CAPÍTULO IV
Había una camioneta destartalada y vieja que parecía de segunda mano estacionada en el bordillo delante de la casa cuando llegó él. Pasaba ya bastante de las ocho, era mucho más que probable que quedasen menos de cuatro horas para que su tío fuese a casa del sheriff y le convenciese y buscasen luego un juez de paz o a quien tuvieran que buscar y despertar y luego convencer también para abrir la tumba (en lugar del permiso de los Gowrie, que por ninguna razón, fuese cual fuese, y la peor de todas la de salvar a un negro de perecer quemado en una hoguera, conseguiría jamás ni el propio presidente de los Estados Unidos no digamos ya un sheriff de condado) y luego ir a la iglesia de Caledonia y desenterrar el cadáver y volver al pueblo con él a tiempo. Pero tenía que ser precisamente aquella noche la que escogiese un campesino al que se le habría extraviado una vaca o una mula o un cerdo y un vecino se lo retuviera exigiéndole un dólar por lo que había comido para soltarlo, para ir a ver a su tío, para estarse sentado allí en el despacho diciendo sí o no o yo creo que no mientras su tío hablaba de los cultivos o de la política, asuntos de uno de los cuales su tío no sabía nada y del otro no sabía nada el campesino, hasta que el hombre acabara diciendo a qué había ido.
Pero él no podía respetar el ceremonial ahora. Había caminado muy deprisa desde la cárcel pero ahora trotando, cruzar el patio, pasar la galería y entrar al vestíbulo luego pasar la biblioteca donde aún estaba su padre sentado bajo una lamparilla de lectura con la página de jeroglíficos y crucigramas del dominical del diario de Memphis y su madre bajo la otra con el nuevo ejemplar de Libro del Mes camino de lo que su madre quiso pretendió llamar el estudio de Gavin pero que Paralee y Aleck Sander rebautizaran hacía mucho el despacho y todo el mundo lo llamaba así. Estaba cerrada la puerta; pudo oír el murmullo de la voz de aquel hombre tras ella en el mismo instante en que sin parar siquiera llamó dos veces y al tiempo abrió la puerta y entró diciendo ya:
—Buenas noches, señor. Perdone usted. Tío Gavin…
Porque la voz era la de su tío; y frente a él al otro lado de la mesa-escritorio, no se sentaba un hombre de rasurado y atezado cuello pulcra camisa de domingo sin corbata y pantalones, había una mujer con un vestido estampado de algodón muy sencillo y uno de esos sombreros negros redondos que parecen un poco polvorientos encasquetado en la cabeza como los que solía llevar su abuela y entonces la reconoció antes incluso de ver el reloj (pequeño de oro en una caja de saboneta suspendido de un broche de oro sobre el pecho liso casi como y casi exactamente en la misma posición que ese corazón que llevan prendido en el pecho los chalecos de lona de los esgrimidores) porque desde la muerte de su abuela no conocía a ninguna otra mujer que llevase o incluso poseyese uno y la verdad es que debería haber reconocido la camioneta: la señorita Habersham, cuyo apellido era ya el más antiguo del condado. Había habido tres en otros tiempos: el doctor Habersham y un tabernero de nombre Holston y el hijo menor de un hugonote llamado Grenier que había entrado en el condado a caballo antes de que se hubieran localizado y trazado y designado sus límites, cuando Jefferson era un enclave de los chickasaws con una palabra chickasaw para designarlo y distinguirlo de las espesuras intransitables de cañaverales y bosques de aquellos tiempos pero todos desaparecidos ya, esfumados salvo uno hasta de la memoria oral del condado: Holston tan solo el nombre del hotel de la plaza y pocos en el condado que sepan o se interesen por el origen de la palabra, y lo que quedaba de la sangre de Louis Grenier el elegante, el dilettante, el arquitecto educado en París que había practicado un poco el derecho pero había sido la mayor parte de su vida plantador y pintor (y más amateur como cultivador de alimentos y de algodón que con el lienzo y el pincel) calentaba ahora los huesos de un hombre ecuánime y alegre de mediana edad con la mentalidad y la cara de un niño que vivía en un medio cobertizo medio cubil hecho por él con tablas desechadas y trozos de tubos de chimenea aplanados y latas a la orilla del río a veinte millas del pueblo, que ni sabía su edad ni escribir siquiera el Lonnie Grinnup con que se designaba ya, ni tampoco que la tierra en que se acuclillaba era el último fragmento perdido de los miles de acres que había poseído su antepasado y solo quedaba la señorita Habersham: una solterona sin parientes, de setenta años, que vivía a las afueras del pueblo en una casa colonial de columnas que no se había pintado desde que muriera su padre y que no tenía agua ni electricidad, con dos criados negros (y aquí de nuevo hubo algo que le inquietó un instante aguijoneó su atención pero se desvaneció en el mismo segundo sin que él lo desechase siquiera, se desvaneció simplemente) en una cabaña del patio trasero, de los que la mujer hacía la comida mientras la señorita Habersham y el hombre criaban pollos y cosechaban verduras que vendían por el pueblo en la camioneta. Hasta hacía dos años habían utilizado un caballo blanco gordo y viejo (decían que tenía veinte años cuando él lo recordaba la primera vez, con una piel tan limpia y rosada como la de un bebé bajo los pelos blancos y bruñidos) y un buggy. Luego tuvieron una temporada buena o algo así y la señorita Habersham compró aquella camioneta de segunda mano y se les veía por las calles de casa en casa todas las mañanas en invierno y verano, la señorita Habersham al volante con medias de algodón y aquel sombrero negro redondo que llevaba usando desde hacía cuarenta años lo menos y los pulcros vestiditos estampados que se ven en los catálogos de Sears Roebuck por dos dólares noventa y ocho centavos, el pulcro relojito de oro prendido en la pechera lisa sin pechos y los zapatos y los guantes hechos según su madre a la medida en una tienda de Nueva York a treinta y cuarenta dólares par unos y a quince y veinte otros, mientras el negro entraba y salía trotando de las casas la barriga enorme y un cesto de verduras flamante o de huevos en una mano y el cadáver desnudo y desplumado de un pollo en la otra; reconoció, recordó, algo aguijoneó incluso su atención y lo desechó de inmediato porque no había tiempo, diciendo rápidamente:
—Buenas noches, señorita Habersham. Perdone. Tengo que hablar con el tío Gavin —luego de nuevo a su tío—: Tío Gavin…
—También la señorita Habersham —dijo su tío rápido inmediato, en un tono que en una situación normal él habría identificado en seguida; en una situación normal podría haber captado incluso las implicaciones de lo que su tío había dicho. Pero no entonces. No le oyó en realidad. No estaba escuchando. En realidad no tenía tiempo apenas para hablar; diciendo rápido aunque también con calma, solo perentorio y solo para su tío incluso porque había olvidado ya a la señorita Habersham, hasta su presencia:
—Tengo que hablar contigo. —Y solo entonces se detuvo no porque hubiese terminado, pues no había empezado siquiera, sino porque por primera vez oía a su tío que ni siquiera había dejado de hablar, medio de lado en el asiento, un brazo en el respaldo y la otra mano sosteniendo la humeante pipa de mazorca sobre la mesa delante, hablando aún con aquella voz que era como el chasquido perezoso de una varita de madera:
—Así que se lo llevaste tú mismo. Hasta puede que ni siquiera te molestaras en ir a por el tabaco. Y él te explicó algún cuento. Espero que sea bueno.
