II
El cambio del rumbo espiritual

El triángulo espiritual rota con lentitud hacia delante y hacia arriba. En la actualidad una de las partes inferiores, de las más extensas, escucha las primeras consignas del credo materialista. Desde el punto de vista religioso sus integrantes reciben variados nombres: judíos, católicos, protestantes, etc. Realmente son ateos, como aceptan sin tapujos algunos de los más osados o de los más limitados. El cielo está desierto. Dios ha muerto. Desde el punto de vista político son partidarios de la democracia popular o republicanos. El miedo, la repugnancia y el odio que tuvieron antes por estos credos políticos se han volcado en contra de la anarquía, a la que ignoran y de la que únicamente conocen el terrible nombre. Desde el ángulo económico, son socialistas. Preparan la espada de la justicia para dar a la hidra capitalista un golpe mortal y definitivo, ya que los pobladores de esta parte grande del triángulo jamás han aclarado un problema independientemente; como siempre han sido conducidos en el carro de la Humanidad por hombres resueltos al sacrificio y superiores a ellos, ignoran todo sobre ese esfuerzo que siempre han contemplado desde una gran lejanía. Por eso creen que es muy fácil empujar y aceptan recetas que no se discuten y remedios que nunca fallan.

La parte antes descrita atrae ciegamente a la inferior a ella, aunque ésta se aferre a su antigua posición y se oponga por miedo a caer en lo desconocido y ser engañada.

Las partes superiores, aparte de ser ciegamente ateas, basan su ateísmo en sentencias ajenas (por ejemplo, la frase de Virchow, inaceptable en un científico: He disecado muchos cadáveres y nunca he encontrado un alma). En general, son republicanas políticamente, saben de variadas formas parlamentarias, leen los artículos editoriales de los diarios. Económicamente son socialistas de diversa índole, y defienden sus convicciones con muchas citas (desde Emma de Schweitzer hasta la Ley de hierro de Lasalle y El Capital de Marx, etc.).

En las partes superiores surgen otros temas, que no estaban en las señaladas hasta ahora: la Ciencia y el Arte, entre las que figuran igualmente la Literatura y la Música.

Hablando científicamente, estas personas son positivas y únicamente aceptan lo que es susceptible de pesarse y medirse. Todo lo demás, para ellos, es parte del mismo nocivo disparate que fueron ayer, según ellos, las teorías hoy demostradas.

En el campo artístico son naturalistas que aceptan y valorizan hasta cierto límite, señalado por otros, y por lo tanto digno del mayor respeto, la personalidad, el individualismo y el temperamento artístico.

Sin embargo, en las secciones superiores, debajo del aparente orden, de la seguridad y de los infalibles principios, existe un miedo latente, una confusión, titubeos y una inseguridad como la de los pasajeros de un inmenso y seguro transatlántico cuando ven la tierra firme desaparecer en la lejanía; en alta mar se juntan negras nubes y el viento tenebroso parece convertir el agua en negras montañas. Esto es debido a su formación intelectual. No ignoran que el científico, el político, el artista que se venera hoy, ayer no era más que un ambicioso, un charlatán o un tramposo, centro de todas las injurias e indigno de cualquier consideración.

A medida que se asciende dentro del triángulo espiritual, este miedo y esta inseguridad se van perfilando. En primer lugar, existen siempre ojos que sepan ver, y mentes capaces de asociar. Los hombres así dotados se preguntan: si la verdad de anteayer fue sustituida por la de ayer y ésta por la de hoy, ¿no es posible también, que la de hoy sea derrocada por la de mañana? Los más audaces lo admiten.

En segundo lugar, hay ojos capaces de ver lo que la ciencia actual aún no ha explicado. Estos hombres se preguntan si la ciencia llegará algún día a resolver estos enigmas por el camino que sigue desde hace tanto tiempo, y si será fiable su respuesta, en caso de conseguirlo.

