9
Martes, 26 de agosto, 11.00 h.
Por dentro, la mansión de los Tarrant era del tipo de las habituales transformadas en un sanatorio privado. Sus paredes oscuras mostraban una amalgama de muebles que desentonaban entre sí, pero que sin duda eran costosos. Subió al segundo piso; Mitto lo seguía a dos pasos de distancia.
La puerta de uno de los dormitorios del fondo estaba entreabierta. El hombre fornido la empujó con el pie para abrirla, y dejó que Thursday entrara en la habitación primero. El dormitorio era grande, confortable. Todo estaba en desorden, hasta la cama y las transparentes cortinas de las ventanas. En la pared que daba frente a la cama, había una chimenea alta, con un leño de gas.
La mujer miraba por la ventana; su aspecto no concordaba con la decoración de la habitación, excepto por la bata transparente que ceñía su cuerpo grueso y fofo. Era de mediana edad, con el cabello recientemente oxigenado. Detrás de los codos le colgaba la piel, y se había retocado con polvos las arrugas de su cuello.
—Aquí está, Ulaine —dijo Mitto.
Ulaine Tarrant se apartó de la ventana que daba al jardín de los cactus. Sus ojillos se entrecerraron para mirar al detective; lo examinó con sorna. En una de sus manos pecosas sostenía un par de prismáticos de ópera.
—Cierra la puerta —le dijo a Mitto con la voz irritada.
El otro obedeció y apoyó los hombros contra la puerta. Luego puso las manos a los costados del cuerpo y se balanceó de una manera suave e inconfundible. Thursday le observó: ex boxeador, peso mediano.
—Así que usted es Thursday —comentó Ulaine, secamente—. ¿Un chantajista?
—No, traficante de marfil —sonrió Thursday.
—Dice que es un detective privado —gruñó Mitto.
—No hay diferencia. —Los ojillos buscaron la cara de Thursday—. Una agencia no es nada más que una fachada para el chantaje.
—Usted habla mucho. ¿Desea algo más? —preguntó Thursday, bostezando.
Una sonrisa apareció en la cara carnosa.
—No se ponga así. Me gusta eso.
—No ha dicho usted nada que no haya oído antes.
—¿Qué le dio mi marido, Thursday?
—¿Es curiosidad o realmente quiere saberlo?
—No pierdo mi tiempo curioseando. —Ulaine chasqueó la lengua y agregó—: No lo pierda usted, tampoco.
—Bien. Entonces ambos tenemos algo que el otro quiere. Conteste usted mi pregunta y yo contestaré las suyas. ¿Para qué necesita un cadáver?
Hubo un instante de silencio y Thursday no pudo detectar nada en la expresión de la mujer, salvo cierto asombro.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó ella con calma.
—Hablaba de David Lee.
—Ah, sí, el muchacho chino. Sé lo que leí en el Sentinel de esta mañana.
—Y lo que le contó el teniente Clapp. Probemos con otra pregunta. ¿Qué pasa con Leon Jagger?
—No sé de qué está hablando, Thursday —dijo ella con dureza.
Él se encogió de hombros y se dirigió a la puerta.
—Aguarde un momento. No he terminado.
—Yo sí, mi tiempo es muy valioso.
—Quédese quieto —sugirió Mitto con calma y sin moverse.
La dureza en la boca de la mujer se suavizó un poco.
—Es usted muy directo, Thursday. Eso también me gusta.
—¿Por qué no trata de serlo usted un poco? —sugirió Thursday.
Ulaine sonrió grotescamente.
—Todo es muy claro. Ni mi marido ni yo conocíamos al joven chino. Ni mi marido ni yo sabemos nada de alguien llamado Jagger.
—Y ni su marido ni usted saben cómo su marido se hizo esa herida en la mejilla, supongo.
Ella entrecerró sus ojillos hasta que casi desaparecieron.
