CAPÍTULO VI

Así que llevaron a la señorita Habersham a casa, a las afueras del pueblo y cruzaron el escabroso y descuidado bosquecillo de cedros hasta el columnado pórtico sin pintar donde se bajó y entró en la casa y pareció cruzarla sin parar siquiera porque inmediatamente pudieron oírla en la parte de atrás gritándole a alguien (probablemente el viejo negro que era hermano de Molly y cuñado de Lucas) con su vigorosa voz fatigada y un poco chillona por la falta de sueño y el esfuerzo, luego volvió a salir con una caja grande de cartón, llena de lo que parecía una colada sin planchar e inertes y largas redes y sartas de medias y volvió a subir al coche y la llevaron hasta la plaza cruzando las calles matinales frescas y silenciosas: las casonas viejas de madera ya casi en ruinas de la lejana fundación de Jefferson se alzaban como la de la señorita Habersham al fondo de jardines y bosquecillos escabrosos y descuidados llenos de árboles viejos y enraizados arbustos aromáticos y floridos cuyos nombres la mayoría de las personas de menos de cincuenta no conocían ya y que aunque viviesen niños en ellas parecían pese a todo hechizadas por los fantasmas de mujeres, viejas aún y solteras y viudas esperando aún setenta y cinco años después a que el lento telégrafo les trajese noticias de batallas en Tennessee y Virginia y Pennsylvania, que no daban ya siquiera de frente a la calle sino que la atisbaban por encima de los modernísimos hombros de las casitas pulcras y nuevecitas de una sola planta proyectadas en Florida y California provistas de sus garajes correspondientes con sus limpias parcelas de yerba recortada y sus monótonos setos de flores, tres y cuatro había ahora, una subdivisión ya de lo que cinco años antes se había considerado algo pequeño para un jardincillo delantero aceptable, donde vivían las prósperas parejas de matrimonios jóvenes dos hijos cada una y (en cuanto podían permitírselo) un automóvil y el carné del club de campo/de los clubs de bridge y de los jóvenes rotarios y de la cámara de comercio y los artilugios eléctricos patentados para cocinar y congelar y limpiar y las sirvientas de color pulcras e inmaculadas con tocas de volantes para manejarlos y hablar por teléfono entre ellas de una casa a otra mientras las señoras, sandalias y pantalones y uñas de los pies pintadas fumaban cigarrillos manchados de carmín con sus bolsas de compra en los supermercados y en las tiendas.

O habrían estado y deberían haber estado; domingo y podrían haberlo disculpado, aceptado un día sin nadie para enchufar y desenchufar las canturreantes aspiradoras y accionar los mandos de las cocinas como un día libre una fiesta o quizá una celebración como un bautizo una excursión o un importante funeral pero era lunes ya, un nuevo día y una nueva semana, había terminado ya el descanso y la necesidad de ocupar el tiempo y de evitar el aburrimiento, los niños preparados para ir al colegio y el marido y padre para la tienda o la oficina o para rondar por el despacho de la Western Union donde llegaban cada hora los informes sobre el algodón; había que preparar el desayuno y llegaba ya el pandemoníaco tráfago del éxodo pero aún no se había visto ningún negro… las jóvenes con el pelo desrizado y maquillaje y las ropas claras primorosas de la mañana compradas por correo que no se pondrían siquiera las tocas y los delantales de Harper’s Bazaar hasta que estuvieran en las cocinas blancas y las viejas con el vestido de zaraza y de percal de confección casera hasta el tobillo que llevaban siempre los delantales largos y lisos hechos en casa de modo que no eran ya un símbolo sino una prenda de ropa, ni siquiera los hombres que deberían haber estado ya segando el césped recortando los setos; ni siquiera (cruzando ya la plaza) los equipos del servicio municipal de limpieza que deberían estar regando ya la calle con mangueras y barriendo los periódicos dominicales desechados y los paquetes de cigarrillos vacíos; ya cruzada la plaza y siguiendo hacia la cárcel donde su tío se bajó también y acompañó a la señorita Habersham por el camino de entrada y por los escalones y por la puerta abierta aún donde él aún pudo ver la silla vacía de Legate apoyada aún contra la pared y luego dio otro respingo saliendo materialmente de la oscuridad larga suave intemporal vertiginosa del sueño para descubrir como siempre que no había pasado tiempo, que su tío aún estaba poniéndose el sombrero y daba vuelta para regresar por el camino al coche. Luego pararon en casa, Aleck Sander fuera del coche ya y rodeando la casa y desapareciendo y él dijo:

—No.

—Sí —dijo su tío—. Tienes que ir a clase. O mejor aún, a la cama a dormir… Sí —añadió bruscamente—: Y Aleck Sander también. Debe quedarse en casa hoy también. Porque no se puede hablar de esto. Ni una palabra hasta que hayamos terminado. ¿Comprendes?

Pero no le estaba escuchando, él y su tío no hablaban siquiera de lo mismo, ni siquiera cuando él dijo «No» otra vez y su tío fuera del coche ya girando hacia la casa paró y volvió la vista hacia él y se quedó quieto mirándole un buen rato y luego dijo:

—Estamos haciendo las cosas al revés, ¿verdad? Debería ser yo el que te preguntase a ti si podía ir.

