Capítulo 18

El descenso

Dentro de la cabaña, los hombres de piel oscura seguían empuñando sus largos cuchillos, adoptando una actitud cada vez más amenazadora. Bob y Pete fueron retrocediendo lentamente hacia uno de los muros de la pequeña construcción. El último asía con fuerza la linterna, listo para utilizarla como arma defensiva si se veía forzado a ello.

Uno de los hombres movió la cabeza, mirando fijamente a Pete. Luego, dijo con voz ronca, gutural:

—¡No! Vosotros no habéis comprendido. Somos amigos. Hemos venido a socorreros.

Bob se quedó con la boca abierta.

—¿Habláis ingles?

—Sí, un poco. Yo soy Natches. Éste es Nanika, mi hermano.

—¿Por qué robasteis la estatuilla? —preguntó Pete, de buenas a primeras.

—Os vimos cuando la encontrasteis en la carretera. Creíamos que contenía palabras de nuestro otro hermano más pequeño, Vittorio. Os seguimos para quitárosla, pero no hallamos nada dentro.

—Nosotros nos quedamos con el mensaje —saltó Pete.

—¿Sí? —inquirió Natches—. ¿Qué decía?

Pete les reveló el contenido del mensaje y Natches, muy excitado, empezó a hacer exagerados gestos de asentimiento. Los dos hombres enfundaron sus cuchillos.

—Es lo que temíamos —declaró Natches—. Nuestro hermano pequeño se encuentra en peligro. Harris es un embustero, un hombre malo…

—Vosotros sois indios yaquali, de México, ¿verdad? —les preguntó Bob—. Y ese Harris ha hecho prisionero a vuestro hermano.

—Sí —respondió Natches—. Hemos venido a buscar a Vittorio. Nosotros tenemos miedo. No nos gusta la ciudad. Pero teníamos que encontrar a Vittorio y a los otros…

—¿Por qué no nos hablasteis en inglés cuando estuvisteis persiguiéndonos? —quiso saber Bob.

—Estábamos excitados… en esas condiciones, ni siquiera caímos en la cuenta de proceder así —explicó Natches, entristecido.

—¿Por qué retiene Harris a vuestro hermano? ¿Qué hace éste a su lado?

En un inglés vacilante, Natches refirió a los muchachos su historia.

Un mes atrás, Harris se había presentado en un poblado yaquali situado en el corazón de las montañas de Sierra Madre, en México, ofreciéndose para llevar a cuatro de sus jóvenes a América, con objeto de que realizaran exhibiciones de escaladas en un parque público. Aquello parecía ser una oportunidad excelente para los muchachos yaquali. Vittorio había sido de los escogidos.

—Nosotros somos pobres —explicó Natches—. Los jóvenes yaquali tienen que abrirse paso por otros medios. El señor Harris les dijo que tendrían ocasión de ganar mucho dinero y que verían América.

Harris se marchó con los jóvenes y la gente del pueblo se sentía muy feliz. Aquellos yaquali conocerían otro mundo y dispondrían de dinero. Luego, siete días después, llegó al poblado una carta. Procedía de Rocky Beach y por ella supieron todos que Vittorio solicitaba ayuda de los suyos. De una manera u otra, el muchacho había podido arreglárselas para depositar en un buzón la misiva.

—Partimos… Después de procurarnos un viejo coche, llegamos aquí —prosiguió diciendo Natches—. Encontramos al señor Harris en una hermosa hacienda de la montaña. Creímos escuchar la voz de Vittorio pidiendo socorro… Vigilamos… Después, os vimos coger el hombrecillo de oro. Al día siguiente, nos lanzamos detrás de vuestro gran coche… Primero, al gran edificio de los estudios, luego a la casa en que os quitamos la estatuilla. Cuando vimos que ésta no contenía ningún mensaje de Vittorio, fuimos en busca del señor Harris. Lo encontramos en la gran casa… Intentamos obligarle a que nos dijera dónde estaban nuestros muchachos… Él nos atacó, llamando a la policía para que nos metiera en la cárcel. Nos asustamos mucho y huimos…

—¿Quieres decir que el señor Harris provocó una riña para que la policía os arrestara?

Bob empezaba a comprender…

—Sí —repuso Natches—. Continuamos con nuestra vigilancia. Al día siguiente, os vimos salir de la gran casa. Os perseguimos, pero supisteis libraros de nosotros. Más adelante, habíamos de ver a Harris metiendo a dos chicos en una camioneta. Os seguimos hasta aquí, esperamos y escalamos la pared del precipicio para hablar con vosotros. Queríamos preguntaros dónde se encuentra ahora Harris.

—Lo ignoramos —contestó Pete.

—¿Qué está haciendo con vuestros muchachos? ¿Tenéis alguna idea sobre el particular? —inquirió Bob.

—Algo malo intentará hacer con ellos —repuso Natches, sombrío—. Seguramente, se propone cometer alguna maldad y cuando haya logrado su propósito los matará.

Pete exclamó de pronto:

—¡Querrá valerse de ellos para hacerse con el tesoro! Los yaquali son unos escaladores soberbios. Y cuando haya alcanzado la meta propuesta seguro que no querrá que anden por ahí testigos molestos…

—Tenemos que salir de aquí como sea, para establecer contacto inmediatamente con el señor Reynolds —dijo Bob.

—¿Queréis salir de esta cabaña? —preguntó Natches—. Si es así, saldremos todos…

—¿Cómo? Hay un vigilante ahí fuera. Ni siquiera podremos acercarnos a él —objetó Pete.

—Realizaremos un descenso en regla —declaró Natches, con sencillez.

Nonika asintió, señalando la ventana posterior de la cabaña y hacia abajo… Estaba indicándoles la cara casi vertical del despeñadero, con sus rocas, de irregulares contornos y de superficies casi lisas.

