CUARTO DÍA

LAS SIETE EN PUNTO

Fairchild despertó. Se volvió queriendo dormirse otra vez y al hacerlo vio el rectángulo de papel en el suelo, deslizado, sin duda, por debajo de la puerta. Estuvo un rato mirándolo, despertóse del todo, cruzó el cuarto y lo cogió.

Estimado señor Fairchild:

Me voy del barco hoy. Tengo un puesto mejor. Me deben dos días pero no los voy a reclamar. Les abandono antes de terminar el viaje. Dígale a la señora More que conseguí un trabajo más interesante. Que le pague a usted los cinco dólares que me prestó. Suyo afectísimo,

DAVID WEST

Volvió a leer la nota, la guardó en el bolsillo de su pijama y se sirvió un trago.

El semita roncaba en su litera profundamente dormido, boca arriba.

Fairchild volvió a su litera, desplegó la nota otra vez y la releyó. A su lado, tenía la bebida que aún no había probado; recordando su juventud, pensando en la carne marchita, con un tenue dolor que abarcaba el mundo entero.

LAS OCHO EN PUNTO

—Bueno, no se aflija —tranquilizaron a la señora Maurier—, podemos arreglarnos como ayer. Así nos divertiremos más. Dorothy y yo podemos abrir latas y calentar cosas. Nos arreglaremos sin el camarero lo mismo que con él, ¿no es así, Dorothy?

—Será como una excursión al campo —dijo la señorita Jameson—. Naturalmente, los hombres también tendrán que ayudar —agregó mirando a Pete con ojos tristes.

La señora Maurier se sometió, mientras la señora Wiseman, la señorita Jameson y la sobrina abrían latas y calentaban viandas en tanto que ensuciaban espantosamente la cocina, con grasas, jugos y sangre del pulgar de la sobrina, que se había cortado abriendo, a instancias de Mark Frost, una lata que anunciaba «Habas» y que resultó contener judías verdes.

Hicieron café y el desayuno se sirvió no demasiado tarde. Como dijeron, parecía una excursión campestre, aunque sin hormigas, como señaló muy bien el semita antes que lo echaran de la cocina.

—Para ti abriremos una lata —prometió su hermana—. Además, todavía quedan muchos pomelos.

EL DESAYUNO

Fairchild: Pero yo le vi después que volvimos al yate. Estoy seguro de que le vi.

Mark: No, no estaba en el bote cuando volvimos, ahora lo recuerdo bien. No le vi después que Jenny y Ernest cayeron al agua.

Julius: Así es… ¿Pero estaba en el bote con nosotros? ¿Alguien recuerda haberle visto en el bote?

Fairchild: Claro que estaba, ¿no se acuerdan cómo Mark le pegaba con el remo? Les aseguro que le vi…

Mark: Al principio estaba en el bote, pero después que Jenny y…

Fairchild: Seguro que estaba. ¿Usted no recuerda haberle visto después de volver, Eva?

Eva: No sé. Estaba de espaldas a todos ustedes mientras remaban; y después de que Ernest tiró a Jenny al agua, no recuerdo quién estaba y quién no.

Fairchild: Talliaferro estaba frente a nosotros. ¿Usted no le vio, Talliaferro? Y Jenny, Jenny debería acordarse. ¿No recuerda haberle visto, Jenny?

Talliaferro: Yo cuidaba de la soga. Fairchild: ¿Y usted, Jenny, no se acuerda?

Eva: ¡Vamos, no molesten a Jenny! ¿Cómo quieren que se acuerde de algo? ¿Quién podría recordar algo tan tonto…?

Fairchild: Pues yo sí. ¿Ustedes no recuerdan si él bajó con nosotros?

Señora Maurier (retorciéndose los dedos): ¿Nadie recuerda nada? Es terrible. Yo no sé qué hacer. Ustedes parecen no darse cuenta de mi posición, con un problema tan terrible sobre mí. Ustedes no tienen nada que perder, pero yo vivo aquí, tengo una cierta… Y ahora una cosa como esta.

Fairchild: ¡Bah… no se ahogó! Ya aparecerá. Recuérdenlo.

La sobrina: Y si se ahogó, le encontraremos. El agua no es tan profunda aquí. (Su tía la miró horrorizada).

El sobrino: Además, un cuerpo muerto siempre sale a flote después de cuarenta y ocho horas. Lo que debemos hacer es esperar aquí hasta mañana. Lo más probable es que lo encontremos golpeando contra el casco, listo para ser izado a bordo. (La señora Maurier aulló. Su aullido se estremeció y murió en su papada).

Fairchild: ¡Bah! No se ahogó. Les aseguro que yo le vi…

La sobrina: Por supuesto. ¡Arriba ese ánimo, tía Pat! Le llevaremos de vuelta, aunque se haya ahogado. Y no es lo mismo que perderle del todo. Si mandas de vuelta el cuerpo, quizá sus familiares no te reclamen nada.

Eva: ¡Cállense, chicos!

Fairchild: Pues yo aseguro que le vi…

LAS NUEVE EN PUNTO

Jenny, la sobrina, su hermano (temporalmente fuera de su caparazón científico) y Pete, formaban un grupo. Pete, con su sombrero de paja, el sobrino, con su tipo joven y esbelto, y las dos muchachas con sus vestiditos cortos, mezcla de torpeza y gracia encantadoras. Tan jóvenes eran que su juventud creaba una barrera entre ellos y los otros, haciendo que el señor Talliaferro los vigilara desde cerca pero sin la valentía necesaria para unirse a ellos.

Fairchild observaba el grupo y detuvo la mirada en la sobrina y en Jenny, agarradas a la barandilla y balanceándose de acá para allá, manteniendo el equilibrio sobre los talones, con la desenvoltura de sus jóvenes músculos.

—¡Estas muchachas jóvenes me asustan! —exclamó—. Ya saben, no tanto como una posible o probable castidad… La castidad es…

—Una ilusión incorpórea multiplicada por la falta de oportunidad —formuló Mark Frost.

—¿Qué? —preguntó Fairchild mirando al poeta—. Bueno, quizá sea así. —Siguió su propio pensamiento—. Tal vez nosotros tengamos ideas sobre el sexo distintas de las de otras razas… Nosotros tres, tal vez estamos separados racialmente respecto al sexo, por ejemplo, como un francés, un anglosajón y un mogol.

El semita expuso:

—El sexo para un italiano es como un cohete en una fiesta infantil; para un francés, una actividad cuyo descanso consiste en ganar dinero; para un inglés, una molestia; para un norteamericano, una carrera hípica. Ahora bien, ¿a qué grupo perteneces?

Fairchild se echó a reír y miró un rato al grupo.

—Sus extrañas formas asexuadas. Tú y yo nos criamos esperando encontrar algo debajo de un vestido de mujer. Algo que nos satisficiera, como los pechos y las caderas. Pero ahora… ¿Recuerdan las fotos que solían estar en los paquetes de cigarrillos y en las revistas de las peluquerías? Ana Held y Eva Tanguay, con formas de elegantes veladores de salón. ¿Dónde están ahora? En la calle, ¿qué se ve? Criaturas con la apacible torpeza de terneros o potrillos, con unos bultitos apenas perceptibles por senos, y un indicio de nalgas que, a no ser por su suave aspecto, podrían pertenecer a un chiquillo de quince años. Ya no son sino monótonas. ¿Adónde han ido a parar los postizos que las mujeres solían usar en la ropa? Han desaparecido, con los indios pobres, la cerveza de diez centavos y los calzoncillos de franela. Pero todavía son lindas las muchachas jóvenes… ¡Eso sí! Como una monótona música de flauta.

—Chillonas y estúpidas —asintió el semita—. ¿Quién fue el imbécil que dijo que nuestra forma de vestir no afecta a la línea de nuestro cuerpo y a nuestro comportamiento?

—Estúpidas no son —objetó el otro—. Las mujeres no son unas estúpidas. Su equipaje mental les basta para tomar las pocas iniciativas que precisan. Y cuando la mentalidad basta a los requerimientos del cuerpo, cuando hay una perfecta armonía entre la capacidad y la necesidad, no puede haber estupidez. Si las mujeres tienen más inteligencia de la que necesitan, tarde o temprano se vuelven molestas. Lo único que les hace falta es suficiente inteligencia para moverse, comer y observar las cardinales precauciones de la existencia.

—O conocer la moda a tiempo para uniformarse —intervino Mark Frost.

—Bien, tampoco a eso nada tengo que objetar. Quiero decir, como profano de la raza humana. Después de todo, no son más que órganos genitales articulados con una enorme aptitud para gastar todo el dinero que tienes; y cuando se disfrazan para parecerse exactamente a las demás, lo hacen para que consagres toda tu atención a sus cuerpos.

—¿Y qué hay de las excepciones? —preguntó Mark Frost—. Las que no se pintan ni se cortan el pelo a lo garçon.

—¡Pobrecillas! —respondió Fairchild y el semita dijo:

—Tal vez, después de todo, haya un cielo.

—Entonces, ¿crees que tienen alma? —preguntó Fairchild.

—Ciertamente. Si no han nacido con ella, es solo una infeliz la que no consigue una de algún hombre cuando llega a los once años.

—Es verdad —convino Fairchild, y durante un rato examinó el grupo que estaba ante ellos. Luego se levantó—. Voy a acercarme para oír lo que dicen.

La señora Wiseman se acercó y pidió un cigarrillo a Mark Frost mirando la espalda de Fairchild que se alejaba. El semita observó:

—Es un hombre de talento, a pesar de su asombro ante las emociones sofisticadas.

—A pesar de su falta de seguridad, querrá decir —corrigió Mark Frost.

—No es eso —intervino la señora Wiseman—. Quieres decir lo mismo que Julius: que habiendo nacido norteamericano, de una familia provinciana de la pequeña burguesía del Oeste, ha heredado todo el terror de la clase media ante la Educación, con mayúscula. El mero hecho de su dificultad en llegar a la Universidad y permanecer en ella, no ha hecho sino incrementar ese miedo.

—Sí. Y la reacción que los años y la experiencia le han aportado, le han lanzado al extremo opuesto, sin destruir ese innato temor, ni ofrecerle algo con que reemplazarlo. Sus escritos parecen confusos, no porque la vida no resulte clara para él, sino a causa de su creencia en que, aunque a veces le aterre, la vida en el fondo es sana, admirable y bella; y a causa de que al inclinarse sobre este escenario norteamericano en que ha sido arrojado, los espectros de los Emerson, los Lowell y los otros ejemplares de la Educación con mayúscula que, sentados en salones bellamente alfombrados y rodeados por una atmósfera de lujo y seguridad, dominaron las letras norteamericanas en su fase más norteamericana, más sana, sin calor ni vulgaridad; y, no obstante, le sonríen afectadamente con una especie de desvelo omnipresente, de pueril jactancia, mofándose de sus temores.

—Pero para un hombre como Dawson no hay mejor tradición norteamericana que la de ellos. A ellos puede acusárseles ahora de haber estado sentados entre alfombras, traduciendo sus griegos y latinos, manteniendo correspondencia a través del Atlántico; pero es indudable que todavía les quedó tiempo para zarpar de Nueva Inglaterra con la Palabra de Dios en una mano, una cabilla en la otra y todas las velas desplegadas. Y si topaban con lo que fuera, era americano. Y todavía lo es.

—Sí. Pero le falta lo que ellos disponían en sus estantes de discretos libros y su falta de pasión y vulgaridad: un modelo de literatura que es internacional. No, no un modelo exactamente: la creencia, la convicción de que el talento no necesita restringirse a precisar cosas que su juicio le garantiza que son reacciones americanas.

—¿Libertad? —sugirió Mark Frost.

—No, nadie necesita libertad. No la podemos soportar. Él solo necesita dejarse llevar. Olvidar todo este fetiche de la cultura y de la educación que su crianza y aquellos a quienes las circunstancias les permitieron asistir más tiempo a las universidades del que pudo él, y a quienes, a pesar suyo, contempla con terror, le aseguran que le falta. Y, no obstante, su talento brillaría, se inmortalizaría si consiguiera librarse de su desconcierto e inhibiciones, describiendo de un modo que ni las traducciones perjudicasen (como hizo Balzac) la vida americana tal cual es. La vida es la misma en todas partes. La manera de vivirla sí puede ser diferente, ¿acaso no lo es de una aldea a otra? Nombres propios, rendimiento de un campo o de un huerto, influencias del trabajo, el deber y la inclinación: el eje y la circunferencia de las tareas rutinarias… esos no cambian. Los detalles no interesan, solo sirven para entretenernos. Y nada que nos entretenga puede importar, porque las cosas que nos entretienen son puramente especulativas: placeres imaginados que probablemente no llegaremos a gozar. Nos sorprenden las cosas trascendentales; y aquel que ha soportado la sorpresa de nacer, puede soportarlo todo.

