TERCER DÍA
La mañana despertó envuelta en una tranquila y profunda bruma sobre un mundo de aguas estáticas. Pronto, al primer viento de la mañana se dispersaría; pero ahora rodeaba el Nausikaa fuera del tiempo. El yate era una gruesa joya engarzada en suave lana gris, mientras en la lana, en algún lugar, el alba era como un aliento suspendido. La primera mañana del tiempo podría muy bien estar más allá de la bruma y en ella podrían oírse aún las voces de los lejanos dioses pregonando su áurea aparición, diciendo: «Esto es bueno, que se haga la luz». A corta distancia, una sombra, un rumor, un grosor más palpable: la orilla. El agua, diluyéndose en la niebla, se volvía como metal oscuro en el que el Nausikaa estuviera rígidamente fijado, y el yate inmóvil parecía engarzado en la bruma como una oronda joya.
LAS CINCO EN PUNTO
De la oscuridad de la escalerilla apareció la sobrina desnuda y sigilosa como un espectro. Se detuvo un momento, cruzó la cubierta y se volvió a detener en la borda, aspirando hasta sus pulmones la helada bruma; sintiéndola penetrar en su cuerpo como un simple beso frío. Sus brazos y piernas estaban tan tostados que desnuda parecía llevar un traje de baño de impresionante blancura. Se subió a la barandilla y saltó al bote que se agitó bajo su peso, haciendo que la oscura agua inmóvil despertara con débiles gruñidos. Después, se deslizó por la borda y nadó en medio de la bruma.
El agua se abría con desgana, volviéndose a cerrar detrás de ella sin dejar rastro. Al nivel de sus ojos solo podía ver una lengua de agua gris y fláccida lamiéndola, dejando pequeños huecos entre el agua y la bruma antes de que esta volviera a llenarlos silenciosamente con sus alas. El casco del yate era un objeto vago, presentido más que visto. Nadaba despacio, describiendo círculos alrededor del lugar donde sabía que debía hallarse.
Nadaba lenta y acompasadamente, tratando de mantener instintivamente su distancia aproximada del yate, pero consciente de que eso era difícil; consciente en esta ambigua y confinada inmensidad, esta ilimitada imprecisión cuyo centro era ella. Se detuvo mientras las lengüitas de agua le besaban el rostro, le lamían los labios. «Está a mi derecha», se dijo. «Está allí, a mi derecha». No tenía miedo, únicamente sentía cierta inseguridad e irritación. Para recobrar la calma nadó en aquella dirección.
Volvió a pedalear en el agua y esta le lamió la cara sin ruido. «¡Maldita seas!», exclamó, y en ese momento, una cosa grande y redonda como un ojo muerto sin párpados la miró desde la bruma. Con dos brazadas tocó el casco y rodeó la popa. Se agarró al borde del bote y allí quedó un momento para recuperar fuerzas.
—¿David?
La bruma se tragó la palabra barriéndola contra el casco, luego, rebotó y la absorbió la niebla. Pero él la había oído y apareció por encima de ella, en la barandilla, mirándola.
—¡Váyase! Así no puedo salir —dijo. David no se movió, y ella agregó—: No llevo el traje de baño… Retírese un momento, David.
Pero él no se movió. Se inclinó sobre la borda, mirándola con sorda y tremenda ansiedad. Pasado un momento, ella se deslizó fácilmente dentro del bote, y él, todavía inmóvil, no hizo un gesto para ayudarla.
—Vuelvo dentro de un minuto —dijo, ya en el yate, por encima del hombro, y su asombroso bañador blanco voló por la cubierta y salió de la pupila de sus ojos perrunos. La bruma sin levantarse, se estaba llenando de luz: una inminencia de aurora como una gloria, un esplendor de trompetas inaudibles.
Su minuto se convirtió en tres. Reapareció con su vestidito de hilo, su cabellera oscura todavía húmeda, llevando los zapatos y las medias en la mano. Él no se había movido.
—Bueno, vamos —dijo. Lo miró con impaciencia—. ¿No está listo todavía? —David se movió al fin, mirándola con la pasiva abyección de un perro—. Vamos —repitió con brusquedad—. ¿Aún no ha preparado las cosas para el desayuno? ¿Qué le pasa, David? A ver si sale de su trance. —Volvió a examinarlo con serena imprecisión—. ¿Creyó que no lo conseguiría o se está echando atrás? Vamos, diga ahora si no quiere ir. —Se acercó más, estudiando su cara con sus graves ojos opacos. Extendió una mano—. ¿David?
Este le tomó la mano despacio, mirándola y ella sujetó la suya con fuerza y le sacudió.
—Despierte. Vamos, busquemos algo para el desayuno. No tenemos mucho tiempo.
Él la siguió. En el almacén encendió la luz y eligió una caja de tocino y un pan, que puso sobre la mesa. Hurgaron entre las cajas, armarios y estantes.
—¿Tiene fósforos?, ¿cuchillo? —preguntó la sobrina por encima del hombro—. Y… ¿dónde están las naranjas? Llevemos naranjas. A mí me encantan las naranjas, ¿a usted no?
Se volvió para mirarlo. La mano de David tocaba su manga, con tanta timidez, que ella no lo había notado. Se volvió de pronto, dejando las naranjas, abrazándolo, dura y firme, apretando su mejilla a su sobrio y húmedo beso. Sentía su martilleante corazón golpeando contra su pecho; lo oía en el silencio como si estuviera en su propio cuerpo. David tensó los brazos y movió la cabeza buscando su boca, pero ella lo eludió con un rápido gesto, sin reproche.
—¡No, no, eso no! Eso lo hacen todos. —Volvió a estrecharlo contra su cuerpo y después deshizo el abrazo—. Ahora, vamos. —Volvió a examinar los estantes y halló por fin una canasta. Estaba llena de lechugas, que ella tiró para poner sus cosas—. Lleva mis zapatos. Cabrán en tu bolsillo, ¿no?
Arrugó las medias, las metió en los zapatos y se los dio; después agarró la canasta y apagó la luz.
El día era una realidad casi cercana, aunque aún no había llegado del todo. La bruma no se había alejado todavía, pero podía verse el yate de proa a popa, dormido como una garza con las alas plegadas; contra el casco, el agua suspiraba. La línea de la costa era más oscura, palpable entre la bruma.
—Oye —dijo deteniéndose—, ¿cómo vamos a llegar a la orilla? Me olvidé de eso… No vamos a llevar el bote.
—Nadando —sugirió él.
La cabeza húmeda le llegaba hasta la barbilla y ella reflexionó unos segundos, consternada.
—¿No hay alguna manera de ir en el bote, y después mandarlo de vuelta con una cuerda?
—Yo… sí. Sí, lo podemos hacer.
—Bueno, busca un cable. Date prisa.
Cuando regresó con un rollo de soga ella estaba en el bote con los remos y lo miró interesada, mientras lo pasaba alrededor de uno de los montantes y llevaba las dos puntas al bote y las ataba al aro que había en la proa. Entonces, ella comprendió la idea: se sentó y empezó a dar soga, mientras él remaba hacia la costa. Pronto llegaron, y ella saltó a tierra, siempre sujetando el extremo libre de la soga.
—¿Y cómo vamos a impedir que el bote se aleje del yate hasta soltarse? —preguntó.
—Te lo voy a demostrar —contestó; ella lo miró en tanto él ataba los remos a las chumaceras con el extremo libre de la soga y los fijaba bajo la bancada—. Me imagino que eso lo sostendrá. Alguien ha de verlo antes de un rato —agregó, y se preparó para halar el bote.
—Espera un minuto —dijo ella. Se detuvo a pensar mientras miraba la sombra brumosa del yate; después, le pidió fósforos y sentándose en el borde del bote arrancó un trozo de papel de la caja de tocino y con un fósforo quemado escribió: «Vamos a…»— ¿Adónde vamos? —David la miró, y ella agregó rápidamente—: Quiero decir, ¿a qué ciudad? Tendremos que ir a alguna ciudad para volver a Nueva Orleans, donde recogeré mis ropas y mis diecisiete dólares. Dime el nombre de una ciudad.
Al cabo de un rato, él respondió:
—No sé. Yo nunca…
—Está bien, nunca estuviste aquí, no conoces el lugar. ¿Cómo se llama esa ciudad hacia donde van los trenes? ¡Esa en donde dice siempre Jenny que se divirtió tanto! —Volvió a mirar la vaga sombra del Nausikaa y escribió: «Mandeville»—. Así se llama… Mandeville. ¿Dónde está Mandeville? —Él no lo sabía y ella prosiguió—: No importa. Me imagino que lo encontraremos. —Firmó la nota, la dejó sobre el asiento y la aseguró con una piedra—. Ahora, sepárala —y a través del agua inmóvil oyeron un ruido sordo—. Espera, será mejor que me ponga los zapatos. ¡Adiós, Nausikaa! —David le dio los zapatos y ella se sentó en la estrecha playa y se los puso, devolviéndole las arrugadas medias—. Espera —volvió a decir, cogiendo de nuevo las medias y sacudiéndolas. Deslizó una por su brazo moreno y sacó un bolsito arrugado: el dinero que había conseguido reunir saqueando las maletas de su tía, de la señora Wiseman y de la señorita Jameson. Extendió la mano y él la ayudó a levantarse—. Lleva el dinero —le dijo, dándoselo—. Ahora, el desayuno…
LAS SEIS EN PUNTO
Árboles viejos y grandes cubiertos de musgo destacaban su masa gris. Así podría haber sido la primera mañana del tiempo, sustancia en que la semilla del comienzo de las cosas fecundó; y estos grandes y silenciosos árboles podrían haber sido las primeras cosas vivas, recién nacidas, ajenas al miedo y al asombro, arrastrando sus perezosos cordones umbilicales del viejo seno miasmático de una nada latente y espantosa.
Ella se apretó contra él, callada y sumisa, temblando como un perrito, contra la seguridad de su brazo.
—¡Hola! —dijo con una vocecita tenue.
La palabra no murió, solo se deshizo en la bruma gris que los envolvía, como si al menor movimiento esa voz pudiera repetirse en cualquier parte, entre el cielo y la tierra, como un guijarro que se desprende de un estrato.
David le pasó el brazo por los hombros, y a su contacto ella se volvió, escondiendo la cara.
—Tengo hambre —se lamentó—. Eso es lo que me pasa. Quiero algo para comer.
—¿Quieres que encienda fuego?
—No, no —contestó rápido aferrándose a él—. Además, aquí estamos demasiado cerca del lago. Alguien podría vernos. Deberíamos alejarnos más de la costa. —Se apretó a él bajo su brazo—. Será mejor que esperemos aquí hasta que se levante la bruma. Me bastará un pedazo de pan. —David tomó su morena mano—. Sentémonos en alguna parte. Sentémonos y comamos pan —decidió ella—. Y cuando se levante la niebla hallaremos el camino. Ven, busquemos por aquí…
Tiró de él y se sentaron al pie de un árbol gigantesco sobre el suelo húmedo. Ella hurgó en la canasta.
Cortó un trozo de pan y se lo dio. Luego, otro para ella. Después, se deslizó hasta que su espalda se apoyó en la de él y mordió su pan. Suspiró contenta.
—¡Ya está! ¿No te encanta esto? —Alzó el rostro mientras masticaba—. Todo gris y solitario. Le hace sentir a uno frío por fuera y calor por dentro, ¿no te parece? ¡Oye! No comes. Come tu pan, David. A mí me encanta el pan, ¿y a ti?
La bruma empezaba a levantarse desprendiéndose con desgana ante un rumor demasiado débil para ser llamado viento. La bruma se rompía en harapos y se desplazaba con lentas guirnaldas que parecían devorar todos los sentidos, balanceándose como monos fantasmales de un árbol a otro, cayendo y alzándose, pregonándose sombríos patriarcas de los árboles y volviendo a esconderse. Desde lejos, muy lejos, en el pantano, llegó un ronco sonido familiar: la llamada de amor de un cocodrilo.
—Chicago —murmuró ella—. No sabía que estuviéramos tan cerca de casa.
Pronto salió el sol y ella se arrellanó contra él masticando con fruición su trozo de pan.
LAS SIETE EN PUNTO
No habían encontrado el camino, pero se habían alejado prudentemente del lago. Ella había descubierto una mariposa más grande que sus dos manos, tomando el sol en el viejo tronco de un árbol, moviendo sus húmedas y bellas alas como pulmones de cristal y seda; y mientras él buscaba leña —hazaña difícil, ya que ninguno de los dos había pensado en llevar un hacha— ella se detuvo al borde de un arroyo, hostigando a una gruesa y perezosa serpiente con una ramita. Llegó un ave descomunal de abigarrado plumaje y la imprecó. La serpiente, desdeñando a la joven con una especie de aburrida desilusión, se zambulló pesadamente en las turbias aguas.
Ella dirigió una mirada a su alrededor y divisó un débil fuego en la imprecisa penumbra de los árboles.
Volvieron a comer naranjas; asaron tocino, lo quemaron, se les cayó al suelo, lo recogieron, lo limpiaron y se lo comieron; y el resto del pan.
—¿No te encanta esta vida? —Ella se sentó con las piernas cruzadas y limpió en su falda una tajada de tocino—. Hagamos siempre esto, David; no tengamos nunca casa donde haya que quedarse eternamente. Vamos a vivir así, en campamento. ¿Sí, David?
Ella alzó la tajada de tocino y tropezó con sus ojos opacos y anhelantes.
—No me mires así —dijo con brusquedad; después, más suavemente—: Nunca mires así a nadie. No conseguirás que nadie te busque si miras de ese modo, David.
Le extendió la mano; él alargó la suya, despacio, con timidez, y ella se la apretó con energía, para infundirle seguridad.
—¿Cómo miraba? —preguntó al cabo de un rato con una voz que no parecía la suya—. ¿Cómo quieres que mire?
—¡Oh…, ya sabes cómo! Pero no así. Así, me miras como… como un… hombre. O un perro. No como David. —Le soltó la mano y comió el tocino. Después, se limpió los dedos en el vestido—. Dame un cigarrillo.
La bruma se había levantado, y el sol ya azotaba con sus abrasadores rayos por entre los árboles sobre la tierra llena de miasmas. Ella volvió a sentarse con las piernas cruzadas, fumando. Bruscamente, detuvo el cigarrillo en el aire, movió la cabeza con rapidez y miró a David, alterada. Se golpeó la pierna desnuda.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
Por toda respuesta le mostró la palma de la mano. En el centro había una manchita oscura y una gota carmesí.
—¡Por favor, dame las medias! —exclamó—. Tendremos que irnos… Me había olvidado de ellos —dijo, poniéndose las medias. Se levantó—. Pronto estaremos lejos. David, deja de mirarme así. Por lo menos pon cara divertida. ¡Arriba ese ánimo, David! A mí me parece que es grande escapar así. ¿No es estupendo?
Volvió la cabeza y vio otra vez su gesto tímido al tocarle el vestido. La mañana cálida les llevó el atiplado aullido del Nausikaa.
