados por el de las palomas mensajeras que recorrían el mismo trayecto. A veces me imaginaba que había tantas aves surcando el cielo que éste se volvería morado como el color de su plumaje.
Atón y yo teníamos que analizar y debatir cada mensaje que recibíamos, evaluándolo cuidadosamente antes de entregarlo al faraón y a su comandancia.
Una de las informaciones secretas importantes que recibimos tenía que ver con la cremación del rey Beón, a quien había matado con mi arco en el Nilo a la altura de la ciudad de Menfis. Los hicsos tienen la costumbre bárbara de reducir a cenizas los héroes fallecidos, en vez de embalsamarlos tal como hacemos en los pueblos más avanzados y civilizados.
Al mismo tiempo, también realizan sacrificios humanos para aplacar la sed de sus monstruosos dioses, de los cuales Seth es el principal. Atón y yo supimos que cien de nuestros guerreros egipcios que habían sido capturados por los hicsos fueron arrojados a las llamas de la pira funeraria de Beón mientras seguían con vida, y que después arrojaron a un centenar de vírgenes para que proporcionaran placer a Beón en el otro mundo. Algunas de estas vírgenes tenían sólo cinco años de edad, y eran lo suficientemente mayores como para saber lo que les ocurriría si entraban en esa pira. Después de oír este relato, ¿qué persona sensata no se atrevería a argumentar que los hicsos son el tipo de animal más indigno?
Fui el primero de Tebas en saber que después de la cremación de Beón, su joven hermano Gorrab fue coronado como el nuevo rey de los hicsos.
La principal preocupación de Gorrab parecía ser la venganza de la muerte de su hermano mayor. Desplegó a diez mil soldados de primera fila de la línea de batalla que se enfrentaba a nuestras fuerzas egipcias en la frontera entre Sheik Abada y Asiut. La decisión de Gorrab fue acertada para Egipto. El faraón estaba involucrado de lleno en esta contienda. Los hicsos nunca son parsimoniosos con las vidas de sus soldados, y siempre están dispuestos a emprender una batalla de desgaste a la menor oportunidad. Hasta ese momento el faraón estaba infligiendo graves pérdidas en el ejército de Beón, pero sus propios hombres lo castigaban duramente a cambio.
En esos momentos, la presión se había atenuado y el faraón tuvo la oportunidad de volver a consolidar su posición mientras Gorrab ordenaba a casi un cuarto de su ejército hacia el norte para atacar a las fuerzas cretenses que yo había dejado intactas en Tamiat.
Gorrab había sido testigo de la muerte de su hermano. Había sido el comandante de los guardias a bordo de la barcaza real. Había visto cómo los tres trirremes cretenses podían con ellos y los uniformes minoicos de los oficiales y la tripulación mientras lanzaban ese ataque a traición y por sorpresa.
Gorrab había visto cómo uno de los arqueros cretenses apuntó tres veces contra su hermano desarmado mientras luchaba por su vida en el agua. Después ordenó sacar del río el cuerpo cosido a flechas de su hermano Beón, y lloró por él mientras encendía la antorcha de la pira crematoria. Después colocó la corona de los hicsos sobre su cabeza con ambas manos, y declaró una guerra incondicional contra Creta.
Atón y yo seguimos la campaña de Gorrab contra los minoicos con alegría. Supimos por nuestros espías que los comandantes minoicos de alto rango habían vuelto a Creta desde Tamiat en la galera que yo había dejado para ellos. La pequeña galera sólo tenía capacidad para cuarenta hombres; los demás se quedaron en el fuerte. Cuando la galera alcanzó Creta, el comandante informó al Minos Supremo del vergonzoso y devastador ataque de los hicsos en el fuerte, así como de la captura de los barcos del tesoro cretenses. Informó al Minos de que los piratas no habían hecho ningún intento por ocultar su identidad, pero que llevaban uniformes hicsos y les había oído conversar en ese idioma.
