El anunciador
(Epílogo)

Al señor marqués de Salisbury

Habal habalim, vék'hol habal!

Shelomo, Qohéleth.

Desde la cúpula de las torres tutelares de la ciudad de Jebús vigilan los guerreros de Judá, con los ojos fijos en las colinas.

Al pie de las murallas se extienden, por el interior, las construcciones asmoneas, las grutas reales, los viñedos repletos de colmenas, los túmulos de suplicio, el barrio de los nigromantes, las ascendentes avenidas que conducen a Ir-David.

Es de noche.

Cercanos a las fosas de animales feroces, los cenáculos de justicia, construidos en el reinado de Saúl, aparecen, como sepulcros, blancos y macizos, en los recodos de los caminos.

Cerca de los canales de Silbé, el espejo de las piscinas probáticas refleja las casas bajas con higueras plantadas en los patios que esperan las caravanas de Elam y de Fenicia.

Hacia oriente, bajo las alamedas de sicomoros, están las residencias de los príncipes de Judea; en los extremos de los caminos principales, unos grupos de palmeras ondean sus hojas por encima de las cisternas, abrevaderos de elefantes.

Hacia el lado del Hebrón, entrada para quienes vienen del Jordán, humean las chimeneas de ladrillo de los armeros, de los fabricantes de aromas y de los orfebres. Más allá, las residencias rodeadas de viñas, casas natales de los ricos de Israel, escalonan sus terrazas y sus baños junto a frescos vergeles. Al septentrión se extiende el barrio de los tejedores, donde los dromedarios, montados por mercaderes de Asia, cargados de madera de setim, de púrpura y de fino lino, pliegan ellos mismos sus rodillas.

Allí viven los mercaderes extranjeros que han acompañado a sus ídolos. Ellos conservan la molicie de los pueblos de Magdala, de Naim, de Shumen y se apropian del sur de la ciudad.

Ellos venden los espesos y vinos, los esclavos hábiles en el arte del arreglo, el licor amargo de las mandrágoras del Carmelo para las ilusiones del deseo, los cofrecillos de madera de alcanfor para guardar los regalos, los bálsamos de Guilead, los monos, estupor de Israel pero diversión para sus vírgenes, importados de las riberas, del Indo por las flotas de Tadmor, las especias sutiles, los cristales de Akko, los objetos de sándalo trabajado, los cautivos, las perlas, las esencias de flores para el baño, el bedollah para embalsamar a los muertos, las pastas de piedras machacadas para pulir la piel, las verduras extrañas, los oscuros caballos de raza persa, los cinturones bordados con sentencias profanas, las rosetas de Asia con plumas de zafiro, las serpientes de lujo totalmente encantadas traídas desde Susa, los lechos de placer y los grandes espejos enmarcados en madera de ébano.

Más allá de los baluartes, rodeada de tumbas y de fosas, más alta que el circuito de Jair o de las Iluminaciones, se alza, inmensa, la ciudad de David. Doscientos carros de guerra guardan sus doce puertas. Yerushalayim, bajo las sombras del cielo, ilumina los millares de arcos de sus acueductos, entrecruza sus calles circulares, eleva hasta las nubes las cúpulas de bronce de sus edificios.

En las plazas públicas brillan los cascos de la milicia nocturna. Aquí y allá fuegos aún encendidos indican caravanas, tiendas de pitonisas, mercados de esclavos. Luego, todo desaparece en la oscuridad. Y el hálito sagrado de los profetas pasa, en el viento, a través de las ruinas de los muros cananeos.

Así está dormida, bajo la solemnidad de los siglos, a los ruidos cercanos de los torrentes, la ciudadela de Dios, Sión la Predestinada.

* * *

En el horizonte, sobre las colinas de Millo, rodeado por una luminosa bruma, un extraño palacio superpone sus jardines colgantes, sus galerías, sus habitaciones sacerdotales, a las vigas de maderas nobles, sus pabellones rodeados de olivos, sus establos de basalto, a los terrenos preparados para la doma de caballos de guerra, sus torres a las cúpulas de cobre. Se alza confusamente sobre los valles de Bethsaida, bajo un estrellado silencio.

¡Allí hay fiesta esa noche! Los esclavos de Etiopía, esbeltos en sus túnicas de plata, balancean los incensarios en las escaleras de mármol que conducen desde los jardines de Etham a la cima del reducto: los eunucos llevan ánforas y rosas; los mudos, por entre los árboles, avivan las brasas ardientes para los altares de perfumes.

Apoyados en los arcos de los vestíbulos, unos enanos azafranados, los gamaddim, flotando en sus  vestidos amarillos, levantan por instantes los antiguos cortinajes.

Entonces, los trescientos anillos de oro, clavados en los cedros entre las hachas madianitas, reflejan las bruscas llamas de las lámparas encendidas, las maravillas, las claridades.

En las explanadas, junto a los pórticos, unos caballeros con lanzas de fuego, guerreros nómadas de las playas del mar Muerto, sujetan sus grandes caballos gomorreos, con arneses de piedras preciosas, que se encabritan potentemente por los resplandores.

Por encima de ellos, a la altura de la hojarasca exterior, la misteriosa Sala de los Encantamientos, obra de los Caldeos, la Sala en la que las mil estatuas de jaspe hacen arder un bosque de antorchas de áloe, la alta Sala de los festines, con columnatas místicas, expuesta a todos los vientos del espacio, prolonga, en medio del cielo, el vértigo de sus profundidades triangulares: los dos lados del ángulo inicial se abren, frente al Moria, hacia la ciudad sepultada en la sombra del Templo, tiara luminosa de Sión.