LAS DIEZ EN PUNTO

—Es usted muy pesada —dijo el sobrino levantando la cabeza—. Ya le dije una vez lo que estoy haciendo, ¿no?

Se había retirado al socaire de la timonera donde era menos probable que lo interrumpieran, o por lo menos, eso creía él.

Jenny estaba junto a su silla y lo miraba plácidamente.

—No se lo iba a preguntar otra vez —contestó sin rencor— acerté a pasar por aquí.

Después, examinó el espacio que se dominaba desde donde estaba con una breve mirada comprensiva.

—Este es un lugar maravilloso para el amor —dijo.

—¿Sí, eh? —dijo el sobrino—. ¿Qué pasa con Pete? —Detuvo el cuchillo y levantó otra vez la cabeza.

Jenny le dio una vaga respuesta, luego, movió la cabeza y permaneció sin mirarle, plácida y exuberante, dándole la impresión de que pensaba en él, atrapado en el dulce y turbio fuego de sus muslos, como hacen las jóvenes. El sobrino dejó a un lado el cuchillo y la pipa.

—¿Dónde me siento? —preguntó Jenny, y él se corrió en su silla de lona haciéndole sitio. Ella se acercó con lento y pausado hechizo y se retorció en el hundido asiento—. Es un poco estrecho.

El sobrino levantó la cabeza.

—No pones mucho entusiasmo en tus caricias. —De ese modo, Jenny puso más ardor en ellas. Después de un momento levantó la cabeza y miró el agua: «¡No es posible!», exclamó en voz muy baja, acariciando con suavidad los muslos de Jenny… «¡No es posible!»—. Oye —dijo de pronto—, ¿dónde está Pete?

—Por allí, en alguna parte —contestó Jenny.

El sobrino estiró el cuello para divisar toda la cubierta. Después se quedó quieto.

—Bueno, ya está bien —dijo y empujó el rubio abandono de Jenny—. Ahora levántate, tengo que trabajar.

—Dame tiempo —contestó Jenny con melodiosa voz, luchando por salir del asiento. Era un poco estrecho, pero al final se levantó y se alisó la ropa.

LAS ONCE EN PUNTO

Era un delgado volumen encuadernado en cartoné azul oscuro y un estrecho arabesco anaranjado de esotéricos dibujos en la parte alta que daba la vuelta por el lomo y la tapa de atrás. El título, en letras anaranjadas era: Satiricen a la luz de las estrellas.

—Vamos —dijo Fairchild, alisando una hoja con la mano y los pesados lentes de carey cabalgando en su nariz—. Son los poemas del mayor sobre la sífilis. Después de todo, la poesía ha logrado algo cuando consigue que un hombre como el mayor se ocupe de ella. A los poetas les falta sentido comercial. Ahora, si yo…

—Quizá lo que caracteriza al poeta —formuló el semita— es poder mantener un bello olvido del mundo y sus obligaciones.

—Usted está pensando en los pescadores de ostras —manifestó la señora Wiseman—. Ser un poeta consagrado es ser suficientemente brillante, enigmático y peligroso en su vida pública para disculpar lo que haga en privado.

—Si yo fuera poeta… —Intentó decir Fairchild.

—Cierto —dijo el semita—. Hoy día es un arte bello que ha alcanzado ese estado de perfección en que no hace falta saber ni un ápice de literatura para ser poeta, y está llegando el tiempo en que ni siquiera será necesario saber escribir; pero todavía hay que escribir algo de vez en cuando; no mucho, claro está, pero sí ocasionalmente. Y si el poeta es suficientemente críptico todos quedan satisfechos y uno se ha justificado; lo olvidan inmediatamente y queda en perfecta libertad para irse a comer con cualquiera que lo invite.

—Escucha —repitió Fairchild—. Si yo fuera poeta, ¿sabes qué haría? Yo…

—Cazarías una mujer rica, libre y ardiente. O a falta de eso, algún otro poeta más afortunado, compartiría contigo algún fin de semana. Al parecer es entre ellos una especie de noblesse oblige. Es decir: caballeros poetas.

—No —contestó Fairchild infatigable—. Yo intercalaría en mis libros fotografías y estudios artísticos de inefables imbéciles en traje de baño o sujetando entre ellos cortinas con encajes de imitación. Eso es lo que haría.

—Pero eso perjudicaría a la obra de arte —objetó Mark Frost.

—Tú confundes el arte con la vida en el estudio de un artista, Mark —opinó la señora Wiseman. Le aceptó un cigarrillo—. A mí ya no me quedan. Lo siento. Gracias.

—¿Y por qué no? —respondió Mark Frost—. Si la vida de estudio cuesta lo suficiente, se transforma en arte. Y tienes que alegar buenas razones para convencer a la gente de Ohio, Indiana o de donde sea.

—Gracias a Dios, no todos nacieron en el valle de Ohio —dijo el semita. Fairchild lo miró amable e intrigado aunque un tanto agresivo—. Yo hablo por aquellos de nosotros que leen libros en lugar de escribirlos —explicó—. Ya es bastante difícil vivir con la convicción de que se pasará el resto de la vida escribiendo libros, con una infancia ensombrecida por la posibilidad de que deberá escribir la Gran Novela Norteamericana…

—¡Oh! —exclamó Fairchild—. Quizás opinen como yo. Prefiero un poeta vivo a los escritos de cualquier hombre muerto.

—Que sea poeta el muerto y estaré de acuerdo.

—Bien —se ajustó los lentes—. Escuchen esto.

Mark Frost refunfuñó, se levantó y se fue. Fairchild leyó implacable:

«Sangra sobre la rosa y el durazno

El amor ofrecido en sacrificio…

Bajo su mano su boca está herida.

Bajo su mano su boca está muerta…»

—Espera…

Volvió la página. La señora Wiseman escuchaba inquieta. Su hermano, con su habitual flema burlona continuó:

«Entre los desolados árboles

el severo cuervo y el ruiseñor

mezclan el áspero graznido del uno

con el suave canto del otro, y en la oscuridad

dejan caer sus excrementos.

»Sobre la rosa roja recién brotada

sobre la rota rama del melocotonero

empañado con perfumadas bocas,

uno al otro se cantan, y fenecen…»

Leyó el poema hasta el final.

—¿Qué sacan en claro? —preguntó.

—Sobre todo, palabras —contestó en el acto el semita—. Una especie de cóctel de palabras. Me imagino que hallarán un gran placer en eso, si tienen el gusto educado para los cócteles.

—Bueno, ¿y por qué no? —dijo la señora Wiseman con espíritu proteccionista. Solo los imbéciles buscan ideas en los versos.

—Quizá sea así. Pero no hay alimento en la electricidad, como parecen creer hoy día los poetas.

—Bueno, ¿y de qué querrías que escribieran? —le preguntó—. Solo hay un tema posible. ¿Qué valen el esfuerzo y la desesperación de escribir si se exceptúan el amor y la muerte?

—Eso es lo femenino. Pero es mejor dejar tranquilo al arte y dedicarse a los artistas.

—Las mujeres han hecho algunas cosas buenas —objetó Fairchild—. Yo he leído…

—Dan a luz genios… Pero ¿crees que les interesan algo los cuadros o la música que producen sus hijos? ¿Que sienten alguna otra emoción, aparte de la tolerancia por las debilidades de sus hijos? ¿Crees que la madre de Shakespeare estaba más orgullosa de él que la de Tom o la de Bedlam?

—Naturalmente que sí —dijo la señora Wiseman—. Shakespeare ganaba dinero.

—Elegiste mal la comparación —expuso Fairchild—. Todos los artistas son una especie de locos, ¿no le parece? —preguntó a la señora Wiseman.

—Sí —saltó esta— casi tan locos como los que hablan de ellos.

—Bueno…

Fairchild volvió a mirar la página que tenía delante y dijo despacio:

—Es una cosa extraña. Como si alguien nos llevara hasta una puerta oscura… ¿Entraríamos o no?

—Pero los viejos lo meten a uno en el cuarto antes —dijo el semita— y después preguntan si queremos salir o no.

—No sé. Hay lugares oscuros de los que no se sabe absolutamente nada, Freud y otros…

—Los descubrieron a tiempo para proveer a nuestros literatos pobres de dormitorios gratuitos. Pero usted y Eva convienen en que la sustancia del tema no tiene significación en los versos; que la mejor poesía se compone solo de palabras.

—Sí, infatuación con palabras —convino Fairchild—. Entonces es cuando se logra una buena poesía. Una especie de cadencia, de ritmo, en el que se entra sin saberlo, como el nadador en la corriente. Palabras… Yo las tuve una vez.

—Cállese, Dawson —rogó la señora Wiseman—. Julius puede permitirse ser imbécil.

—Palabras —repitió Fairchild—. Pura infatuación y puro maravillarse de la belleza y del poder de las palabras. Por eso yo no puedo escribir poesía… Me lleva demasiado tiempo decir cosas.

—Todos hemos escrito poesía cuando éramos jóvenes —dijo el semita.

—Es cierto —corroboró Fairchild, volviendo a leer en el volumen—. Escuchen:

«… Oh, primavera, caprichosa, cruel,

descubriendo a la encorvada y hambrienta mano

de marzo tus macizos y blancos muslos»

La señora Wiseman miraba hacia proa, donde Jenny y el señor Talliaferro habían aparecido apoyados juntos en la barandilla. El semita escuchaba con cansada cortesía:

«… Sobre las ondulantes colinas sin savia

una abeja en abril liba perpleja con placer…»

—Es una fe pueril en la eficacia de las palabras: una creencia en que las circunstancias investirán a las palabras con un poder mágico. Y a veces ocurre, ¡maldita sea! Deja que sea histórica o gramaticalmente incorrecta o físicamente imposible, incluso trivial. Llega un momento en que investida con algo, no es de este mundo ni de esta vida. Es una especie de fuego… —Se enredó en las palabras ante la mirada burlona del semita y la espalda de la señora Wiseman—. Alguien, algún alquimista o quienquiera que sea ha destrozado la ternura, ¿saben lo que creo? Creo que siempre escribimos para una mujer, y que cándidamente creemos que aventajamos así a algún bruto mayor, más rico o más buen mozo. Creo que cada vocablo que escribe un escritor es con la intención última de impresionar a alguna mujer, a quien probablemente no le preocupa en absoluto la literatura, actitud que está en la naturaleza femenina. Bueno, quizá la musa no sea siempre una criatura de carne y hueso. Puede ser solo el símbolo de un deseo. Pero es femenina. La fama es un subproducto… Recuerden que los antiguos nunca se molestaban en firmar sus obras… Pero, no sé. Supongo que nadie conoce las razones que un hombre tiene para hacer lo que hace: solo se puede generalizar a partir de los resultados.

—Muy raras veces conoce él mismo sus razones —dijo el otro—. Y para cuando se ha recobrado de su asombro ante el imprevisto resultado que obtuvo, ha olvidado qué razón creyó tener… Pero ¿cómo se puede generalizar a partir de un poema? ¿Qué resultados tiene un poema? Dice que la sustancia no interesa, que su lugar no está en el poema. Usted tiene —prosiguió el semita con curiosa especulación— la extraña costumbre de contradecirse, de confundirse y después obliga al interlocutor a la refutación… Pero Dios sabe que hay mucho margen para la especulación en la poesía moderna. También para la confusión, aunque la mayor parte ya la realizan los poetas. ¿No le parece, Eva?

—¿Qué?

Repitió la pregunta. Fairchild le interrumpió, ya lanzado:

—El problema de la poesía moderna está en que para comprenderla hay que haber pasado por una experiencia emocional idéntica a la del poeta. La poesía de los poetas modernos es como un par de zapatos que pueden usar solo las personas que tengan el mismo pie que el zapatero; mientras que los antiguos fabricaban zapatos que podía usar todos y solo necesitaban saber andar…

—Como chanclos… —sugirió el otro.

—Como chanclos —aceptó Fairchild—. Pero no estoy calumniando. Esos pocos a quienes los zapatos les quedan bien, pueden ir mucho más lejos que todo un rebaño de gente mal calzada.

