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Barcelona, 9 de septiembre de 2002

Gonzalo comprobó una vez más la dirección que constaba en la tarjeta que Luisa le había conseguido:

Tania Ajmátova, fotógrafa. Calle Molino Nuevo, 12, bajos.

Sin embargo, lo que tenía delante no era un estudio de fotografía, sino una librería más bien modesta. Librería Karamázov se podía leer en el frontal del toldo desgastado.

Pese a la apariencia discreta desde el escaparate, el espacio interior era amplio y luminoso, con una isleta central donde se mostraban en pequeñas pilas las últimas novedades editoriales. Algunos títulos, pocos, tenían en la solapa una tarjetita azul que ponía «recomendación de la librería». A la derecha estaba el mostrador con la caja registradora y detrás una pequeña zona dedicada a la venta de objetos de papelería. El resto del habitáculo, en forma de pasillo con una zona más amplia al fondo y una escalera de madera que subía a un segundo piso, estaba forrado con baldas pintadas de blanco repletas de libros. La zona más espaciosa estaba dedicada por entero a la literatura rusa de los siglos XIX y XX, con los tomos primorosamente ordenados por tamaños, ediciones, autores y temática. En una de las paredes colgaba una enorme litografía de Dostoyevski. Repartidos estratégicamente había varios sillones pequeños y mesitas bajeras de mimbre con flores y revistas literarias. Olía a limpieza y a orden. Por toda la librería sonaba con un volumen bajo Una noche en el Monte Pelado, de Músorgski, mezcla estridente y ácida de música popular y virtuosismo de cámara.

Unos zapatos de tacón bajo de color rojo aparecieron en la escalera del fondo del pasillo. Le siguieron unos tobillos muy blancos surcados por diminutas venas azuladas y los volantes cantarines de una falda amplia con colores anaranjados. Una mano con grandes y llamativas pulseras de colores resbaló sobre el pasamano de la escalera. Los dedos eran de pianista, pero tenía las uñas demasiado largas para ese afán.

—¿Puedo ayudarle?

Gonzalo examinó con asombro a la anciana que se detuvo en el último escalón, inclinando levemente la espalda hacia él para salvar el voladizo del falso techo. Era enjuta, no pequeña, sino más bien un cuerpo recogido sobre sí mismo, recogido con paciencia en una blusa vaporosa de color blanco, a juego con su piel coloreada con un suave maquillaje, y sus ojos de un azul líquido, casi gris, escondido detrás de unas modernas gafas sujetas con una cordoncito de cuero. El pelo, de color muy blanco, corto, con un elegante flequillo en forma de onda encrespada, brillaba como una sonrisa. Podía tener cien años y sin embargo, daba la impresión de acabar de llegar al mundo. Gonzalo experimentó una sensación de cálida familiaridad, de tardes sentado frente a una chimenea con un té en la mano, degustando con los ojos cerrados los compases de Músorgski o la lectura de Chéjov.

—Busco el estudio de fotografía de Tania Ajmátova, pero debo de haberme equivocado.

La anciana se acercó con un movimiento ligero, los hombros muy juntos, como si sintiera una corriente de frío permanente en la espalda y se quedó mirando al recién llegado de manera inquisitiva, con un lejano reconocimiento, una invitación a sentarse en uno de los pequeños sillones y contarle la propia vida. Era esa clase de personas con las que uno cree que no puede suceder nada malo.

La sensación de que conocía a aquella anciana, de que la atmósfera que la rodeaba, más bien, le era muy familiar no desapareció. Al contrario, se hizo más potente al oler su suave fragancia de jazmín, al escuchar el suave frisar de su falda.

—¿Por qué piensa que se ha equivocado? ¿No es eso lo que pone su tarjeta?

El comentario de la anciana desconcertó a Gonzalo tanto como su risita breve. Daba la impresión de que se burlaba discretamente de él, o tal vez sólo se reía de un pequeño chiste privado que él no alcanzaba a entender.

—¿Ella le espera?

Gonzalo dijo que no. La risita traviesa de la anciana se repitió. Las arrugas de su cara tomaban una forma irresistible al hacerlo. Debió de ser una belleza asombrosa, y en cierto modo, todavía lo era.

—El estudio de Tania está arriba. Suba usted, si ve la luz roja de la puerta encendida, llame primero, y espere. A Tania no le gustan las visitas inesperadas.

La luz estaba en rojo. Gonzalo llamó a la puerta y esperó. Al cabo de un par de minutos escuchó pasos y la puerta se abrió. Tania parpadeó como si acabase de salir de un lugar en penumbra y el sol en la cara la hubiese cegado momentáneamente.

—El lector de Mayakovski —dijo, tras reponerse.

