CAPÍTULO III

Así que si se hubiera ido a casa derecho desde la barbería por la mañana y ensillado a Highboy la primera vez que lo pensó estaría ya a diez horas de distancia, quizá cincuenta millas.

Ya no se oían campanas. La gente que anduviese por la calle ahora tendría que ir ya a los servicios vespertinos menos protocolarios más íntimos, recorriendo decorosamente la oscuridad mordida de sombra de farola en farola; así que cumpliendo la pausa silenciosa del descanso dominical él y su tío habrían de cruzarse con ellos sin detenerse, reconociéndolos metros antes sin saber o incluso pararse a pensar cuándo o cómo o por qué lo habían hecho… no por la silueta ni siquiera la voz era precisa: la presencia, quizá el aura; quizá solo la yuxtaposición: esta entidad viva en este punto este momento de este día, como si te bastase eso para reconocer a la gente entre la que has vivido toda la vida… saliendo del hormigón a la yerba del margen para pasar, dirigiéndose a ellos (su tío) por el nombre, quizá intercambiando unas palabras, una frase sin pararse y al hormigón de nuevo.

Pero esa noche la calle estaba vacía. Las casas mismas parecían cerradas y al acecho y tensas como si quienes en ellas vivían, que en aquella tibia noche de mayo estarían sentados (los que no hubiesen ido a la iglesia) en las galerías oscuras un ratito después de la cena en las mecedoras o las hamacas, hablando quedamente entre ellos o quizá hablando de una galería a otra si las casas estaban lo bastante próximas. Pero esa noche solo se cruzaron con un hombre y no andaba sino que estaba parado justo tras el portón de entrada de la cerca de una casa pequeña pulcra como una cajita de zapatos construida el año anterior entre otras dos ya lo bastante juntas para que se oyese el ruido de las cisternas de los retretes respectivos (su tío había explicado aquello: «Si has nacido y te has criado y has vivido toda la vida donde solo podías oír a las lechuzas por la noche y a los gallos al amanecer y los días húmedos te llegaba el rumor del vecino más próximo cortando leña a dos millas, te gusta vivir donde puedas oír y oler a la gente a derecha e izquierda cuando tiran de la cadena del retrete o abren una lata de salmón o de sopa»), él mismo más oscuro que las sombras y desde luego más silencioso y quieto… un labrador que se había trasladado al pueblo hacía un año y tenía ahora una tienda en una callecita mísera con clientes principalmente negros, al que no vieron siquiera hasta que estuvieron a su altura casi aunque él les había reconocido ya o al menos a su tío a cierta distancia y estaba esperándoles, hablándole a su tío antes ya de que llegaran a su altura:

—Un poco pronto, ¿no cree, abogado? Los de Beat Four habrán tenido que ordeñar el ganado y luego cortar leña para el desayuno de mañana antes de cenar y bajar al pueblo.

—Puede que al ser la noche del domingo decidan quedarse en casa —dijo su tío cordialmente, sin parar siquiera: a lo que el otro dijo casi lo mismo que había dicho aquella mañana el hombre de la barbería (y él recordó que su tío le había hablado una vez del escaso vocabulario que necesitaba en realidad un hombre para pasar cómoda e incluso eficientemente por la vida, de que no ya al nivel del individuo sino al de todo su tipo y raza y especie unos cuantos tópicos simples satisfacían sus escasas y sencillas pasiones y necesidades y apetitos):

—Bueno. Ellos no tienen la culpa de que sea domingo. Ese hijoputa debió pensarlo antes de ponerse a matar blancos un sábado por la tarde —luego siguió hablando a sus espaldas mientras ellos seguían, alzando más la voz—: Mi mujer no se encuentra bien esta noche, además no quiero andar por allí mirando la fachada de esa cárcel. Pero dígales que me den una voz si hace falta ayuda.

—Supongo que ya saben que pueden contar con usted, señor Lilley —dijo su tío. Continuaron. «¿Ves? —dijo su tío—. Él no tiene nada contra lo que llama los negros. Si se lo preguntas, probablemente te dirá que le gustan más incluso que algunos blancos que conoce y te lo dirá convencido. Puede que anden siempre robándole unos centavos de aquí y de allá en la tienda y hasta que se lleven quizá cosas (paquetes de chicle o azulete o un plátano o una lata de sardinas o unos cordones para los zapatos o una botella de desrizador) escondidas debajo de la chaqueta y del delantal y él lo sabe; puede incluso que él les dé algunas cosas gratis: huesos y carne que se le estropeen en la caja de hielo y caramelos que estén muy pasados y la grasa de cerdo que se le ponga rancia. Él lo único que quiere es que se porten como negros. Que es exactamente lo que está haciendo Lucas: perdió los estribos y asesinó a un blanco (es probable que el señor Lilley esté convencido de que eso es lo que quieren hacer todos los negros) y ahora los blancos lo agarrarán y lo quemarán, todo normal y en orden y ellos mismos obrando exactamente como él cree que querría Lucas que obrasen: como blancos; ambos observando implícitamente las reglas: el negro actuando como un negro y las gentes blancas actuando como gentes blancas y sin rencores en el fondo por ninguna de las partes (puesto que el señor Lilley no es un Gowrie) cuando la cólera se aplaque; de hecho el señor Lilley puede que fuese uno de los primeros que aportase dinero en metálico para el funeral de Lucas y para el sustento de su viuda y sus hijos si los tuviera. Lo que demuestra una vez más que el hombre que puede causar más aflicción es aquel que se aferra ciegamente a los vicios de sus ancestros».

Podían ver ya la plaza, vacía también… apagadas tiendas anfiteátricas, el lápiz blanco y grácil del monumento a los confederados frente a la mole acechante del juzgado que se remontaba en columnado encumbramiento hasta las cuatro esferas tenues del reloj iluminadas cada una por solo una bombilla desvaída que contrastaba tanto frente a aquellos cuatro clamores mecánicos e inmóviles de conjuro y aviso como el brillar de una luciérnaga. Luego la cárcel y en aquel momento, con un relampagueo y fulgor y girar de luces y estruendo de motor diminuto de pronto frente a la vasta noche y el desierto pueblo pero insolente al mismo tiempo brotó de la nada un coche que dio la vuelta a la plaza; una voz, una voz de joven chilló desde él (no palabras ni siquiera un grito: un chillido significativo y sin significado) y el coche siguió dando la vuelta a la plaza, completando su círculo y volvió a la nada y se desvaneció. Ellos giraron hacia la cárcel ya.

