Capítulo 6

Júpiter sufre una decepción

—¡Hombre! ¡Por fin aparecéis!

Tía Mathilda inspeccionó a los tres muchachos detenidamente, adoptando una severa expresión.

—Muchas veces pienso que este Patio Salvaje fue montado para que vosotros tres tuvieseis donde esconderos.

Un joven alto y de buena planta, unos años mayor que ellos, se encontraba junto a tía Mathilda. Sus cabellos, morenos, eran más bien largos; su traje gris revelaba un corte elegante, pero extraño en Rocky Beach. El joven saludó a los chicos, sonriendo, tendiéndoles seguidamente la mano.

—¿Qué tal, muchachos? Soy Ted Sandow.

Nada más curioso que aquella coincidencia de hallarse Ted Sandow en el Patio Salvaje cuando los tres amigos estaban pensando en la famosa finca y sus habitantes. Sin embargo, los Tres Investigadores supieron disimular su extrañeza. Estrecharon sucesivamente la mano que les ofreció el visitante y Júpiter puso una cara de circunstancias, dibujándose en ella un gesto revelador de la más completa inocencia.

—Me llamo Júpiter Jones —dijo el primer investigador, presentándose a sí mismo—. He aquí a Bob Andrews y Pete Crenshaw…

—Me complace mucho conoceros, amigos —repuso Ted, siempre sonriente—. Varios amigos vuestros me dijeron que erais unos muchachos interesantes. Entre ellos, un chico llamado Skinner Norris.

—¿Fue Skinny Norris quien te envió aquí? —preguntó Pete, desconcertado.

—Me dijo que os hallaría poco corrientes, para hablar con exactitud. ¿Lo sois, en realidad? Tengo verdaderos deseos de conocer a unos cuantos jóvenes americanos de ese tipo. No hay muchas oportunidades de lograr tal cosa ahí, en la finca, ¿comprendéis?

—Tú no eres americano, Ted, ¿verdad? —inquirió ahora Bob.

—Yo soy inglés… De Cambridge, exactamente. He querido hacer una visita a mi tía-abuela Sarah, de Sandow Estate. Lo cierto es que me enteré de su existencia hace unos meses tan sólo, cuando falleció mi padre. Mi abuelo, hermano de tía Sarah, murió en Francia, antes de que mi padre naciera. Al parecer, mi padre se puso en contacto con tía Sarah al comprender que le quedaba poco tiempo de vida. Ella envió una nota y aquí la tenéis.

Durante todo este discurso, el joven no cesó de sonreír un momento. Ted, evidentemente, era un muchacho que hablaba por los codos. Lo hacía muy rápidamente, igual que muchos ingleses, y su acento no resultaba muy fácil de identificar.

Antes de que sus oyentes tuviesen tiempo de decir nada, prosiguió diciendo:

—Bueno… tía Sarah tiene su granero lleno de viejos cachivaches, que datan de Dios sabe cuándo. Ha decidido llevar a cabo una limpieza general en la finca y desea desprenderse de ellos. Yo le sugerí la idea de que vendiera sus cosas a un chatarrero. A ella le agradó mi proposición y me encargó de la localización de uno, para entrar en tratos. Yo conocía el nombre de vuestro Patio Salvaje, pero no me pasaba lo mismo con la ciudad, por lo que me puse en relación con el abogado de tía Sarah. Él vive en Los Ángeles, así que me indicó que estableciera contacto con el hijo de un amigo suyo, Skinner Norris. Es lo que hice, y Norris me trajo aquí. Sin embargo, se negó a entrar en este lugar. Se me antojó ésta una conducta extraña.

Tía Mathilda habló antes de que los chicos tuvieran ocasión de decir a Ted que no tenía nada de raro que Skinny no quisiese entrar en el Patio Salvaje. Sus vivaces ojos se habían animado todavía más a la sola mención del granero de los Sandow lleno de viejos chismes.