Y eso fue todo. Podía irse ya, de hecho debería hacerlo. En realidad nunca debería haberse parado en su recorrido por el pasillo ni debería haber entrado en la casa para nada sino que debería haberla rodeado y haber llamado a Aleck Sander de paso hacia el establo, ya se lo había dicho Lucas hacía treinta minutos en la cárcel cuando hasta él había estado casi a punto de explicarlo todo y pese a hallarse bajo la sombra misma de los Gowrie había tenido al final el buen sentido de no intentar explicárselo a su tío ni a ningún otro blanco. Pero no se puso en marcha todavía. Se había olvidado de la señorita Habersham. La había desechado; había dicho «Perdone» y la había borrado así no solo de aquella habitación sino también de aquel momento lo mismo que el mago hace desaparecer con una palabra o un gesto la palmera o el conejo o el jarrón de rosas y solo quedaban ellos, ellos tres: él allí a la puerta sosteniéndola aún, medio en la habitación en la que no había llegado a entrar en realidad y a la que no debería haberse asomado siquiera y medio en el pasillo por donde nunca debería haber perdido el tiempo pasando ya para empezar, y su tío medio repantigado tras la mesa atestada de papeles también y otra de las jarras de cerveza alemana llena de trozos de papeles y probablemente una docena de las pipas de mazorca en diversas etapas de quemado, y a media milla de distancia el viejo negro sin parientes ni amigos obstinado arrogante terco huraño independiente (insolente también) solo en la celda donde la primera voz familiar que oiría sería probablemente la del viejo y manco Nub Gowrie abajo en el vestíbulo diciendo «Quítate de en medio Will Legate. Hemos venido a por el negro ese», mientras fuera de la tranquila habitación iluminada por la lámpara el inmenso canal de molino del tiempo atronaba no hacia la medianoche sino arrastrando consigo la medianoche, no para arrojar la medianoche en el desastre sino para arrojar sobre ellos el desastre de la medianoche en abismo acechante que borrase el cielo: y entones se dio cuenta de que el momento decisivo no había sido cuando le dijo a Lucas «está bien» a través de la puerta de acero de la celda sino que lo sería cuando volviese al pasillo y cerrase aquella otra puerta. Así que lo intentó de nuevo, tranquilo aún ni siquiera rápido ni perentorio ya siquiera: solo equívoco razonable y explícito:
—Supongamos que no fue su pistola la que lo mató.
—Por supuesto —dijo su tío—. Eso es exactamente lo que alegaría yo si fuese Lucas… o cualquier otro asesino negro en realidad o cualquier asesino blanco ignorante en realidad. Puede que hasta te dijera incluso contra qué disparó con su pistola. ¿Contra qué? ¿Contra un conejo o una lata quizá o a una señal de un árbol solo para ver si estaba cargada, si disparaba de verdad? Pero prescindiendo de eso. Aceptándolo de momento: Luego qué. ¿Qué sugieres? No; ¿qué te dijo Lucas que hicieras?
Y contestó incluso a esto:
—¿No podría el señor Hampton desenterrarlo y ver?
—¿Basándose en qué? A Lucas le cogieron dos minutos después de que se produjera el disparo, junto al cadáver y con una pistola recién disparada en el bolsillo. No negó en ningún momento haberla disparado; en realidad no quiso hacer ninguna declaración, ni ante mí siquiera, su abogado… el abogado al que él mismo mandó llamar. ¿Cómo arriesgarse a hacer una cosa así? Yo desde luego preferiría ir allí y matar a otro de los hijos de Nub Gowrie antes que decirle que quería sacar el cuerpo de su hijo de la tierra consagrada en que ha sido enterrado y bendecido. Y de llegar a eso, preferiría decirle que quería exhumarlo para arrancarle los dientes de oro que explicarle que lo que quería era evitar que lincharan a un negro.
—Pero supón… —dijo él.
—Escúchame —dijo su tío con una especie de paciencia parsimoniosa pero indomable—. Óyeme bien. Lucas está encerrado tras una puerta de acero muy segura. Ni Hampton ni ninguna otra persona del condado puede proporcionarle mejor protección. Como dijo Will Legate, en el condado hay gente de sobra para pasar por encima de él y de Tubbs e incluso de esa puerta de acero si de verdad quisieran hacerlo. Pero no creo que haya tantos en este condado que de verdad quieran colgar a Lucas de un poste de teléfonos y quemarle con gasolina.
Y también esta vez. Volvió a intentarlo.
—Pero supongamos que… —dijo de nuevo y oyó entonces por tercera vez casi exactamente lo que ya había oído dos veces en doce horas, se maravilló de nuevo de la insuficiencia, de la escasez casi pautada realmente no de vocabularios individuales sino del vocabulario mismo, por el que hasta el hombre puede vivir en hatos y rebaños enormes incluso en conejeras de hormigón en relativa concordia: hasta su tío también:
—Supongámoslo pues. Lucas debería haber pensado en eso antes de pegarle un tiro a un blanco por la espalda. —Y solo después caería en la cuenta de que ahora su tío estaba hablando también para la señorita Habersham; en el momento él no solo no había redescubierto la presencia de ella en la habitación sino que ni la había descubierto siquiera; ni siquiera recordaba que ella hubiese dejado de existir hacía ya mucho, volviéndose, cerrando la puerta a la insensata falsedad de la voz de su tío:
—Yo ya he dicho lo que hay que hacer. Si fuera a pasar algo, lo habrían hecho allá, en su territorio, en su terreno; no le habrían permitido al señor Hampton traerle al pueblo; la verdad es que aún no entiendo por qué lo hicieron. Pero fuese suerte o descontrol o que el señor Gowrie pierde con la edad, el resultado es bueno; ahora está perfectamente y ya le convenceré yo para que se declare culpable de homicidio no premeditado; es viejo y creo que el fiscal del distrito lo aceptará. Irá a la penitenciaría y quizá de aquí a unos años, si vive… —cerró la puerta, pues ya había oído todo aquello antes y no quería volver a oírlo; fuera de la habitación en la que en realidad no había llegado a entrar del todo y en la que no debería haber parado ni un instante, soltando el tirador por primera vez desde que había puesto la mano en él y pensando con la paciencia minuciosa y frenética del hombre que intenta recuperar en una casa en llamas las cuentas esparcidas de un collar roto: Ahora tendré que volver a la cárcel a preguntarle a Lucas dónde es (comprendiendo que pese a las dudas a la probabilidad y todo lo demás en contrario había albergado en realidad la esperanza de que su tío y el sheriff se hicieran cargo del asunto y realizaran la expedición, no porque pensase que le creerían sino sencillamente porque a él le resultaba sencillamente inconcebible que les dejasen resolverlo a él y a Aleck Sander) hasta que recordó que Lucas se había cuidado ya también de aquello, que lo había previsto; recordó no con alivio sino más bien con un nuevo frenesí de rabia y cólera superior incluso a la idea que tenía de su propia capacidad que Lucas no solo le había dicho lo que quería sino exactamente dónde era e incluso cómo llegar allí y solo luego como una reflexión le había preguntado si lo haría… oyendo un crujir de papel de periódico en el regazo de su padre al otro lado de la puerta de la biblioteca y oliendo el puro que ardía en el cenicero junto a su mano y luego vio el vestigio azul del humo salir flotando lentamente por la puerta abierta parque su padre lo había cogido sin duda en el vacío o el parto angustioso de un sinónimo y chupado una vez: e incluso (recordando) por qué medios ir allí y volver se imaginó abriendo la puerta otra vez y diciéndole a su tío: Dejemos a Lucas. Pero préstame tu coche y luego entrando en la biblioteca y diciéndole a su padre que tendría las llaves de su coche en el bolsillo hasta que recordase al desvestirse que debía dejarlas donde pudiera encontrarlas su madre al día siguiente: Déjame las llaves, papá. Quiero salir al campo y excavar una tumba; recordó incluso la camioneta de la señorita Habersham delante de la casa (no a la señorita Habersham; no volvió a pensar más en ella. Recordó solo un vehículo vacío y al parecer no vigilado en la calle a menos de cincuenta metros); la llave quizá estuviera, seguramente estaba, aún puesta y poco importaba que los Gowrie que le cogiesen profanando la tumba de su hijo o hermano o primo capturaran a la vez a un ladrón de vehículos.