* * *

Al fondo de la Sala, en una silla de ciprés sostenida por las puntas de las alas vueltas de cuatro chrubim de oro, el rey Salomón, perdido en sublimes sueños, parece escuchar los lejanos cánticos de los levitas. Los Nebiim, en el monte del Escándalo, exaltan los versículos de Sepher, que describen la creación del mundo.

En la mitra del Rey, separando las ínfulas de la justicia, resplandece la Estrella de seis puntas, signo de potencia y de sabiduría. El Eclesiastés, en su túnica de biso, lleva el racional, porque él puede ofrecer sacrificios expiatorios, el efod, porque él es el Pontífice, y en sus pies pacíficos se cruza la red de bronce de sus sandalias de guerra, porque él es el Guerrero.

Celebra el Aniversario pascual, como recuerdo de sus padres guiados por Moisés a la salida de Misraim, la Casa de la esclavitud; el aniversario de la gran noche en la que, desafiando a los furiosos carros y a los ejércitos, huyeron hacia la Tierra prometida, el aniversario de la siniestra salida de la luna, en la que IAHVE, el Ser-de-los-dioses, destruyó, por medio de las olas del mar Rojo, al caballo y al caballero.

¡Sí, el Rey consagra el festín nocturno!… Su mano derecha se apoya en el hombro secular de su mediador Helcias, el intérprete de los símbolos, el ministro de los poderes ocultos.

Helcias, hijo de Shellum y de Holda, la profetisa, es semejante al desierto, aún más estéril tras la caída del maná. Ha superado las pruebas y las ha bendecido como el árbol del Líbano perfuma el hacha que lo golpea; pero lleva, por encima de sus anchas órbitas, la marca de su acabada obra: el tiempo ha desnudado sus cejas, cejas dadas al Hombre para que el sudor que debe caer de su frente no se deslice hasta sus ojos y lo ciegue.

* * *

El agua lustral cae, resplandeciente, hasta los estanques de oro. Las cautivas reales, cargadas de anillos y de brazaletes de ámbar, y las saras, princesas de perfumes, arrodilladas entre cojines, queman, con gestos sabáticos, en cazoletas esmaltadas con piedras de Tarsis, polvos de mirra y de sándalo rojo, aromas árabes, granos de incienso masculino.

A ambos lados del trono, los Sars de los ejércitos, pensando siempre en la gloria de David, ven brillar, por momentos, a su alrededor, los herrebs de los antepasados de Israel, que, a través de las batallas, soportaban el Arca del Sabaoth, la Barca de la Alianza, donde se cruzan las dos estelas de la Ley bajo el rodillo de la Tora escrito por la mano misma de Bar-Iokabed, el moshe sublime, el Liberador.

Alrededor del estrado, los negros, vestidos de escarlata, hacen oscilar abanicos de avestruz, incrustados por unos sardónices en los tallos de largas cañas de oro e invocan, en voz baja, a su dios Baal-Zebub, el Señor de las Moscas.

En las escaleras, feroces linces, saltando en sus cadenas, vigilan el pesado trípode de ónice, obra de Adoniram y de sus cinceladores, donde reposa el espectro de Oriente. Nadie podría seducir con sus caricias ni reducir con sus ofrecimientos a los misteriosos perros del Rey.

Entre las estatuas laterales, bajo los candelabros de siete brazos, las flores y las frutas del Hermón se desbordan en los pórfidos. La mesa, cargada de regalos de la reina Makedeia, la encantadora venida de la saba libia para proponer adivinanzas al rey de Judea, se dobla bajo el peso de las preciosas copas, los pannags de la Samaria, las hierbas amargas, las gacelas, los pavos reales, las sidras, los panes de ofrenda, los pájaros y las jarras de vino de Canaán.

En un asiento de cedro, a los pies de los luminosos chrubim del Trono y rodeado por sus rudos guibborim, está sentado, encorvado, pálido, sin beber, y con la espada sobre las rodillas; Ben-Yehu, el Sar de los guardias. Es el antiguo ejecutor del rebelde Adonia, hermano del Maestro, el preferido de Abishag la Sulamita; ¡es el gran servidor militar, el asesino de Ebiatar y del sar Simei y de Joab, el viejo Pontífice!, es la espada viviente del Rey, quien golpea a las víctimas designadas, incluso cuando estaban apoyadas, con las manos suplicantes, en las esquinas del Altar.

Junto a él, de pie, con la frente iluminada por la antorcha de una estatua, permanece mudo, con las manos crispadas sobre los brazos y como esperando algún oscuro momento, el heredero de Israel, el impolítico hijo de Naema, la princesa ammonita, el funesto Rehabeam, que sólo reinará sobre Judá.

A lo lejos, sobre los tapices del trono, esta tumbadas dos jóvenes vírgenes de Millo, dos shoshannas, destinadas a echar incienso en las criptas subterráneas del Templo ante la Piedra fundamental, la Eben-Shetiya, que no fue tocada por las aguas del Diluvio. Entre ellas permanece sentado, vestido de púrpura negra bordada de oro, el príncipe Hayem, el oliváceo adolescente, el baalkide de cabellos trenzados, el enigmático retoño que la reina del Sur, en su regreso a Libia, había enviado al hermoso Sabio, señor de los Hebreos, acompañado por una caravana de elefantes cargados de arbustos, de telas, de esencias, de perfumes y piedras brillantes. ¡Hayem, con una voz muy baja, entona un canto desconocido! Y cuando las sílabas descubren, entre sus rojos labios, sus dientes, éstos son iguales a los de la pálida esposa del Sir-Hasirim, blancos como corderos saliendo del baño.

