Capítulo 9
Donde ningún hombre puede encontrarlo
A la mañana siguiente, bien temprano, Bob saltó del lecho, vistiéndose rápidamente. Cuando se disponía a bajar las escaleras, para trasladarse a la planta baja, llamó a la puerta de la habitación de sus padres.
—¡Yo me haré el desayuno, mamá!
Su madre, medio dormida todavía, le contestó:
—Está bien, Bob. Limpia después tú mismo lo que utilices. ¿Dónde vas a estar hoy?
—¡En el Patio Salvaje, mamá!
Ya en la soleada cocina, dio buena cuenta rápidamente de un tazón de cereales, bebiéndose luego un vaso de jugo de naranja. Seguidamente, llamó a Pete. La madre de éste le notificó que se había ido ya al Patio Salvaje. Bob lavó en el fregadero el tazón y el vaso que había empleado, saliendo en busca de su bicicleta.
Al llegar al Patio Salvaje tropezó de buenas a primeras con tía Mathilda.
—¡Hombre! ¡Por fin consigo ver a uno del trío! Cuando veas a los otros, Bob, comunícale a Júpiter que vamos a necesitarle. Habrá de acompañarnos a Sandow State esta mañana.
—Sí, señora.
Bob echó a andar con toda naturalidad hacia la parte posterior del Patio Salvaje y cuando ya no podía verle tía Mathilda apretó el paso hacia la entrada principal del escondido remolque, arrastrándose hasta el interior del cuartel general. Al cruzar la puerta-trampa vio a Júpiter y Pete que contemplaban con sombría expresión el silencioso teléfono.
—¡No ha habido una sola llamada! —anunció Pete, abatido—. El aparato magnetofónico registrador de Jupe no ha recogido ningún mensaje.
Pete acababa de referirse al mecanismo ideado por Júpiter, el cual funcionaba en combinación con el teléfono, registrando los mensajes transmitidos cuando los Tres Investigadores se hallaban ausentes.
—Mucho me temo que esta vez no haya dado resultado nuestra «persecución en regla» —admitió Júpiter.
—Puede que sea demasiado pronto, Jupe, para que tengamos noticias —repuso Bob, optimista—. Escucha… Presta atención a lo que conseguí averiguar anoche.
—Pon atención tú a lo que voy a decirte, que no es, ni más ni menos, que lo que nosotros vimos anoche —contraatacó Pete.
Éste refirió a Bob su aventura en la finca de los Sandow. Los ojos de Bob se dilataron al saber lo de Ted, lo de las extrañas formas y la sombra riente.
—Naturalmente —declaró Júpiter—, no se trataba de enanos decapitados, pero en cambio tenían la apariencia de tales. Yo esperaba que, como resultado de nuestra persecución en regla, recibiríamos algún mensaje esta mañana. Opino que los hombres morenos son la clave de todo el misterio, no sé por qué… Si conociéramos su identidad y sus propósitos estaríamos pronto al cabo de la calle. Bueno, Bob, ¿qué es lo que averiguaste en relación con el Tesoro de los Chumas?
—De acuerdo con lo que dicen los libros que se ocupan de la historia de nuestra localidad, algo hay de cierto en ello —informó Bob—. En cuanto la banda de renegados desapareció, todo el mundo se puso a buscar el tesoro. La gente anduvo tras él durante mucho tiempo, pero nadie logró localizarlo. Uno de los inconvenientes principales se derivaba del hecho de que los chumas tenían escondites en todas las montañas. Sandow Estate fue uno de los sitios en que ellos se ocultaron. Nadie consiguió dar con una pista que condujese al tesoro, en definitiva.
—¿Tampoco fueron encontrados los dos amuletos que poseía el hermano de la señorita Sandow? —inquirió Pete—. ¿Son mencionados en los libros que consultaste?
Bob respondió:
—En los relatos que yo he leído se habla de él… El hombre respondía al nombre de Mark. Mató un hombre y tuvo que huir. La víctima se hallaba envuelta en cierto misterio… Se trataba de un cazador que vivía en las elevaciones de la finca. No se supo por qué Mark Sandow le dio muerte. Los libros que he consultado no mencionan para nada los dos amuletos chuma.
—El profesor Meeker dijo que él no había oído hablar de amuletos —murmuró Júpiter, frunciendo el ceño—. ¿Leíste en alguna parte algún relato en el que quedaran recogidas las últimas palabras pronunciadas por Magnus Verde antes de morir?
—En cuantos libros diferentes hallé otras tantas versiones de ellas —informó Bob, poniéndose delante su libreta de notas—. Según una de esas obras, Magnus Verde, al parecer, dijo: «¿Qué hombre puede encontrar el ojo del firmamento?». Otro escritor lo cita diciendo: «El ojo del firmamento no podrá ser encontrado por ningún hombre». Otros dos autores manifiestan que sus palabras fueron. «Está en el ojo del firmamento, donde ningún hombre puede encontrarlo». Supongo que los traductores del lenguaje chumas se enfrentarían con algunas dificultades.