Porque (renunciando abandonando emergiendo de dispersar de un barrido aquel torbellino de confetti de bromas delirante) cayó en la cuenta de que nunca había dudado de que iría hasta allí ni siquiera de que desenterraría el cadáver. Se imaginaba ya llegando a la iglesia, al cementerio sin esfuerzo, sin mucho retraso siquiera; hasta se imaginaba alzando, el cadáver y sacándolo sin esfuerzo apenas, sin jadeos ni agobio de músculos y pulmones ni mortificación de percepciones acobardadas. Y sería entonces cuando se desplomase sobre él toda la destrozada y tambaleante media noche detrás y más allá de cuyo atisbo y latido no podría ver aunque quisiera. Así (siguiendo: no se había parado desde la primera fracción de segundo en que cerró la puerta del despacho) se lanzó materialmente en un impulso a una especie de implacable racionalidad tranquila sagaz y desesperada no de contras y pros porque pros no había; el motivo de que él fuese allí era que alguien tenía que ir y nadie más lo haría y el de que alguien tuviese que hacerlo era que ni siquiera el sheriff Hampton (vide Will Legate y la escopeta plantados en el vestíbulo de la planta baja de la cárcel como en un escenario iluminado donde todo el que se acercase tendría que verle o verles antes incluso de llegar a la portilla) estaba seguro del todo de que los Gowrie y sus parientes y amigos no intentasen sacar aquella noche a Lucas de la cárcel y así si todos estaban en el pueblo aquella noche intentando linchar a Lucas no habría nadie rondando por allí que pudiera sorprenderle excavando la tumba y si eso era un hecho real entonces también lo contrario sería real: si no bajaban al pueblo aquella noche en busca de Lucas no había duda de que cualquiera de los cincuenta o cien hombres y muchachos en relación inmediata por parentesco o solo por la caza del zorro o la fabricación de whisky ilegal y el comercio de madera de pino podría tropezarse con Aleck Sander y con él; y también aquello, de nuevo aquello: debía ir a caballo por el mismo motivo, porque solo lo haría un chico de dieciséis años que no tenía otro medio de ir que un caballo y debía elegir incluso en este punto: bien ir solo en el caballo en la mitad de tiempo y tardar tres veces más en desenterrar el cadáver porque solo además de tener que hacer él toda la excavación habría de vigilar y estar alerta, o llevar consigo a Aleck Sander (Aleck Sander y él ya habían hecho aquella ruta recorriendo incluso más de diez millas en Highboy: un caballo castrado grande y huesudo que había hecho incluso cinco vallas con ciento setenta y cinco libras de carga y un buen medio galope llevando dos personas y un trote largo traqueteante y enérgico tan rápido como el medio galope aunque ni siquiera Aleck Sander podía aguantarlo mucho detrás de la silla y luego un medio paso medio carrera indefinible y pesado en el que podía aguantar varias millas con los dos, Aleck Sander detrás durante la primera milla al medio galope luego trotando al lado del caballo agarrado a un estribo durante la siguiente) y desenterrar así el cadáver en un tercio del tiempo arriesgándose a que Aleck Sander hiciese compañía a Lucas cuando llegaran los Gowrie con la gasolina: y de pronto se sorprendió huyendo de nuevo hacia el confetti exactamente igual que uno posterga el tener que entrar por fin al agua fría pensando viendo oyéndose intentando explicárselo también a Lucas:
Tenemos que utilizar el caballo. No hay otra solución. Y Lucas:
Podría haberle convencido para que le dejase el coche. Y él:
Se habría negado. ¿No comprende? No solo se habría negado, me habría encerrado para que no pudiera salir para ir allí siquiera andando y aun menos coger el caballo. Y Lucas:
Bien, bien. No se lo reprocho. En realidad no es a usted a quien se disponen a quemar los Gowrie —siguiendo por el pasillo hasta la puerta de atrás; y se equivocaba; ni cuando le había dicho De acuerdo a Lucas a través de las rejas de acero ni cuando había vuelto al pasillo cerrando la puerta del despacho había sido el punto irrevocable tras el que no habría retorno posible sino ahora; podía detenerse allí y no traspasarlo nunca, dejar que el desastre de la media noche se estrellase inofensivo e impotente contra aquellas paredes porque eran fuertes, podían aguantar; eran el hogar, más altas que la catástrofe, más firmes que el miedo; sin parar siquiera, sin curiosidad suficiente para preguntarse si no sería que no se atrevía quizá a parar, dejando quedamente atrás la puerta de rejilla y bajando las escaleras hacia la vorágine de la noche tibia de mayo ya cruzando el patio hacia la cabaña oscura donde Paralee y Aleck Sander estaban no más dormidos de lo que lo estarían el resto de los negros en una milla a la redonda del pueblo aquella noche ni siquiera en la cama sino sentados en silencio en la oscuridad con las puertas y las contras de las ventanas cerradas esperando el rumor el murmullo de furor y de muerte que pudiese alentar la oscuridad primaveral: se detuvo y silbó la señal que él y Aleck Sander habían utilizado entre ellos desde que aprendieran a silbar, contando los segundos hasta el momento en que tenía que repetirla, pensando que si él fuese Aleck Sander no saldría de casa tampoco aquella noche silbase quien silbase cuando de pronto sin ruido alguno y por supuesto sin luz alguna atrás delatora brotó de las sombras Aleck Sander, andando, muy cerca ya en la oscuridad sin luna, un poco más alto que él aunque se llevaban unos meses: y se acercó, ni siquiera mirándole a él sino más allá, por encima de su cabeza, hacia la plaza, como si la mirada pudiera seguir una trayectoria elevada en arco como una pelota sobre los árboles y las calles y las casas, para caer viendo en la plaza: no los hogares en los patios en sombras y las comidas apacibles y el descanso y el sueño que eran el fin y eran la recompensa, sino la plaza: los edificios creados y ordenados para el comercio y el gobierno y la justicia y el encarcelamiento donde se afanaban y combatían las pasiones de los hombres para los que el descanso y la pequeña muerte del sueño eran fin y evasión y recompensa.