Gonzalo asintió. Y de repente vio el extraordinario parecido con la anciana. Sólo era necesario un salto imaginario de, quizá, treinta o cuarenta años para darse cuenta de que Tania terminaría siendo idéntica. ¿Quizá era su hija? ¿Su nieta?

—Mi secretaria me dio tu tarjeta —dijo a modo de torpe saludo.

Después de visionar la cinta de seguridad del edificio había pensado cómo iba a afrontar aquella entrevista, qué iba a decir, qué iba a hacer. Lo había estudiado al milímetro, pero no se le había pasado por la cabeza que iba a tragar saliva como un adolescente nervioso e intimidado, ni que iba a quedarse con aquella estúpida tarjeta temblando entre los dedos.

—Ya veo —dijo Tania, mirando la tarjeta con aire aburrido. Había estado fumando recientemente, le acompañaba el olor de cigarrillo rubio. Quizá también había estado bebiendo, no mucho, pero algo fuerte. Tenía un leve enrojecimiento en los ojos. Sueño, tal vez un poco de cansancio, o un disgusto que la había hecho llorar hacía poco. Se acarició el tatuaje de la mariposa posada en la nuca y movió levemente el cuello como si estuviera contracturado. El vuelo de los dedos, finos con sortijas de bisutería, acrecentó la impresión de parecido con la anciana.

—¿Quieres una sesión de fotos? —La pregunta llevaba implícita la negativa. Ni siquiera yo podría mejorar tu aspecto con ese traje y ese corte de pelo, parecía decir.

—En realidad —titubeó Gonzalo—, esperaba que pudiéramos hablar de lo que ocurrió en el aparcamiento el día que me agredieron. Supongo que, en primer lugar, debería darte las gracias.

Tania frunció una ceja perfectamente perfilada y torció los labios, como si se hubiese pinchado con una espina en un dedo.

—Y después de eso, me gustaría preguntarte por qué te marchaste antes de que llegase la policía.

Los ojos de Tania se fijaron en el suelo, pensativa. No se mostró sorprendida, como si, de alguna manera, comprendiera que era inevitable que él estuviera allí, o como si lo hubiera deseado pero no todavía, como si aún no estuviese preparada. Chasqueó los labios y remontó la mirada hasta el rostro expectante de Gonzalo.

—Me apetece una cerveza, ¿a ti no?

El Flight apenas tenía clientes. Era un pequeño bar que quedaba bajo el nivel de la calle. Tenía las paredes de ladrillo rojo, cavadas en la misma muralla romana del casco antiguo. La iluminación cenital creaba islas de intimidad detrás de los soportes de las columnas que el diseñador del local había tenido que respetar. A Gonzalo le llamaron la atención los recortes enmarcados de periódicos en ruso de la época de la segunda guerra mundial y las fotografías de héroes y soldados que colgaban por todas partes, algunas anónimas, pequeñas escenas de campos de batalla, aeródromos, piezas de artillería con los artilleros posando, aviadores abrazados a sonrientes muchachas, y otras de coroneles y generales famosos del Ejército Rojo. También había un gran retrato de Stalin pintado al óleo con su uniforme de mariscal. El contraste con el mobiliario moderno y con el pequeño escenario del fondo creaba un conjunto bastante desconcertante pero agradable.

Tania no necesitó pedir. El dueño se acercó con dos cervezas y una tapa de patatas fritas. Era un anciano, debía de tener más de ochenta años, pero conservaba una especie de juventud rosada en la expresión y unos bonitos ojos azules que palpitaban con bondad. Besó con calidez a Tania en las mejillas y se quedó mirando un buen rato a Gonzalo, al que le dedicó una breve sonrisa.

—¿Un mal día? —le preguntó, señalando las marcas de su cara que ya iban remitiendo. Tenía un acento rudo, masticaba las palabras y las dejaba escapar en un español espeso.

—No peor que otros.

El anciano y Tania intercambiaron una mirada. Ella se encogió de hombros y el anciano se alejó con una bayeta en el hombro.

—Sólo quería ser amable contigo —reprendió Tania a Gonzalo.

No fue algo que tuviera que ver con la higiene, pero su piel desprendía un sudor rancio y apestaba a manteca de cerdo.

—Lo siento… ¿Por qué huele así?

Tania sonrió. Con el tiempo había aprendido a tolerar ese olor sin tener que apartar la cara.

—Es por el miedo —dijo en voz baja.

Gonzalo miró a la joven sin comprender.