—El profesor Meeker dio sus explicaciones sobre eso —le recordó Júpiter—. Aparte de que las frases que acabas de detallar son muy similares. Todas se refieren al «ojo del firmamento», que el profesor no mencionó. Todas revelan, además, la seguridad que Magnus Verde tenía acerca de la imposibilidad de que el tesoro fuese hallado por los hombres.
—Pero, Jupe… ¿Y qué significado tiene la frase «ojo del firmamento»?
Júpiter se quedó caviloso.
—Vamos a ver… ¿Qué es lo que hay en el firmamento que se asemeje a un ojo?
—Algunas nubes, a veces —apuntó Pete.
—Yo lo sé —afirmó Bob—: el sol.
Júpiter asintió.
—O la luna. Se la representa como un rostro.
—¿Y qué podían esconder los chumas en cualquiera de los dos astros? —objetó Pete.
—Nada, desde luego, Pete —confirmó Júpiter—. Pero es posible que exista un sitio en que el sol o la luna brille siempre en el mismo lugar. De la misma forma que el sol brillaba en ciertos templos de la antigüedad.
—Es verdad —dijo Bob—. La gente levantaba templos en cuya cubierta practicaba un orificio, para que los rayos del sol iluminaran siempre el mismo punto del altar.
—Sólo en este caso habría por en medio un sitio muy especial que contaba a hora determinada —manifestó el primer investigador, inquieto.
Pete se hizo cargo en seguida de la causa de sus preocupaciones.
—Tú quieres decir que tendremos que descubrir el punto exacto en el cual el sol o la luna producían un determinado efecto…
—Precisamente, Pete —Júpiter daba muestras de un gran abatimiento. Luego, de pronto, su rostro se iluminó—. Puede ser también que Magnus Verde no aludiera a una cosa de tanta complicación. Por ejemplo: pudo haber querido dar a entender que el sol o la luna se parecían a un ojo vistos desde cualquier paso montañoso o valle. ¿Tenemos nosotros idea de algún lugar que se halle en estas condiciones por las inmediaciones de Rocky Beach?
—¡Caramba, Júpiter! Nunca he oído hablar de ninguno semejante —declaró Pete—. Bueno, de todas maneras, ¿qué más da? Bob dijo que los chumas tenían escondites en todas partes.
—Y Magnus Verde recalcó que ningún hombre sería capaz de encontrar aquel en que pensaba —añadió Bob.
—Estoy convencido de que Magnus Verde quiso desorientar a sus capturadores con un acertijo de un tipo u otro —insistió Júpiter—. ¡Si al menos supiéramos por qué razón el hombre de la piel oscura tenía tanto interés en hacerse con la estatuilla!
—¡Dios mío! ¡Se me había olvidado! —exclamó Bob—. Tenía algo más que deciros. Ese hombre y su amigo atacaron al señor Harris.
Bob procedió a repetir la noticia que su padre había escuchado por la radio la noche anterior.
Júpiter dio un salto en su asiento.
—Debiéramos ir a ver al señor Harris. Hay que hablar con él —dijo el primer investigador—. Es posible que sepa algo de gran interés. Ahora bien, uno debe quedarse junto al teléfono. La cinta magnetofónica no puede formular preguntas.
—Le toca a Pete —anunció Bob.
—Así es, me parece —corroboró Pete.
—Nos llevaremos los emisores-receptores, para que Pete pueda ponerse en comunicación con nosotros si se entera de algo en relación con nuestra persecución en regla —indicó Júpiter.
Después de haberse hecho con las señas de la Liga de Vegetarianos, Bob y Júpiter cogieron sus bicicletas. Tardaron diez minutos tan sólo para llegar a la casa de estilo gótico que en la calle de Las Palmas servía a los miembros de la Liga de Vegetarianos de centro de reunión. Era la última vivienda del bloque, hallándose situada en las afueras de la ciudad, casi. Las oscuras montañas iban a morir al borde de la carretera por el otro lado. Detrás de las viviendas de la calle de Las Palmas había una vía en la que los residentes de la zona tenían sus garajes.
Los dos chicos dejaron sus bicicletas en la puerta, subieron hasta la puerta principal y llamaron al timbre. Un hombre pesado y de corta talla les abrió aquélla. Preguntaron por el señor Harris.
—¿Qué hay, muchachos? —inquirió el propio Harris, a espaldas del otro hombre—. Está bien, Sanders… Conozco a los chicos. Entrad. Es un placer para mí veros. No esperaba volver a veros tan pronto. ¿Habéis venido para incorporaros a nuestra Liga?
El hombre bajito, Sanders, que trabajaba, evidentemente, a las órdenes del señor Harris, retrocedió, concentrando su atención en un montón de cajas que se encontraban en el vestíbulo. Apresuradamente, Júpiter informó a su interlocutor que no lo visitaban para hacerse socios de la entidad.
—¡Ejem! Pues, no, no, señor… Es que deseábamos hablar con usted.
—¿Queríais hablar conmigo? De acuerdo. Pasemos entonces a mi despacho. La verdad es que todavía no hemos acabado de instalarnos en esta casa. Habría dado cualquier cosa por que os decidierais a ser de los nuestros. Necesitamos que nos ayuden. Todo ha de ser hecho por mí, sin otra colaboración que la de un par de ayudantes que no regatean esfuerzo alguno a la hora de trabajar.