—Así que no han venido aún a por el viejo Lucas —dijo Aleck Sander.
—¿Eso piensa tu gente también del asunto? —dijo él. —Y eso pensarías tú —dijo Aleck Sander—. Los que son como Lucas nos ponen en peligro a todos.
—Entonces quizá fuera mejor que te fueses al despacho a sentarte allí con el tío Gavin en vez de venirte conmigo.
—¿Irme contigo a dónde? —dijo Aleck Sander. Y él se lo contó lisa y llanamente, en cuatro palabras.
—A desenterrar a Vinson Gowrie —Aleck Sander no se movió; seguía mirando más allá de él y por encima de su cabeza hacia la plaza—. Lucas dijo que no fue su pistola la que lo mató.
Aleck Sander se echó a reír inmóvil aún, bajo y sin alegría: solo riéndose; dijo exactamente lo que había dicho su tío hacía un minuto apenas:
—Lo mismo diría yo —dijo Aleck Sander. Dijo—: ¿Yo? ¿Subir yo hasta allí a desenterrar a ese blanco? ¿Está ya del señor Gavin en el despacho o tengo que esperar allí sentado a que llegue?
—Lucas te pagará —dijo él—. Me lo dijo antes incluso de decirme lo que había que hacer.
Aleck Sander se echó a reír, sin júbilo ni burla ni ninguna otra cosa: sin más en el sonido de lo que pueda haber en el sonido del respirar y solo respirar.
—No soy rico —dijo—. No necesito dinero.
—Al menos ensilla a Highboy mientras yo busco una linterna, ¿quieres? —dijo—. No te importará hacer eso por Lucas, ¿eh?
—Cómo no —dijo Aleck Sander, dándose la vuelta. —Y trae el pico y la pala. Y la cuerda larga. También me hará falta.
—Cómo no —dijo Aleck Sander. Hizo una pausa, se volvió un poco—. ¿Cómo vas a llevar un pico y una pala en Highboy que ni siquiera aguanta que lleves una fusta en la mano?
—No sé —le contestó y Aleck Sander siguió y él se volvió otra vez hacia la casa y pensó al principio que era su tío que venía a toda prisa de delante rodeando la casa, no porque creyese que pudiera haber sospechado y previsto su tío lo que se proponía porque no era así, su tío había descartado eso también inmediata y absolutamente no solo la idea sino también la posibilidad, pero no recordó ningún otro posible candidato e incluso al advertir que era una mujer supuso que era su madre, aun después de que debiera haber reconocido el sombrero, hasta el instante en que ya la señorita Habersham le llamó por su nombre y su primer impulso fue doblar la esquina del garaje rápido y silencioso y conseguir llegar desde allí hasta la valla del corral sin que le viera y saltarla y seguir al establo y salir por la portilla del prado sin volver a pasar por la casa, con linterna o sin ella pero ya era demasiado tarde: le llamaba por su nombre: «Charles»: con aquel cuchicheo tenso y perentorio; luego se le acercó rápido y se detuvo frente a él mirándole, hablando con aquel susurro rápido y tenso:
—¿Qué te dijo? —Y entonces cayó en la cuenta de qué era lo que había aguijoneado su atención al reconocerla en el despacho de su tío esfumándose acto seguido: la vieja Molly, la mujer de Lucas, cuya madre había sido esclava del anciano doctor Habersham, el abuelo de la señorita Habersham, y ella y la señorita Habersham tenían la misma edad, nacidas la misma semana y amamantadas ambas por la madre de Molly y criadas juntas casi como hermanas, como gemelas, durmiendo en la misma habitación, la blanca en la cama, la negra en un catre a los pies casi hasta que Molly y Lucas se casaron, y la señorita Habersham había sido madrina del primer hijo de Molly en la iglesia de los negros.
—Dijo que no fue su pistola —le contestó.
—Así que no fue él —dijo ella, rápida aún y con algo que era más ya incluso que premura en la voz.
—No lo sé —dijo él.
—Tonterías —dijo ella—. Si no fue su pistola…
—Yo no sé —dijo él.
—Tú tienes que saberlo. Tú le viste… Hablaste con él…
—Yo no sé —dijo él. Lo dijo calmo, quedo, como con un asombro incrédulo, como si solo hubiese comprendido entonces por primera vez lo que había prometido, lo que se había propuesto—. La verdad es que yo no lo sé. No lo sé aún. Solo voy a ir allí… —se calló, su voz se apagó. Hubo un instante un segundo en que hasta se acordó de que debería haber deseado poder recordarla, la última frase inconclusa. Aunque quizá no hubiese tiempo ya y ella hubiese puesto también ya el poco añadido que hacía falta para acabar la frase y en cualquier momento gritaría, protestaría y le echaría encima toda la casa. Luego en el mismo segundo dejó de recordarlo. Ella dijo:
—Por supuesto —directa tranquila y susurrante; él pensó otro medio segundo que ella no había entendido nada y luego en otro medio también lo olvidó, frente a frente los dos indiferenciables en la oscuridad en aquel tenso y rápido susurro: y luego oyó su propia voz hablando con igual tono y timbre, no conspiratorios exactamente sino más bien como dos personas que han aceptado de modo irrevocable hacer algo y no tienen seguridad alguna de poder conseguirlo: solo de que lo intentarán: «Ni siquiera sabemos si no fue su pistola. Solo que él dijo que no fue».
—Sí.
—Él no dijo de quién era ni si la disparó él o no. Ni siquiera te dijo que no la disparase. Solo dijo que no fue su pistola.
—Sí.
—Y tu tío te dijo allí en el despacho que eso es exactamente lo que él diría, lo único que podría decir.
A esto no contestó. No era una pregunta. Ni ella le dio tiempo.
—Muy bien —dijo ella—. ¿Y ahora qué? ¿Averiguar si no fue su pistola… averiguar lo que quiso decir? ¿Ir allí y qué?
Él se lo dijo con la misma urgencia con que se lo había dicho a Aleck Sander, explícito y sucinto: «Verlo», sin pararse siquiera a pensar que debería haber previsto aquí sin duda una expresión de asombro por lo menos. «Ir allí y desenterrarle y traerle al pueblo donde alguien que entienda de orificios de bala vea el que tiene…».