—Pasó muchos años en campos de prisioneros. Combatió contra las tropas de Hitler que invadieron Bielorrusia, y cayó prisionero en la primera ofensiva de la guerra, lo deportaron a un campo cerca de Varsovia, y cuando el Ejército Rojo lo liberó en 1945, fue condenado por traición y enviado a un gulag de Siberia. Según las autoridades rusas, no luchó con suficiente ahínco. Que estuviera vivo era la prueba irrefutable de su cobardía. Estuvo en Siberia once años. Desde entonces, huele así. A terror. Se le metió en los poros de la piel y todavía lo está exudando.

—¿Y toda esta decoración que exalta al Ejército Rojo? ¿Y ese retrato de Stalin? ¿No debería odiar todo eso?

Tania miró con cariño al anciano, que atendía a un par de chicos en la barra. Tal vez la vida le había jugado unas cuantas malas pasadas, pero lo compensaba con una sonrisa bonachona de oreja a oreja y una pulcritud irreprochable en su apariencia. Destilaba esa bondad natural de las personas que prefieren ver el lado optimista de las cosas a modo de defensa.

—Necesita creer que todo lo que le ocurrió tenía sentido. Él era comisario político, ¿entiendes? Incluso cuando estuvo en Siberia se negó a renegar de su pasado. Eso habría sido como renegar de su propia existencia. No encontrarás un comunista más fervoroso que Vasili Velichko, te lo aseguro.

—¿De qué le conoces?

—Es un viejo amigo de mi madre. Para mí es como si fuera mi tío.

—¿La anciana de la librería es tu madre?

Tania lo miró largamente, antes de asentir. Aquella mirada penetró hasta muy adentro de Gonzalo, lo agarró del corazón y le obligó a palpitar con más fuerza. Hasta que decidió soltarlo.

—Yo tendría cuidado con llamarla anciana. Todavía puede darte un par de buenas bofetadas.

Gonzalo sonrió.

—Me gusta su librería.

—Le gustará saberlo. Y también que te gusta Mayakovski. Es su poeta preferido, ella me enseñó a leerlo —dijo, señalándole una imagen colgada sobre su hombro.

Gonzalo concentró la mirada en la luz vítrea que iluminaba esa fotografía de medio cuerpo. Era él, Mayakovski, poco antes de pegarse un tiro en la cabeza y dejar inconcluso su último poema. Gonzalo sintió una profunda emoción que le recorrió como un calambre el cuerpo. Vio a Laura sentada en el suelo de la cocina con el libro abierto, declamando sus versos en ruso bajo la atención de su madre, que no dudaba en corregirla si se equivocaba.

Ese recuerdo le hizo volver a la razón que lo había traído hasta aquí.

—¿Por qué te marchaste sin esperar a que llegase la policía? —preguntó, volviendo al asunto de la grabación.

Tania chasqueó los labios. Gonzalo observó las maniobras intentando despegar la etiqueta de su botellín de cerveza.

—De modo que eres de esos que siempre ve una intención oculta en los demás. —Lo miró con otros ojos, con un poco de esperanza.

—He visto la grabación… Entera. Toda la secuencia.

—Fue una casualidad afortunada que recogiera el coche en aquel momento —reconoció ella.

Gonzalo la miró aún un poco más, preguntándose por qué razón unas personas nos resultan más atractivas que otras. Tal vez era cuestión de pieles, eso que llamaban química, pero Tania no le había tocado, ni siquiera se habían rozado un solo instante, y sin embargo sentía el cuerpo lleno de electricidad. Algunas veces había fantaseado durante algún tiempo con alguna de las clientas ocasionales, una camarera, una actriz de cine, incluso con una conocida del barrio que solía encontrarse en el quiosco de prensa por las mañanas, pero se le pasaba pronto y nunca había sopesado la posibilidad real de ser infiel a Lola. Ninguna había despertado hasta entonces una atracción real, un deseo concreto de materializarse. Quizá había estado esperando encontrar una que no se convirtiera en una mortaja de dudas y remordimientos. Y aquella mujer estaba delante de él, mintiéndole sin pestañear.

—Hacía mucho rato que estabas allí. Rebobiné la cinta y vi cuándo apareciste.

Tania asumió con naturalidad y desparpajo la situación. Debería haber previsto que en el aparcamiento habría una cámara de seguridad, pero no lo había hecho. En parte, pensó, todo aquello la aliviaba.

—No sé si te conviene seguir con esta conversación —dijo, recordando la advertencia de su madre.

—Deja que eso lo decida yo.

Tania se encogió de hombros.

—Sentí curiosidad por ti desde el día que nos vimos en el balcón; tu comentario sobre Mayakovski y esa manera como ausente de mirar hacia la calle me gustaron. Cuando bajé aquel día al aparcamiento reconocí tu coche y sentí el impulso de acercarme a tus cosas. La gente deja en los coches partes de sí mismos que hablan por ellos: un libro, un compacto, unas monedas en el cenicero y un paquete de cigarrillos escondido bajo el asiento del conductor.