LAS OCHO EN PUNTO
—No, señor —contestó paciente el sobrino—. Es una pipa.
—Una pipa, ¿eh? —repitió el mayor Ayers mirándole con sus ojillos afables—. Tú haces pipas, ¿no es así?
—Estoy haciendo esta —contestó el sobrino, preocupado.
—Te dejaste la tuya en tierra, ¿eh? —sugirió el mayor Ayers.
—No, no fumo en pipa. Estoy haciendo una de un nuevo tipo.
—¡Ah, ya veo! Para el mercado. —Poco a poco, el mayor Ayers fue asumiendo la idea—. Hay dinero en eso, ¿eh? Los norteamericanos también comprarían un nuevo modelo de pipa. Y, por supuesto, ¿arreglaste tu producción y distribución?
—No, la hago solo para divertirme —explicó el sobrino en ese tono paciente que se usa con los niños.
El mayor Ayers le miró con interés.
—Sí —convino—. Lo mejor es no decir nada hasta que no hayas completado todos los cálculos sobre el coste de la producción. No te culpo. Los norteamericanos comprarían un nuevo modelo de pipa. Es raro que nadie haya pensado en eso. —El sobrino tallaba minuciosamente la pipa. El mayor Ayers dijo sigiloso—: No, no te culpo, en absoluto, pero cuando termines necesitarás capital, y entonces… Una sola palabra a tus amigos, en el momento oportuno, ¿eh?
El sobrino le miró.
—¿Una palabra a mis amigos? —repitió—. Oiga, le dije que estoy haciendo una pipa. Una pipa. Solo por hacerla. Por divertirme.
—Tienes razón —asintió nuevamente el mayor Ayers—. No te ofendas, amigo. No te culpo, en absoluto. Yo también pasé por la misma situación.
LAS NUEVE EN PUNTO
Por fin habían encontrado el camino… dos inseguras pendientes rocosas y una insoportable acumulación de polvo sobre un ribazo que se alzaba al otro lado del pantano. Pero entre ellos y el camino, se abría una hedionda extensión de agua, vegetación y vida animal. Raíces de cipreses gigantescos se elevaban como desgastados huesos sobre un moho verdoso y un microsismo, ni de tierra ni de agua, y siempre aquellos barbudos y eternos árboles como dioses, contemplando sin temor esa insignificante profanación de un silencio de aire, tierra y agua viejos, cuando el Viejo Tiempo era un rosado y tremendo milagro en brazos de su madre.
Fue ella quien encontró el árbol caído, quien primero probó su porosa corteza y se paró en el camino desierto que se extendía en una u otra dirección entre batallones de vetustos árboles. Jadeaba un poco, fustigándose el cuerpo con una rama verde, mirándole mientras él se abría camino palmo a palmo.
—Vamos, David —gritó con impaciencia—. Aquí está el camino: ahora ya estamos a salvo. —Había cruzado la zanja y trepaba al terraplén. Ella se inclinó y le tendió la mano, pero él no la tomó. Entonces, se inclinó aún más y lo agarró de la camisa—. Ahora, ¿hacia qué lado está Mandeville?
—Hacia allá —contestó él inmediatamente.
—Dijiste que nunca habías estado allí —acusó ella.
—No, pero estábamos al oeste de Mandeville cuando bajamos a tierra, y el lago está allí. Así es que Mandeville debe estar por este lado.
—A mí no me lo parece. Es por aquí, ¿ves? Además, sé que es por aquí. David la miró un momento.
—Muy bien —dijo—. Supongo que tienes razón.
—Pero ¿no sabes por dónde está? ¿No hay modo de saberlo?
—Mira, el lago está allá, y anoche nos hallábamos al oeste de Mandeville…
—¡Bah, solo lo supones! —le interrumpió con brusquedad.
—Sí. Me imagino que tienes razón.
—Bien, tenemos que ir a alguna parte; no podemos quedarnos aquí. —Se encogió de hombros—. ¿Por dónde, entonces?
—Podríamos…
Ella se volvió en la dirección que había elegido.
—Vamos. No moriré aquí. —Y emprendió la marcha.
LAS DIEZ EN PUNTO
Estaba tratando de explicárselo a Pete. El sol se ofrecía siniestro y caliente, ascendiendo en una soñolienta neblina, y desde una vaga región, unas nubes, ni de agua ni de cielo, marchaban con solemnidad, como muchachas gorditas envueltas en túnicas almidonadas.
—Es algo a lo que uno se asocia. Pero hay que trabajar para hacerse socio, y a veces, ni así se consigue. Y los que lo logran no reciben más que una insignia o algo similar…
—A ver, más despacio —dijo Pete apoyándose en la barandilla, el sombrero hacia la nuca, pestañeando por el humo del cigarrillo—. ¿De qué estás hablando?
—Hay algo en el agua —dijo Jenny con asombro, apretando el vientre contra la barandilla y mirando hacia abajo, mientras la brisa que llegaba desde tierra moldeaba su vestido verde—. Debe haber caído del barco… ¡Oh, estoy hablando de esa Universidad a la que va a ir! Hay que trabajar para asociarse allí. Ella dice que hay que trabajar tres años, luego, quizá…
—¿Qué Universidad?
—Me olvidé. En esa donde celebran grandes partidos de fútbol que aparecen en los diarios todos los años. El…
—¿Yale y Harvard?
—¡Ajá! Esa es la que nombró. Él…
—Pero ¿cuál? ¿Yale o Harvard?
—¡Ajá! Y entonces, él…
—Vamos, nena, estás hablando de dos universidades. ¿Dijo Yale o Harvard? ¿O Sing-Sing? ¿O qué?
—¡Oh…! Era Yale. Sí, esa es la que dijo. Y tendrá que trabajar tres años para entrar. Y aún entonces no es seguro.
—Bien, y ¿qué hay con eso? Supongamos que trabaje tres años, ¿qué hay con eso?
—Bueno, si trabaja no le dan nada más que una insignia o algo así, aun cuando entre, quiero decir. —Jenny aplastó el vientre contra la barandilla—. Tendrá que trabajar para eso. Trabajar tres años y aún entonces no es seguro que…
—Nena, no seas estúpida —le reprochó Pete.
El viento y el sol jugaban en el cabello de Jenny. La cubierta, barrida por el viento, se hallaba desierta. Los otros habían subido a la cubierta superior. De vez en cuando se oían sus voces y unos pies masculinos estaban cruzados sobre la barandilla, por encima de la cabeza de Pete. Un cigarrillo a medio fumar tejió un arco en la borda. Jenny lo vio caer al agua, donde flotó con las otras basuras que le habían llamado la atención. Pete arrojó su cigarrillo por encima del hombro, pero este se hundió enseguida.
—Bien… Que se asocie a ese club, si quiere… —dijo Pete—. ¿Qué clase de club es? ¿Qué hacen allí?
—No sé. Entran, simplemente. Y me dijo que para eso había que trabajar tres años. ¡Tres años…! Entonces, ya será demasiado viejo para hacer nada, y eso si le dejan entrar… ¡Tres años! ¡Qué atrocidad!
—Siéntate —dijo Pete examinando la cubierta; luego, sin cambiar de posición, volvió la cabeza hacia Jenny Dale un beso a papá…
También Jenny escudriñó la cubierta. Después se acercó con cansada docilidad, alzando su inefable rostro… Pete se movió.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¿Qué pasa con qué? —inquirió Jenny inocentemente.
Pete retiró el pie de la barandilla y pasó un brazo alrededor de Jenny. Sus rostros se unieron y Jenny, contra su boca, se transformó en una impersonal suavidad, un solo ojo azul y un halo de adormilados cabellos.
LAS ONCE EN PUNTO
La ciénaga parecía no tener fin. A cada lado del camino se extendía fétida, silenciosa y atroz. El camino avanzaba por un túnel barbudo, bajo un siniestro cielo de bronce. Hacía mucho que había desaparecido el rocío, y el polvo señalaba sus pasos. David se arrastraba detrás de ella, mirando dos marchitas de sangre desecada en sus medias. Pronto hubo tres y él se adelantó. Ella le miró por encima del hombro, mostrándole su cara contraída.
—¡No te acerques! —gritó—. ¿No ves que es peor?
Él se volvió atrás, y ella se detuvo de pronto, soltando la rama y extendiendo los brazos.
—David —dijo. Este se acercó torpemente y ella se abrazó a él sollozando. Levantó el rostro y le miró—. ¿No puedes hacer algo? Me hacen daño, David.
David la miró con su oscuro deseo, y ella le soltó enseguida.
—Pronto estaremos fuera. —Volvió a levantar la ramita—. Entonces será distinto. ¡Mira! ¡Allí hay otra mariposa!
Su chillido de alegría se convirtió en un gemido. Siguió adelante.
Jenny encontró a la señora Wiseman en su cuarto cambiándose de ropa.
—El señor Ta… Talliaferro —empezó Jenny. Después dijo—: Es un hombre muy refinado, ¿no le parece?
—¿Refinado? —repitió la otra—. Exactamente eso. Ernest inventó la palabra.
—¿Ah, sí? —Jenny fue hasta el espejo y se miró un momento—. El hermano de ella también es refinado, ¿verdad?
—¿El hermano de quién, amorcito?
La señora Wiseman se detuvo y miró a Jenny.
—El del serrucho.
—¡Ah, sí! Bastante. Parece estar demasiado ocupado para hacer otra cosa. ¿Por qué?
—¿Y ese de los ojos saltones? Todos los ingleses son refinados. Vi uno en una película terriblemente refinado.
Jenny contempló su rostro en el espejo. La señora Wiseman admiraba el hermoso cabello de Jenny y su pobre vestido que revelaba su cuerpo.
—Ven aquí, Jenny.
LAS DOCE EN PUNTO
Cuando David la alcanzó, ella se sentó encogida, escondiendo la cabeza en sus brazos cruzados.
Él se detuvo a su lado y la llamó por su nombre.
—Me hacen sufrir, me hacen sufrir mucho —se quejó. Se mecía de acá para allá; luego, se retorció en un espasmo.
David se arrodilló junto a ella y volvió a pronunciar su nombre.
—¡Mira! —le dijo enloquecida—. ¡Mira mis piernas… mira, mira! —Y contemplaba como hipnotizada una veintena de puntitos grises que revoloteaban en torno a sus medias manchadas de sangre, sin hacer el menor esfuerzo por ahuyentarlos. Volvió a alzar hacia él su semblante horrorizado—. ¿Lo ves? Están en todas partes… En mi espalda, en la espalda, donde no los puedo alcanzar. —Bruscamente, se echó al suelo restregando la espalda contra el polvo. Después se volvió a sentar, tratando de esconder las piernas ensangrentadas bajo la falda—. Debo meterme en el agua —jadeó—. He de entrar en el agua. Te aseguro que me estoy muriendo.
—Sí, sí, traeré agua. Espérame. ¿Me esperarás aquí?
—¿Me traerás agua? ¿Seguro? ¿Lo prometes?
—Sí, sí —repitió—. Traeré agua. Espérame aquí —repetía estúpidamente.
Ella volvió a revolcarse en el polvo y él saltó del terraplén, se quitó la camisa y la mojó en la charca maloliente. Ella se había alzado el vestido mostrando la asombrosa blancura de su carne entre las bragas y el sujetador.
—En la espalda —gimió agachándose—. ¡Pronto, pronto!
David le puso la camisa mojada sobre la espalda y ella cogió las puntas y se frotó. Después, se reclinó contra las rodillas de él con un estremecido suspiro.
—Quiero beber. ¿Podré tomar agua, David?
—Pronto —prometió con desesperación—, pronto podrás beber, apenas salgamos de la ciénaga.
Ella volvió a gemir tratando de esconder la cabeza entre las manos. Se acurrucaron juntos en el polvoriento camino. Este seguía ante ellos, infinito bajo los árboles barbudos, cruzando el implacable pantano con pueril bravata, como una vocecilla blasfemando en una catedral. Agujas de fuego danzaban a su alrededor junto a sus hombros y brazos desnudos. Dijo:
—Por favor, David, mójala otra vez. Él lo hizo y volvió a trepar por el abrupto costado del terraplén.
—Ahora, mójame la cara.
Alzó el rostro y cerró los ojos, y él le humedeció la cara, la garganta y el cabello que se le había pegado a la frente.
—¿Quieres que te ponga mi camisa? —sugirió él.
—No —objetó mientras se reclinaba contra su brazo sin abrir los ojos, adormilada—. Sin ella te comerían vivo.
—A mí no me molestan como a ti. —Ella trató de protestar y él, torpemente quiso ponerle la camisa—. No la necesito —repetía.
—No… David… debes ponértela… Además, yo me la pondría debajo. ¡Oh, qué bien sienta! ¿Estás seguro de que no la necesitas?
Abrió los ojos mirándole con su característica gravedad. David insistió y ella se sacó el vestido por la cabeza. Él le ayudó a ponerse la camisa. Luego, se puso otra vez el vestido.
—No la hubiera aceptado, pero ¡sufro tanto…! Haré algo para pagártelo algún día, David. Te juro que lo haré.
—¡Claro!, pero yo no la necesito.
Se levantó y ella se puso de pie de un salto, antes que él se ofreciera a ayudarla.
—Te juro que no la aceptaría si no sufriera tanto, David —insistió, poniéndole la mano en el hombro.
—Sí, ya sé.
—Te lo pagaré de algún modo… Salgamos de aquí.
LA UNA EN PUNTO
La señora Wiseman y la señorita Jameson se llevaron de la cocina a la señora Maurier, lamentándose y retorciéndose las manos, y ambas prepararon el almuerzo. Otra vez pomelos, apenas disfrazados.
—¡Tenemos tantos! —se disculpó la dueña del yate—. Y el camarero que se ha ido… Hemos encallado, como ven… —Les explicaba.
—¡Oh! Supongo que podemos soportar algunas incomodidades —le aseguró Fairchild cordialmente—. La raza no ha degenerado hasta ese punto. En un libro, sí, sería terrible; si usted obligase a los personajes de un libro a comer tantos pomelos como comemos nosotros, aullarían. Pero en la vida real… todo puede ocurrir; en la vida real la gente hace cualquier cosa. Es solo en los libros donde la gente funciona de acuerdo con las reglas arbitrarias de conducta y probabilidad; es en los libros donde los hechos no desafían la credulidad.
—Eso es muy cierto —convino la señora Wiseman—. Los caracteres de las personas, cuando los describen los escritores, siempre parecen perfectos, inevitablemente consecuentes, pero en la vida…
—Por eso la literatura es un arte y la biología no —interrumpió su hermano—. El personaje de un libro debe ser consecuente en todas las cosas, mientras que el hombre solo es consecuente en una: consecuentemente vano. Es su vanidad la que mantiene húmedas sus moléculas, unidas entre sí, en lugar de ser como un puñado de polvo que cualquier brisa puede diseminar.
—En otras palabras: es consecuentemente inconsecuente —recapituló Mark Frost.
—Me imagino que sí —replico el semita—. Aunque no sé qué quiere decir eso… ¿Qué decía, Eva?
—Estaba pensando en cómo la gente de los libros, cuando uno los conoce en la vida real, tienen un modo perverso y desconcertante de gustar o no gustar de las cosas que no deben. Por ejemplo, Dorothy. Supongamos, Dawson, que usted estuviera planteando el carácter de Dorothy en una novela. Cualquier escritor le haría gustar de las joyas azules. Oro blanco, platino y zafiros engastados en plata vieja… Ya saben… ¿No lo haría así?
—¡Vaya que sí! Eso haría —asintió Fairchild interesado—. Así es, le gustarían las cosas azules.
—Y después —continuó— la música. Usted diría que a ella le gusta Grieg y todos esos fríos locos del Norte con hielo en las venas, ¿no?
—Sí —volvió a asentir Fairchild, pensando inmediatamente en Ibsen y en la leyenda de Peer Gynt, y recordando un soneto de Siegfried Sassoon sobre Sibelius, que una vez leyó en una revista—. Eso es lo que le gustaría.
—Debería gustarle —corrigió la señora Wiseman—. En aras de la consecuencia estética. Pero apuesto que usted está equivocado, ¿no es así, Dorothy?
—Pues sí —contestó la señorita Jameson—. Siempre me gustó Chopin.
La señora Wiseman se encogió de hombros: un gracioso gesto misterioso.
—Ya ven. Eso es lo que hace que el arte sea tan desalentador. Una llega a esperar que todo lo vinculado con las acciones del hombre sea desalentador. Pero siempre me sorprende saber que el arte depende del público, del instinto del rebaño, tanto como fabricar automóviles o medias…
—Solo que todavía no pueden hacer publicidad para el arte por medio de piernas femeninas —interrumpió Mark Frost.
—No sea tonto, Mark —dijo bruscamente la señora Wiseman—. Es exactamente así como el arte atrae la atención de los noventa y nueve que no lo producen, y tienen alguna posible razón para comprarlo: postales y litografías, suficientemente esotéricas para escapar a la persecución de la policía. Pregúntenle al hombre de la calle qué entiende por arte: les contestará que un cuadro, ¿no es así? —Apeló a Fairchild.
—Así es —asintió él—. Y es una impresión equivocada. En mi concepto, el arte significa cualquier cosa bien realizada: vivir, fabricar una cortadora de césped o jugar al póquer. No me gusta esa idea moderna de restringir esta palabra a la pintura.
—El arte de la vida, de una bella y completa existencia del alma —intervino la señora Maurier—. ¿No cree, señor Gordon, que es esa la más extraordinaria función del arte?
—Por supuesto que no le gusta —dijo la señora Wiseman a Fairchild ignorando a la señora Maurier—. Siendo tan rabiosamente norteamericano como es usted, no puede soportar eso, ¿verdad? Y ahí está el origen de su asombro, Dawson, su creencia de que la función de crear arte depende de la geografía.
—Y así es. No se puede sembrar trigo si no hay donde plantarlo.
—Sí, pero nadie planta trigo en la geografía. Se planta en el suelo. No importa en qué lugar esté ese suelo, porque en cualquier parte del mundo crecerá el trigo.
—Sí, pero serán distintas variedades de trigo: ruso, latino, anglosajón…
—Todos los trigos son iguales para el estómago —objetó el semita.
—¡Julius! —exclamó la señora Maurier—. El hambre del alma: ese es el verdadero objetivo del arte. Hay tantas cosas para satisfacer los apetitos más toscos… ¿No lo cree así, señor Talliaferro?
—Sí —la señora Wiseman siguió—. Dawson se vale de su convicción por la vieja causa, de que es buena para vivir y para morir con ella, como la creencia en la inmortalidad. Un seguro contra la duda y el desconcierto.
—Y la pereza —agregó su hermano—. Adherirse espiritualmente a un puntito de la superficie de la tierra, mientras otros realizan su trabajo. Los detalles del vestido, hábito y palabra no implican ninguna dificultad para la asimilación, y apilados unos sobre otros, se vuelven tan imponentes como cualquier rasgo de originalidad. Ocurre con todas las trivialidades cuando se dan en cantidad. ¿No le parece? Pero luego, supongo que todos los poetas, en el fondo de su corazón, consideran gandules a los prosistas, ¿no?
—Sí. Creemos que son perezosos. No mentalmente, sino sus…
—¿Almas? Odio esa palabra, pero es la más aproximada… —Vio los ojos irónicos y tristes y prosiguió—: ¡Oh, Julius, a veces te mataría! Dawson se está riendo de mí.
—Se está riendo de los dos —dijo Fairchild—. Pero, pobre, dejémosle que se divierta. —Sonrió y encendió un cigarrillo—. Dejémosle que se ría. Siempre quiso ser un viejo eunuco por una noche. Deben haber muerto de risa con los sultanes y sus amores.
—¡Señor, Fairchild! ¿Qué es eso? —se escandalizó la señora Maurier.
—Es bueno que alguien vea lo divertido del amor —dijo el otro—. Los esposos, los participantes activos no lo ven nunca.
—Es una previsión de la naturaleza para la supervivencia de la raza —dijo Fairchild—. Si los esposos vieran el aspecto cómico de eso… aunque tengan la oportunidad, nunca lo ven, por muy blanca y delicada que sea la mano que decora su frente.
—No son las damas encantadoras ni los bizarros extranjeros —expuso el semita— sino la ceremonia del matrimonio lo que desfigura nuestras frentes.
Fairchild gruñó y luego se echó a reír.
—En realidad, disminuiría la población si la humanidad no fuera sino dos mellizos y uno pudiera estar mirando mientras el otro hace el amor.
—¡Señor Fairchild!
—Chopin —contestó la señora Wiseman—. Verdaderamente, Dorothy, me has desilusionado.
Volvió a encogerse de hombros mientras agitaba las manos. La señora Maurier dijo con alivio:
—¡Chopin ha significado tanto para mí en mis penas! —Miró a todos con trágico y convencido asombro—. Nadie sabrá nunca cuánto.
—¡Claro! —expuso la señora Wiseman—. Siempre lo consigue. —Se volvió hacia la señorita Jameson—. Piensa cuánto mejor hubiera hecho por ti Dawson que Dios. Con todos los respetos debidos a la señora Maurier, ¡hay tanta gente que encuentra consuelo en Chopin! Es como tener un dolor que se puede mitigar con un calmante. Yo te hubiera perdonado hasta Verdi, ¡pero Chopin! Chopin —repitió, y prosiguió con feliz inspiración—: Es la nieve que se pudre bajo la luna muerta.
Mark Frost seguía mirándose las manos en su regazo bajo la mesa, moviendo levemente los labios. Fairchild dijo:
—¿Qué música le gusta, Eva?
—¡Oh…! Debussy, George Gershwin, Berlioz quizá, ¿por qué no?
—Berlioz —repitió la señorita Jameson imitando el tono de voz de la otra—. Swedenborg en unas vacaciones francesas.
—¿Olvidaste tu libretita de notas, Mark? —preguntó burlonamente Fairchild.
—Es muy triste —dijo el semita—. El hombre va muy bien hasta ese desgraciado día en que algún otro le descubre pensando. Después, ¡que Dios le ayude! Ya no se atreve a salir de su casa sin su libretita de notas. Es muy triste.
—Mark no es un bucanero como tú y Dawson. Por lo menos necesita un cuaderno.
—Mi querida hija —exclamó el semita con su perezosa voz—. Está adulándome.
—Yo también —dijo Fairchild—. Yo siempre…
—¿A quién? —preguntó el semita.
—¿Qué? —exclamó Fairchild.
—Nada. Perdón. ¿Qué decía…?
—Decía que yo siempre llevo conmigo mi portafolios, porque es la única cosa cómoda que encuentro para sentarme.
Charla, charla, charla: la total y descorazonadora estupidez de las palabras. Parecía infinita, como si pudiera continuar hasta la eternidad. Ideas, pensamientos, se transformaban en meros ruidos hasta que el acaloramiento de las disputas cesaba al fin.
El mediodía oprimía como el incesante golpe de una mano de bronce que ni golpeaba ni retrocedía, pero incesante, insolente, cual alas de bronce. La barandilla ardía y no se podía tocar; las manchas de sombra en cubierta eran pesadas y húmedas como mantas mojadas. El agua era un reverbero insoportable; en ningún lugar bajo el cielo del mundo corría la brisa.
Pero el insoportable hiato del mediodía pasó al fin, y las silenciosas alas de bronce volaron hacia el Oeste. La cubierta estaba desierta, como estuvo en la primera tarde, cuando la atrapó en mitad de su vuelo como una golondrina mojada; una golondrina en su trayectoria firme y apasionada. Era como si todavía viera en cubierta las húmedas huellas de sus pies descalzos, y parecía sentir a su alrededor el olor de su joven alegría.
No le maravillaba que ella se hubiera ido; llama entre cenizas malolientes; gaita tenue en la lejanía, como ola desbaratada en los acantilados al alba…
Sí, sí, ahoga tu corazón, oh israfel, herida en tu vuelo solitario, cubiertas tus alas de implacable orgullo.
El polvo se arremolinaba perezoso desprendiéndose de sus pies en el atroz mediodía. A su lado siempre y siempre los eternos árboles barbudos y pensativos, más viejos y callados que la eternidad.
Estaba arrodillada junto a la fétida ciénaga. La contempló estúpidamente y de pronto comprendió lo que iba a hacer. David corrió hacia ella sujetándola por los hombros.
—¡No hagas eso! ¡Es veneno; no la bebas!
—¡No lo puedo evitar! ¡Tengo que beber agua! ¡He de hacerlo! —Ella se retorcía entre sus manos—. Por favor, David, solo un trago. ¡Por favor, David!
Él le pasó las manos por debajo de los brazos pero resbaló por la pendiente y quedó de rodillas en la repugnante agua. Ella se retorcía las manos.
—¡Por favor, solo humedecerme la boca! ¡Mira cómo está! —Levantó la cara y enseñó los labios pálidos, ásperos, apergaminados.
Pero él la sostenía.
—Mete los pies como yo. Eso te ayudará —dijo a través de su garganta, también áspera y seca—. Deja que te ayude a quitarte los zapatos.
Ella se sentó, protestando como un perrito, mientras David le quitaba los zapatos. Después, deslizó las piernas en el agua y gimió con parcial alivio. El sol comenzaba a descender al fin. Corría hacia el Oeste como un vuelo de silenciosas alas doradas por el cielo; aunque la media luz bajo los árboles no había cambiado: sombría y silenciosa, llena de un enjambre de invisibles fuegos.
—He de beber —dijo al fin—. Tienes que encontrarme agua, David.
—Sí. —Él salió pesadamente de la ciénaga, del barro y el pasto. Se agachó y pasó las manos bajo los brazos de ella—. Levántate… Hay que seguir…
LAS DOS EN PUNTO
Jenny bostezó, luego, se arregló ligeramente la parte delantera del vestido, lo separó de su cuerpo para mirarse el busto. Lo halló conforme y se lo volvió a ajustar con gesto petulante, alisándolo sobre las caderas. Subió y los encontró sentados como siempre. La señora Maurier no estaba con ellos.
Se acercó a la barandilla y se recostó en ella. Allí se quedó esperando que el señor Talliaferro advirtiera su presencia.
—Estaba mirando el agua —dijo cuando se le acercó como un hierro a un imán, sin voluntad.
—¿Dónde?
También él miró el agua.
—Allí…
—¡Vaya! Eso es basura de la cocina —dijo el señor Talliaferro sorprendido.
—¿Le parece? Es gracioso… Hay más por aquí.
El señor Talliaferro la siguió intrigado y curioso. Ella se detuvo y miró por encima del hombro. El señor Talliaferro la imitó, pero solo vio a Mark Frost. Los otros se encontraban fuera de su campo visual, detrás del puente.
—Es más lejos —dijo Jenny.
Más allá volvió a detenerse y otra vez miró.
—¿Dónde? —preguntó el señor Talliaferro.
—Allí. —Jenny volvió a examinar el lago; después, otra vez la cubierta. El señor Talliaferro estaba intrigado, quizás un poquito alarmado—. Era aquí, pero se habrá ido…
—¿Pero qué vio?
—¡Qué sé yo! Una cosa que me hizo gracia —contestó distraída—. Aquí hace mucho calor.
Jenny se alejó y fue hasta un ángulo del puente que formaba una especie de nicho. El señor Talliaferro la siguió asombrado. Otra vez Jenny miró alrededor, examinando esa parte de la cubierta que tenía a la vista, así como sus accesos. Después, quedóse inmóvil a su lado, y aún sin moverse, parecía envolverlo, produciéndole la sensación de que se hallaba cercado, inmerso en el turbio ardor de sus juveniles muslos.
El señor Talliaferro la veía como a través de una bruma rubia. Una languidez se desplazaba por sus miembros, tan exquisita, que llegaba a ser casi insoportable, mientras, por encima de ella escuchaba la incoherencia de su propia voz. La insoportable languidez bajó por sus brazos hasta sus manos y piernas, alcanzando al fin sus pies. El señor Talliaferro huyó.
Jenny se lo quedó mirando y suspiró.
Pasado un rato, el polvoriento camino dejó atrás la ciénaga. Ahora, atravesaban un lugar un poco más elevado. Arena y pinos, y maleza quemada por el sol y sibilante.
—Por fin estamos fuera —gritó ella Ya no puede estar lejos. Corramos un poco.
Ella aligeró el paso alejándose de él.
David siguió el rastro de sus piernas arañadas, caminando más despacio, con lo que la distancia era mayor cada vez.
Las piernas de ella brillaban delante en el camino olvidado. Oleadas de calor rielaban sobre el camino y el cielo era un intolerable manto metálico. Los altos pinos despedían un tenue olor a resina, arrojando manchas de sombra sobre la reverberante cinta del camino. Las lagartijas cruzaban delante de ellos, siseando entre la maleza. Él la llamó de nuevo pero ella siguió corriendo. Cuando la alcanzó, se reclinó contra un árbol, jadeando.
—Corrí demasiado —dijo casi agotada—. Me siento enferma. Por favor, déjame dormir. —Le miró fijamente y se acurrucó contra él—. Mi corazón late demasiado. Mira cómo corre. —Él sintió que el corazón latía violentamente contra su mano—. Demasiado rápido, ¿no? ¿Qué haré ahora? Haz algo, David. —Se arrodilló junto a ella sosteniéndole la cabeza. La joven cerró los ojos pero inmediatamente los abrió y trató de levantarse—. No, no debo quedarme aquí. Quiero levantarme otra vez. Ayúdame… Debo seguir… Hay que seguir, David, no quiero morirme aquí. Te ruego que me ayudes a caminar. —Tenía la cara muy roja y él podía ver la sangre en su garganta y sintió miedo—. ¿Qué debo hacer? —preguntó ella—. Estoy enferma; tengo hidrofobia o algo parecido…
Cerró los ojos y de golpe relajó todos los músculos. Cayó al suelo; David se arrodilló junto a ella con terror y desesperación.
—Levántame un poco la cabeza —murmuró; y él se sentó y le apoyó la cabeza contra su pecho, apartándole el cabello de la frente—. Así está bien —y abrió los ojos—. Arriba ese ánimo, David…
Después, cerró nuevamente los ojos.
LAS TRES EN PUNTO
—¡Si estuviéramos a flote! —gimió la señora Maurier por duodécima vez—. No pueden haber ido más allá de Mandeville; estoy segura. ¡Lo que me dirá Henry!
—¿Por qué no ponen el motor en marcha y tratan de salir? —preguntó Fairchild.
—El capitán dice que no puede, y hay que esperar el remolcador. Lo mandaron pedir ayer, y todavía no ha llegado —agregó con una especie de tozudo asombro.
Se levantó, fue hasta la barandilla y miró a través del lago hacia Mandeville.
—No creo que haga falta un remolcador para sacarlo —dijo Fairchild—. No es un barco tan grande. Me parece que cualquier otro nos sacaría de aquí. He visto lanchas menores mover barcos mayores que este.
La señora Maurier contestó esperanzada:
—Es verdad, no parece que haga falta un remolcador para mover este yate. Esos marineros podrían pensar en algo, con sogas o lo que sea —finalizó con cierta vaguedad.
—Pero ¿desde dónde tirarían de las sogas? —quiso saber Mark Frost.
—Podrían salir en el bote y anclarlo… dijo el semita.
—Pues sí —la señora Maurier se iluminó—. Si consiguen anclar el bote quizá podrán… Si hubiera algo con que poder tirar de la soga. Con los mismos hombres… ¿Cree usted que los marineros solos conseguirían mover un barco como este, a pulso?
—Yo he visto un remolcador fluvial, no mayor que un Ford, halando toda una hilera de barcazas cargadas de acero y contra corriente —repitió Fairchild. Se sentó y miró a sus compañeros uno a uno, y una extraña lucecita brilló en sus ojos—. Oigan —dijo de pronto— apuesto a que si todos nosotros…
El semita y Mark Frost gruñeron en simultánea alarma, y Pete, sentado al extremo del grupo, se levantó y con disimulo se dirigió a la escalerilla. Bajó a su camarote y quedóse escuchando.
En efecto, iban a intentarlo. Oyó la ronca voz de Fairchild llamando a todos los hombres, y también un par de voces que protestaban; por encima de todos, la voz de la vieja con una excitación alocada. Invocó el nombre del Señor mientras se apretaba el sombrero.
Gente que bajaba por la escala lo alarmó y saltó tras la puerta abierta. Eran Fairchild y el grueso judío, pero pasaron y entraron en el camarote contiguo, donde enseguida se dejaron oír señales de actividad que culminaron en un cristalino chocar de vasos.
—¡Pero hombre!, ¿qué has hecho? —Era la voz del judío—. ¿Crees de verdad que podemos mover este barco?
—No, lo que pretendo es animarlo un poco. La vida en este yate se está volviendo aburridísima. Hasta hoy no ha pasado nada. Lo dije, sobre todo, para hacer sudar un poco a Talliaferro y a Mark Frost. —Fairchild se rio; su risa se fue desvaneciendo hasta acabar en una mueca—. Pero si yo he visto un remolcador fluvial no mayor que un Ford halar…
—¡Dios mío! —exclamó el otro—. ¡Termina tu trago! ¡Oh, inmaculado querubín! —añadió mientras se alejaba por el pasillo.
Fairchild lo siguió. Pete oyó sus pasos en la escala y luego cuando cruzaban la cubierta. Volvióse al ojo de buey.
Pues sí, señor, lo iban a intentar. Tan cierto como que hay un infierno. Ahora se embarcaban en el bote; los oía patalear, golpear y gritar; se oyó un chillido de momentánea alarma. Las mujeres también. («Maldita sea, apuesto a que Jenny está con ellos», se dijo para sí). Y alguien que no quería ir en absoluto.
Voces afuera y gritos:
—¡Vamos, Mark, tienes que venir! Se necesitarán todos los hombres, ¿verdad, señora Maurier?
—Sí, por supuesto; claro que sí. Todos los hombres deben ayudar.
—Claro, todos ustedes, los valientes deben ir.
—Yo soy un poeta, no un remero. Yo no puedo…
—Eva también y mírela cómo va.
—Shelley sabía remar.
—Sí, y acuérdese de lo que le pasó.
—Jenny, voy a impedir que todos se ahoguen. («Maldita sea», pensó Pete).
—¿Por qué he de ir yo?
—¡Eh, vamos, Mark! A ver si te ganas la comida de estos días.
—¡Vamos, vamos! Oigan, ¿dónde está Pete?
—¡Pete!
—¡Pete! (Pasos en cubierta).
—¡Pete! ¡Eh, Pete! (En la escalera). ¡Pete! («Estoy perdido», murmuró Pete sin hacer ruido).
—Déjalo, Eva. Ya está el bote lleno. Si viene alguien más tendrá que ir nadando.
—Falta alguien todavía. ¿Quién es?
—¡Ya tenemos bastantes! ¡Vamos! Hágase a un lado, Talliaferro. (Un grito).
—¡Cuidado, allí: agárrenla! ¿Está bien, Jenny? ¡Vamos, pues! ¡Con cuidado!
—¡Oooh!
«¡Maldición!, está con ellos», profirió Pete tratando de ver por el ojo de buey. Hubo más gritos y pronto el bote apareció saltarín ante su vista, cargado hasta la borda. Sí, Jenny estaba allí, y la señora Wiseman y cinco hombres, incluyendo al señor Talliaferro. La señora Maurier se inclinaba sobre la barandilla por encima de la cabeza de Pete, agitando el pañuelo y gritándoles mientras el bote se alejaba vacilante arrastrando una soga detrás. Casi todos llevaban un remo: el botecito estaba erizado de remos que castigaban vanamente el lago. Parecía una tarántula que padeciera parálisis o tuviera las articulaciones rotas. Finalmente, el bote empezó a tomar una dirección definida. Mientras Pete lo miraba, otra vez bajaron pasos por la escalerilla y una voz dijo:
—Ed.
Se oyó una respuesta ininteligible en el cuarto del capitán, y la voz agregó misteriosamente:
—Suba a cubierta un minuto.
Después, los pasos se alejaron.
La embarcación evidenciaba una peligrosa inclinación a avanzar de cualquier modo, excepto para el que había sido construida. Fairchild volvió la cabeza y miró comprensivo su pequeña isla atestada, rodeada por un arrítmico golpear de remos. Las palas chocaban entre sí hiriendo el agua atormentada, hasta que el bote semejó un viejo caballo desbocado por un terror irrazonable.
—Hay demasiados remeros —decidió Fairchild. Mark alzó su remo inmediatamente y golpeó al semita en los nudillos—. No, no —dijo Fairchild—. Julius no sirve para nada y es quien nos está retrasando. Gordon, Mark, Talliaferro y yo…
—Quiero remar —expuso la señora Wiseman—. Denme el remo de Julius. Ernest ayudará a Jenny a cuidar de la soga.
—Toma el mío —ofreció rápidamente Mark Frost tendiendo su remo, mientras el bote se sacudía peligrosamente. Jenny chilló.
—¡Cuidado! —gritó Fairchild—. ¿Quieren ahogarnos a todos? Julius, pasa tu remo, así. Ahora, siéntense allí. ¡Maldita sea! Mark, si vuelves a golpear a alguien te echaremos al agua. Shelley también sabía remar, ¿sabes? —La señora Wiseman alcanzó por fin el remo; Jenny y el señor Talliaferro estaban sentados a popa largando soga—. ¡Ahora! —Fairchild miró a su tripulación y dio la orden—: ¡Vamos!
—Zarpemos —corrigió inspirada la señora Wiseman.
De nuevo se sumergieron los remos. Mark volvió a golpear el suyo contra el de Gordon.
—Quiero ponerme un pañuelo —dijo—. Mis manos son muy delicadas.
—Eso es lo que yo también quiero —decidió la señora Wiseman—. Deme el pañuelo, Ernest.
Mark Frost soltó su remo y este le cayó al agua.
—¡Agarren ese remo! —gritó Fairchild.
La señora Wiseman y el señor Talliaferro trataron de agarrarlo y Gordon, junto con el semita, consiguieron estabilizar el bote en el último momento. Sin embargo, no lo lograron y Jenny cerró los labios a tiempo de contener un chillido.
El remo se alejó hasta situarse fuera de su alcance subiendo y bajando en la lenta marejada.
—Tendremos que remar hasta allí y tratar de cogerlo —propuso la señora Wiseman.
Así lo hicieron, pero antes de alcanzarlo el remo volvió a alejarse. Los remeros gritaban indignados.
El señor Talliaferro empezaba a perder la serenidad.
—Creo que sería mejor volver al yate, por las señoras —pero no le hicieron caso.
Fairchild dijo:
—Dejemos que se vaya el condenado. De todos modos nos queda con qué remar.
Pero en ese momento, el remo, balanceándose suavemente, giró en redondo y por sí mismo se acercó al bote.
—¡Agárrenlo!, ¡agárrenlo! —gritó la señora Wiseman.
—Me parece… —Intentó otra vez el señor Talliaferro.
Mark Frost lo agarró y lo sacó del agua.
—¡Ya lo tengo! —gritó; y al decirlo se le zafó de las manos y lo golpeó en la boca. Por fin volvieron a arrancar; y tras varios intentos lograron cierto ritmo, aunque Mark Frost, para protegerse las manos, remaba en falso, mojando al señor Talliaferro y a Jenny sentados en el banco de popa. Los ojos de Jenny se mostraban redondos y su boca era una pequeña y roja O; un continuo chillido retenido. El señor Talliaferro estaba demacrado y volvió a decir:
—Creo realmente que…
—Sospecho que será mejor que cambiemos de rumbo o pronto encallaremos —sugirió el semita.
Todos giraron los remos en el agua estirando los cuellos. La costa estaba a pocos metros e, inmediatamente, en cuanto oyeron hablar al semita, la tripulación se vio acometida de una alegría salvaje, como si les hubieran clavado banderillas de castigo.
Volvieron a doblarse sobre los remos y tras unos minutos de violenta conmoción, el bote se deslizó otra vez hacia el centro del lago. Pero ahora, el original grupo de excursionistas había recobrado su presencia de ánimo y no les importaba la perspectiva de hallarse más lejos de la costa.
—Creo, de veras —recalcó el señor Talliaferro— que, en atención a las damas, sería mejor que volviéramos.
—Yo también soy de la misma opinión —apoyó rápidamente Mark Frost.
—No pierdas el coraje, Mark —dijo en tono animoso la señora Wiseman—. Un poquito más y esta tarde daremos un hermoso paseo en bote.
—Ya me paseé bastante en esta media hora, y espero que el susto me dure mucho tiempo —contestó el poeta—. Volvamos. ¿Qué piensan ustedes? ¿Qué le parece, Jenny? ¿No quiere volver?
—Sí, señor —contestó Jenny.
Su vestido verde estaba desgarrado y mojado por el remo de Mark Frost. La señora Wiseman soltó una mano y acarició las rodillas de Jenny.
—¡Cállate, Mark! Jenny está muy bien. ¿Verdad, querida?
—¡Cuidado, Ernest! ¿No está muy tensa esa cuerda?
En realidad estaba poco tensa; se deslizaba en el agua en un hermoso arco y volvía a elevarse hasta la proa del yate. La señora Maurier, apoyada en la barandilla, agitaba su pañuelo a intervalos. En el extremo opuesto estaban sentadas tres personas en actitud indiferente: el capitán, el timonel y el marinero.
—¡Ahora! —ordenó Fairchild—. Empecemos todos al mismo tiempo. Talliaferro: ocúpese de la soga y usted, Julius… —Miró por encima del hombro a su tripulación—. ¡Maldita sea esa costa! —exclamó en tono irritado—. Ahí está otra vez.
Estuvieron a punto de encallar. Otra conmoción, más sudor y un virulento fuego invisible; al cabo de un rato, volvieron a alcanzar la distancia precisa.
—¡Ahora, todos! —gritó la señora Wiseman.
Volvieron a hundir los remos en el agua.
—Mi remo me hace daño en las manos —se quejó Mark Frost—. ¿Se mueve, Ernest?
El bote estaba a un costado del yate. El señor Talliaferro se levantó cautelosamente y se arrodilló en el asiento poniendo una mano en el hombro de Jenny para afirmarse.
—Todavía no —replicó.
—Pongan todo lo que sepan, muchachos —jadeó Fairchild, soltando una mano momentáneamente y golpeándose en la cara con el remo.
La tripulación se esforzaba y sudaba, aguijoneada hasta la locura por invisibles agujas de fuego; se golpeaban en los dedos unos a otros con los remos. Pronto el bote adquirió un movimiento que recordaba el del tiovivo infantil.
—La cuerda está muy floja —observó el señor Talliaferro.
—Tiren —gritó Fairchild apretando los dientes.
Mark Frost refunfuñaba como un condenado y soltó una mano para taparse la cara.
—Sigue floja —repitió el señor Talliaferro después de un rato.
—Quizá sea porque no cantamos —sugirió enseguida la señora Wiseman, descansando sobre su remo—. Dawson, ¿no conoce alguna canción de alta mar?
—Que cante Julius que no hace nada —contestó Fairchild—. Ustedes remen, malditos.
El señor Talliaferro gritó de pronto:
—¡Se mueve! ¡Se mueve!
Todos cesaron de remar para mirar el yate. En efecto, la embarcación se balanceaba por la popa.
El señor Talliaferro volvió a gritar mientras agitaba los brazos. La señora Maurier respondió desde la cubierta del yate con su pañuelo. Detrás de ella, los tres hombres seguían inmóviles e indiferentes.
—¿Por qué no hacen funcionar las máquinas esos imbéciles? —gritó Fairchild—. ¡Remen! —rugió.
Hundieron los remos con nuevo vigor, flagelando el agua como locos. El yate se balanceaba suavemente.
—¡Está saliendo!, ¡está saliendo! —canturreó el señor Talliaferro con voz de falsete, en tonos altos y bajos. También la señora Maurier gritaba, agitando el pañuelo—. ¡Ya sale! —canturreó el señor Talliaferro, de pie, erguido y apretando el hombro de Jenny—. ¡Remen!, ¡remen!
—¡Todos juntos! —gritó Fairchild, y la tripulación lo repitió flagelando el agua. El yate ya estaba casi junto a ellos.
—¡Ya viene! —aulló como en éxtasis el señor Talliaferro—. Ya vie…
Un choque. El bote se detuvo. Vieron la dulce totalidad de las piernas de Jenny cuando, con un grito desesperado, el señor Talliaferro cayó por la borda arrastrándola con él y desapareciendo bajo las aguas. Es decir, todo menos su trasero. Este no desapareció del todo.
Pronto la totalidad del señor Talliaferro se irguió sobre cincuenta centímetros de agua y miró con asombro la rama del árbol que pendía sobre su cabeza. Jenny, todavía sumergida en el agua, era un remolino de encajes, crespón verde y terror. Al fin se levantó, resbaló y volvió a caer. El semita entró en el lago y la llevó hasta el bote donde se sentó sollozando y mirándoles con ojos suplicantes.
Solo la señora Wiseman tuvo suficiente presencia de ánimo para darle un golpecito en la espalda y, tras una terrible pausa, durante la cual volvieron a coger los remos contemplándola mientras ella los miraba suplicante, recobró el aliento con un gemido. La señora Wiseman la acunó en su regazo en tanto Jenny lloraba.
—Él… él me… asustó tanto —consiguió decir al fin Jenny, estremeciéndose y llorando otra vez, sin hacer el menor esfuerzo por ocultar su rostro.
La señora Wiseman emitía ininteligibles sonidos de consuelo, sosteniendo a Jenny en sus brazos. Pidió un pañuelo y le secó la cara. El señor Talliaferro, de pie en el lago y chorreando lastimosamente, miraba la cara de Jenny por encima del hombro de la señora Wiseman. Los otros seguían inmóviles, con los remos en la mano.
Jenny alzó sus manitas mojadas y quiso enjugar su rostro. Después, tomó conciencia de su mano y la mantuvo en el aire contemplándola. Sobre ella había una mancha carmesí que iba creciendo mientras ella la miraba, y volvió a llorar con desesperada congoja.
—¡Oh, se ha cortado la mano! —señaló la señora Wiseman—. Dawson, eres el mayor imbécil que anda suelto. Ahora mismo vamos al yate; pero no traten de remar porque no llegaríamos nunca. ¿No nos pueden halar con la soga?
Podían; la señora Wiseman ayudó a Jenny a sentarse en la proa y los hombres volvieron a ocupar sus puestos. El señor Talliaferro seguía en el agua, desesperado.
—Suba —dijo Fairchild—. No vamos a abandonarlo.
La señora Maurier los esperaba en la barandilla chillando. Pete estaba a su lado. Los marineros habían desaparecido discretamente.
—¿Qué pasa, qué pasa? —salmodiaba la señora Maurier con su cara de luna.
Pusieron el bote junto al yate y lo sostuvieron mientras la señora Wiseman ayudaba a subir a Jenny. El señor Talliaferro giraba alrededor de ella, mientras la acosaba aturdido. Pero Jenny le huía.
—Usted me asustó —repetía.
Pete se asomó sobre la barandilla, tendiendo sus manos, en tanto el señor Talliaferro revoloteaba en torno a su víctima. El bote se agitó, rascando el casco del yate. Pete tomó las manos de Jenny.
—Mantenga quieto el bote, ¡viejo imbécil! —profirió con fiereza al señor Talliaferro.
Tenía las piernas completamente insensibles bajo el peso de ella, pero no se movió. La abanicaba con la ramita y de vez en cuando se golpeaba la espalda. Su rostro ya no estaba tan congestionado, y él volvió a ponerle la mano sobre el corazón. Abrió los ojos.
—Hola, David. Soñaba con el agua… ¿Dónde estuviste todos estos años? —Volvió a cerrar los ojos—. Ya me siento mejor —dijo después de un momento. Y luego añadió—: ¿Qué hora es? —Él miró el sol y calculó—. Debemos seguir —dijo ella—. Ayúdame a levantarme. —Se sentó y un millón de hormigas rojas se deslizaron por las arterias de las piernas de él. Ella se sujetó a David—. ¡Dios mío, no valgo para nada! La próxima vez que te fugues con alguien hazle un examen físico. ¿Me oyes, David…?Pero debemos seguir: ven, ayúdame a caminar. —Dio unos cuantos pasos vacilantes y se volvió a sujetar a él cerrando los ojos—. ¡Jesús, si salgo viva de esto…! ¿Qué debemos hacer? —preguntó.
—Yo te llevaré.
—¿Puedes? Quiero decir, ¿no estarás muy cansado?
—Te llevaré un rato, hasta que lleguemos a alguna parte.
—Imagino que quieres hacerlo… pero yo en tu lugar, te dejaría donde estás. Eso es lo que haría.
David se arrodilló y pasó sus manos bajo las rodillas de ella, y al enderezarse, ella se inclinó hacia su espalda y le rodeó el cuello con los brazos, apretando la rama rota contra el pecho de David. Este se alzó despacio y colocó las piernas de ella en torno a sus caderas, todo cuanto daba de sí la falda.
—Eres muy bueno conmigo, David —musitó junto a su cuello, echada, lánguida sobre la espalda de él.
La señora Wiseman lavó y vendó la mano de Jenny con mucho esmero; luego, le frotó los dedos y le limpió las uñas mientras Jenny, desnuda en el camarote, se secaba enérgicamente hasta que se le enrojeció la piel.
La ropa interior no fue difícil de conseguir ni tampoco las medias, pero los pies de Jenny eran más bien pequeños y encontrarle zapatos resultó un problema. Jenny insistió en que los de la señora Wiseman eran muy cómodos.
Por fin estuvo vestida y la señora Wiseman recogió la ropa mojada y fue a recostarse en la litera. El vestido que llevaba Jenny pertenecía a Patricia. Se paró ante el espejo, examinándose, alisándose el traje sobre las caderas con lentos movimientos.
«No tenía idea de que fueran tan distintas», pensó la otra. «Es mucho más provocativo que un bañador».
—Jenny —dijo—, creo que no debieras exhibirte donde pudieran verte los hombres. Por la señora Maurier, ¿sabes?; ya tiene bastantes problemas, tal como están las cosas.
—¿No me queda bien? A mí me parece que sí… —contestó Jenny procurando verse entera en un espejo de treinta centímetros.
—No lo dudo. Debes estar sintiendo en la carne cada costura de ese vestido. Tendremos que buscarte alguna otra cosa para que te la pongas. Quítatelo, querida.
Jenny obedeció.
—Yo creí que me sentaba muy bien —repetía—. No pensé que me quedara mal.
—No te queda mal, en absoluto. La verdad es que te sienta muy bien. Ese es el problema —contestó la señora Wiseman, hurgando en su maleta.
—Yo siempre pensé que tenía un tipo que podía llevar cualquier cosa —insistía Jenny.
—Lo tienes. Precisamente por eso. Es devastador.
—Devastador —repitió Jenny con interés. Se volvió de nuevo hacia el espejo tratando de verse tanto como pudiera—. Me han dicho que tengo un cuerpo como el de Dorothy Mackail, aunque no tan delgado… Creo que un poquito de carne le queda muy bien a una muchacha.
—¡Devastadora! —volvió a decir la otra. Se levantó con un vestido negro en las manos—. Así vas a estar peor que nunca… Parecerás una viuda. —Fue hacia Jenny, le puso el vestido y la miró; después, la abrazó—. Un poquito de carne es peor que un poquito de dinamita —dijo con sobriedad, mirando a Jenny con sus oscuros y tristes ojos—. ¿Todavía te duele la mano?
—Ahora está bien. —Jenny estiró el cuello para mirarse las caderas—. Me queda un poco largo, ¿no?
—El tuyo se secará pronto. —Tomó la cara de Jenny y la besó en la boca—. Póntelo y colgaremos tus cosas al sol.
LAS CUATRO EN PUNTO
Siguió caminando por el polvo a lo largo de un interminable camino fulgurante; entre pinos que semejaban estallidos fijos en la tarde, una tarde de insoportable luminosidad. Sus sombras informes, fundidas, les precedían. Dos pasos más y él las pisaría, como a las sombras de los pinos; pero aquellas seguían delante de él entre los fundidos baches, guardando las distancias, sin esfuerzo alguno, en el escabroso polvo. Este era tan fino como la pólvora; solo aparecía en él una ocasional huella de cascos, un desvanecido espectro de un paso olvidado. Por encima, el implacable cielo metálico daba sobre su cuello doblado y sobre su espalda, su mejilla restregándose monótonamente contra su cuello. Finas lenguas de fuego le mordían continuamente. David seguía impasible. El polvoriento camino vibraba dentro de sus ojos, pasaba bajo sus pies y quedaba atrás como una infinita cinta. Descubrió que tenía la boca abierta y seca, y sus encías como el papel de los cigarrillos. Cerró la boca, tratando de humedecer las encías.
Árboles sin copa iban delante de él o se quedaban atrás; la maleza junto al camino se aproximaba y se tornaba monstruosa, hoja por hoja. Las lagartijas siseaban antes de desaparecer.
El fuego invisible le quemaba, pero él no lo sentía porque ni en sus hombros ni en sus brazos quedaba otra sensación que la del peso de ella sobre la espalda y el cielo de bronce sobre su cuello y la húmeda mejilla de ella restregándose continuamente contra su nuca. Descubrió que tenía otra vez la boca abierta, y la cerró.
—Ya es bastante —dijo ella, despertando de pronto—. Bájame. —Sus sombras fundidas se mezclaban a intervalos con las de los altos árboles sin copa, pero detrás de la sombra de los árboles su sombra volvía a aparecer dos pasos delante de él y el camino seguía fulgurante, abrasador y más blanco que la sal—. Bájame, David.
—No —dijo entre dientes, seco, áspero, por encima del remoto latir de su corazón—, no estoy cansado.
Su corazón seguía un extraño ritmo. Cada latido parecía estar en algún lugar de su cabeza, detrás de sus ojos; cada latido era una marca roja que oscurecía temporalmente su visión. Cuando esa marea terminaba, otra ola opaca lo cegaba por momentos. Todo remoto, como una formación de soldados con uniforme rojo que cruzaban ante donde él estaba agazapado, en un cuarto, tratando de cerrar la puerta. Era un sonido pesado, opaco, como el de las máquinas de un barco de vapor. Descubrió que estaba pensando en el agua, en una azul monotonía de mares. Era un rumor rojo, justo detrás de sus ojos.
El camino seguía viniendo sobre él, infinita cinta donde nada había ocurrido. El mar hace un ruido sibilante en los oídos: sss…, sss… Sin embargo, no contra sus ojos; no contra la parte posterior de los ojos. La sombra saltó de una mancha de sombras mayores, arrojadas por árboles que carecían de copas. Dos pasos más. No, tres pasos… Ya va cayendo la tarde, ya va siendo más tarde que antes. Tres pasos, entonces. Muy bien. El hombre camina sobre sus patas traseras; un hombre puede dar tres pasos, un hombre puede dar tres pasos, pero en la jaula de los monos hay agua en un jarro. Tres pasos. Muy bien. Uno. Dos. Tres. Se fue. Se fue. Se fue. Es un sonido rojo. No detrás de los ojos. Mar. ¿Ves? Mar. ¿Ves? Como en una caverna, como el sonido lóbrego de una caverna, como el sonido del mar a través de la caverna. Mar. ¿Ves? Mar. ¿Ves? Pero no cuando pasa frente a la puerta.
Oía otro ruido en sus oídos. Un sonido débil y molesto, y el peso sobre su espalda se iba desplazando, y lo empujaba hacia abajo, hacia el blanqueado polvo por el que caminaba. Dio tres pasos. Un hombre puede dar tres pasos. Y se tambaleó, tratando de buscar una nueva posición. Otra vez tenía la boca abierta, y al intentar cerrarla hizo un ruido seco. Uno. Dos. Tres. Uno. Dos. Tres.
—Bájame, te digo —repitió ella echándose hacia atrás—. Mira, allí hay un cartel. Bájame, te digo. Ahora puedo caminar.
Ella se echó hacia atrás, desprendió las piernas de sus brazos y lo empujó. David tropezó y cayó de rodillas. Los pies de la muchacha tocaron tierra, y todavía a caballo sobre el cuerpo de él, se apoyó en sus hombros y se enderezó. Se detuvo por fin, a cuatro patas como un animal, colgando la cabeza de sus hombros; y arrodillándose junto a él en el polvo, le pasó la mano por la frente para aliviar la tensión de la nuca y dirigió los ojos al cartel: «Mandeville, 14 millas», y un dedo señalando en la dirección de donde venían. La parte delantera de su vestido estaba mojada por el sudor de él.
Después que las mujeres se hubieron llevado a Jenny al camarote, Fairchild se quitó el sombrero y se enjugó el rostro, buscando a su fatuo Frankenstein con una especie de infantil asombro. Después, su mirada se posó sobre la desesperación del señor Talliaferro y se rio.
—Puedes reírte —le dijo el semita—, pero no mucho más. Pienso que si Talliaferro iniciara ahora una protesta contra ti, todos estaríamos inclinados a apoyarle.
El señor Talliaferro goteaba desesperado, presa de profundo abatimiento. El semita lo miró, luego a los otros y al escenario, ahora pacífico, de sus recientes actividades.
—Sí, por cierto, se paga un precio muy alto por el arte —formuló.
—Talliaferro es el único que ha sufrido verdadero daño —protestó Fairchild—. Y yo voy a indemnizarlo ahora. Venga, Talliaferro, vamos a arreglarlo.
—Con eso no bastará —dijo el semita lleno de oscuros presagios—. Los demás hemos sido bastante afectados en nuestras vanidades para alzarnos por principio.
—Bien, si es necesario, les indemnizaré a todos —contestó Fairchild, encabezando la procesión hacia la escalera; se detuvo y los miró—. ¿Dónde está Gordon? —preguntó; nadie lo sabía—. Bueno, no importa. Él sabe dónde ha de venir. Después de todo, hay compensaciones para el arte, ¿no es así?
El semita admitió que las había.
—Aunque es un precio muy alto para pagarlo con whisky. —Bajó cuando le tocó el turno—. Sí, realmente tenemos que sacar algo de eso. Perdemos bastante tiempo a causa de él y padecemos muchos tormentos, morales y mentales por su culpa.
—Por supuesto —apoyó Fairchild—. Los que lo producen sacan mucho de él. La bendición de tener su tiempo bastante ocupado. Y eso es mucho para este mundo —dijo insondable, tratando torpemente de abrir la puerta; al fin lo consiguió y dijo—: ¡Oh, ahí lo tiene! Oiga, usted se lo ha perdido.
El mayor Ayers, con un vaso a su lado y un libro cuya lectura había interrumpido, salía a respirar el aire cuando ellos entraron, y los miró un tanto perplejo.
—¿Qué me perdí?
Todos intentaron decírselo a la vez, ofreciendo al señor Talliaferro, que se ocultaba en medio de ellos, como prueba, para que el mayor Ayers lo inspeccionara y se apiadara de él; y mientras seguían hablando, buscando dónde sentarse, en tanto Fairchild se ocupaba de su maleta escondida.
El mayor Ayers ya tenía su silla, pero el semita trató de apoderarse del libro.
—¿Qué tiene allí? —le preguntó.
El aturdimiento del mayor Ayers aumentó.
—Estaba pasando el rato —explicó rápidamente mirando el libro con extrañeza—. Es bastante raro… Quiero decir, la manera… como editan los libros hoy día. Me gusta cómo los hacen: alegres, con muchos colores. Pero yo… —Lo pensó un momento—. Yo perdí el hábito de la lectura en Sandhurst —explicó en un arranque de confianza—. Y luego, constantemente en servicio activo…
—La guerra es cosa mala —convino el semita—. ¿Qué leía?
—Perdí la costumbre de leer, en Sandhurst —repitió el mayor Ayers.
Volvió a esconder el libro. Fairchild abrió una nueva botella.
—Alguien tendrá que buscar vasos. Mark, a ver si vas a la cocina y te traes algunos más. A ver el libro —dijo tendiendo una mano.
El semita se lo impidió.
—Tú sigue y sírvenos whisky. Así olvidaré mis penas.
—Pero oye… —insistió Fairchild.
—Danos whisky, te digo —repitió—. Aquí está Mark con los vasos. Lo que necesitamos en este país es que nos protejan de los artistas. Hasta nos quieren fastidiar con la producción de sus colegas.
—Bueno, adelante —contestó Fairchild alegremente—, sigue con tus bromas. Ya conoces mi opinión acerca de la agudeza.
Les repartió vasos.
—Él no quiere decir eso, solo porque el New Republic lo ataque brutalmente… —expuso el semita.
—Pero el Dial le compró una vez un cuento —dijo Mark Frost con profunda envidia.
—¡Y qué destino para un hombre del valle de Ohio, con todo el lozano orgullo de su masculinidad! Inmolación en una residencia para ancianos de ambos sexos… Esa atmósfera era demasiado asfixiante para él, ¿eh, Dawson?
Fairchild se rio.
—Bueno, yo no soy un consumado alpinista. ¿Para qué quiere estar allí Mark?
—A Mark le vendría muy bien —dijo el semita— esa vaga y cortés furia del intelecto en la que se mueven. Lo que no acabo de comprender es cómo se las arregló Mark para quedar fuera… Si uno mira de cerca encontrará a veces un grano de verdad en esas observaciones que Mark y yo hacemos, y que tú consideras simplemente agudezas. Pero nuestra sabiduría no es bastante inteligente para ser imaginativa. Mientras nosotros nos admiramos de su profundidad, pierde coraje y, lisa y llanamente, se contradice al minuto siguiente. ¡Toma! Solo vuestro Dios conoce esta falta de tacto bienintencionada. Por qué cada uno se preocupa por el sentido temporal de las palabras, para contradecirse o para sentirse irritado cuando lo ha hecho, es algo que no alcanzo a entender.
—Bueno, es una especie de esterilidad —admitió Fairchild—. Uno comienza a sustituir las palabras por las cosas y los hechos, como ese esposo que se llevaba el Decamerón a la cama consigo todas las noches. Pero también tiene una confusión. Yo no afirmo que las palabras tengan vida en sí mismas. Pero las palabras en feliz conjunción producen algo que vive, así como el suelo y el clima y una semilla en buena armonía producirán un árbol. Las palabras son como las semillas, ¿sabes? No todas generarán un árbol, pero si posees suficientes, tarde o temprano se obtendrá un árbol.
—Si hablas bastante, alguna vez acertarás. ¿Es eso lo que quieres decir? —preguntó el semita.
—Voy a explicar lo que quiero decir. Fairchild extendió la mano para tomar el libro.
—¡Por amor de Dios! —exclamó el otro—. Tomemos este trago en paz. Admitiremos tu objeción, si así lo prefieres, ¿no es eso lo que dice usted, mayor?
—No, en realidad a mí me gustó el libro —protestó el mayor Ayers— aunque perdí el hábito de la lectura en Sand…
—A mí también me gustó el libro —dijo Mark Frost—. Mi única crítica es que lo hayan publicado.
—Eso no se puede evitar —indicó Fairchild—. Es inevitable: ocurre a cuantos asumen el riesgo de escribir un millar de palabras consecutivas.
—O mejor aún —anotó el semita— si asesinaste a tu cónyuge o ganaste un campeonato de golf.
—Sí —convino Fairchild—. Es la palabra impresa. Las cosas parecen diferentes cuando se ven en letras de molde. Otorgan una especie de autoridad hasta a las estupideces.
—Eso es al revés —formuló el otro—. La estupidez da una especie de impersonal autoridad a la letra impresa.
Fairchild se quedó mirándolo.
—Oye, ¿qué decías respecto a que yo me contradigo?
—Yo me puedo permitir ese lujo. Nunca refrendo mis convicciones. —Vació el vaso—. Entre el arte y los artistas, prefiero los artistas; ni siquiera objetaría tener que pagar para alimentarlos, siempre que no me obligasen a escucharlos.
—Me parece —arguyó Fairchild—, que pasas demasiado tiempo escuchando a los artistas, si es cierto que no necesitas hacerlo.
—Porque tengo que escuchar a alguien, sea artista o zapatero. Y el artista es más entretenido, porque sabe menos de lo que está tratando de hacer… y además, también yo hablo un poco. Me gustaría saber qué ha sido de Gordon.
LAS CINCO EN PUNTO
La tarde llegó triste, como tentáculos por entre los árboles. El camino se había internado en el pantano entre la impenetrable jungla. Oscuros arroyos se revolcaban obscenos, a la ventura, y contra la escondida llama del Oeste, enormes árboles meditaban barbudos como profetas del Génesis. David se había tendido cuan largo era junto al camino. Estuvo así mucho tiempo, pero por fin se incorporó y miró a su alrededor buscándola.
Ella estaba de pie junto a un ciprés. El agua espesa le llegaba hasta las rodillas, tenía los brazos cruzados y el rostro escondido, totalmente inmóvil. En torno a ellos un húmedo y verde crepúsculo se llenaba de un fuego invisible.
—David —su voz salió ahogada de entre sus brazos; después no hubo otro sonido en este fecundo y eterno crepúsculo de árboles. Él se sentó junto al camino y ella volvió a hablar—. Es un error, David. Yo no sabía que iba a ser así. —Él emitió un sonido torpe, como si tratara de hablar con la voz de otro—. Cállate —dijo ella—. Yo tengo la culpa: yo te metí en esto… Lo siento, David.
Los árboles eran más anchos, más altos, más viejos que nunca entre el crepúsculo de sus barbas.
—¿Qué debemos hacer ahora, David?
Después de un momento levantó la cabeza, lo miró y repitió la pregunta. Él contestó lentamente:
—Lo que tú quieras.
—Ven aquí, David.
Él se levantó despacio y vadeando el agua negra y espesa fue hacia ella; durante un instante lo miró serenamente, sin moverse. Después, se apartó del árbol, se le acercó y se abrazaron en medio del agua oscura, inmunda. De pronto, ella lo apretó con fiereza.
—¿No puedes hacer algo? ¿No puedes hacer que sea diferente? ¿Debe ser así?
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó lentamente con una voz que no parecía la suya. Ella aflojó los brazos y él repitió como si lo apuraran—: Puedes hacer lo que quieras.
—David, siento muchísimo haberte metido en este enredo. Josh tiene razón: soy una idiota. —Retorció el cuerpo bajo el vestido y sollozó otra vez—. Me hacen tanto daño —gimió.
—Debemos salir de aquí. Dime qué quieres hacer.
—¿Te parece bien si hago lo que creo que es mejor? —preguntó mirándolo con ojos tristes—. ¿Me juras que te parecerá bien?
—Sí —contestó él, muy cansado—. Haz lo que quieras.
Ella se tornó sumisa, con una pasiva docilidad en su abrazo, pero él la sostenía sin apenas tocarla, sin mirarla siquiera. Con la misma brusquedad, su pasividad desapareció y dijo:
—Tú eres muy bueno, David. Me gustaría hacer algo por ti. Pagarte de algún modo. —Lo volvió a mirar y vio que la estaba observando—. ¡David!, ¡vamos, David, no te pongas así! —Pero él seguía mirándola con su callado deseo—. ¡David, lo siento, lo siento tanto…! ¿Qué puedo hacer? Dímelo y lo haré. Cualquier cosa, lo que sea.
—Así está bien —contestó él.
—Pero es que no está bien. Yo quiero pagarte de algún modo por haberte metido en este enredo.
Él había vuelto la cabeza; parecía estar escuchando. Después, volvieron a oír en la tarde, entre los árboles patriarcales, un sonido débil, monótono…
—Es un bote —dijo él—. Estamos cerca del lago.
—Sí —dijo ella—. Ya lo oí hace unos instantes. Creo que se está acercando. —Ella se movió y David la soltó. Escuchó otra vez, tocándolo levemente en el hombro—. Sí, viene hacia aquí. Será mejor devolverte la camisa. Por favor, David, vuélvete de espaldas.
LAS SEIS EN PUNTO
—¡Claro que sé dónde está su barco! Lo vi cuando pasé hoy. ¡Y bien embarrancado que está! A unas tres millas —les dijo el hombre, dejando un balde galvanizado al borde de la galería.
Su casa reposaba sobre pilares hundidos en la húmeda tierra, al margen de la jungla. Delante, un arroyo parecía inmóvil entre rígidas empalizadas de árboles.
El hombre se paró en la galería y la miró cuando se echaba agua en la cabeza. El agua le corría por el cabello y bajaba goteando por el rostro, empapando el vestido, mientras el hombre seguía parado, observándola. La camisa azul, sin cuello, se cerraba por arriba con un botón de bronce. Los tirantes, manchados de sudor, sostenían unos descoloridos pantalones de algodón sobre la prominencia del vientre. Continuamente escupía una saliva parda, sin mover apenas la cabeza.
—¿Ustedes han estado todo el día por el pantano? —preguntó, mirándolos con unos ojos pálidos, pesados, dejando que su mirada vagara lentamente sobre sus medias embarradas y su vestido manchado—. ¿Por qué quieren volver ahora? ¿Se cansó el tipo? —Volvió a escupir y emitió un gruñido de asco—. Nunca se tiene bastante. La próxima vez búsquese un verdadero hombre.
Miró a David y le hizo una pregunta utilizando un verbo irreproducible.
La ira automática, a pesar de su cansancio, se encendió en él lentamente. Ella le detuvo.
—Primero volvamos al barco —le dijo. Miró al hombre, desafiando su mirada—. ¿Cuánto? —le preguntó.
—Cinco dólares. —Volvió a mirar a David—. Adelantados.
—Con mi dinero —dijo ella rápidamente, mientras sacaba un billete cuidadosamente plegado—. No, no: con mi dinero —insistió con autoridad, deteniéndole la mano—. ¿Dónde está mi dinero? Él sacó de los pantalones un arrugado fajo de billetes que ella tomó.
El hombre aceptó el dinero y volvió a escupir. Descendió pesadamente de la galería e inició la marcha hacia donde tenía anclada su lancha. Subieron. El bote se alejó de la costa. El patrón se inclinó sobre el motor.
—Sí, señor, así son estos tipos de la ciudad. No tienen agallas. La próxima vez venga por este lado y búsquese un hombre de verdad. Yo mismo puedo salir casi todos los días. Y lo que es yo, no me echaré a llorar para volver a casa al atardecer…
—¡Cállese de una vez! —dijo ella bruscamente—. David, hazle callar.
El hombre se detuvo, mirándola con ojos adormilados.
—Oiga, vea que…
—¡Cállese la boca y ocúpese del motor! —le repitió—. Usted ya recibió su dinero. Así que salgamos de una vez.
—Bueno, eso también está bien. Me gustan las mujeres con genio.
La miró con ojos perezosos, masticando rítmicamente, y la insultó.
David saltó del asiento, pero ella lo detuvo con una mano, y empezó a insultar al hombre con asombrosa fluidez.
—Ahora, vamos —terminó—. Si vuelve a despegar los labios, arrójalo por la borda.
El hombre mostró sus dientes amarillos, pero se inclinó sobre el motor. El bote se deslizó describiendo círculos, cortando las negras aguas inmóviles.
Pronto se vio un espacio más allá de los árboles, un reverbero de agua, y pronto, también, pasaron del limo broncíneo del río al lago, bajo las silenciosas alas del crepúsculo y la gloria moribunda del día bajo la refrescante bóveda de bronce de los cielos.
El Nausikaa se parecía más que nunca a una gaviota tranquilamente echada sobre el índigo oscurecido de las aguas y el negro metálico de los árboles.
El hombre detuvo el motor y la lancha se deslizó en silencio hasta detenerse junto al yate. Asió el patrón la barandilla e inmovilizó el bote, contemplando las lodosas piernas de la muchacha mientras esta subía al yate.
No había nadie a la vista. Se detuvieron en la barandilla y observaron abajo su ancha espalda al volver a poner en marcha el motor. Arrancó por fin y la lancha se alejó del yate describiendo círculos, poniendo proa a poniente, mientras el clamor de su motor estropeaba la calma de las aguas, los cielos y los árboles. Pronto fue solo una manchita en el crepúsculo.
—¡David! —dijo ella cuando la Lancha a motor hubo desaparecido. Se giró y puso sobre el pecho de él su mano firme y bronceada, y él también volvió la cabeza y la miró con su tremendo anhelo.
—Está bien —repuso al cabo de un momento.
Ella volvió a abrazarlo, acercando la mejilla hasta su beso húmedo y casto. Esta vez, él no volvió la cabeza.
—Lo siento, David.
—No te preocupes.
Ella puso las palmas de sus manos sobre el pecho de él y David la soltó.
Se miraron un momento. Después le dejó y atravesó la cubierta, bajó la escalerilla sin mirar atrás y abandonó la tarde. El sol había desaparecido y la noche llegó de repente. El clamor de la lancha llegaba cada vez más apagado, sobre las aguas soñolientas, arropadas por un cielo donde las estrellas ya titilaban como un mágico florecimiento.
Encontró a los otros en el salón, puesto que si se levantaba viento, este procedía de la costa y el salón se hallaba resguardado.
La saludaron con variada sorpresa, pero ella los ignoró, así como el rostro sofocado de su tía. Ocupó su lugar, altiva.
—Patricia —dijo al fin la señora Maurier—, ¿dónde has estado?
—Caminando.
Llevaba un puñado de billetes en la mano y lo puso sobre la mesa, apilándolos en tres grupos.
—Patricia —insistió su tía.
—Te debo seis dólares —dijo a la señorita Jameson, poniendo una de las pilas al lado de su plato—. Usted solo tenía un dólar —informó a la señora Wiseman, pasándole un billete a través de la mesa—. A ti te pagaré el resto cuando volvamos a casa —dijo a su tía, pasando el tercer montoncito por encima del hombro del señor Talliaferro. Volvió a enfrentarse con el rostro apoplético de su tía—. También traje de vuelta a tu camarero. Así no tienes de qué protestar.
—Patricia —repitió la señora Maurier con voz ahogada—, el señor Gordon, ¿no volvió contigo?
—No estaba conmigo. ¿Para qué lo hubiera querido? Ya tenía un hombre.
El rostro de la señora Maurier adquirió una palidez mortal, y mientras la sangre estaba a punto de detenerse en su corazón, volvió a detentar su breve visión de algas inertes flotando, arrojadas a la playa con esa inoportuna y tremenda implacabilidad de los ahogados.
—¡Patricia! —Logró decir.