El Minos Supremo envió de inmediato a un escuadrón de sus galeras de guerra a Tamiat con el fin de rescatar a las dos mil tropas cretenses apostadas allí. No obstante, sus barcos llegaron demasiado tarde.
El rey Gorrab había estado allí antes que ellos con sus diez mil hombres. Los cretenses opusieron una meritoria resistencia, pero Gorrab masacró a la mayoría de ellos. Los supervivientes se rindieron. Gorrab los decapitó y mandó construir una pirámide con sus cabezas en el muelle de la parte inferior del fuerte. El escuadrón que debía relevarlos llegó procedente de Creta sólo después de que el rey Gorrab hubiera regresado a Menfis, dejando a ese montón de cabezas humanas pudriéndose en el sol mientras los buitres devoraban lo que quedaba de los hombres de Minos. El escuadrón relevado zarpó rumbo a Creta para informar a Minos de la masacre.
El Minos Supremo juró venganza ante el altar de sus extraños dioses y envió a su flota para saquear los puertos y las bases de los hicsos a lo largo de toda la línea costera del norte de África.
El rey Gorrab tomó represalias dirigiendo un pogromo sobre todos los minoicos que vivieran bajo sus dominios en el norte de Egipto. Los minoicos son un pueblo inteligente y trabajador. Son muy habilidosos con las artes y los oficios. Sin embargo, son sobre todo comerciantes y emprendedores. Allí donde exista un atisbo de plata o beneficio, siempre encontrarás a un minoico.
¿De qué otro modo pudieron los habitantes de una isla tan pequeña como Creta haberse convertido en la potencia dominante de todos los territorios aledaños del mar Mediterráneo?
Existen varios miles de minoicos que residen en el norte de Egipto. El rey Gorrab la tomó contra esta población local con toda la crueldad y ferocidad animal por las que se conoce a los hicsos. Sacaron a los minoicos a rastras de sus casas, y violaron a las mujeres y a las niñas de tierna edad. Luego los congregaron a todos, hombres, mujeres y niños, a los templos que los minoicos habían erigido para sus dioses y quemaron los tejados sobre sus cabezas.
Aunque la población minoica trató de huir de la ciudad, muy pocos lograron escapar. Los barcos del Minos Supremo rescataron a algunos afortunados que vivían en las ciudades y puertos de la costa del Mediterráneo. Otras que vivían en el interior escaparon hacia los desiertos que rodean a nuestro Egipto. Ellos también murieron de sed y de las atenciones de los beduinos, que son también un pueblo cruel y rapaz.
No obstante, unos cuantos centenares de minoicos huyeron con sus familias hacia el sur procedentes de Menfis y Asiut, y algunos de ellos pudieron evadir a los aurigas hicsos que los perseguían y alcanzaron nuestras líneas de combate. El señor Kratas ordenó a nuestros hombres que dieran cobijo y protección a los refugiados, y que los trataran con amabilidad.
Tan pronto como oí estas informaciones, partí con mi caballo y cabalgué tan rápido como me era posible hasta las líneas de vanguardia de las legiones nuestras que se enfrentaban a los hicsos.
A algunos de los comandantes más veteranos de estas legiones los conocía desde que eran unos imberbes. Los había instruido en la ciencia y el arte de la guerra, y mi influencia había ayudado a catapultarlos hacia sus respectivos altos rangos militares.
El señor Remrem había sido ennoblecido por el faraón en el campo de batalla de Tebas y ahora comandaba un regimiento a las órdenes del general Kratas, el comandante supremo.
Hui, que había sido un forajido cuando lo capturé, era ahora un oficial que dirigía a quinientos aurigas. Todos estos viejos amigos y conocidos se mostraron encantados de darme la bienvenida a su campamento, incluido a ese viejo censurable y réprobo Kratas, que era comandante en jefe a las órdenes del faraón. En la noche de la llegada, el señor Kratas trató de emborracharme hasta quedar inconsciente. Después, yo fui uno de los que lo ayudaron a llegar a su litera, y le sostuve la frente mientras vomitaba. A la mañana siguiente me lo agradeció con cierta brusquedad y envió a su obediente oficial a que trajera ante mí a los refugiados minoicos que habían logrado huir de la ira del rey Gorrab y alcanzar nuestras filas.
