Capítulo 16

Aparecen los hombres de piel morena

En el centro de la habitación, de paredes sin pintar, había una rústica mesa, detrás de la cual se sentó el señor Harris, quien se quedó mirando pensativamente a Bob y Pete.

—He de deciros, muchachos, que siento muchísimo tener que proceder así.

Bob y Pete guardaron silencio. Hallábanse sentados contra un muro de tablas, estando atados de pies y manos, fuertemente. ¿Dónde se encontraban? No lo sabían con certeza. Creían haber ido a parar a una casucha de las montañas, tras su captura en la Liga de Vegetarianos por Harris.

Comprendían ahora que el señor Harris estaba relacionado de un modo u otro con la sombra riente. Nada podían hacer de momento para mejorar su situación. Nada tenían que decir tampoco. El señor Harris y sus dos ayudantes se habían lanzado sobre ellos en el corredor de la casa, metiéndolos en un vehículo y atándolos después. Seguidamente, los dos ayudantes de aquel hombre los habían llevado lejos de allí con sus bicicletas. Harris, al parecer, había permanecido en la casa de la Liga un buen rato, ya que aquélla era su primera visita a la cabaña.

El hombre sonrió entristecido, mirándolos.

—Desgraciadamente, vosotros, muchachos, poseéis la rara habilidad de presentaros donde menos falta hacéis, donde menos deseados sois, ¿eh? Habéis estado husmeando alrededor de mi casa, por ejemplo. Estoy convencido de que no habéis encontrado nada, pero hay que jugar sobre seguro, ¿comprendéis? Por fortuna, he dispuesto de tiempo suficiente para suprimir allí todas las huellas posibles de vuestro paso, anticipándome a la llegada de la policía.

»Me temo que tendréis que ser mis huéspedes por algún tiempo. Digamos que hasta que yo me encuentre a prudente distancia de esta localidad. Por suerte, mi trabajo aquí ha finalizado, casi.

Bob saltó, enfadado.

—¡Es usted un ladrón!

—¡Usted intenta robar el Tesoro de los Chumas! —proclamó Pete, acalorado.

El señor Harris se echó a reír.

—Sois unos chicos muy inteligentes. Detrás del Tesoro de los Chumas ando precisamente, del cual me apoderaré esta noche.

Siempre sonriente, el señor Harris se levantó, abandonando la cabaña. Bob y Pete se miraron mutuamente. El sol estaba muy bajo, según pudieron apreciar echando un vistazo a una de las ventanas de la pequeña construcción, de sucios cristales. Pronto llegaría la noche y no podrían hacer nada para obstaculizar los manejos de su carcelero.

—Seguramente, nos encontramos dentro de Sandow Estate —aventuró Pete, guiándose por su buen sentido de la orientación, innato en él—. Identifiqué algunas de las elevaciones de los alrededores cuando el vehículo se detuvo.

—Si hubiéramos podido dejar alguna señal detrás de nosotros… —consideró Bob—. Pero no hubo ninguna ocasión de hacer nada por habernos metido tan aprisa en la camioneta.

—Júpiter dará con nosotros. Ahora, si pudiéramos liberarnos de estas ataduras quizá nos fuese posible ayudarle.

Pete empezó a dar tirones de las cuerdas que retenían sus manos junto a la espalda.

Sonó una risa irónica cerca de ellos. El señor Harris había regresado a la cabaña.

—Sois unos chicos animosos, ¿eh? Sinceramente: os admiro porque me parecéis muy decididos.

—¡No conseguirá usted salir bien parado de esta aventura! —le prometió Pete, furioso.

El señor Harris sonrió.

—A esta hora, muchachos, la policía y vuestro amigo, Júpiter, buscan desesperadamente a los hombres de piel oscura. Los tienen por vuestros raptores. Todo se confabula para ayudarme a mí.

—No vaya a creerse que ha conseguido engañar a Júpiter —dijo Bob—. Al final, usted irá a parar a la cárcel.

—Yo creo que no será así —replicó el señor Harris, muy confiado—. Lo he planeado todo muy cuidadosamente para ahora verme obstaculizado por unos chicos como vosotros y unos cuantos policías de una ciudad insignificante. No obstante, reconozco que me habéis causado algunos problemas y yo me sentiría más a gusto si accedierais a colaborar conmigo.

—¡Jamás accederemos a colaborar con un hombre como usted! —declaró Pete, con firmeza.

—He ahí una respuesta muy virtuosa, pero completamente estúpida. Es una suerte que la mayor parte de la gente sea tan estúpida. De no ser así, el Tesoro de los Chumas habría sido localizado hace mucho tiempo.

—Yo no creo que llegue usted a encontrarlo nunca —indicó Bob.

—Estás en un error, chico. Conseguí solucionar el pequeño acertijo de Magnus Verde y dentro de unas horas seré dueño del tesoro —declaró el señor Harris, que miró ahora a los dos amigos con los párpados semientornados.

Harris giró en redondo, volviéndose hacia la puerta. En el momento de poner la mano sobre el tirador, miró a Bob y a Pete por encima del hombro.