Porque él estaba pensando en su madre, no solo se acordaba de ella porque eso lo había hecho ya en cuanto cruzaron la plaza y lo más simple habría sido salir del coche de su tío allí e ir y entrar en el coche del sheriff y quedarse sencillamente en él hasta que estuvieran listos para volver a la iglesia y había pensado probablemente en eso en el momento y lo habría hecho probablemente incluso de no estar tan agotado y desfondado y torpe por la falta de sueño y sabía que esta vez no podría enfrentarse a ella ni aunque hubiese estado completamente fresco; el hecho mismo de que lo hubiese hecho ya dos veces con éxito en once horas una vez gracias a su sigilo y otra a la pura sorpresa y rapidez de masa y movimiento le condenaba aun más completamente a la derrota y al desastre ahora: meditaba sobre la racionalización ingenua e infantil de su tío sobre lo de ir a clase y a la cama cuando se enfrentaba a aquel ataque fluido e implacable, cuando su tío le leyó una vez más el pensamiento, plantado allí al lado junto al coche y mirándole durante otro instante con compasión sin esperanza aun cuando fuese un cincuentón soltero treinta y cinco años libre del yugo femenino, también su tío sabiendo recordando que ella esgrimía las excusas de los estudios y de su agotamiento físico con la misma presteza con que hubiese podido desecharlas; ella no se atendría a más razones racionales para justificar que él se quedase en casa que para justificar (deber cívico o simple justicia o humanidad o para salvar una vida o incluso la paz de su propia alma inmortal) el que se fuese. Su tío dijo:

—Bueno. Vamos. Hablaré con ella.

Se incorporó, salió del coche y dijo brusco y quedo, asombrado no por la falta de esperanza sino por cuánta desesperación podía llegar a soportar:

—Tú eres solo mi tío.

—Soy menos que eso —dijo su tío—. Soy solo un hombre.

Luego su tío volvió a leerle el pensamiento:

—Está bien. Intentaré hablar también con Paralee. Se da allí la misma situación; la maternidad no parece tener pigmento alguno en la piel.

Y su tío estaba pensando también probablemente que no era ya que no pudieses derrotarlas, sino que antes de que pudieras encontrar siquiera el campo de batalla a tiempo para admitir derrota ya lo habían cambiado de nuevo de lugar; recordó, hacía dos años ya, había conseguido entrar al fin en el equipo del instituto había ganado o le habían elegido para cubrir uno de los puestos para hacer un viaje fuera del pueblo porque el jugador titular se había lesionado en un entrenamiento o se había retrasado en los estudios o quizá su madre tampoco le dejara ir, algo así, había olvidado concretamente qué porque había estado demasiado ocupado todo aquel jueves y el viernes estrujándose los sesos en vano para dar con el medio de convencer a su madre de que tenía que ir a Mottstown a jugar con el equipo titular, justo hasta el último minuto en que tuvo que decirle ya algo y lo hizo: mal: y consiguió su propósito porque estaba presente por casualidad su padre [aunque él en realidad no lo había planeado así… se le habría ocurrido sin duda esta posibilidad de no haber estado tan obsesionado y desconcertado por una mezcla de cólera y vergüenza y de vergüenza por la cólera y la vergüenza (llorándole a su madre en determinado momento: «¿Qué culpa tiene el equipo de que yo sea el único hijo que tú has tenido?») para pensarlo] y se fue aquel viernes por la tarde con el equipo sintiendo lo que él imaginaba que sentiría un soldado desprendiéndose de los brazos paralizantes de su madre para ir a combatir por alguna causa vergonzosa; ella se afligiría por él por supuesto si caía y le miraría a la cara incluso de nuevo si no caía pero siempre se alzaría entre ellos imborrable el viejo esquema verde y perenne: de modo que todo aquel viernes por la noche intentando dormir en una cama extraña y toda la mañana siguiente esperando también que empezase el partido aunque habría sido mejor para el equipo que él no hubiera ido porque probablemente tuviese demasiado en la cabeza para ser de alguna utilidad hasta que sonó el primer pitido y empezó el juego y después hasta que en lo más hondo bajo la masa amontonada de ambos equipos, el balón aferrado al pecho y narices y boca llenas ambas de la cal seca salpicada que señalaba la línea de meta oyó y reconoció por encima de todas las demás aquella voz única chillona triunfal y cruel y se repuso al fin volvió a palpitar en él el resuello la vio a ella en primera línea del público no sentada en las gradas sino entre los que trotaban corrían incluso por la franja lateral arriba y abajo siguiendo a cada equipo, luego cuando volvían en el coche a Jefferson aquella noche, él en el asiento delantero junto al chófer y su madre y tres de los otros jugadores atrás y la voz de ella tan orgullosa y serena y despiadada como podría haber sido la suya propia: «¿Aún te duele el brazo?»… Entrar en el pasillo y descubrir entonces que había supuesto que iba a encontrarla todavía allí nada más entrar junto a la puerta aún con el pelo suelto y en camisón y él mismo volviendo a entrar el mismo gemir intacto ininterrumpido pese a las tres horas transcurridas. Pero en vez de eso fue su padre quien salió chillando del comedor y siguió haciéndolo incluso con su tío chillándole a su vez en respuesta casi en la cara:

—Charley. Charley. Maldita sea, ¡quieres escucharme! —Y solo entonces su madre totalmente vestida, fresca activa serena, por el pasillo de la parte de atrás, de la cocina, diciéndole a su padre sin alzar siquiera la voz:

—Charley. Vuelve y acaba de desayunar. Paralee no se encuentra bien esta mañana y no quiere andar todo el día calentando desayunos —luego a él: el rostro familiar constante cariñoso que él conocía de siempre y no podría por ello haberlo descrito para que pudiera identificarlo un extraño e identificarlo él mismo a partir de la descripción de cualquier otro pero solo fresco sosegado e incluso un poco distraído ahora, el gemir un gemir solo por el continuo hábito ancestral de su verbosidad: «No te has lavado la cara»: sin pararse siquiera a ver si la seguía escaleras arriba hacia el baño, abriendo el grifo incluso y poniéndole el jabón en las manos y quedándose allí de pie con la toalla extendida esperando, el rostro familiar con la expresión familiar de desconcierto y protesta y angustia e invencible repudio que había ostentado siempre que él había hecho algo que le alejaba un paso más de la infancia, de la niñez: cuando su tío le había regalado el caballito de Shetland al que alguien había enseñado a dar saltos de cuarenta y sesenta centímetros y cuando su padre le había regalado la primera escopeta de verdad que disparaba pólvora y la tarde que el mozo de establo vino a traer a Highboy en el camión y lo montó por primera vez y Highboy se alzó sobre las patas traseras y el grito de ella entonces y la voz tranquila del mozo de establo diciendo: «Pégale bien fuerte en la cabeza cuando haga eso. Si no puede tirarte por atrás y caerte encima», pero los músculos solo cedían a la vieja expresión por distracción y por el largo hábito y también era solo viejo hábito el viejo y gastado latiguillo del tono quejumbroso porque había algo más allí ya… lo mismo que había percibido en el coche aquella tarde cuando ella dijo «¿Ya no te duele nada el brazo verdad?» y aquella otra tarde que su padre llegó a casa y le encontró saltando con Highboy el abrevadero de hormigón del corral, su madre apoyada en la cerca mirando y el arrebato de cólera y alivio de su padre y la voz de su madre tranquila esta vez: «¿Por qué no? El abrevadero es menos de la mitad de alto que aquella especie de valla que tú le compraste que ni siquiera está clavada», así que incluso torpe por el mucho sueño lo identificó y volvió cara y manos goteantes y le gritó con cólera incrédula y asombro: «¡Tú no vas a ir también! ¡Tú no puedes ir!», luego pese a la torpeza del sueño comprendiendo que era fatuo e ingenuo intentar imponerle algo a ella y jugando entonces su última carta desesperada:

—¡Si vas tú no iré yo! ¿Me has oído? ¡No iré! —Sécate la cara y péinate —dijo ella—. Luego baja a tomar tu café.

Aquello también. Paralee estaba perfectamente al parecer porque vio a su tío al teléfono en el pasillo cuando entró al comedor, su padre chillándole de nuevo antes de que se hubiese sentado incluso:

—Es el colmo, ¿por qué no me lo dijiste anoche? No vuelvas nunca a…

—Porque no le habrías creído tampoco —decía su tío entrando del pasillo—. No le habrías escuchado tampoco. Solo podrían hacerle caso una vieja y dos niños. Creer la verdad por la única razón de que era verdad, contada por un viejo en un grave aprieto que merecía compasión y fe, a alguien sensible a la compasión aun cuando ninguno de ellos le creyese en realidad. Pues tú no le creíste en un principio —le dijo ya a él—. ¿Cuándo empezaste a creerle realmente? ¿Cuando abriste el ataúd, verdad? Quiero saberlo, entiendes. Puede que no sea aún demasiado viejo para aprender. ¿Cuándo fue?

—No sé —dijo él. Porque no lo sabía. Tenía la sensación de haberlo creído en todo momento. Luego pensó que nunca en realidad había creído a Lucas. Luego le pareció que no había sucedido nunca nada de aquello, alzándose de nuevo sin ningún movimiento del largo y hondo barrizal del sueño pero al menos ahora por un cierto transcurso de tiempo, al menos había ganado eso, suficiente quizá para seguir seguro un rato como las pastillas que toman los camioneros que conducen de noche que apenas si son del tamaño de un botón de camisa pero en las que se encontraba vigilia suficiente para llegar a la siguiente población porque su madre estaba ahora allí ya fresca y tranquila poniéndole delante la taza de café de un modo que si Paralee lo hubiera hecho ella habría dicho que se la había tirado: lo cual, el café, era el motivo de que ni su padre ni su tío la hubiesen mirado siquiera, su padre por el contrario clamaba:

—¿Café? ¿Pero qué demonios es esto? Creí que el acuerdo establecido cuando consentiste por fin que Gavin comprase aquel caballo era que él no pediría ni aceptaría siquiera una cucharada de café hasta que cumpliera dieciocho —y su madre sin escuchar siquiera, con la misma mano del mismo modo medio tirando y medio dejando caer a su lado la jarra de leche luego el azucarero y volviéndose ya hacia la cocina, el tono no precipitado e impaciente en realidad: solo fresco y enérgico.

—Bébelo ya. Ya vamos con retraso —y entonces ellos la miraron por primera vez: vestida de calle, incluso con sombrero, debajo del brazo el cesto de paja del que había sacado para remendarlos desde que él recordaba los calcetines de su tío y de su padre y las medias, aunque su tío al principio solo vio el sombrero y durante un momento pareció unirse a él en la misma sorpresa horrorizada que él sintiera en el baño.

—¡Maggie! —dijo su tío—. ¡Tú no puedes! Charley…

—Ni lo pretendo —dijo su madre, sin pararse siquiera—. Esta vez tendréis que cavar vosotros los hombres. Yo me voy a la cárcel —ahora ya en la cocina, solo su voz volviendo—: No voy a dejar a la señorita Habersham allí sola con todo el condado mirándola con la boca abierta. En cuanto ayude a Paralee a planear la cena nos iremos… —pero no muriendo desvaneciéndose: cesando, abandonando: puesto que ella les había rechazado aunque su padre lo intentó una vez más:

—El chico tiene que ir a clase.