Era de ladrillo, cuadrada, bien proporcionada, cuatro columnas de ladrillo en vez de bajorrelieve en la fachada y hasta una cornisa de ladrillo bajo los aleros porque era vieja, de una época en que la gente se tomaba su tiempo para construir hasta las cárceles con gracia y con esmero y recordó que su tío le había dicho una vez que no eran los juzgados ni incluso las iglesias sino las cárceles los verdaderos anales de la historia de un condado, de una comunidad, puesto que no ya las iniciales olvidadas y crípticas y las palabras e incluso frases gritos de desafío y acusación garrapateados en las paredes sino que los mismos ladrillos y piedras conservan en sí, no en solución sino en suspensión, intactos sugerentes poderosos e indestructibles, los calvarios vergüenzas y aflicciones con que corazones hace mucho ya polvo ni recordado ni marcado se habían debatido y quizá reventado. Y era verdad sin duda en aquel caso porque aquella cárcel y una de las iglesias eran los edificios más antiguos del pueblo, el juzgado y todo el resto de la plaza lo habían reducido a escombros las fuerzas de ocupación federales en 1864, después de un combate. Porque garrapateado en uno de los paños del montante a un lado de la puerta estaba el nombre de soltera de una joven, escrito por su propia mano en el cristal con un diamante aquel mismo año y él subía a veces dos y tres al año hasta allí hasta la galería a mirarlo, críptico ahora al revés, no para sentir el pasado sino para entender de nuevo la eternalidad, la inmortalidad e inmutabilidad de la juventud… el nombre de una de las hijas del carcelero que había entonces (y su tío que tenía explicación para todo no de datos sino muy por encima más allá de secas estadísticas hacia algo mucho más conmovedor por ser verdad: pues conmovía el corazón y no tenía nada que ver con lo que dijese la mera información comprobable, le había contado también esto: que aquella parte del Mississippi era nueva entonces, una aldea un asentamiento una comunidad de menos de cincuenta años todavía y que todos los hombres que habían entrado en posesión de aquello casi hacía más o menos el tiempo del más viejo trabajaban unidos para velar por la existencia del pueblo, realizando las tareas esenciales junto con las superfluas no por dinero o por política sino para preparar un territorio para sus descendientes, de modo que uno podía ser entonces carcelero o posadero o herrador o vendedor de verduras a domicilio y ser aun así lo que el abogado y el plantador y el médico y el párroco llamaban un señor) que estaba asomada a aquella ventana aquella tarde y vio cómo cruzaban el pueblo en retirada los maltrechos restos de una brigada de confederados, y sus ojos se encontraron de pronto cruzando aquel espacio con los del andrajoso y sucio teniente que mandaba una de aquellas diezmadas compañías, no rayando en el cristal el nombre de él también, no solo porque una joven de aquella época jamás habría hecho tal sino porque no sabía su nombre por entonces, y menos aún que seis meses después había de ser su esposo.

De hecho la cárcel aún parecía como una residencia con la galería de madera con su barandilla cruzando la fachada de la planta baja. Pero encima la pared de ladrillo no tenía más ventanas que el único y elevado rectángulo enrejado y él pensó otra vez en aquellas noches de los domingos que parecían pertenecer ya a una época tan muerta como Nínive en que desde la hora de la cena hasta que el carcelero apagaba las luces y les gritaba por las escaleras que se callaran, las manos ágiles y oscuras asomaban por los sombríos intersticios mientras voces dulces impenitentes despreocupadas gritaban hacia abajo hacia las mujeres con delantales de cocineras o de niñeras y las chicas con sus ropas baratas y chillonas compradas por correo o los otros jóvenes a los que no habían cogido aún o que les habían cogido y les habían soltado el día anterior, reunidos en un grupo en la calle. Pero aquella noche hasta la habitación de atrás estaba a oscuras aunque no fuesen aún las ocho y se los imaginó no apretujados quizá pero desde luego todos juntos, a distancia de un codo si es que no tocándose y desde luego muy callados, nada de risas esta noche ni tampoco de charla, sentados allí a oscuras muy pendientes de las escaleras porque no sería la primera vez que a las bandas de blancos no solo todos los gatos negros les pareciesen pardos sino que ni siquiera se molestasen en contarlos.

Y la puerta de entrada estaba abierta, de par en par a la calle algo que no había visto nunca ni en verano aunque la planta baja fuera la zona de vivienda del carcelero, y en una silla inclinada y apoyada en la pared del fondo de modo que quedaba frente a la puerta bien visible desde la calle, había un hombre que no era el carcelero ni siquiera uno de los ayudantes del sheriff. Porque él también le había reconocido: Will Legate, que tenía una finquita a dos millas del pueblo y era uno de los mejores leñadores, la mejor escopeta y el mejor cazador de ciervos de todo el condado, sentado en la silla inclinada sosteniendo la sección de dibujos en colores del periódico del día de Memphis, y apoyado en la pared a su lado no el rifle gastado con el que había matado más ciervos (había matado hasta conejos a la carrera con él) de los que él incluso recordaba sino una escopeta de dos cañones, que al parecer sin bajar siquiera o mover el periódico les había visto ya y hasta reconocido antes de que cruzaran la entrada y estaba ya mirándoles fijamente mientras subían por el camino y los escalones y cruzaban la galería y entraban: en cuyo momento, apareció por una puerta de la derecha el propio carcelero: un hombre barrigudo quisquilloso desaseado con una expresión de preocupación furia y acoso, una pistola enfundada sobre la canana a la cintura que parecía tan incongruente y fuera de lugar como un sombrero de seda o una argolla de esclavo de hierro del siglo quinto, quien cerró la puerta por la que había salido, gritándole a su tío:

—¡Ni siquiera cierra la puerta de entrada! ¡Está ahí sentado con ese tebeo de mierda esperando a que entre quien quiera!

—Yo hago lo que me dijo el señor Hampton que hiciera —dijo Legate con una voz agradable y ecuánime.

—¿Es que Hampton cree que ese tebeo va a pararle los pies a Beat Four? —gritó el carcelero.

—No creo que a él le preocupe aún Beat Four —dijo Legate aún en un tono agradable y ecuánime—. Esto es todavía para consumo local nada más.

Su tío miró a Legate.

—Parece que resulta. Vimos el coche (o uno de ellos) dar la vuelta a la plaza al subir. Supongo que han pasado también por aquí.

—Bueno sí, creo que una o dos veces —dijo Legate—. Puede que tres veces. No les he hecho demasiado caso en realidad.

—Y ojalá siga resultando —dijo el carcelero—. Porque desde luego es seguro que tú no vas a pararle los pies a nadie con ese chisme de retrocarga.

