Roscoe y Alex

Roscoe oyó las pisadas y pensó que se aproximaba Alex el del ojo censurador. ¿Qué estás haciendo con mi madre? No diría tal cosa, pero observaría cada gesto de Roscoe. En fin, que así sea. Es un joven obstinado y siempre lo ha sido. Roscoe lo conoció como un niño inteligente y encantador y luego como el Alex que siempre estaba en la escuela y al que casi nunca veía: primero Groton, luego Yale, en casa durante las vacaciones, veraneo en Tristano, sólo unos veinte días al año con la familia. Pero le querían mucho, se crió entre políticos. Tenía cuatro años cuando Elisha, Roscoe y Patsy arrebataron el Partido Demócrata a Packy McCabe. Contaba seis cuando arrebataron el Ayuntamiento a los republicanos. Durante todo el periodo escolar, su padre le envió recortes de prensa sobre los triunfos del partido, y a medida que acumulaba honores escolares, también llevaba una vida política indirecta gracias a Elisha, quien decía a la gente: Alex es más listo de lo que yo seré jamás. En el último curso de Groton, el rico tío de un compañero de clase, demócrata, era uno de los candidatos preferidos en las elecciones al Senado estatal. Alex oyó que Roscoe le decía a Elisha que el tío sufriría una demanda de divorcio y que eso lo hundiría para los votantes. Alex y su condiscípulo sacaron sus mejores ropas, más la chaqueta de piel de zorro de la hermana del compañero y el abrigo Chesterfield de su padre, de los armarios de la familia en el piso de la Quinta Avenida, todo ello por valor de dos mil dólares, lo llevaron en taxi a un prestamista del East Side, lo empeñaron por setecientos dólares, buscaron un corredor de apuestas y apostaron la totalidad del dinero por el adversario republicano del tío, vieron a éste juzgado y derrotado tal como Roscoe había predicho, retiraron las prendas de vestir del prestamista y las devolvieron a sus armarios antes de que nadie se hubiera percatado de su desaparición, y gastaron el dinero divirtiéndose en Manhattan durante las vacaciones navideñas.

A comienzos de otoño de 1932, Alex se ausentó unos días de Yale para asistir a la convención demócrata en Albany, cuando su padre iba camino de ser nominado candidato a gobernador. Se sentó con los delegados de Albany, demasiado joven para ser uno de ellos, pero aprendiendo la manera de hacerlo. Patsy le prometió (y cumplió su promesa) que le convertiría en un auténtico delegado en la convención de 1936, el año en que finalizó sus estudios en Yale (licenciado en Historia, sociedad honorífica Phi Beta Kappa, magna cum laude), y entonces Pat lo presentó para la Asamblea en 1937 y el Senado en 1938.

En aquellos días tempranos Roscoe empezó a asesorar a Alex en la manera apropiada de ir de juerga, pero descubrió que en ese aspecto el muchacho también era un Phi Beta Kappa. En 1939, a los veinticuatro años, Alex se casó con Marnie Herzog, hija de un acaudalado mercader de carbón, y se mudó a la mansión que Elisha le había construido en Tivoli, la granja donde Marnie criaba caballos de exhibición y Alex, siguiendo la tradición familiar, criaba caballos de carreras. En 1941 fue elegido alcalde, el más joven de Estados Unidos, se convirtió en una estrella por ser el alcalde soldado que había rechazado una prórroga, no quiso ir a la escuela de aspirantes a oficial y se presentó voluntario al cuerpo de infantería: la materia prima de su mito.

Entró en el dormitorio de Roscoe emanando vigor, hasta el último rasgo de juventud desaparecido de su rostro, ya del todo viril, con la apostura hecha a medida que tiene un ídolo de la pantalla y la seguridad en sí mismo de un príncipe que gozará de poder en el futuro. Roscoe recordaba esa actitud. Hasta cierto punto, él la había tenido en otro tiempo.

—El médico está en camino con una ambulancia —le dijo Alex—. Cree que la necesitarás.

—Probablemente tenga razón —respondió Roscoe.