Pero ni siquiera su tío le escuchaba.

—¿Puedes llevar tú la camioneta de la señorita Eunice? —dijo su tío—. Hoy no habrá escuela negra para que vaya Aleck Sander y pueda dejar la camioneta de paso al lado de la cárcel. Y aunque la hubiese, dudo que Paralee le dejara cruzar el patio de entrada en toda la semana que viene.

Luego su tío casi hasta pareció haber oído a su padre o al menos decidió contestarle:

—Ni habría escuela blanca en realidad tampoco si este chico no hubiese hecho caso a Lucas, al contrario que yo, y a la señorita Habersham, al contrario que yo. Bueno —dijo su tío—. ¿Podrás aguantar despierto tanto tiempo? En cuanto estemos en la carretera podrás echar un sueñecito.

—Está bien —dijo él. Y en fin bebió el café y con el jabón y el agua y el frotarse bien con la toalla se había despejado lo bastante para saber que no le gustaba y no lo quería pero no lo bastante para decidir qué cosa hacer en consecuencia: es decir no beberlo: probando dando unos sorbos luego añadiéndole más azúcar hasta que ambos (café y azúcar) dejaron de ser distintos y se convirtieron en una dulce amalgama repugnante como quinina que aunaba lo peor de ambos, hasta que su tío dijo:

—Para ya con eso, demonios —y se levantó y fue a la cocina y volvió con una cacerola de leche caliente y un cuenco y echó el café en el cuenco y le añadió la leche caliente y dijo, «Vamos. No hay que pensarlo tanto. Se bebe y se acabó». Así que lo hizo, del cuenco con ambas manos como agua de una calabaza, sin saborearlo apenas y hasta su padre echó un poco hacia atrás la silla mirándole y hablando, preguntándole si se había asustado mucho Aleck Sander y si él no se había asustado aún más que Aleck Sander solo que su vanidad no le permitía demostrarlo ante un moreno y a decir verdad ahora ninguno de los dos habrían tocado la tumba en la oscuridad ni para quitarle siquiera las flores de encima si la señorita Habersham no les hubiese forzado a ello: su tío interrumpiendo:

—Aleck Sander te dijo incluso que la tumba había sido removida ya por alguien que tenía prisa, ¿no?

—Sí, eso dijo —dijo él y su tío dijo:

—¿Sabes lo que estoy pensando ahora?

—No lo sé —dijo él.

—Me alegro de que Aleck Sander no pudiese ver del todo en la oscuridad y decir el nombre del tipo que bajaba por la cuesta llevando algo en la mula delante.

Y él lo recordó: los tres pensando y ninguno diciéndolo: solo allí quietos mutuamente invisibles sobre la boca invisible y negruzca de la fosa.

«Llenadlo», dijo la señorita Habersham. Lo hicieron, la tierra suelta (cinco veces ya) cayendo mucho más de prisa de lo que había subido aunque parecía eternizarse a la tenue luz estelar inundada del constante rumor sin viento de los pinos como un murmullo enorme interminable no de asombro sino de atención, de vigilancia, de curiosidad; remoto, amoral, no implicado y sin perderse nada. «Volved a colocar las flores», dijo la señorita Habersham.

«Llevará tiempo», dijo él.

«Volved a ponerlas», dijo la señorita Habersham. Y lo hicieron.

«Cogeré el caballo», dijo él. «Usted y Aleck Sander…».

«Nos iremos todos», dijo la señorita Habersham. Así que recogieron las herramientas y la cuerda (no volvieron a utilizar la linterna) y Aleck Sander dijo «Un momento» y localizó a tientas la tabla que le había hecho de pala y cargó con ella hasta que pudo volver a meterla debajo de la iglesia y desató a Highboy y asió el estribo pero la señorita Habersham dijo:

—No. Le llevaremos nosotros. Aleck Sander puede ir andando detrás de mí y tú irás detrás de Aleck Sander llevando el caballo.

«Podríamos ir más rápido…» dijo él de nuevo y no podían verle la cara: solo la forma fina recta, la sombra, el sombrero que en cualquier otra persona no habría parecido sombrero siquiera pero en ella como en la abuela parecía exactamente idóneo, como ninguna otra cosa, y con voz no fuerte, no mucho más fuerte que la respiración, como si no moviese siquiera los labios, dijo para nadie, solo murmurando:

«A mí es lo que me parece mejor. No sé».

«Quizá debiéramos ir todos en medio», dijo él, fuerte, demasiado, dos veces más de lo que hubiese querido e incluso imaginado; se oiría en varias millas sobre todo en un sector despierto ya y alertado sin remisión por aquel rumor sibilante e insomne que Paralee probablemente y el viejo Ephraim seguro y Lucas también llamarían «espejación» de los pinos. Ella le miraba. Lo percibió claramente.

«Nunca podré explicárselo a tu madre pero Aleck Sander no debería haber venido de ninguna manera, desde luego», dijo ella. «Vosotros id exactamente detrás de mí y dejad que el caballo vaya el último» y se dio la vuelta y prosiguió la marcha aunque él veía inútil todo aquello porque en su opinión la palabra «emboscada» significaba «desde el flanco, el costado»: de nuevo en fila india cuesta abajo hasta donde Aleck Sander había metido la camioneta entre los matorrales; y él pensó: Si yo fuese él lo haría aquí y ella pensó lo mismo: y dijo «Esperad».

