Maryelle

A la señora baronesa de la Salle

Acerca tu boca, dijo ella, mis labios tienen el sabor de un fruto que se fundiría en tu corazón.

Gustave Flaubert, Las tentaciones de San Antonio.

Su desaparición de Mabille, su nuevo aspecto, la discreta elegancia de sus sombríos tocados, sus aires, en fin, de noli me tangere, unidos a ciertas reticencias que desde entonces empleaban sus favoritos al hablar de ella, todo lo relativo a esa seductora joven, célebre antaño, me intrigaba un poco en aquellas cenas donde su fino y hermoso parloteo galvanizaba incluso a los más morosos príncipes de la Gomme, y a quien deseo llamar Maryelle.

Ya que toda semblanza de pudor no es, a veces, para las mujeres ultragalantes más que una última depravación, decidí, puesto que estaba desocupado, profundizar en tal enigma.

Sí, por un legítimo aburrimiento, por una de esas frivolidades de que es capaz cualquier filósofo en sus horas libres (y que no hay que apresurarse a censurar desmedidamente), tomé la decisión de investigar, en cuanto tuviera ocasión, hasta qué grado de la epidermis podía haber penetrado en ella esa capa de barniz, sin dudar que con los primeros arañazos de una conversación sabiamente especiada saltarían, al menos, algunas escamas.

Ayer, en la avenida de la Ópera, me encontré con la misteriosa niña, moldeada en seda negra, una rosa rojo sangre en su cintura y un gainsborough sobre su ovalado y fino rostro.

Maryelle cuenta hoy en día veinticinco otoños; sólo un poco pálida, siempre esbelta, excitante, con una belleza de nardo, unida a una distinción de vizcondesa de teatro, y un desconocido encanto en sus ojos.

Entre dos circunstanciales banalidades del momento y encontrándola menos ceremoniosa de lo que me esperaba, la invité sin más preámbulos, a cenar en el Bois, solos los dos, en un molino de cualquier color, para aburrirnos de común acuerdo; los primeros atardeceres de nuestro enervante septiembre coadyuvarían, pensé yo, a sus expansivas confidencias.

Se negó al principio; después, como seducida por mi despreocupado tono de reserva, aceptó. Daban las cinco. Nos fuimos.

El paseo, bajo los ramajes de una de las más desiertas avenidas del Bois, fue silencioso. Maryelle había bajado su velo, temiendo que la vieran, o causarme alguna molestia. El carruaje, según su deseo, iba al paso. No noté nada sorprendente en el semblante de nuestra enigmática amiga, salvo la inusitada atención que dedicó a la puesta de sol.

La cena se mantuvo en un tono tan oficial que, transportado a una cena de familia burguesa en el día de la fiesta del abuelo, no hubiera chocado a nadie. ¡Hablamos, me acuerdo, del… próximo Salón! Ella estaba al tanto, parecía interesarse. En resumen, era absurdo hasta decir basta: ¡es tan divertido jugar al niño bien! Prefiero esto a las cartas.

Para distraerla y atraerla hacia dominios más alegres del espíritu, a los postres, le detallé la aventura de ese vengativo hidalgüelo, que al haber sorprendido (¿a quién?, ¿a que no lo acertáis?) a su mujer, ¡imagínense!, en ligera conversación con su preferido, le hirió mortalmente: luego, mientras éste entregaba su alma, y puesto que la afligida joven se inclinaba, con gran desesperación, sobre el agonizante, pensó (¡extraño refinamiento!) hacer cosquillas en los pies de la esposa infiel para forzarla a que estallase en una carcajada en la agonizante nariz del elegido de su corazón.

Como esta anécdota, plagada de incidentes, hizo sonreír a Maryelle, el hielo se rompió y comenzamos a distraernos algo más.

Cuando nos trajeron los candelabros, el eterno café, las olorosas cajas de La Habana y los cigarrillos rusos, como las ventanas de nuestro reservado daban a unos grandes árboles, yo le dije, mostrándole la Luna que hacía brillar las últimas hojas de oro bruñido:

—Mi querida Maryelle, ¿te acuerdas, vagamente, del otoño pasado?

Ella hizo con la cabeza un movimiento un poco melancólico:

—¡Bah! —respondió ella—. Al invierno siguiente, las hermosas flores de esas dos noches de que me hablas murieron bajo la nieve. Vamos, no intentemos revivir un ramo de sensaciones marchitas, sería esforzarnos en un nulo placer. El capricho voló; ¡es el pájaro azul! Dejemos la jaula abierta, como recuerdo, ¿quieres? Sigamos como amigos.