—De todos modos es interesante —dijo el semita— reducir el progreso espiritual de la raza a términos de migración emocional; estéticos israelitas cruzando, sin mojarse, un rosado mar de aburrimiento y seguridad. ¿Qué le parece, Eva?

La señora Wiseman, pensando en el suave cuerpo de Jenny, salió de su sueño.

—Pienso que ustedes dos no solo son tontos, sino también aburridos.

Se levantó.

—Quiero otro cigarrillo, Dawson.

Él se lo ofreció y también un fósforo; después, la señora Wiseman se marchó.

Fairchild pasó unas cuantas páginas.

—Me resulta difícil vincularla con este libro —dijo lentamente—. ¿A usted no?

—No tanto que lo escribiera —dijo el otro— sino en general al hecho de escribir. Pero el libro en sí no es ningún enigma. Al menos para mí. Pero tú, paseándote confiadamente por este parque de árboles sombríos y sin raíces, que el doctor Ellis y sus alemanes han abierto recientemente al público… siempre serás una criatura en ese bosque. Asustado y ligeramente irritado; como el caballo de Asurbanipal cuando este lo montaba.

—Bisexualidad emocional —contestó Fairchild.

—Sí, pero estás tratando de reconciliar el libro con el autor. Un libro es la vida secreta de un escritor, el secreto gemelo de un hombre: no se les puede reconciliar. Y contigo, cuando llega el choque inevitable, la verdadera personalidad del autor es la que pierde, porque eres de aquellos que ganan en verosimilitud al verlos en letra impresa.

—Quizá sea así —respondió Fairchild distraídamente, inclinándose otra vez sobre la página—. Escucha:

«Esos labios cansados parecen aún más cansados,

por esa curva y pálida astucia.

El quieto misterio de tu secreta faz,

y tu enfermizo desespero obsesionado por su propio mal;

tus manos de infante no se posan en tu corazón para protestar.

Esa sonrisa reconcilia tu fatigada boca,

guárdate de jurar, aunque desengañada

con la secreta alegría de tu pecho de mujer.

»Cansada tu boca de sonrisas;

no puedes apagarlas con tus besos

ni tu amante, ni tú, ni tú ni ella.

Tu despertar virginal es en sí una burla

Llega despierto con la aguda ausencia del sueño

y junto a tu boca tu gemelo corazón esconde su dolor;

no puede quebrarse, pues en medio, no late ningún pecho».

—Hermafroditas —leyó—. De eso se trata. Es una especie de secreta perversión. Como un fuego que no necesitara combustible, que viviera de su propio calor. Quiero decir, que toda la poesía moderna es una especie de perversión. Como si el día de la poesía sana hubiera pasado ya, y los hombres modernos ya no hubieran nacido para escribir poemas. Les concedo otras cualidades, pero no la de escribir poesía. Es como si los hombres de hoy no fueran suficientemente masculinos y vigorosos para idear algo que anda tan cerca de lo sobrenatural. Una raza estéril; mujeres demasiado masculinas para concebir; hombres demasiado femeninos para engendrar…

Cerró el libro y se quitó los lentes.

—Tú y yo sentados aquí, en este momento, es una de las cosas más insidiosas que la poesía debe combatir. La educación universal ha logrado que sea demasiado fácil para todo el mundo tener opinión sobre ella. Sobre las otras cosas también. Los únicos a quienes se debiera permitir opinar sobre poesía deberían ser los poetas. Pero tal como están las cosas… todos los artistas deben sufrirlo: el olvido, el desprecio, la indignación y la adulación de los imbéciles.

—Y —añadió el semita— lo que todavía es peor: la charla.

LAS DOCE EN PUNTO

—Usted debe estar cansado de tanto preocuparse de eso —sugirió Fairchild cuando iban a almorzar. (Soplaba brisa de la costa y el salón tenía las cortinas echadas.)— ¿Por qué no lo deja en su camarote? Me imagino que el mayor Ayers es de confianza.

—Así está bien —contestó Pete—. Ya estoy acostumbrado. Lo extrañaría, ¿sabe?

—Es nuevo, ¿verdad?

—Hace tiempo que lo tengo.

Pete se lo quitó y Fairchild curioseó la cinta y el grueso tejido de la paja.

—Yo prefiero el panamá —murmuró—. Un sombrero blando… Este le debe de haber costado cinco o seis dólares ¿no?

—Sí, pero lo cuido mucho.

—Es un bonito sombrero —dijo el semita—. No todos pueden usar un sombrero de paja dura. Le sienta bien a la forma del rostro de Pete, ¿no crees?

—Sí, así es —opinó Fairchild—. Pete tiene una cara a la que sienta muy bien un sombrero de paja dura. Un hombre de cara sonriente no debería nunca llevar un sombrero de paja dura. Naturalmente, solo un hombre de cara seria se compraría un sombrero así.

Pete les precedió al entrar en el comedor. Por lo menos, la intención del tipo era amable. ¡Qué bicho raro! ¡Despacio, despacio! Las agallas de alguien, de cualquiera. Fairchild se volvió para hablar con discreta persistencia.

—Mire, aquí hay un buen sitio para dejarlo. Supongo que usted no lo habrá descubierto. Lo puede meter aquí abajo, ¿ve? Estará tan seguro como en una iglesia, hasta que lo vuelva a necesitar. Mira, Julius, ¿no es cierto que este lugar fue inventado para guardar un sombrero de paja dura?

El lugar era una mesa plegable de dos alas, disimulada dentro de la pared. Funcionaba con un resorte, y cualquier cosa que se pusiera en un estante inferior quedaría allí invisible hasta que alguien viniera y volviese a bajar los estantes.

—A mí no me molesta —adujo Pete.

—De acuerdo, pero podría dejarlo aquí: es un sitio ideal para dejar un sombrero. Mucho mejor que los del teatro. Yo quisiera tener un sombrero para dejarlo aquí, ¿no es cierto, Julius?

—Sí, pero lo puedo llevar puesto —insistió Pete.

—Claro —convino Fairchild—, pero pruebe un momento.

Pete accedió y los otros lo miraron con interés.

—Cabe exactamente, ¿no es cierto? ¿Por qué no lo deja para probar?

—Más bien no. Me lo dejaré puesto —decidió Pete.

Y cuando se sentó lo puso en el lugar habitual, entre el respaldo de la silla y su cuerpo.

La señora Maurier canturreaba:

—Siéntense, amigos. Deben perdonar estas cosas. Yo había proyectado almorzar en cubierta, pero con el viento que sopla…

—Han descubierto donde estamos y que somos buenos para comer, así que no interesa ya de dónde sopla el viento —dijo la señora Wiseman muy seria, con su bandeja.

—Y con la deserción del camarero y las cosas tan inestables —prosiguió la dueña del yate, paseando su desolada mirada por la concurrencia—. Y el señor Gordon…

—¡Oh, está muy bien! —expuso Fairchild tomando asiento—. Ya aparecerá; estoy seguro.

—No seas tonta, tía Pat —agregó la sobrina—. ¿Para qué querría ahogarse?

—¡Tengo tan mala suerte! —gimió la señora Maurier—. ¡Las cosas que me ocurren! ¿Ven ustedes? —exclamó, perseguida por la visión del agua implacable; unos pantalones empapados y una barba roja extraviada en medio de oblicuas y verdes regiones de mar en un espantoso simulacro de vida.

—¡Bah, tonterías! —protestó la sobrina—. Tan feo como es y tan seguro de sí mismo… Tiene demasiadas buenas razones para ahogarse. Los que no tienen excusa son los que no se ahogan y son atropellados por automóviles, taxis y demás.

—Pero nunca se sabe lo que la gente puede hacer —siguió la señora Maurier, sumergida en la total desintegración de tantas cosas confortables—. La gente es capaz de todo.

—Bueno, si se ahogó, me imagino que lo quería así —dijo despiadadamente la sobrina—. Por cierto que no puede confiar en que nosotros perdamos el tiempo esperándole. Nunca oí decir de alguien que se desvaneciera así, sin dejar una carta o algo semejante. ¿Lo harías tú, Jenny?

Jenny se sentó aterrorizada de antemano.

—¿Se ahogó? —preguntó—. Una vez, en Mandeville vi…

En los celestiales ojos de Jenny surgió momentáneamente una emoción desinteresada, pura y limpia. La señora Wiseman la miró, obligándola con sus ojos. Dijo:

—¡Oh! Olvídense de Gordon por un momento. Si se ha ahogado, lo cual no creo, está ahogado; si no lo está, ya aparecerá, como dice Dawson.

—Es justamente lo que yo digo —apoyó rápidamente la sobrina—. Solo que es mejor que aparezca pronto si quiere volver con nosotros. Tenemos que regresar a casa.

—¿Ah, sí? —exclamó su tía con ironía—. Y dime, por favor, ¿cómo te vas a ir?

—Quizá su hermano nos fabrique un bote con su serrucho —sugirió Mark Frost.

—Es una buena idea —convino Fairchild—. Oye, Josh, ¿no tienes una herramienta que nos ayude a salir de aquí?

El sobrino miró a Fairchild con aire solemne.

—Sáquele punta —dijo—. Le presto mi cuchillo si me lo devuelve enseguida. Siguió comiendo.

—Bueno, tenemos que volver —repitió su hermana—. Ustedes, señores, se pueden quedar si quieren, pero Josh y yo hemos de regresar a Nueva Orleans.

—¿Por Mandeville? —preguntó Mark Frost.

—Pero el remolcador llegará de un momento a otro —insistió la señora Maurier.

La sobrina lanzó a Mark Frost una mirada grave, especulativa.

—Es usted muy listo, ¿no cree?

—Tengo que serlo —contestó Mark Frost en el mismo tono—, de lo contrario tendría que trabajar. Hace falta ser muy pícaro para vivir a expensas de su tía, ¿no?

—¡Patricia! —exclamó la tía.

—Bueno, tenemos que volver. Debemos estar listos para ir a New Haven el mes que viene.

Su hermano salió de su ensimismamiento.

—¿Tenemos? —repitió.

—Yo también voy —dijo la hermana—. Hank dijo que yo iría.

—Vamos a ver, un momentito —dijo su hermano—. ¿Vas a ir siguiéndome toda la vida?

—Yo voy a Yale —repitió, obstinada—. Hank dijo que yo iría.

—¿Hank? —repitió Fairchild mirando con interés a la sobrina.

—Así es como llama a su padre —explicó la tía—. ¡Patricia!

—Pues no puedes ir —le contestó violentamente su hermano—. No te voy a tener colgada detrás de mí toda la vida. Por tu culpa no me puedo mover. ¡Tú deberías ser recaudadora de impuestos!

—No me importa; yo voy —insistió, obstinada.

Su tía exclamó en vano:

—¡Theodore!

—¡Canastos! No puedo hacer nada por culpa de ella —se quejó amargamente—. No me puedo mover por culpa de ella. Y ahora habla de ir… Cansó a Hank hasta que se vio obligado a decirle que sí. Dios sabe que yo también lo hubiera dicho; no la quiero tener conmigo toda la vida.

—¡Cierra la boca! —le espetó su hermana.

La señora Maurier salmodió:

—¡Patricia, Patricia!

—Me voy, me voy y me voy.

—¿Y qué hará allí? —preguntó Fairchild.

La sobrina giró en redondo, agresiva, y replicó:

—¿Qué dice?

—Quiero decir, ¿qué es lo que hará para pasar el tiempo mientras él esté en clase? ¿También va a estudiar?

—¡Oh! Yo andaré por allí vestida con pantalones. Iré a los cabarets y otros lugares por el estilo. No le molestaré, ni le veré. Es un engreído.

—¡Ya veremos si vas! —interrumpió su hermano—. No irás; te lo digo yo.

—Sí, sí voy. Hank dijo que iría. Yo…

—Pues a mí no me verás más; no pienso tenerte toda la vida colgada a mi espalda.

—¿Acaso eres el único en el mundo que irá a Yale el próximo año? ¿El único que estará allí? Pues no pienso ir para perder el tiempo junto a la puerta del edificio solo para verte. A mí no me vas a sorprender con los alumnos. Pienso acudir a lugares adonde tú no entrarás hasta dentro de tres años, si no has reventado antes. Por mí no te preocupes. ¿A quién invitaron para la semana de los graduados, solo que Hank no me dejó ir? ¿Quién vio el partido del otoño pasado, mientras tú estabas en la última fila con un grupo de periodistas, bajo la lluvia?

