VI
Teoría

De la definición de nuestra armonía actual se deduce que nunca ha sido más difícil que en nuestra época elaborar una teoría completa y perfecta[51], construir un bajo continuo pictórico. Tales intentos conducirían en la práctica al mismo resultado que las ya mencionadas cucharitas de Leonardo da Vinci. No obstante, sería prematuro asegurar que nunca existirán reglas fijas en la pintura, ni principios como el contrapunto, o que éstos no conducirán más que al academicismo. También la música tiene su gramática que, como todo elemento vivo, se transforma a lo largo del tiempo, mientras se sigue utilizando como apoyo, como una especie de diccionario.

En la actualidad la pintura se halla en un estadio diferente: su emancipación de la naturaleza está sólo en los comienzos. Hasta hoy la utilización del color y la forma como agentes internos ha sido más bien inconsciente. La composición subordinada a una forma geométrica ya aparece en el arte antiguo (por ejemplo, en los persas). La construcción sobre una base puramente espiritual requiere un largo trabajo, que se inicia casi a tientas y a ciegas. Es necesario que el pintor cultive no sólo su sentido visual sino también su alma, para que ésta aprenda a calibrar el color por sí misma y no actúe sólo como receptora de impresiones externas (a veces también internas), sino como fuerza determinante en el nacimiento de sus obras.

Si hoy destruyéramos nuestros lazos con la naturaleza y nos encamináramos por la fuerza hacia la libertad, contentándonos únicamente con la combinación de color puro y forma independiente, nuestras obras parecerían una ornamentación geométrica o, dicho de otra manera, parecerían una corbata o una alfombra. La belleza de color y forma no es (pese a lo que afirmen los estetas y los naturalistas, que ante todo buscan la belleza) un objetivo suficiente para el arte. Al desarrollo elemental de nuestra pintura se debe que tengamos poca capacidad todavía para obtener una vivencia interior a través de una composición cromática y formal totalmente emancipada. Sin duda existe una vibración nerviosa (como ante una obra de artesanía), pero se reduce al ámbito nervioso porque no despierta más que tímidas vibraciones emocionales y anímicas. Sin embargo, si tenemos en cuenta que el nuevo movimiento espiritual ha adquirido un ritmo francamente vertiginoso y que hasta la base más sólida de la vida espiritual humana, la ciencia positiva, se ha visto llevada hasta las mismas puertas de la disolución de la materia, podemos afirmar que nos separan pocas horas de la composición pura. Indudablemente, el ornamento no es una entidad sin vida; posee vida interior, pero o no la comprendemos (la ornamentación antigua) o constituye un tumulto alógico, un mundo donde adultos y embriones reciben el mismo trato y socialmente juegan los mismos papeles, donde seres con miembros arrancados se sitúan sobre un mismo plano con narices, dedos y ombligos independientes. Es la confusión del caleidoscopio[52] determinada por el azar y no por el espíritu. A pesar de esta incomprensión o incapacidad de expresión, el ornamento incide sobre nosotros, aunque de un modo casual y sin objeto[53]: un ornamento oriental es interiormente distinto de un ornamento sueco, africano o griego.

No sin razón se suele caracterizar el dibujo de una tela estampada como alegre, triste, serio, vivo, etc.; los mismos adjetivos utilizados comúnmente por los músicos (allegro, serios, grave, vivace, etc.) para determinar la interpretación de una pieza. Tal vez el ornamento sugiera su tiempo a la propia naturaleza (los modernos artistas de la artesanía extraen sus motivos de los campos y los bosques). Pero aun admitiendo que no ha existido otra fuente que la naturaleza en los mejores ornamentos, las formas y colores naturales no han sido utilizados de un modo puramente externo sino más bien como símbolos que con el tiempo adquieren un valor casi jeroglífico, haciéndose lentamente tan incomprensibles que hoy no sabemos descifrar su valor interno. Un dragón chino, por ejemplo, que conserva en su forma ornamental gran parte de su origen corpóreo, nos produce tan poca impresión que podemos tolerarlo tan tranquilamente en comedores y dormitorios como a un mantel de mesa bordado con margaritas.

Quizá al final de estos albores de nuestro tiempo se desarrolle una nueva ornamentación, que seguramente no se basará en las formas geométricas. Sin embargo, en la fase a la que hemos llegado hoy, intentar crear por la fuerza esta ornamentación sería como el intento de abrir el capullo aún cerrado de una flor.