—Muy bien, Ted. Tendremos mucho gusto en echar un vistazo a lo que albergue ese granero. ¿Cuándo quieres que vayamos por allí?

—Ahora mismo sería lo ideal —repuso Ted.

—Mi esposo, Titus, se encuentra ausente de aquí en estos momentos. A mí me es imposible dejar esto desatendido. Desde luego, Júpiter está tan al tanto de lo que solemos comprar como yo. Podría acercarse por allí después de comer.

—¿Por qué no venís todos, muchachos? —propuso Ted rápidamente.

—Konrad podría llevarnos en la furgoneta —sugirió Júpiter.

—Eso sería estupendo —declaró Ted—. Así los chicos y yo tendríamos ocasión de charlar. Es que acerca de América sé muy pocas cosas…

Tía Mathilda, que siempre andaba muy despierta, cuando se trataba de hacer nuevas adquisiciones para el Patio Salvaje, fue fácil de persuadir. Los tres amigos comieron en un periquete, yendo luego en busca de Konrad. Unos minutos después se encontraban todos en la furgoneta, avanzando detrás del pequeño coche deportivo de Ted. Éste había estado intentando localizar a Skinny Norris para darle las gracias, pero el muchacho se había esfumado. No hubo manera de dar con él. Esto fue una sorpresa para el joven inglés. No se extrañaron en cambio los investigadores ante aquel hecho.

—¿Qué es lo que habrá planeado Skinny en esta ocasión? —preguntó Pete.

—Presumo que se trata de uno de sus habituales intentos para desorientarnos —contestó Júpiter—. A mí Skinny me tiene sin cuidado. Me sorprenden en cambio que la aparición de Ted en el Patio Salvaje se haya producido al día siguiente de llegar a nuestro poder el amuleto famoso.

—¿Crees tú que él sabe que nosotros lo encontramos, desconociendo, sin embargo, que nos robaron el objeto? —preguntó Bob.

—¡Demonios! —exclamó Pete—. Eso significaría que en este asunto anda mezclado más de un grupo de personas.

—Pudiera ser que él supiese que del amuleto fue retirado el mensaje, deseando apoderarse del mismo —apuntó Júpiter.

—Bueno, bueno —protestó Bob—. Parece un muchacho demasiado agradable y simpático para que abrigue tan misteriosas intenciones.

—Quizá se trate de una coincidencia, tan sólo —concedió Júpiter—. Pero yo os sugiero que os mantengáis en todo instante bien alerta, que os lo penséis antes de hablar y que tengáis los ojos bien abiertos.

Bob y Pete asintieron. Estaban de acuerdo. La furgoneta continuaba avanzando tras el coche deportivo de Ted Sandow. Habían salido ya de Rocky Beach, para adentrarse luego en las montañas. Siguieron los vehículos por una serpenteante carretera, hasta lo alto de un paso, y después describieron una curva cerrada para detenerse frente a las puertas de hierro de Sandow Estate, donde Bob y Pete la noche anterior habían oído los extraños sonidos proferidos por la sombra riente.

Al otro lado de las puertas y del muro, bastante alto, se deslizaron por un camino asfaltado de medio kilómetro, aproximadamente. Finalmente, divisaron la vivienda de los Sandow. Era una mansión de grandes dimensiones y estilo español, de blancas paredes, contando con una cubierta de rojas y brillantes tejas. Muchas de sus ventanas tenían rejas. Veíanse balcones en la planta superior. Por todas partes se veían allí piezas de hierro forjado. Ahora bien, muchas de ellas estaban descuidadas de pintura, las blancas paredes se hallaban agrietadas y sucias en algunos sitios. Todo en la vivienda revelaba que ésta no se encontraba bien atendida.