Alrededor de la mesa permanecen de pie, comiendo como los peregrinos, la brillante asamblea de los Sophetim, patriarcas de la Sabiduría.

Detrás de ellos resplandecen los Industriales del oro de Ophir, los Negociantes de las Veinte ciudades de Shabul, los Embajadores de la descontenta Idumea, los Enviados de Zur y el Colegio de doctores de Saddoc.

Todas las tribus, todas las montañas de Israel han entregado sus riquezas. Las granadas del monte Sanir, los pasteles de uva de Chipre, los racimos de alheña del Ganad, los dátiles y las mandrágoras de En-gaddi desbordan los aguamaniles.

Allá abajo, cerca de las gradas de esa terraza hasta la que suben las hojas de Etham —en el centro de un grupo de guerreros del país de EzionGüeber, con quienes bebe el vino de Hebrón mientras se rió— un esbelto joven con una armadura de cuero perfumado, con rostro femenino y vestido como Sar de caballería, habla, extendiendo la mano hacia el horizonte. Es el favorito del palacio de Millo —¡el enemigo!—, el futuro divisor del reino de Dios, el sutil Iarobeam, que reinará en Israel y que ya inquiere, sin dejarse distraer por la fiesta, sobre las fronteras de Ephraim.

Pero ya están aquí: las Músicas de los Cantos prohibidos, abjuradoras de amor, invioladas como el lis de sus senos, avanzan, pálidas bajo sus pedrerías, al son de los kinnors, de los tymbrils y de los címbalos. De pronto, cesan los cánticos de las cantoras de la tribu de Isacar y sus arpas.

Vestidas con oscuras telas y con una banda de perlas en la frente, las Mujeres de la segunda fila apoyan los codos, con abandonadas poses, en lechos de púrpura, y cuando ellas respiran, sus saquitos de besham hacen tintinear las campanillas de plata que bordean la frana de sus sindones.

A lo lejos danzan, en número de tres mil, mientras agitan sus velos tirios, herrebin, reptiles y guirnaldas ante el Elegido magnífico de Judea, el Albañil del Señor, las Encantadoras neftalíes, de rojas trenzas, las vírgenes de Palestina, las Hebreas, blancas como los narcisos de Sharons, las cortesanas sagradas venidas de Babilonia, doradas nadadoras del Éufrates, las Sulamitas, más bronceadas que las tiendas del Cédar, las Tebanas, de delicadas líneas, de tez rojo oscuro, —antaño, seguidoras de la esposa muerta del rey Mago, de la hija de Psusenes, el faraón—, finalmente, las Idumeas, hijas de delicias, flores vivas de la salvaje región de irisadas brumas donde apenas puede atravesar la noche el fuego de las estrellas.

* * *

Pero el tercer lado de la Sala da a la Noche. Sumerge en la oscuridad sus desiertas explanadas por encima de las regiones de Josafat.

Y he aquí que el hombro del Mediador se ha estremecido bajo la mano del Rey, pues las sombras de la plataforma solitaria se tornan, momento a momento, más solemnes; se espesan y se agitan como bajo la acción de un repentino prodigio.

Ante el aspecto de los torbellinos precursores de espantos, el Gran ministro vuelve su rostro de mármol hacia las aterradas mujeres y hacia los pálidos guerreros; exclama:

—¡Sacerdotes, avivad la septenaria llama de los Candelabros de oro! ¡Que se enciendan los Siete Candelabros de los conjuros fúnebres! En seguida aparecerán vanas humaredas, que se disiparán por sí mismas si no las interrogarnos. ¡Que las nubes de vuestros incensarios, hijas de Judea, os ahorren las inquietas obsesiones de los Espíritus del eterno Límite! Alegraos antes que la Hora os llame al seno de la tierra.

Así habló. ¡Y la fiesta retoma su alegría desafiando los sortilegios de Asiria! ¿Habrían sabido liberar sus magos, antes de su hora, a Nebu-Kudurri-Usur, el rey —su rey, visionario de baalim de oro con pies de arcilla—, que, marcado por un castigo de ELOHIM, erró durante siete años transformado en animal, lejos de su opulencia, a través de esos diluvianos bosques que encierran la inmensa Shunar-de-los-cuatro-ríos? Las danzas de Maha-Naim sacuden sus palmas en flor, las copas brillan; las Neftalíes entrelazan los fulgores de sus jabalinas reunidas, hacen silbar sus collares de serpiente; las antorchas lanzan reflejos de sangre sobre las cabelleras; ¡gritos de amor, himnos idólatras resuenan hacia el Pacífico!… De pronto, en recuerdo de Jericó, los Capitanes de los caballeros de Sodoma hacen sonar siete veces sus tubales de hierro, y los Roims coronados con hisopo, los Cohenes del soberano Sacrificio, aparecen, con largas vestimentas blancas, precediendo al Cordero pascual.