—No fuiste a la semana de los graduados.

—Porque Hank no me dejó ir. Pero el año que viene, iré. Y puedes apostar hasta el último centavo que lo haré.

—¡Oh, cállate un momento! —replicó su hermano—. Quizás alguna de estas damas quiera hablar también un poquito.

LAS DOS EN PUNTO

Allí estaba el remolcador, achaparrado, quebrando el horizonte sureño, como una transparencia que surge repentinamente con un brusco efecto mágico en la pantalla, en el momento en que uno ha vuelto la cabeza.

—¡Miren ese barco! —dijo Mark Frost.

La señora Maurier chilló:

—¡Es el remolcador!

Se volvió y gritó:

—¡Es el remolcador! ¡Llegó el remolcador!

Todos corearon: «¡El remolcador!, ¡el remolcador!». El mayor Ayers profirió dramática y oportunamente:

—¡Ja, ja, nos vamos!

—Llegó al fin —chillaba la señora Maurier—. Llegó mientras almorzábamos. Alguien… —Los miró a todos—. El capitán…, ¿ha sido notificado? ¿Señor Talliaferro…?

—Naturalmente que sí —contestó el señor Talliaferro con presteza subiendo las escaleras—. Voy a llamar al capitán.

Se fue corriendo y los otros subieron a cubierta y contemplaron el remolcador. Una suave brisa soplaba desde la costa. El señor Talliaferro gritó:

—¡Capitán!, ¡eh, capitán! —La cubierta y el puente estaban vacíos—. Debe de estar durmiendo.

—Por fin salimos —clamó la señora Maurier—; podemos salir. Llegó el remolcador. Hace días que lo pedí, pero ahora ya podemos marchar. El capitán… ¿Dónde está el capitán? No debiera estar durmiendo en un momento así. Con todas las horas que puede dormir… Señor Talliaferro…

—Pero Gordon… —expuso Mark Frost.

La señorita Jameson le apretó el brazo.

—Primero nos vamos… —le dijo.

—Ya lo he llamado —manifestó el señor Talliaferro—. Debe de estar durmiendo en su camarote.

—Debe estar durmiendo —repitió la señora Maurier—. ¿Por qué no va algún caballero?

El señor Talliaferro obedeció la alusión.

—Yo iré —dijo.

—Si es usted tan amable —le gritó la señora Maurier cuando ya se iba y volvió a mirar al remolcador—. Debería estar aquí y así podríamos irnos.

Saludó al remolcador con el pañuelo.

—Sin embargo, podríamos empezar a prepararnos —insinuó Fairchild—. Así estaremos listos para cuando empiece a remolcarnos.

—Tiene razón —notó Mark Frost—. ¿No sería mejor que lo preparásemos todo?

—¡Ah!, pero si todavía no volvemos a casa. Si apenas hemos empezado el crucero. ¿Verdad, amigos míos?

Todos la miraron con ojos aterrados, pero al fin formuló valiente:

—Pues no; por supuesto que no, si ustedes no quieren… Pero el capitán ya debiera estar listo.

—Bueno, entonces preparémonos —opinó la señora Wiseman.

—Nadie sabe nada de barcos, excepto el señor Fairchild —dijo Mark Frost.

—¿Yo? —respondió Fairchild—. Talliaferro ha cruzado todos los océanos. Y aquí está el mayor Ayers. A todos los británicos les salen los primeros dientes jugando con cadenas de anclas y ruedas de timón.

—Y juegan con marineritos de juguete —canturreó la señora Wiseman—. Es casi un poema. A ver, alguien que lo termine.

El señor Talliaferro emitió un sonido de alarma.

—No, verdaderamente; yo…

La señora Maurier se volvió y dijo a Fairchild:

—¿Quiere usted hacerse cargo hasta que aparezca el capitán, señor Fairchild?

—Señor Fairchild —repitió el señor Talliaferro—. El señor Fairchild es nuestro capitán por el momento, amigos. Parece que el capitán no está a bordo —susurró al oído de la señora Maurier.

Fairchild los miró con un gesto de absurda impotencia.

—¿Y qué tengo que hacer? —preguntó—. ¿Saltar por la borda con una pala y sacar con ella la arena?

—Un hombre que ha reiterado su superioridad como lo ha hecho usted toda esta semana, no debiera preguntarnos qué debe hacer —le dijo la señora Wiseman—. Nosotras, las mujeres, ya hemos pensado en eso. Ahora, le toca a usted pensar en alguna otra cosa.

—Bueno, yo ya he pensado en no saltar por la borda y sacar la arena con una pala —contestó Fairchild—. Pero con eso no se resuelve nada, ¿no?

—Debieran empezar a enrollar cuerdas, o algo parecido —sugirió la señorita Jameson—. Eso es lo que siempre hacen en los barcos, según he leído.

—Cierto —aceptó Fairchild—. Enrollaremos cuerdas entonces. ¿Dónde están las sogas?

—Ese es su problema —alegó la señora Wiseman—. Usted es ahora el capitán.

—Bien, buscaremos sogas y las enrollaremos. —Se dirigió a la señora Maurier—. ¿Tenemos su permiso para enrollar sogas?

—No, verdaderamente —contestó la señora Maurier con voz desesperada—. ¿No se puede resolver algo? ¿No podríamos hacer señales con una sábana? Quizá no sepan que este es el barco que los llamó.

—Me imagino que sí lo saben. De todos modos, vamos a enrollar sogas y estaremos listos para recibirlos. Ustedes, los hombres, vengan aquí.

Reunió a su tripulación y los mandó por las escalerillas hasta su camarote. Allí les suministró estimulantes.

—Debiéramos enrollar la soga que hace falta —sugirió el semita—. El mayor debe saber algo de barcos: lleva la afición en su sangre británica.

El mayor Ayers no lo creía así.

—Los barcos americanos tienen rasgos anfibios que no tienen los nuestros —explicó—. Hacen la mitad del viaje por tierra —comentó con desgana.

—Por supuesto —convino Fairchild. Condujo a su tripulación hacia proa, donde su instinto le indicaba que debían hallarse las sogas—. Me pregunto dónde estará el capitán. ¿No se habrá ahogado?

—Me imagino que no —opinó el semita—. Le pagan por esto… Allí viene un bote.

El bote venía del remolcador. Pronto se colocó junto al yate, y el capitán apareció por la barandilla. Un desconocido le seguía. Bajaron sin prisas, dejando las palabras de la señora Maurier como pájaros solitarios en el aire.

—Preparémonos —ordenó Fairchild a su tripulación—. Atemos una soga a algo.

Así fue como ataron una soga a algo, anudándola muy intrincadamente. Entonces, el mayor Ayers descubrió que la habían atado a un cabrestante que se ajustaba holgadamente a un agujero y que probablemente saldría con facilidad al más ligero tirón. La desataron y cuando encontraron algo más firme en cubierta allí la ataron. Pasados unos momentos, el capitán y el desconocido volvieron a cubierta y se detuvieron a contemplarles.

—Ya tenemos la cuerda —dijo Fairchild a su tripulación en voz baja, y ellos anudaron la soga y la estiraron.

—¿Qué tal está, mi capitán? —preguntó Fairchild.

—Muy bien —contestó el capitán—. ¿No tendrían un fósforo?

Fairchild les ofreció fósforos. El desconocido prendió la pipa, descendieron al bote y se fueron. No habían ido muy lejos cuando un tal Walter salió y los llamó. Después, regresaron al remolcador. El equipo de Fairchild había dejado de trabajar y miraba al bote. Fairchild observó:

—Dijo que estaba bien, así que imagino que ya podemos abandonar.

Así lo hicieron y se fueron a la proa donde estaban las damas. Muy pronto volvió el bote surcando las aguas. Otra vez se colocó al costado del yate y un negro, empapado en sudor, lo sostuvo mientras el llamado Walter y otro sujeto subían a bordo con una soga que se prolongaba detrás de ellos.

Todos contemplaron con interés la maniobra de Walter y su compañero después de haber quitado la soga que había puesto Fairchild. Walter y su amigo bajaron.

—Oigan —indicó de pronto Fairchild—. ¿Les parece que habrán encontrado nuestro whisky?

—Me imagino que no —le tranquilizó el semita—. Espero que no —se corrigió, y todos volvieron en grupo a mirar el bote donde el negro, sin preocuparse de ellos, estaba comiendo. Mientras permanecían mirando al negro, Walter y su compañero volvieron, y el desconocido gritó algo al remolcador haciendo bocina con las manos. Le contestaron por fin, y la otra punta de la cuerda que habían traído al yate y ajustado, se deslizó de la cubierta al remolcador y cayó pesadamente al agua. Walter y su compañero la subieron a bordo del yate y la enrollaron, mojada y goteando.

Después se acodaron en la barandilla y arrojaron la soga al bote. Bajaron ellos y el negro remó de vuelta al remolcador.

—Se equivocó otra vez —dijo Mark Frost con sepulcral ironía. Se agachó y se rascó los tobillos—. Prueben con otra soga.

—Espera —le contestó Fairchild—. Espera diez minutos antes de hablar. Dentro de ese tiempo estaremos navegando a toda máquina. ¿De dónde viene ese bote?

El bote era un esquife. De dónde venía no lo sabía nadie. Bajo el sopor de la tarde llegaba de alguna parte del lago el sonido irregular del motor de una lancha. El esquife fue colocado a un lado del yate, manejado por un palúdico que llevaba un viejo sombrero de mujer, el cual le daba un aire de extraña desolación.

—¿Dónde está ese tipo que se ahogó? —preguntó agarrándose a la barandilla.

—No lo sabemos —contestó Fairchild—. Lo perdimos en alguna parte, entre este lugar y la costa.

—¿Hay recompensa?

—¿Recompensa? —repitió Fairchild.

—¿Recompensa? —intervino la señora Maurier casi sin aliento—. Sí, hay una recompensa; yo ofrezco una recompensa.

—¿Cuánto?

—Primero encuéntrelo —interpeló el semita—. Luego habrá recompensa. No se preocupe.

El hombre seguía agarrado a la barandilla.

—¿Ustedes han dragado buscándole?

—No, solo hemos empezado a buscarle —contestó Fairchild—. Usted empiece a buscar y nosotros sacaremos el bote e iremos a ayudarle. Habrá recompensa.

El hombre separó su esquife del casco y tomó los remos. El ruido del motor de la lancha iba creciendo paulatinamente; pronto estuvo a la vista, con dos hombres a bordo. Cambió de rumbo y se lanzó tras el esquife. La ruidosa máquina dejó de aturdir abriendo una estela bajo su casco. Los dos botes estuvieron juntos un momento y después se separaron. A poca distancia uno del otro empezaron a moverse lentamente, mientras sus ocupantes hurgaban el fondo del lago con sus remos.

—Mírenlos —señaló el semita—. Parecen cuervos. Probablemente habrá una docena antes de una hora. ¿Cómo crees que se enteraron?

—¡Solo Dios lo sabe! —contestó Fairchild—. Vamos con nuestra tripulación a ayudarles. Será mejor que busquemos también a los hombres del remolcador.

Empezaron a gritar por turno, y al rato, alguien se asomó a la borda del remolcador, los miró con indiferencia y se fue. Después de otro rato, el bote se alejó del remolcador y se acercó a ellos. Una consulta, a la que asistían todos, mientras el hombre del remolcador se movía despacio en su labor de atar otra soga, todavía más sucia, a la proa del Nausikaa. Después, él y Walter volvieron al remolcador, soltando soga detrás de ellos mientras la insistencia de la señora Maurier se perdía en la tarde soñolienta. Sus huéspedes se miraban entre sí. Fairchild dijo con decisión:

—Vamos, subamos a nuestro bote.

Eligió sus hombres, reunieron todos los remos que había y se prepararon para embarcar.

—Aquí viene otra vez la chalupa del remolcador —dijo Mark Frost.

—Se equivocaron y ataron un extremo de esa soga a algo que no era… —dijo maliciosamente la señora Wiseman. La chalupa se les acercó sin prisas, y esta y el bote del yate restregaron amistosamente sus proas. El compañero de Walter preguntó sin el menor interés:

—¿Dónde se ahogó ese tipo?

—Yo iré en su bote y le indicaré —decidió Fairchild.

Mark Frost volvió a subir rápidamente al yate. Fairchild le detuvo.