—Por supuesto —dijo Legate—. Yo no pienso pararles los pies. Si hay suficiente gente que se decida y se mantenga firme en su decisión, no creo que nada pueda impedirles hacer lo que creen que tienen que hacer. Y además, os tengo a ti y a esa pistola que tienes para ayudar.

—¿Yo? —gritó el carcelero—. ¿Yo interponerme en el camino de los Gowrie y los Ingrum por setenta y cinc dólares al mes? ¿Solo por un negro? Y si no eres tonto tampoco tú lo harás.

—Yo sí que lo haré —dijo Legate con su voz tranquila y agradable—. Yo aguantaré. El señor Hampton me paga cinco dólares por ello. —Luego a su tío—: Supongo que quiere usted verle.

—Sí —dijo su tío—. Si el señor Tubbs no tiene inconveniente.

El carcelero miró fijamente a su tío, furioso, atormentado.

—Así que tiene usted que meterse en esto también. No puede dejar que se las arregle él solo —se volvió bruscamente—. Vamos —y abrió la marcha cruzando la puerta junto a la que estaba apoyada la silla inclinada de Legate, entró en el pasillo posterior por el que subía la escalera a la planta siguiente, dando un manotazo al interruptor de la luz al pie de las escaleras y encendiéndola y empezó a subirlas, su tío luego él siguiendo mientras él observaba el bulto y la depresión que formaba la pistolera en la cadera del carcelero. De pronto pareció que este iba a parar; hasta su tío lo creyó, parando también, pero el carcelero siguió diciendo por encima del hombro: «No me interprete mal. Voy a hacer lo que pueda; también juré mi cargo». Elevó un poco la voz, tranquila aún, solo que en tono más fuerte: «Pero que nadie crea que voy a decir que me agrada. Tengo una mujer y dos hijos; ¿qué bien les haría si me dejase matar protegiendo a una mierda de negro asqueroso?». Elevó aún más la voz; no tranquila ya: «Y si dejo que ese montón de inútiles hijos de puta me quiten a un preso, ¿cómo voy a soportarlo yo después?». Entonces se paró y se volvió en el escalón por encima de ellos, más alto que ambos, la expresión una vez más de acoso y furia, el tono de la voz furioso y afrentado: «Habría sido mejor para todos que le hubieran liquidado ayer mismo cuando le agarraron…».

—Pero no lo hicieron —dijo su tío—. Y no creo que lo hagan. Y si lo hicieran, dará igual en el fondo. O lo hacen o no lo hacen y si no lo hacen no hay problema y si lo hacen haremos todo lo que podamos, usted y el señor Hampton y Legate y los demás, lo que tenemos que hacer, lo que podamos. Así que no tiene por qué preocuparse. ¿Entendido?

—Sí —dijo el carcelero. Luego se volvió y siguió subiendo, soltándose del cinturón el manojo de llaves por debajo de la canana, hasta la gruesa puerta de roble que coronaba el final de las escaleras (era de una sola pieza maciza labrada a mano de un grosor de unos cinco centímetros, provista de un voluminoso candado moderno en una barra de hierro hecha a mano que atravesaba dos armellas de hierro que como las gruesas bisagras en forma de risette habían sido también forjadas a mano, moldeadas a golpe de martillo cien años antes en aquella fragua de la acera de enfrente donde él había estado esperando el día anterior; el verano pasado un día un forastero, un hombre de ciudad, un arquitecto que le recordaba algo a su tío, sin sombrero y sin corbata, zapatos de tenis y unos pantalones de franela raídos y lo que quedaba de una caja de botellas de champán en un descapotable que debía haber costado tres mil dólares, metiéndose no a cruzar la ciudad sino por ella, sin hacer daño a nadie solo metiendo el coche en la acera y atravesando tras ella la luna de un escaparate, muy borracho, muy alegre, con menos de cincuenta centavos en efectivo en el bolsillo pero todo tipo de tarjetas de identificación y un talonario de cheques cuyas matrices indicaban una cuenta en un banco de Nueva York de unos seis mil dólares, que insistió en que le metieran en la cárcel pese a que tanto el alguacil como el propietario de la luna solo pretendían convencerle de que se fuera al hotel y la durmiese para poder extender un cheque por el valor de la luna y la pared: hasta que por fin el alguacil lo metió en la cárcel, donde se durmió como un bendito y los del garaje mandaron a por el coche y a la mañana siguiente el carcelero telefoneó al alguacil a las cinco en punto para que viniera a llevarse a aquel hombre porque había despertado a toda la casa hablándoles desde su celda a los negros de la celda común. Así que vino el alguacil y lo sacó de allí y luego quiso salir con el grupo de calle a trabajar y no le dejaron y el coche estaba listo ya también pero aún no quería irse, en el hotel aquella noche y dos noches después su tío le llevó incluso a cenar, y allí él y su tío hablaron durante tres horas de Europa y París y Viena y él y su madre escuchando también aunque su padre se había excusado: y allí aún dos días después intentando que su tío y el alcalde y los concejales y por último hasta los propios supervisores le dejaran comprar toda la puerta o si no se la vendían toda, por lo menos la barra y la armella y las bisagras) y abrió con la llave y tiró de la puerta hacia fuera.

Pero habían salido ya del mundo del hombre, de los hombres: gente que trabajaba y tenía hogares y criaba familias e intentaba ganar algo más de dinero del que quizá se mereciese utilizando medios justos por supuesto o legales al menos, para gastar un poco en divertirse y ahorrar también un poco para la vejez. Porque en el mismo instante en que la puerta de roble se abrió pareció expandirse hacia fuera y hacia abajo hacia él la rancia vaharada de toda la degradación y la vergüenza humanas… un olor a creosota y excremento y vómito rancio e incorregibilidad y reto y rechazo como algo palpable contra el avanzar y ascender de sus cuerpos cuando subían los últimos peldaños hacia un pasillo que era parte de la estancia principal en realidad, la celda común, separada del resto de la estancia por una mampara de tela metálica como un gallinero o una perrera, en la cual en literas alineadas contra la pared del fondo yacían cinco negros inmóviles, con los ojos cerrados pero sin el menor rumor de ronquidos, sin ruido alguno de ningún género, allí tendidos inmóviles disciplinados silenciosos bajo el polvoriento resplandor de una sola bombilla sin pantalla como si hubieran sido embalsamados, el carcelero parándose de nuevo, las manos apoyadas en la tela metálica mientras contemplaba furioso las formas inmóviles. «Mírelos», dijo el carcelero con aquella voz demasiado alta, demasiado aguda, al borde justo de la histeria: «Mansos como corderitos pero no hay ni uno solo de estos jodidos que duerma de verdad. Y no se lo reprocho, con una pandilla de blancos furiosos en el pueblo que están deseando entrar aquí a media noche con pistolas y latas de gasolina. Vamos», dijo y se volvió y siguió. Poco más allá había una puerta en la tela metálica, no cerrada con candado sino enganchada solo con una aldaba y una armella como si fuera una perrera o un granero pero el carcelero no paró.