¡Entonces el fuego de la alegría invade a la brillante multitud! Maldicen el nombre de la horrible estatua que, golpeada por el sol, llamaba a sus ancestros a los trabajos de los Faraones, cuando, tras ceder a la amenaza, siempre alzada contra ellos, de las cañas ardientes que destruyó el bastón del Escapado de las Aguas, se resignaron a grabar, en el granito rosa de los piramidiones, en contra de la prohibición de los libros futuros —¡a pesar de la prohibición del Levítico!—, los simulacros de ibis, de criosfinges, de fénix y de unicornios, horrorosos seres para el Santo-de-los-santos, o en duros jeroglíficos, los hechos importantes (numerosos como las arenas, desaparecidas como él), y los nombres de abominación de aquellas olvidadas dinastías, hijas de Menes el Tenebroso. Maldicen las cebollas del salario, las levaduras del pan de Menfis. A pesar de la alianza con el rey Necheo, recuerdan las Plagas con aclamaciones.

Se golpean los címbalos sagrados, tomados al tesoro del Templo, los címbalos de triunfo que llevaba la hermana de Aarón, cuando, bajo sus grises cabellos, bailaba, ebria de la cólera de Dios, ante el ejército, en las orillas del mar. Los gamma-dim lanzan puñados de rosas a la cara de los ídolos abjurados. Los eunucos simulan irrisorias amenazas contra los egipcios; un rugido de liberación y de alegría, semejante al lejano murmullo del zpasa, en las nubes, por encima de Yerushalayim.

* * *

Sin embargo, el Gran Iniciado, tras haber levantado por segunda vez la cabeza y haber observado, más atentamente, el carácter de las sombras, se ha vuelto, preocupado.

La llama de los Siete Candelabros que arden, espaciados entre sí, ante la explanada, se ha vuelto hacia la asamblea: las siete lenguas de fuego, curvadas hacia atrás en sus cañas de oro, palpitan, alargadas y jadeantes, con un rumor de azotes.

Las serpientes de las Neftalíes se han desenrollado y se esconden en los pliegues de las cabelleras. Los linces, ahora acurrucados alrededor del temido viejo, le miran, inquietos y llenos de gruñidos.

Pero él se esfuerza en penetrar el sentido de los presagios: delibera, cruzando sus filacterias sacerdotales sobre los pliegues de su pallah de jacinto. Ha consultado, en vano, con una mirada, los misteriosos térafim: las láminas reveladoras se han roto con el sonido del oro virgen.

En el hombro del Mediador ha permanecido la radiante mano del Rey. Los ojos de Helcias la encuentran: el anillo, la joya de la Alianza en la que se ilumina la primera clavícula, la llave crucial, símbolo del Abismo dividido en cuatro vías.

El potente pentágulo está rodeado por la forma misma del Anillo. Está aprisionado en el brillo del Anillo, figura del Círculo universal.

El alma de Salomón, germen divino, está mezclada con los reflejos de ese signo victorioso donde se purifica, dulcemente, la luz de las estrellas.

La clavícula es la expresión en la que el Mago ha concentrado una parte de los esfuerzos de su pensamiento, una suma de poderes en el triunfo de las pruebas, para poder actuar más directamente sobre las fuerzas íntimas del Universo.

Este Talismán de la Cruz estelar que Helcias contempla está dotado de una energía capaz de dominar la violencia de los elementos. Diluido, por miríadas, en la tierra, ese Signo, en su peso espiritual, expresa y consagra el valor de los hombres, la profética ciencia de los números, la majestad de las coronas, la belleza de los dolores. Es el emblema de la autoridad con que el Espíritu reviste, en secreto, un ser o una cosa. ¡Determina, redime, pone de rodillas, ilumina!… Los mismos profanadores se inclinan ante él. Quien se le resiste es su esclavo. Quien le desconoce aturdidamente sufre para siempre su desdén. Por todos lados se yergue, ignorado por los niños del siglo, pero inevitable.

La Cruz es la forma del Hombre cuando extiende los brazos hacia su deseo o cuando se resigna a su destino. Es el símbolo del Amor, sin el cual todo acto permanece estéril. Pues en la exaltación del corazón se verifica cualquier naturaleza predestinada. Cuando la frente sólo contiene la existencia de un hombre, este hombre sólo está iluminado por encima de su cabeza: entonces su sombra celosa, derribada toda entera por debajo de él, le atrae por los pies para arrastrarlo hacia lo Invisible. De manera que el lascivo rebajamiento en las pasiones no es sino el reverso de la helada altura de los espíritus. Es por eso por lo que el Señor dijo: «Yo conozco los pensamientos de los sabios y sé hasta qué punto son vanos».

* * *

Apenas ha observado el Gran Mediador, el infalible, el celeste. Anillo, cuando inmediatamente, frente a él, las siete llamas de los Candelabros de oro se estiran y se alargan, inmóviles, semejantes a siete espadas de fuego.

El conjurador reconoce, por fin, las delatadoras concordancias de un Ser del más alto cielo. Su rostro, más impasible que el de los ídolos, toma, silenciosamente, el color de los sepulcros. Siente que el mandatario de un Orden inconmutable se aproxima, en el interior del aire, franqueando y rechazando las profundidades: la tempestad de su vuelo motiva el amontonamiento de las sombras. Repentinamente, una columna se derrumba, cerca de la explanada; el resplandor de una firma oculta recorre las ruinas…

Helcias ha recobrado la intrepidez de su alma. Con un estremecimiento de augusta alegría, ha constatado el salem de Dios, el signo de ELOHIM, el pentágulo de la Muerte. El que viene es Azrael.