«¿Cómo puede seguir usted delante de nosotros si no seguimos juntos?» dijo. Y esta vez ella no dijo siquiera No se me ocurre nada mejor sino que se quedó allí parada así que Aleck Sander siguió, la pasó y se metió entre los matorrales y puso en marcha la camioneta y la sacó y la enfiló cuesta abajo, el motor en marcha pero sin encender las luces todavía y ella dijo:

«Átale las riendas y déjale. ¿No crees que vuelva a casa?».

«Supongo que sí», dijo él. Y montó.

«Entonces átalo a un árbol», dijo ella. «Volveremos y le recogeremos en cuanto hayamos visto a tu tío y al señor Hampton…».

«Entonces puede que le veamos bajar todos por el camino también con un caballo o mula delante», dijo Aleck Sander. Dio gas al motor y luego lo dejó otra vez ronroneando. «Vamos dentro. O está aquí mirándonos o no. Si no está no hay problema y si está ha esperado ya demasiado porque nos ha dejado subir a la camioneta».

«Entonces ven detrás de la camioneta», dijo ella. «Iremos despacio…».

«No», dijo Aleck Sander; se inclinó hacia fuera. «En marcha; aún tendremos que esperarte cuando lleguemos al pueblo».

Así que (no necesitaba que le urgiesen) echó a Highboy ladera abajo, manteniéndole solo la cabeza alta; se encendieron los faros de la camioneta y arrancó y una vez en terreno llano aún en el breve trecho hasta la carretera Highboy intentó ya correr y él le contuvo y arriba ya en la carretera los faros de la camioneta enfocando hacia arriba en abanico y desapareciendo cuando llegó a terreno llano entonces le aflojó las riendas y Highboy se lanzó a la carrera, tascando el freno como siempre, pensando como siempre que una vez más que tascase una regurgitación más lo echaría lo suficiente hacia adelante para poder hincarle los dientes corriendo ya cuando las luces de la camioneta se alzaron también sobre la carretera, los cascos ocho golpes secos sobre el puente y se inclinó hacia el viento duro y tenebroso y le dio rienda suelta, las luces de la camioneta ni siquiera visibles durante la buena media milla hasta que le frenó al paso largo y tendido propio del suelo duro y tardó casi una milla luego la camioneta en alcanzarles y luego les pasó y la luz de atrás color rubí fue alejándose hasta desaparecer pero al fin estaba ya fuera de los pinos, libre de aquel sonido sibilante acechante vigilante ya despreocupado y sin perderse nada diciendo a todo el medio circundante: Mira. Mira: pero luego aún seguían diciéndolo en alguna parte y habían estado diciéndolo sin duda el tiempo suficiente para que todo Beat Four, los Gowrie y los Ingrum y los Workitt y los Fraser y todos lo hubieran oído ya así que no pensaría en ello y bueno dejó de pensar del todo en ello, todo en el mismo fogonazo en que lo había recordado, tragando el último sorbo del cuenco y posándolo hasta que su padre incorporado a medias de la mesa, arrastrando las patas de la silla hacia atrás con un tintineo, diciendo:

—Creo que lo mejor es que me vaya a trabajar. Alguien tendrá que ganar algo aquí mientras los demás se dedican a jugar a policías y ladrones —y salió y al parecer el café había afectado algo a lo que él llamaba sus procesos mentales o bueno en fin los procesos de lo que la gente llamaba pensar porque ahora sabía el porqué también por su padre… la rabia que era alivio después del acontecimiento que tenía que expresarse de alguna manera y elegía la cólera no porque le hubiese prohibido ir sino porque no había tenido ninguna posibilidad de hacerlo, la negación seudoburlona irónica de su valor y del de Aleck Sander que ni siquiera había pestañeado tanto ante una tumba profanada en la noche como ante la voluntad de la señorita Habersham; en fin toda la torpe calumnia que entrañaba aquello reducirlo todo a los términos de una especie de caza de brujas de parvulario: lo cual puede que fuese solo el modo masculino de negarse también a creer que él fuese lo que su tío llamaba lo bastante mayor para abotonarse los pantalones solo y en fin prescindió de su padre, oyendo a su madre a punto de emerger de la cocina y echando atrás la silla y levantándose cuando de pronto se puso a pensar que el café era desde luego muchísimo más de lo que había pensado él pero nadie le había explicado que producía ilusiones como la cocaína o el opio: viendo observando el ruido el estruendo de su padre chispear y desvanecerse como humo o niebla, no ya revelando desenmascarando al hombre que le había engendrado mirando atrás hacia él desde el otro lado del abismo sin puente de la procreación no solo con orgullo sino también con envidia; lo falso era aquella penitencia abnegada y retórica de su tío y su padre mascaba el verdadero hueso el más amargo y el más irremediable que era disparidad de tiempo, haber nacido demasiado pronto o demasiado tarde para tener dieciséis años y galopar diez millas en la noche para salvarle el cuello a un viejo negro hosco e insolente.