—Sí —dijo la señorita Habersham—. Por supuesto. Él naturalmente no podía decírselo a tu tío. Él es un negro y tu tío es un hombre —y ahora la señorita Habersham a su vez repitiendo y parafraseando y pensó que no era en realidad una carencia una escasez de vocabulario, era en primer lugar que el aniquilar el borrar de modo violento y deliberado una vida humana era en sí tan simple y definitivo que la palabrería que lo rodeaba lo encerraba lo aislaba intacto en la crónica del hombre había de ser también por necesidad simple y sin complicaciones, repetitiva, casi hasta monótona; y en segundo lugar más amplio que eso, bosquejándolo porque lo que parafraseaba la señorita Habersham era simple verdad, ni hecho siquiera y no había pues necesidad de mucha diversificación y originalidad para expresarlo porque la verdad era universal, tenía que ser universal para ser verdad y no hacía falta por tanto que hubiera muchísima solo para mantener en movimiento algo no mayor que la tierra y así cualquiera podía conocer la verdad; ellos solo tenían que parar, que detenerse, que esperar:
—Lucas sabía que había de ser un niño… o una anciana como yo, alguien que no pensase en probabilidades ni en pruebas. Los hombres como tu tío y como el señor Hampton han tenido que ser hombres demasiado tiempo, han estado ocupados demasiado tiempo… ¿Sí? —dijo—. Traerlo al pueblo donde alguien que sepa pueda mirar el orificio de la bala. ¿Y si lo examinan y descubren que fue la pistola de Lucas? —Y él nada contestó a esto, ni ella esperó esta vez tampoco, diciendo, volviéndose ya—: Necesitaremos un pico y una pala. Tengo una linterna en la camioneta…
—¿Necesitaremos? —dijo él.
Ella se detuvo; casi pacientemente dijo:
—Hay quince millas hasta allí…
—Diez —dijo él.
—… la tumba tiene un metro ochenta de profundidad y quizá solo dispongamos hasta la medianoche para volver a tiempo al pueblo… —y algo más pero él ni lo oyó siquiera. Ni escuchaba siquiera ya. Él mismo le había dicho aquello a Lucas no hacía más de quince minutos pero solo ahora podía comprender lo que él mismo había dicho. Solo después de oírselo decir a otra persona comprendió no la enormidad de su intención sino la simple inmensidad física inerte incómoda imposible a la que se enfrentaba; dijo calmosamente, con un asombro desesperado e indomable:
—Quizá no podamos hacerlo.
—No —dijo la señorita Habersham—. ¿Bueno? —Señora —dijo él—. ¿Qué decía usted?
—Que no tenías ni siquiera vehículo.
—Íbamos a ir a caballo.
Entonces ella dijo:
—¿Íbamos?
—Aleck Sander y yo.
—Entonces seremos tres —dijo ella—. Coge el pico y la pala. En la casa empezarán a preguntarse por qué no han oído arrancar la camioneta —volvió a ponerse en marcha.
—Sí claro —dijo él—. Lo mejor es que baje con ella hasta la portilla del prado. Nos veremos allí.
Él no esperó tampoco. Oyó arrancar la camioneta cuando escalaba la valla del corral; pudo ver ya en la negra abertura del pasillo del establo la mancha blanca de Highboy. Aleck Sander metía de un tirón la cincha por la abrazadera cuando apareció él. Soltó la cuerda de la anilla del bocado sin darse cuenta y volvió a atarla y desató el otro extremo de la argolla de la pared y enlazó y pasó las riendas por encima de la cabeza de Highboy y le sacó del establo y montó.
—Toma —dijo Aleck Sander entregándole el pico y la pala pero Highboy había empezado ya a bailar antes incluso de que pudiera haberlos visto como hacía siempre hasta por la varilla de un seto y él tiró firme de las riendas y le inmovilizó mientras Aleck Sander decía «¡Sooooo!» y le daba una sonora palmada en la grupa pasando por encima la pala y el pico y colocándolos cruzados sobre el arzón delantero de la silla y logró asentar de nuevo en tierra a Highboy otro segundo, lo suficiente para sacar el pie del estribo del lado de Aleck Sander para que este metiera el suyo en él, Highboy moviéndose entonces en un largo salto casi corcovo mientras Aleck Sander se colocaba atrás e intentando aún correr hasta que lo controló otra vez con una mano, el pico y la pala traqueteando sobre la silla y le hizo girarse y enfilar el prado hacia la portilla.
—Pásame de una vez esa pala y ese pico —dijo Aleck Sander—. ¿Conseguiste la linterna?
—¿A ti qué te importa? —dijo él. Aleck Sander le rodeó con la mano libre y cogió la pala y el pico; Highboy pudo volver a verlos realmente durante un segundo pero esta vez él tenía las dos manos libres para frenarlo y contenerlo. «Tú no vas a ir a ningún sitio en que haga falta una linterna. Eso dijiste».
Habían llegado a la portilla. Vio ya la masa oscura de la camioneta parada perfilándose contra la carretera pálida más allá; es decir, pudo creer que la veía porque sabía que estaba allí. Pero Aleck Sander la veía realmente: él parecía capaz de ver en la oscuridad como un animal casi. Aleck Sander llevaba la pala y el pico así que no podía tener ninguna mano libre, pero al parecer tenía una pues la alargó de pronto otra vez y le quitó las riendas de las manos y tiró de ellas hasta casi obligar a Highboy a agacharse y dijo en un sibilante susurro:
—¿Qué es eso?
—La camioneta de la señorita Habersham —dijo él—. Va a venir con nosotros. ¡Déjale suelto ya, demonios! —Quitándole las riendas a Aleck Sander que las dejó ya bastante rápido diciendo:
—Llevará la camioneta —y ni siquiera soltó la pala y el pico sino que los lanzó contra la portilla repiqueteantes y tintineantes deslizándose luego también a tierra y justo a tiempo porque ya Highboy se había alzado sobre las patas traseras y hubo de pegarle fuerte con la cuerda entre las orejas.
—Abre la portilla —dijo.
—No nos hará falta el caballo —dijo Aleck Sander—. Desensíllalo y átalo aquí. Ya le meteremos en la cuadra cuando volvamos.
Que fue lo que dijo la señorita Habersham; cruzada la portilla y Highboy aún furtivo y batiendo los cascos mientras Aleck Sander echaba el pico y la pala en la caja de la camioneta como si temiese que se los tirara a él esta vez y la voz de la señorita Habersham desde la cabina a oscuras de la camioneta:
—Parece un buen caballo. ¿Sabe ponerse también a cuatro patas?
—Sí —dijo él—. Pero no —dijo—. Llevaré también el caballo. La casa más cercana está a una milla de la iglesia, pero aún así alguien podría oír la camioneta. La dejaremos al pie del cerro cuando crucemos el arroyo—. Luego contestó a aquello también antes de que ella tuviera tiempo de decirlo: «Necesitaremos el caballo para bajarlo hasta la camioneta».
—Jej —dijo Aleck Sander. No era risa. Pero nadie creyó tampoco que lo fuera—. ¿Cómo puedes pensar que este caballo va a cargar con lo que desentierres cuando no quiere cargar siquiera aquello con lo que pretendes desenterrarlo?