—Le puso usted en la celda, ¿verdad? —preguntó su tío.

—Órdenes de Hampton —dijo el carcelero sin volverse—. No sé qué le va a parecer eso al próximo blanco que piense que no se sentirá tranquilo mientras no mate a alguien. Pero quité todas las mantas de la litera.

—¿Quizá porque no va a estar aquí lo suficiente para poder dormir? —dijo su tío.

—Ja ja —dijo sin alegría el carcelero con aquella voz tensa aguda y estridente—. Ja ja ja ja —y siguiendo a su tío él pensó que de todos los objetivos humanos era el asesinato el que tenía una necesidad más imperiosa de intimidad; que el hombre es capaz casi de cualquier cosa con tal de preservar la soledad en la que evacua o hace el amor pero hará cualquiera realmente por aquella en la que toma vida, hasta por homicidio, aunque con ningún acto pueda destruirla más completa e irrevocablemente; una puerta de acero enrejada moderna esta vez con una cerradura incorporada del tamaño de un bolso de mujer que el carcelero abrió con otra llave del manojo y luego empujó, el rumor de sus pisadas casi tan rápido como si volviese corriendo pasillo atrás hasta que el ruido de la puerta de roble que coronaba las escaleras las silenció, y más allá la celda iluminada por otra bombilla única tenue polvorienta manchada de moscas tras una mampara de alambre que llegaba hasta el techo, no mucho mayor que un trastero y en realidad justo lo suficientemente ancha para la litera doble adosada a la pared, de cuyos dos catres no solo habían sido retiradas las mantas sino los colchones también, él y su tío entrando y aun así todo lo que veía era lo primero que había visto: el sombrero y la chaqueta negra colgando pulcramente de un clavo en la pared: y recordaría después con asombro y alivio: Le han cogido ya. Ya no está. Es demasiado tarde. Ya ha terminado todo. Porque no sabía lo que debía esperar, salvo que no era aquello: una pulcra capa de hojas de periódico cubriendo limpiamente los desnudos muelles del somier del catre de abajo y otra sección desplegada con una pulcritud similar en el de arriba, para proteger los ojos de la luz y al propio Lucas tumbado sobre el periódico extendido, dormido, boca arriba, con un zapato por almohada y las manos dobladas en el pecho, muy pacífico o tanto como los viejos cuando duermen, la boca abierta y respirando en un jadeo leve superficial espasmódico; y él se inclinó sintiendo una oleada insoportable casi no de afrenta ya sino de cólera, contemplando la cara que por primera vez, indefensa al fin por un momento, revelaba la edad, y las largas y nudosas manos del viejo que tan solo un día antes le había pegado un tiro por la espalda a otro ser humano, yaciendo allí tranquilas y pacíficas sobre la pechera de aquella camisa blanca anticuada almidonada cuyo cuello cerraba un botón de bronce oxidándose ya y con forma de flecha, casi tan grande como la cabeza de una culebra pequeña, pensando: No es más que un negro en realidad aunque se dé esos aires y estire tanto el cuello y se ponga esa cadena de reloj de oro y se niegue a llamar señores a los demás aunque pronuncie la palabra. Solo un negro podría matar a un hombre, y aun más de un tiro por la espalda, y dormir luego como un bendito en cuanto encuentra algo lo bastante liso para poder tumbarse; aún mirándole cuando sin moverse por lo demás cerró Lucas la boca y alzó los párpados, los ojos miraron fijo arriba otro segundo. Luego, la cabeza aún inmóvil, giró los ojos hasta ver a su tío pero inmóvil aún: solo tumbado allí mirándole.

—Bueno, amigo —dijo su tío—. Por fin ha armado usted una buena.

Entonces Lucas salió de su inmovilidad. Se incorporó rígido y balanceó rígidamente las piernas por el borde del catre, asiendo una de ellas por la rodilla con las manos y girándola tal como suele hacerse con una puerta alabeada para abrirla o cerrarla, gruñendo y gimiendo no ya franca ruidosa y descaradamente sino con complacencia, como gruñen y gimen los viejos que tienen alguna molestia intrascendente con la que llevan tanto familiarizados y a la que tan acostumbrados y habituados están ya que ya ni siquiera constituye un dolor y que si llegase realmente a curárseles alguna vez se sentirían desnudos y perdidos; él escuchando y mirando con aquella rabia todavía y ya desconcierto también ante aquel asesino no ya al borde de la horca sino del linchamiento, que no solo se quejaba parsimoniosamente de una rigidez en la espalda sino que lo hacía como si tuviera todo un largo resto de vida natural en que afrontar cada vez que se moviese aquel viejo impedimento familiar.

—Eso parece —dijo Lucas—. Por eso le he hecho llamar. ¿Qué va a hacer usted conmigo?

—¿Yo? —dijo su tío—. Nada. Yo no me llamo Gowrie. No soy siquiera de Beat Four.

Moviéndose rígidamente de nuevo Lucas se inclinó y atisbó alrededor de los pies, buscó luego debajo del catre y sacó al fin el otro zapato y se incorporó de nuevo y empezó a girarse decrépito y rígido para mirar tras sí cuando su tío se inclinó y sacó el primer zapato del catre y lo dejó caer al lado del otro. Pero Lucas no se los puso. En vez de eso, volvió a sentarse, inmóvil, 1 manos en las rodillas, pestañeando. Luego, hizo un ges con una mano que descartaba por completo Gowries, linchadores, venganza, holocausto todo.

—Ya pensaré en eso cuando entren aquí —dijo—. Me refiero a la cuestión legal. ¿No es usted el abogado del condado?

—Oh —dijo su tío—. Será el fiscal del distrito el que le ahorque o le mande a Parchman… no yo.

Lucas pestañeaba aún, pero despacio: solo con regularidad. Él le observó. Y de pronto se dio cuenta de que, Lucas no miraba a su tío en absoluto y que parecía llevar tres o cuatro segundos sin mirarle.

—Comprendo —dijo Lucas—. Entonces puede usted aceptar mi caso.