Aquí nos encontramos también con sabios profesionales, que recuerdan cómo las Academias recibieron en su día teorías ahora indiscutibles y aceptadas por ellas mismas, y con expertos en Arte que escriben libros elogiosos y profundos sobre lo que ayer juzgaban absurdo. Con estos libros levantan unas barreras, superadas ya por el Arte, y erigen otras que, según ellos, permanecerán inmóviles y siempre válidas. En su intento no se dan cuenta de que no construyen barreras delante, sino detrás del Arte. Y en caso de percatarse de ello, escribirán nuevos libros que las lleven un poco más allá. Hasta que no comprendan que el principio externo del Arte tiene validez únicamente para el pasado y nunca para el futuro, su actividad no sufrirá cambio alguno. No hay ninguna teoría de este principio que va a regir el camino futuro que puede situarse en el reino de lo no–material. No puede cristalizarse materialmente aquello que no existe aún como materia. El espíritu que conduce al reino del futuro sólo puede reconocerse a través de la intuición (producto del talento del artista). La teoría es la luz que ilumina las leyes que han regido todo lo precedente (véase Cap. VI: teoría).

Al seguir ascendiendo, encontramos una confusión aún mayor, como si una gran ciudad firmemente construida de acuerdo con las leyes matemáticas y arquitectónicas, fuera repentinamente sacudida por una fuerza inconmensurable. Sus habitantes viven, de hecho, en una ciudad espiritual, en la que aparecen de pronto fuerzas con las que no contaron sus arquitectos y matemáticos espirituales. Una parte de la construcción se desmorona como un castillo de naipes. Una gigantesca torre que se eleva hacia el cielo, construida sobre sus delicadas pero inmortales bases espirituales, yace en ruinas. Viejas tumbas se abren y espíritus olvidados surgen de ellas. En el sol levantado con tanto esmero aparecen manchas y se oscurece. ¿Dónde encontrar las reservas para la lucha contra las tinieblas?

En esta ciudad habitan también seres sordos que, atontados por una sabiduría ajena a ellos, no oirán la caída; seres cegados por la sabiduría ajena, que aseguran que su sol cada vez da más luz y pronto verán desaparecer las últimas manchas. Pero también ellos oirán y verán.

Más arriba desaparece ya aquel miedo. Allí está en marcha una intrépida labor que sacude los pilares erigidos por los hombres. Allí encontramos a los sabios profesionales que analizan una y otra vez la materia, que no temen enfrentarse a ninguna cuestión, y que, en último término, ponen en tela de juicio la misma concepción de la materia sobre la que hasta hoy descansaba todo y en la que se basaba todo el universo. La teoría de los electrones, es decir, de la materia en movimiento, que modificará por completo el concepto de materia, cuenta en la actualidad con arriesgados constructores que rebasan ampliamente los límites que impone la prudencia y sucumben en la conquista de la nueva fortaleza de la ciencia, como soldados que se olvidan de sí mismos y se sacrifican por los demás en el asalto desesperado de una fortaleza obstinada. Pero no hay fortaleza inexpugnable. Por otra parte, aumenta el número de descubrimientos que la ciencia tradicionalmente saludaba con la palabra charlatanería, o quizá sea que tengamos más a menudo noticia de ello. Incluso los medios de información, en gran parte lacayos que obedecen tan sólo al éxito entre la masa, y que comercian con lo que sea, se ven obligados en ocasiones a reducir o a evitar el tono irónico de sus informaciones sobre los milagros. Muchos científicos, entre ellos los materialistas puros, dedican sus esfuerzos al análisis científico de fenómenos enigmáticos que ya no pueden ocultarse[7]. Finalmente, aumenta el número de personas que dudan de los métodos de la ciencia materialista aplicados a la no–materia, es decir, a la materia que no alcanzan nuestros sentidos. Y así como el arte recurre a los primitivos, ellos vuelven en busca de ayuda a tiempos y métodos casi olvidados. Éstos permanecen vivos entre pueblos que nosotros solemos compadecer y despreciar desde la altura de nuestros conocimientos.

Entre estos pueblos están, por ejemplo, los hindúes, quienes de vez en cuando presentan realidades misteriosas ante los sabios de nuestra cultura. Realidades que son generalmente ignoradas o rechazadas, como moscas molestas, con explicaciones excesivamente superficiales[8]. La Sra. H. P. Blawatzky ha sido seguramente la primera que, tras largas estancias en la India, ha conseguido relacionar a esos salvajes con nuestra cultura. De ahí parte un importante movimiento espiritual que une hoy a un gran número de personas y que incluso ha concretado esta unión espiritual en la Sociedad Teosófica, constituida por logias que buscan una aproximación, por medio del conocimiento interior, a los problemas del espíritu. Sus métodos, en total contraposición con los positivistas, proceden en principio de métodos preexistentes, relativamente precisados[9].