Ted los condujo directamente a una pequeña construcción de adobes situada detrás de la casa. Dentro, los muchachos vieron una gran cantidad de muebles, objetos muy diversos, artículos domésticos del pasado y otras cosas cuyos nombres desconocían. Una espesa capa de polvo lo cubría todo, revelando que aquello no había sido tocado en un período de cincuenta años, como mínimo.

—Tía Sarah ha estado viviendo durante mucho tiempo como una ermitaña, chicos —señaló Ted—. Estoy seguro de que no tiene ni la más liviana idea de lo que hay aquí.

Júpiter, a quien las cosas viejas le agradaban tanto como a su tío Titus, se quedó con la boca abierta al contemplar los montones de olvidadas reliquias.

—¡Esto es una mina! —exclamó—. ¡Pero si hay hasta una rueca! ¿Y qué me decís de esa tablilla de escribir para uso de los viajeros?

Por espacio de una hora, muy felices, los chicos estudiaron aquellos polvorientos montones de objetos, olvidándose por completo de su figurilla, del Tesoro de los Chumas y de la sombra riente. Finalmente, Júpiter pareció volver en sí, dando unos pasos atrás para tener una visión de conjunto de aquello.

—A tío Titus va a interesarle casi todo lo que hay aquí y nosotros no hemos concretado nada todavía.

—¿Por qué no subimos a la casa, por ahora? —sugirió Ted—. Nos servirán algún refresco y galletas y vosotros podréis hablar con tía Sarah.

Bob y Pete se acordaron del principal motivo de su estancia allí, en Sandow Estate, asintiendo rápidamente al tiempo que miraban a Júpiter. Aquello era precisamente lo que estaban deseando. Pero nadie habría podido adivinarlo al ver el rostro de Júpiter, de impenetrable expresión.

—Me parece muy bien, Ted —convino el primer investigador—. Entretanto, Konrad podría empezar a redactar una lista parcial de lo que hay aquí.

—Haremos que le sirvan una cerveza —dijo Ted.

—¡Hombre! Eso de la cerveza está bien —replicó con una sonrisa y un gesto afirmativo el rubio bávaro del gran corpachón.

Dentro ya de la casa, los chicos fueron conducidos a una fría habitación llena de muebles oscuros, de estilo antiguo español. Ted fue a indicar a la servidora que les llevase unas limonadas. Al volver, lo hizo en compañía de una mujer que parecía un pájaro, cuyas manos buscaban constantemente sus limpios y blancos cabellos. Sus claros ojos se iluminaron agradablemente.

—Soy Sarah Sandow. Me alegro de que Theodore se haya hecho aquí de algunos buenos amigos. Me ha dicho que sois del Patio Salvaje. Quiero deshacerme de muchos objetos. He estado dejando que las cosas se me fueran acumulando durante demasiado tiempo.

—Sí, señora —respondió Júpiter.

Bob y Pete bajaron la cabeza, expresivamente.

—Con la venia de Theodore he empezado a sentirme atraída de nuevo por las cosas del mundo. La finca se halla en un estado de abandono lamentable.

La servidora les llevó una bandeja con los vasos de limonada y las galletas. La señorita Sandow se ocupó de la distribución. Daba la impresión de estar muy contenta por el hecho de tener como invitados suyos a aquellos muchachos.

Mientras éstos saboreaban sus refrescos, la señorita Sandow les explicó:

—Después de lo de anoche, Ted me convenció… Me hizo ver que no podía sentirme segura aquí, teniendo todas las cosas que hay en ese granero.

Los chicos se irguieron y Júpiter inquirió:

—¿«Lo de anoche», señorita Sandow?

—Me robaron una estatuilla de oro. Nos la quitaron ante nuestras narices —dijo la señorita Sandow, indignada—. Era una de las dos dejadas por mi pobre hermano Mark cuando se vio obligado a huir. Era todo lo que me quedaba de los efectos personales de Mark.