—¿Aceptar su caso? ¿Defenderle ante el juez?

—Voy a pagarle a usted —dijo Lucas—. No se preocupe.

—Yo no defiendo a asesinos que matan por la espalda —dijo su tío.

Lucas hizo otra vez el gesto aquel con una de sus manos nudosas y oscuras. «Olvidemos el juicio. Aún no hemos llegado a eso». Y entonces vio que Lucas miraba ya a su tío, con la cabeza baja de modo que le miraba desde abajo a través de los mechones canosos de las cejas… una mirada astuta atenta, reservada y Lucas dijo: «Quiero contratar a alguien…» y se detuvo. Y él pensó recordó mirándole a una señora anciana, muerta ya, solterona, una vecina que llevaba una peluca teñida y tenía siempre en una estantería de la despensa un cuenco grande de pastas caseras para todos los niños de la calle, que un verano (no podría tener él más de siete u ocho años entonces) les enseñó a jugar al quinientos: a todos: sentándose en la mesita de cartas en la galería lateral con rejilla en cálidas mañanas de verano y ella se mojaba los dedos y cogía una carta de la mano y la ponía en la mesa, la mano aún no sobre ella claro sino justo posada cerca hasta que el jugador siguiente revelaba descubría por algún movimiento o gesto de triunfo o emoción o quizá justo solo por respirar con más intensidad o rapidez su intención de echar un triunfo o una carta más alta, ante lo cual ella decía en seguida: «Un momento. Me equivoqué de carta» y volvía a ponerla con las demás en la mano y jugaba otra. Eso era exactamente lo que había hecho Lucas. Antes había estado sentado quieto y silencioso pero ahora estaba absolutamente inmóvil. No parecía ni respirar siquiera.

—¿Contratar a alguien? —dijo su tío—. Ya tiene usted abogado. Yo había aceptado ya su caso antes de venir aquí. Le diré lo que tiene que hacer en cuanto me haya dicho lo que sucedió.

—No —dijo Lucas—. Yo quiero contratar a alguien. No tiene por qué ser un abogado.

Entonces fue su tío quien miró a Lucas fijamente.

—¿Para qué?

Él les miraba. No era ya una partida infantil de las quinientas en que no se jugaba nada. Se parecía más a las partidas de póker que él había presenciado.

—¿Va a aceptar usted el asunto o no? —dijo Lucas.

—Así que no me va a decir usted lo que quiere que haga hasta que no haya aceptado hacerlo —dijo su tío—. Muy bien, hombre —dijo su tío—. Ahora yo voy a explicarle a usted lo que hay que hacer. ¿Qué pasó ayer allí exactamente?

—Así que no le interesa el asunto —dijo Lucas—. Aún no me ha dicho ni que sí ni que no.

—¡No! —dijo su tío, ásperamente, demasiado alto, conteniéndose pero hablando ya otra vez antes de haber apaciguado la voz hasta una especie de calma explícita furiosa—. Porque no tiene usted ningún asunto que ofrecer a nadie. Está en la cárcel, y depende solo de la gracia de Dios el que esos Gowrie condenados no le saquen a rastras de aquí y le cuelguen de la primera farola que vean. No comprendo aún por qué le han dejado llegar hasta el pueblo, la verdad…

—Eso no importa ahora —dijo Lucas—. Lo que necesito es…

—¡Eso no importa! —dijo su tío—. Dígales a los Gowrie que no importa cuando entren aquí esta noche. Dígale a Beat Four que lo olvide…

Paró; de nuevo con un esfuerzo que era casi visible volvió a aplacar la voz hasta aquella paciencia furiosa. Hizo una inspiración profunda, expulsó luego el aire.

—Vamos. Dígame exactamente lo que pasó ayer.

Durante otro instante Lucas siguió sin contestar. Continuó sentado en el catre, manos en las rodillas, huraño y sereno, sin mirar ya a su tío moviendo vagamente la boca como saboreando algo. Por fin dijo:

—Eran dos individuos, socios en una serrería. Al menos compraban la leña cuando la cortaba la serrería… —¿Quiénes eran? —dijo su tío.

—Uno era Vinson Gowrie.

Su tío miró fijamente a Lucas un largo instante. Pero habló ya con voz tranquila y serena.

—Lucas —dijo— ¿ha pensado alguna vez que si hubiese tratado con respeto a los blancos y lo hubiera hecho además sinceramente, quizá no estuviera sentado aquí ahora?

—Voy a empezar a hacerlo ahora, sí —dijo Lucas—. Trataré con mucho respeto a esa gente que va a venir a sacarme a rastras de aquí y a quemarme.

—No le va a pasar nada… hasta que vaya ante el juez —dijo su tío—. ¿No sabe que ni siquiera Beat Four se toma libertades con el señor Hampton… al menos aquí en el pueblo?

—El sheriff Hampton está ahora en su casa durmiendo.

—Pero está abajo el señor Will Legate con una escopeta.

—Yo no conozco a ningún Will Legate.

—El cazador de ciervos. El hombre que es capaz de matar un conejo a la carrera con un treinta treinta.

—Ja —dijo Lucas—. Esos Gowrie no son ciervos. Puede que sean gatos monteses y panteras pero ciervos no.

—Está bien —dijo su tío—. Me quedaré aquí si eso le tranquiliza a usted. En fin. Vamos a ver. Vinson Gowrie y otro individuo andaban comprando madera juntos. ¿Qué otro individuo?

—Vinson Gowrie es el único nombre que ya se ha hecho público.

—Y se ha hecho público su nombre porque le pegaron un tiro por la espalda en pleno día —dijo su tío—. En fin, es una forma de lograrlo. Bueno, bien —dijo su tío—. ¿Quién era el otro tipo?

Lucas no contestó. No se movió; quizá no hubiera oído siquiera, seguía allí tranquilo, despreocupado, ni esperando siquiera en realidad: solo sentado allí mientras su tío le miraba. Luego su tío dijo:

—Bueno. Bien. ¿Qué hacían con la leña?

—La apilaban según iba cortándola la sierra para venderla toda en cuanto la terminasen de serrar. Solo que el otro se la llevaba de noche, venía ya tarde después de oscurecer con un camión y cogía una carga y la llevaba a Glasgow o a Holly Mount y la vendía y se embolsaba él el dinero.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Les vi. Les vigilaba —él no lo dudó ni un instante siquiera porque aún se acordaba de Ephraim, el padre de Paralee antes de que se muriera un viejo, viudo, que se pasaba casi todo el día dormitando y desperezándose en una mecedora en el porche de Paralee en verano y delante del fuego en invierno y que de noche recorría los caminos, sin ir a ningún sitio en concreto, paseando solo, a veces se alejaba cinco o seis millas del pueblo para regresar luego al amanecer ya a dormitar y desperezarse todo el día en la mecedora.