Los chicos avanzaron por entre un auténtico laberinto de cajas, libros, armarios archivadores y montones de folletos. El señor Harris abrió ante ellos una maciza puerta de roble y entraron en un despacho grande y soleado. Sentóse luego detrás de su mesa de trabajo y señaló a los chicos unas sillas.
—Bueno, ¿qué es lo que tenéis que decirme?
Júpiter se explicó:
—Nos hemos enterado del ataque de que fue usted objeto, señor Harris.
—¡Oh, sí! Un loco, que se lanzó sobre mí… Bueno, en realidad, no iba solo. Pero la verdad es que sólo uno de los dos individuos me atacó. Yo me encontraba en lo alto de la tarima, pronunciando un breve discurso. Me defendí, como es natural… El auditorio comenzó a dar voces llamando a la policía. Seguidamente, la pareja se esfumó.
—¿Por qué fue usted atacado, señor?
—No lo sé, no tengo la menor idea.
—¿Dijeron algo aquellos dos tipos? —preguntó Júpiter.
—En inglés, por lo menos, no. Aquel bribón dio unas cuantas voces, pero sus palabras fueron para mí un galimatías. Intenté darle alcance, pero se me escapó. Los dos individuos se escaparon antes de que la policía llegara. Supongo que formaban una pareja de fanáticos, de los que odian a los vegetarianos. A veces tenemos que enfrentarnos con gente saturada de ignorantes prejuicios. Hay hombres que odian con toda su alma a quienes no piensan como ellos. Esto, sencillamente, es lamentable.
—Lo sé, señor —declaró Júpiter—. Sin embargo, no creo que esos hombres fuesen contra usted por el hecho de que sea vegetariano.
El señor Harris se mostró ahora sobresaltado.
—¿No? Entonces, ¿por qué me atacaron? ¿Quieres decir que has formulado alguna teoría para explicar el incidente?
—Desde luego —replicó Bob, con firmeza—. Nosotros sabemos…
Bob guardó silencio de pronto. Había percibido un débil y repetido sonido dentro del despacho. Al señor Harris le ocurrió lo mismo y empezó a mirar a su alrededor, arrugando el entrecejo. Aquel bip-bip-bip se oía muy débilmente. Bob no tardó en comprender de qué se trataba. Pete debía de estar intentando ponerse en comunicación con ellos mediante su emisor-receptor.
A Júpiter, por supuesto, no se le había escapado aquello. Púsose en pie de súbito.
—Lo siento, señor Harris, pero tenemos que irnos. Regresaremos tan pronto nos sea posible.
—¡No faltaba más, Júpiter! Todavía estaré aquí un buen rato. Luego, me trasladaré a casa de la señorita Sandow. Visito a mi querida amiga a diario. En fin de cuentas, sin su colaboración no habría podido poner en marcha nunca nuestra Liga aquí, en Rocky Beach.
Júpiter asintió cortésmente. Después, dio la vuelta, apresurándose a salir del despacho.
Los chicos sabían perfectamente que Pete no podría ponerse en comunicación con ellos mientras se mantuvieran dentro de un edificio… La distancia a cubrir era demasiado grande. Avanzaron rápidamente por entre los obstáculos existentes en el vestíbulo de acceso. Finalmente, salieron al aire libre, al patio delantero de la vivienda. Júpiter vio unos espesos matorrales que quedaban entre la puerta del edificio y la de la cerca. Los dos amigos se ocultaron allí.
Júpiter oprimió uno de los botones de su aparato.
—Aquí, el primer investigador. Adelante, segundo. Adelante, segundo. Estamos a la escucha. Cambio.
La voz de Pete sonó débilmente. Jupe y Bob pegaron sus oídos al aparato.
—Aquí, el segundo investigador. ¿Me escucháis? ¡Adelante, primero! ¿Me escuchas? Cambio.
—Estamos recibiendo tu comunicación, segundo. Adelante. Cambio.
—¿Jupe? —la débil voz de Pete delataba su agitación—. Acaba de llegar un informe como resultado de la persecución en regla. Uno de nuestros amigos ha visto a los hombres de piel oscura. Se encuentran en su coche, estacionado en las inmediaciones de la calle de Las Palmas…
Bob gritó:
—¡Jupe! ¡Son ellos! ¡Andan por ahí!
Júpiter dio un salto. Sus dedos oprimieron el botón de recepción, cortando la voz de Pete. Pero ni Bob ni Júpiter pensaban ya en Pete. Uno de los hombres de piel morena, vestido con sus extrañas ropas blancas, se hallaba junto a sus bicicletas, en la puerta de la cerca.
Los dos individuos se movieron con aire amenazador hacia ellos, empuñando unos cuchillos curvos, amedrentadores. A los chicos les resultaba imposible llegar hasta donde habían dejado las bicicletas. Tampoco era accesible para ellos la casa desde aquel punto.
—¡Rápido! —chilló Júpiter—. ¡Corramos hacia la montaña, Bob!