—Claro que lo sabemos. El se lo hubiera dicho de habérselo preguntado. —Thursday no dijo nada, y ella añadió—: Larson tropezó y se cayó, un domingo por la noche, jugando al póquer. Los fuegos de chimenea son muy peligrosos, ¿no cree?
—Nunca lo había pensado —dijo Thursday con una media sonrisa—. Tal vez a usted le guste eso, también.
Una zona de su mente escuchaba el ruido del motor de un pesado automóvil que entraba por la calzada de los Tarrant. El ruido se interrumpió, y la puerta principal se cerró, sonora y rápidamente.
Era un visitante que tenía libre acceso a la casa. Thursday dedujo que debía ser otro de los muchachos... Otro Mitto.
Pero la cabeza oxigenada de Ulaine se mantuvo alerta, atenta. Frunció el ceño y se apresuró a hablar:
—¿Qué busca, Thursday? No nos interesa nada de esto, pero ¿cuáles son las condiciones esta vez?
—Pocas. Apenas un pedazo de papel.
—¿Fue eso lo que Larson le entregó?
Thursday sonrió otra vez.
—¿Qué le hace creer que Larson me dio algo?
—No sea estúpido.
Los pasos subían por la escalera hacia el segundo piso; eran dos personas. Ulaine lanzó una mirada dura al hombre apoyado contra la puerta.
—Vamos —dijo ella con impaciencia—. Quiero oír lo que tenga que decirme.
—Ya lo he dicho: un pedazo de papel —repitió Thursday con calma—. Una simple declaración para el padre de David Lee, algo que diga que su hijo no era un criminal. No me importa si es verdad o no. Sólo quiero el papel firmado.
La expresión de Ulaine Tarrant era irónica.
—Puede poner el cuento ese donde el mono pone las nueces, Thursday. Sé que usted cocina algo a mis espaldas. ¿Por qué insistió en ver a Larson? ¿Qué le dijo él?
—¿Qué podría decirme? Tampoco sabe nada, ¿no es cierto?
Afuera, cerca de la habitación de Ulaine, los dos pares de zapatos bajaban al hall. Por encima del ruido de pasos se oyeron nítidamente dos voces. Los tonos persuasivos pertenecían a Larson Tarrant. La otra voz era un poco más alta, la de una mujer.
Irritada, Ulaine oprimió el botón de la radio blanca que había al costado de su cama. La radio zumbó al calentarse.
Thursday decidió que las cartas que tenía en las manos eran demasiado malas como para seguir apostando.
—Aquí tiene lo que me dio su marido, señora Tarrant.
Arrojó la caja de cerillas a la mujer y se volvió para irse. Confiaba en que en el hall su juego sería mejor.
Pero Mitto le esperaba.
—No tan aprisa, amigo —le dijo—. Ella no ha dicho que la clase se terminó.
Las manos cerradas y enormes de Mitto descansaban en las solapas de su chaqueta, y con sus hombros tapaba prácticamente el marco de la puerta.
Thursday se detuvo y dijo amablemente:
—De acuerdo. Me advirtieron que me mantuviera lejos de los rincones duros, pero me gustaría saber dónde están.
Mitto pareció confundido. Thursday intentó detectar las voces que venían del hall. Se oían casi delante de la puerta cerrada y era la mujer desconocida la que hablaba.
La radio cobró vida. El dormitorio cursi se llenó con los balidos lacrimógenos del serial radiofónico. Una muchacha llamada Joanne lloraba junto con su padre tratando de comprender el fracaso de su matrimonio.
Thursday miró a Ulaine. En sus labios había una sonrisa de arpía y jugueteaba con la caja de cerillas que tenía en sus manos. Acercó su voluminoso cuerpo al sitio donde se encontraba el detective, de modo que pudiera oírla sin que sus palabras quedaran ahogadas por las voces que emitía la radio.
—Si quiere pasarse de listo, hágalo, pero no diga que no se lo advertí —dijo Ulaine haciendo un gesto a Mitto—. Este tío se va. No lo olvides. En su día fue un chico duro.