—Está bien —dijo su tío—. ¿Luego qué?

—Eso es todo —dijo Lucas—. Él solo robaba una carga de leña o así cada noche.

Su tío miró fijamente a Lucas durante unos diez segundos. Dijo con una voz que reflejaba un desconcierto tranquilo, apaciguado casi:

—Entonces usted cogió la pistola y fue a resolver aquel asunto. Usted, un negro, cogió la pistola y fue a resolver un pleito entre dos blancos. ¿Qué esperaba? ¿Qué otra cosa podía esperar?

—Eso da igual —dijo Lucas—. Yo quiero…

—Iba usted a la tienda —dijo su tío— pero se encontró primero por casualidad con Gowrie y le siguió al bosque y le dijo que su socio estaba robándole y naturalmente él le insultó y le llamó mentiroso aunque fuese cierto, es lógico, qué iba a decir él: puede que hasta le derribara a usted de un puñetazo y siguió su camino y usted le pegó un tiro por la espalda…

—Jamás me ha derribado nadie de un puñetazo —dijo Lucas.

—Pues tanto peor —dijo su tío—. Tanto peor para usted. No se trata siquiera de defensa propia. Lo mató sin más de un tiro por la espalda. Y luego se quedó allí junto a él con la pistola en el bolsillo y dejó que llegaran los blancos y lo agarraran. Y si no hubiera sido por ese alguacil canijo y reumático que no tenía nada que hacer allí en primer lugar, y en segundo no tenía nada que hacer en ningún sitio, y solo cobra un dólar por preso cada vez que entrega una citación o una orden de detención, tuvo el valor suficiente para tener a raya al maldito Beat Four entero dieciocho horas hasta que Hope Hampton consideró adecuado o recordó o se acercó para llevarle a usted a la cárcel… mantener a raya a toda aquella gente eso ni usted ni todos los amigos que pudiese reunir en cien años…

—Yo no tengo amigos —dijo Lucas con un orgullo terco e inflexible, y luego algo más aunque su tío estaba hablando ya:

—Desde luego que no. Y si los hubiera tenido alguna vez ese disparo por la espalda les habría mandado también al otro mundo… ¿Qué? —dijo su tío—. ¿Qué dijo usted?

—Dije que pagaré lo que haga falta —dijo Lucas. —Comprendo —dijo su tío—. Usted no recurre a los amigos; usted paga al contado. Sí. Comprendo. Escúcheme bien. Mañana comparecerá usted ante el gran jurado. Ellos formularán la acusación. Luego si quiere conseguiré que el señor Hampton le traslade a Mottstown o más lejos incluso, hasta que se reúna el tribunal al mes que viene. Entonces se declarará usted culpable; convenceré al fiscal del distrito para que le deje hacerlo porque es usted un anciano ya y nunca ha tenido problemas; bueno, al menos que les conste al juez y al fiscal del distrito, pues ellos no viven dentro de un radio de cincuenta millas del condado de Yoknapatawpha. Luego no le ahorcarán; le enviarán a la penitenciaría; lo más probable es que no viva lo suficiente para que le den la libertad condicional pero por lo menos allí no podrán agarrarle los Gowrie. ¿Quiere que me quede aquí esta noche a hacerle compañía?

—Creo que no —dijo Lucas—. Anoche me tuvieron despierto hasta el amanecer y he de procurar dormir un poco. Si usted se queda aquí no parará de hablar hasta mañana.

—Bien —dijo ásperamente su tío. Luego, dirigiéndose a él—: Vamos —dirigiéndose ya hacia la puerta. Se detuvo—: ¿Quiere usted algo?

—Podría mandarme tabaco —dijo Lucas—. Puede que esos Gowrie me den tiempo para fumarlo.

—Mañana —dijo su tío—. Tiene usted que dormir mucho esta noche —y siguió, él detrás, su tío cediéndole el paso en la puerta de modo que se hizo a un lado a su vez y se quedó mirando atrás hacia la celda mientras su tío cruzaba la puerta y la cerraba, la gruesa barra de acero entrando resonante en su encaje de acero con un rumor denso oleaginoso de irrevocabilidad irrefutable similar a aquella misma fatalidad definitiva y engrasada cuando como decía su tío las máquinas del hombre le hubiesen borrado y anulado al fin en la tierra y, sin objetivo propio ya sin que quedase nada ya que destruir, cerrada la última puerta en su propia apoteosis sin progenitor tras un candado solo sensible al último toque de eternidad su tío siguiendo, pisadas rechinando y resonando pasillo adelante y luego el matraqueo áspero de nudillos en la puerta de roble, mientras él y Lucas se miraban aún a través de las rejas de acero, Lucas de pie también ahora en medio de la celda bajo la luz y mirándole con lo que fuese en la cara de modo que él pensó por un momento que Lucas había dicho algo en voz alta. Pero no había dicho nada, no emitía sonido alguno: mirándole solo con aquella urgencia muda paciente hasta que resonaron los pies del carcelero acercándose por las escaleras y se oyó el rumor de la barra en la armella en la puerta.

Y el carcelero colocó la barra de nuevo y pasaron delante de Legate que seguía con su tebeo en la inclinada silla con la escopeta al lado frente a la puerta abierta, fuera luego ya por el camino abajo hasta la portilla y la calle, cruzando la portilla donde su tío había girado ya hacia casa: parando, pensando un negro un asesino que dispara contra los blancos por la espalda y no le afecta lo más mínimo.

Y dijo:

—Creo que Skeets McCowan andará por la plaza. Tiene una llave de la tienda. Podría llevarle a Lucas tabaco esta noche —su tío se detuvo.

—Eso puede esperar hasta mañana —dijo su tío.

—Sí —dijo él, percibiendo que su tío le observaba, sin preguntarse siquiera qué haría si su tío decía no, no esperando siquiera en realidad, solo allí de pie quieto.

—Está bien —dijo su tío—. No tardes. —Con lo que pudo haberse puesto en marcha ya. Pero no lo hizo aún.

—Yo creí que decías que no iba a pasar nada esta noche.

—Sigo creyendo que no pasará —dijo su tío—. Pero nunca se sabe. La gente como los Gowrie no le dan mucha importancia a la muerte ni a morir. Pero le dan mucho valor a los muertos y a cómo mueren… sobre todo a los suyos. Si consigues ese tabaco, deja que se lo suba Tubbs y tú vete a casa.