La hora era encantadora: Maryelle acababa de decir una cosa tan sensata como exquisita; ¿qué hay mejor, después de todo, que una conversación? Ella veía que en ese momento, al menos, yo me preocupaba más de su nueva actitud que de sus queridos abandonos… Sin embargo, yo me creí obligado, por delicadeza, a parecer un poco triste, una simple atención que cualquier hombre bien educado debe siempre y a pesar de todo a una graciosa criatura. Ella me adivinó, sin duda, y la simpática alondra quiso dejarse coger en el espejo. Nos tendimos la mano sonriendo, y eso fue todo.

Y he aquí que, entre dos sorbos de menta blanca, eligiéndome por confidente, tal vez bajo el engañoso pero seguro pretexto de que no soy «como los otros» (lo que en realidad quería decir que deseaba hablar, a cualquier precio, de la íntima preocupación que la ahogaba), Maryelle me narró la siguiente historia, después de haberme arrancado la promesa (que mantengo en este momento) de enmascarar a la heroína (si se me ocurría hablar de ella algún día), bajo la piel de lobo de un impenetrable y gracioso anonimato.

Esta es la historia sin comentarios. Es únicamente su banal manera de ser lo que me ha parecido bastante extraordinario.

El último invierno, en el teatro, Maryelle había sido objeto, parece, de la atención de un joven espectador absolutamente desconocido por todo el París de las calles Blanche y Condorcet.

Sí, un joven de diecisiete o dieciocho años, de aspecto elegante y sencillo, y cuyos gemelos se habían elevado varias veces hacia su palco.

Es preciso deciros que, cuando la bella Maryelle está vestida con un tocado cerrado, cualquier provinciano podrá tomarla siempre por alguna escapada del salón de una moderna mujer de prefecto.

La peligrosa criatura tiene esto a su favor, que no está desprovista ni de ortografía ni de un cierto tacto, gracias al cual ella se transforma según la gente que le habla, y muy rápidamente para poder producir esa ilusión. Una vez iniciado el romance, ella no desentona jamás: rara cualidad.

Esa noche ella se había hecho acompañar por una prendera a la que comunicó en voz baja, desde la primera mirada con los gemelos, la más rigurosa compostura.

De tal manera que, desde el segundo acto, Maryelle parecía, incluso para los ojos más sagaces, una rentista viuda e indiferente, flanqueada por una parienta lejana.

El «señor» era el joven adolescente de apenas diecisiete años: hermosos ojos, un aire crédulo, la inocencia en persona. Un paje. Pero, como el imponente y a la vez misterioso aspecto de la brillante persona emocionase, eso parece, desmedidamente a nuestro joven, éste anduvo errante por los pasillos (sin atreverse, naturalmente); y para decirlo todo, a la salida de la representación, él siguió con su carruaje el humilde landó de las señoras.

Como persona astuta, Maryelle se refugió esa noche en casa de su acompañante. Dieron las oportunas órdenes «por si venían a informarse». Resumiendo, ella se convirtió, en dos tiempos, en la honesta viuda, «de paso por París», de un militar retirado, anciano, condecorado, al cual su interesada familia la había sacrificado a muy temprana edad. En fin, nada faltó, ni siquiera los dos años de viudedad, ni el retrato del difunto, que se lo procurarían fácilmente y de ocasión, si fuese necesario. Es natural que, aun en nuestros días, ese fastidioso remozamiento femenino nunca deje de producir su efecto en las imaginaciones más jóvenes. Sin embargo, Maryelle se mantuvo tal cual, ya que lo mejor suele ser enemigo de lo bueno: más tarde, reflexionarían.

Tras haber alocado, durante la noche, las enfebrecidas ensoñaciones de su joven enamorado, todo sucedió como, con su olfato de galga, nuestra heroína lo había presentido.

Una vez en posesión del nuevo nombre de la dama, el joven provinciano le escribió.

(Maryelle, poniendo su pulgar en la firma, me dio la carta para que la leyese). Debo confesar que el sincero acento de la epístola me sorprendió: seguramente provenía de un joven excesivamente cándido, pero noble. ¡Estaba loco!, ¡pero era exquisito! ¡Ah, el encantador y buen pequeño ser! ¡Un respeto, una timidez irresistibles! El niño entregaba su primer amor tomando a esa extraña joven por la más reservada de las mujeres. Me entristeció pensar en el inevitable desenlace del asunto.