Había unos cuarenta desdichados en esa situación. Era muy triste verlos, ya que habían huido prácticamente con lo puesto y con sus familias diezmadas por los hicsos.
Avancé lentamente entre sus filas, tratando a los fugitivos con respeto y amabilidad, aunque también les formulé las preguntas pertinentes.
Había un grupo familiar de tres personas arremolinadas en el extremo de la fila; tardé un poco en llegar hasta ellos. El padre hablaba un egipcio aceptable pero con un fuerte acento. Se llamaba Amythaon. Hasta hacía tres semanas había sido mercader en Menfis, comerciando con trigo, vino y cuero. Le iban tan bien los negocios que incluso había oído hablar de él gracias a mis agentes de esa ciudad. Los hicsos habían quemado su hogar y su almacén, y violaron a su esposa delante de él hasta morir desangrada.
Su hijo tenía diecinueve años de edad. Se llamaba Icarion. Me gustó de inmediato. Era un joven alto y de constitución robusta. Tenía una buena mata de cabello moreno y rizado, así como un rostro risueño. No se había visto superado ni aplastado por las desgracias, aunque no podía decir lo mismo de su padre.
—Evidentemente, has escapado de Menfis con unas alas que tú mismo te has construido —le aseguré.
—Desde luego —respondió Icarion—. Pero procuro apartarme del sol, señor. —Había captado de inmediato mi alusión a su nombre.
—¿Sabes leer y escribir, Icarion?
—Sí, señor. Aunque no me gusta tanto como a mi hermana.
Me fijé en su hermana, que estaba detrás de los dos hombres de su familia, y contemplé su rostro. Era una jovencita hermosa, con pelo largo moreno y una carita que denotaba una inteligencia vivaz, aunque no era tan bella como cualquiera de mis dos princesas. En realidad, hay muy pocas mujeres que lo sean.
—Me llamo Loxias y tengo quince años —dijo, anticipándose a mis preguntas. Tenía casi la misma edad que mi querida Tehuti. Su egipcio era perfecto, como si fuera nativa de este idioma.
—¿Sabes escribir, Loxias?
—Sí, señor. Puedo hacerlo en los tres sistemas: jeroglífico, cuneiforme y caracteres minoicos.
—Me lleva las cuentas y escribe mi correspondencia —intervino Amythaon, su padre—. Es una chica lista.
—¿Podrías enseñarme a hablar minoico y a escribir con escritura Lineal A? —le pregunté.
Pensó en ello por unos instantes y luego respondió:
—Tal vez, pero eso dependerá de su capacidad, Señor Taita. El minoico no es un idioma fácil. —Reparé en el detalle de que había utilizado mi nombre y título entero. Eso quería decir que el padre tenía razón en jactarse de la inteligencia de su hija.
—Desafíame. Dime algo en minoico —la incité.
—Muy bien —contestó, y luego pronunció una larga secuencia de frases exóticas y ceceantes.
Se las repetí. Tengo oído para los sonidos musicales, tanto los instrumentales como los hablados. Puedo replicar la cadencia y el acento de cualquier acto de habla humano sin cometer errores. En este caso no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, aunque lo pronunciaba a la perfección. Los tres me miraron perplejos y Loxias se ruborizó del disgusto.
—Me está tomando el pelo, señor Taita. No necesita mi tutelaje. Habla mi idioma casi tan bien como yo —me acusó—. ¿Dónde lo aprendió? —Esbocé una sonrisa de misterio, y la dejé con la incógnita.
Dirigí a la caballería del regimiento de Hui y los cuatro partimos hacia el sur con destino a Tebas ese mismo día. Encontré un cómodo alojamiento para la pequeña familia perdida a poca distancia de los muros de la ciudad, en una de las aldeas de mi recién concedida propiedad de Mechir.
