Mac y Jack

Roscoe se acomodó en el asiento delantero del coche de Mac para ir al Notchery, imaginando lo que pasaba por la cabeza de Mac, lo de siempre, hacer acopio de la fortaleza necesaria para encajar los reveses imprevistos con que el mundo le obsequiaba un día tras otro. Pero la gravedad de aquel día era considerablemente superior, mientras Mac se aprestaba a conducir al ejército invasor a una guerra entre los McCall, enloquecidos por la voluntad de cometer excesos, el poder desquiciado, una confrontación que no era la primera para ninguno de los dos hermanos. Cuando esos tipos se equivocan, el suyo es un error fortissimo.

Aquel día también era distinto para Roscoe, el externo que estaba a punto de convertirse en el intermediario, algo que de momento sólo sabía Mac. Existía un antecedente de esa condición: a finales del otoño de 1931, Jack (Piernas) Diamond, que se estaba recuperando de los disparos recibidos en un brazo, un pulmón y el hígado siete meses atrás, en libertad bajo fianza y esperando su segundo juicio en Troy por haber raptado y torturado a un camionero, apareció de repente en el Elks Club y se sentó a jugar al pinochle con Roscoe, Marcus Gorman y Leo Finn, uno de los viejos cobradores del partido, ex maestro de escuela y todavía un poco literatus, conocedor de Yeats y Keats, de quienes podía citar fragmentos si se le daba pie, cosa que divertía a Jack.

—¿Qué… cómo van tus agujeros de bala, Jack? —le preguntó Roscoe.

—No tienes que responder a eso —intervino Marcus, cada vez más famoso por representar a Jack ante los tribunales.

—Van tirando —respondió Jack.

—Parece como si no te importara que te disparen —comentó Roscoe—. Lo encajas tan bien y te ocurre tan a menudo…

—Que te disparen no está tan mal —dijo Jack—. El problema es desquitarte.

—Durante la guerra mis camaradas me dispararon en el vientre —dijo Roscoe.

—¿Accidentalmente a propósito? —preguntó Jack.

—En efecto.

—Asombroso —dijo Leo—. Eso es lo que escribió Willie.

—¿Willie? —replicó Jack—. ¿Es uno de tus viejos poetas?

—El mismo… «Un corpulento falstaffiano / llega haciendo chistes sobre la guerra civil / como si morir por arma de fuego fuese / la obra más brillante bajo el sol.»

—Guerra civil —dijo Jack—. Conozco eso. Fueron mis camaradas quienes me dispararon en la espalda con dos escopetas.

—Tu guerra nunca termina, ¿verdad? —le preguntó Roscoe.

—No, pero soy demasiado joven para retirarme —respondió Jack, y Roscoe repartió las cartas.

Jack tenía treinta y cuatro años, y durante todo aquel verano su voluminosa presencia se había prodigado en Albany, le habían visto en el Elks, en los mejores restaurantes, con regularidad en la Sala Rainbo del Kenmore, titulares en la prensa a diario acerca de su inminente juicio y su desmoronado imperio en la montaña. Desde finales de los años veinte, Jack, el más famoso gángster del este, había sido el Emperador del Aguardiente de Manzana en las Catskills, sus negocios se extendían por dieciocho condados, transportaba cerveza desde la fábrica de Kingston de la que se encargó tras la desaparición de Charlie Northrup; secuestrar a otros contrabandistas era su especialidad. Aterrorizaba a los restaurantes de carretera y los hoteles de las Catskills para que vendieran sus productos, convirtió a su credo a las fuerzas del orden, y el sheriff del condado de Greene concedió licencias de armas a toda la banda, nombró a Jack ayudante y le dio una insignia. Pero entonces Jack secuestró y torturó a Clem Streeter (le quemó los pies y lo colgó de un árbol) por negarse a decir adonde llevaba veinticuatro barriles de sidra fuerte, la materia prima para fabricar el aguardiente de manzana. Y al día siguiente, cuando Clem contó lo ocurrido… en fin, ése fue el motivo. Podemos tolerar lo que sea excepto la tortura, dijo el gobernador Roosevelt. Y en la primavera de 1931, envió guardias estatales y a su fiscal general para que pusieran patas arriba el imperio de Jack.