Gonzalo se preguntó qué clase de mensaje enviaban sobre él ese tipo de cosas, cómo le percibía Tania. Ella no pensaba decírselo, y por ahora, él no iba a preguntarle cómo sabía que el todoterreno aparcado era suyo.

—En el momento que me agredió Atxaga, yo llevaba encima una bolsa con un ordenador portátil o acababa de dejarlo en el coche un segundo antes, no lo recuerdo bien. El caso es que ese ordenador es muy importante para mí y ha desaparecido. Cuando llegó la policía ya no estaba.

Tania apuró la cerveza, sopesando si valía la pena pedir otra o dar pronto por acabada aquella conversación. Las alas de mariposa tatuadas en su cuello parecían batirse para un lento despegue. Gonzalo tuvo la sensación de que ella le observaba del mismo modo que lo había hecho la anciana de la librería, como si encontrara algo risible en él.

—Podría decirse que te he salvado la vida y de manera más o menos zafia me acusas de ladrona. Bonita forma de dar las gracias. Si has visto la grabación, ya tienes la respuesta.

Gonzalo había revisado cada fotograma de la grabación, efectivamente, lo había hecho obsesivamente en busca del ordenador. Después de que Atxaga se diese a la fuga ella había tratado de auxiliarle, tapándole la herida con una mano y llamando por teléfono con la otra. Había permanecido a su lado hasta que aparecieron los resplandores de las luces de emergencia de la ambulancia. En ese momento se había escabullido discretamente. Pero la mayor parte de imágenes eran confusas y se desarrollaban en un ángulo que la cámara sólo captaba parcialmente, buena parte del encuadre quedaba a oscuras o fuera de la escena.

—No te acuso de nada, claro que no. Sólo me preguntaba si viste a alguien más en el aparcamiento.

Tania entornó los párpados. Un horizonte hacia poniente, eso pensó Gonzalo. Inesperadamente, ella se puso en pie.

—Ya es tarde y tengo cosas que hacer.

Gonzalo se levantó a su vez.

—No era mi intención ofenderte.

Tania le dedicó una mirada casi comprensiva. Tenía la teoría de que ciertas personas se encontraban en espacios que no les correspondían, como si hubieran ido a parar por error a vidas que no eran suyas. Y Gonzalo le parecía de esas personas. Quiso acompañarla fuera pero ella le dijo que esos gestos galantes no le impresionaban mucho.

—Quédate y apura tu cerveza.

Gonzalo la vio salir con su pelo revuelto, el cuello tatuado erguido, su cuerpo cimbreándose bajo la ropa, como si aquella naturaleza no aceptase ser comprimida de ninguna de las maneras. Tuvo la certeza de que Tania le mentía, o no le decía toda la verdad. Y también supo que no le importaba. Sólo quería volver a verla.

Tardó unos minutos en darse cuenta de que el dueño del Flight le estaba observando atentamente.

Los permisos estaban en regla, los visados, la contratación de un guía local, los hoteles y las rutas. Un viaje de veinticinco días atravesando tres países africanos con un grupo de doce turistas requería una organización compleja, pero Carlos había hecho un buen trabajo. El joven estaba satisfecho y Lola lo examinaba discretamente mientras él le mostraba sobre un mapa extendido en la mesa de la agencia los itinerarios posibles. Se le iluminaba el rostro de facciones marcadas explicando con todo lujo de detalles los atractivos turísticos que podían encontrar. Con un punto de malicia, Lola se dijo que sin duda él sería uno de esos atractivos para alguna de las clientas que ya habían contratado el viaje. No le costaba demasiado dejar volar la imaginación.

—Has hecho un trabajo magnífico —dijo, acariciando el hombro del joven y dejando la mano allí un segundo más de lo necesario, al calor de esa escena que acababa de imaginar. La mirada de Carlos fue significativa. Tanto, que Lola retiró la mano un poco sonrojada.

«¿A qué estás jugando?», se preguntó. Su vida era un caos, y ella se dedicaba a tontear sin más objeto que distraerse de lo que la angustiaba con un joven que ya le había demostrado con subterfugios más que evidentes (miradas, simpatías fuera de lugar, comentarios que escondían una invitación) que él estaba dispuesto a ir un poco más lejos si ella se lo pedía.

—¿Cómo van las cosas en casa? —preguntó Carlos con una gravedad que no sentía.