En medio del bullicio del serial radiofónico, el padre gritó furioso y Joanne se puso a sollozar desgarradoramente. Sonó un portazo en la habitación contigua adonde habían entrado Larson y la mujer desconocida. Lo que decían, fuera lo que fuera, se perdió tapado por el lamento profesional de Joanne.
—Señora, usted me ha confundido con alguno de sus muchachos de Los Ángeles. Soy suave y cordial estos días. Lo que deseo es fácil para usted, de momento. Podría costarle mucho más si me veo obligado a trabajar para conseguirlo —dijo Thursday a Ulaine.
El rostro de ella se frunció como si estuviera a punto de escupir. Extrajo del bolsillo de su bata una chequera y la sacudió debajo de las narices del detective.
—Thursday, puedo comprar y vender a tipos como usted en cualquier momento y en cualquier lugar. Dígaselo al resto de los suyos.
Mitto le puso una mano en el hombro. Sus labios delgados pronunciaron una palabra:
—Lárguese.
Thursday se fue. Joanne y la radio todavía vociferaban.
Cuando el detective había hecho la mitad del recorrido de la escalera, el ruido de la radio se interrumpió. Oyó otro portazo, Ulaine se reunía con Larson y la otra mujer. Thursday miró hacia atrás y vio a Mitto, apoyado contra la barandilla de la escalera, que le hacía señas con el puño indicándole que se diera prisa en marcharse.
Después de su visita a la mansión Tarrant, la claridad del exterior tenía un aire de descansada pureza. Thursday salió del porche y aspiró el cálido aroma del césped recién cortado. Caminó hasta la calle por el lado de la calzada opuesto al que había entrado.
Se sentía bien, como si estuviera por encima del juego. Tarrant no se había mostrado ansioso por admitir alguna relación con Dave Lee, pero a juzgar por la escenografía doméstica, en aquella casa estaban ocurriendo demasiadas cosas. La fuerte protección traída desde Los Ángeles, la amiga de Larson a quien Ulaine no quiso que viera. Con un poco de suerte, estaba seguro de poder descubrir algo que le permitiera negociar para aclarar el buen nombre del chino.
Cuando Thursday descendió por la grava del sendero, abrió bien los ojos en busca del garaje de los Tarrant. Siempre venía bien el número de una matrícula. Y el coche con el que había llegado la visitante de Larson no podía encontrarse muy lejos.
Sin aminorar su marcha, echo un vistazo en el garaje. Estaba a un costado de la casa, casi en la parte de atrás, y su arquitectura era también neogriega. En su interior había un sedán negro marca «Packard».
Pero el coche que Thursday buscaba estaba aparcado enfrente del garaje, no exactamente oculto, pero sí a salvo de la vista de cualquiera que pasara por la calle. Se preguntó por qué no le sorprendió demasiado ver el «Buick» convertible sobrecargado de cromados. Tal vez el coche de Merle Osborn concordaba demasiado bien con el esquema matinal de las cosas.
Merle Osborn y Larson Tarrant.
Max Thursday salió de la calzada de los Tarrant y caminó por la acera, pensativo. Se puso un cigarrillo en la boca y se palmeó el bolsillo en busca de una caja de cerillas. Sonrió equívocamente cuando descubrió que no la tenía.
Se detuvo, sonriendo, y el cigarrillo apagado cayó de sus labios. Algo, tal vez el mismo Thursday bajando del sendero, inquietó a un hombre que estaba al otro lado de la calle. El hombre había examinado los nombres de los buzones que había en el patio de una casa de apartamentos de lujo. Durante demasiado tiempo. Y cuando bajó los escalones del patio hacia la calle, lo hizo dando saltitos.
Thursday se cruzó de brazos y le observó abiertamente. El hombre se puso a caminar con despreocupación, pero rápidamente, en dirección al jardín con arbustos del hotel Del Coronado, que estaba casi a una manzana de distancia. El detective arrojó el cigarrillo y le siguió.