Pero al menos estaba despierto. El café había sido eficaz en eso. Seguía necesitando dormir pero ya n podía; el deseo de dormir persistía pero ahora ten que combatir y abatir al insomnio. Eran ya más de la ocho; cuando se disponía a sacar la camioneta de la señorita Habersham pasó uno de los autobuses escolares del condado y la calle se llenó de niños frescos también para la mañana del lunes con libros y bolsas de papel con el bocadillo del recreo y detrás del autobús escolar había una hilera de coches y camiones manchados de campestre barro y de polvo tan constante e ininterrumpida que su tío y su madre habrían llegado ya a la cárcel antes de que él lograra introducirse entre ellos porque el lunes había subasta de ganado en los cobertizos de detrás de la plaza y él los imaginaba, los coches y camiones vacíos filas y filas densas a lo largo del bordillo del juzgado como lechones en un comedero y los hombres con sus muletas de tratantes sin parar siquiera cruzando derechos la plaza y siguiendo por la calleja hasta los cobertizos a mascar tabaco y puros apagados de corral en corral en medio del hedor amoniacal a excrementos y a linimento y los mugidos de los terneros los resoplidos y pateos de caballos y mulas y los carros de segunda mano y arados y escopetas y arneses y relojes y solo las mujeres (es decir las pocas que había, puesto que el día de mercado de ganado a diferencia del sábado era un día de hombres) se quedaban por la plaza y las tiendas y almacenes de modo que la plaza misma estaría vacía salvo por los coches y camiones estacionados hasta que volvieran los hombres una hora al mediodía a reunirse con ellas en restaurantes y cafés.

Y entonces se espabiló conscientemente, nada reflejo ahora, no ya el salir del sueño sino del ensueño, pues había arrastrado consigo la hipnosis fuera de la casa pese a la claridad luminosa e intensa del día, incluso conduciendo aquella camioneta que antes de la noche anterior no habría identificado siquiera pero que desde aquella noche se había hecho una parte tan inexpugnable de su recuerdo y de su realidad y de su aliento como lo sería siempre ya el rumor de tierra paleada o el roce de una hoja de metal sobre una caja de pino, a través de un vacuo espejismo en el que no solo no había existido la noche anterior sino que no había existido el sábado tampoco, recordando entonces como si solo lo hubiera visto en aquel momento que no había niños en el autobús escolar sino solo adultos y que el río de coches y camiones que lo seguían y le seguían a él ahora pues había conseguido al fin meterse en la fila, algunos de los cuales incluso un lunes de feria de ganado deberían llevar negros (un sábado la mitad de las cajas de las camionetas despejadas y abiertas habrían estado atestadas de ellos, hombres mujeres y niños con las escasas y modestas galas con que se adornaban para ir al pueblo) y no había en ellos ni un solo rostro negro.

Ni un niño camino de la escuela en la calle, pese a que él, aunque apenas había oído a su tío hablar por teléfono con el inspector que llamaba para saber si tenía que haber clase o no y su tío había dicho que sí, y ya la plaza a la vista pudo ver otros tres autobuses amarillos destinados y previstos para llevar a la escuela a los chicos del campo pero que sus propietario-concesionario-empresarios dedicaban sábados y festivos al transporte de pasajeros y luego la plaza misma, los coches y camiones estacionados como siempre como deberían estar pero la plaza misma todo menos vacía: nada de éxodo de hombres hacia los corrales de ganado ni de mujeres a las tiendas mientras arrimaba la camioneta al bordillo detrás del coche de su tío pudo ver ya donde eran visibles y percibir donde no un tráfago y una masa de movimientos, una palpitación densa y un ronroneo llenando la plaza como cuando la multitud desborda la vía central de una feria o de un estadio, inundando la calle y amontonándose ya en la acera de enfrente de la cárcel hasta que su vanguardia había pasado ya la herrería donde él el día anterior esperaba intentando hacerse invisible como si aguardase que pasara un desfile (y casi en medio de la calle de modo que la corriente aún ininterrumpida de coches y camiones tenía que rodearlos desviándose una masa de una docena o así muy como el grupo de la tribuna de un desfile en cuyo centro reconoció la gorra oficial con la placa del alguacil del pueblo que a aquella hora de aquel día tendría que haber estado delante de la escuela controlando el tráfico para que los niños pudieran cruzar la calle y no tuvo que recordar que el alguacil se apellidaba Ingrum, un Ingrum de Beat Four que había ido al pueblo como los hijos apóstatas de Beat Four hacían de vez en cuando para casarse con una chica del pueblo y convertirse en barberos y alguaciles y serenos igual que los lindos principillos germánicos bajaban de sus montañas de Brandemburgo para casarse con las herederas de los tronos europeos)… los hombres y las mujeres y ni un solo niño, los atezados rostros campesinos y los cuellos tostados por el sol los dorsos de las manos, camisas y pantalones limpios descoloridos del color de la tierra sin corbata y los vestidos de algodón estampados llenando la plaza y la calle como si tiendas y almacenes estuvieran cerrados, ni siquiera mirando fijo aún la fachada blancuzca de la cárcel y la solitaria ventana enrejada que llevaba ya también vacía y silenciosa cuarenta y ocho horas seguidas sino solo amontonándose, juntándose, condensándose, no expectantes ni anhelantes ni siquiera atentos todavía sino solo en ese acomodo preliminar como en un teatro antes de que se levante el telón: y pensó que era eso: fiesta: lo que significaba un día para los niños pero trastocado en este caso: y de pronto comprendió que se había equivocado del todo; no había sido el sábado cuando no había pasado nada sino la noche anterior que para ellos aún no había sucedido, que ellos no solo no sabían lo de la noche anterior sino que no había nadie, ni Hampton siquiera, que pudiera habérselo contado porque ellos se habrían negado a creerle; con lo que algo así como una película o un velo como el que cruza los ojos de los pollos y que él no había imaginado siquiera que estuviera allí hizo ¡flick!, él solo y por primera vez les vio: los mismos rostros atezados aún casi distraídos y las mismas limpias camisas de algodón descoloridas los mismos pantalones y vestidos pero no ya multitud esperando a que se alce el telón en la ilusión de un escenario sino más bien la del juicio esperando a que el ayudante del sheriff gritase Oíd Oíd Oíd a Este honorable tribunal; ni siquiera impacientes porque aún no había llegado siquiera el momento de iniciarse el juicio no para Lucas Beauchamp, ellos le habían condenado ya pero en Beat Four, no venían a procurar que se aplicase lo que llamaban ellos justicia ni siquiera la retribución obligada sino a procurar que Beat Four no perdiese la elevada condición del blanco.