Lola había cometido la estupidez de desahogarse con él y ahora, cuando él le preguntaba, se sentía incómoda. Había caído en esa trampa de la autocomplacencia y el victimismo que tanto despreciaba en otras mujeres, ese rol no escrito para las mujeres de su edad, según el cual la práctica debe ser a rey muerto, rey puesto, y cuantos más sustitutos mejor. Pero ella no era así, se repitió, enfadada consigo misma. No necesitaba consuelo de un jovencito, ni su comprensión. Tenía problemas y podía solucionarlos, eso era todo. Y sin embargo, unos días después de que Gonzalo se marchara de casa, Carlos la había invitado a almorzar para ultimar los preparativos del viaje, y sin darse cuenta a los postres ella estaba llorando y quejándose amargamente de su vida, enumerando los agravios reales o ficticios que había sufrido durante su matrimonio. Y Carlos le estrechaba la mano, solícito y dispuesto, por encima de la mesa.

—Van bien, gracias por preguntar.

El tono desmedidamente seco, que contrastaba en negativo con el gesto de dejar la mano en su hombro, desconcertó al joven, que no sabía qué lugar ocupar en ese tira y afloja que Lola tenía dentro. Optó por una prudente retirada. Sabía esperar.

—Si necesitas cualquier cosa, ya sabes que puedes contar conmigo.

Lola apenas agradeció el ofrecimiento. De repente le flaqueaba la voluntad. Tenía que romper aquella burbuja ahora mismo. Lo último que necesitaba era meterse entre las piernas de aquel joven.

—¿Qué tal va con Javier? —preguntó como si disparase un tiro a la desesperada. Mencionar a su hijo era una forma de devolver las cosas a un plano lógico, y de recordarse a sí misma y al joven quién era quién.

La expresión de Carlos se ensombreció al captar el mensaje. Se puso a recoger el mapa cuidadosamente.

—Nos vemos poco últimamente.

—¿Sabes si tiene novia o si sale con alguna chica?

Carlos soltó una carcajada por dentro.

—No me consta. ¿Por qué lo preguntas?

—Está muy despistado, ausente, ahora me pide mucho dinero. Quizá para cenas, copas, hoteles…

Javier se había convertido en un estorbo para Carlos. Sus celos y sus escenitas empezaban a cansarle. Ya no le compensaba lo que podía sacarle. Ahora el objetivo de Carlos era otro.

—Somos amigos, espero que no me pidas que me convierta en tu confidente. No me parece justo ir contándole a la madre de un amigo lo que hace por ahí.

Lola se recogió el pelo tras la oreja. Se sentía un poco avergonzada y comprendió que el tono de la conversación estaba hiriendo el orgullo de Carlos.

—No, claro que no. Pero Javier es muy retraído, y estoy segura de que recurriría a ti antes que a mí si tuviese algún problema.

—Llegado el caso te lo haría saber, tranquila.

Lola asintió. Se había esfumado la atmósfera cargada de unos minutos antes y aunque una parte de ella lo agradeció, aliviada, la otra lo lamentó.

Aquella mañana había quedado con Gonzalo para almorzar. Lo había llamado al despacho y había contestado Luisa, su ayudante. No le caía bien aquella joven, siempre al borde de ser demasiado deslenguada y un poco irreverente.

—Le daré su mensaje, ahora está reunido con un cliente.

No era cierto. Pese al nuevo cartel y a los geranios renovados del balcón, la realidad estaba imponiéndose día tras día. Las horas pasaban en silencio, y aunque Gonzalo parecía estar demasiado ocupado con sus cosas, lo cierto era que Luisa había empezado a buscar ofertas de trabajo y a enviar currículos.

Gonzalo no podía reprochárselo. En unas pocas semanas se le acabarían los ahorros y tendrían que cerrar el bufete. Durante los últimos días, su suegro aún había hecho alguna intentona de acercamiento, tratando de hacerle recapacitar. El viejo podía abrir el puño con el que estaba estrangulándole, sólo tenía que dar un paso atrás, reconsiderar la situación. No tenía que tomárselo como una derrota, sino como un signo de inteligencia: rectificar es de sabios. Pero la sabiduría no era el fuerte de Gonzalo Gil.

Con ese estado de ánimo encontrado y hosco se sentaron a la mesa Lola y Gonzalo. Apenas hacía unos días que estaban separados pero la distancia se había hecho sideral. Les costaba mirarse, encontrar hilos de conversación más allá de las típicas preguntas sobre los niños y las típicas respuestas. En sus cabezas gravitaban demasiadas cosas, patentes entre ambos aunque no las manifestaran, y eso entorpecía lastimosamente cualquier intentona de acercamiento.

—Este fin de semana mi padre quiere llevar a Javier y a Patricia a la finca de Cáceres. Puede que yo aproveche para tomarme un descanso. Podríamos ir juntos a alguna parte, coger una habitación en aquel hotelito de S’Agaró.