—La culpa de todo lo sucedido es mía —declaró Ted—. Veréis… Mi padre había contado que mi abuelo habló de la existencia de dos estatuillas de oro. Las encontré olvidadas en el fondo de un cajón y estuve examinándolas en la biblioteca. Salí de la habitación y cuando regresé me encontré con que una de ellas había desaparecido.

—¿No sabes tú quién pudo llevársela? —preguntó Júpiter.

—Sabemos que fue un chico. El señor Harris lo vio.

—Es verdad, jóvenes —declaró una voz grave desde la puerta.

Los muchachos volvieron la cabeza, descubriendo allí a un hombre de saludable aspecto, vestido con pantalones cortos y una chaqueta de corte deportivo. Los pantalones dejaban ver sus largas y bien musculadas piernas. En sus grisáceos ojos se distinguía un curioso brillo. Tenía los cabellos rojizos. Una pequeña cicatriz en su rosado rostro imprimía a sus labios una perpetua sonrisa.

Ted procedió a efectuar las presentaciones de rigor, explicando que el señor Harris era un buen amigo de la señorita Sandow.

—Os sentís interesados por el robo, ¿eh? —inquirió el señor Harris.

Hablaba con un acento inglés que resultaba diferente del de Ted. A Júpiter le pareció ligeramente «cockney».

—Vi a un chico que salía corriendo de la casa, dirigiéndose a la puerta. Cuando llegué allí ya le había perdido de vista. Debieron de auxiliarle algunos amigos. Supongo que ya no veremos más la dichosa estatuilla.

—Tal vez nosotros podamos serles de utilidad, señor —dijo Júpiter serenamente—. Hemos conocido algunos éxitos recuperando objetos perdidos y robados.

—Y aclarado algunos misterios también —añadió Pete.

El señor Harris se echó a reír.

—Vosotros os las dais de detectives, ¿verdad?

—Sí, señor —replicó Júpiter—. Lo somos, en pequeña escala. He aquí nuestra tarjeta.

Júpiter hizo entrega al señor Harris de una de sus tarjetas comerciales, de gran tamaño, en la cual se leía:

El señor Harris se echó a reír.

—Bien. Quizá seáis capaces de recuperar la estatuilla de la que es propietaria la señorita Sandow. Sois detectives, ¡diablos! ¿Y dices que habéis resuelto algunos misterios?

—¡Naturalmente que lo somos! —replicó Pete—. Reynolds, uno de los jefes de la policía, en Rocky Beach, nos nombró colaboradores suyos, incluso ayudantes…

—¿De veras? —insistió el señor Harris, releyendo la tarjeta que había puesto en sus manos Júpiter.

Desde su silla, en el lado opuesto de la habitación, Ted preguntó:

—¿Qué significan los signos de interrogación, amigos? Supongo que vosotros mismos no vais a poner en duda vuestras habilidades…

—Los signos de interrogación son un símbolo de nuestras actividades —subrayó Júpiter, mirando a Ted con el ceño fruncido—. Aluden a los misterios que nosotros intentamos resolver. Es una especie de marca de fábrica.

—¡Estupendo! —exclamó Ted, entusiasmado—. Tía Sarah, permite a estos muchachos que prueben suerte en este asunto y yo trabajaré con ellos.

—Pero… —objetó la señorita Sandow—. Pudiera ser que anduviese por en medio una pandilla de ladrones profesionales. Los chicos correrían algunos peligros, quizá.

—La señorita Sandow tiene razón —dijo el señor Harris—. Cosas como la presente no son para muchachos, no deben serlo, vamos.

—Nosotros somos siempre precavidos, señorita Sandow —explicó Júpiter—. Y cuando nos enfrentamos con algo verdaderamente grave, amenazador, recurrimos a Reynolds, el jefe de la policía. De ser un chico quien robó la estatuilla, nosotros nos hallamos en unas condiciones magníficas para poder colaborar. Todo lo que tendríamos que hacer es intentar localizar la miniatura. Ted insistió:

—Vamos, tía Sarah… Ya lo veo: estos amigos tienen conciencia de su responsabilidad y hasta Reynolds confía en ellos.