Así que había estacionado la camioneta se había bajado y había empezado ya a correr pero se detuvo: cierta dignidad cierto orgullo recordando la noche anterior cuando había instigado y guiado en cierto modo y de cualquier modo apoyado la jugada cuyo valor no digamos ya cuya necesidad ninguno de los adultos responsables había conseguido percibir siquiera, y cierta precaución también recordando lo que su tío había dicho de que hacía falta muy poco para poner en movimiento a una multitud de linchadores quizá solo bastase que un niño echase a correr de pronto hacia la cárcel: luego recordó otra vez los rostros innumerables aunque curiosamente idénticos en su falta de identidad personal en un Nosotros ni impaciente siquiera, ni apresurable, casi fiesta en su olvido total de su propia amenaza, ni siquiera cien niños corriendo podían provocar la estampida: y el anverso luego en el mismo chispazo: no dejarse contener ni desviar ni por cien veces un centenar, y al haber comprendido su completa desesperanza cuando aún era solo una intención y luego su ingravidez física en lo relativo a la consumación advertía ya la enormidad de aquello en lo que se había metido ciegamente y que su primer impulso instintivo (correr a casa y aparejar el caballo y cabalgar igual que vuela el cuervo hasta el límite mismo del agotamiento y dormir luego y volver luego cuando todo hubiese terminado) había sido correcto (y que ya por el hecho casual de no ser huérfano no tenía siquiera aquella vía de escape) porque le parecía que era responsable de haber sacado a la luz y el resplandor del día algo ofensivo y vergonzoso del fundamento blanco del condado del que él mismo era parte pues hijo suyo era, que de otro modo podría haber brotado fulgurante y resplandeciente solo en Beat Four y podría haberse esfumado luego en su tinieblas o en su invisibilidad al menos con las menguantes brasas de la crucifixión de Lucas.

Pero era ya demasiado tarde, ni siquiera podía repudiar, renunciar, huir: la puerta de la cárcel abierta aún y frente a ella pudo ver ya a la señorita Habersham sentada en la silla en que se había sentado Legate, la caja de cartón en el suelo a sus pies y una prenda indeterminada en el regazo; aún llevaba el sombrero y pudo ver el movimiento firme de la mano y el codo y creyó ver incluso el chispeo y el roce de la aguja en la mano aunque sabía que era imposible a aquella distancia; pero se interponía su tío así que hubo de seguir por el camino y de pronto su tío se volvió y salió y recruzó la galería y entonces pudo verla a ella también en la otra silla junto a la señorita Habersham; paró un coche detrás junto al bordillo y ella eligió sin prisa un calcetín del cesto y deslizó en su interior el huevo de zurcir; tenía ya hasta la aguja enhebrada prendida en la falda y él pudo distinguir ya su chispeo y su brillo y quizá fuese porque conocía muy bien el movimiento, la flexibilidad familiar y estrecha de la mano que él había visto toda la vida pero aun así de todos modos nadie podría haberle discutido que el calcetín era suyo.

—¿Quién hay ahí? —dijo tras él el sheriff. Se volvió. El sheriff estaba al volante de su coche, cuello y hombros inclinados y encorvados para poder atisbar por debajo del borde superior de la ventanilla. El motor seguía en marcha y él vio atrás los mangos de dos palas y el pico que no necesitarían y en el asiento de atrás silenciosos e inmóviles salvo por el centelleo y el brillo del blanco de los ojos dos negros con los mandilones azules y los pantalones sucios de rayas negras de reclusos que usaban los del equipo municipal de limpieza.

¿Quién iba a ser? —dijo su tío también detrás de él, pero esta vez no se volvió ni oyó siquiera más porque aparecieron de pronto en la calle tres hombres y pararon junto al coche y mientras él les observaba aparecieron cinco o seis más y en seguida empezaría a cruzar la calle toda la multitud; un coche que pasaba tuvo que frenar bruscamente (y luego el de atrás) en principio para no atropellarles y luego para que sus ocupantes se asomasen a mirar el coche del sheriff cuando el primer hombre que había llegado a él se había inclinado ya para mirar el interior, las manos de curtido campesino asidas al borde de la ventanilla abierta, la cara morena y atezada embutida en el coche curiosa adivinante y sin vergüenza mientras sus amontonados duplicados escuchaban detrás bajo sombreros de fieltro y panamás manchados de sudor.

—¿Qué te propones, Hope? —dijo el hombre—. ¿No sabes que el gran jurado te pedirá cuentas por tirar de este modo el dinero del condado? ¿No te has enterado de esa nueva ley de linchamientos que aprobaron los yanquis según la cual la gente que lincha a un negro debe cavar la fosa?

—Puede que les lleve allí las palas para que Nub Gowrie y los chicos practiquen con ellas —dijo el segundo.

—Pues entonces hace bien en llevar también peones para manejarlas —dijo el tercero—. Si pretende que alguien apellidado Gowrie cave una fosa o haga algo que le haga sudar, los necesitará seguro.

—Puede que no vayan para darle a la pala —dijo el cuarto—. Puede que sea con ellos con los que vayan a practicar los Gowrie.