—¿Por ahí? —preguntó Pete, un tanto intimidado, retirándose de la ventana.

—En compañía nuestra no corréis peligro alguno, muchachos.

Bob consultó con la mirada a Pete. Seguidamente, tornó a fijarla en Natches.

—Lo intentaremos —decidió—. No se nos ofrece otra solución.

—Hagamos unas cuantas señales primero —indicó Pete, resignado ante aquel nuevo peligro.

Él y Bob se aproximaron a la ventana con la linterna y valiéndose del trozo de hojalata transmitieron la señal de SOS en código Morse varias veces. Luego, los cuatro se deslizaron por la ventana trasera y Natches y Nanika arrojaron finas cuerdas hechas con piel por la cara del cortado. Encajaron en unas grietas de las rocas dos gruesas estacas de madera y Natches procedió a dar instrucciones a los chicos.

—Nosotros llevamos siempre el pecho y los hombros cruzados por tiras de cuero. Vosotros os aferraréis a ellas con todas vuestras fuerzas, subiéndoos a nuestras espaldas. De este modo os llevaremos hasta abajo.

Pete se agarró a Natches y Bob a Nanika. Luego, sin pronunciar una sola palabra más, los dos yaquali se aproximaron al borde del precipicio. A Pete le pareció que la cabeza le daba vueltas al asomarse al vacío, experimentando la impresión también de que se caía irremediablemente. Bob se sujetó con todas sus fuerzas a las tiras de cuero de Nanika, sobre su recia espalda.

Los dos yaquali descendieron por la empinada pared rocosa con la rapidez y la agilidad de unos insectos. Periódica mente, se detenían en determinadas hendiduras para cobrar sus cuerdas y hundir las estacas de que se auxiliaban en las grietas más convenientes. Apenas podía hablarse de pausas en el prodigioso descenso. En ocasiones, debido a la verticalidad de algunas rocas, las dos parejas se quedaban literalmente suspendidas de las cuerdas sobre el abismo, sin punto de apoyo alguno a los pies de los yaquali. Bob y Pete, en aquellos casos, se aferraban más desesperadamente que nunca a las espaldas de los indios. Seguidamente, éstos volvían a la posición normal. La verdad era que se movían sobre las imponentes peñas como unos transeúntes normales por las aceras de la ciudad.

Los muchachos terminaron por cerrar los ojos. Aquel viaje vertical no parecía tener fin. Por último, comprendieron que los yaquali pisaban ya terreno llano, en el fondo del despeñadero.

Cautelosamente, abrieron los ojos, deslizándose a lo largo de sus cuerpos.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó Bob, aliviado.

Natches sonrió.

—Era muy fácil —dijo.

—¿Pues qué serán entonces los descensos difíciles? —inquirió Pete—. Bueno, será mejor que nos demos prisa… ¿Dónde está nuestro coche, Natches?

—En la carretera, a la izquierda. ¿Vamos a ir en busca de la policía? ¿Querrá ayudarnos?

—¡Ya lo creo que querrá ayudarnos! Sobre todo cuando contemos al señor Reynolds todo lo qué sabemos —declaró Bob.

Echaron a andar los cuatro a buen paso, por un sendero, en dirección al sitio en que Natches y Nanika había dejado estacionado su viejo coche.

Nada más llegar a la carretera brillaron sobre ellos las luces de unos faros, deslumhrándolos.

El señor Harris salió de entre las sombras del lugar, empuñando un rifle.

—Estáis comenzando a resultarme fastidiosos de verdad, muchachos. Pero, en fin, menos mal que habéis llegado con mis amigos yaquali… Estaban empezando a ocasionarme alguna preocupación. Me disgustaba que anduvieran sueltos por ahí …

—¿Cómo…? —tartamudeó Bob—. ¿Cómo pu… pudo usted…?

—¿Quieres saber cómo he podido dar con vosotros? ¡Oh! Ha sido muy sencillo. Vi vuestras señales y decidí acercarme por aquí, para observaros.

—¡Oh, no! —gimió Pete.

El señor Harris se echó a reír, volviéndose para dirigir unas palabras a su fornido ayudante, Sanders, quien se había situado a su espalda, empuñando en aquellos instantes otro rifle.

Aprovechando aquella pausa, Nanika dijo algo, saltando Inmediatamente sobre el señor Harris. El falso vegetariano se echó a un lado ágilmente, golpeando al indio en la cabeza. Nanika se desplomó pesadamente, quedando tendido en el suelo, entre el polvo, inmóvil.

—¡Señor Harris! —chilló Sanders—. ¡El otro! ¡Cuidado con el otro!

Harris giró en redondo, pero Natches se había perdido ya en la noche. El falso presidente de la Liga de Vegetarianos, miró furioso a los chicos. Por un momento, parecía haber perdido su aplomo de costumbre. Luego, se recobró, dejando oír una fría risita.

—No importa. Déjale ir… Pronto nos encontraremos lejos de aquí, donde ninguno de estos indios ha de constituir una preocupación para nosotros.

Sanders dio muestras de hallarse algo nervioso.

—¿Está usted seguro de eso, jefe?

—¡Naturalmente que estoy seguro, idiota! Vete en busca de Carson y dile que abandone su puesto de vigilancia delante de la cabaña. Tendremos que hacernos acompañar por estos estúpidos. Ya estoy cansado de que me ocasionen continuos problemas. Vamos a poner punto final a esto.

Sanders desapareció en las sombras de la noche. Nanika seguía inmóvil en el suelo y el señor Harris no perdía de vista un momento a los dos investigadores. Súbitamente atemorizados, se daban cuenta de que esta vez no podrían huir.