Y la multitud, lívida, exclama en la Sala:

—¡Un relámpago!

—¡Un rayo acaba de caer en el valle!…

—Es una tormenta pasajera…

* * *

Se han acallado las voces en el monte de las Ofensas; es la duodécima hora de la noche: un aire muy frío recorre, por todas partes, el abrazo del gozo pascual.

La multitud quiere aproximarse a las terrazas: el malestar se torna en suplicio.

El aspecto de la Sala cambia con la rapidez de las visiones: olas vivientes afluyen hacia el Trono y los clamores, innumerables, en desorden:

—¡Despierta, Fortaleza de Israel!

—Manzana de oro!

—¡Muy Elevado!

Y las esposas de la tribu de Rubén, las compañeras de Bath-Sheba, la real madre, sobrecogidas de espanto:

—¡Rey, he aquí la lepra que viene del desierto! Y —las mujeres de la reina Naema, las radiantes Ammonitas, añaden en dialecto jebuseo:

—¡Hijo del amor! ¡Una señal de tu poderosa diestra hacia la región de la plaga!

Con las primeras órdenes de Helcias, la rodean, saltando en uno de los caballos del rey, se ha precipitado por entre las baldosas de las terrazas y ha desaparecido hacia Ir-David.

La atmósfera parece cargada con un peso excesivo: cesa lentamente de ser de las que la Humanidad puede respirar.

Como en las tardes del Diluvio, una lluvia desconocida cae, fuera, en anchas gotas apretadas; sin embargo, la noche permanece clara por encima de las sombras, en los cielos.

Los Médicos de la ciudad baja, que han permanecido sentados, sonriendo, se levantan bruscamente y, murmurando en recuerdo del Legislador, señalan con la punta de sus bastones de olivo a las danzarinas de Neftalí:

—¡Esas son las violadoras de los extranjeros, ellas llevan el fermento de los contagios, iluminado por los antiguos adulterios! ¡Es de esas mujeres de quien provienen las mortales emanaciones! ¡Consultad el libro de los Sophetim! ¡A la cruz con las leprosas! Ellas han envenenado las urnas del palacio, las viejas copas de David.

Al oír estas acusaciones, las Necrománticas del país de Moab, reconocibles por el alerón de cuervo que llevan en la frente como adorno y, durante la noche, en los campos de batalla, como único vestido:

¡Helcias! ¡Pronúnciate contra ellas ante los grandes de Israel, y que la progenitura de Khamos invoque a su padre!

Pero el Ministro mira fijamente las nubes por encima de Josafat.

El príncipe Rehabeam, sin osar decir «¡Padre mío!» al Rey-de-los-Magos, contempla también, pero con un temblor el espantoso aspecto del espacio:

—¡Qué nuevo rostro toma la Noche! —exclamó.

Los de Leví —los seguidores del ¿Qué hay que hacer? ¡Yo lo hago!—, temblando de espanto en sus sagradas túnicas, se esfuerzan en arengar a los convidados; unos gritos los interrumpen, son los Industriales del oro de Ophir, hombres llenos de argucias, muy por encima de las supersticiones, pero que estiman la ciencia del Rey:

¡Cien talentos para quien despierte al Maestro!

No dicen si los talentos serán de oro o de plata, y la plata, en el reino de Salomón, es como las piedras, no tiene ningún valor.

Por todas partes los corazones están cada vez más oprimidos.

Las pálidas músicas de Sidón, regalo del rey de Hiram, se abrazan en la sombra, con largos adioses: se susurran al oído, con un ritmo monótono, su cántico de muerte en el que aparece sin cesar el nombre de Astarté.

Las saras se tuercen los brazos y, contemplando al Eclesiastés:

—Abre los ojos, hijo de David!

—¡Nos abandona! ¡Está perdido ante la misma cara de Addon-ai! —exclaman, las Amorreas, más amargas que la Muerte.

Y los Sars de los Ejércitos:

—IAHVE cede a la indignada plegaria de los nabis, que te amenazan, perdidos en el fondo de las cavernas de Idumea o en los montes.

—¡Una orden contra los viejos rebeldes, She-lomo!

—Piensa en David, el triunfador de Seir, que te decía al expirar: «Que sus blancos cabellos desciendan, ensangrentados, al sheol».

Y los Negociantes de las Veinte Ciudades:

—¡Yoshua, esta noche, hubiera apresurado el retorno del Astro; él que obtuvo poder prolongar su luz en los combates!… ¡Ya no es el Pastor de Israel!

Ante ese nombre, los Capitanes de los caballeros de Sodoma se lanzaron a horribles vociferaciones: ¡recordaban las victorias! Sus voces dominan, en un instante, todos los rumores de la Sala:

——¡Era él el Precursor!

——¡El que marchó contra Canaán!

—¡Quien mató a treinta y dos reyes, e incendió doscientas treinta y tres ciudades!

—Y quién, por instigación del SER-DE-LOS-DIOSES, hizo pasar a cuchillo a las mujeres, los guerreros, los mulos, los viejos, los embajadores, los niños y los rehenes!

—¡Luego se durmió, en Ephraim, con sus padres, saciado de días y satisfecho!

Un doloroso silencio sucede a los enormes clamores militares; ya sólo se oye, ante el Trono, la apacible respiración del príncipe Hayem, que se ha dormido en unos cojines, entre las shoshannas también adormiladas, y que, ingenuas, con la frente en su seno, tienen aún, como el, unos huesecillos de ébano entre sus dedos de niños sorprendidos por el natural reposo.