—Se llama Raoul —me dijo ella—; pertenece a una excelente familia de provincias: sus padres, «magistrados muy honorables», le dejarán en buena posición. Viene a París tres veces al mes, escapándose. Hace seis semanas que esto dura.

Maryelle, después de encender un cigarrillo, continuó su historia, como hablándose a sí misma.

Teniendo aspectos abordables, la bella arrepentida no había permanecido insensible a una pasión, tan «gentilmente» expresada. Tras otras dos «cartitas de enternecimiento», un velo se desgarró en ella; su «alma» entrevió la existencia en un día desconocido. Una Marion Delorme se despertó en ese cuerpo sumido hasta entonces en limbos de inconsciencia.

Resumiendo, concretaron una cita.

Parece que el joven estuvo inaudito, loco de alegría, ignorante, ingenuo hasta el delirio. Y sintiéndose por primera, y última vez, amada noblemente, sucedió que la insensata de Maryelle se embaló también y el idilio comenzó.

¡Ella se volvió loca!

¡Oh! ¡No falta nada en la novela! Ni el secreto de cada viaje de Raoul, ni la casita alquilada en un barrio tranquilo, con flores en el balcón que da a un pálido jardín. Allí, resucitada de los «otros», ella disfruta con todas las castidades, todos los abandonos, todas las felicidades «¡ignoradas durante tanto tiempo!». (Y mientras hablaba, unas lágrimas brillaban en las pestañas de la sentimental muchacha).

Raoul es un Romeo que no sabrá nunca, tal vez, el final de su Julieta, porque ella piensa desaparecer algún día. Más tarde.

La otra mujer que había en ella está muerta, según dice; o más bien, para ella, no ha existido nunca. Las mujeres tienen esa cualidad de olvido momentáneo; les dicen a sus recuerdos: «Vuelvan mañana», y ellos obedecen.

Pero, en el fondo, ¿lo que afirman las mujeres de costumbres un poco liberales merece tanta atención como el rumor del viento que canta en las hojas hasta el invierno?

Sin embargo, sus economías se gastaron en amueblar, de una forma delicada y modesta, la casa en cuestión. Raoul no es todavía mayor de edad, ni está en posesión de fortuna alguna. Después de todo, aunque fuese rico, le sería imposible que Maryelle aceptase de él la menor ayuda en dinero; ella tiene miedo del dinero desde que está con ese muchacho. El dinero le recordaría las «otras». ¿Hablarle de ello?, nunca. Ella preferiría morir. Realmente. La desconsideración bastante fuera de lugar, incluso la escasa delicadeza que tiene, en esto, para con el inocente muchacho, está justificada por su amor.

El, creyéndola a gusto, como una mujer de su mundo, no piensa tampoco en nada; dedica sus escasos ingresos a la compra de flores, o de bonitos objetos de arte que puede encontrar, eso es todo. Y es, en efecto, muy natural.

¡Por lo tanto, ellos dos están en las nubes!, ¡es la cándida y pura adoración! ¡Es el sencillo amor, con sus ingenuas ternuras, éxtasis y sus perdidos arrebatos!

Dafnis y Cloe balbucientes serían su exacta semejanza.

En este punto de la narración, Maryelle hizo una pausa; después, elevando sus ojos con una virginal expresión hacia las lejanas nubes, más allá de la ventana abierta a las estrellas:

—Sí —terminó ella—, ¡yo le soy fiel! Y nada, ¡nada!, así lo siento, ¡me hará dejar de serio! ¡Sí, ANTES ME MATARÍA! —murmuró con una fría energía, enrojeciendo de pudor ante la sola idea de una imaginaria infidelidad.

—¡Eh!… —le respondí alzando la cabeza y ligeramente estupefacto ante tal confesión—, pero… ¿Y Georges, y Gaston d'Al?…, pero ¿y el bello Aurelio?, ¿y Francis X…? Me parecía que… ¿eh?

Maryelle estalló en una fresca carcajada con notas de oro y de cristal.

—¡Amables bromistas! —exclamó de pronto sin transición—. ¡Ah!, son los obligados impertinentes, ¡fea fiesta entonces! ¿Ellos?, ¡bien!… Cierto… (Y encogió desdeñosamente los hombros). ¿Es culpa mía si hay que vivir bien? —añadió.

—Comprendo: ¿le eres fiel… en pensamiento?

—¡En pensamiento y en sensaciones! —exclamó de nuevo Maryelle, con un movimiento de revuelto armiño.

Se hizo un silencio.