Gonzalo ni siquiera la escuchaba. Su atención se centró en el hombre sentado a una de las mesas del fondo. Había entrado con Lola y se había retirado discretamente, pero no apartaba la vista de la puerta. Era uno de los hombres de Alcázar que pagaba su suegro para proteger a su familia. Eso le hizo sentirse mejor, saber que al menos ellos estaban a salvo. En cuanto a él, el viejo le había retirado la protección apenas salió del hospital. De tanto en tanto, Alcázar se pasaba a verlo, le comentaba cómo iba la búsqueda de Atxaga (sin resultados) y se interesaba por él, pero no demasiado. En realidad, el exinspector sólo se acercaba para tantearle sobre el asunto de la Matrioshka, y para sonsacarle información. Desde la última conversación que habían mantenido, cuando Gonzalo sugirió que tenía pruebas para reabrir el caso de Laura, el inspector se mostraba inquieto. Gonzalo sospechaba que las pesquisas para dar con Atxaga se acelerarían considerablemente en el momento en el que se decidiera a colaborar con él.

—¿Cómo hemos llegado a esto? —murmuró con una mirada oblicua, observando la extraña presencia de aquel guardaespaldas.

Una hora más tarde, Gonzalo seguía haciéndose la misma pregunta en su apartamento de alquiler, sin comprender exactamente lo que había sucedido después de pronunciar esa frase, lanzada al vacío como una sonda en busca de vida. Lola le había estrechado la mano con fuerza, repitiendo los mismos argumentos de las últimas semanas. Podían volver a empezar, tenían dos hijos maravillosos, y ellos todavía se querían. Ella le quería, enfatizó con una desesperación conmovedora. Fue en ese instante, en ese modo de apretujarle los dedos, observando sus uñas pintadas de un rojo intenso, cuando Gonzalo se dio cuenta de que ya no podía más. Sacó del bolsillo el paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Durante unos segundos observó cómo la llama del fósforo se consumía entre sus dedos. Luego alzó la mirada y vio el rostro descompuesto de Lola, su creciente desconcierto.

—¿Qué estás haciendo? Me prometiste que lo habías dejado.

Una declaración de intenciones, un gesto de rebeldía infantil que no dejaba opción a retroceder. Eso estaba haciendo al lanzar la primera bocanada de humo. Y entonces se lo dijo. Detalló con frialdad hiriente lo que vio aquella tarde de hacía dieciocho años, refirió uno por uno los nimios detalles que había revivido una y otra vez.

—Sé que yo no engendré a Javier. Te quedaste embarazada de aquel tipo, no sé cuánto duró, ni si fue sólo esa vez, pero eso no importa. Esperé mucho tiempo a que me lo dijeras, casi tanto como lo que he tardado en reunir el valor para decirte lo que te digo ahora. Lo sé todo, Lola. Lo supe desde el instante en que vi a Javier en la incubadora.

Lola se quedó muy quieta, como muerta, observando con asombro las ondas de humo del cigarrillo. Y entonces hizo algo insólito: cogió el pitillo de manos de Gonzalo y le dio una larga, profunda y experta calada, cerrando los ojos.

—¿Y qué vamos a hacer con lo que sabemos? —dijo.

Todavía le dolía esa expresión, desnuda por primera vez de todas las máscaras, su mirada directa, sin tapujos. Desnuda e inmisericorde. No pedía perdón, no se excusaba. Simplemente le había arrebatado el pitillo y compartía con él la aceptación de que las mentiras se habían acabado. «Muy bien, —le decían aquellos ojos, aquel gesto de la mano desmayado con el pitillo entre los dedos—: tú has roto la baraja, no yo. ¿Y qué viene ahora?».

Gonzalo se había levantado de la mesa como si la persona que lo observaba fuera una impostora.

—No lo sé, Lola.

La evidencia de sus palabras seguía allí, pero era como si nada de aquello estuviera sucediendo realmente. En el salón a medio amueblar sonaba el saxofón de Charlie Parker: Perdidos. Liberado de su compromiso, se había fumado media cajetilla de cigarrillos. Había comprado en el colmado una botella de ginebra y unas tónicas. El chino que regentaba el local creyó no haberle entendido. Él no fumaba, él no bebía. Era el abogado Gonzalo Gil, que siempre se comportaba como se esperaba que lo hiciera y que pusiera cara de sorpresa en las fiestas de cumpleaños. El chino le entregó la botella con el pesimismo de quien contempla en primera fila cómo se desmorona la civilización.

—Tienes un aspecto lamentable y apestas a alcohol barato.

Gonzalo conducía despacio, parapetado tras unas gafas de sol oscuras. No se había afeitado y por primera vez en muchos años se había presentado en la residencia sin corbata.

—Tú estás estupenda, mamá.