La teoría teosófica, base del movimiento, fue formulada por Blawatzky en una especie de catecismo en el que el alumno puede encontrar las respuestas concretas del teósofo a todas sus preguntas[10]. Teosofía significa, con palabras de Blawatzky, verdad eterna (p. 248).

El nuevo emisario de la verdad encontrará una Humanidad preparada para recibir su mensaje gracias a la sociedad teosófica: encontrará una forma de expresión con la que presentar las nuevas verdades, y una organización que de algún modo está esperando su llegada para eliminar los obstáculos materiales y las dificultades de su camino (página 250).

Blawatzky supone que en el siglo XXI la tierra será un cielo, comparada con lo que ahora es. Con estas palabras termina su libro. A pesar de que la tendencia de los teósofos a elaborar teorías y su alegría un tanto precipitada por dar respuesta rápida a la eterna y gran cuestión pueden inspirar un cierto escepticismo al observador, la amplitud de este movimiento espiritual es una realidad. En el ambiente espiritual actúa como un poderoso agente que representa también una promesa de salvación para los corazones desesperados y envueltos en las tinieblas de la noche. Aparece así una mano que señala el camino y ofrece su ayuda.

Cuando la religión, la ciencia y la moral (esta última gracias a la obra demoledora de Nietzsche) se ven zarandeadas y sus bases externas amenazan con derrumbarse, el hombre aparta su vista de lo exterior y la dirige hacia sí mismo.

La literatura, la música y el arte son los sectores más sensibles y los primeros en registrar el giro espiritual de una manera real, reflejando la sombría imagen del presente, y la intuición de algo grande, todavía lejano e imperceptible para la gran masa; una gran oscuridad aparece apenas esbozada, volviéndolos sombríos. Por otro lado, se apartan del contenido sin alma de la vida actual adentrándose en temas y ambientes que dejan vía libre a los afanes y a la búsqueda no material de almas sedientas.

En el campo de la Literatura un ejemplo de ello es Maeterlinck, quien nos introduce en un mundo fantástico y más bien sobrenatural. Sus personajes (La Princesa Maleine, las Siete Princesas, Las Ciegas, etc.) no son seres humanos de tiempos pasados, como pueden se los héroes estilizados de Shakespeare, sino almas que buscan en las tinieblas con peligro de ahogarse en ellas, y sobre los que flota una fuerza invisible y tenebrosa.

Esas tinieblas, y la inseguridad producida por la ignorancia y el temor ante ellas, constituyen el mundo de sus héroes. Maeterlinck es uno de los primeros profetas, artistas y visionarios de la decadencia. Sus obras reflejan el enrarecimiento de la atmósfera espiritual, con un poder destructor que domina y dirige, y un miedo desesperado por el camino perdido y la ausencia de un guía[11].

Maeterlinck crea esa atmósfera con medios puramente artísticos. Los medios materiales utilizados (castillos sombríos, noches de luna, pantanos, viento, lechuzas, etc.) juegan un papel simbólico y actúan como una música interior[12].

El medio principal de Maeterlinck es la palabra. La palabra es un sonido interno que surge parcial, o quizá esencialmente, del objeto al cual designa. Cuando no aparece el objeto mismo y sólo se oye su nombre, surge en la mente la imagen abstracta, el objeto desmaterializado, que inmediatamente despierta una vibración en el corazón. El árbol verde, amarillo y rojo de la pradera no es más que un caso concreto, una forma casualmente materializada, de lo que captamos en nuestro interior cuando oímos la palabra árbol. La intuición poética, el empleo adecuado de una palabra y su repetición interior dos, tres y más veces consecutivas, producen el desarrollo de su sonido interno, y pueden descubrir otras insospechadas cualidades espirituales de la palabra. Por último, la repetición continua de una palabra (un juego predilecto de la juventud después olvidado) hace que ésta pierda su sentido. Se puede olvidar incluso el significado abstracto del objeto designado descubriéndose el puro sonido de la palabra. Inconscientemente, este sonido puro también puede oírse en consonancia con el objeto real o con el objeto abstracto. En este último caso, el sonido puro está en primer plano y actúa directamente sobre la mente, produciendo una vibración sin objeto que es más compleja, yo diría más trascendente, que la conmoción anímica provocada por el sonido de una campana, de una cuerda, de una madera que cae, etc. Aquí se abren grandes perspectivas para la literatura del futuro. Aunque en embrión, Maeterlinck hace uso ya de este poder de la palabra, por ejemplo en Serres chaudes. En sus manos, una palabra aparentemente neutra llega a tener oscuras resonancias. Una palabra sencilla y habitual (por ejemplo: cabello), utilizada con el sentimiento acertado, puede ayudar a crear una atmósfera de abatimiento y desesperación. Esto es precisamente lo que hará Maeterlinck, mostrarnos de qué modo podremos comprender como una luna entre rayos, truenos y nubes son medios materiales externos que en el escenario, más aún que en la naturaleza, pueden significar lo que el coco para los niños. Los medios verdaderamente interiores no pierden su fuerza y eficacia[13]. La palabra, que tiene pues dos significaciones —una primera inmediata y una segunda interna—, es el material puro de la poesía y de la literatura, materia que sólo este arte sabe trabajar y mediante la cual se dirige al alma sensible.