—¡Desgarremos nuestros vestidos! —gritan las Hebreas espantadas—. ¡Ceniza, esclavos!…

Como el viento de la tormenta curva las plantas y les inspira palabras sin continuación.

* * *

Pero el rey Salmón no está, esencialmente, ni en la Sala, ni en Judea, ni siquiera en los mundos sensibles, ni siquiera en el Mundo.

Desde hace largo tiempo su alma es libre; no es la de los hombres; ella habita en lugares inaccesibles, más allá de las esferas reveladas.

¿Vivir? ¿Morir?… Estas palabras no afectan ya a su espíritu elevado hacia el Eterno.

El Mago sólo accidentalmente está donde parece estar. El no conoce ya los deseos, los terrores, los placeres, las cóleras, las penas. Él ve; penetra. Disperso en las infinitas formas, sólo él es libre. Alcanzado ese supremo grado de impersonalidad que le identifica con lo que contempla, él vibra y se irradia en la totalidad de las cosas.

Salomón está en el mundo como el día está en un edificio.

* * *

¿Dónde están, ahora, las danzas del Barrio de Voluptuosidad? ¿Los estallidos de los címbalos? ¿El zumbido de las liras?… Un soplo ha disipado ese sueño.

Se ahogan, se tropiezan en los oscuros tapices, sitian el Trono.

Ben-Yehu, el Sar de los guardias, ha hecho una señal: los guibborim van a extender sus lanzas de bronce hacia la multitud…

Pero los invulnerables linces gruñen; sus treinta y tres cabezas forman una hidra parecida ala cola de un pavo real que se despliega: se repliegan: el terror distiende todas las pupilas.

Cegados por la embriaguez de una súbita consternación, los convidados no han percibido lo que sucede a su alrededor. Sin embargo, sobre ellos pesa una influencia soberana.

Insensiblemente las antorchas se han ido apagando; las espadas han perdido sus reflejos; los perfumes de los incensarios se han vuelto amargos; el agua del Tiempo mortal ha cesado de correr en los relojes; en el aire no hay ni rumores, ni vibraciones, ni ecos. Susurros, por millares, y, sin embargo, muy distintos, se responden: la vociferante multitud parece hablar en voz baja.

Una creciente intensidad de oscuridad ha sofocado las lámparas, las antorchas, las luces; se chocan en las olas de bruma: el palacio de Salomón, desde su base hasta la cúpula, parece rodeado de esa niebla que, al pie del gredoso Nebo, cubre el mar Muerto.

Y las formas humanas se borran bajo las estatuas.

* * *

¡De pronto, en la trama crepuscular del espacio, se transparenta el Violador de la Vida, el Visitador de apagadas manos!… Está de pie en la explanada ante los Siete Candelabros; se agita y brilla. Sus fluidos brazos están cargados de destellos de tormenta. Sus ojos de auroras boreales descienden sobré la fiesta; su cabellera, que ni el viento osa agitar, cubre sus hombros sobrenaturales, como la noche cubre las hojas de los sauces sobre las aguas de plata; ¡ya se funden las baldosas bajo el hielo de los desnudos pies del melancólico Azrael! Y, a través de la capa de las seis alas que tiemblan todavía sobre el horizonte, los astros son sólo puntos rojos, carbones que humean aquí y allá en los abismos.

Instantáneamente las laminillas de marfil se rompen como bajo el peso de los siglos.

Las aberturas de los cortinajes tendidos entre las columnas por entorchados de bronce dejan pasar tristemente, en la Sala, un largo triángulo de claridad.

La Luna se desliza entre las nubes del cielo, iluminando, por entre grupos confusos, el pálido rostro de un sophet, extendido en sus vestimentas sacerdotales.

Por momentos, un carbunclo lanza su lívida luz; cabelleras, címbalos de oro, velos, blancuras aisladas centellean; son las músicas entrelazadas que no se han quejado.

A los pies de los lechos de púrpura, contra las borlas de los cojines, en las alfombras, unas pedrerías centellean, aisladas.

Y allá abajo, perdido en la profundidad de las columnatas, un lince, con el collar de la cadena atado a su cuello, grita, vacilando, en las espaldas de una estatua. Cae; su caída resuena un momento, luego se apaga… Es el último ruido.

Todo se envuelve en la solemnidad de los negros silencios, en el sueño sin sueños.

Bajo la sombra de Azrael, la Sala se ha vuelto inmemorial.

Únicamente, en los tres ángulos, bajo las lámparas de arcilla consagradas al Nombre, las esfinges de Egipto han alzado sus párpados y, haciendo oscilar sus pupilas de granito, deslizan hacia el Mensajero su eterna mirada.

* * *

Como un radiante relámpago que ha atravesado torrentes de vapor humeante, esa noche, moldeando su nebulosa forma, en el espesor de nuestros aires mortales, el fatal Cherub se aparece, de pie, en la terraza del palacio de Salomón.

Impenetrable para los ojos de barro, el rostro del Mensajero sólo puede percibirse con el espíritu. Las criaturas solamente sienten las influencias que son inherentes a la entidad arcangélica.