Marcus le consiguió a Jack un cambio de territorio, de las Catskills a Troy, y entonces Jack transfirió a su mujer, su amante y un grupo de sicarios selectos a una suite de seis habitaciones en la segunda planta del Kenmore. En julio, el jurado del primer juicio de Jack en Troy le absolvió del asalto al camionero, y Jack, convertido en una celebridad, se elevó socialmente sobre los tejados de Albany, ubicuo en los bares clandestinos de la ciudad, mientras aguardaba su segundo juicio… ¿Otra absolución? Su plan supremo: hacer negocios en el norte del estado, lejos de los Catskills, con una nueva banda, un nuevo territorio, nuevas conexiones.

Para decirlo en pocas palabras: después del juego de pinochle en el Elks, Jack le hizo una proposición comercial a Roscoe: cerveza barata, sin que importara el precio a que tuviera que rebajarla, un dólar por barril más barata que la cerveza de Waxey Gordon que Tierno y Bindy traían a Albany. ¡Ahorra dinero! ¡Cómprale a Jack! ¿De dónde sacaba Jack la cerveza ahora que la guardia estatal había cerrado su fábrica?

«Hay cerveza por todas partes», dijo Jack, que tenía vínculos con fábricas de Fort Edward, Troy, Yonkers, Manhattan y Coney Island. Pero la cerveza de Jack llegó con su equipaje. Freddie Robin, sargento detective de Albany, había estado repantigado en un sofá, en el vestíbulo del Kenmore, encargado de vigilar las entradas y salidas de los amigos de Jack que venían a hacer negocios y relacionarse: los hermanos Thorpe, matones locales que, un año después, traerían a Lorenzo Scarpelli para que matara a Bindy y Tierno; Honey Curry y Hubert Maloy, quienes en 1938 se convertirían también en secuestradores y retendrían al hijo de Bindy, Charlie Boy, para cobrar un rescate; así como Vincent Coll, Gordo McCarthy y Holandés Schultz, un trío de notables arrogantes que habían dejado cadáveres en todo Manhattan durante las guerras de la cerveza. Los reporteros llevaban la cuenta de quién acumulaba más cadáveres en su haber, y Jack ganaba. ¿Acaso Albany necesitaba cerveza que llegaba en ataúdes?

—Tu proposición es tentadora, Jack —le dijo Roscoe—, pero la cerveza Waxey gusta mucho. No puedo imaginar que los chicos quieran cambiar de marca.

—¿Podrías planteárselo a Patsy y Bindy? —replicó Jack.

—Así lo haré —dijo Roscoe.

Cuando le habló de la ofertas a Patsy, éste le dijo:

—Ese tipo va a ser un incordio de cuidado si no le metemos entre rejas.

En aquel instante Roscoe comprendió que estaba al margen en las futuras conversaciones sobre Jack: Patsy confiaba en él como en nadie más, pero le mantenía apartado de ciertas decisiones cósmicas. Tú dirige el partido, Roscoe, yo me encargaré del mundo nocturno de la ciudad… como si ambos pudieran ser independientes. Pero Patsy creía en las esferas de poder autónomas, y enfrentaba incluso a sus más íntimos aliados cuando le convenía. Como el enfrentamiento de los gallos. Agresividad competitiva. A ver quién sobrevive.

Y así, el control de Jack recayó en O. B. y Mac. Le siguieron cuando abandonó el Kenmore y se trasladó al hotel Wellington, al lado del Elks Club. Presionaron al Wellington para que lo echaran y le siguieron a las Pine Hills, donde se alojó en casa del contrabandista de licores Nick Farr. Con los hermanos Thorpe, Farr ayudó a establecer la embrionaria red de distribución de cerveza de Jack en el norte del estado. Los vecinos de Farr no sabían cómo se ganaba la vida, pero reconocieron a Jack por la prensa y alertaron a la policía. O. B. y Mac dijeron a Jack que estaba molestando a la ciudadanía y que ya no era bien recibido en Albany. Piérdete, Jack.