Algo parecido es lo que hizo R. Wagner en el campo de la música. Su célebre leit–motiv pretende caracterizar al héroe no sólo mediante el vestuario, el maquillaje y los efectos luminotécnicos, sino también con un determinado y preciso motivo, es decir, con unos medios puramente musicales. El motivo es una especie de atmósfera espiritual, expresada musicalmente, que precede al héroe, es decir, que emite su espíritu[14]. Los músicos más modernos, como Debussy, crean impresiones a menudo tomadas de la naturaleza y transformadas en imágenes espirituales por vía puramente musical. Es por ello que se le relaciona frecuentemente con los pintores impresionistas, aduciendo que, al igual que ellos, se sirve de un modo muy personal de los fenómenos de la naturaleza como objeto de sus creaciones. Lo cierto de esta afirmación demuestra que en nuestro tiempo las artes aprenden unas de otras y que sus objetivos son a menudo semejantes.

Sin embargo, esto no refleja exhaustivamente la importancia de Debussy. A pesar de este punto de contacto con los impresionistas, su tendencia al contenido interior es tan intensa que en sus obras se percibe sin dificultad el alma disonante de nuestro tiempo, con todos sus sufrimientos y sus trastornos nerviosos. Por otra parte, Debussy tampoco se sirve nunca, en sus obras impresionistas, de notas totalmente materiales, características de la música de repertorio, sino que se limita a la significación interna de lo externo.

La música rusa (Mussorgsky) es una influencia decisiva en Debussy. No es de extrañar pues que exista un cierto parentesco entre él y los jóvenes compositores rusos, entre los que en primera línea hay que citar a Skriabin. Las obras de ambos poseen un tono interior parecido. Y un mismo defecto irrita a veces al oyente: ambos compositores abandonan repentinamente las nuevas formas musicales para caer en la tentación de la belleza más o menos convencional. El espectador puede sentirse realmente ofendido al verse lanzado como una pelota sobre la red que separa el bando de la belleza exterior del de la belleza interior. En ésta se entra por una imperiosa necesidad interior de renunciar a la belleza habitual. Obviamente, parece fea al que no está acostumbrado, pues el ser humano tiende en general a mantenerse en lo externo y no está fácilmente dispuesto a admitir la necesidad interior (¡especialmente hoy!). El compositor vienés Arnold Schönberg es el único que, actualmente, va por este camino de renuncia total a la belleza convencional y defiende cualquier medio que conduzca al fin de la autoexpresión. Su labor sólo es reconocida por unos pocos entusiastas. Este charlatán, ansioso de publicidad, inepto, dice en su Teoría de la armonía:

…todo acorde, toda progresión musical es posible. Pero presiento ya hoy que también aquí existen determinadas condiciones de las que depende si utilizo esta o aquella disonancia[15].

Schönberg presiente claramente que la libertad total, medio necesario en el que ha de desenvolverse el Arte, no puede ser absoluta. A cada época le corresponde un nivel determinado de esta libertad, y ni la fuerza más genial podrá escapar de sus límites. Pero este determinado nivel ha de ser alcanzado, y de hecho se llega a él ¡a pesar de todas las resistencias que se le opongan! También Schönberg intenta agotar esta libertad, y en su camino hacia la necesidad interior ha descubierto ya verdaderas fuentes de nueva belleza. La música de Schönberg nos introduce en un nuevo terreno, en el que las vivencias musicales no son ya acústicas, sino puramente anímicas. Es el comienzo de la música del futuro.