Pero él había pensado ya también en eso, recordando lo que le contara su abuelo de los viejos tiempos cuando podía cazarse el ciervo y el oso y el pavo salvaje en el condado de Yoknapatawpha a doce millas de Jefferson, de los cazadores: el mayor de Spain que había sido primo de su abuelo y el viejo general Compson y el tío Ike McCaslin, tío abuelo de Carothers Edmonds, vivo aún y con noventa años, y Boon Hogganbeck la madre de cuya madre había sido una chickasaw y el negro Sam Fathers cuyo padre había sido un jefe chickasaw y la mula de caza tuerta del mayor de Spain, Alice, que no se asustaba siquiera del olor del oso y pensó que si uno fuese realmente la suma de sus ancestros era una lástima que a aquellos ancestros que le habían convertido en furtivo violador de cementerios rurales no se les hubiese ocurrido equiparle con algún descendiente de aquella mula tuerta inespantable para transportar sus instrumentos de trabajo.
—No sé —dijo él.
—Puede que lo sepa cuando volvamos a la camioneta —dijo la señorita Habersham—. ¿Sabe conducir Aleck Sander?
—Sí —dijo Aleck Sander.
Highboy aún estaba nervioso; si lo frenaba con las riendas no haría más que desquiciarle inútilmente así que dado que hacía fresco aquella noche no llegó a perder de vista la luz trasera de la camioneta en la primera milla. Luego, aminoró la marcha, la luz huyó disminuyendo progresivamente y desvaneciéndose detrás de una curva y él asentó a Highboy en una medio carrera medio paso irregular que ningún juez de concurso aprobaría jamás pero que le permitía cubrir terreno; tenía que recorrer concretamente nueve millas y pensó con una especie de horrible complacencia que al fin tendría tiempo para pensar, pensando que ya era demasiado tarde para pensar, que ninguno de los tres se atrevía a pensar ya, si algo había hecho aquella noche al menos era prescindir definitivamente de todo pensamiento raciocinio consideración; a cinco millas del pueblo cruzaría (la señorita Habersham y Aleck Sander ya lo habrían hecho probablemente en la camioneta) la línea topográfica invisible que era la frontera de Beat Four: el mal afamado, el casi fabuloso y desde luego menos de lo que cualquiera de ellos osase pensar ya, pensando que nunca le era difícil a un forastero hacer al mismo tiempo dos cosas que no le gustasen a Beat Four pues a Beat Four no le gustaban ya por adelantado la mayoría de las cosas que hacía la gente del pueblo (y la mayor parte del resto del condado en realidad): pero a su criterio quedaba, al de ellos, un blanco de dieciséis años y un negro de la misma edad y una vieja blanca solterona de setenta, el elegir y hacer al mismo tiempo las dos cosas de toda la inmensa reserva de invención y capacidad del hombre que con mayor violencia repudiaría y vengaría Beat Four: violar la tumba de uno de su progenie para salvar de su venganza a un asesino negro.
Pero al menos ellos tendrían algún aviso (sin considerar ya a quién ayudaría el aviso pues los que habían de recibirlo estaban ya a seis y siete millas de la cárcel y aún seguían alejándose de ella tan deprisa como él se aventuraba a espolear al caballo) porque si Beat Four se proponía ir al pueblo aquella noche pronto debería empezar él a cruzarse con sus habitantes (o ellos a cruzarse con él)… los coches abollados manchados de barro, sus camionetas vacías donde cargaban el ganado y la leña, y los caballos ensillados y las mulas. Pero por el momento no se había cruzado con nada desde que había salido del pueblo. La carretera se extendía vacía y pálida ante él y detrás de él; casas y cabañas sin luces pasaban encogidas o acechantes a los lados, el campo oscuro se perdía en una oscuridad empapada de olor a tierra arada y de cuando en cuando invadía la carretera un perfume denso de huertos floridos que él atravesaba cabalgando como madejas estancadas de humo y en fin quizá estuviesen llegando más de prisa de lo que hasta él había esperado y antes de que pudiera evitarlo había pensado A lo mejor podemos, a lo mejor lo conseguimos al final, antes de que pudiera saltar y alzarse y borrarlo y tacharlo del pensamiento no porque no creyera en realidad que tuvieran alguna posibilidad de lograrlo y no por no atreverse a concebir la totalidad de una esperanza querida o un deseo no digamos ya un deseo desesperado además que tú mismo has condenado sino porque pensarlo en palabras aun solo para sí era como la cerilla encendida que no elimina la oscuridad sino que solo desvela su horror… un débil fogonazo y un débil resplandor que muestra durante un segundo la negación irrevocable e inaplacable de la vacía carretera de la vacía y tenebrosa tierra.
Porque (ya casi allí; Aleck Sander y la señorita Habersham probablemente hubiesen llegado hacía ya treinta minutos largos y él albergó un segundo la esperanza de que Aleck Sander hubiese sido lo bastante previsor como para sacar la camioneta de la carretera donde podría verla cualquiera que pasase, y en el mismo segundo se dio cuenta de que lo había hecho por supuesto y en realidad no había dudado ni un instante de Aleck Sander sino de sí mismo hasta en el segundo en que dudó de Aleck Sander) no había visto ni un solo negro por la carretera desde que había salido del pueblo, cuando un domingo de mayo por la noche a aquella hora deberían haber sido tan continuos como las cuentas de un collar… los hombres y mujeres jóvenes y chicas e incluso algunos viejos y viejas y hasta niños antes que se hiciera demasiado tarde, pero sobre todo los hombres los solteros jóvenes que desde el amanecer del lunes anterior habían aguantado en la pelada tierra la sacudida y el tirón del arado tras esforzadas y balanceantes mulas luego al mediodía del sábado se habían lavado y afeitado y puesto las camisas y pantalones limpios del domingo y habían recorrido los caminos polvorientos toda la noche del sábado y todo el día y toda la noche del domingo casi hasta el momento justo en que llegaran a casa y volvieran a poner el mono y los zapatones y a coger y aparejar las mulas y hasta cuarenta y ocho horas sin echarse en la cama salvo el breve espacio en que hubo en ella una mujer volver de nuevo al campo la punta del arado hincada en surco nuevo cuando asomara el sol del lunes: pero no entonces, aquella noche no: tampoco los había visto en el pueblo en las últimas veinticuatro horas salvo a Paralee y Aleck Sander pero eso él ya lo esperaba, se comportaban exactamente como tanto negros como blancos suponían que se comportaban los negros en un momento así; seguían allí aún, no habían huido, pero no se les veía; la sensación el sentimiento de su presencia y proximidad constantes: negros y negras y niños alentando y esperando en sus casas puertas, ventanas y contras cerradas, no encogidos arrinconados humillados, sin cólera y no con miedo solo: solo esperando, aguantando pues era un arma la suya que no podía igualar el blanco ni siquiera (si supiese) afrontarla: paciencia; no dejarse ver y no salir a escena… pero allí no, ninguna sensación sentimiento allí de una contigüidad amontonada, una oscura presencia humana invisible y firme; aquella tierra era un desierto y un testigo, aquella carretera vacía su postulado (aún habría de pasar algún tiempo para que comprendiera cuán lejos había llegado: un provinciano de Mississippi, un niño que al ponerse el sol aquel mismo día parecía aún —y hasta él lo hubiera creído, si se hubiera parado a pensarlo— un niño de pecho inconsciente en la larga tradición de su tierra natal… o en fin un inconsciente feto intentando nacer… aunque tenía conciencia de que había habido dolores… insensible y ciego y aún no despierto siquiera en el espasmo de salida simple e indo lora) del deliberado dar como una espalda única de todas las gentes de color en las que se fundaba la economía misma de la propia tierra, no con vehemencia o furia o pesadumbre sino en un rechazo irremediable invencible inflexible, no por afrenta racial sino por vergüenza humana.