Como cada domingo, aparcó frente a la floristería y dejó que su madre se peleara con la dependienta eligiendo las flores que iban a llevar a la tumba del lago. Tenía una fuerte resaca y lo último que recordaba de la noche anterior era que había vomitado camino del lavabo, dejándolo todo perdido. Tenía la vaga impresión de que se había quedado mucho tiempo sentado en el suelo llorando y acariciando el portarretrato de Irina mientras el saxo de Parker le invitaba a sentirse una mierda. El despertador lo había sorprendido al amanecer tumbado en el suelo con dolor en las cervicales y un hedor espantoso en la ropa. Un espectáculo patético.

—¿Se puede saber qué te pasa?

Su madre había elegido unas flores distintas esta vez: alegrías africanas, tenían unas hojas muy vívidas con colores exuberantes y un olor dulzón. El nombre le hizo pensar en Siaka y en aquellas historias que le contaba de su tierra cuando iba a verlo en el hotel donde se escondía el joven. Contra todo pronóstico, no había escapado después de que el ordenador desapareciera, y aunque procuraba no dejarse ver demasiado fuera del hotel, mostraba un optimismo que Gonzalo no alcanzaba a comprender. Le había contado su entrevista con el fiscal y lo que éste le advirtió: sin pruebas no hay caso, y las pruebas estaban en ese ordenador.

—Lo encontrarás, ya verás.

Él no era tan optimista.

—¿Gonzalo…?

Miró de soslayo a su madre. Se había puesto el vestido negro y se había recogido el pelo con horquillas. Olía a jabón de manos y a colonia fresca. A Gonzalo le pareció que el único signo inquebrantable de su vejez estaba en las arrugas que le nacían tras los lóbulos descolgados de las orejas, que había adornado con dos perlitas de bisutería.

—He conocido a una chica. Se llama Tania, y es rusa. Vi un momento a su madre y tuve la sensación de que la conocía. En cierto modo, ahora me estabas recordando a ella.

—Los viejos nos volvemos borrosos, se pierden los matices y terminamos pareciéndonos. Deberías ver a la gente con la que convivo en la residencia. Los mismos achaques, las mismas miradas y las mismas conversaciones. Nos enseñamos las pastillas y las recetas como si fuera un intercambio de cromos.

Esperanza estaba de buen humor, la presencia de la muerte la había despejado aquella mañana, recordándole que ella estaba también en la lista de espera. Eso, que para otros resultaba aterrador, para ella era la evidencia lógica de lo obvio. Un descanso. A primera hora habían entrado los enfermeros en la habitación contigua. Esperanza estaba escribiendo cuando oyó llantos al otro lado de la pared. Conocía esa clase de lamento, y aun así se asomó al pasillo para certificar su sospecha. El doctor de guardia estaba consolando a un hombre con palmaditas en el hombro. Instantes después salieron los enfermeros con una camilla que ocultaba bajo la sábana el relieve de su vecina.

No había hablado mucho con ella, prefería no entablar amistades que no podían durar demasiado. Allí todos iban a lo mismo, lo sabían y lo aceptaban. Última parada. Se decían los nombres, hablaban de los hijos y del pasado, y nadie se preocupaba mucho de si lo que se decían era verdad o mentira. Allí había barra libre, nadie pediría un certificado de autenticidad que corroborase sus versiones de la vida que habían llevado. Apuraban sus últimas lecturas, sus últimas melodías, sus últimos paseos y sus últimos juegos. Esa sensación de provisionalidad era el denominador común en las relaciones entre los habitantes de la residencia. Ésa era la razón por la que después de un tiempo resultaba molesta la visita de familiares. Les hacían concebir esperanzas, les traían la evidencia de que fuera de esas paredes y jardines la vida seguía.

No había resistido la tentación de entrar en aquella habitación vacía unas horas después. Se había sentado en una silla frente al somier de la cama sin colchón. Cada vez que alguien se moría lo cambiaban. Como si la muerte fuera una peste contagiosa. Luego había regresado a su cuarto, recuperando las cartas que le escribía a Elías. Las estuvo leyendo mucho rato, y le sorprendió que la última fuera de 1938. Demasiados años de silencio. Sin pensarlo, volvió a escribirle, sin la emoción de la juventud, pero con el sosiego de que sólo queda una última cosa por decir.

Querido mío, los dos lo sabemos: ésta es la última carta…

Madre e hijo cumplieron el mismo ritual de cada domingo. Poco a poco la finca y la casa iban quedando en medio de una especie de tierra de nadie, rodeados por estacas, balizamientos y máquinas de construcción. Fascinada por aquel espectáculo absurdo (destruir algo hermoso para construir una parodia de ese mismo paisaje), Esperanza observaba las idas y venidas de los camiones hacia el lago, siguiendo la estela de polvareda que levantaban. Su pequeño rincón todavía resistía pero terminaría siendo abducido por aquel pastiche de campos de golf, casas adosadas con jardín e instalaciones de lujo.