En la pintura, tras la época idealista surge la tendencia impresionista que alcanzará su forma más dogmática, con objetivos puramente naturalistas, en la teoría del neoimpresionismo, que a su vez entra ya en la abstracción: su teoría (en cuanto método universal) no consiste en fijar una parte casual de la naturaleza en el lienzo sino en reflejarla en toda su riqueza y todo su color[16].

Casi simultáneamente surgen tres manifestaciones completamente diferentes: 1. Rossetti, con su discípulo Burne-Jones y sus sucesores; 2. Böcklin, con su seguidor Stuck y sus sucesores, y 3. Segantini, cuyos epígonos tampoco constituyen una secuela muy digna.

He escogido precisamente estos tres nombres por considerarlos característicos de la investigación en terrenos no-materiales. Rossetti se unió a los prerrafaelistas e intentó revivir sus formas abstractas. Böcklin se situó en el terreno de la Mitología y de la Leyenda, revistiendo a sus figuras abstractas —a diferencia de Rossetti— de formas corpóreas exuberantemente concretas. Segantini, el más concreto de los tres, tornaba a formas naturales que elaboraba a veces hasta el más mínimo detalle (por ejemplo, cordilleras, piedras, animales, etc.). Siempre supo crear figuras abstractas, a pesar de la evidente forma concreta, por lo cual quizá sea en realidad el más inmaterial de estos artistas.

Ésos son los que buscan lo interior en lo exterior.

Cézanne, el investigador de las nuevas leyes de la forma, se planteó el problema de modo distinto, más propio de los medios pictóricos puros. Podía convertir una taza de té en un ser animado o, más bien, reconocerlo en ella.

Elevó la nature morte a una altura en la que las cosas exteriormente muertas cobraban vida. Trató los objetos como seres vivos porque poseía el don de ver en todos ellos la vida interior. Cézanne crea la expresión cromática de las cosas, su cualidad pictórica interna, insertándola en una totalidad que eleva a fórmula de resonancia abstracta, plena de armonía y a veces puramente matemática. Lo representado no es un hombre, ni una manzana, ni un árbol, sino que todos esos elementos son utilizados por el artista para crear un objeto de resonancia interior pictórica que constituya una imagen. Así llama también a sus obras uno de los nuevos pintores franceses más importantes, Henri Matisse, que pinta imágenes en las que quiere reflejar lo divino[17], para lo cual no precisa de otros medios que el objeto (persona o cosa), como punto de partida, y los medios exclusivos de la pintura: el color y la forma. Guiado por sus cualidades específicamente personales y, como buen francés, dotado de un extraordinario sentido del color, Matisse da a éste la supremacía y la importancia central. Como a Debussy, le resulta difícil prescindir de la belleza clásica: el impresionismo ha calado en él. Y así como entre sus obras hay cuadros de una gran viveza interior, impulsados por un estímulo interno, hay otros que responden únicamente a estímulos externos (¡cómo recuerdan a Manet!), que poseen principal o exclusivamente vida externa. En ellos la belleza específica de la pintura francesa, refinada, exquisita y melódica, alcanza una altura fría, más allá de las nubes.

En esta belleza convencional nunca cae el otro gran parisién, el español Pablo Picasso. Siguiendo siempre los imperativos de la autoexpresión, y a veces arrastrado por ellos violentamente, Picasso se mueve de un medio externo a otro, y aunque entre éstos medie un abismo, lo saltará sin dificultad para situarse del otro lado, ante el horror del numeroso grupo de sus seguidores, que casi habían logrado darle alcance y ahora vuelven a verse distanciados. Así surge el cubismo, último movimiento francés, sobre el que trataremos ampliamente más adelante. El intento de Picasso consiste en llegar a lo constructivo a través de proporciones numéricas. Y en sus últimas obras (1911) llega por una vía lógica a la destrucción de lo material; no por disolución, sino por medio de la fragmentación en distintas partes y su diseminación sobre la tela. Lo curioso es que en este proceso parece querer conservar la apariencia de la materia. Picasso no retrocede ante nada; si el color le estorba para resolver el problema de la forma puramente pictórica, lo echa por la borda y pinta únicamente con marrón y blanco. Éstos problemas son en el fondo su fuerte. Son dos grandes vías hacia un gran objetivo, Matisse la del color y Picasso la de la forma.