Todavía estamos estrechamente ligados a la naturaleza externa y aún tomamos de ella nuestras formas. La cuestión está en cómo hacerlo, es decir, hasta dónde ha de llegar nuestra libertad en la transformación de estas formas y con qué colores pueden combinarse.

La libertad puede llegar hasta donde alcance la intuición del artista. Desde este punto de vista se comprende cuán necesario es el desarrollo y el cuidado de esa intuición.

Algunos ejemplos bastarán como respuesta al segundo elemento de la cuestión.

El color rojo, siempre excitante y cálido tomado aisladamente, altera esencialmente su valor interno cuando deja de estar en forma de sonido abstracto y aparece como elemento de una entidad, combinado con una forma natural. El conjunto del rojo con determinadas formas naturales provoca también distintos efectos internos, que parecen familiares gracias al efecto constante y generalmente aislado del rojo. Combinémoslo con un cielo, una flor, un vestido, un rostro, un cabello, un árbol. El cielo rojo lo asociamos con el crepúsculo, el fuego, etc. El efecto es natural (en este caso, solemne, amenazador). Sin embargo, depende en gran parte del tratamiento de los otros objetos combinados con el cielo rojo. Si se sitúan en un contexto causal, provistos de colores posibles, el efecto natural del cielo se acentuará. Si, por el contrario, los demás objetos se alejan de su representación natural, diluirán la impresión natural del cielo, o incluso pueden anularla. Lo mismo sucede al utilizar el rojo en un rostro, en el que el color pueda reflejar tanto la emoción de la figura pintada como una iluminación especial. Estos efectos pueden ser anulados únicamente mediante una abstracción muy fuerte en los otros elementos del cuadro.

El rojo de un vestido es otro caso distinto, ya que un vestido puede tener cualquier color. En esta ocasión el rojo responderá ante todo a una necesidad pictórica, pues podrá ser utilizado independientemente de otros objetivos materiales. No obstante, se produce un intercambio de efecto entre el rojo del vestido y la figura que lo lleva, y viceversa. Por ejemplo, si el cuadro refleja una tristeza que se concentra en la figura vestida de rojo (por su situación dentro de la composición, por su propia dinámica, por la expresión del rostro, la posición de la cabeza, el color del rostro, etc.), el rojo del vestido actuará como una disonancia emocional que acentúa la tristeza del cuadro, y en especial la de la figura central. Un color distinto, de carácter más triste, debilitaría el efecto al reducir el elemento dramático[54]. Nos hallamos de nuevo ante el ya mencionado principio del contraste. Aquí el elemento dramático surge al integrarse el rojo en el conjunto triste de la composición, pues el rojo, cuando está totalmente aislado (y por lo tanto cuando se refleja en la superficie tranquila del alma), no infunde tristeza en circunstancias normales[55]. El efecto será otro si utilizamos el mismo rojo en un árbol. El tono fundamental del rojo permanece, como en cualquiera de los casos ya citados, pero se le agregará el valor anímico del otoño (pues la palabra otoño es en sí misma una unidad, como lo es todo concepto real, abstracto, espiritual, y corpóreo); el color se funde por completo con su objeto creando un elemento que aísla el efecto del subtono dramático que destacamos antes en el empleo del rojo en un vestido.

Otro caso bien distinto sería el de un caballo rojo. El sonido de estas palabras ya nos sitúa en una atmósfera diferente. La imposibilidad natural de un caballo rojo reclama un entorno asimismo artificial donde ubicarlo. En caso contrario, su efecto es el de algo curioso (es decir, un efecto superficial y no–artístico) o el de una historia mal contada[56] (esto es, de una cosa curiosa, con fundamento, pero no artística). Un paisaje normal, naturalista, con unos personajes modelados y dibujados anatómicamente crearían, combinados con este caballo, una disonancia tal que ningún sentimiento podría percibirla y que haría imposible su fusión en una unidad. Al definir la armonía actual mostramos cómo es y cómo se puede interpretar esta unidad. Es posible dividir un cuadro, sumergirlo en la contradicción, llevarlo a través de cualquier tipo de plano externo, construirlo sobre toda clase de forma externa, sin que ello altere su sentido interno. Los elementos que constituyen la obra no radican en lo externo, sino en la necesidad interior.