Pero aunque uno soltase una carcajada no se reían, se habían juntado ya alrededor del coche más de una docena a echar un vistazo rápido y minucioso a la parte de atrás donde los dos negros estaban sentados inmóviles como si fueran de madera tallada mirando recto al frente hacia la nada y ningún movimiento ni de la respiración siquiera solo un abrir y cerrar infinitesimal del blanco de los ojos, mirando luego al sheriff otra vez casi con la expresión exacta que él había visto en las caras de los que esperaban que parasen las cintas giratorias tras el cristal de las máquinas tragaperras.

—Creo que ya está bien —dijo el sheriff. Y sacó bruscamente la cabeza y un enorme brazo por la ventanilla y empujó con la mano a los más próximos y los apartó del coche tan sin esfuerzo como si corriera una cortina, y alzando la voz pero no mucho dijo: «Willy». Se acercó el alguacil; pudo ya oírle:

—Abran paso, muchachos. Vamos a ver qué tripa se le ha roto esta mañana a nuestro gran sheriff.

—¿Por qué no sacas a esta gente del centro de la calle para que puedan circular los coches? —dijo el sheriff—. Puede que también ellos quieran dar una vuelta y echarle un vistazo a la cárcel.

—Puedes apostar que sí —dijo el alguacil. Se volvió estirando las manos hacia los más próximos, sin tocarles, como si pusiera en marcha un hato de ganado. Dijo—: Vamos muchachos.

No se movieron, miraban más allá del alguacil aún al sheriff sin ningún ánimo de desafío, en realidad sin desafiar a nadie: tolerantes, de buen humor, joviales casi.

—Vamos, sheriff —dijo una voz. Luego otra:

—La calle es de todos, ¿no, sheriff? A los del pueblo no os importa que andemos por ella mientras os dejemos aquí nuestro dinero, ¿verdad?

—Siempre que no bloqueéis a los otros que quieran venir a gastar algo —dijo el sheriff—. Circulad, venga. Sácales de la calle, Willy.

—Vamos, muchachos —dijo el alguacil—. Hay otros que quieren venir también a ver esos ladrillos.

Empezaron a circular entonces, pero sin prisa aún, el alguacil les conducía fuera de la calzada como la mujer que conduce por el corral las gallinas y controla solo la dirección no la velocidad y no demasiado, las aves corriendo delante de su delantal aleteante no tercas, solo impredecibles, sin miedo a ella, ni siquiera alarmadas; el coche bloqueado y los de detrás también se pusieron en marcha, despacio, arrastrando a un ritmo lento su carga de caras asomadas; oyó que el alguacil gritaba a los conductores:

—Vamos, en marcha, en marcha. Hay otros coches esperando detrás…

El sheriff miraba de nuevo a su tío. —¿Dónde está el otro?

—¿Qué otro? —dijo su tío.

—El otro detective. El que ve en la oscuridad. —Aleck Sander —dijo su tío—. ¿También le quiere a él?

—No —dijo el sheriff—. Pero le echaba de menos. Me sorprendía que hubiese un ser humano en este país con gusto y criterio suficientes para quedarse en casa hoy. ¿Listos? Vámonos.

—Está bien —dijo su tío.

El sheriff era famoso como conductor porque al parecer gastaba un coche al año igual que gasta escobas un barrendero enérgico: no por velocidad sino por simple fricción; lo cierto es que el coche salió como una verdadera exhalación y casi antes de que él pudiera darse cuenta había desaparecido. Su tío fue al suyo y abrió la puerta.

—Entra —le dijo.

Entonces él lo dijo; al menos aquello era fácil decirlo:

—Yo no voy.

Su tío se detuvo y entonces vio que le observaba aquella cara burlona melancólica, los ojos burlones que si les daban tiempo suficiente lo adivinaban casi todo; de hecho que él supiese hasta la noche antes lo habían adivinado siempre todo.

—Ah —dijo su tío—. La señorita Habersham es una señora claro pero esa otra mujer es tuya.

—Mírales —dijo él, sin moverse, sin apenas mover los labios siquiera—. Ahí enfrente. En la plaza además y solo quedan Willy Ingrum y ese maldito…

—¿No les oíste hablar con Hampton? —dijo su tío. —Les oí —dijo él—. No se reían de sus propios chistes. Se reían de él.

—Ni siquiera estaban ridiculizándole —dijo su tío—. No se burlaban de él siquiera. Solo le observaban. Le observaban a él y a Beat Four, a ver lo que pasaba. Esa gente solo vino al pueblo a ver lo que van a hacer uno u otro o ambos.

—No —dijo él—. Es más que eso.

—Está bien —dijo su tío completamente serio ahora también—. Concedido. ¿Y qué?

—Suponte… —pero su tío le interrumpió:

—¿Que viene Beat Four y coge la silla de tu madre y la de la señorita Habersham y las saca al patio para quitarlas de en medio y que no estorben? Lucas no está en esa celda. Está en casa del señor Hampton, probablemente en este momento esté sentado en la cocina desayunando. ¿Por qué te crees tú que entraba Will Legate por la puerta de atrás a los cinco minutos de que llegáramos nosotros allí y se lo explicáramos todo al señor Hampton? Aleck Sander le oyó incluso telefonear.

—¿Entonces por qué tiene tanta prisa el señor Hampton? —dijo él: y el tono de su tío era ya absolutamente serio: pero solo serio, nada más:

—Porque el mejor modo de dejar de tener que suponer o negar es que vayamos allí y hagamos lo que tenemos que hacer y volvamos aquí. Sube al coche.