Pasaba varias horas al día con Loxias aprendiendo a hablar y a escribir en minoico. Al cabo de unos meses Loxias reconoció que no tenía nada más que enseñarme.
—El alumno ha superado al profesor. Creo que seguramente podrá enseñarme mucho, señor Taita.
Mis dos princesas no eran estudiantes natas ni interesadas como lo era yo. Al principio dejaron muy claro que no querían saber nada de un idioma estúpido y tosco como el minoico. Tampoco querían relacionarse con una campesina minoica de cuna humilde. Me informaron de que ésa era su decisión conjunta, y que además debía acatarse de manera definitiva e irreversible, y que yo no podía hacer nada al respecto. Tehuti se ocupó de comunicármelo y su hermana pequeña se limitó a apoyarla en silencio y a asentir con la cabeza en un gesto de aprobación.
Me dispuse a hablar con su hermano mayor, el faraón Tamose. Le hice ver la necesidad de que nosotros, los egipcios, desarrolláramos y sacáramos el máximo partido de nuestra relación óptima con Creta, y de cómo esto dependía en gran medida de la capacidad de esas dos chicas de comunicarse con el Minos Supremo y su corte. Luego le expuse en detalle los planes que había elaborado para sus hermanas.
El faraón llamó a las dos pequeñas rebeldes y las regañó. Terminó su discurso a una sola banda con amenazas veladas pero contundentes y en cierto momento pensé que se atrevería a llevarlas a cabo. Después las princesas cambiaron de opinión de manera rotunda. Aunque en los días siguientes se enfurruñaron conmigo con una intensidad meditada.
Pero dejaron de lado cualquier muestra de rencor cuando organicé un premio para la estudiante que se mostrara más aplicada la semana anterior, según el criterio de su nueva instructora lingüística, Loxias. El premio tenía que ser una alhaja codiciada por las mujeres que Amythaon encontró por mí en los bazares de la ciudad.
No tardaron en aprender a charlar fluidamente, argumentar y expresar emociones en minoico, y Loxias se superó a sí misma enseñándoles una serie de palabras y expresiones que eran más apropiadas para pronunciar en tabernas y burdeles de los barrios bajos de la ciudad que en las salas de un palacio. En los meses siguientes estos tres diablillos se deleitaban en sorprenderme con muestras de ese vocabulario.
En poco tiempo se convirtieron un trío tan bien avenido que las princesas se llevaron a Loxias a vivir con ellas en el harén real.
La propiedad de la finca de Mechir me proporcionó una excusa para escapar del palacio a mi antojo y cabalgar a rienda suelta por mis propiedades, generalmente con mis princesas y la omnipresente Loxias que nos hacía compañía. Les había enseñado a montar a horcajadas, que es toda una hazaña para cualquier hombre o mujer egipcios, especialmente para las hermanas del faraón.
Además, hice construir unos arcos especiales para las tres muchachas que se correspondían con su grado de fuerza. Con la práctica lograron tensar el arco hasta los labios y colocar dos flechas de tres en la diana que marqué para ellas a cien pasos. Mantuve vivo su entusiasmo por este deporte otorgando premios y deshaciéndome en elogios para la mejor arquera del día.
Cuando mi pueblo sembraba los campos de maíz, las bandadas de pájaros nos robaban la semilla. Pagué a las niñas una cantidad extravagante para cada pájaro que pudieran derribar con una flecha. Las tres acabaron siendo cazadoras de primera, y podían alcanzar a esos diablillos emplumados en pleno vuelo.
Sabía que la equitación y la caza eran habilidades que las chicas utilizarían en algún momento de su vida.
Disfruté genuinamente del tiempo que pude invertir en mis asuntos, porque cuando regresé a palacio tuve que someterme una vez más a las órdenes del faraón. Apenas pasaba un día sin que requiriera mi presencia para resolver un problema o darle mi consejo u opinión. Aprendí a no perder la compostura cuando rechazaba mi consejo, aunque lo hiciera resurgir poco después como si fuera su propia idea.