Ningún espacio podría contener uno solo de esos espíritus que creó el IRREVELADO más allá de los tiempos y los días. Eternos efluvios de la Necesidad divina, los Ángeles sólo existen, en sustancia, en la libre sublimidad de los Cielos absolutos donde la realidad se unifica con el ideal. Son pensamientos de Dios, diferenciados en seres distintos por efecto de la Total Potencia. Reflejos, sólo se exteriorizan en el éxtasis que suscitan y que forma parte de ellos mismos.

Sin embargo, igual que un espejo de bronce posado en tierra reproduce, en su reflejo, las profundas soledades de la noche y de sus mundos de estrellas, así los Ángeles, por entre los velos translúcidos de la visión, pueden impresionar las pupilas de los predestinados, de los santos y de los magos. Únicamente la tierra, olvidada niebla, es lo que ya no distinguen las elegidas pupilas; ellas sólo se reflejan en la infinita Claridad.

Es por lo que, con su sagrada mirada, el rey Salomón tiene el poder de percibir el rostro mismo de Azrael.

* * *

Ante la sensación de proximidad del Exterminador, Helcias ha temblado de esperanza. Encerrado en sí mismo, él piensa que la última cadena que le ata todavía a la vida se romperá en seguida.

¿Acaso no ha conquistado el rango preciso y legítimo al que podía llegar en la jerarquía suprema de las inteligencias puras? ¿No ha alcanzado su límite glorioso y ha sido suficiente para sus futuros destinos?

¡Es, pues, el instante de su vocación hacia más altas naturalezas! Su círculo está por fin cerrado. Nuevos esfuerzos, estériles a pesar de todo, no lo harían sino semejante a esos grandes pájaros solitarios que, celosos de elevaciones más radiantes, agitan inútilmente sus alas en alturas irrespirables, demasiado etéreas para soportar su peso y que su vuelo no puede superar.

Él espera el soplo liberador de Azrael.

* * *

¡Él espera!

Todo le prueba la visita de Dios.

Él ha sufrido piadosamente esos últimos minutos de bendecidas angustias que preceden a la salvación.

¡Así pues, va a recibir el premio a sus sacrificios!… ¡Ya disfruta de las supremas alegrías de la Elección!

La esperanza de su próxima evasión le transfigura hasta tal punto que el largo brillo de sus ojos, atravesando la profundidad de las sombras, bajo las bóvedas, suspende, por un instante, el fúnebre sueño de la multitud.

Aquí y allá, unos ojos casi resucitados le contemplan, en la bruma, con un religioso terror.

¡Un segundo más y habrá acabado el tiempo de toda esclavitud!…

¿Pero cómo es posible que, una vez pasado ese segundo, no haya podido desvanecerse en la Visión divina?

¿Qué sucede para que, apenas reanimada, esa multitud de seres mudos desfallezca de nuevo, se ensombrezca, se inmovilice y se confunda con la noche?

Ocurre que el viejo Iniciado ha perdido, de repente, el esplendor de su serenidad. En efecto, se conmueve, y la extraña indecisión de su mirada denuncia el vértigo de sus sensaciones.

—¡Ah!, ¡se siente todavía palpitar en las entrañas de la vida!… ¡el divino aniquilamiento no se ha cumplido!

Las dudas le asaltan; ya, semejantes al humo de una antorcha, las inquietas horas de samaels, que importunan a los servidores del Atrio oculto, se agitan, a su alrededor, tentándole con desoladoras sugestiones: la frente se le oscurece con el aleteo de sus alas muertas. Se acuerda, en una celosa desesperación, de que aún le separan eternidades de ese estado de pureza sublime que, en este mundo y a través de todas las alegrías, ha alcanzado Salomón.

El conocimiento de la diferencia existente entre su consagración y la del Real Inspirado suscita en él nuevos terrores cuya intensidad aumenta con cada latido de sus gélidas sienes.

¡Cómo se le ha podido infligir el horror de esos instantes, si él ha merecido la Luz!… Experimenta una desconocida pausa.

Él es ahora como una piedra volcánica que, movida por un terrible impulso, fuera retenida al borde del cráter en virtud de una milagrosa ley, y que se iría consumiendo por su velocidad interior, sin disgregarse ni disolverse.

El tiempo pasa, vago, pesado, imperceptible…

Él se pregunta. Ciertamente, ¿hay alguna confusión respecto a él, en el fondo de las leyes divinas?…

Espantado por la duda del Cielo, su inteligencia recae y da vueltas en un delirio de preocupaciones sobrenaturales. Un enorme pavor neutraliza la virtud de sus pensamientos.

Así la influencia del inmóvil Azrael se manifiesta para Helcias en esas espantosas ansiedades.

El viejo, ahora perdido, se parece a un sacerdote que sobreviviera a sus dioses muertos. No puede abandonar el habitáculo carnal en el que ha sido sorprendido y contemplado por la mirada de un Ser cuya concepción total supera la altura de su espíritu. Lo quede precipita al Umbral de la Dominación y le sume en la vieja polvareda de sensaciones humanas, no es la presencia del Exterminador mismo, es la impenetrable inacción, en su atributo esencial, de un Ser de ese origen.

¡Ignorante de sus actos, agita a su alrededor el haz temible de las conjuraciones, olvidando su vanidad ante el Mensajero! Pero su voz no es ya la de aquel que siempre obtiene todo sin rogar nunca.