—A propósito… No ganaríais nada recobrando la libertad. Esta cabaña se encuentra emplazada en el borde de un precipicio de unos treinta metros de profundidad. Puede llegarse a ella únicamente por un estrecho atajo en el que he apostado un hombre, que lo vigila. Desde su sitio ve perfectamente la única puerta de la construcción. No existe otra salida en esta pequeña y elevada meseta.

Con una sarcástica carcajada, el señor Harris abandonó la cabaña. Esta vez, los chicos oyeron un ruido metálico, el de la llave girando en la cerradura. Se habían quedado solos… Inmediatamente, Pete empezó, de nuevo, a mover las manos, tirando de las cuerdas que las mantenían juntas por las muñecas.

—Bob —indicó Pete—: quizá pudiéramos ayudarnos mutuamente. ¿No podrías moverte, hasta que apoyaras tu espalda en la mía?

Los dos investigadores se agitaron a empellones por el basto piso, hasta que finalmente sus espaldas entraron en contacto. Pete manipuló en las cuerdas que cruzaban las muñecas de Bob. Le caían gruesas gotas de sudor por la frente y sus dientes chirriaban. Estuvo trabajando incansablemente durante… horas enteras… Bueno, eso le pareció a él. Por último, exhausto, se quedó quieto.

—No puedo asir bien las cuerdas —declaró, abatido.

—Es por la forma en que han sido atadas nuestras manos…

Pete se puso a pensar.

—Si el señor Harris no me hubiese quitado mi cuchillo, colocándomelo entre los dientes yo habría podido…

—¡Los dientes! —exclamó Bob—. Tal vez pudiésemos aflojar los nudos valiéndonos de los dientes, Pete.

—Vale la pena intentarlo. Me tenderé de costado…

Pete hizo lo que acababa de anunciar. El más pequeño de los investigadores acercó la boca a las muñecas de su amigo. Sus dientes se aferraron firmemente al primer nudo. Pete le facilitaba el trabajo. Bob tuvo que detenerse tres veces, para tomarse un respiro. A continuación, Bob volvió a la carga.

—¡Noto que se va abriendo! —exclamó Pete, en voz baja—. Prueba con las manos, ahora.

Espalda contra espalda de nuevo, los dedos de Bob se movieron activamente sobre las cuerdas de Pete. De pronto, el primer nudo se aflojó. El segundo constituyó una tarea ya más fácil. Unos segundos después, las manos de Pete recobraban la libertad. Rápidamente, se liberó de las ataduras de las piernas. Luego, se ocupó de Bob.

No se durmieron sobre sus laureles. Pete corrió hacia las ventanas de la fachada mientras Bob inspeccionaba la que daba a la parte de atrás.

—Estas ventanas —informó Pete—, han sido clavadas. Desde aquí se ve al guardián. Imposible salir de aquí sin ser vistos por él, ni siquiera en la oscuridad. Tiene una gran linterna.

El sol se estaba escondiendo detrás de los últimos picachos montañosos y la tierra tomaba unos tonos purpúreos. En invierno, entre aquellas elevaciones, el día se hacía noche rápidamente, llegando a hora más bien temprana las primeras sombras.

—Por aquí hay una repisa de dos o tres metros de ancho y luego viene la pared del cortado —manifestó Bob, profundamente desanimado—. Me parece que no vale la pena intentar salir…

Los dos investigadores regresaron a la mesa que se encontraba en el centro de la habitación.

—Por lo menos, sé ya donde estamos —dijo Pete—. He podido ver el paso hacia el oeste… Nos hallamos a unos ocho kilómetros de la casa grande, en las altas montañas.

—Quizá, si nosotros pudiésemos hacer una señal, alguien nos vería desde la casa —sugirió Bob—. Si Júpiter anda buscándonos por ahí, con toda seguridad que visitará el edificio principal de la finca.

—Una luz podría servirnos —decidió Pete.

Comenzaron a inspeccionar detenidamente la cabaña.

¿Qué esperanzas podían abrigar en aquel sentido? Muy pocas. La cabaña de aquellas montañas contenía escasas cosas y Harris era un individuo inteligente. Pero a éste le había sucedido lo que a tantos granujas excesivamente confiados, seguros de sí mismos. Había pasado por alto un detalle importante. Bob, después de despejar de cachivaches sin valor alguno la tapa de un viejo arcén, levantó ésta, lanzando un grito de triunfo.

—¡Aquí hay una lámpara de petróleo! —dijo alborozado—. Y en su depósito todavía queda un poco de combustible… La taparemos y destaparemos alternativamente para lanzar unas señales de socorro, de petición de ayuda, por el código Morse.

—Antes de nada tendremos que encenderla —puntualizó Pete—. Y carecemos de cerillas.

Frenéticamente, los dos chicos procedieron a efectuar un nuevo registro de la cabaña. Una vez más, tuvieron suerte. En el cajón de la mesa descubrieron un olvidado estuche de cerillas de cartón. Bob encendió la linterna rápidamente mientras Pete se hacía de un trozo de hojalata para cubrir la luz y dar la señal. Los dos amigos se encaminaron a la ventana posterior.

Una oscura faz acababa de asomarse a la ventana…

Ésta se abrió bruscamente y los dos hombres de la piel oscura y las raras ropas blancas se deslizaron ágilmente dentro de la cabaña. Ambos se quedaron mirando fijamente a los muchachas. Sus manos empuñaban largos cuchillos…