La señorita Sandow vacilaba.

—Bueno… Se me antoja que lo que ha pasado aquí es una minucia, que no vale la pena confiar el hecho a la policía.

El señor Harris se puso serio.

—La policía tiene muchos quehaceres entre manos para ocuparse de una minucia cuyo paradero se ignora, acerca de la cual no se le pueden facilitar indicios. Probablemente, estos chicos podrían intentar descubrir qué fue de la figura para, posteriormente, informar a la policía. Siempre y cuando prometan que serán formales, que no incurrirán en imprudencias.

—¡Naturalmente que lo prometen! —exclamó Ted—. Oye, tía Sarah: ¿y por qué no ofrecer una recompensa? Estos muchachos se la tendrán más que bien merecida si encuentran la estatuilla.

La señorita Sandow sonrió, mirando a Ted.

—Está bien. Pero habéis de prometer todos que no os meteréis en nada que pueda entrañar peligro. Si dais con la figurilla, desde luego, tendré una gran satisfacción en concederos una recompensa adecuada. Cincuenta dólares, por ejemplo… ¿Qué os parece?

—De acuerdo, tía Sarah —respondió Ted—. ¡Magnífico! ¿Podéis venir vosotros a comer mañana aquí, para que empecemos a planear nuestras gestiones?

—No estoy yo muy segura de que a tus amigos les guste la comida que nosotros hacemos aquí —se apresuró a decir el señor Harris—. La señorita Sandow y yo somos vegetarianos, chicos. Sólo comemos verduras. Os diré que soy presidente de la Liga de Vegetarianos, a propósito de eso. La señorita Sandow me ha sido de gran utilidad en nuestros primeros pasos para dejar establecida la Liga en Rocky Beach. Debierais asistir a alguna conferencia… Mirad, esta tarde precisamente doy una.

—Nos gustaría hacerlo, señor —respondió Júpiter—, pero ahora sería mejor que nos reuniésemos con Konrad, para ayudarle en su tarea. Mi tío querrá saber con detalle qué es lo que la señorita Sandow desea vender. No estaremos en condiciones de ponernos a buscar la estatuilla hasta más tarde.

—Yo os ayudaré —manifestó Ted—. Y no os olvidéis de la recompensa ofrecida. Tía Sarah no llegará a preguntaros siquiera dónde encontrasteis la figurita.

—Nada de preguntas, ¿estamos, muchachos? —advirtió el señor Harris, riendo.

Los chicos se excusaron, saliendo de la estancia para ir en busca de Konrad.

Una vez en el interior del granero, Júpiter miró a su alrededor para comprobar si estaban solos. Seguidamente, se fueron Bob y Pete a un rincón en sombras.

—¿Os disteis cuenta? —inquirió Júpiter, muy serio.

—Que si nos dimos cuenta… ¿de qué, Jupe? —preguntó a su vez Pete.

—Ted se interesó por los signos de interrogación de nuestra tarjeta comercial…

—Siempre que enseñamos la tarjeta pasa lo mismo, Jupe —declaró Bob.

—¡Pero es que Ted no había visto la tarjeta cuando hizo su pregunta!

Bob parpadeó.

—¡Tienes razón! ¡Era Harris quien tenía la tarjeta!

—¿Quieres decir que él ya sabía a qué atenerse con respecto a nosotros, desde el primer momento? —inquirió Pete. Júpiter asintió.

—Conocía nuestra tarjeta, lo cual significa que estuvo mintiendo. No es que quisiera hablar con nosotros para vendernos sus cosas. De haberse presentado en el Patio Salvaje con ese fin exclusivamente, podía haberse dirigido a tía Mathilda. Amigos: la venta de los objetos fue una excusa para ponerse en relación con nosotros.