—Cuando vinimos a vivir aquí en los años cincuenta ni siquiera existía la carretera. Tu padre tenía que bajar al aserradero del valle y hacer el mismo camino de regreso a través de la montaña cuando ya era de noche.

Gonzalo había escuchado aquellas historias otras veces, pero esta vez notó que su madre ya no las evocaba con nostalgia, sino con una aceptación tranquila. Se alegraba de haber vivido ese tiempo, pero había asumido que formaba parte del pasado. Y eso parecía liberarla.

Esperanza se había acercado con pasos muy lentos hasta el montículo bajo la higuera y Gonzalo le estaba ayudando a quitar las malas hierbas y a sustituir las flores secas por las nuevas. Pensó que era el momento de decirle que no iba a vender su parte de la finca y que ella debería negarse a hacerlo también. Esperaba que eso la alegrara, pero Esperanza negó lentamente, acariciando la tierra seca del túmulo.

—Él no está aquí. Nunca lo estuvo, y lo cierto es que jamás volverá. Todo esto —dijo, abarcando con la vista la casa, el valle y el lago al fondo— sólo es un sueño al que aferrarse. No volveré más, no seguiré esperando. Estoy cansada.

Eso le había dicho en su última carta a Elías. Se despedía, sin amargura y sin emoción.

Miró a su hijo y pensó en las cosas que podrían haber sido distintas pero que al final terminaban siendo la justa medida de los propios actos. Estaba orgullosa de él, a pesar de ver cómo su vida se había construido sobre engaños. Comprendía lo que quería hacer, ese gesto rebelde e insensato de enfrentarse a todo el mundo por aquel pedazo de tierra que no valía nada. A fin de cuentas, era como Laura. Y los dos habían heredado el carácter combativo de su padre. No iba a impedírselo. Si él necesitaba reivindicar su identidad frente a su detestable familia política, ella le aplaudiría. Pero esa lucha era de su hijo, no de ella.

—Si no amas a tu esposa, déjala ahora, aún estás a tiempo. No merece la pena entregar la vida por alguien que no te corresponderá nunca.

La piel de Esperanza era como el papel de vidrio cuando Gonzalo la acarició en la mejilla. Bajo aquella piel y bajo sus palabras sin gravedad, dichas con una naturalidad que desarmaba cualquier estratagema, se ocultaba la sabiduría de una madre que sabía ver y escuchar. Durante años había visto a su hijo sumirse en la infelicidad, desnaturalizarse para ser aceptado por una gente entre la que siempre, hiciera lo que hiciera, sería un extraño. El precio que había pagado era demasiado alto, difuminarse, perder su esencia u ocultarla de modo que pareciera haber desaparecido realmente, hasta convertirse en algo inocuo, sin carácter. Y aun así, nunca había ocupado su lugar entre ellos. Esperanza había sentido el peor de los dolores con la traición de Laura. Primero aquel artículo desmitificando la figura de su padre y luego poniéndose a las órdenes de Alcázar, el hombre que Esperanza más odiaba. Aquello la separó sin remedio de su hija; pero siempre reconoció que tras esos gestos brutales estaba su voluntad de ser ella misma, de no dejarse arrastrar por los mitos ni sucumbir bajo el peso de la memoria de Elías.

Arrojada, decidida e inconsciente, no había dudado en romper todos los vínculos con el pasado. Laura había vivido como siempre quiso, aunque a veces se perdiera porque su brújula era tan cambiante como su carácter. Y había pagado su precio. ¿Gonzalo? No. Su hijo pequeño, el chico que estudió en aquel internado de curas porque era la única manera de poder tener estudios decentes en aquel tiempo y de comer caliente tres veces al día, agotó su rebeldía cuando conoció a su esposa. Y su único refugio desde entonces había sido el recuerdo de Elías, la idea de que su padre era un dios al que poder venerar e invocar en la oscuridad, mientras su vida se iba sumiendo en la mediocridad.

Ahora quería vivir la vida de su padre para recuperar la propia. Esperanza sabía que se equivocaba, pero no tenía la energía ni la voluntad para contarle toda la verdad. ¿Qué era la verdad, por otra parte? ¿Los hechos, las cosas tal cual sucedieron, o las razones que llevaron a ellos? ¿Qué parte de esa verdad supuesta, con la que Alcázar la había amenazado para obligarla a vender su parte de la finca, podía contarle sin destruir ese frágil andamiaje sobre el que se sustentaba? ¿Era justo hacerlo ahora, en el momento en el que su hijo había decidido dar un paso adelante?

No, no lo era. