PRIMER DÍA

LAS DIEZ EN PUNTO

El Nausikaa estaba anclado en la bahía, precioso, blanco, con su casco matronal, con superestructura de caoba y bronce, y la bandera del «Yacht Club». Un viento persistente soplaba desde el lago, y la señora Maurier, como anticipo, se había puesto la gorra marinera y palmoteaba bulliciosa y feliz. Sus dos automóviles habían hecho ya varios viajes y harían varios más, saltando por el camino mal cuidado, donde huellas de coca cola y cáscaras de almendras, delataban los tenderetes que expendían «perros calientes» y tapas. Toda la alegría de la partida por dejar atrás la ciudad castigada por el calor estaba en ella. Sus huéspedes, cada uno con su tarrito de crema de almendras y loción para defenderse del sol, subían a bordo gritando: «¡Ah, del barco!», y otras expresiones marineras, mientras los curiosos reunidos en el muelle lo contemplaban todo con perezoso interés.

En la cubierta superior, donde el camarero distribuyó las sillas para ellos, los huéspedes se reunieron, vestidos para aquella ocasión, con los cuellos abiertos, a excepción de Mark Frost, el joven espectral, poeta que, ocasionalmente, escribía un poema cerebral y oscuro en cuatro o siete líneas que, de algún modo, recordaba la evacuación intestinal, dolorosa e incompleta. Llevaba un traje muy bien planchado y cuello alto almidonado. Pidió un cigarrillo al camarero e inmediatamente se tendió, como era su costumbre. La señora Wiseman y la señorita Jameson, flanqueando al señor Talliaferro, también se sentaron. Fairchild, acompañado por Gordon, el hombre semita y un rubicundo extranjero con traje de mezclilla, llevando entre todos varias maletas, al parecer pesadas, habían ido directamente a sus camarotes.

—¿Estamos todos? —canturreaba festiva la señora Maurier bajo su gorra marinera mientras pasaba revista a sus invitados.

Su sobrina estaba apoyada en la borda junto a una muchacha rubia vestida de verde. Ambas miraban hacia el extremo de la pasarela, donde un joven muy llamativo estaba en actitud beligerante fumando un cigarrillo tras otro. La sobrina dijo sin volver la cabeza:

—¿Qué le pasa? ¿Por qué no sube a bordo? —La atención del joven parecía hallarse en cualquier parte menos en el barco, pero permanecía allí a la vista de todos, nervioso y agresivo. La sobrina añadió—: ¿Cómo se llama? Dile que suba, ¿quieres?

La rubia susurró:

—Pete.

El joven movió una pulgada su sombrero de paja y la rubia le hizo señas con la mano. Él se echó el sombrero hacia la nuca. Su actitud daba la impresión de que le importaba poco la rubia.

—¿No vienes con nosotros? —preguntó ella.

—¿Qué dices? —replicó él con voz alta para que todos le mirasen.

Hasta el poeta alzó la cabeza.

—¡Sube a bordo, Pete! —volvió a decir la sobrina—. ¡Pórtate bien!

El joven sacó otro cigarrillo.

—¡Bueno, voy a subir!

La señora Maurier le dirigió una expresión de infantil asombro mientras cruzaba la plancha. El desconocido saltó con agilidad.

—¿Usted es el nuevo camarero? —preguntó la señora Maurier vacilante, haciéndole un guiño.

—En efecto, señora —asintió cortésmente, sin quitarse el cigarrillo de la boca.

Le miraron todos y él les pasó revista antes de acercarse a la proa para unirse con las muchachas. La señora Maurier le miraba con asombro. Después, advirtió la presencia de la rubia junto a su sobrina. Volvió a hacer un guiño.

—Pero… Patricia, ¿quién…?

—¡Ah, sí! —dijo la sobrina—. Esta es… —Se volvió hacia la rubia—. ¿Cómo te llamas, Jenny? Me olvidé…

—Genevieve Steinbauer —contestó la rubia.

—La señorita Steinbauer. Y este es Pete No-Sé-Qué. Los conocí en el centro. También quieren venir.

La señora Maurier transfirió su asombro desde la belleza lozana de Jenny al rostro audaz de Pete.

—Pero ¿no es el nuevo camarero? —No sé…

La sobrina miró a Jenny como interrogándola.

—Usted me dijo que viniera —acusó.

—Le pregunto —se dirigió a Pete— si usted ha venido a trabajar en el barco.

—Yo no —contestó rápidamente Pete—. Yo no soy marinero. Si alguien espera que yo maneje el barco, nos volvemos ahora mismo a la ciudad.

—No tiene que manejarlo. Hay hombres para eso. De todos modos, allí está el camarero, tía Pat —dijo la sobrina—. Pete solo quiere acompañar a Jenny, eso es todo.

La señora Maurier miró. Sí, allí estaba el camarero con su equipaje. Volvió a mirar a Pete y a Jenny, pero en ese momento oyó voces. El capitán quería saber si podía comenzar la maniobra y el mensaje fue transmitido por todos los circunstantes.

—¿Estamos todos? —volvió a canturrear la señora Maurier, olvidada de Jenny y de Pete—. Señor Fairchild…, ¿dónde está? —Giró por todas partes su rostro redondo tratando de contar las narices—. ¿Dónde está el señor Fairchild? —repitió con pánico.

El coche daba la vuelta. Corrió hasta la borda y le gritó al chófer. Se detuvo el coche, atravesado, bloqueando totalmente el camino, y el hombre asomó la cabeza con aire de resignación. La señora Wiseman dijo:

—Está aquí. Vino con Ernest, ¿verdad?

El señor Talliaferro lo confirmó y la señora Maurier volvió a mirarlos tratando de contarlos. Un marinero saltó a tierra y empezó a soltar amarras bajo la mirada perezosa de los mirones. El timonel y el contramaestre empezaron a gritarse indicaciones. El marinero volvió a subir a bordo y el Nausikaa se movió suavemente en el agua, como un suspiro silencioso. El camarero recogió la plancha y el teclear del cuarto de máquinas se oyó lejanamente. El Nausikaa se estremeció y cuando el espacio de agua empezó a crecer entre el muelle y el barco, el segundo coche de la señora Maurier apareció a la vista de todos, haciendo sonar desesperadamente la bocina. La sobrina, sentada en cubierta quitándose las medias, dijo:

—Ahí viene Josh.

La señora Maurier chilló. El coche se detuvo. El sobrino descendió de él sin ninguna prisa. El hombre que enrollaba las amarras las arrojó de nuevo a tierra. El Nausikaa suspiró y volvió a dormir, balanceándose dulcemente.

—Date prisa, Josh —le gritó su hermana.

La señora Maurier volvió a chillar, y dos de los haraganes de tierra tomaron las amarras y tiraron con fuerza mientras el sobrino, sin chaqueta ni sombrero, se aproximaba sin prisa y subía a bordo llevando bajo el brazo un serrucho nuevo.

—Tuve que ir al centro a comprarlo —explicó sin darle importancia—. Walter no me dejó que trajera el tuyo.

LAS ONCE EN PUNTO

Por fin, la señora Maurier logró arrinconar a su sobrina. Nueva Orleans, el muelle, el «Yacht Club» habían quedado muy lejos. El Nausikaa avanzaba veloz, juvenil y alegre bajo un cielo azul y soñoliento. Su quilla abría en el agua un abanico. Los invitados de la señora Maurier ya no podían escapar. Se habían instalado en cubierta: no había nada que mirar, excepto unos a otros, ni nada que hacer, salvo esperar el almuerzo. Pete, con el sombrero puesto, estaba aferrado a la barandilla de proa con Jenny al lado. Ella parecía estar desarrollando métodos de sutil seducción, pero Pete seguía imperturbable. La señora Maurier suspiró con alivio y llevó a su sobrina al rincón de una escalera.

—Patricia —le preguntó— ¿por qué diablos invitaste a esos dos jóvenes?

—Solo Dios lo sabe —contestó la sobrina mirando por encima de la gorra marinera de su tía a Pete, agresivo e incómodo junto a la blanca placidez bovina de Jenny—. Solo Dios lo sabe. Si quieres volver y llevarlos a tierra no me opondré.

—Pero ¿por qué los invitaste?

—Bueno, yo no podía saber que iban a resultar así. Tú misma dijiste que no venían suficientes mujeres. Anoche, sin ir más lejos, lo comentamos…

—Sí; pero ¿por qué invitar a esos dos? ¿Quiénes son? ¿Dónde los conociste?

—Conocí a Jenny en el centro. Ella… —¡Ya sé! Pero ¿dónde la conociste? ¿Cuánto hace que la conoces?

—La conocí en el centro esta mañana, en la tienda de Holmes, mientras me compraba un traje de baño. Dijo que le gustaría venir. El otro esperaba fuera y se opuso. Dijo que no podía ir a ningún sitio sin él. Parece que es su novio.

El asombro de la señora Maurier era sincero.

—¿Quieres decir que nunca viste antes a esa gente? ¿Que invitaste a dos personas que nunca habías visto, a venir a mi barco?

—Yo solo invité a Jenny —explicó pacientemente la sobrina—. El otro tenía que acompañarla para que ella pudiera venir. ¿Cómo podía conocerla si nunca la había visto? Si la hubiera conocido, puedes apostar cualquier cosa a que no la hubiese invitado. Pero esta mañana no podía preverlo. En cuanto a mí, me parece una verdadera calamidad. —Ambas se volvieron a mirar a Jenny y a Pete, con el sombrero invariablemente puesto—. Tendré que dar a Pete un trozo de cordel para que se sujete el sombrero. Bueno, ya que están aquí, supongo que habrá que tratarlos bien.

Saltó ágilmente por la escalera; la señora Maurier vio con sorpresa que no llevaba medias ni zapatos.

—¡Patricia! —chilló.

La sobrina se detuvo mirándola por encima del hombro. Su tía, sin decir palabra, le señaló los pies descalzos.

—Deja de criticar, tía Pat. Estás chocheando.

LA UNA EN PUNTO

El almuerzo estaba servido en cubierta, en mesas de juego plegables, una junto a otra. Cuando ella apareció, todos la miraron con curiosidad. La señora Maurier les animó.

—Siéntense en cualquier parte, amigos. Las muchachas van a estar muy solicitadas en este viaje. Recuerden que al ganador le corresponde la mejor dama. —Le pareció un tanto extraño lo que dijo y repitió—: Siéntese en cualquier parte, amigos; los caballeros deben…

Miró a su alrededor y vio un grupo constituido por la señora Wiseman, la señorita Jameson, Jenny y Pete, muy juntos detrás de su sobrina; el señor Talliaferro y su sobrino, ya se habían sentado.

—¿Dónde están los caballeros?

—Se arrojaron al agua —murmuró misteriosamente Pete sujetándose el sombrero.

—¿Dónde están los caballeros? —repitió la señora Maurier.

—Si te hubieras callado un minuto, no tendrías que preguntar —dijo su sobrino que ya se había sentado y tomaba cucharadas de pomelo con absorta celeridad.

—¡Theodore! —exclamó la tía.

De abajo subía una mezcla confusa de risas y gritos alegres.

—Se están poniendo contentos —agregó el sobrino, resistiendo la mirada de reproche de su tía—. Tengo que comer, no puedo esperar a esos pájaros.

Por primera vez se fijó en los invitados de su hermana.

—¿Quiénes son tus amigos, Gus? —preguntó sin interés.

—¡Theodore! —volvió a proferir su tía. El alegre rumor creció hasta tornarse en claras carcajadas.

—¿Qué pueden estar haciendo?

El señor Talliaferro se ofreció galante.

—¿Si usted quiere…?

—¡Oh, señor Talliaferro! Si usted fuera tan amable —aceptó la señora Maurier con emoción.

—Que vaya el camarero, tía Pat. Nosotros comamos, mientras tanto —dijo la sobrina empujando a Jenny—. Ven, Pete, dame tu sombrero.

Pete se negó a dárselo.

—Esperen —interrumpió el sobrino—, voy a hacerles subir. —Tomó el grueso plato y arrojando por la borda la cáscara de pomelo empezó a golpear en la cubierta.

—¡Theodore! —gritó su tía por tercera vez—. Señor Talliaferro, por favor.

El señor Talliaferro se lanzó hacia la escalerilla y desapareció.

—¡Oh, que vaya el camarero, tía Pat! —repitió la sobrina—. Venga, sentémonos. Aquí y allá, Josh, por amor de Dios.

—Sí, señora Maurier, no les esperemos —apoyó la señora Wiseman, mientras tomaba asiento.

Los otros siguieron su ejemplo. La anfitriona paseó por la concurrencia su mirada asustada.

—Bueno —se rindió al fin. Entonces se fijó en Pete que todavía llevaba puesto el sombrero—. Voy a guardar su sombrero —se ofreció, tendiendo la mano.

Pete la sorteó hábilmente.

—¡Cuidado! Ya lo guardo yo. —Se apartó de Jenny y colocó el sombrero en su silla, detrás de él.

En este punto aparecieron los caballeros conversando a gritos.

—¡Ah, malos…! —reprochó la señora Maurier con coquetería.

Fairchild iba al frente, macizo y jovial, algo vacilante al caminar. El señor Talliaferro cerraba la marcha; también él tenía ahora un aire extraño.

—Adivino que usted pensó que nos habíamos tirado al agua —sugirió Fairchild excusándose alegremente. La señora Maurier buscó los huidizos ojos del señor Talliaferro—. Estábamos ayudando al mayor Ayers a buscar sus dientes —agregó Fairchild.

—Los perdió en esa cueva de conejos donde estuvimos —explicó el hombre rubicundo— y no lograba encontrarlos. Y si no tiene dientes, no come, ¿sabe? ¿No le importa? —exclamó cortésmente, mientras se sentaba junto a la señora Wiseman—. ¡Ah, pomelos! —Volvió a levantar la voz—. ¡Qué lindo!, no habíamos visto pomelos desde que salimos de Nueva Orleans, ¿eh, Julius?

—¿Perdió los dientes? —preguntó la señora Maurier, ofuscada.

La sobrina y su hermano miraban con interés al hombre rubicundo.

—Se le cayeron de la boca —explicó Fairchild, sentándose junto a la señorita Jameson.

—Se estaba riendo de algo que había dicho Julius y se le cayeron, y alguien los empujó de un puntapié debajo de la litera. ¿Qué fue lo que dijiste, Julius?

El señor Talliaferro trató de sentarse junto al hombre rubicundo. La señora Maurier buscó nuevamente sus ojos y le venció. Él se levantó y se acomodó junto a ella que se inclinó sobre él olisqueando.

—¡Ah, señor Talliaferro! —murmuró implacablemente juguetona—. ¡Qué malo, qué malo!

—Apenas un traguito… como ellos insistían… —se disculpó el señor Talliaferro.

—Ustedes, los hombres, qué malos son. Sin embargo, por esta vez, les perdono —contestó—. Llame, por favor.

El rostro fláccido y los oscuros ojos compasivos del semita presidían la cabecera de la mesa. Gordon quedose parado por un momento, después de que los otros se hubieron sentado y él lo hizo entre la señora Maurier y su sobrina, con brusca arrogancia. La joven lo miró un instante.

—¡Hola, Barbanegra!

La señora Maurier sonrió automáticamente. Luego dijo:

—Escuchen, amigos. El señor Talliaferro va a comunicarles algo acerca de la puntualidad.

—¡Ah, sí!, muchachos, casi se pierden el almuerzo. No íbamos a esperarles. A partir de hoy, la hora del almuerzo será a las doce y media. Y todos deben llegar puntualmente. Es la disciplina de a bordo. ¿Eh, comodoro?

La anfitriona corroboró.

—Deben ser buenos chicos —añadió con retozón alivio mirando desde su mesa. De pronto recuperó su expresión preocupada—. ¿Cómo? Hay un lugar vacío. ¿Quién falta? —Sus ojos recorrieron la mesa con alarma—. Alguien no está aquí… —repitió.

Tuvo una fugaz y horrible visión de la noticia por la desaparición de un huésped, de la investigación, de los periodistas, del cadáver flotando en algún solitario paraje del lago que, tarde o temprano, sería arrojado a la playa con esa muda e inoportuna torpeza de los ahogados. Los huéspedes se miraban unos a otros, luego, al lugar vacío. La señora Maurier trató de pasar lista mentalmente, examinándolos uno por uno. De pronto, la señorita Jameson profirió:

—¡Ya sé! Es Mark, ¿no?

Era Mark. Lo habían olvidado. La señora Maurier despachó al camarero, que encontró al espectral poeta tumbado en la cubierta de popa. Apareció, con su traje de sarga bien planchado, bañándoles con su triste mirada.

—Nos dio usted un sobresalto, amigo —le informó Talliaferro con aire de reproche, asumiendo la responsabilidad del dueño de la casa.

—Esperaba que alguien considerase oportuno notificarme que el almuerzo estaba servido —replicó el poeta con fría dignidad, ocupando su asiento.

Fairchild, mirándole con fijeza, dijo de pronto:

—Oye, Julius, Mark es justamente el hombre que necesita el mayor Ayers, ¿no te parece? Oiga, mayor, aquí hay un hombre para su primera botella. Cuéntele su plan.

El hombre rubicundo contempló al poeta con amabilidad.

—¡Ah, sí!, es una sal, ¿sabe? Se echa una cucharada en su…

—¿Una qué? —preguntó el poeta mirándole incrédulo.

—Unas sales —explicó— como las que uno tiene en casa, ¿sabe?

—¿Unas…? —repitió la señora Maurier.

—Todos los norteamericanos son estreñidos —continuó burlonamente el hombre rojizo— y se arreglan tomando unas sales en un vaso de agua por la mañana. Ahora bien, mi plan consiste…

—¡Señor Talliaferro! —imploró la señora Maurier.

—Mi querido señor —empezó Talliaferro.

—… en fraccionar las sales en una graciosa botellita que se pudiera guardar en la mesita de noche. Todos los norteamericanos la comprarían. La población de este país es de muchos millones de personas y cuando se toma en consideración el hecho de que todos los norteamericanos son estre…

—Mi querido señor —profirió el señor Talliaferro en voz mucho más alta.

—¿Qué? —dijo el hombre rubicundo mirándole.

—¿Y qué tipo de botellita elegiría? —preguntó el sobrino, cuya mente había empezado a funcionar.

—Una botellita rara, de fantasía, de esas que cualquier norteamericano compraría…

—Con la bandera norteamericana y un par de palomas sosteniendo con el pico un billete de banco con el símbolo del dólar —sugirió Fairchild.

El hombre rubicundo lo contempló con interés y cálculo.

—O si no —indicó el semita—, una tabla para calcular el interés compuesto a un lado, y una buena marca de cerveza en el otro.

El hombre rubicundo también lo miró con interés.

—Pero eso es solo para hombres —dijo la señora Wiseman—. ¿Y para las mujeres?

—Quizás un espejito, ¿no le parece? —sugirió el hombre rubicundo—. Rodeado de un dibujo en colores, ¿eh?

La señora Wiseman le dirigió una mirada asesina. El poeta agregó:

—Y un escondrijo para guardar horquillas. Y también una fórmula anticonceptiva.

La señora Maurier gemía en voz alta llamando al señor Talliaferro.

La señora Wiseman exclamó furiosa:

—Tengo una idea mejor que abarca los dos sexos: en un lado su fotografía y en el otro el precepto: pórtate con tu prójimo como desearías que él se portase contigo.

El hombre rubicundo la contempló interesado.

—Supongo que si ya inventó el frasquito, también ideó el sistema de sacar las sales —intervino el sobrino una vez más.

—Oh, sí, se sacan con una cucharita, ¿sabe?

—Pero cuénteles cómo averiguó que todos los norteamericanos padecen estreñimiento —aludió Fairchild.

La señora Maurier hizo sonar una campanilla. Apareció el camarero y, mientras retiraba los platos utilizados y los sustituía por otros limpios, el hombre rubicundo se acercó a la señora Wiseman.

—¿Qué es ese tipo? —le preguntó señalando al señor Talliaferro.

—¿Qué es? —repitió la señora Wiseman—. Bueno… creo que vende cosas, ¿eh, Julius?

Se dirigió a su hermano.

—No, me refiero a qué raza pertenece.

—Ah, usted se fijó en su acento, ¿verdad?

—Eso es. Me fijé que no habla como los norteamericanos. Pensé que tal vez sea uno de sus indígenas.

—¿Un qué…?

—Un piel roja o algo así —explicó.

La señora Maurier volvió a tocar la campanilla, más o menos como si hablasen entre sí.

LAS DOS EN PUNTO

La señora Maurier puso fin al almuerzo tan pronto como le fue posible. «Si pudiera separarlos, hacerles jugar al bridge», pensaba en medio de su agonía. Habían llegado a un punto en que cada vez que uno de los caballeros abría la boca para hablar, la señora Maurier se encogía cerca del señor Talliaferro. Por lo menos podía contar con él siempre que… Se pasaron todo el almuerzo discutiendo sobre las sales del mayor Ayers. Eva Wiseman se había pasado al otro bando, a pesar de la atmósfera de reproche que la señora Maurier había tratado de promover. Y para colmo, el joven extraño tenía una manera rarísima de usar el tenedor y el cuchillo. Las maneras del señor Fairchild eran… bueno, eran torpes; pero después de todo es el precio que se paga por el arte. Jenny poseía un estilo innegable con el dedo meñique en ángulo. Fairchild comentaba:

—Bueno, aquí hay un caso claro de justicia poética. Hace unos cien años, el abuelo del mayor Ayers quiso venir a Nueva Orleans, pero nuestros abuelos le detuvieron en las marismas de Chalmette y le hicieron trizas. Ahora, el mayor Ayers entra en la misma ciudad y la conquista con un laxante tan suave que, como bien dice, ni siquiera se nota, ¿eh, Julius?

—También condena las viejas convicciones respecto a la irreconciliabilidad de la ciencia y el arte —agregó el semita.

—¿De veras? ¡Ah, claro, eso sí! Escuchen, ¿no les parece que debiera regalarle un frasquito a Al Jackson?

El poeta gruñó lúgubremente. El mayor Ayers repitió:

—¿Al Jackson?

El camarero levantó el mantel. La mesa estaba compuesta de varias mesitas de juego. La señora Maurier le llamó y le susurró algo al oído.

—¿Cómo? ¿Nunca oyó hablar de Al Jackson? —preguntó Fairchild con untuosa sorpresa—. Es un hombre muy gracioso, un descendiente directo del viejo Hickory, que les derrotó a ustedes en mil ochocientos doce. Es todo un personaje en Nueva Orleans. —Los huéspedes escuchaban a Fairchild con una atención evasiva—. Se le puede reconocer fácilmente porque siempre lleva botas con elástico…

—¿Botas con elástico? —exclamó el mayor Ayers.

Fairchild alzó un pie por encima de la mesa para mostrar las suyas.

—Sí. En la calle, en reuniones sociales. Hasta con traje de etiqueta las usa. Incluso para bañarse.

—¿Para bañarse? ¡No diga!

El mayor Ayers miró al narrador con sus redondos ojos azul porcelana.

—Seguro. No quiere que nadie le vea descalzo. Es una deformación familiar, ¿saben? Hasta el viejo Hickory la tenía; por eso venció a los ingleses en la marisma. De lo contrario, nunca les hubiera ganado. Cuando llegue a la ciudad vaya hasta la plaza de Jackson y fíjese en la estatua del viejo. Lleva botas con elástico. —Se volvió al semita—. De paso, Julius, ¿te acuerdas de la caballería del viejo Hickory?

El semita no se pronunció y Fairchild prosiguió:

—Bueno, el viejo general compró un terreno en Florida. Le dijeron que era una granja ganadera, y él reunió un puñado de montañeses de su Tennessee natal y los mandó allá con una reata de caballos. Pues bien, al llegar, se encontraron con que el suelo era pantanoso. Pero como era gente tenaz, trataron de sacar el mejor partido posible de la situación. Mientras tanto…

—¿Haciendo qué? —preguntó el sobrino.

—¿Qué? —repitió Fairchild.

—¿Qué iban a hacer en Florida? Eso es lo que todos queremos saber —inquirió la señora Wiseman.

—Venderles terrenos a los indios —indicó el semita.

El mayor Ayers lo miró fijamente con sus azules ojos.

—No, iban a montar un rancho modelo para la cría de ganado —dijo Fairchild—. Algunos caballos se desmandaron, se alejaron de la reata y se perdieron en los pantanos. Más tarde, se cruzaron con cocodrilos. Así, cuando el viejo Hickory supo que tendría que librar la batalla en las marismas de Chalmette, mandó pedir a Florida algunos de estos animales, mitad cocodrilos y mitad caballos, e hizo montar a su infantería en esas bestias. Los británicos no pudieron resistir. No conocían Florida…

—Eso es cierto —intervino el semita—. En aquella época no había excursiones a Palm Beach.

El mayor Ayers y la señora Maurier miraban a Fairchild con infantil asombro.

—¡Vamos! —dijo al fin el mayor Ayers— usted me está tomando el pelo.

—No, no, pregúntele a Julius. Ya sé que es difícil para un extranjero. Somos gente simple, los norteamericanos, un poco infantiles, pero de gran corazón. Y hay que tener agallas para cruzar un caballo con un cocodrilo y, después, que aquel híbrido resulte útil. Es parte de nuestro temperamento. Ya nos comprenderá mejor cuando lleve tiempo con nosotros. ¿No te parece, Julius?

—Sí, podrá comprendernos cuando haya estado en Norteamérica el tiempo suficiente para adquirir nuestras costumbres, porque, después de todo, las costumbres hacen al hombre.

—¡Ah, sí! —exclamó el mayor Ayers guiñando un ojo—. Pero una de vuestras costumbres no la podré adquirir nunca: comer tarta de manzana. En Inglaterra no tenemos tarta de manzana. Ningún inglés, galés ni escocés comería tarta de manzana.

—¿No tienen? —profirió Fairchild—. ¿Pero, cómo es posible? Creo recordar…

—Pero no tarta de manzana, amigo. Tenemos de otras clases; pero no de manzana. Hace muchos años era costumbre en Eton que los muchachos se escaparan a comprar tartas de manzana. Un día, un chico, hijo de un ministro, murió de un empacho de ellas. Su padre hizo que el Parlamento aprobara una ley que establecía que ningún menor podía comprar tarta de manzana en los dominios del Imperio Británico. Por eso mi generación creció sin conocerlas. La actual generación ni siquiera ha oído hablar de las tartas de manzana. —Se volvió al semita—. Es la costumbre, como apuntó usted.

El poeta espectral que esperaba su oportunidad musitó: «ministro del Interior», pero no le hicieron caso. La señora Maurier miró al mayor Ayers y a Fairchild, y los demás contemplaban el rostro suave y rojizo del mayor Ayers. Hubo un intervalo de silencio durante el cual la señora paseó su mirada por entre sus invitados. Reapareció el camarero al que saludó con alivio y volvió a agitar la campanilla.

—Amigos, a las cuatro estaremos en aguas propicias para el baño. Hasta entonces, ¿qué les parece si jugamos una partidita de bridge? Por supuesto, aquellos para quienes la siesta sea imprescindible, serán perdonados, pero estoy segura de que nadie querrá ir al camarote en un día como este. Veamos, señor Fairchild, señora Wiseman, Patricia y Julius serán la mesa número uno. El mayor Ayers, la señorita Jameson, el señor… Talliaferro… —Su mirada se posó sobre Jenny—. ¿Juega usted al bridge, señorita…?

Fairchild se había levantado precipitadamente.

—Oye, Julius, ¿no te parece que al mayor Ayers le convendría acostarse un rato, considerando que todavía no se habituó a nuestro clima? Gordon también. Oye, Gordon, ¿no te parece mejor que nos acostemos un rato?

—Tienen razón —convino el mayor Ayers de mala gana levantándose—. Digo, si la señora nos disculpa. Me podría sentar mal, ¿saben? —agregó mirando a los toldos.

—Es posible —respondió la señora Maurier indecisa.

Todos los caballeros se dirigieron a la escalera de cámara.

La señora Maurier se volvió a Gordon.

—Seguramente usted, señor Gordon, no nos abandonará.

Gordon miró a la sobrina que sostuvo con calma su mirada arrogante y seria.

—Sí. No juego a las cartas —respondió secamente.

—Pero… —repitió la señora Maurier. Quedaban el señor Talliaferro y Pete. El sobrino ya estaba ocupado con su nuevo serrucho. La anfitriona miró a Pete. Después, a otra parte. Ni siquiera era necesario preguntar a Pete si jugaba al bridge—. ¿Ni un rato quieren jugar? —gritó con aspereza a los caballeros que ya desaparecían por la escalera.

—Sí, luego volveremos —aseguró Fairchild empujando a sus huestes.

La señora Maurier buscó en derredor con angustia. La sobrina miró por un momento la escalera vacía y después al resto del grupo que quedaba junto a las mesas de juego, ya superfluas.

—¡Y tú decías que faltarían mujeres! —dijo.

—Pero de todos modos podemos organizar una mesa —de pronto se iluminó el rostro de la señora Maurier—. Está Eva, Dorothy, el señor Talliaferro y… Pero aquí está Mark —exclamó. Se habían vuelto a olvidar de él—. Mark, por supuesto. Yo no jugaré esta mano.

El señor Talliaferro objetó:

—De ninguna manera. Me quedo fuera yo; insisto en que juegue usted.

La señora Maurier rehusó. El señor Talliaferro volvió a insistir, pero ella se mantuvo firme.

—Pobre Talliaferro —dijo el semita a Fairchild, que abría la marcha por el pasillo—. ¿Vieron la cara que puso? Desde ahora no le soltará de la mano.

—No lo siento por él —contestó Fairchild—. Creo que más bien le gusta. Siempre se siente un poco incómodo con los hombres y estar entre mujeres parece devolverle la confianza en sí mismo; le da un sentido de superioridad que el contacto con los hombres parece reducir bastante. Me imagino que el mundo resultará un lugar triste para un hombre que se pasa ocho horas diarias rodeado de sedas y encajes. —Mientras trataba de abrir la puerta añadió—: Además, no vendrá a mí para que le aconseje cómo se seduce a alguien. Es un hombre bastante inteligente y más sensible que muchos y, no obstante, insiste en que el arte es solo un camuflaje para escapar de la rutina.

Por fin abrió la puerta y todos entraron. Se sentaron como pudieron, mientras él se arrodilló y sacó de debajo de la litera una pesada maleta.

—Es bastante rica, ¿no? —preguntó el mayor Ayers.

El semita, como siempre, se había apoderado de la única silla. Gordon se sentó con la espalda contra la pared; alto, mugriento y altivo.

—Está podrida de dinero —contestó Fairchild. Sacó una botella de la maleta y la miró a contraluz, regodeándose—. Tiene plantaciones o algo así, ¿no, Julius? Es descendiente de los primeros fundadores, según creo.

—Sí, algo así —convino el semita—. Es norteña. Se casó con el dinero y eso lo explica todo, creo yo.

—La explica a ella —dijo Fairchild mientras repartía vasos.

—Es una historia larga. Otro día la contaré.

—Se necesita mucho tiempo para definir a esa mujer —reforzó Fairchild—. Oye, me parece que ese es un negocio mejor para el mayor Ayers que el laxante. ¿No les parece? Yo preferiría una plantación a una fábrica de especialidades farmacéuticas.

—Sí, pero habría que eliminar a Talliaferro —hizo notar el semita.

—Talliaferro no piensa en ella en serio.

—Pues es mejor que piense —contestó el otro—. No podría asegurar cuáles son exactamente sus intenciones, pero está allí sin saberlo, dejando al azar las perspectivas para el más avisado.

—Se trata de la libertad y el negocio del purgante o las plantaciones y la señora Maurier —reflexionó Fairchild en voz alta—. Bueno, yo no sabría… ¿Qué opinas tú, Gordon?

Gordon seguía apoyado contra la pared, ausente, casi sin escucharlos, contemplando dentro de la amarga y altiva soledad de su corazón una forma extraña y nueva, como un remolino de fuego, decapitada, sin brazos, sin piernas; pero cuando pronunciaron su nombre se estremeció.

—Tomemos un trago —expuso.

Fairchild llenó los vasos: los músculos de su cara se pusieron tensos.

—Es un esfuerzo bastante bueno para cualquier desgracia que pueda presentarse en la vida —dijo el semita.

—Sí, pero la libertad… —empezó Fairchild.

—Bebe tu whisky —le dijo el otro—. Y aprovecha la libertad que tienes mientras puedas. La libertad con la policía es la mayor libertad que un hombre puede pedir o esperar.

—La libertad —dijo el mayor Ayers—, la única libertad existe en tiempos de guerra. Todos están demasiado ocupados peleando, consiguiendo medallas y ascensos, y nadie tiene tiempo para ocuparse de uno. Samurai o cazadores de cabezas, elijan. El barro y la gloria, o un trozo de galón sobre una chaqueta limpia. Barro y abnegación y whisky e Inglaterra llena de vuestras fuerzas expedicionarias. Pero ustedes, sin embargo, fueron mejores que los canadienses —admitió—. No tuvo precio su guerra, ¿eh?… A mí también me gusta un poquito de rojo —les confió—. Tengo dos medallas en el pecho y dos galones. Solo se me ve el pecho de un lado. Las medallas son buenas en tiempos de paz.

—Pero ni siquiera la paz puede durar siempre —añadió el semita.

—Va a durar un buen rato… No se puede organizar otra guerra enseguida. Muchos se mantendrían al margen. Los de carrera se abalanzan y consiguen los mejores puestos. Lo aprendí en la última, ¿saben? Y los otros darían la espalda y se negarían a ir de nuevo. —Se quedó pensando un momento—. Esto último hizo la guerra muy impopular entre el proletariado. Se pasaron de la raya. Como el empresario que llena el escenario con tantos artistas que hasta rebosan por entre bastidores.

—Pero ustedes, amigos, se lucieron bastante, ¿no? —dijo Fairchild.

—Pero no pagamos con dinero —contestó el mayor Ayers—. Solo concedemos galones… Bastante bueno el whisky, ¿eh?

—Si quieres —dijo Jenny— lo guardo en mi camarote.

Pete se lo ajustó en la cabeza. El viento estaba consumiendo el cigarrillo que llevaba en la boca, aunque él tenía puesta la mano como escudo.

—Está muy bien así —contestó—. De todos modos, ¿dónde lo pondrías?—… En alguna parte.

Se asió a la barandilla con ambas manos y se curvó hacia atrás. El viento ceñía el vestido a su cuerpo y modelaba sus muslos; penetraba por los faldones de la chaqueta abotonada de Pete y la inflaba como un globo.

—Sí —dijo él— también yo puedo guardarlo en alguna parte cuando quiera… Cuidado, nena. —Jenny se había asomado a la barandilla y apretaba el vientre contra la barra superior mientras se inclinaba peligrosamente hacia el agua. El mar se rizaba cremoso: un blanco que se decoloraba gradualmente desde el verde jade lechoso hasta el azul, y lanzaba breves salpicones como pequeños disparos—. Vamos, vuelve al barco. No estamos haciendo pruebas en este viaje.

—Oh —exclamó Jenny asomándose más aún al agua, mientras el aire hacía revolotear su falda revelando la carne rosada por encima de las medias.

El timonel asomó la cabeza desde su cabina y le gritó algo, Jenny extendió el cuello para mirarlo. Su agitada cabellera parecía una llama.

—No te sulfures, hermanito —gritó Pete al timonel, por pura fórmula—. ¿Qué te dije, estúpida? —reprendió a Jenny tomándola por el brazo—. Vamos, ¡después de todo, es su barco! Trata de portarte como una persona normal.

—Si no hago ningún daño —replicó Jenny—. Supongo que esto se puede hacer, ¿no? Mira, aquí está de vuelta ese del serrucho. ¿Qué estará haciendo?

—Haga lo que haga, lo cierto es que no necesita nuestra ayuda —contestó Pete—. Oye, ¿cuánto dijo que iba a durar este viaje?

—No sé… Quizá dentro de un rato bailen, o algo así. Es divertido, ¿no? Van a ninguna parte y no hacen nada… Es como una película. —Jenny se quedó pensativa mirando al sobrino sentado con el serrucho al socaire de la cámara del timonel y hundido en sus pensamientos—. Si yo fuera rica, me quedaría donde pudiera gastar el dinero. Aquí no hay nada que ver.

—Sí, si fueras rica te comprarías un montón de ropas y joyas y un automóvil. Y después, ¿qué harías? Ajar la ropa dentro del automóvil, ¿no?

—Algo parecido… Pero no compraría un barco… Parece buen mozo, aunque no tiene aspecto de ser muy viril. ¿Qué estará haciendo?

—¿Por qué no vas y se lo preguntas? —contestó Pete secamente—. Yo no lo sé.

—No deseo saberlo. Solo pensaba. Se balanceó lentamente hasta apoyar su espalda en la de Pete.

—Ve y pregúntaselo —insistió él con los codos apoyados en la barandilla, ignorando el suave peso de Jenny—. Un muchacho tan apuesto como este no te va a morder.

—No me importa que me muerdan —contestó Jenny plácidamente—. ¿Pete…?

—Apártate, nena, soy un hombre respetable. ¿Por qué no pruebas con tu lindo muchachito? A ver si puedes competir con el serrucho.

—Me gustan los hombres de aspecto viril —dijo Jenny, y suspiró—. Quisiera que hubiese un cine donde ir o algún sitio donde divertirme… ¿Qué estará haciendo?

—¿Cuántos caballos de fuerza desarrolla? —preguntó el sobrino elevando la voz por encima del ruido de la máquina, contemplándola extasiado.

Limpia como un reloj, niquelada, con un poder fabuloso agazapado bajo una fina película de dorado aceite lubricante, parecía el corazón de un espléndido animal. El capitán, con gorra que alguna vez fue blanca, emblema dorado en la visera y camiseta manchada de grasa, le dijo cuántos caballos de fuerza desarrollaba.

Se hallaban en una atmósfera asfixiante. Algo parecido a un tintineo le penetraba hasta la medula y producía en sus entrañas una desagradable sensación de liviandad. Contemplaba la máquina fascinado. Era tan bella como un caballo de carreras y, en cierto modo, terrorífica, ya que pese a su implacable poder no se veía en ella ningún movimiento, excepto un breve y nervioso vaivén —un alegre y leve chasquido sobre su retumbar lejano y quimérico— desde la quilla hasta los mamparos, todo temblaba en ella, como si en cualquier momento, el acero fuera a resquebrajarse, como el capullo de una crisálida, y se remontaba en terribles y espléndidas alas de energía y llama… El sobrino se movía cuidadosamente alrededor de la máquina. Pero la máquina estaba atornillada con enormes pernos, cubiertos enteramente de minio; pernos que nada conseguiría romper y tan firmemente sujetos como los más hondos cimientos del mundo. Al otro lado de la máquina, por encima del vaivén, la manchada gorra del capitán aparecía y desaparecía.

Había un ojo de buey a la altura de su cabeza y por él vio el cielo dividido por una rígida curva; una extensión de mar con una intensa energía que se fundía como el bronce.

El capitán estaba ocupado con un trozo de algodón en rama, girando en torno a la máquina, acariciando su inmaculada anatomía con maternal orgullo. El sobrino le miraba con interés. El capitán se acercó más, limpió con el algodón una mota de grasa en la base de una biela y la miró a la luz. El sobrino se acercó, mirando por encima del hombro del capitán.

Era una motita casi invisible, muerta.

—¿Qué es, Josh? —dijo la sobrina echándole el aliento en la nuca.

—¿Qué haces aquí abajo? ¿Quién te dijo que bajaras?

—Yo también quise bajar —contestó, apretándose contra él—. ¿Qué es, capitán? ¿Qué tienen usted y Gus?

—Oye —le dijo su hermano—, vuélvete a cubierta, que es el lugar que te corresponde. No tienes nada que hacer aquí.

—¿Qué es, capitán? —insistió ella sin hacer caso a su hermano.

El capitán le tendió un trapo.

—¿Lo mató la máquina? —preguntó—. Quisiera traerlos todos aquí y cerrar la puerta un momento, ¿le parece? —Miró la máquina y se detuvo en las bielas. Tuvo un estremecimiento—. ¡Mira! ¡Mira qué rápidas van!

—Sí, señorita —contestó el capitán—. Bastante rápidas.

—¿Qué velocidad desarrolla? —preguntó el sobrino.

El capitán se fijó en un dial. Después, hizo girar levemente una válvula y volvió a examinar el dial. El sobrino repitió la pregunta y el capitán le indicó la velocidad.

—Es muy marinera, ¿verdad? —sugirió el sobrino, después de un rato.

—Sí, en efecto —contestó el capitán.

Estaba ocupado haciendo algo con dos tornillos, y el sobrino se ofreció a ayudarle. Su hermana lo siguió con expresión curiosa.

—No, deje que lo haga yo solo —dijo el capitán, cortés, pero firme—. Conozco esto mejor que usted, pero… ¿Por qué no me hacen el favor de apartarse un poco?

—¡Qué limpio lo tiene todo, capitán! —observó la sobrina—. Está tan limpio que se podría comer aquí.

El capitán se derritió halagado.

—Vale la pena tenerla limpia. La mejor máquina que he visto. Alemana. Costó 12 000 dólares.

—¡Hala! —comentó la sobrina en voz baja.

Su hermano se volvió y empujándola, la hizo salir del cuarto.

—¡Oye! —dijo con acritud cuando volvieron a estar en el pasillo—. ¿Qué estás haciendo, siguiéndome por todas partes? ¿Qué te dije que haría si volvías a seguirme?

—Yo no te seguía. Yo…

—Sí, sí, me seguías —la interrumpió zamarreándola— me seguías. Tú…

—Es que también yo quería venir. Además, es el barco de la tía Pat, no tuyo, y tengo tanto derecho a bajar como tú.

—¡Oh, sube a cubierta! Y si te vuelvo a encontrar siguiéndome el rastro…

Su voz se fundió en una atroz amenaza. La sobrina siguió por el pasillo.

—¡Oh, cállate la boca! ¡Ya estás chocheando!

LAS CUATRO EN PUNTO

Estaban sentados en cubierta, jugando al bridge, dando las cartas, barajando, hablando en escasos monosílabos. El Nausikaa avanzaba suavemente bajo el soñoliento azul de la tarde. Muy lejos, en el horizonte, se veía la mancha perezosa del ferry de Mandeville.

La señora Maurier miraba a ratos el cielo, como abstraída. Desde abajo llegaba un ruido extraño, que a veces aumentaba y otras, disminuía. El señor Talliaferro empezó a inquietarse. El ruido se desvanecía por momentos y después volvía a oírse. El Nausikaa seguía su marcha pausada.

Jugaban las manos, barajaban y volvían a dar. El señor Talliaferro, cada vez más distraído. Su atención se alejaba, y al volver, encontraba los ojos de la señora Maurier fijos en él, y se volvía a ocupar de las cartas… El señor Talliaferro falló una dama firme de su compañero. El rumor aumentó y los caballeros, en traje de baño y en fila india subieron por la escalera.

Ignorando totalmente a los jugadores, pasaron de largo hablando a gritos: casi se diría que como provocación. Se detuvieron en la barandilla, donde se apoyaba en aquel momento el camarero. El mayor Ayers se destacó del grupo y se lanzó al agua.

La señora Maurier, que había alzado la vista cuando pasaron y les había dirigido la palabra con acento maternal, cuando vio zambullirse al mayor Ayers chilló escandalizada.

El camarero retrocedió unos pasos, se quitó la chaqueta, arrojó un salvavidas y también se zambulló.

—Y van dos. —Fairchild aullaba de alegría—. Les recogeremos al volver —les dijo, haciendo bocina con las manos.

El mayor Ayers seguía al yate nadando con fuerza. El Nausikaa empezó a describir círculos. El telégrafo sonaba febrilmente. El mayor Ayers y el camarero alcanzaron el salvavidas al mismo tiempo, y antes que el yate los perdiera definitivamente, el timonel y un marinero habían soltado el bote salvavidas y, al poco, izaron al mayor Ayers dentro de él.

El Nausikaa iba a la deriva. A la señora Maurier la bajaron a su camarote, donde la estaba esperando, furioso, el capitán.

Mientras, los otros caballeros intentaban convencer a las damas, y de ese modo, el resto del grupo bajó a ponerse los bañadores.

Jenny no tenía: su único equipaje para la excursión consistía en un lápiz de labios y un peine. La sobrina prestó el suyo a Jenny, y con el traje prestado que se le ceñía demasiado, Jenny se tiró al agua, fuertemente sujeta a la mano de Pete. Su cara blanca y rosada era como un globo de juguete sobre el agua. Pete, sentado en el bote, completamente vestido, incluso con sombrero, miraba ceñudo.

El traje de baño del señor Talliaferro era rojo y le daba un aire muy extraño, como de diente recién extraído. También llevaba un gorrito de goma roja, y se lanzó al lago desde la popa del bote para acercarse a la plácida Jenny, tratando de charlar con ella bajo la furiosa mirada de Pete. El poeta espectral no nadaba. Se había vuelto a tumbar, asomando el pálido rostro con indiferencia para observar a los bañistas.

Fairchild se parecía más que nunca a una morsa. Saltaba y jugaba en el agua, pesadamente juguetón, y secundado por el mayor Ayers, molestaba a las damas pellizcándolas bajo el agua. Mojaron a Pete deliberadamente, que lanzaba miradas provocativas a Jenny, agarrada a su mano, en tanto esta chillaba y procuraba protegerse el maquillaje.

El semita describía círculos, con la característica seriedad un tanto ridícula que asume un gordo al nadar. Gordon estaba sentado en la borda contemplando la escena. Fairchild y el mayor Ayers lograron que las damas volvieran al bote, a cuyo alrededor seguían ellos saltando y haciendo piruetas con la obstinada alegría de un perro, mientras Pete les golpeaba en los dedos con uno de sus zapatos.

—¡Cuidado badulaques, cuidado con este hijo de perra que hace de vigía!

Ajena a este entretenimiento, la sobrina apareció en el puente de mando, invisible para los del agua. De pronto, vieron una flecha blanca que bajaba del cielo. El agua la recibió perezosamente y, mientras contemplaban el verde y pausado vórtice por donde penetraba, hubo cierta confusión detrás de Fairchild. Este quedóse boquiabierto y la flecha blanca desapareció bajo la superficie. En su lugar, la sobrina se sostuvo un instante sobre algo que había debajo del agua y luego se zambulló en dirección al mayor Ayers que, en su asombro, continuaba inmóvil. Las damas chillaron de alegría. El mayor también desapareció y la sobrina volvió a zambullirse. Entonces apareció Fairchild, tosiendo y jadeando y subió presuroso al bote, donde el señor Talliaferro, con admirable presencia de ánimo, había abandonado a Jenny.

—Ya tengo bastante —dijo Fairchild cuando pudo hablar.

El mayor Ayers, sin embargo, aceptó el desafío. La sobrina cruzó el agua y le esperó.

—¡Ahógalo, Pat! —gritaban las damas.

Pero antes de que él la alcanzara, su cabeza mojada desapareció y, por un momento, el mayor Ayers nadó con activa resignación. Después, volvió a desaparecer y la sobrina, vestida con una pieza de ropa interior de su hermano —pieza única de camiseta y calzoncillos— surgió de las aguas y se posó sobre sus hombros. Después, colocó un pie sobre la cabeza del mayor y lo sumergió aún más. Luego, se zambulló ella y volvió a alejarse.

El mayor Ayers reapareció por fin, en dirección al bote. También él ya tenía bastante, y los caballeros le ayudaron a subir, chorreando, ante el desprecio de las damas.

Todos subieron a bordo. Pete, erguido en el bote, trataba de sacar a Jenny del agua. Ella, colgaba de sus manos como una lujosa muñeca, alzando de vez en cuando una de sus blancas y tremendas piernas, mientras el señor Talliaferro la sujetaba por los hombros.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritaba Pete.

La sobrina nadó hasta allí y empujó a Jenny por los muslos hasta que cayó por fin dentro del bote con encantadora torpeza. La sobrina sostuvo el bote para que no se moviera mientras abordaban el yate. Después, se deslizó graciosamente fuera del agua, lustrosa y goteando como una foca. Cuando sacudía el cabello vio dos manos y oyó la voz de Gordon:

—¡Deme las manos!

Ella se sujetó a las fuertes muñecas y se sintió volar. El sol poniente iluminó su barba y el alto y esbelto cuerpo y cayó sobre la cubierta goteando. Pat lo miró con admiración.

—¡Vaya, es usted muy fuerte! —exclamó. Volvió a tocar sus antebrazos y después le pegó con el puño en el pecho—. Hágalo de nuevo, ¿quiere?

—¿Que la vuelva a alzar?

Pero ella ya estaba en el bote, extendiendo los brazos. El sol poniente la cubría de oro. Otra vez la sensación de vuelo, de espacio y movimiento y sus duras manos acercándose a ella. Por un instante se detuvo en mitad del vuelo, brazo junto a brazo, por encima de la cubierta, mientras el agua que goteaba de ella se convertía al caer en chorros de oro. El crepúsculo estaba en sus ojos: una gloria que él no podía ver; y su ágil cuerpo casi sin busto, con las caderas lisas de un muchacho, era un portento en mármol dorado; y en su rostro se reflejaba el apasionado éxtasis de un niño.

Al fin sus pies volvieron a tocar la cubierta y ella se volvió. Se fue corriendo hacia la escalerilla mientras los últimos rayos del sol brillaban sobre ella con alegría. Luego, desapareció y Gordon se quedó mirando las húmedas huellas de sus pies descalzos sobre cubierta.

LAS SEIS EN PUNTO

Avistaron tierra en el momento en que el mayor Ayers ganó la apuesta y mientras el día se acababa, el Nausikaa, a media velocidad, entraba lentamente en la desembocadura de un perezoso río, abordando un intemporal crepúsculo violeta, entre solemnes y barbudos cipreses, inmóviles como de bronce. Se podía oír un lento réquiem en esta alta nave, oraciones del corazón del mundo preparándose para dormir. Todo perdía dimensiones: los altos y barbudos cipreses se aproximaban uno al otro por encima del ondulante río, con la desalmada inexorabilidad de dioses paganos asombrados ante el intruso de bronce y caoba. El agua era como aceite, y el Nausikaa avanzaba sin apariencia de movimiento, con enigmática pasividad, por un pasillo sin techo ni suelo.

El señor Talliaferro estaba junto a la barandilla de popa, al lado de Jenny y de su taciturno y ensombrerado acompañante. En la penumbra, la turbadora placidez de Jenny parecía una flor que difundía un aroma más penetrante y embriagador que el de las azucenas. Pete destacaba detrás de ella: la última luz del mundo se concentraba en el impecable satinado de su sombrero, y hacía el aire más oscuro aún. En el fatigado ardor del anochecer de agosto, la seca voz del señor Talliaferro se hacía cada vez más baja, hasta cesar del todo. De repente, consciente de un viejo dolor olvidado, se golpeó el dorso de la mano, consternado, observando a la vez que Pete también estaba inquieto, y que Jenny se agitaba como si se frotase el cuerpo contra la ropa interior.

Jenny, Pete y el señor Talliaferro abandonaron la cubierta. En el pasillo, se les unió apresuradamente el poeta espectral quien se abanicaba con el pañuelo rostro, cuello y la parte alta de su desnutrida y vaporosa cabeza. En aquel instante, la voz de la señora Maurier se alzó desde alguna parte, con un asombroso tono de mando e, inmediatamente, el Nausikaa cobró velocidad y enfiló el rumbo hacia las despejadas aguas.

LAS SIETE EN PUNTO

Hacía tiempo que la señora Maurier sabía que el jugo de frutas frescas es saludable, mejor dicho, necesario para la vida en el mar. Un dato raro, improcedente a primera vista, pero si se repensaba, era digno de tenerse en cuenta, además de agradable; así que lo aceptó e hizo de él un artículo de fe marinera. Primero, lo implantaría, luego, a probar suerte.

La pandilla de Fairchild había salido por fin de su cubil. Los otros invitados estaban ya sentados y contemplaron a los recién llegados con interés y, por parte de la anfitriona, con alarma.

—Aquí llegan los perros guardianes —dijo con agudeza la señora Wiseman—. Son los caballeros, ¿verdad? No hemos visto ni un caballero desde que salimos de Nueva Orleans, ¿no es cierto, Dorothy?

Su hermano le dirigió una sonrisa triste.

—¿Y qué hay de Mark y de Talliaferro?

—¡Oh, Mark es un poeta! Eso lo deja fuera de la responsabilidad general. Y Ernest no es poeta, así que también queda fuera —contestó con grácil lógica femenina—. ¿Verdad, Mark?

—Yo soy el mejor poeta de Nueva Orleans —dijo el joven espectral, levantando hacia ella su cara pálida y prensil.

—Justamente nos preguntábamos dónde estaba usted —dijo Fairchild al mejor poeta de Nueva Orleans—. Teníamos idea de que se hallaba a bordo con nosotros. Es una lástima que no viniera.

—Quizá Mark no se encontró a tiempo —indicó el semítico.

—Sin embargo, sí encontró su apetito —replicó Fairchild—. Tal vez encuentre el resto por aquí cerca.

Se sentó y miró con atención el plato que tenía delante.

—¡Bueno, bueno, bueno! —exclamó distraídamente.

Sus compañeros se sentaron y el mayor Ayers miró también su plato. Y también murmuró algo. La señora Maurier se mordió el labio nerviosa y puso la mano sobre el brazo del señor Talliaferro. El mayor Ayers susurró:

—Resulta familiar, ¿verdad?

Y Fairchild dijo:

—¡Vaya! ¡Si son pomelos! Los reconozco. —Miró al mayor Ayers—. No voy a comerlos ahora. Los guardaré.

—Hace bien —asintió en el acto el mayor Ayers—. Hay que guardarlos —e hizo a un lado su ración—. Aconsejo a todos que hagan lo mismo —añadió dirigiéndose a los demás.

—¿Guardarlos? —repitió con asombro la señora Maurier—. ¡Bah, si hay más! Tenemos varias cajas.

Fairchild movió la cabeza.

—No hay que correr riesgos. Se nos podrían caer al agua, a varias millas de tierra. Yo voy a guardar el mío, por si acaso.

El mayor Ayers adelantó una sugerencia.

—Por lo menos guarden las cáscaras. Podrían hacer falta. Nunca se sabe lo que puede ocurrir en el mar —dijo con aire de búho.

—¡Claro! Podrían hacer falta para combatir el estreñimiento —formuló Fairchild.

La señora Maurier sujetó con fuerza el brazo de Talliaferro.

—¡Señor Talliaferro! —murmuró implorante.

El señor Talliaferro saltó a la brecha.

—Ahora que estamos todos —empezó aclarándose la voz— el comodoro quiere que elijamos cuál ha de ser nuestro primer puerto. En otras palabras, amigos, ¿dónde iremos mañana?

Los miró uno por uno.

—¡Cómo! A ninguna parte —contestó Fairchild sorprendido—. Si fue ayer cuando vinimos, ¿no?

—Querrás decir hoy —dijo la señora Wiseman—. Salimos de Nueva Orleans esta mañana.

—¿Ah, sí? ¡Vaya, vaya! ¡Qué larga se hace la tarde! ¿Verdad? Pero no queremos ir a ninguna parte, ¿o sí queremos?

—¡Oh, sí! —contradijo el señor Talliaferro con dulzura—. Mañana vamos a recorrer el río Tchufuncta, y pasaremos el día pescando. Nuestro plan era recorrer el río y pasar allí la noche, pero es imposible. Así que iremos mañana.

¿La resolución es unánime, o hacemos una votación?

—Me da fiebre solo pensar en eso. ¿A ti no? —dijo la sobrina.

—¿Por el Tchufuncta? —repitió Fairchild—. Allí es donde está la casa de Jackson. Quizás encontremos a Al. Julius, el mayor Ayers debe de conocer a Al Jackson.

—¿Al Jackson? —preguntó el mayor Ayers.

El mejor poeta de Nueva Orleans gruñó y la señora Wiseman dijo:

—¡Dios mío…!, Dawson.

—En efecto. El que le recordé en el almuerzo.

—¡Ah, sí! El tipo de los cocodrilos, ¿verdad?

La señora Maurier exclamó:

—¡Señor Talliaferro!

—Muy bien —contestó Talliaferro—. Entonces está decidido. Iremos a pescar y, mientras tanto, el comodoro nos invita a bailar en cubierta después de la cena. Fairchild encabezará el desfile.

—Por supuesto —convino Fairchild—. Ah, ya sé. Su padre tiene una pesquería y allí fue donde comenzó Al y ahora posee la mayor pesquería del mundo.

—¿Vio la puesta de sol esta tarde, mayor Ayers? —preguntó la señora Wiseman alzando la voz—. Exquisitamente confusa, ¿verdad?

—Era la naturaleza pretendiendo igualar a Turner —apuntó el poeta.

—Eso le llevaría muchos años —contestó la señora Wiseman.

La señora Maurier intervino extasiada.

—Nuestros crepúsculos sureños, mayor Ayers…

Pero el mayor Ayers miraba a Fairchild.

—¿Al Jackson tiene pesquerías?

—Sí. Como un viejo ganadero del Oeste, ¿sabe usted? Pero en vez de ser ganadero es pesquero, en toda la extensión del golfo de México…

—Donde los hombres son tiburones —intervino la señora Wiseman—. No se olvide de eso.

—¡Naturalmente! —asintió el mayor Ayers—. Donde los hombres son hombres. De allá vienen esas hermosas rubias, igual que Jenny.

El mayor Ayers la miró. Jenny escuchaba curiosa. Sus redondos ojos azules eran bellísimos.

—¿Señor?

—¿Es usted la chica que vive en esa granja pesquera de Jackson, en el golfo de México?

—Yo vivo en Esplanade —contestó Jenny con cierta desconfianza.

—¡Señor Fairchild! —profirió la señora Maurier.

El señor Talliaferro insinuó:

—Mi querido señor…

—No, imagino que usted no es, o lo sabría. Creo que ni Claudia Jackson podría vivir en una granja pesquera del golfo de México sin saberlo. Esta muchacha es de Brooklyn. Es una chica de sociedad. Fue allí a buscar a su hermano. Su hermano acababa de graduarse y su padre lo mandó para que los Jackson hicieran de él un pescador. No había mostrado aptitudes para otra cosa, y el viejo sabía que no se necesita mucha inteligencia para criar un pez. Su hermana…

—Pero, yo me pregunto —interrumpió el mayor Ayers—, ¿cómo juntan los peces?

—Hacen rodeos y los marcan como los rebaños. Al Jackson marca…

—¿Los marca?

—Sí. Los marca para poder diferenciar sus peces de los salvajes. Los llaman reses sin marcar. Ahora tiene casi todos los peces del mundo; es un millonario en peces, aunque de momento sea pobre. Siempre que vea usted un pez marcado, es de Al Jackson.

—¿Así que marca los peces?

—Sí… Les hace ranuras en la cola.

—¡Señor Fairchild! —imploró la señora Maurier.

—Pero los peces, en Inglaterra, tienen todos ranuras en la cola —objetó el mayor Ayers.

—¡Bueno…! Serán peces de Jackson que han emigrado.

—¿Y por qué no abre una sucursal en Europa? —preguntó con malicia el poeta espectral.

El mayor Ayers les miró uno por uno.

—Lo que yo digo… —empezó, pero se detuvo allí.

La anfitriona se levantó.

—¡Vamos, vamos a cubierta!

—No, no —atajó rápidamente la sobrina—. Siga, díganos algo más.

La señora Wiseman también se levantó.

—¡Dawson! —dijo con firmeza—. ¡Cállate! Ya no aguanto más. Esta tarde ha sido muy dura. ¡Vamos! ¡Subamos! —dijo empujando a las damas fuera del cuarto y llevándose también al señor Talliaferro.

LAS NUEVE EN PUNTO

Necesitaba un trozo de alambre. Había llegado a ese punto muerto, conocido por todos los creadores, en que no sabía decidir, de tantas cosas que tenía que hacer, qué haría a continuación. Su objeto había alcanzado ese grado de perfección en que la simplicidad del impulso inicial se diluye en una cantidad de innecesarios detalles triviales. Acostado en su litera, en el camarote que compartía con el señor Talliaferro, con el serrucho en la mano y una fina capa de aserrín y viruta sobre la ropa de la cama, decidió que necesitaba un trozo de alambre duro o algo parecido.

Echó las piernas fuera de la litera y saltó con un solo y elástico movimiento; cruzó el cuarto descalzo y buscó sin éxito entre los objetos del señor Talliaferro. Ante el fracaso salió decidido del camarote.

Descalzo todavía, siguió por el corredor y abriendo una puerta dejó que la tenue luz penetrara en un cuarto lleno de ronquidos en el que se distinguía vagamente al durmiente y, en una percha, su gorra blanca manchada. Era el camarote del capitán. Dejó la puerta abierta y silenciosamente llegó a otra inmediata.

Una pálida luz iluminaba la anatomía de la máquina inmóvil. Ignoró la máquina y prosiguió su búsqueda con comercial eficiencia. Había un armario con algunos cajones cerrados con llave. Registró los que pudo abrir, y a veces se detenía para curiosear ciertos objetos junto a la luz con el fin de verlos mejor, y luego los desechaba. Cerró el último cajón y permaneció con la mano en el tirador del armario mirando la estancia.

Necesitaba un pedazo de alambre, un trocito de alambre duro… Había alambres en la pared, pero eran cables eléctricos y probablemente, indispensables. «¡Cables eléctricos…! ¡La batería! ¡Debe estar allí! ¡Detrás de esa puerta!».

Cierto. Estaba allí. Era una cueva sombría con olor a ácidos y color verde-grisáceo de podredumbre. Había muchos cables, pero ninguno suelto… Miró a su alrededor y vio algo, una pieza del mecanismo de acero liso e inodoro, consoladora característica en aquella tumba. Lo examinó con curiosidad, tras encender un fósforo. Allí estaba lo que exactamente necesitaba: una varilla de acero.

«¿Para qué servirá?», pensó. Parecía… un eje, o algo parecido… Pero ¿qué hacía un eje allí? «Evidentemente, no lo usan mucho», se tranquilizó a sí mismo. Demasiado limpio. Más limpio que la máquina. Y no engrasado como ella. «No lo deben usar casi nunca…». O una bomba. «Eso es lo que es. De todos modos, no la necesitarán antes de mañana y, para entonces, ya habré terminado. Aseguraría que no se darán cuenta si me quedo con ella».

La varilla salió con facilidad. Sacó las tuercas de los extremos. Se detuvo indeciso con la varilla en la mano… ¿Y si se dañara? No había pensado en eso. Observó los destellos de luz en su pulida extensión. Era exactamente lo que él necesitaba. Y de acero, de buen acero: costó doce mil dólares. Y si por esa cantidad no se consigue buen acero… Lo tocó con la lengua. Sabía a aceite de máquinas, pero debía ser bueno y duro si había costado doce mil dólares. «Me imagino que no voy a dañarla solo por usarla una vez…».

—Si lo necesitan mañana, ya habré terminado —dijo en voz alta.

Volvió a dejar en su lugar el destornillador. Sentía en la boca el sabor a aceite y escupió. El capitán todavía roncaba. Pasó junto a su litera descalzo, cerrando la puerta con cautela para que la luz del pasillo no perturbara su sueño. Deslizó la varilla en su bolsillo. Tenía las manos grasientas y se las limpió en los fondillos del pantalón.

Volvió a detenerse en la puerta de la cocina, donde el camarero se atareaba en la pileta. Interrumpió su tarea para que le buscara una vela y después volvió a su camarote. Encendió la vela, sacó la maleta del señor Talliaferro y goteando en ella un poco de cera caliente la pegó allí. Después, sacó el estuche de afeitar del señor Talliaferro, de piel de cerdo, y apoyó en él una punta de la varilla, mientras ponía la otra sobre la llama. Sentía en la boca el sabor del aceite. Trepó a su litera y escupió por el ojo de buey. Al hacerlo descubrió que estaba cerrado. «Se secará», pensó.

Tocó la varilla; se estaba calentando. Pero él la quería al rojo vivo. Su boca sabía a aceite y recordó que le quedaba otro cigarrillo en el mismo bolsillo en que había traído la varilla. También el cigarrillo tenía gusto a aceite, pero el tabaco, al quemarse, lo eliminaría.

La varilla se estaba calentando bastante. Tomó el cilindro de madera y dejando el cigarrillo en el borde de la maleta de Talliaferro, apretó con el extremo al rojo vivo de la varilla contra un punto del cilindro; pronto un tenue cordón de humo se alzó en el aire inmóvil. El humo tenía también un leve olor a cuero quemado, probablemente del aceite de la máquina.

LAS DIEZ EN PUNTO

«Porque es un artista», dijo para sí la señora Maurier con profundo desaliento. La señora Wiseman, la señorita Jameson, Mark y el señor Talliaferro jugaban al bridge. La señora Maurier no tenía ganas de jugar; la tensión de la fiesta la enervaba.

—Uno no puede adivinar lo que van a hacer los demás —dijo en voz alta al ver la torpe figura del mayor Ayers, que desaparecía, y a Fairchild que lo llamaba con la atronadora voz de un sacerdote druida ante su víctima.

—Sí —asintió la señora Wiseman—, es como una excursión, ¿no? Todo es borrachera y ruido. ¡Maldito Mark!

—Es peor que eso —corrigió la sobrina, que se había detenido a contemplar el juego—. Es como un barco con ganado; todos los bueyes corriendo y atronando con sus patadas.

La señora Maurier suspiró.

—Sea lo que sea…

Y su frase murió antes de nacer.

La sobrina se alejó y una alta figura surgió de las sombras, se unió a ella y juntos bajaron a la oscura cubierta. Era el extraño y andrajoso señor Gordon, y tuvo el presentimiento de que había fracasado en sus obligaciones de anfitriona. Apenas había cambiado una palabra con él desde que subieron a bordo. La culpa era del horrible señor Fairchild. Pero ¿quién hubiera pensado que un hombre de edad madura, novelista de éxito, se condujera de tal modo?

La luna lanzaba un haz de luz sobre las aguas. El Nausikaa se sometía suavemente a los cables de amarre, inmóvil pero nunca quieto, durmiendo, aunque no del todo, como hacen los barcos en todos los mares del mundo, acunado como una garza sobre las aguas… su yate; su grupo; gente a la que había invitado para que se divirtieran juntos… «Quizá consideren que yo debería emborracharme con ellos», pensó la señora Maurier. Pero se reanimó, motivando una charla.

Los jugadores repartían cartas, lejanos y desprendidos del ambiente. La señora Maurier se levantó con presteza.

—Vengan, amigos míos. Ya sé que están cansados de las cartas. Pongamos música y bailemos un rato.

—Yo prefiero jugar al bridge con Mark antes que bailar con él… —dijo la señora Wiseman—. ¿De quién fue esa broma?

—Sobrarán los hombres cuando empiece la música —avisó la señora Maurier.

—¡Hum! —replicó la señora Wiseman—. Hace falta algo más que un disco para conseguir hombres en esta fiesta… Va a necesitar una orden de extradición… Tres sin triunfo y cuatro ases. ¿Cuánto es, Ernest?

—¿No preferiría bailar, señor Talliaferro? —insistió la señora Maurier.

—Lo que usted guste, querida señora —contestó el señor Talliaferro con cortés distracción, ocupado en anotar los resultados de la partida con un lápiz—. Esto suma… —Sumó una columna, después alzó la cabeza—. Perdón, ¿dijo algo?

—No se preocupe —dijo la señora Maurier—. Voy a poner un disco. Estoy segura de que nuestros huéspedes acudirán al oírlo. —Dio cuerda al gramófono portátil y puso un disco—: Ustedes terminen, mientras voy a ver a quién encuentro.

—¡Hum! —exclamaron todos.

Al compás de seductores ritmos de saxofones y tambores, la señora Maurier recorrió la cubierta tratando de perforar las sombras. Primero encontró al camarero, a quien envió por los caballeros con una orden disfrazada de invitación. Más allá, vio a Gordon y a su sobrina sentada en la barandilla con las piernas cruzadas.

—Ten cuidado —le dijo—. Te puedes caer. Vamos a bailar un rato —agregó feliz.

—Yo no —respondió la sobrina—. Por lo menos esta noche. Bastante hay que bailar en este mundo sobre tierra firme.

—Pero, por lo menos no impedirás que baile el señor Gordon. Venga, señor Gordon, le necesitamos.

—Yo no bailo —contestó secamente Gordon.

—¿No baila? —repitió la señora Maurier—. Pero ¿en serio, no baila?

—Vete, tía Pat —su sobrina contestó por él—. Estamos hablando de arte. La señora Maurier suspiró.

—¿Dónde está Theodore? —preguntó—. Quizás él nos ayudé.

—Está en la cama. Se fue apenas terminó de cenar. Pero puedes bajar y preguntarle si quiere levantarse para bailar.

La señora Maurier miró a Gordon desesperada. Después, se alejó. Encontró al camarero: «los caballeros lo sentían mucho, pero todos se habían ido a dormir. Estaban agotados después de un día tan agitado». Volvió a suspirar y llegó a la escalera. Se detuvo cuando algo informe se desdobló. Luego, Pete dijo desde las tinieblas:

—Somos nosotros.

Jenny emitió un sonido incomprensible, y la señora Maurier, suspicaz, se acercó. La observación de la señora Wiseman acerca de la excursión acudió a su mente.

—¿Supongo que están contemplando la luna? —inquirió.

—Sí —contestó Jenny—. Estamos sentados mirándola.

—Y ustedes, chicos, ¿no quieren bailar? Han puesto música —insinuó la señora Maurier con entusiasmo.

—Sí —contestó Jenny, pero nadie se movió.

La señora Maurier emitió un suspiro y formuló con voz helada:

—Permítanme, por favor.

Le hicieron sitio para que pasara y bajó sin mirar atrás. Abrió el interruptor de la luz y volvió a suspirar.

«Es el alma de los artistas», pensó de nuevo desesperada.

—¡Condenada música! —profirió la señora Wiseman en tanto arrojaba las cartas sobre la mesa.

El disco había terminado y se oía el monótono arañar de la aguja. Luego prosiguió:

—Mark, por favor, para esa cosa. Ya voy bastante mal sin esa lata.

El poeta espectral se levantó obediente y la señora Wiseman tiró las cartas, que quedaron desparramadas.

—No voy a pasar ni un minuto más anotando las diferencias para divertir a tres personas aburridas. ¿Alguien me da un cigarrillo?

El señor Talliaferro abrió su pitillera y se la ofreció. Tomó uno, empujó hacia atrás la silla, levantó un pie, lo puso sobre la otra zapatilla y encendió un fósforo en la suela de su zapato.

—Charlemos un rato —dijo nuevamente la señora Wiseman.

—¿Dónde conseguiste esas ligas? —preguntó curiosa la señorita Jameson.

—¿Estas? —Se bajó la falda—. ¿Por qué, no te gustan?

—Están un poco pasadas de moda. No te quedan bien.

—¿Y cuáles sugerirías para mí? ¿Trozos de cordel coloreados?

—Deberías usar ligas negras con rosas rojas de tamaño natural —dijo Mark Frost—. Es el tipo de ligas que uno esperaría ver en ti.

—Estás equivocado —contestó con énfasis la señora Wiseman—. Me juzgas mal… ¿Dónde está la señora Maurier?

—Debe de haber pescado a Gordon —contestó la señorita Jameson—. Hace un momento le vi en la barandilla.

—¡Ah, señor Talliaferro! —pronunció la señora Wiseman—. ¡Cuídese! ¡Rebeldes y artistas! Ya ve cuán susceptible soy. ¿Nunca le previno una adivina que se cuidara de un hombre alto y rubio?

—Usted es viuda por cortesía —dijo el poeta— como las doncellas en la literatura del siglo XVI.

—Así lo son algunos artistas, hijo mío —respondió la señora Wiseman—. Pero no todos los hombres a bordo son artistas. ¿Eh, Ernest?

El señor Talliaferro se escondió detrás del humo de su cigarrillo. La señora Wiseman consumió el suyo en una ininterrumpida serie de profundas aspiraciones y por fin lo arrojó por la borda: un centelleo de carbón escarlata.

—Dije, hablar —recordó—, no unos blandengues e inconexos chismorreos. —Se levantó—. Vamos a acostarnos, Dorothy.

La señorita Jameson seguía sentada con nostálgica inercia.

—¿No contemplamos la luna?

La señora Wiseman bostezó y desperezó los brazos. La luna esparcía su plateada mano sobre las aguas. La señora Wiseman se volvió con gesto grandilocuente y alzó los brazos.

—¡Ah, luna, pobre y cansada…! ¡Oh, lejana luna negra!

—No me extraña que parezca cansada —observó el poeta—. Piensa en los adulterios de que ha debido ser testigo.

—Y en asumir las culpas ajenas —rectificó la señora Wiseman. Dejó caer los brazos—. ¡Ojalá estuviera enamorada…! ¿Por qué usted y Ernest no son más… más…? Ven, Dorothy, vamos a la cama.

—¿Tengo que ir? —respondió la señorita Jameson, pero se levantó.

Los hombres también se pusieron en pie y el señor Talliaferro recogió las cartas que la señora Wiseman había desparramado. Alguna había caído al suelo.

LAS ONCE EN PUNTO

El señor Talliaferro llamó tímidamente a la puerta del camarote de Fairchild. Al abrir vio al semita sentado en la única silla que había, y al mayor Ayers y a Fairchild, en la litera, con el vaso en la mano.

—Adelante —dijo Fairchild—. ¿Cómo escapaste? ¿Las echaste por la borda y saliste corriendo?

El señor Talliaferro sonrió con reparo, pero al ver la botella se frotó las manos con ilusionada anticipación.

—El cuerpo humano puede soportar cualquier esfuerzo, ¿no es así? Pero imagino que Talliaferro ha llegado al límite de sus fuerzas sin que nadie le echara una mano —comentó el semita.

—En efecto. Talliaferro se ha ganado un trago —asintió Fairchild—. ¿Dónde está Gordon? ¿En cubierta?

—Creo que sí —replicó el señor Talliaferro—. Me parece que con la señorita Robyn.

—Bueno, pues que tenga éxito —dijo Fairchild—. Espero que no lo maltrate como a nosotros, ¿verdad, mayor?

—Tú y el mayor Ayers merecíais lo que recibisteis —dijo el semita—. No os quejéis.

—Supongo que sí. Pero me disgusta ver a un ser humano arrogarse los privilegios y placeres de la providencia. Suprimir las penas es labor de Dios.

—¿Qué pasa con los instrumentos de la providencia?

—Oh, ¡toma otro trago! —propuso Fairchild—. Por lo menos, dejen de hablar para que Talliaferro pueda tomar el suyo. Luego, deberíamos subir a cubierta. Las damas estarán empezando a preguntarse qué ha sido de nosotros.

—¿Por qué? —preguntó inocentemente el semita.

Fairchild dejó de un salto la litera y ofreció un vaso al señor Talliaferro. Este bebió despacio, con fervor, luego aceptó otro. Apuró el contenido con gesto triunfal y una sonrisa. Bebieron otro vaso y Fairchild guardó la botella.

—Subamos un rato —propuso, empujándoles hacia la puerta.

El señor Talliaferro dejó que los otros le precedieran y tocó el brazo de Fairchild. El otro comprendió la intención y se detuvo.

—Deseo su consejo —indicó el señor Talliaferro.

El mayor Ayers y el semita se detuvieron en el pasillo, esperándoles.

—Sigan ustedes —dijo Fairchild—. Yo subiré dentro de un momento —y se volvió al señor Talliaferro—. ¿Quién es la chica?

El señor Talliaferro susurró un nombre.

—Oiga, este es mi plan. ¿A usted qué le parece?

—Espere —interrumpió Fairchild—, tomemos otro trago para celebrarlo.

El señor Talliaferro volvió a cerrar la puerta sigilosamente.

Fairchild la abrió de golpe.

—¿Cree que servirá? —repetía el señor Talliaferro al salir del camarote.

—Sí, seguro; invulnerable. Es mejor que lo ponga en práctica antes que ella se decida por lo inevitable.

—No, en serio; deseo su sincera opinión. Tengo más fe en su juicio que en el de cualquier otro.

—Infalible —repitió Fairchild con solemnidad—. No podrá resistirlo. A decir verdad, a veces pienso con odio en que haya por el mundo mujeres expuestas a hombres como usted.

El señor Talliaferro dudaba de la sinceridad de su amigo. Pero el semblante del otro era solemne y prosiguió:

—Bueno, deséeme buena suerte.

—Ciertamente. El almirante espera que cada uno sepa cumplir con su deber —replicó muy serio Fairchild, siguiendo la elegante figura del señor Talliaferro escaleras arriba.

El mayor Ayers y el semita les aguardaban. No había ninguna dama. En realidad, no había nadie. La cubierta estaba vacía.

—¿Están seguros? —insistió Fairchild—. ¿Miraron bien? Porque tengo ganas de bailar. A ver, fijémonos de nuevo.

A la puerta del cuarto de máquinas se encontraron con el timonel. Solo llevaba una camiseta encima de los pantalones. Estaba mirando el cielo.

—Hermosa noche —saludó Fairchild.

—Hermosa, ahora —convino el timonel—. Pero hay mal tiempo allí. —Extendió el brazo hacia el Sudoeste—. El lago puede estar bastante agitado mañana, y estamos en una costa peligrosa.

Volvió a contemplar el cielo.

—¡Vamos, espero que no! —contestó Fairchild con optimismo—. En una noche tan clara como esta, ¿no le parece?

El timonel seguía mirando el cielo sin contestar.

—Olvidé decirles que las damas ya se han retirado —dijo el señor Talliaferro.

—Eso sí que tiene gracia —exclamó Fairchild—. Quizá pensaron que ya no volveríamos.

—Tal vez temieron que volviésemos —indicó el semita.

—¡Bah! ¿Qué hora es? —preguntó Fairchild.

Eran las doce de la noche. El cielo estaba brumoso y ocultaba las estrellas, pero la luna lucía suave y fría, afable e insensible como una celestina; bañando el yate con su serena luz de plata. Por el cielo cruzaba una procesión de nubecillas, como plateados delfines en un antiguo grabado geográfico.