—Ustedes nos siguen en ese bote. Cuantos más busquemos, mejor.

Mark Frost asintió con un gruñido. Los otros ocuparon sus asientos y bajo la dirección de Fairchild las dos chalupas recorrieron el trayecto del día anterior. Los dos primeros botes iban delante, a cierta distancia, moviéndose con lentitud. Las chalupas se separaron también, y los buscadores hurgaban con los remos el fondo del lago. Es tal la influencia de la acción sobre la mente, que pronto hasta el fuerte optimismo de Fairchild se aquietó y se tornó incierto ante la inminencia de lo desconocido, y también él aceptó, sin darse cuenta, lo posible por lo probable.

El sol se había ocultado tras una nube, como si se hubiera cansado de su implacable fuego, y el agua —esa agua que podía contener, presta a revelarla, la muda evidencia del destino final de todas las luchas del hombre— lamía y golpeaba las mecánicas fragilidades que las sostenían: un pequeño ruido, monótono y sin rencor ¡bien podía esperar! Siguieron hurgando lentamente.

Pronto los cuatro botes, abiertos en abanico, atravesaron todo el recorrido del día anterior, y se volvieron cubriendo meticulosamente toda la zona, operando despacio y en total silencio.

La tarde proseguía adormilada. El yate y el remolcador yacían inmóviles en su cegador reverbero de agua y de sol.

Otra vez el trayecto de la víspera fue cubierto palmo a palmo, paciente, silenciosa e inútilmente; los cuatro botes, como sin voluntad, se acercaban más uno al otro, como se reúnen las ovejas, mientras el agua lamía y golpeaba sus quillas, siniestra e imperturbable… Pronto la lancha de motor se acercó y empezó a rozar levemente contra el casco en que estaba sentado Fairchild. Este levantó la cabeza, guiñando al sol. Después de un momento, dijo:

—¿Eres un espectro o lo soy yo?

—Es lo que iba a preguntarte —contestó Gordon sentado en su lancha.

Siguieron sentados, mirándose fijamente uno al otro. Los otros botes se acercaron y pronto el hombre llamado Walter habló:

—¿Es esto todo lo que ustedes buscaban aquí? —preguntó en un tono de cortés repugnancia, quebrando el hechizo—, ¿o quieren que sigamos remando otro rato?

Fairchild estalló en una incontenible risa histérica.

LAS CUATRO EN PUNTO

El palúdico había atado su esquife a la lancha del hombre gordo y se alejaron con tristeza sin la recompensa: el remolcador había emitido un silbido burlón mostrándoles su achaparrada y fea popa, mientras el negro, apoyado en la borda, seguía comiendo y mostrando un par de pies tan sucios como nunca más tendrían la oportunidad de ver, y se alejó. El Nausikaa estaba libre otra vez y navegaba velozmente ganando distancia y la tremenda conmoción final se fue extinguiendo con la tarde.

La señora Maurier lo miraba con un gesto en las manos de inaudita desesperación, pero sin decir palabra.

—Yo lo vi en el bote cuando volvíamos —repetía Fairchild con obstinado asombro.

Abrió una nueva botella.

—No podías haberme visto —contestó secamente Gordon—. Salí del bote en medio de todo el escándalo producido por Talliaferro.

Rechazó el vaso que le ofrecían. El semita dijo triunfal:

—Yo lo dije.

Y Fairchild trató otra vez de imponer su opinión:

—Pero yo vi…

—Si vuelves a decirlo —dijo el semita—, te mato. —Se dirigió a Gordon—. ¿Y pensabas que Dawson se había ahogado?

—Sí. El hombre que me trajo de vuelta oyó hablar de eso. Debe haber corrido la noticia a todo lo largo y lo ancho del lago. No recordaba el nombre con precisión, y cuando yo repetí todos los nombres del grupo y dije Dawson Fairchild, él dijo: «Es ese». Dawson y Gordon, ¿ven? Y entonces pensé…

Fairchild se echó a reír tratando al mismo tiempo de decir algo.

—Y entonces vuelve y pierde… —Otra vez la nota histérica en su risa; sus manos temblaban, chocando la botella contra el vaso y volcando el whisky en el suelo—… Y pier… vuelve y pierde medio día buscando… buscando su propio cu… cuerpo…

El semita se levantó, le quitó la botella y el vaso, y casi lo tiró sobre la litera.

—Siéntate y bebe esto. —Fairchild sorbió su whisky. El semita se volvió otra vez a Gordon—. ¿Qué te hizo volver? ¿No será porque oíste que se había ahogado Dawson?

Gordon estaba contra la pared, callado, sucio de barro. Levantó la cabeza y les miró. Fairchild, premonitorio, tocó la rodilla del semita.

—No está ni aquí ni allá —dijo—. La cuestión es: ¿vamos a emborracharnos o no? En cuanto a mí, casi me parece una obligación.

—Sí —convino el otro—. Es algo que tenemos que resolver nosotros. De todos modos, Gordon debiera celebrar su resurrección.

—No. Yo no quiero —respondió Gordon.

El semita protestó, pero otra vez Fairchild le hizo señas de que se callara, y cuando Gordon se volvió hacia la puerta, se levantó y lo siguió por el pasillo.

—Ella también volvió, ¿sabes?

Gordon miró al hombre más bajo que él, con ojos de halcón solitario y arrogante.

—Ya lo sé —contestó. («Tu nombre es como una campanita dorada que colgara en mi corazón.»)— El hombre que me trajo es el mismo que los trajo a ellos ayer.

—¿En serio? —preguntó Fairchild—. Parece que tiene mucho trabajo transportando desertores, ¿verdad?

—En efecto —contestó Gordon, y se fue por el pasillo con una cantarina ligereza en su corazón, y una alegría plateada y brillante como un par de alas.

La cubierta estaba desierta como la de la otra tarde. Esperó pacientemente en la callada felicidad de su sueño y su arrogante corazón, tan joven como cualquier otro, tan olvidado del ayer y del mañana. Pronto, como una respuesta, llegó ella descalza, moldeada por el viento y con sorpresa se alzó y le tendió una mano firme y bronceada.

—Así que se escapó —dijo ella.

—Usted también —contestó él, después de un intervalo lleno de una ternura plateada, limpia y bella.

—Así es. Nosotros somos los arenques de este bote, ¿no?

—¿Arenques?

—Me refiero a las agallas —explicó, mirándole seriamente por debajo del espeso flequillo negro—. Pero volvió…

—Y usted también —recordó él en medio de sus silenciosas alas de plata.

LAS CINCO EN PUNTO

—Al fin nos movemos —repetía a intervalos la señora Maurier, con aire distraído, escuchando el sonido vago que a ratos surgía de la escalerilla. Pronto, la señora Wiseman notó el aire preocupado de la anfitriona y también se calló y empezó a escuchar.

—¿Pero, otra vez? —dijo con un presentimiento.

—Me temo que sí —contestó la otra con aire desolado.

El señor Talliaferro también escuchó.

—Quizás yo…

La señora Maurier los miró y la señora Wiseman dijo:

—¡Pobres! Han tenido que soportar mucho en estos días.

—Y… los muchachos son los muchachos —agregó el señor Talliaferro con dócil nostalgia, escuchando anhelante el alegre ruido.

La señora Maurier apenas le prestó atención, desprendida y especulativa.

—Pero de todos modos nos estamos moviendo —dijo.

LAS SEIS EN PUNTO

El sol se estaba poniendo. El agua lo reflejaba con la elegancia de caoba y bronce del yate. Las alas de su corazón estaban teñidas de rosa y oro, mientras él, de pie, contemplaba la espesa corona de su cabeza y la grave y asexuada réplica de su propia actitud apoyada en la barandilla.

—¿Sabes lo que dijo Cyrano una vez? —le preguntó.

Había un rey que lo poseía todo. El poder, la gloria, el esplendor y la dicha. Se sentaba a la hora del crepúsculo en su trono de mármol atento al rumor del agua y de los pájaros, rodeado por las finas siluetas de las palmeras, mirando las cúpulas de su ciudad, y aún más allá, hasta los límites de su mundo.

—No, ¿qué? —preguntó ella, pero él solo la miraba con sus ojos inseguros y hundidos—. ¿Qué le dijo? ¿Estaba enamorado?

—Creo que sí… Sí, estaba enamorado. Y ella tampoco podía dejarlo. Le era imposible abandonarlo.

—¿No podía? ¿Qué le había hecho? ¿La había encerrado?

—Quizás ella no lo quería —sugirió él.

—¡Ah! —Y después—: Entonces era una tonta. Y él, suficientemente tonto para creer que ella no le quería.

—Es que él no se arriesgaba. La había encerrado… En un libro.

—¿En un libro? ¡Oh…! Eso es lo que hiciste, ¿verdad? ¡Con esa joven de mármol, sin brazos, ni piernas! ¿No preferirías tenerla viva? Oye, ¿no tienes novia?

—No… ¿Por qué?

—Por tu aspecto andrajoso. Ninguna mujer perdería su tiempo con un hombre que se satisface con un trozo de madera. Deberías salir de ti mismo. ¿Qué edad tienes? Algún día, o revientas de repente o te secas del todo.

—Treinta y seis años.

—Treinta y seis años. Y vives en una cueva con un pedazo de piedra, como un perro con un hueso seco. ¿Por qué no te libras de eso? —Él se limitó a mirarla—. Dámelo, ¿quieres?

—No.

—Entonces te lo compraré.

—No.

—Te daré… —Lo examinó fríamente—. Te doy diecisiete dólares. En efectivo.

—No.

Lo miró exasperada.

—Bueno, ¿y qué vas a hacer con eso? ¿Tienes alguna razón para guardarlo? No lo robaste, ¿verdad? Y no digas que no te hacen falta diecisiete dólares, viviendo como vives. Apuesto a que ahora no tienes ni cinco dólares y viniste a esta excursión para ahorrarte la comida de estos días. Te daré veinte dólares. Diecisiete en efectivo. —Él siguió mirándola como si no hubiera oído nada.

Y el rey habló a un esclavo arrodillado a sus pies. —Halim. —¿Señor? —Lo poseo todo, ¿no es cierto? —Tú eres el Hijo de la Mañana, señor. —Entonces, escucha, Halim: tengo un deseo.

—Veinticinco —dijo ella sacudiéndole el brazo.

—No.

—¡No, no, no, no! —Martilleó con los puños la barandilla—. Me vuelves loca. ¿No sabes decir otra cosa aparte de «no»? Tú…

Lo miró con el rostro enojado y sus serios ojos opacos y usó la expresión que Jenny le había enseñado.

Él la agarró por los codos y ella se puso rígida sin dejar de mirarle. Él notó los pequeños músculos de sus brazos.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

Él la alzó en vilo y ella empezó a debatirse; la llevó implacablemente a través de la cubierta, se sentó en una tumbona y la acostó boca abajo sobre sus rodillas. Ella pataleaba y se debatía con una furia silenciosa, pero él la sostenía. Dejó de luchar y le clavó los dientes en una pierna, a través de la áspera tela de los pantalones, como un perrito enfurecido, mientras él le subía la falda y le daba una soberana paliza.

—¡Iba en serio! —gritaba furiosa, pero sin lágrimas, cuando le soltó los dientes y la sentó en sus rodillas. Había un pequeño óvalo húmedo en la pernera de su pantalón—. ¡Iba en serio! —repitió tensa e iracunda.

—Ya sé que iba en serio. Por eso te di la paliza. No por lo que dijiste. Eso no significa nada para mí porque invierto los géneros. Te pegué por la intención que pusiste en ello, tanto si lo sabías como si no.

De pronto, ella se echó a llorar y él la apretó contra su pecho. Pero con la misma brusquedad, cesó el llanto y se quedó quieta, mientras él le acariciaba la cara.

Es como una cosa oída, no como una música de trompetas y de cuerdas pulsadas y de voluptuosidad de jóvenes que bailan; no, Halim, no es una virgen de Thales con las uñas pintadas y con miel y mirra astutamente colocadas bajo la lengua. No es un perfume como el de la mirra y las rosas que hace correr como agua la fuerza en los huesos del hombre, ni tampoco… Detente, Halim; una vez yo era…, ¿era yo una vez? ¿No es eso verdad? En la madrugada, en las altas montañas heladas, el alba es como un viento en las claras serranías, y con el viento nos llega el leve sonido del caramillo de los pastores y el aroma del alba y de los almendros… ¿No es eso verdad? —Sí, señor. Te lo dije. Yo estaba allí…

—¿Eres duende a la vez que hombre? —preguntó poniéndose de nuevo tensa y levantando los ojos. La mano varonil se movía lenta por su mejilla, su mandíbula, siguiendo el contorno de cada músculo, deteniéndose y siguiendo de nuevo.