El espectador se acostumbró demasiado a buscar la coherencia externa de los distintos elementos del cuadro. El periodo materialista ha conformado en la vida, y por lo tanto también en el arte, un tipo de espectador incapaz de enfrentarse simplemente a la obra (en particular el llamado experto en arte), en la que lo busca todo (imitación de la naturaleza, la visión de ésta a través del temperamento del artista, es decir, de su temperamento, ambientación, pintura, anatomía, perspectiva, ambiente externo, etc.) excepto la vida interior del cuadro y el efecto sobre su sensibilidad. Cegados por los elementos externos, la visión espiritual del espectador no busca el contenido que se manifiesta a través de ellos. Al mantener una conversación interesante con alguien, intentamos bucear en su alma, buscamos alcanzar su rostro interior, llegar a sus pensamientos y sentimientos más profundos, sin pensar que está empleando palabras formadas por letras, que éstas no son más que sonidos que exigen la aspiración del aire por los pulmones (parte anatómica), que producen una determinada vibración al expulsar el aire que contienen por la colocación especial de la lengua y los labios (parte física) y que, finalmente, llegan a través del tímpano a nuestra conciencia (parte psicológica) obteniendo cierto efecto nervioso (parte fisiológica), etc. Sabemos que todos estos elementos son completamente secundarios y puramente accesorios en nuestra conversación, que los utilizamos como medios externos necesarios y que lo esencial en el diálogo es la comunicación de ideas y sentimientos. Una actitud semejante habría que adoptar frente a la obra de arte alcanzando así el efecto profundo y abstracto de la obra. Con el tiempo será posible comunicarse a través de medios puramente artísticos, evitando la necesidad de tomar prestadas formas del mundo externo para la comunicación interior; estas formas hoy nos permiten disminuir o acentuar el valor interno del color y la forma empleados. La oposición (como el traje rojo en la composición triste) puede ser muy intensa, pero debe mantenerse en un mismo plano moral.

Ni aun la existencia de este plano resuelve por completo el problema cromático de nuestro ejemplo. Es fácil que los objetos no–naturales y sus colores correspondientes tengan el tono literario que hace de la composición un cuento. Como consecuencia el espectador se ve situado en una atmósfera que, por fantástica, acepta sin objeción y en la que primero busca la anécdota y después se insensibiliza ante el efecto puramente cromático. En este caso desaparece el efecto interior directo y puro del color; lo externo domina sobre lo interno.

Al ser humano en general no le atraen las grandes profundidades y prefiere mantenerse en la superficie porque le supone un menor esfuerzo. Cierto es que nada hay más profundo que la superficialidad, pero esta profundidad es la de la ciénaga. Por otra parte, ¿existe otro arte que sea tomado tan a la ligera como el arte plástico? En cualquier caso, el espectador, cuando se cree en el país del cuento, se inmuniza contra las vibraciones más intensas del alma. De este modo la obra se aleja de su objetivo. Por lo tanto, hay que hallar una forma que excluya ese efecto del cuento[57] y que no sea un obstáculo en absoluto para el efecto puro del color. Para conseguirlo, la forma, el movimiento, el color, los objetos tomados de la naturaleza (real o irreal) no deben producir el efecto de un relato externamente coherente. Por ejemplo, cuanta menos motivación externa tenga el movimiento, más puro, profundo e interior será el efecto que produzca.