Ya estaba allí; Highboy se puso tenso y hasta empezó a apretar un poco el paso, pese a las nueve millas, olía agua y pudo ya ver distinguir el puente o al menos el vacío de oscuridad más clara donde la carretera flanqueaba la negrura impenetrable de los sauces uniéndose al arroyo y entonces surgió de la barandilla del puente Aleck Sander; Highboy resopló luego le reconoció también, sin sorpresa, sin recordar ya siquiera que se había preguntado una vez si Aleck Sander habría tenido la previsión de esconder la camioneta, sin recordar siquiera que él había supuesto que sí, sin detenerse, obligando de nuevo a Highboy a ir al paso luego cruzando el puente aflojándole las riendas para desviarse de la carretera pasado el puente e ir bajando en sacudidas rígidas de patas delanteras hacia el agua invisible un momento más y luego pudo ver también reflejado el recodo donde captaba el cielo: hasta que Highboy se detuvo y resopló de nuevo y se alzó de patas desmontándole casi.
—Huele las arenas movedizas —dijo Aleck Sander—. Déjale que se calme. También yo preferiría estar haciendo otra cosa.
Pero él bajó a Highboy un poco más allá por la orilla donde pudiese llegar hasta el agua pero de nuevo se resistió así que le desvió hacia atrás a la carretera y dejó libre el estribo para Aleck Sander, Highboy ya en marcha cuando montó Aleck Sander. «Por aquí», dijo este, pero ya él había desviado a Highboy de la grava al estrecho camino de tierra girando bruscamente hacia la sombra negra de los montes e iniciando en seguida la empinada y larga subida hacia los cerros aunque ya antes de que empezara la subida les llegó el olor continuado e intenso de los pinos sin viento aunque firme y compacto casi como una mano, palpable contra el cuerpo en movimiento como podría haberlo sido el agua. Aumentó la pendiente mas el caballo pese a la carga doble intentó subir a la carrera como era su costumbre en toda cuesta, cobrando velocidad y empuje hasta que él lo frenó con aspereza con las riendas y aun hubo a más de sujetarle fuerte a un paso irregular bamboleante y firme hasta que se extendió ante ellos la primera meseta y cuando Aleck Sander dijo «Aquí» otra vez surgió la señorita Habersham de la oscuridad a un lado del camino con el pico y la pala. Aleck Sander echó pie a tierra en cuanto Highboy se detuvo. Él le siguió.
—No os bajéis —dijo la señorita Habersham—. Ya tengo las herramientas y la linterna.
—Aún queda media milla —dijo él—. Cuesta arriba. Esto no es una silla de mujer, pero quizá pueda usted montar de lado. ¿Dónde está la camioneta? —le dijo a Aleck Sander.
—Detrás de aquellos matorrales —dijo Aleck Sander—. No vamos a hacer un desfile. Yo por lo menos.
—No, no —dijo la señorita Habersham—. Yo voy andando.
—Ahorraremos tiempo —dijo él—. Debe pasar ya de las diez. Es muy dócil. Lo de antes fue porque Aleck Sander tiró el pico y la pala…
—Está bien —dijo la señorita Habersham. Le dio las herramientas a Aleck Sander y se acercó al caballo.
—Siento que no sea… —dijo.
—Vamos —dijo ella, y le cogió las riendas y antes incluso que pudiera él poner la mano para el pie, lo metió en el estribo y subió a horcajadas ligera y presta como pudieran haberlo hecho él o Aleck Sander de modo que solo tuvo el tiempo justo para apartar la vista, percibiendo que ella la bajaba en la oscuridad hacia su cabeza girada.
—Vamos —dijo de nuevo—. Tengo setenta años. Y ya pensaremos en mi falda cuando hayamos acabado con esto —metiendo ella misma a Highboy por el camino antes de que tuviese él tiempo siquiera de tascar el freno, cuando Aleck Sander dijo:
—Sssssss —pararon, inmóviles en el efluvio largo invisible constante de los pinos—. Baja una mula por el monte —dijo Aleck Sander.
Se lanzó en seguida a dar la vuelta al caballo. —Yo no oigo nada —dijo la señorita Habersham—. ¿Estás seguro?
—Sí —dijo él, sacando de nuevo a Highboy del camino—. Aleck Sander está seguro.
Y allí al lado de la cabeza de Highboy entre los árboles y la maleza, la otra mano en los ollares del animal por si este decidía relinchar al otro, él lo oyó también… el caballo o mula que bajaba con paso firme de las cumbres. Quizá no estuviera herrado; en realidad lo único que oía él era el rinchar del cuero y se preguntaba cómo había podido oírlo Aleck Sander (sin dudar un segundo de que lo hubiese oído) los dos minutos o más que había tardado el animal en llegar hasta ellos. Luego pudo o verlo o más bien ver por dónde pasaba: un bulto, un movimiento, una oscuridad más negra que la oscuridad contra el pálido polvo del camino, que proseguía su marcha cuesta abajo, el roce y el rinchar suave y continuo del cuero amortiguándose, luego perdiéndose. Pero ellos esperaron un poco más.
—¿Qué era lo que llevaba en la silla delante? —dijo Aleck Sander.
—Yo ni pude ver siquiera si iba un hombre montado en ella —dijo él.
—Yo no pude ver nada —dijo la señorita Habersham. Él sacó otra vez el caballo al camino—. Y si resulta que… —dijo ella.