Jack envió a su esposa, Alice, a su apartamento en la calle Setenta y dos de Manhattan, y entonces se alojó con su amante, Marion (Kiki) Roberts, en el piso situado sobre el salón de juego de Sylvester Hausen en la calle Diecinueve de Watervliet. Iba y venía entre ese lugar y una casa en North Troy hasta la segunda semana de diciembre, cuando el juicio estaba a punto de empezar. También llamó a Bindy y le dijo que había abandonado la idea de traer la cerveza, pero ¿no podría darle permiso para dedicarse al negocio de los seguros en Albany? Se refería a cobrar primas que aseguraban al comprador contra la inquina de Jack Diamond hacia la gente que no suscribía su seguro. Bindy, lo mismo que Roscoe, pasaron a Patsy la propuesta de Jack.

Entonces Jack alquiló habitaciones para él y Alice, Kitty, la viuda de su hermano Eddie, y Johnny, el hijo de ésta, que tenía siete años y que se llamaba así por Jack, todos ellos asistentes a los juicios de Jack, que humanizaban con su presencia. Un tipo con semejante familia, por fuerza debía de tener algo bueno. Las habitaciones costaban diez dólares por semana en una de las casas de Hattie, en el número 67 de la calle Dove, alquilada a nombre del señor y la señora Kelly.

Jack regresó a Albany.

Su descenso de categoría residencial desde el lujo del Kenmore a una pensión de diez dólares fue estrictamente financiero. Los enormes gastos para hoteles, una vida por todo lo alto, hospitales y abogados, sobornos a políticos y lo necesario para la felicidad de su mujer exigían esfuerzos agotadores. Tenía alcohol de todo tipo almacenado en una docena de escondites en el norte del estado, pero, como estaba bajo vigilancia, no podía retirar la mercancía para venderla: era prisionero de su deslumbrante infamia. El alijo, formado en buena parte por género que Jack había robado, acabó por caer en manos de la guardia estatal y fue valorado en diez millones, su precio de venta en la calle, pero en aquel momento no valía ni cuarenta centavos para Jack. Estaba en bancarrota.

La tarde del 17 de diciembre, Jack, con la ayuda de Marcus Gorman, fue absuelto del rapto de Clem Streeter. Lo celebró con una fiesta en el Parody Club de Packy Delaney, en Albany, con asistencia de cincuenta personas: Alice, Marcus, el público nocturno de jugadores, proxenetas, estafadores, unos pocos periodistas, un sacerdote, un ex policía de ferrocarriles llamado Milligan. También acudió un surtido de detectives de Albany: Freddie Robin, Tuohey y Spivak, de la brigada contra el juego, que tomaban notas, así como O. B. y Mac, que habían asistido al juicio y ahora, desde su coche, observaban a los invitados que entraban y salían a lo largo de la noche. Hacia la una de la madrugada, Jack les dejó y se dirigió a la calle Ten Broeck para ver a Kiki en el nuevo apartamento que le había alquilado. Bebieron e intercambiaron chismes mientras el taxista de Jack, Frankie Teller, y su vigilante, Morty Besch, le esperaban durante tres horas. Pasadas las cuatro de la madrugada, Frankie dejó a Morty en el centro de la ciudad y condujo a Jack a la calle Dove, le ayudó a subir los escalones de la entrada a su casa y luego la escalera interior hasta su habitación. Una vez a solas, Jack se desvistió, se tendió en ropa interior y se sumió al instante en un sopor de beodo.

A las cuatro y media, un sedán Packard rojo oscuro que había permanecido al ralentí con las luces apagadas a una manzana de distancia al norte, se acercó al bordillo ante el número 67 de la calle Dove. O. B. y Mac se apearon, subieron la escalinata, pasaron ante la maceta con una planta en el vestíbulo, subieron al segundo piso, entraron en la habitación donde Jack yacía espatarrado y dormido. Mac y O. B. dirigieron los haces de sus linternas a la cara de Jack y le apuntaron la cabeza con sus armas del calibre 38.