—¡Oh, cállate ya! —la interrumpió, cansada, su sobrina—. Ya estás chocheando. ¡Estoy hambrienta! —Se sentó y desafió la fría mirada de su hermano—. Y tú también, Josh —agregó, tomando un pedazo de pan.
El sobrino miró el rostro contraído de su tía.
—Deberías marcharte enseguida de aquí —dijo con calma, prosiguiendo su cena.
LAS NUEVE EN PUNTO
—Pero yo lo vi a eso de las cuatro —argumentó Fairchild—. Estaba en el bote con nosotros. ¿No lo vio usted, mayor? Aunque ahora que lo recuerdo, usted no vino con nosotros. Le vio Mark, ¿no es cierto?
—Estaba en el bote cuando salimos. Eso sí lo recuerdo. Pero no después de la caída de Ernest.
—Pero yo sí. Sé que le vi en cubierta cuando regresamos. Pero no recuerdo haberle visto en el bote después que Jenny y Talliaferro… ¡Ah, está bien, ya aparecerá! Él no es de los que se ahogan.
—No esté demasiado seguro de eso —objetó el mayor Ayers—. Ya sabe usted que no falta ninguna mujer.
Fairchild tuvo un ataque de risa ronca. Después, recogió la mirada solemne y vidriosa del mayor Ayers, y dejó de reír. Volvió a reírse un poco, a la manera de alguien que está tanteando en un cuarto oscuro, y volvió a detenerse mirando al mayor Ayers con expresión confiada. El mayor dijo:
—Ese lugar al que fueron hoy…
—Mandeville —dijo el semita.
—¿Qué clase de lugar es? —Se lo dijeron—. Ah, sí. Allí hay facilidad para esa clase de cosas, ¿eh?
—Bueno, no más que las usuales —le contestó el semita, y Fairchild dijo, mirando todavía al mayor Ayers con cautelosa incomprensión:
—No más que la que uno puede llevar consigo. Nosotros, los norteamericanos, siempre llevamos con nosotros nuestra facilidad, ¿sabe? Es por esta vida de alta tensión, de tremenda lucha que vivimos.
El mayor Ayers lo contempló cortésmente.
—Más o menos como en el continente —sugirió, después de un momento.
—No es lo mismo.
—¿Y por qué no? —objetó el semita—. El amor es ciego.
—Tiene que serlo —expuso Mark Frost.
El mayor Ayers miró a los dos durante unos segundos.
—Ese Mandeville, ¿es una convención? ¿Una convención local?
—¿Convención? —repitió Fairchild.
—Quiero decir como nuestra Gretna Green. Si usted invita a una dama allí y ella acepta, se evitan explicaciones innecesarias.
—Yo creí que Gretna Green era un lugar donde iba la gente a obtener licencias matrimoniales sin necesidad de muchos trámites —formuló Fairchild con suspicacia.
—Así era antes —explicó el mayor—, pero durante el gran incendio fueron destruidas todas las parroquias y los registros, y en tales días, las comunicaciones eran tan malas que no se corrió la voz hasta después de una quincena o más; pero mientras tanto, varias parejas jóvenes fueron allí con la mayor buena fe, y tuvieron que volverse a la mañana siguiente sin la licencia. Por supuesto, las jóvenes no se atrevieron a contarlo hasta que se solucionaron las cosas, lo cual tardó algo así como un mes. Pero, por supuesto, la policía ya se había enterado. La policía de Londres siempre se entera a tiempo.
—Y entonces, cuando usted va a Gretna Green, sale ahora un policía —comentó el semita.
—No, usted está pensando en Yokohama —le contestó el mayor con la misma seriedad—. Aunque, evidentemente, son policías nativos.
—Como anchoas —insinuó el semita.
—O las sardinas —corrigió Mark Frost.
—O las sardinas —asintió suavemente el mayor Ayers. Chupó con fuerza su pipa apagada, mientras Fairchild lo miraba con asombro y curiosidad.
—Pero esa muchacha escapó con el mozo y volvió el mismo día… ¿Eso es habitual aquí? —agregó rápidamente—. Nuestras muchachas no lo hacen; entre nosotros, solo las condesas decadentes llegan a tanto y se escapan a Italia con los chóferes o los lacayos. Y nunca vuelven antes de la puesta del sol. Pero nuestras chicas…
—El arte —le explicó sucintamente el semita.
Mark Frost argumentó:
—En Europa, ser artista es una forma de conducta; en Norteamérica, es una excusa para una forma de conducta.
—Sí, pero lo que yo digo… —El mayor Ayers se quedó pensando, aspirando violentamente su pipa ya fría. Después—: ¿Ella es la que escribió ese librito picante? ¿El libro de la sífilis?
—No, esa es la hermana de Julius; la que se llama Eva —dijo Fairchild—. Esta que se escapó y después volvió ni siquiera es artista. Me imagino que se trata simplemente de la atmósfera artística que reina a bordo.
—¡Oh! —exclamó el mayor Ayers—. ¡Qué raro! —Se levantó y golpeó la pipa contra la palma de la mano. Después, sopló por el tubo y se la guardó en el bolsillo—. Me parece que voy a beber un whisky. ¿Quién me acompaña?
—Me parece que yo no —decidió Fairchild.
El semita dijo que lo haría luego. El mayor Ayers se volvió al poeta postrado.
—¿Y tú, chico?
—Traedlo aquí —sugirió Mark Frost.
Pero Fairchild vetó esa proposición. El semita lo apoyó y el mayor Ayers se fue.
—Quisiera un trago —dijo Mark Frost.
—Pues ve abajo y bébelo —expuso Fairchild. El poeta gruñó. El semita volvió a encender su cigarro y Fairchild habló de lo que le había extrañado tanto.
—Era interesante eso de Gretna Green, ¿no? Yo no lo sabía. Quiero decir que nunca lo leí en ninguna parte. Pero me imagino que hay muchas cosas importantes en los anales de todos los pueblos que nunca llegan a figurar en los libros de historia. —El semita rio. Fairchild trató de verle el rostro en la oscuridad. Luego dijo—: Los ingleses son gente rara: siempre se burlan de uno cuando no deben. Las cosas están en el límite de la probabilidad, y cuando uno ha decidido ir exactamente para un lado resulta que ellos van para el otro. —Se quedó pensando en la oscuridad—. Fue bastante gracioso, ¿no es cierto? Gente joven; hombres y mujeres jóvenes atrapados en esa extraña magia del sexo y el misterio de la ropa interior, y al acostarse uno junto al otro en la oscuridad, diciendo cosas… Ese es el encanto de la virginidad: decirse cosas. La virginidad no cambia nada en lo que se refiere al cuerpo. Gente joven huyendo juntos con una mezcla de secreto, precaución y deseo, y llegando allí para encontrar… —Otra vez volvió hacia su amigo su rostro bondadoso y desconcertado y prosiguió después de una pausa—: Sin duda alguna las mujeres serían persuadidas después de haber llegado tan lejos, ¿no es cierto? Ya me entiende: un ambiente extraño, una habitación extraña como una isla en un mar aún no estudiado, lleno de monstruos, como los sueños y los desconocidos y todo esto; el trabajo de llevar el cuerpo de un lado a otro y alimentarlo y cuidarlo; y el joven abrumado y lleno de deseo, probablemente temeroso de que ella cambie de idea y se eche atrás, y en un cuarto extraño, totalmente secreto y clausurado; lejos de los objetos familiares, y uno joven y dulce y grato a la vista, y sabiéndose también… Evidentemente logran convencerlas. Y también, por supuesto, cuando vuelven a casa no lo dicen hasta que encuentran un clérigo y todo queda otra vez en regla. Y quizá tampoco entonces. Quizá lo susurren a alguna amiga después de haber estado casadas bastante tiempo como si prefirieran hablar con otra mujer antes que a su marido, mientras discuten esas cosas de las que suelen hablar las mujeres. Pero no lo contará a las muchachas jóvenes y solteras. Y si incluso se enteran de que alguna otra ha sido vista allí, lo disimulan… Son criaturas muy prácticas, ya sabes. Solo los hombres se aferran a los principios por razones de moral.
—O por hábito —opinó el semita.
—Sí… —dijo Fairchild—. Me pregunto qué se habrá hecho de Gordon.
Jenny observó sus piernas cubiertas con pantalones de lana. «¿Cómo puede soportar esta ropa tan pesada en este tiempo?», pensó con asombro, y al pasar lo llamó a media voz. Él caminaba vacilante a propósito y se le acercó.
—Está gozando de la noche, ¿eh? —dijo amablemente mirándola en la oscuridad.
Con las ropas prestadas se sentía como un costoso pastel de nata deteriorado.
—Un poco —admitió.
El mayor Ayers apoyó los codos en la barandilla.
—Iba a bajar —le dijo.
—Sí, señor —consideró Jenny pasiva en la oscuridad, proyectando aquella sensación, como un erótico bichito de luz, que a él le rodeaba, cautivo en el dulce y turbio fuego de sus muslos, como les gusta provocar a las jovencitas. El mayor Ayers miró su cabeza vaga y suave. Después, echó la suya hacia atrás y miró en torno.
—Está gozando de la noche, ¿eh? —repitió.
—En efecto —convino Jenny.
Florecía como una dulzona flor tropical. El mayor Ayers se movió inquieto. De nuevo echó bruscamente la cabeza hacia atrás, como si hubiera oído que lo llamaran. Luego, volvió a mirar a Jenny.
—¿Es usted nativa de Nueva Orleans?
—Sí, señor…, de Esplanade.
—¿Cómo dice?
—Esplanade… El lugar donde vivo en Nueva Orleans —aclaró—. Es una calle —agregó después de un momento.
—¡Oh! ¿Y le gusta vivir allí?
—No sé. Siempre he vivido allí —y tras una pausa—. No está lejos.
—No está lejos, ¿eh?
—No, señor.
Estaba inmóvil a su lado y, por tercera vez, el mayor Ayers echó hacia atrás la cabeza como si alguien tratara de llamar su atención.
—Iba a bajar —repitió. Jenny esperó un momento. Después murmuró:
—Es una hermosa noche para hacer el amor.
—¿El amor? —repitió el mayor Ayers.
—Con citas. —El mayor examinaba su suave cabello—. Cuando vienen los muchachos a verla a una —explicó— o cuando una sale con los chicos.
—¿Salir con muchachos? —repitió el mayor—. ¿A Mandeville, quizás?
—A veces —dijo ella—. Yo he estado allí.
—¿Va a menudo?
—Pues… a veces.
—Con muchachos, ¿eh? Y con hombres también, ¿verdad?
—Sí, señor —contestó Jenny ligeramente sorprendida—. No creo que nadie vaya solo allí.
El mayor Ayers calculó fatigosamente. Jenny estaba parada, dócil y madura, proyectando su aura seductora, haciendo lo que podía.
—Digo yo: ¿qué le parece si mañana vamos allí los dos?
—¿Mañana? —repitió Jenny con asombro.
—Esta noche, entonces —corrigió él—. ¿Qué le parece?
—¿Esta noche? ¿Podemos ir esta noche? Es un poco tarde, ¿no cree? Y ¿cómo iremos allí?
—Como esos que se fueron esta mañana. Hay un tranvía, un ómnibus, ¿no? ¿O un tren en la primera aldea?
—No sé. Ellos volvieron en bote.
—Oh, un bote. —El mayor Ayers lo pensó un momento—. Bueno, no importa; esperaremos hasta mañana, entonces. Iremos mañana, ¿eh?
—Sí, señor —repitió Jenny, pasiva y emanando seducción.
Una vez más el mayor Ayers miró en derredor. Después quitó la mano de la barandilla, y cuando Jenny, viendo el movimiento se volvió hacia él, la pellizcó bajo la barbilla.
—Muy bien, pues —dijo alegremente, alejándose—. Mañana, entonces.
Jenny se lo quedó mirando con pasiva sorpresa y él se volvió, se paró junto a ella, y con una mirada íntima e invitante la volvió a pellizcar bajo la barbilla. Después se alejó del todo.
Jenny se quedó mirando la sombra que desaparecía. «Seguro que es extranjero», se dijo y suspiró.
El agua lamía el casco del yate con un suave rumor; con esos ruiditos sordos que solo podrían hacer unas manos sin huesos, y ella se reclinó en la barandilla contemplando las aguas.
«Sería tan educado como los demás, reflexionó… Siendo su hermano… más educado, porque ella había estado todo el día fuera con aquel camarero del comedor… Pero tal vez el camarero era refinado. Solo que yo nunca encontré muchos chicos que… Supongo también que su tía le echaría un rapapolvo. ¿Qué hubiera hecho al regresar si el barco se hubiera largado…?Y luego, ese pelirrojo que ella dice que se ahogó…».
Jenny contemplaba el agua pensando en la muerte, y sentía terror de sí misma al verse impotente en aquella tremenda capacidad asfixiante del agua. Así, cuando el señor Talliaferro se le acercó de pronto y en silencio, tocándola, lo reconoció instintivamente. Y sintió otra vez que su mundo se había vuelto inestable bajo sus pies, que todas las cosas sólidas y familiares desaparecían, y veía sus rostros huir de ella como un relámpago, mientras se hundía, en un intervalo eterno, desde una luz cegadora, dentro del miedo, como una llama verde que se dispersa para recibirla. Quedose rígida y en trance. Por fin, consiguió moverse dando un grito.
—¡Me asustó tanto! —dijo separándose de él, y corrió hacia la luz, hacia la seguridad de las paredes.
El cuarto estaba oscuro: no se oía en él ningún sonido, y después de la amplitud de la cubierta, le resultaba caluroso. Pero había paredes confortables y Jenny encendió la luz y entró en una atmósfera de intimidad. Había un vago espectro del perfume que le gustaba y con el cual había subido a bordo. Perfume que aún no se había extinguido del todo, así como el penetrante olor de las lilas que había llegado a asociar con la señora Wiseman, que también ocupaba el cuarto; y las ropas de la otra, y su propio peine sobre el tocador, y el brillante cilindro metálico de su lápiz de labios…
Jenny contemplose el rostro en el espejo. Después se sacó una prenda y volvió a mirar la inmaculada tersura de su tez, blanca y rosada sin que la empañase ningún pensamiento. Se pasó el peine por la Golconda en miniatura de sus cabellos. Después, se acostó desnuda sobre la cama, como era su costumbre.
No apagó la luz. Yacía en su litera mirando la ininterrumpida curva pintada del techo al borroso resplandor de la luz. Pasaba el tiempo. Oía la gente que se movía arriba y hacía ruido. No sabía lo que quería, pero era algo. Por eso yacía de espaldas, quieta, bajo la cruda luz de la lámpara y, tras unos momentos, creyó que iba a llorar.
Siguió esperando con calma ese primer sabor de las lágrimas que sube a la garganta antes de empezar el llanto. «Menos mal que no se me pone colorada la nariz cuando lloro» pensó, esperando sin temor que el duelo comenzara. Pero antes, la señora Wiseman entró en el camarote.
Se acercó a Jenny y esta la vio como una cabeza de venado a contraluz. La señora Wiseman dijo:
—¿Qué hay, Jenny? ¿Qué pasa?