—Querido —continuó ella con una de esas extrañas miradas femeninas en las que escasos espíritus pueden leer—, ¡si supieras hasta qué punto mi historia es, en esto al menos, la de todas las mujeres! ¡Es tan fácil no profanar el tesoro de alegrías que sólo pertenecen al amor, el divino sentimiento que ese joven y yo compartimos!… ¿El resto? ¿Y qué nos importa? ¿Tiene algo que ver con el corazón? ¿Con el placer? ¿Tiene algo que ver con el aburrimiento mismo…? En realidad, mi querido poeta, eso de lo que quieres hablar es menos que un sueño y no significa nada.

Las mujeres tienen una manera de pronunciar la palabra sueño y la palabra poeta que sería para morirse de risa si hubiera tiempo para ello.

—Por lo tanto —acabó—, tengo derecho a decir que soy incapaz de engañarle.

—Ah!, eso, mi querida Maryelle —le respondí bromeando—, sin pretender que lo convenido de muchos favores me sea ininteligible, sea cual sea mi modestia, aunque no tengo deseos de acariciar ninguna quimera, ¿me autorizarías a JURAR que yo mismo, en realidad, sólo he estrechado entre mis brazos a tu fantasma?

Ante esta loca pregunta, sugerida, tal vez, por alguna sensible contrariedad, y al haberla vuelto, verdaderamente, muy apetitosa la animación de su relato, ella se acodó en el borde de la mesa, melancólicamente: la punta de sus pálidos y finos dedos rozaba sus cabellos; ella miraba cómo ardía una de las velas por entre sus pestañas; luego con una indefinible sonrisa:

—Querido mío —me dijo ella tras un profundo silencio—, me molesta eso que tú me pides; pero, ves, ya nadie es tan pródigo de si mismo, en nuestros días. Y entre otros, ni tú ni yo. ¿Acaso no se prefieren los sucedáneos del amor al amor mismo? ¿No me acabas de dar un ejemplo del malvado sacrilegio… que tú mismo querrías reprocharme? Entre nosotros, ¿no estarías un poco molesto si yo te hubiera amado?… ¿Crees, en serio, que el convenido encanto de un instante —¡tal vez muy solitario, quizás muy poco compartido!— es igual que la fundiente y devoradora alegría del Amor? ¡Qué! ¿Arrancarías, es un suponer, un beso de los labios de una niña dormida y, por ello, la juzgarías culpable de infidelidad a… su novio, por ejemplo? Y encontrándola un día, osarías imaginarte, sin reír, haber sido el rival de aquél… ¡ah!, yo te digo que al no haber sentido ni siquiera el roce de tu beso, ella estaría dispensada, respecto a ti, hasta del olvido. Por más indiferente que en el amor tú seas para mí, puedes creer, sin gran vanidad, que yo he sabido distinguir el placer que ha debido producirme tu simple persona del que me ha causado, también, este bonito diamante que tengo en mi dedo (¡ciertamente, como una simple delicadeza y total apariencia de recuerdo, lo concedo!), pero hablando francamente, qué pobre chica, galante de oficio, te satisfacía como tu muy humilde servidora Maryelle. En cuanto a lo demás, a lo que yo pueda haberte concedido por alegría o por indolencia, esa es una ilusión que ya se ha desvanecido, porque el brillante polvillo de las alas de una mariposa siempre acaba desapareciendo a causa de unos dedos demasiado crueles, que intentaban atraparla de nuevo.

»Querido, no esperes persuadirme de que sólo has conocido del amor unos vanos abandonos mezclados con tristes y necesarias segundas intenciones. ¿Me preguntas si siempre has abrazado mi fantasma? —concluyó la hermosa sonriente—: pues bien, permíteme responder que tu pregunta sería, al menos, indiscreta e inconveniente (esa es la palabra, ¿sabes?) si no fuera absurda. Porque eso no te concierne.

—¡Vete en seguida a reunirte con tu Raoul, miserable! —exclamé furioso—. ¿Habráse visto la impertinente? Pretendo consolarme intentando escribir tu ridícula historia. ¡Eres de una fidelidad… a toda prueba!

—¡No olvides el seudónimo! —dijo Maryelle riéndose.

Ella se puso su sombrero con velo, su larga capa, se abstuvo de besarme, en una última muestra de respeto a las costumbres, y desapareció.

Solo, me apoyé en el balcón, viendo cómo se alejaba bajo los árboles de la avenida el carruaje que llevaba a la enamorada hacia su amor.

—¡Ahí va, seguro, una nueva Lucrecia! —pensé.

La hierba, brillante por el aguacero nocturno, lucía bajo la ventana: allí arrojé, por educación, mi apagado cigarro.