Entonces, escucha, Halim: deseo una cosa, que si no hubiera estado despierto, al notarla me hubiera despertado; que muerto, al recordarla, me agarraría a este mundo aunque fuese para vivir como un mendigo vestido de harapos, en lugar de ser un rey entre reyes en medio de las dulces y fugaces delicias del paraíso. Encuéntrame eso, Halim.

—Oye —preguntó con curiosidad, sin miedo—, ¿por qué haces eso?

—Estoy aprendiendo tu cara.

—¿Aprendiendo mi cara? ¿Me vas a reproducir en mármol? —preguntó con rapidez—. ¿Puedes hacer en mármol mi cara?

—Sí.

—¿Me la harás? —Se echó hacia atrás mirándole el rostro—. Entonces, haz dos. Y si no quieres, dame la otra, la que tienes en tu estudio y yo posaré por esta sin cobrarte nada, ¿qué te parece?

—Tal vez.

—Prefiero eso. ¿Ya aprendiste bien mi cara? —Se movió otra vez ágilmente para volver a su posición anterior—. Apréndela bien.

Ahora, ese Halim era un hombre viejo, tan viejo que había olvidado muchas cosas. Había sostenido a este rey, caminando pacientemente a su lado por calles y senderos; había estado entre el joven príncipe y esas formas de imprevista y total aniquilación que el joven había suscitado, al ingenuo estilo de los muchachos; se había interpuesto entre el joven príncipe y las inevitables recriminaciones paternas. Y estaba sentado con las manos grises entre las flacas rodillas; la cabeza gris, inclinada, mientras el crepúsculo llegaba a través de las cúpulas de la ciudad hasta el trono acallando el piar de los pájaros, de modo que el silencio de la corte solo fuese quebrado por el rumor del agua, entre la grave inquietud de las palmeras. Después de un momento, Halim habló: —¡Ah, Señor! En las montañas geórgicas también yo amé cuando era muy joven. Pero de eso hace ya mucho, mucho tiempo, y ella ha muerto.

Ella estaba muy quieta, contra su pecho, mientras el crepúsculo moría como cuernos de bronce sobre el lago. Dijo, sin moverse:

—Eres un hombre raro… Me pregunto si yo podría esculpir. Supongamos que yo aprendiera tu cara. Bien, entonces no… También yo prefiero la quietud. Pienso que ya debes de estar cansado. No soy un pajarito. ¿No estás cansado de sostenerme? —insistió.

Negó con la cabeza y la miró otra vez con sus ojos fatigados y cavernosos. Ella trató de cambiar la expresión de los suyos, asumiendo a la vez una actitud de impúdica invitación, tan falsa y notoriamente teatral, que solo sirvió para recalcar su grave y firme asexualidad.

—¿Qué tratas de hacer? ¿Seducirme? Ella contestó:

—¡Bah! —Se sentó, luego, saltó de su regazo y se puso en pie—. Así que no me lo darás. Seguro que no.

—No —contestó sobriamente. Ella se volvió, pero enseguida se detuvo y le miró:

—Te doy veinticinco dólares.

—No.

Dijo otra vez «¡bah!» y se fue. («Tu nombre es como una campanita dorada colgada en mi corazón y cuando pienso en ti…»). El Nausikaa aceleró la marcha. Bruscamente llegó el crepúsculo; pronto, una estrella.

LAS SIETE EN PUNTO

El lugar parecía seguro. Él ya se había habituado, sabiendo que nada le podía ocurrir. Además, cambiar ahora, después de tantos días, sería como echarse atrás en una apuesta… Sin embargo, dejar que esos dos viejos holgazanes se burlasen de él por eso… Se paró a la entrada del comedor.

Los otros ya estaban sentados y muy avanzada la cena, pero ante cuatro sillas vacías había otros tantos blandos, eternos pomelos, siniestros como los impuestos. Algunos no habían llegado: tenía tiempo de correr a su cuarto y dejarlo allí. ¿Y permitir que uno de esos borrachos se lo tirara por la ventana para divertirse?

La señora Wiseman, que llevaba una bandeja, dijo alegremente:

—Déjame paso, Pete —y él se aplastó contra la pared para dejarla pasar; después, la sobrina volvió la cabeza.

—Encoge el vientre —le dijo, y él oyó otros pasos que se acercaban.

Vaciló un momento antes de meter el sombrero en el espacio que quedaba entre los dos estantes. Esta noche correría el riesgo. Además, desde su asiento podría vigilarlo. Se sentó.

Entró el equipo de Fairchild: calurosa jovialidad que pronto se extinguió, consternada ante la vista de los pomelos.

—¡Cielos! —exclamó Fairchild en voz baja.

—Siéntese, Dawson —le ordenó bruscamente la señora Wiseman—. Ya hemos soportado casi todo lo soportable en un solo viaje.

—Es exactamente lo que yo pienso —convino él rápidamente—. Eso es lo que Julius, el mayor Ayers y yo pensamos en cada comida. Sin embargo, cuando llegamos a la mesa, ¿qué vemos?

—La primera horizontal es una princesa india —dijo Mark Frost, con su tono sepulcral—. Pero todavía es pronto para jugar a las charadas, ¿verdad?

—¿Eh? —formuló el mayor mirando a Mark Frost y a Fairchild. Después aventuró—: Son pomelos, ¿no?

—¡Pero es que tenemos tantos! —explicó la señora Maurier—. Me imagino que no se cansarán de comerlos.

—Eso es —dijo Fairchild solemne—. El mayor Ayers lo adivinó enseguida. En cuanto a mí, no estaba muy seguro de lo que era, pero no se puede engañar al mayor Ayers; no se engaña fácilmente a un hombre que ha viajado tanto como él. Supongo que habrá comido miles de pomelos en China y la India, ¿no es así, mayor?

—Siéntese, Dawson —repitió la señora Wiseman—, o váyanse a la cocina si quieren seguir charlando.

Fairchild se sentó.

—No se molesten —dijo—. Podemos estar de pie si lo están las damas. El cuerpo humano puede soportar cualquier cosa —agregó con cara de búho—. Puede emborracharse y bailar toda la noche y consumir cajón tras cajón de pom…

La señora Wiseman le hizo señas a través de la mesa.

—¡Ya está! —exclamó—. No los quieren —dijo a la señorita Jameson—. Tome otro.

Le quitaron el suyo al mayor Ayers y la señora Wiseman tiró ruidosamente los platos a la bandeja. Al pasar detrás de la señora Maurier chocó con la mesa y soltó un «¡maldita sea!». El sombrero de Pete se había caído al suelo y ella lo empujó de un puntapié.

—Sí, señor —repetía Fairchild—. El cuerpo humano puede soportar muchas cosas. Pero si tengo que comer otro pomelo… Oye, Julius, hoy estuve mirándome la espalda, y ¿sabes?, la piel se me está poniendo seca y áspera con un tinte amarillento. Si esto sigue, cuando quiera darme cuenta ya no me podré desvestir en público como le ocurriría a Al Jack…

Mark Frost soltó un gruñido.

—¡Cuidado! —exclamó levantándose—. Me voy de aquí.

—… son si se quitara los zapatos en público —terminó Fairchild.

La señora Wiseman se detuvo con las manos en las caderas, mirando con disgusto la cabeza despeinada de Fairchild. La señora Maurier le miró desolada.

—Todos han terminado —dijo la señora Wiseman—. ¡Vamos! Subamos a cubierta.

—No —protestó la anfitriona con firmeza—: Señor Fairchild…

—Siga… ¿Qué le pasó a Al Jackson? —preguntó la sobrina.

—¡Cállate, Pat! —ordenó la señora Wiseman—. A ver, vamos todos. Que se queden ellos diciendo gansadas. Encerrémosles aquí, ¿no les parece?

La señora Maurier se impuso.

—Señor Fairchild, no voy a tolerar… Si continúa portándose así, saldré de la habitación. ¿No ve usted qué penoso, qué difícil —bajo la desoladora impotencia de sus ojos, sus papadas comenzaron a estremecerse—, qué difícil…?

La señora Wiseman la tomó del brazo.

—Vamos; es inútil discutir con ellos. ¿Vamos, querida?

Hizo a un lado la silla de la señora Maurier y la vieja dio un paso, se detuvo bruscamente y, al final, se sujetó del brazo de su amiga.

—He pisado algo —dijo mirando al suelo.

Pete se levantó dando un grito enloquecido.

—El viejo Jackson —siguió Fairchild— se jacta de ser un descendiente directo de Hickory. Es una familia sureña de rancio abolengo, con ese noble orgullo de las viejas familias del Sur. El mismo tiene mucho de vanidoso; por eso no se quita los zapatos cuando hay gente. Más tarde les diré por qué. Bueno, el viejo Jackson era tenedor de libros, o algo así, y ganaba un pequeño salario con el que debía mantener una familia numerosa; quería mejorar con su mínimo esfuerzo, como buen descendiente de una vieja familia sureña, y entonces se le ocurrió la idea de arrendar una porción de estas tierras pantanosas de Louisiana y criar ovejas en ellas. Había notado que la vegetación crece mucho más deprisa en las tierras pantanosas, y entonces pensó que la lana debía crecer también más en una oveja criada en zona de pantano. Así fue como abandonó su teneduría de libros, arrendó unos centenares de acres en la ciénaga del río Tchufuncta y la pobló de ovejas, con el dinero del tío de su mujer, que era miembro de una familia aristocrática de Tennessee. Pero los animales empezaron inmediatamente a ahogarse y para evitarlo les hizo cinturones salvavidas con toneles de madera, parte de la herencia del tío de Tennessee, de modo que cuando las ovejas llegaran a aguas profundas flotaran hasta que la corriente las volviera a tierra firme. Esto resultó muy bien, aunque las ovejas siguiesen desapareciendo. Entonces descubrió que los cocodrilos estaban…

—Sí —murmuró el mayor Ayers—, el viejo Hickory…

—Devorándolas. Hizo una imitación de cuernos de venado con madera, y le puso un par a cada ovejita que nacía. Esto redujo sus pérdidas a un mínimo casi absoluto. Porque parece que la carne de venado no gusta a los cocodrilos. Después de cierto tiempo se rompieron los salvavidas, pero por entonces las ovejas ya nadaban bastante bien, de modo que el viejo Jackson decidió que no valía la pena ponerles nuevos salvavidas. De verdad que las ovejas habían llegado a gustar del agua: la primera generación de ovejas solo salía del agua a la hora de comer… Cuando llegó la hora de la esquila, él y sus muchachos tuvieron que hacer el rodeo con botes; para la próxima esquila, estas ovejas ya no salían del agua ni para comer; entonces él y sus muchachos andaban con los botes y ponían comederos flotantes para que se alimentaran. La nueva generación de ovejas sabía incluso zambullirse. Ya no veían ni una en tierra; solo sus cabezas nadando entre los riachos. Finalmente llegó otra esquila. El viejo Jackson trató de agarrar una oveja, pero el animal nadaba más deprisa de lo que él podía remar, y las más jóvenes se zambullían bajo el agua y desaparecían. Así que finalmente tuvieron que pedir prestada una lancha de motor, y cuando por fin consiguieron fatigar a una de las ovejas y la agarraron y la sacaron del agua, observaron que solo en la parte superior del lomo tenía lana: el resto del cuerpo tenía escamas como las de un pez. Cuando sacaron a un corderito con un gancho de cazar caimanes, descubrieron que su cola se había ensanchado y aplastado como la de un castor y que ya no tenía patas. Al principio ni siquiera lo reconocieron.

—¿Qué me dice? —murmuró el mayor Ayers.