Un movimiento simple cuyo objetivo se desconozca puede tener un efecto importante, misterioso y solemne que dure mientras se ignore su objetivo externo y concreto, actuando como un sonido puro. Un trabajo colectivo sencillo (la preparación para levantar un gran peso) cuyo objetivo ignoramos, nos resulta pleno de sentido, misterioso, dramático y emocionante; nos detenemos de un modo automático como ante una visión o una vida de otro mundo hasta que de repente el encanto se rompe al surgir de golpe la explicación práctica que revela las razones del misterioso trajín. En el movimiento simple, sin motivación externa, yace un tesoro de infinitas posibilidades. Es fácil que se produzca uno de estos casos cuando paseamos sumidos en pensamientos abstractos que nos sacan de la rutina cotidiana y práctica. Entonces consideramos esos movimientos sencillos al margen de esa rutina. Pero en cuanto recordamos que en nuestras calles no puede suceder nada misterioso, desaparece automáticamente el interés que habíamos experimentado por el movimiento: su sentido práctico anula el sentido abstracto. En este principio debería apoyarse —y de hecho lo hace— la construcción de la nueva danza, que es el único medio que puede expresar toda la significación y el sentido interno del movimiento en el espacio y el tiempo. Parece que el origen de la danza es puramente sexual. Hoy todavía perdura este elemento primitivo en las danzas populares. La posterior necesidad de utilizar la danza en el servicio religioso (medio para la inspiración) no sobrepasa el nivel de la utilización práctica del movimiento. Paulatinamente el uso práctico va adquiriendo un matiz artístico, que se va desarrollando a través de los siglos y desemboca en el lenguaje del ballet, que va perdiendo progresivamente en claridad, resultando hoy comprensible para muy pocos. El lenguaje del ballet, además, es excesivamente ingenuo para los tiempos que se avecinan: sólo tiene capacidad para expresar sentimientos materiales (amor, miedo, etc.) y debe ser sustituido por otro capaz de estimular vibraciones anímicas más sutiles. Éste es el motivo de que los actuales reformadores de la danza hayan vuelto los ojos a formas anteriores en busca de ayuda. Así es como surge el lazo que Isadora Duncan ha establecido entre la danza griega y la danza futura. Las razones son idénticas a las que han empujado a los pintores a recurrir a los primitivos. Es natural que esta fase, tanto en la danza como en la pintura, sea de transición. Surge la necesidad de crear la nueva danza, la danza del futuro, y la misma ley de la utilización incondicional del sentido interno del movimiento será la que, como elemento clave de la danza, se impondrá también aquí conduciéndonos a la meta. También en este caso habrá que echar por la borda la belleza convencional del movimiento y calificar de innecesaria y molesta la anécdota natural (la narración-elemento literario). Así como en música no existe el sonido feo ni en pintura la disonancia externa, y en ellas cualquier sonido o combinación de sonidos es bello (idóneo) cuando brota de la necesidad interior, en la danza se valorará pronto el valor interno de cada movimiento, y la belleza interior sustituirá a la exterior; los movimientos feos que de pronto aparecen como bellos, irradian de inmediato una inusitada fuerza vital. En ese momento comienza a surgir la danza del futuro.

La danza futura, situada al nivel de la música y la pintura contemporáneas, automáticamente tendrá poder para realizar, como tercer elemento, la composición escénica, que será la primera obra de arte monumental.

La composición escénica contendrá tres elementos:

1) el movimiento musical,

2) el movimiento pictórico,

3) la danza.

De lo dicho anteriormente acerca de la composición puramente pictórica, se deduce de inmediato lo que quiero significar con el triple efecto del movimiento interno (composición escénica).

Del mismo modo que los dos principales elementos de la pintura (las formas gráfica y pictórica) poseen una vida independiente y se expresan a través de medios propios y exclusivos, y así como la composición pictórica surge de la combinación de estos elementos con todas sus cualidades y posibilidades, así surgirá también la composición escénica, por la colaboración de los tres movimientos citados.

Naturalmente, el intento de Skriabin ya citado antes (potenciar el efecto de un tono musical mediante el efecto del tono cromático correspondiente) es un intento elemental que aprovecha sólo una de las posibilidades. A la consonancia de dos de los elementos de la composición escénica, y después de los tres ya mencionados, puede añadirse el uso de la contraposición de los elementos, la independencia (externa) de cada uno de ellos, etc. Arnold Schöenberg en sus cuartetos ha utilizado precisamente el último de estos recursos. Aquí se observa claramente la potencia y la significación adquiridas por la consonancia interior cuando se utiliza la exterior en este sentido. Imaginemos un nuevo mundo con estos tres poderosos elementos puestos al servicio de un objetivo artístico. Forzosamente debo renunciar al desarrollo ulterior de este tema tan importante. El lector puede aplicar aquí el principio enunciado para la pintura y ante su espíritu surgirá el sueño feliz de la escena futura. Por los caminos tortuosos del nuevo reino, que se adentran a través de oscuras selvas bordeando abismos inconmensurables, hacia alturas heladas, el pionero se verá conducido con mano firme por un mismo guía: el principio de la necesidad interior.