Sus obsecraciones, rechazadas por las Siete Llamas de la explanada, vuelven a caer a su lado, poblando el aire, tristemente, de larvas y de fantasmas. Su aspecto actual anuncia que él ha nacido en edades más antiguas que la de su nacimiento terrestre. Pone en su frente un faldón del manto del Rey de Israel y, abandonando su voluntad al oscuro Destino:

—¡Elle! —invoca—, si el rayo, al golpear tus ojos, no es más que una luz cualquiera, alza, con tus imperecederos dedos, los párpados del Rey!…

Como antaño, bajo las bóvedas de Endor, cuando su madre, Holda, desde el trípode de las evocaciones, gritó las fórmulas que hicieron surgir, ante la muralla, la sombra de Shemuel.

* * *

Sin embargo, Salomón, tras haber abierto sus largos párpados, observaba en silencio al Genio de los Valles futuros.

Pero no era el rostro del Rey hacia donde se dirigían los fijos ojos del Ángel, relucientes como flechas que vuelan en el sol.

El Enviado miraba a Helcias con el ansioso temblor de una misteriosa sorpresa: parecía como si el Misael, dudando en acercarse al viejo, meditase, por vez primera, desde siempre, acerca de la orden que SE le había dado.

Es por lo que la frente del Rey se cubrió de nubes por encima del viejo Iniciado, igual que, mil años más tarde y a esa misma hora, la estrella de Ephrata sobre una Judea sangrante, la noche de los Inocentes.

Sin fuerzas, ni siquiera para prosternarse, loco bajo la mirada invisiblemente tórrida que quemaba su vida sin liberar su alma, el Gran Mediador exclamó:

—¡Posteridad de David, escóndeme de esos dos ojos!

Y como el silencio del Maestro de los Prodigios pareciera significar:

—¿Dónde puede el Hombre huir de la presencia de Azrael?

Helcias, reuniendo sus más antiguos recuerdos, extendió las manos hacia el Rey y murmuró suplicante:

Hay, en los anchos y oscuros bosques, junto a las riberas del Éufrates, un devastado claro donde, durante la primera noche del mundo, se escondió la Serpiente.

El Rey, adivinando el oscuro pensamiento del anciano, le tocó su frente con su constelado anillo:

—¡Vete!… —dijo.

Helcias desapareció en un resplandor.

* * *

Entonces Salomón descendió de su trono y caminó hacia Azrael.

Y su túnica de piedras preciosas se arrastraba sobre el abigarrado pelaje de los agachados linces, sobre las lívidas espadas de los soldados acostados. Él avanzaba en la desmesurada Sala donde parecían dormitar recuerdos de siglos pasados, a través de los grupos de blancas esposas de antaño y de las hábiles negras en la ciencia de los prestigios, aplastando las guirnaldas marchitas por las llamas de las antorchas, apenas sostenidas por los hundidos brazos de las estatuas.

Y la alta figura del Rey profeta, del Esposo del Cantar de los Cantares, aparecía, radiante y azulada, en medio de los amargos olores que humeaban alrededor de los incensarios.

Cuando por fin el Rey llegó a los límites de la Sala, entró en el solitario atrio donde brillaba, con una sonrisa de niño, el taciturno Cherub.

El Rey fue a apoyarse, con tristeza, en las ruinas de la columna rota por el rayo; observó durante
largo tiempo a Azrael. Por debajo de las dos presencias, el viento, que habla acudido con presteza de los mares y de las montañas, agitaba convulsivamente los fatídicos ramos del Jardín de los Olivos.

Y Salomón:

—¡Inefable Azrael! ¡Mis ojos están cansados del Universo! ¡Mi alma tiene sed de la sombra de tus alas!

La voz del moroso Arcángel, mil veces más melodiosa que la de las vírgenes del cielo, vibró en el espíritu de Salomón.

—¡En nombre de Quien fue engendrado antes de la Luz y será el despertar de aquellos que duermen, serena tu alma! La Hora de Dios aún no ha llegado para ti.

* * *

Entonces, la preocupación por la prolongación de aquél exilio, en el que el Mago, cautivo de la Razón, antes de unirse a la Ley de los Seres, debía destruir la sombra que proyectaba en la Vida, pasó por el alma del Rey.

La Estrella de los pastores, por entre los cabellos del Eclesiastés, brillaba en el infinito. Silencioso, bajó sus ojos hacia las colinas de la hija de Sión, dormida a sus pies…

—¿Qué amargo soplo te ha traído hasta nosotros?… —dijo el Predestinado.

La forma de la Visión se desvanecía ya en el espacio; una lejana voz llegó a Salomón; él oyó estas terribles palabras que traslucían la Divina Presencia:

—Oh Rey! —cantaba al fondo de las noches el melancólico Azrael—, a través del tiempo y de las esferas, yo he sentido el piadoso abandono de tu pensamiento y, con el misterioso olvido de una Orden de Muy Alto, he querido saludarte, ¡oh tú, Bien Amado del Cielo!… Pero, bajo tu pacífica mano se escondía aún el anciano confidente de tu obra de luz, Helcias, el Intercesor. Yo percibí entonces lo Inesperado. ¡No era aquí donde yo había recibido la orden de liberarlo del Universo! Y comprendí que el Todopoderoso me invitaba a acordarme, por la gracia de ese primer extrañamiento, y a ir, por fin —según la Orden ya prescrita—, según la Orden cuyo cumplimiento mi santa visita había diferido, a buscar a ese hombre por su verdadero nombre, en esos anchos y profundos bosques, en las riberas del Éufrates, en ese devastado claro donde, durante la primera noche del mundo, se escondió la Serpiente.