—Sí, señor, se había atrofiado completamente. Pasó el tiempo, y a la siguiente generación ya ni siquiera vieron las ovejas. Los pájaros se comían lo que dejaban en los comederos, y cuando llegó la próxima esquila no pudieron atrapar ninguna. Ni siquiera pudieron verlas en tres semanas. Sabían que estaban allí porque a veces solían oír balidos por la noche, muy lejos, en la ciénaga. Ocasionalmente solían capturar alguna, pescándola con anzuelo para tiburones. Pero no muchas… Pues, sí, señor. Cuanto más pensaba el viejo Jackson en ese pantano de ovejas, más loco se volvía. Solía recorrer la casa jurando que las cogería aunque tuviera que comprarse una lancha que corriera a cincuenta millas por hora y un equipo de buzo para él y para cada uno de sus hijos. Tenía uno llamado Claudio, hermano de Al. Claudio era un poco salvaje. Corría tras las muchachas, era jugador y borrachín, buen mozo, malhumorado y audaz. Hizo un trato con su padre para que le diera la mitad de cada oveja que capturara, y se puso a trabajar. No se molestó en utilizar botes ni anzuelos: simplemente se quitó la ropa, entró en el agua y empezó a perseguirlas.

—¿Y tuvo éxito? —preguntó el mayor Ayers.

—Seguro: perseguía una, la acorralaba bajo el agua y la sacaba a mano limpia. Claudio era así. Entonces fue cuando descubrieron que las ovejas de ese año ya no tenían nada de lana, pero tenían en cambio la mejor carne de pescado que se conseguía en Louisiana; se alimentaban parcialmente con maíz, eso les daba un sabor muy particular. El viejo Jackson abandonó el negocio de las ovejas y empezó a dedicarse a criar peces en gran escala. Sabía que mientras Claudio los pescara el negocio era seguro; así pues, inmediatamente efectuó arreglos con los mercados de Nueva Orleans y empezó a enriquecerse.

—Por Júpiter… —dijo el mayor Ayers entusiasmado.

—A Claudio le gustaba el trabajo. Era una vida aventurera a la que él se adaptaba con facilidad. Así pues, lo abandonó todo y se dedicó al negocio. Abandonó la bebida, el juego y las correrías nocturnas, y hubo un notable descenso del vicio en la vecindad; las muchachas jóvenes suspiraban por él en los bailes y se sentaban en vano en sus galerías los domingos por la tarde. Muy pronto pudo nadar más rápido que las ovejas, y dado que tenía que zambullirse tantas veces para capturarlas, empezó a quedarse bajo el agua cada vez más tiempo. A veces se quedaba media hora o más. Llegó a un punto en que podía quedarse bajo el agua todo el día, y salía únicamente para comer y dormir; entonces notaron que la piel de Claudio se estaba poniendo rara, y que caminaba de un modo particular, como si tuviera duras las rodillas, o algo parecido. Poco después dejó de salir del agua ni para comer, y le llevaban la comida al agua y se la dejaban allí y al rato él salía a buscarla. A veces no veían a Claudio durante varios días, pero él seguía capturando ovejas y metiéndolas en un corral que el viejo Jackson había edificado en un arroyo poco profundo, rodeado de alambre de púas. El dinero crecía vertiginosamente en el Banco. En ciertas ocasiones solían salir a la playa ovejas a medio devorar, y el viejo Jackson decidió que los cocodrilos se las estaban comiendo de nuevo. Pero ya no les podía poner cuernos, porque nadie más que Claudio sabía capturarlas, y a Claudio hacía tiempo que no le veían. Pasaron varias semanas sin que nadie le viera, hasta que un día hubo conmoción en el corral. El viejo Jackson y un par de sus muchachos corrieron hasta allí, y cuando llegaron, vieron a las ovejas saltando del agua por todos los lados, tratando de volver a tierra; después, un gran cocodrilo salió de entre ellas y el viejo Jackson supo qué las asustaba. Detrás del cocodrilo vio a Claudio. Sus ojos se habían corrido a un lado de la cabeza, la boca se había ensanchado mucho, y los dientes se habían alargado. El viejo Jackson supo qué era lo que había asustado al cocodrilo. Fue la última vez que vieron a Claudio. Sin embargo, poco después hubo un gran pánico de tiburones en las costas del golfo. Parecía que un tiburón solitario molestaba a las bañistas, especialmente a las rubias; y comprendieron que era Claudio Jackson. Siempre le habían gustado las rubias.

Fairchild calló. La sobrina dio un chillido, se levantó de un brinco y se acercó a él acariciándole la espalda. Los ojos redondos e inefables de Jenny estaban clavados en él. El semita, acurrucado en su silla, podía estar durmiendo.

El mayor Ayers estuvo observando largo rato a Fairchild. Por fin le dijo:

—Pero ¿por qué ese caimán lleva botas elásticas?

Fairchild bajó la cabeza. Después dijo en tono dramático:

—Tiene pies de pato.

—Sí —dijo el mayor Ayers—, pero ese que se enriqueció…

La sobrina volvió a lanzar un chillido. Se sentó junto a Fairchild y le miró con admiración.

—Siga —le dijo— con ese que robó el dinero, usted ya sabe…

Fairchild la miró bondadosamente. Irrumpió en el silencio un acorde dulzón.

—Allí está el gramófono —dijo— vamos a bailar.

—El que robó el dinero —insistió ella—, por favor.

Puso una mano sobre su hombro.

—En otra oportunidad —le prometió, mientras se levantaba—. Ahora vamos a bailar. —El semita seguía sentado en su silla. Fairchild le sacudió—. Despierta, Julius, ya estoy a salvo.

El semita abrió los ojos y el mayor Ayers dijo:

—¿Y cuánto ganaron con esa finca para peces?

—No tanto como lo que habrían ganado con un buen laxante patentado. No todos los norteamericanos comen pescado… ¡Vamos, vamos a bailar, ya que nos han estado dando la lata cada noche con el dichoso baile!

LAS NUEVE EN PUNTO

—Oye —dijo la sobrina cuando ella y Jenny subían a cubierta— ¿te acuerdas de eso que permutamos la otra noche? Lo que me dejaste utilizar a cambio de lo que yo te permití usar.

—Creo que sí —contestó Jenny—. Recuerdo haber hecho un cambio.

—¿Y tú lo usaste ya?

—Nunca lo puedo recordar —confesó Jenny—. No recuerdo lo que me dijiste… Además, ahora tengo otra.

—¿Sí? ¿Quién te la enseñó?

—Ese de los ojos saltones, el inglés… —¿El mayor Ayers?

Sí. Ayer por la noche estábamos hablando y me insistía para que fuéramos a Mandeville. No hacía más que repetirlo, y esta mañana empezó a actuar como si creyera que yo pensaba ir. Estaba como loco.

—¿Y qué dijo?

Jenny lo pronunció. Era una mezcla de inglés, chino e indostánico, que el mayor Ayers había aprendido en la zona portuaria de Singapur o quizás en algún dudoso recoveco de los estrechos; pero no pudo sacar nada en limpio.

—¿Qué? —preguntó la sobrina. Jenny lo repitió.

—A mí no me suena, en absoluto —manifestó la sobrina—. ¿Así te lo dijo?

—Al menos, a mí me sonó de ese modo —contestó Jenny.

La sobrina declaró con curiosidad:

—Los hombres te insultan mucho, ¿qué les haces?

—No les hago nada. Simplemente, converso con ellos.

—Bueno, pero la verdad es… Oye, te devuelvo el que me prestaste.

—¿Lo utilizaste con alguien? —preguntó Jenny interesada.

—Lo probé con ese pelirrojo de Gordon.

—¿El ahogado? ¿Y qué te dijo?

—Me dio una paliza —y la sobrina se frotó el lugar dolorido—. Una tunda de aúpa.

—¡Canastos!

LAS DIEZ EN PUNTO

Fairchild reunió a su equipo, lo aleccionó y se lo llevó a cubierta. Las damas saludaron su aparición con dudosa alegría. El señor Talliaferro y Jenny estaban bailando, y la sobrina y Pete, con el sombrero echado a perder, bailaban con un experto desenfreno casi profesional. En un momento quedaban frente a frente a muy poca distancia, con los cuerpos rígidos hasta la cintura, pero más abajo eran como asombrosos muñecos desarticulados. Sus piernas semejaban volar en todas direcciones hasta que las rodillas daban la sensación de que tocaban el suelo. Luego, se agarraban de las manos girando con asombrosa rapidez sin interrumpirse una sola vez en aquel vertiginoso staccato, mientras el resto del grupo les contemplaba.

—¡Bravo! —exclamó Fairchild mirando a la sobrina y a Pete con infantil admiración—. ¡Oiga, mayor, fíjese! ¡Mira, Julius! ¡Ea, me parece que yo también lo puedo hacer!

Condujo a sus hombres al asalto pero en aquel instante se acabó el disco. Rogó al semita que atendiera al gramófono y se acercó a Pete y a la sobrina.

—Oigan, bailan mejor que los profesionales. Pete, préstemela para una pieza. Quiero que me enseñe cómo lo hace. ¿Me enseñará? A Pete no le molesta.

—Encantada —aceptó la sobrina—. Le enseñaré. Le debo algo por aquel chiste que contó esta noche durante la cena. No te vayas, Pete, podrías bailar con Jenny un rato. Debe estar cansada; se ha pasado media hora apoyada sobre sí misma. ¡Vamos, Dawson! ¡Míreme! —Parecía carecer de huesos.

El mayor Ayers y el semita ya tenían compañeras, aunque más tranquilas. El mayor Ayers galopó por la pista a la pesada manera de un dragón. Cuando acabó el disco, la señorita Jameson jadeaba. Intentó sentarse, pero Fairchild no se lo permitió. Creyó que ya había aprendido.

—Ahora vamos a enseñar a las viejas cómo se baila —le dijo.

El mayor Ayers, inflamado por el ejemplo de Fairchild, se ofreció para bailar con la sobrina. El señor Talliaferro, despojado de Jenny, requirió a la señora Wiseman; el semita trataba de convencer a la tía.

—Vamos a bailar al nuevo estilo para que ella lo vea —canturreaba Fairchild. Estaban lanzados.

Gordon había surgido de algún lado y los miraba en la sombra.

—¡Anda, Gordon! —le gritó Fairchild—. ¡Agarra una!

Cuando terminó la música, Gordon arrebató la compañera al mayor Ayers. La sobrina lo miró sorprendida, y el mayor fue en busca de Jenny.

—No sabía que bailaras —le dijo.

—¿Y por qué no?

—Porque no tienes cara de bailarín. Dijiste a tía Pat que no sabías bailar.

—No sé —contestó mirándola—. Amarga… Así eres… Nueva… Como la corteza cuando sube la savia.

—¿Me la darás? —Gordon no contestó. Ella no podía ver bien su rostro; solo la forma barbuda de su erguida cabeza—. ¿Por qué no me la quieres dar? —Él siguió callado; su cabeza era fea. Fairchild puso en marcha el gramófono. Un saxofón emitía un lamento casi obsceno y ella alzó los brazos—. ¿Vamos?

Cuando terminó el disco, Fairchild volvió a escaparse. Talliaferro vio su oportunidad y le siguió subrepticiamente. Fairchild y el mayor Ayers se mostraban charlatanes. El camarote era un torbellino de ruidos. Después, volvieron a cubierta.

—¡Cuidado, Talliaferro! —le aconsejó Fairchild cuando subían—. Le están observando. ¿Ya ha bailado con ella? —El señor Talliaferro no había bailado con ella—. Cuando lo haga, trate de, no echarle el aliento en la cara.

Condujo a sus hombres al asalto. Las damas trataron de resistirse, pero Fairchild estaba en todas partes, rogando, amenazando, animando la reunión. Remedando el nuevo baile con las señoras.

La señora Maurier trataba de dar caza al señor Talliaferro. La sobrina había vuelto a apoderarse de Pete y, otra vez, Gordon se quedó en su sombra, altivo, indiferente. Estaban todos lanzados.

LAS ONCE EN PUNTO

—Opino —dijo el señor Talliaferro al entrar alegre y cauteloso en el camarote y tras aceptar un vaso— que sería mejor que parásemos un poco.

—¿Por qué? —preguntó el semita.

—¡Bah! Así está muy bien. Ella lo espera de nosotros —alegó Fairchild—. Alguien tiene que animar esto. Además, queremos que este crucero sea memorable en los anales de las aguas profundas. ¿No es así, mayor? Aunque Talliaferro haría bien en moderarse un poco.

—¡Oh, nosotros cuidaremos a Talliaferro! —dijo el semita.

—No tengan miedo —aseguró el mayor Ayers—. Vamos a intentarlo entre todos, ¿eh?

Luego, salieron corriendo hacia la cubierta.

—¿Qué hace usted en Nueva Orleans, Pete? —preguntó la señorita Jameson.