Los ejemplos analizados anteriormente acerca de la utilización de un color, de la necesidad y del significado como sonido del empleo de formas naturales en combinación con el color, indican, en primer lugar, dónde buscar el camino que conduce a la pintura; y en segundo lugar, cómo y según qué principio general ha de iniciarse. El camino lleva por dos campos (que hoy implican sendos peligros): a la derecha se halla el empleo abstracto y emancipado del color en forma geométrica (ornamentación), a la izquierda la utilización más real, y prácticamente paralizada por las formas externas, del color en forma corpórea (fantasía). Al mismo tiempo existe (quizá sólo en nuestra época) la posibilidad de avanzar hacia ambos límites y llegar a traspasarlos. Tras ellos (aquí abandono mi camino de esquematización) y a la derecha se halla la pura abstracción (es decir, la abstracción que supera la de la forma geométrica); y a la izquierda, el puro realismo (es decir, la fantasía superior, fantasía en materia dura). Entre estos extremos: libertad sin límites, profundidad, amplitud, riqueza de posibilidades y, más allá, los campos de la abstracción pura y los del realismo. Todo está actualmente al servicio del artista, debido a circunstancias especiales. Hoy vivimos una libertad que sólo es posible en los comienzos de una gran época[58]. Pero al mismo tiempo, esta libertad puede ser una de las mayores no–libertades, ya que todas estas grandes posibilidades nacen entre, en y detrás de los límites de una misma y única raíz: de la llamada categórica de la necesidad interior.

El arte está por encima de la naturaleza, éste no es un pensamiento nuevo[59]. Los nuevos principios nunca caen del cielo, sino que siempre se hallan en un contexto causal con el pasado y el futuro.

Lo que más nos importa saber es dónde hallar hoy este principio y hasta dónde podemos llegar en el futuro con su ayuda. Es preciso subrayar que este principio no debe llevarse a la práctica con violencia.

Cuando el artista llegue a afinar su alma con este diapasón, sus obras tendrán automáticamente ese tono concreto. La creciente emancipación de nuestros días florece sobre el terreno de la necesidad interior, que en el arte es, como ya se ha dicho, la fuerza espiritual de lo objetivo. Lo objetivo del arte hoy intenta manifestarse con una tensión especialmente fuerte. Las formas temporales se sueltan para que pueda manifestarse con más claridad lo objetivo. Las formas naturales imponen unos límites que en muchos casos representan un obstáculo para esa manifestación. Hoy se ven apartados y su espacio utilizado para la objetividad de la forma–construcción para la composición. De este modo se explica la tendencia, muy clara en la actualidad, hacia el descubrimiento de las formas constructivas de la época. El cubismo, como una de las formas de transición, muestra cómo a veces las formas naturales han de verse forzosamente subordinadas a los fines constructivos, y también cómo estas formas crean a menudo obstáculos innecesarios.

En general, hoy se emplea una construcción desnuda, que aparentemente constituye la única posibilidad de expresión de lo objetivo de la forma. Pero si recordamos el modo en que en este libro hemos definido la armonía actual, identificaremos también el espíritu de nuestro tiempo en el campo de la construcción: no en una construcción (geométrica) clara, que salta a la vista, y que es la más rica en posibilidades expresivas, sino en una construcción latente que surge del cuadro de forma casi imperceptible y va dirigida más al alma que a la vista. Esta construcción latente puede consistir en formas creadas casualmente sobre el lienzo, sin coherencia aparente; en este caso, la ausencia externa de coherencia equivale a su presencia interior. La imprecisión externa es aquí cohesión interna. Y esto tanto respecto a la forma gráfica como a la pictórica.

El futuro de la armonía pictórica reside precisamente aquí. Las formas ordenadas arbitrariamente en el fondo están relacionadas profundamente entre sí; una relación tan precisa que puede expresarse en forma matemática, aunque es posible que en este caso se opere más con números irregulares que con los regulares.

En cualquier arte, la última expresión abstracta es el número. Como es lógico, este elemento objetivo exige la ayuda y necesita la colaboración de la razón y la conciencia (conocimientos objetivos – bajo continuo pictórico). El elemento objetivo permitirá que la obra de hoy diga en el futuro yo soy, en lugar de yo fui.