Pero ella había olvidado qué le pasaba. Todo lo que recordaba es que había sucedido algo. Se quedó acostada mirando la cabeza de la otra contra la cruda luz.
—¡Pobrecita! Has tenido un día muy duro, ¿verdad?
Puso la mano en la frente de Jenny, acariciando el fino oro de sus cabellos y sus mejillas. Jenny yacía muy quieta bajo la mano, cerrando los ojos como un gatito cuando lo acarician. Entonces comprendió que podría llorar cuando quisiera. Solo que era casi tan divertido no llorar, sabiendo que podía hacerlo cuando le diera la gana y abrió sus ojos azules e inefables.
—¿Cree que realmente se ahogó? —preguntó.
La señora Wiseman le acarició la mejilla apartándole el cabello y echándolo hacia atrás.
—No sé, querida —contestó serenamente—. Es un hombre sin suerte. Y cualquier cosa puede ocurrirle a un hombre sin suerte. Pero no pienses más en eso, ¿me oyes? —Acercó su rostro al de Jenny—. ¿Me oyes?
—No —sostuvo Fairchild— él no es de los que se ahogan. Sencillamente, hay gente que no se ahoga. Yo pienso… —se interrumpió súbitamente y miró a sus compañeros—. Oigan, ¿creen que se fue porque creyó que esa chica se había marchado para siempre?
—¿Que se ahogó por amor? —expuso Mark Frost—. No ocurre en esta época. La gente se suicida por dinero o por enfermedades; no por amor.
—Yo no lo sé —objetó Fairchild—. La gente solía morir de amor. Y la naturaleza humana no cambia. Sus acciones alcanzan diferentes resultados en condiciones diferentes, pero la naturaleza humana no varía.
—Mark tiene razón —dijo el semita—. La gente, en los libros antiguos, moría porque se le había partido el corazón, lo que probablemente era alguna dolencia que cualquier cirujano o veterinario moderno curaría en un periquete. Pero la gente no muere por amor. Esa es la razón por la que el amor y la muerte en conjunción tienen en los libros un atractivo permanente: nunca se hallan muy asociados en otra parte. En cuanto a un corazón destrozado, en esta época de alto nivel de alfabetización y de facilidades para difundir la palabra impresa… —emitió un sonido burlón—. Feliz quien cree que tiene el corazón destrozado: puede escribir un libro inmediatamente y de ese modo vengarse (lo cual es peor que si derribas de un puñetazo a un hombre, y este encuentra en el arroyo una moneda de oro antes de levantarse). Además, sirve de tema para el cine y las revistas. No, no —repitió— uno no se mata después de un amor frustrado. Escribe un libro.
—De eso, no sé —repitió tozudamente Fairchild—. La gente hará cualquier cosa. Pero yo creo que hace falta ser un estúpido para creer y actuar según ese principio.
Detrás del horizonte surgía un rumor de pálida plata, frío y leve. Quedaron en silencio pensando en el amor y la muerte. Apareció el ojo rojo de un cigarrillo a doce pulgadas sobre cubierta: era Mark Frost. Fairchild rompió el silencio.
—El modo de escapar con el camarero fue gracioso, ¿no les parece? Y volvió. Nada de excusas ni de explicaciones. «No pienses mal». Eso es lo que la juventud de posguerra nos ha enseñado. Solo los viejos como Julius y yo veríamos maldad en lo que hacen los jóvenes. Supongo que la gente que creció con esa manera de ver la vida encontrará maldad en cualquier cosa. Nos enseñaron a creer que el deber es infalible, si no, no sería deber; si tan desagradable es, ya tienes un lugar en el cielo. Me imagino que cuando uno es joven, se divierte mucho viviendo, sin necesidad de pecar. Por eso es bello ser joven en esta generación.
—Naturalmente… Es lo que pensamos todos cuando empiezan a endurecerse nuestras arterias —dijo el semita—. No solo que la mayoría de nuestros pecados no lo son, sino que tampoco lo son nuestros placeres. Fíjense en los libros, los escenarios, las películas. ¿Quién los sostiene? No los jóvenes. Ellos prefieren salir a caminar o, simplemente, sentarse en alguna parte y cogerse de las manos.
—Es un sustituto —dijo Fairchild—. ¿No lo ven?
—¿Para qué un sustituto? Cuando uno es joven y está enamorado, ¿sabe algo del amor? ¿Es algo más que una mezcla atroz de celos y deseos frustrados, y quizá un poco de placer, como el que toma una droga? Ya saben que no son las mujeres con las que nos acostamos las que más recordamos.
—No, a Dios gracias —formuló Fairchild.
El otro continuó:
—Es el viejo problema de la aristocracia, una y otra vez. La envidia natural hacia esa minoría que comete todos los pecados que la mayoría no puede cometer porque emplea su tiempo en ganarse la vida. —Volvió a encender su cigarro—. Los jóvenes siempre modelan sus vidas tal como las generaciones precedentes les sugieren. Con eso, no me refiero precisamente a que vayan a misa cuando se les dice solo porque sus padres lo esperan de ellos…, aunque solo Dios sabe qué otras razones podrían tener para ir a la iglesia tal como está hoy día; regida por un guardián que patrulla el edificio en las localidades urbanas, y en los distritos rurales brigadas del Ku-Klux-Klan aporreando a la policía, y todos esos tradicionales retiros que en los viejos tiempos permitían a la Iglesia producir un alma por cada una que rescataba. La juventud, en general, vive según los arbitrarios preceptos de sus mayores, sin discutirlos. Por ejemplo, hace una generación, la educación superior no era considerada esencial, y los jóvenes crecían en el hogar con la convicción de que debían casarse a los veintiún años y empezar a trabajar, independientemente de la aptitud, inclinación o bagaje intelectual y técnico que tuvieran. Pero hoy día crecen con la idea de que la juventud, hasta los treinta años, es un curso universitario sin clases, en el que uno debe pasarse todo el tiempo vestido como una caricatura, bebiendo whisky de destilación casera y dando zarpazos al sexo opuesto en los ratos que dejan libres los arrestos de la policía de tráfico. Hace unos años, un artista comercial, denominado John Held, empezó a caricaturizar la vida universitaria en las revistas; y desde entonces la vida universitaria ha estado muy atareada caricaturizando a John Held. Los jóvenes son mucho más tolerantes con las inexplicables y peligrosas ocurrencias de sus mayores, que lo que los mayores fueron o llegarán a ser alguna vez con las debilidades naturales y pacíficas de los niños… Pero quizá los dos gocen con esto.
—No sé —expuso Fairchild—. Ni siquiera a los viejos les gustaría rodearse de gente que hace un drama de la existencia. Y tampoco les gustaría a los jóvenes. Tienen mucho que hacer. Yo pienso… —Su voz cesó, muriendo en la oscuridad y en el leve rumor del agua que lamía el casco.
La luna había vuelto a surgir del Oriente, decadente, gastada, afable y fría. Era una magia en el lago de cosas pálidas e incorpóreas. El ojo rojo del cigarrillo de Mark Frost describió un arco lento en su mano invisible, volvió a su puesto anterior, reverberó y se apagó con rítmico pulso. Fairchild agregó a manera de disculpa:
—Es que yo creo en el joven amor en primavera y en cosas así. Supongo que soy un sentimental irremediable.
El semita gruñó y Mark Frost dijo:
—Cuando la juventud sale de uno, uno sale de la juventud. Sale de la vida, quiero decir. Hasta entonces se vive; después de eso, el individuo se da cuenta que vive y el vivir se transforma en un proceso consciente. Como ocurre a veces con el pensamiento. Uno adquiere conciencia de pensar, y entonces empieza a pensar en palabras y, cuando quiere darse cuenta, ya no tiene ideas, solo palabras. Pero cuando uno es joven, simplemente, es. Luego, se llega a un estado en que se hacen cosas. Después, sigue la etapa en que se piensa y, por fin, en la que se recuerda. O se trata de recordar.
—El sexo y la muerte —expuso Mark Frost en tono sepulcral, describiendo un arco con el rojo de su cigarrillo— son un muro blanco sobre el que el sexo arroja una sombra, y esa sombra es la vida.
El semita volvió a gruñir, sumergido en uno de sus raros períodos de silencio. El pálido vientre sin músculo de la luna subió aún más. El Nausikaa dormía como una gaviota de plata sobre el agua sombría e inquieta.
—No sé —opinó otra vez Fairchild—. Nunca encontré nada extraño en la vida. Y menos que nada, en mi propia vida. Pero puede ser que haya gente en el mundo para quienes la vida sea una especie de sombra extraña. Pero esa clase de gente no me impresiona en absoluto; no llegan a mí. Quizá se deba a que yo tengo una firme creencia en que la vida está muy bien.
Mark Frost había arrojado al agua su último cigarrillo, y en aquel instante era una larga sombra reclinada. También el semita estaba inmóvil con su cigarro apagado.
—Yo pasaba el verano con mi abuelo, en Indiana. En el campo. Era un muchacho, entonces… Nos reuníamos muchos de familia, con tías y primas que no habíamos visto en muchos años. También niños, de todas las edades. Recuerdo que había una muchacha de mi edad, con ojos azules y largos y artificiosos bucles rubios. Esa chica, Jenny, debió tener ese aspecto a los doce años. Yo no conocía muy bien a los otros y, además, estaba habituado a divertirme solo; de modo que me hallaba al margen y los miraba hacer cosas que suelen hacer los niños. No sabía cómo acercarme a ellos. Había visto cómo lo hacían los otros recién llegados, y había esbozado una especie de plan sobre lo que iba a hacer, lo que diría cuando me acercase a ellos… —Se detuvo para reflexionar unos instantes—. Exactamente como Talliaferro —dijo al fin, muy serio—. No había pensado en ello antes. Yo era como un perro entre perros extraños. Asustado pero altivo y reservado. Pero los observaba; por ejemplo, el modo como ella los halagaba para ganarse su confianza. Al día siguiente de llegar ya era el jefe y siempre les decía lo que tenían que hacer. —Mark Frost roncaba en el silencio. El Nausikaa dormía como una gaviota en las aguas oscuras—. Esto era antes de la época del agua corriente en el campo, y esa casa tenía el retrete y los lavabos como era costumbre. Se llegaba desde la casa por un sendero. A fines del verano había arbustos a ambos lados del sendero, más altos que un muchacho de doce años. La casilla era cuadrada y pequeña, en forma de caja, con un tabique que separaba a los hombres de las mujeres. Era un día caluroso al promediar la tarde. Los otros estaban en el huerto, bajo los árboles. Desde mi sitio, el árbol grande del patio, podía verlos, así como los vestidos de las muchachas en la sombra; y cuando me bajé del árbol, crucé el patio y seguí por el sendero, aún podía verles por entre las bardas. Estaban sentados a la sombra, jugando o conversando. Atravesé el sendero y entré, y cuando me volví para cerrar la puerta miré atrás y vi su vestido azul por el caminito, entre las hierbas. Ignoraba si ella me había visto o no, pero sabía que si volvía tendría que pasar a su lado, y me daba vergüenza. Hubiera sido distinto si yo ya hubiera estado allí; por lo menos a mí me lo parecía. Los muchachos son así —agregó vacilante, mirando hacia su amigo. El otro gruñó y Mark Frost roncaba en la sombra—. Así pues, cerré la puerta rápidamente y me quedé muy quieto. Pronto la oí al otro lado. Yo no sabía si ella me había visto, pero por si acaso, iba a quedarme quieto hasta que se fuera. Me parecía que debía hacerlo; los niños son mucho más intuitivos que los adultos. Por la mente de un niño transcurre mucha más vida de lo que cree la gente. El niño puede destilar en un instante todas las experiencias que, al parecer, nunca ha conocido. La antropología explica un poco esto. Pero no mucho, porque las lagunas en el conocimiento humano son demasiado extensas. Lo primero que le enseñan a un niño es la infalibilidad y la necesidad del precepto, y cuando un niño ya tiene bastante edad para agregar algo a nuestro conocimiento, ya le hemos olvidado. El alma cambia de piel cada año, como la serpiente. No se pueden recordar las emociones que uno sintió hace un año; solo se recuerda que una emoción estuvo asociada con un hecho físico. Todo lo que queda es una especie de espectro de felicidad y una vaga nostalgia sin sentido. La experiencia; ¿por qué esperamos adquirir sabiduría de la experiencia? Solo los músculos recuerdan, y hace falta ensayos y ensayos para enseñarle algo a un músculo…
Arturo, la cabeza de Orión, oscilaba junto a sus rodillas; en el cielo meridional, una langosta eléctrica se esfumaba al ascender la luna. El agua lamía el casco del Nausikaa.
—Anduve de puntillas hacia el asiento. Percibí el olor de la resina caliente. En una esquina del techo había un nido de pájaros, una bola de arcilla con agujeros. El vuelo de grandes moscardones verdes producía un incesante zumbido. Recuerdo el calor que hacía allí, y la sensación que me produjo aquel lugar; era como un deseo de abandonar mis intenciones, de sumergirme en reparos civilizados ante la magnitud implacable de la naturaleza y el cuerpo físico. Yo escuchaba el zumbido de los moscardones conteniendo la respiración y esperando percibir un sonido detrás del tabique. Pero de allí no procedía ningún ruido, así que lo dejé correr.
Mark Frost roncaba. La luz de la luna inundaba el mundo con su magia, poniendo sus manos descarnadas sobre el agua que susurraba contra el casco del yate. El semita sostenía su cigarro apagado, y él y Fairchild se sentaron con la implacable flojedad de los músculos y los blandos tejidos de sus cuarenta años y pico; viendo dos grandes y curiosos ojos azules en los que una alterada sorpresa aparecía clara como el agua y unos largos y dorados bucles oscilaban sobre la basura y quedaron en silencio, recordando la juventud y el amor; el tiempo y la muerte.
LAS ONCE EN PUNTO
Mark Frost había despertado y con un fantasmal epigrama se había ido a la cama. Más tarde, el semita se levantó y también se fue, dejándolo con un cigarro, y Fairchild se quedó con los pies apoyados en la barandilla chupando el extraño tabaco. A la pálida luz de la luna podía ver toda la cubierta y notó que alguien se hallaba sentado cerca de popa. No sabría decir cuánto tiempo hacía que esa persona se encontraba allí, pero estaba sola e inmóvil y algo distinguió en su actitud que despertó su curiosidad. Por fin, se levantó de su asiento.
Era David, el camarero. Estaba sentado en un rollo de cable y tenía algo entre las rodillas. Cuando Fairchild se detuvo a su lado, David alzó lentamente la cabeza y miró al hombre sin hacer el menor esfuerzo por esconder lo que tenía en la mano. Fairchild se acercó más. Era un zapato, un solo zapato, roto y manchado de barro seco, muy sucio… Sin embargo, parecía retener todavía en su muda forma algo de aquella dura y asexuada gravedad de ella.
Después de un momento, David miró a otro lado, a las aguas oscuras y su surco de movediza plata, sosteniendo el zapato entre las manos. Sin hablar, Fairchild se alejó.