—Una cosa y otra —contestó Pete cauteloso—. Trabajo con mi hermano.

—Me imagino que tendrá muchos amigos. Todas las chicas querrán bailar con usted. Es uno de los mejores bailarines que he conocido; casi un profesional. A mí me gustaría bailar.

—Gracias —aceptó Pete. Estaba inquieto—. Supongo…

—Me gustaría que nos encontráramos alguna noche para ir a bailar. Yo no voy mucho a los cabarets, porque ninguno de los hombres que conozco baila bien. Pero con usted me encantaría.

—Creo que sí —contestó Pete—. Bueno, yo…

—Le daré mi número de teléfono y mi dirección, y usted me llama cuando pueda, ¿sí? Podría venir a cenar y luego saldríamos.

—Sí, claro —contestó Pete desasosegado. Se quitó el sombrero y examinó la copa. Luego, se lo ladeó otra vez sobre la cabeza.

—¿Concierta citas con antelación?

—No —contestó rápidamente—. No me gusta tener citas con más de un día de anticipación. Simplemente, llamo, salgo y estoy de vuelta a tiempo para ir a trabajar al día siguiente.

—Le diré lo que vamos a hacer. Quebrantaremos las reglas por una vez y concertaremos una cita para la primera noche que estemos en tierra. ¿Qué le parece? Usted viene a cenar a mi casa y después salimos a bailar. Tengo coche.

—Yo… Bueno, verá usted…

—Es lo que haremos… —prosiguió la señorita Jameson implacable—. No vamos a olvidarlo, ¿verdad?

Peter se levantó.

—Me parece que… es mejor que no nos comprometamos. Podría ocurrir algo y a lo mejor yo… nosotros no podemos cumplir. Pienso que…

Ella estaba sentada, muy tranquila, mirándole.

—Quizá sea mejor esperar y combinarlo cuando estemos de vuelta. A lo mejor yo tengo que salir de la ciudad, o estoy ocupado ese día, ¡qué sé yo! Será mejor ver cómo se presentan las cosas.

La señorita Jameson siguió callada y Pete, incómodo, sentía la insoportable necesidad de seguir diciendo algo.

—Creo que será mejor esperar y arreglarlo más tarde, ¿no le parece?

Ella miraba hacia otro lado y él aprovechó para irse con sigilo. Se detuvo y la miró. Ella seguía contemplando el lago con una pasividad resignada, abatida, callada y quieta en la oscuridad.

Cuando él la abrazó, Jenny le quitó el sombrero, ladeado con aire picaresco, sobre su inquieta cabeza y examinó la copa rota mostrando un ligero asombro, y sosteniendo todavía el sombrero entre las manos, se acercó a él con un suave gesto envolvente, aunque sin dar la impresión de que se movía. Sus rostros se fundieron y, en el acto, Jenny sintió que el cuerpo se le derretía, que las fuerzas la abandonaban por su dulce boca; luego, abrió otra vez la boca apretándola contra la de él… Al poco rato, Pete alzó la cabeza. El rostro de Jenny, empañado de una bellísima pasividad, inefablemente hermoso, irradiaba en la sombra y Pete sacó su pañuelo arrugado y le limpió la boca con mucha suavidad.

—Hay que hacerlo sin dejar huella —dijo.

Sin saberlo, se mecían en un mundo secreto y cálido como el lago; invisible, exuberante y bello; silencioso y grave, bajo aquella macilenta luna que alumbraba un mundo de deterioro y muerte…

—Dale un beso a tu chico, niña mía…

Entró en el camarote de su tía sin llamar. La señora Maurier levantó el rostro asombrado, lanzó un grito y agarrando una prenda sin forma definida se cubrió el pecho, como suelen hacer las mujeres. Cuando se recobró del susto, corrió hacia la puerta y la cerró con llave.

—Soy yo —dijo la sobrina—. Oye, tía Pat…

La tía abrió la boca para tomar aliento. El pecho y la papada se agitaban sin trabas.

—¿Por qué no llamas? Nunca se debe entrar así en una habitación. ¿No te dijo Henry…?

—Sí, me dijo —la interrumpió la sobrina—. Siempre me lo dice. Oye, tía Pat, Pete piensa que debieras pagarle el sombrero que le pisaste, ¿sabes?

—¿Qué?

—Le pisaste el sombrero. Pete y Jenny creen que debieras pagárselo. Yo creo que si tú te ofreces, él no aceptará.

—Cree que yo debiera pa…

La voz de la señora Maurier se disolvió en un asombro profundo y silencioso.

—Sí; es lo que creen… Yo te lo digo porque se lo prometí. Aunque si no quieres…

—Cree que yo debiera pagar… —Otra vez le faltó la voz y su asombro prestó interés a su redonda cara. Después, se inmovilizó en un gesto innegable y rotundo de disgusto y recuperó la voz—. He alojado y alimentado a esa gente durante una semana —dijo sin sombra de humor—. No creo que también sea mi obligación vestirlos.

—Bueno, yo te lo digo porque se lo había prometido —repitió la sobrina calmándola.

La señora Maurier, Jenny y la sobrina habían desaparecido para alivio del señor Talliaferro. Sin embargo, todavía quedaban dos con las cuales se turnaba. El mayor Ayers, Fairchild y el semita bajaron corriendo. El señor Talliaferro les siguió, esta vez abiertamente, un tanto desorientado.

—¿Qué tal marchan las cosas? —preguntó Fairchild con la botella en la mano.

El señor Talliaferro emitió un sonido despectivo, mirando a los otros dos. Estos le contemplaron con bondadoso interés.

—¡Oh, por ellos no se preocupe! —Le tranquilizó Fairchild—. Están tan ansiosos como yo de verle actuar. —Dejó la botella a su alcance y bebió un largo sorbo—. Oiga lo que le digo: la audacia es la clave del éxito con las mujeres, ¿no es así, mayor?

—Evidentemente. Audacia, empuje, tomarlas por asalto.

—Claro, es lo que debe hacerse. Tome otro trago.

Llenó el vaso del señor Talliaferro.

—Ni más ni menos. Audacia, audacia. —El señor Talliaferro miraba a los otros con ojos vidriosos y trató de hacer un guiño—. ¿No me vieron bailando con ella?

—Sí. Pero eso no es bastante audaz. Yo, en su lugar, lo intentaría esta noche, ahora mismo. Julius, ¿sabes lo que haría? Iría derecho a su camarote y entraría. Ha estado bailando y charlando con ella. El terreno está preparado. Apuesto cualquier cosa a que ella está ahora esperándole, deseando que tenga suficiente coraje para ir. Y mañana se sentirá bastante mal cuando vea que ha dejado pasar su oportunidad. Ya sabe que con las mujeres hay una oportunidad, pero una sola. Si entonces se falla, uno ha terminado, y el primer hombre que llega detrás se la lleva casi sin lucha. No es el hombre por quien una mujer suspira el que recoge la cosecha de la pasión; es el que viene después que ella ha perdido al otro. Me daría rabia pensar que he estado trabajando para que otro se beneficie, ¿no?

El señor Talliaferro lo miraba fijamente. Tragó saliva dos veces.

—Pero supongamos que no me está esperando.

—¡Ah, claro! ¡Por supuesto, tiene que correr ese riesgo! De todos modos, hace falta ser audaz para entrar en su camarote sin llamar y dirigirse directamente a su cama. ¿Cuántas mujeres resistirían? Yo no, si fuera mujer. Talliaferro, si fuera ella, ¿resistiría? He descubierto que con audacia se obtiene cualquier cosa en este mundo, y especialmente de las mujeres. Pero hay que ser decidido… Apuesto a que el mayor Ayers lo haría.

—¡Claro que sí! Yo entraría, por Júpiter… Oiga, me parece que lo haré… ¿Cuál es? ¿No será la vieja?

—Es decir… si Talliaferro no se atreve… Él tiene derechos adquiridos: es quien hizo toda la labor preparatoria. Pero está claro que hace falta ser un hombre audaz.

—¡Oh, Talliaferro es tan intrépido como cualquiera! —dijo el semita.

—Pero —repitió Talliaferro— supongamos que no me está esperando; supongamos que grite… No, no.

—En efecto, Talliaferro no es bastante audaz. Después de todo es mejor que vaya el mayor Ayers. Al menos no hay por qué desilusionar a la pobre chica.

—Además —agregó rápidamente el señor Talliaferro— comparte el camarote con otra.

—No, ya no. Ahora tiene uno para ella sola: el que está al final del pasillo.

—Pero ese es el de la señora Maurier —dijo el señor Talliaferro mirándole fijo.

—No, no; han hecho un cambio. Ese cuarto tiene un vidrio roto, por eso cambiaron. Julius y yo la ayudamos a mudarse esta tarde, ¿no es cierto, Julius? Por eso sé que Jenny está allí ahora.

—Verdaderamente… —El señor Talliaferro volvió a tragar saliva—. ¿Está seguro de que ese es ahora su camarote? Se trata de un asunto muy serio.

—Tome otro trago —dijo Fairchild.

LAS DOCE EN PUNTO

La cubierta estaba vacía. El mayor Ayers y Fairchild miraron a su alrededor con doloroso asombro. El gramófono se hallaba mudo. Sostuvieron un rápido conciliábulo, y después salieron a buscar gente. Pero no encontraron ningún rezagado.

—Ponga un disco —sugirió Fairchild finalmente—. Eso les atraerá. Habrán pensado que nos habíamos ido a dormir.

El semita puso en marcha el gramófono y otra vez el mayor Ayers y Fairchild registraron en vano la cubierta. Había luna. Su disco apuntaba al cielo como una moneda muy gastada.

La señora Maurier buscó al capitán y juntos fueron al camarote de Fairchild.

—Busque todo lo que haya, todo —le ordenó. El capitán lo encontró todo—. Ahora, abra esa ventana.

Dio al capitán las instrucciones necesarias y cuando terminaron volvió a su camarote y se sentó en la litera. La luz de la luna entró derecha al cuarto, como una lanza, por el ojo de buey, llenando el aposento de un fino polvo plateado, como de mármol.

—Al fin llegó —susurró para sí, consciente de su cuerpo pesado y fofo por la edad.

Debería ser feliz, se dijo, pero sentía sus piernas heladas y extrañas, y dentro de ella algo que se iba hinchando, algo venenoso; como si ese algo despertara dentro de su cuerpo después de haberlo tenido allí dormido sin ella saberlo.

Estaba sentada en la litera y sentía las piernas frías y extrañas, mientras ese algo se iba hinchando dentro de ella y se abría como una complicada flor venenosa; como un lento nacimiento de pétalos que crecían y se marchitaban, morían y eran reemplazados por otros más grandes e implacables. Sus piernas eran extrañas y frías; estaba temblando. La oscura flor de la risa, esa secreta flor maligna, creció y creció hasta que todo el mundo de ella se tornó en un temblor histérico que empezó a subir por su garganta y a sacudirla, mientras sobre su cabeza notaba el acorde dulzón, el pesado arrastrar de pies de Fairchild enseñando al mayor Ayers a bailar el charlestón.

Pronto le llegó otro ruido: el Nausikaa tembló y se puso en movimiento.

El señor Talliaferro estaba en la proa dejando que el viento le azotara la cara y le revolviera el cabello. La gastada moneda de la luna se había alzado y extendía su luz sobre el agua, mientras las frías y remotas estrellas se columpiaban arriba, indiferentes. ¿Qué les importaba a ellas la lívida desesperación de su semblante? Ya habían visto demasiadas vacilaciones, indecisiones y asombros humanos para afligirse por el hecho de que el señor Talliaferro hubiese contraído un compromiso matrimonial…

De pronto, un ruido: el Nausikaa tembló y se puso en movimiento.

Fairchild se detuvo súbitamente y alzó la mano para reclamar silencio.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—¿Qué es qué? —repitió el mayor Ayers, deteniéndose también y mirándolo.

—Creí oír que algo caía al agua.

Se acercó a la borda y miró. El mayor Ayers le siguió y todos escucharon en silencio. Pero las aguas oscuras e inquietas no estaban turbadas por ningún sonido extraño. La noche estaba serena, y en ella, como una isla, el gastado disco de la luna.

—El mozo está tirando los pomelos —indicó por fin el mayor Ayers. Se alejaron.

—Eso creo —dijo Fairchild—. A ver, otro disco, Julius.

De pronto, otro ruido: el Nausikaa tembló y se puso en movimiento.