Así que no tuvo que decir sí siquiera esta vez, volviéndose su tío primero y luego él, hacia la plaza y caminó hasta que dejó de oírse el rumor de las pisadas de su tío, luego paró y quedó quieto allí hasta que la silueta negra de su tío se hubo convertido ya en el brillo blanco del traje de lino y esfumado después de la última farola y si se hubiera ido a casa y hubiese cogido a Highboy por la mañana en cuanto reconoció el coche del sheriff serían ocho horas ya, cuarenta millas casi, volviendo hacia la entrada los ojos de Legate vigilándole, reconociéndole ya por encima del tebeo incluso antes de que llegara a la puerta y si siguiera recto ya podría ir por el camino de detrás del seto y entrar en el corral y ensillar a Highboy y salir por el prado y dar la espalda a Jefferson y a los negros asesinos a todo y dejar que Highboy galopara al ritmo que quisiera y hasta donde quisiera aun cuando se hubiera agotado por fin y aceptase ir al paso, solo con tal que siguiera dando la cola a Jefferson y a los negros asesinos: a través del portón por el sendero por la galería y otra vez salió en seguida el carcelero por la puerta de la derecha, su expresión pasando ya a ser de rabia atormentada.

—Otra vez —dijo el carcelero—. ¿Es que no te bastó?

—Olvidé una cosa —dijo él.

—Pues espera a mañana —dijo el carcelero.

—Deja que vaya ahora, hombre —dijo Legate con voz ecuánime—. Si lo deja ahí hasta mañana pueden pisoteárselo.

Así que el carcelero dio la vuelta; subieron otra vez las escaleras, el carcelero retiró de nuevo la barra de la puerta de roble.

—La otra da igual —dijo él—. Ya podré por las rejas —y no esperó, se cerró la puerta tras él, oyó que la barra volvía a entrar en la armella pero aun así no tendría más que dar unos golpecitos, oyendo las pisadas del carcelero que volvían a alejarse escaleras abajo pero aun así solo tendría que gritar bien fuerte y patear el suelo y ya le oiría Legate de cualquier modo, pensando

Quizá me recuerde aquel maldito plato de carne con berzas y hasta quizá me diga que solo puede recurrir a mí, que no le queda nadie más a quien recurrir y con eso será suficiente… caminando de prisa, luego la puerta de acero y Lucas no se había movido, plantado aún en medio de la celda debajo de la luz, mirando la puerta cuando él llegó a ella y paró y dijo con una voz tan áspera como la de su tío:

—Bueno, ¿qué quiere usted que haga?

—Ir allí y verle —dijo Lucas.

—¿Ir a dónde y ver a quién? —dijo él. Pero lo entendía perfectamente. Tenía la sensación de haber sabido desde el primer momento lo que sería; pensó con cierto alivio incluso Así que eso es todo aun cuando su voz chillase maquinal con una incredulidad ofendida: «¿Yo? ¿Yo?». Era como algo que hubieras eludido y temido durante tantos años que pareciese ya como toda tu vida, luego a pesar de todo te pasaba y únicamente era dolor, solo hacía daño y terminaba todo, concluía todo, se consumaba todo.

—Le pagaré —dijo Lucas.

Así que no estaba escuchando, ni siquiera ante aquel tono suyo ultrajado incrédulo asombrado: «¿He de ir allí y abrir aquella tumba?». No pensó ya siquiera Así que esto es todo lo que va a costarme aquel plato de carne con verdura. Porque había dejado atrás eso ya hacía mucho cuando la cosa aquella (lo que fuese) se había apoderado de él hacía cinco minutos al volver a mirar a través de aquel abismo inmenso, casi insalvable que se abría entre él y el viejo asesino negro y vio, oyó que Lucas le hablaba a él no porque fuese él mismo, Charles Mallison hijo, ni porque hubiera comido el plato de verdura y se hubiera calentado en su casa, sino porque de todos los blancos con que Lucas tendría posibilidad de hablar entre aquel momento y el momento en que pudieran sacarle a rastras de la celda y bajarle por las escaleras al extremo de una soga, solo él vería la ansiedad muda desesperada de sus ojos. Le dijo:

—Acérquese. —Lucas lo hizo, se aproximó, asiéndose a dos de las rejas como un niño a una valla. Aunque él no recordaba haberlo hecho vio al mirar hacia abajo sus propias manos asiendo también dos de las rejas, los dos pares de manos, las negras y las blancas, asiendo las rejas mientras se miraban por encima de ellas.

—Pero bueno —dijo—. ¿Por qué?

—Vaya y mírele —dijo Lucas—. Si es ya demasiado tarde cuando vuelva, le firmaré ahora mismo un papel que diga que le debo lo que considere que vale.

Pero él aún no escuchaba; lo sabía: hablaba para sí:

—Serán diecisiete millas de noche para llegar allí…

—Nueve —dijo Lucas—. Los Gowrie entierran en la iglesia de Caledonia. Se coge la primera a mano derecha que va hacia las montañas justo detrás del puente del arroyo Nine-Mile. Puede llegar allí en media hora en el automóvil de su tío.

—… y me arriesgo a que me cacen los Gowrie cavando en esa tumba. He de saber por qué. Ni siquiera sé lo que tengo que buscar. ¿Por qué?

—Yo tengo un colt cuarenta y uno —dijo Lucas. Así debía ser; lo único que él no sabía en realidad era el calibre… aquel arma práctica y eficaz y bien cuidada aunque tan arcaica extraña y única como el mondadientes de oro, que probablemente (sin duda) había sido el orgullo del viejo Carothers McCaslin medio siglo atrás.

—Bueno —dijo—. ¿Y qué?

—Que no le mataron con ningún colt del cuarenta y uno.

—¿Con qué le mataron?