—Supongo que eso supone una operación quirúrgica.

—No voy a resistirme. No puedo vivir así.

—¿Cómo has dejado que empeorase tanto?

—Estaba ocupado.

—Sin duda. ¿Qué pasa con el juicio de Gilby? Es esta semana, ¿no?

—Pediremos que lo pospongan.

—¿Quieres que te sustituya otro abogado?

—Sólo si estoy muerto y enterrado. Si sólo he muerto, allí estaré.

—¿Hay alguna novedad? ¿Alguna nueva insidia de la puerca tía Pamela?

—No espero mucho más de ella.

—¿Y tú? ¿Algo nuevo en el frente legal?

—Tengo planes. Prefiero no hablar de ellos.

—Confío en que presentarás unos argumentos convincentes.

—Me gusta pensar que así será.

—Hay algo que no puedo entender, Roscoe. ¿Cómo diablos te dejaste arrastrar al Notchery? He oído la explicación, pero ¿por qué pusiste los pies en ese sitio? Esta publicidad es un desastre. Ha salido en todos los periódicos de Nueva York.

—Creo que hemos evitado una guerra civil en el partido. Me alegro de haber estado allí.

—¿Te alegras? ¿Detenido con unas prostitutas? Tu reputación está por los suelos.

—No he tenido reputación desde los siete años de edad, Alex. Y si Patsy hubiera detenido a Bindy, es muy posible que ahora uno de ellos estuviera muerto.

—Patsy no habría ordenado esa redada. Anoche me dijo que sólo había querido dejar las cosas claras. Pregúntaselo.

Roscoe asintió, pues comprendía la inversión de la historia insoportable que había realizado Patsy. Aquel hombre no aguantaba estar equivocado. Para él, la verdad dependía de la situación. Roscoe también comprendía que la nueva versión de Patsy de su plan respecto a Bindy restaba importancia a lo que él había logrado. Bonita situación, Ros. Lo que hiciste fue milagroso, más o menos, pero no necesario de veras. Ahora sal del escenario y no sigas haciéndome parecer estúpido.

—Sé que volverles las tornas a los que hicieron la redada fue brillante, y te felicito, Roscoe, pero la gente no cree que estuvieras allí en calidad de abogado. Tienes que cambiar tu imagen.

—Si cambio el dolor y estabilizo la respiración, mi imagen cuidará de sí misma. Mira, Alex, no te preocupes más por mí. No soy importante. Presta atención a tu campaña.

—Me esperan un mitin y dos discursos por la radio.

—Estupendo. Quítale el primer plano a Divino. Ese payaso se lleva los aplausos. Hace dos días se presentó como Abe Lincoln. Leyó el discurso de Gettysburg y lo dedicó a la batalla de las Ardenas.

Roscoe pensó que el tono agresivo de Alex sería, probablemente, una reacción aprendida a la vida entre sargentos palurdos. Además, no quiere que tus brazos rodeen a su madre. Pero lo que irritó a Roscoe fue que Alex malinterpretara el disimulo de Patsy, así como esa virtuosa inquietud por su reputación, lo cual daba a su desagrado una dimensión diferente.

Veronica trajo al doctor Toussaint a la cabecera del enfermo, y entonces ella y Alex aguardaron en el pasillo durante el examen. Era evidente que la hemorragia interna de Roscoe había continuado, la presión creciente intensificaba el dolor y la tensión arterial era peligrosamente baja.

—Tiene que ingresar de inmediato en el hospital, Roscoe —concluyó el médico.

—No me opongo, pero empiezo a sentirme como ese tipo con la herida que nunca se cura.

—Hay mucha gente así —replicó el médico.

—La hermandad de la herida abierta —dijo Roscoe.

El médico envió a Alex en busca del personal de la ambulancia, un par de hombres fornidos que alzaron de la cama a Roscoe y lo depositaron en la camilla, donde se encogió de dolor.

—Seguiré a Roscoe al hospital y me ocuparé de los trámites —dijo Veronica, cosa que no entusiasmó a Alex.