—Aleck Sander lo oirá a tiempo —dijo él. Y una vez más se lanzó Highboy animoso y firme a la empinada cuesta, él con la pala asido al cuero bajo la pantorrilla firme y delgada de la señorita Habersham de un lado y Aleck Sander con el pico al otro, subiendo, avanzando bastante rápido por entre aquel olor intenso vivo fuerte de los pinos que hacía a los pulmones a la respiración lo que el vino [lo imaginó: él no lo había probado. Podría haberlo hecho (el sorbo de la comunión no contaba porque no solo era un sorbo sino que era agrio consagrado y áspero: la sangre inmortal de nuestro Señor no ha de saborearse, no viaja hacia abajo hacia el estómago sino hacia arriba y hacia fuera en la Omnisciencia entre bien y mal y elección y rechazo y aceptación eterna) en la mesa el Día de Acción de Gracias y en Navidad pero él no lo quería nunca] hacía al estómago. Estaban bastante arriba ya. Las cumbres se abrían y se espaciaban invisibles en la oscuridad pero con la sensación, la percepción de altura y espacio; de día podría haberlas visto, cordilleras y cordilleras de densos pinos que se perdían ondulantes hacia el este y el norte similares a las montañas concretas de Carolina y antes de eso en Escocia de donde procedían sus antepasados pero él no lo había visto aún, la respiración ya un poco entrecortada y no solo oía ya sino también sentía los ásperos y breves resoplidos de los pulmones de Highboy que pretendía subir a la carrera también aquella cuesta pese a llevar un jinete y arrastrar a otros dos, la señorita Habersham frenándole, conteniéndole hasta que salieron a la auténtica cumbre y Aleck Sander dijo de nuevo «Por aquí» y la señorita Habersham desvió el caballo del camino pero él no podía ver nada aún hasta que estuvieron fuera del camino y solo entonces distinguió el claro no porque fuese un claro sino porque en una fina destilación de luz estelar se divisaba, un poco inclinada, donde la tierra se había hundido, la estrecha losa de una lápida de mármol. Y apenas alcanzaba a distinguir la iglesia (de gastada madera sin pintar y no mucho mayor que una cabaña de una sola estancia) ni cuando llevó a Highboy dando la vuelta por detrás de ella y ató las riendas a un arbolito y le soltó el bocado y volvió donde esperaban la señorita Habersham y Aleck Sander.
—Será la única que esté reciente —dijo—. Lucas dijo que no había habido aquí ningún entierro desde el invierno.
—Sí —dijo la señorita Habersham—. Y las flores además. Ya las encontró Aleck Sander.
Pero para cerciorarse (él pensó quedamente, sin saber para quién: Sé que cometeré muchos más errores en mi vida pero no permitiré que este sea uno) tapó la linterna con el pañuelo enrollado de modo que un rápido y delgado lápiz tocó un segundo la tierra desnuda con su pobre puñado de coronas y ramos de flores hasta capullos sueltos y luego otro segundo la lápida de al lado, lo suficiente para permitir ver el nombre grabado: Amanda Workitt esposa de N. B. Forrest Gowrie 1878-1926 y luego la apagó y todo quedó de nuevo envuelto en la oscuridad y el aroma intenso de los pinos y se quedaron un momento junto al montículo de tierra, sin moverse.
—Me fastidia hacer esto —dijo la señorita Habersham.
—No es usted la única —dijo Aleck Sander—. Hay media milla de vuelta hasta la camioneta. Cuesta abajo además.
Se puso en marcha ella; ella fue la primera.
—Quitad las flores —dijo—. Con cuidado. ¿Podéis ver?
—Sí —dijo Aleck Sander—. No hay muchas. Además parece que las hubiesen tirado de cualquier manera.
—Pues eso nosotros no lo haremos —dijo la señorita Habersham—. Quitadlas con cuidado.
Y debían ya ser cerca de las once; quizá no hubiese tiempo; tenía razón Aleck Sander; debían volver a la camioneta y arrancar, volver al pueblo y cruzarlo y seguir, no parar, sin tiempo siquiera para pensar por tener que seguir conduciendo, manteniendo la camioneta en marcha para seguir corriendo, no volver jamás; pero nunca habían tenido tiempo en realidad; lo habían sabido ya antes de salir de Jefferson y él pensó por un instante que si Aleck Sander hubiese dicho lo que había dicho en serio no habría ido hasta allí y entonces él hubiera ido solo y entonces (rápidamente) no pensaría más en aquello, Aleck Sander utilizando la pala para el primer turno mientras él utilizaba el pico aunque la tierra aún estaba tan suelta que no hacía falta el pico en realidad (y si no hubiese estado suelta les habría sido imposible del todo a la luz del día); con dos palas habría sido mejor y también más rápido pero de nada valía ya pensar eso hasta que de pronto Aleck Sander le pasó la pala y salió de la fosa y desapareció y (sin usar siquiera la linterna) con aquel extraño sentido superior a la vista y al oído con que había percibido que lo que Highboy olfateaba en el arroyo eran arenas movedizas y con que había descubierto que el caballo o la mula bajaba por la cuesta un buen minuto antes de que él o la señorita Habersham pudieran empezar a oírlo, volvió con una tabla ancha y ligera de forma que ambos tenían ahora palas y pudo oír el chuc y luego un rumor leve cuando Aleck Sander hundía la tabla en la tierra y echaba la paletada hacia arriba y afuera, resollando, diciendo «¡jaj!» a cada paletada… un rumor fiero violento contenido, cada vez más de prisa hasta que el jadeo era casi tan rápido como el de alguien que corre: «¡Jaj!… ¡Jaj!… ¡Jaj!» así que le dijo por encima del hombro:
—Calma, calma. Vamos muy bien —y se irguió un momento para enjugarse el sudor de la cara viendo como siempre a la señorita Habersham de perfil inmóvil contra el cielo sobre él con el sencillo vestido de algodón y el sombrero redondo encasquetado en la cabeza, como pocas personas la habían visto en cincuenta años y probablemente nadie nunca migrando desde el fondo de una tumba a medio profanar: más de medio profanada ya pues al ir a palear de nuevo oyó un súbito choque de madera con madera y a Aleck Sander que decía con voz aguda:
—Vamos. Sal de ahí y déjame sitio —y tiró la tabla fuera y le arrebató la pala de las manos y él salió de la fosa y cuando se erguía tanteando la señorita Habersham le pasó la cuerda enlazada.
—También la linterna —dijo él y ella se la entregó y él se irguió también esperando mientras el efluvio de los pinos firme intenso e inmóvil iba enfriando el sudor de su cuerpo hasta que sintió la camisa húmeda fría en la piel e invisible bajo él en la fosa raspada y rozaba la madera la pala, e inclinándose y tapando la luz otra vez enfocó con la linterna la tapa sin pintar de la caja de pino y luego la apagó.
—Está bien —dijo—. Basta ya. Sal —y Aleck Sander con la última palada de tierra soltó también la pala, lanzándolo todo en un arco fuera de la fosa como una jabalina y siguiendo a la pala y la tierra en un mismo impulso y él con la cuerda y la luz saltó a la fosa y fue entonces cuando se dio cuenta de que necesitaría una palanca… algo para abrir la tapa y lo único de aquel género a mano sería lo que pudiese tener por casualidad la señorita Habersham en la camioneta a media milla de distancia y había que volver andando cuesta arriba, agachándose para tantear, examinar el cierre o lo que hubiera que forzar cuando descubrió que la tapa no estaba cerrada en absoluto: así que poniéndose a horcajadas sobre ella sosteniéndose sobre un pie, logró abrirla y levantarla y empujarla con el codo mientras tiraba de la cuerda y localizaba la punta y encendía la linterna y la enfocaba hacia abajo y luego dijo «Un momento». Dijo «Un momento». Aún estaba diciendo «Un momento» cuando oyó por fin hablar a la señorita Habersham en un susurro siseante:
—Charles… Charles…
—Este no es Vinson Gowrie —dijo él—. Este hombre se llama Montgomery. Es un comprador de madera de poca monta forastero del condado de Crossman.