Pero Lucas no contestó a esto, siguió plantado allí en su lado de la puerta de acero, las manos un poco cerradas e inmóviles asiendo las dos rejas, inmóvil salvo por el movimiento leve de la respiración. Ni esperaba él en realidad que lo hiciese, sabía que Lucas jamás contestaría a aquello, que no diría más, que no explicaría más a ningún blanco, y sabía por qué, como sabía por qué había esperado para explicarle a él, un niño, lo de la pistola cuando no se lo había dicho ni a su tío ni al sheriff que habría sido el más indicado para abrir la tumba y mirar el cadáver; le sorprendía que Lucas hubiese estado tan a punto de hablarle a su tío del asunto y percibió, apreció de nuevo aquel don de su tío que movía a la gente a explicarle cosas que a nadie más le explicarían, induciendo incluso a los negros a contarle lo que su naturaleza les prohibía contarles a los blancos: recordando al viejo Ephraim y el anillo de su madre aquel verano hacía ya cinco años… una baratija con una piedra de imitación; eran dos en realidad, idénticos, que su madre y su compañera de habitación de Sweetbriar Virginia ahorrando de sus asignaciones habían comprado e intercambiado para llevar hasta la muerte como suelen hacer las jovencitas, y la compañera de habitación se había hecho mayor ya y vivía en California con una hija que iba ya a Sweetbriar y ella y su madre no se veían desde hacía muchos años y quizá no volviesen a verse nunca pero su madre aún conservaba el anillo: luego un día desapareció; él recordaba que despertaba por la noche tarde y veía luces en el piso de abajo y sabía que ella estaba aún buscándolo: y el viejo Ephraim que estaba siempre allí sentado en su tosca mecedora en la galería de Paralee un buen día le dijo que por medio dólar le encontraría el anillo y él le dio a Ephraim el medio dólar y aquella misma tarde se marchó a pasar una semana en un campamento de exploradores y volvió y encontró a su madre en la cocina donde había cubierto la mesa con periódicos y vaciado encima de ella la olla de piedra donde ella y Paralee guardaban la harina de maíz y allí estaban ella y Paralee repasando la harina con tenedores y por primera vez en una semana se acordó del anillo y volvió a casa de Paralee y allí estaba Ephraim sentado en la mecedora en la galería y Ephraim dijo, «Está debajo del comedero de los cerdos de la finca de su papá»: Ephraim ni necesitó explicarle cómo entonces porque por entonces él lo había recordado ya: señora Downs: una blanca vieja que vivía sola en una casa sucia cuadradita como una caja de zapatos que olía como una cueva de raposas en las afueras del pueblo en un asentamiento de casas de negros, en la cual entraban y salían negros continuamente durante todo el día y sin duda la mayor parte de la noche: quien (esto no por Paralee que siempre parecía no saber o al menos no tener tiempo en el momento para hablar de ello, sino por Aleck Sander) no solo adivinaba el futuro y curaba de maleficios sino que encontraba cosas: allí se había ido el medio dólar y él creyó tan de inmediato y tan implícitamente que el anillo estaba ya localizado que desechó aquella fase automáticamente y para siempre y fue solo lo secundario de la cosa y el corolario lo que despertó su interés, diciéndole a Ephraim: «¿Ha sabido toda esta semana dónde estaba y no se lo dijo a nadie?» y Ephraim se le quedó mirando un rato, meciéndose incesante y plácidamente y chupando una pipa fría llena de ceniza a cada balanceo produciendo un sonido como el de un pequeño cilindro asmático: «Podría habérselo dicho a su mamá. Pero ella necesitaría ayuda. Así que esperé por usted. Los jóvenes y las mujeres, esos no tienen prisa. Pueden escuchar. Pero un hombre de mediana edad como su pa o su tío, esos no pueden ya. No tienen tiempo. Están demasiado ocupados con los hechos. Procure no olvidarlo; algún día puede serle útil. Si necesita hacer alguna vez algo que se salga de lo normal, no pierda el tiempo con los hombres; procure que le ayuden las mujeres y los niños». Y recordó no tanto la rabia como la indignación de su padre, su rechazo casi furioso, su transferencia de todo el asunto a un campo de principios morales asediados y atacados, e incluso su tío que no había tenido hasta entonces más problema que él para creer cosas que todos los demás individuos adultos ponían en duda solo por el hecho de ser incomprensibles, mientras su madre hacía serena y terca los preparativos para ir a la finca que hacía un año que no visitaba y hasta su padre no iba por allí desde varios meses antes de que se perdiese el anillo y su tío se negó incluso a conducir el coche así que su padre contrató a un hombre del garaje y él y su madre fueron hasta la finca y con la ayuda del casero encontraron el anillo debajo del comedero de los cerdos. Solo que no se trataba de un anillito oscuro y sin valor intercambiado hacía veinte años por dos jovencitas sino de la muerte por vergonzosa violencia de un hombre que moriría no porque fuese un asesino sino porque tenía la piel negra. Pero Lucas no iba a contarle nada más y él lo sabía; y pensó con una especie de furia violenta: ¿Creer? ¿Creer qué? Porque Lucas ni siquiera le pedía que creyera algo; no le pedía siquiera un favor, no hacía ninguna súplica final desesperada a su humanitarismo y su piedad sino que iba a pagarle incluso siempre que el precio no fuera exagerado, por recorrer solo diecisiete millas (no, nueve: recordó ya que al menos había oído aquello) en la oscuridad y arriesgarse a que le cazasen profanando la tumba de un miembro de un clan de hombres que estaban ya a punto de entregarse a un frenesí de cólera sangrienta, sin decirle siquiera por qué. Pero volvió a intentarlo, pues sabía que Lucas no solo sabía que él iba a ir sino que sabía que él sabía qué respuesta iba a obtener.

—¿Con qué arma le dispararon, Lucas? —Y obtuvo exactamente lo que hasta Lucas sabía que había supuesto él:

—Le pagaré —dijo Lucas—. Dígame el precio, un precio razonable y se lo pagaré.

Hizo una prolongada inspiración y luego expulsó el aire mientras se miraban a través de las rejas, empañados los ojos del viejo observándole, inescrutables misteriosos. No había en ellos angustia en realidad y él pensó pacíficamente No solo me derrota, sino que en ningún momento ni por un segundo lo dudó siquiera.

—Está bien —dijo—. Pero el que yo lo vea no servirá de nada, aunque pudiera apreciar lo de la bala. En fin, piense lo que eso significa. Tengo que desenterrarle, sacarle de aquel hoyo antes de que me cacen los Gowrie y traerle al pueblo para que el señor Hampton pueda mandar a por un especialista a Memphis que pueda aclarar lo de las balas —miró a Lucas, el viejo se asía suavemente a las rejas por el interior de la celda y ni siquiera le miraba a él ya. Hizo de nuevo una inspiración honda—. Pero lo principal es sacarle de allí y llevarle adonde pueda mirarle alguien antes de… —miró a Lucas—. Tendré que ir hasta allí y desenterrarle y volver al pueblo antes de media noche o de la una hasta puede que la media noche sea ya demasiado tarde. No veo cómo voy a poder. No voy a poder.

—Procuraré esperar —dijo Lucas.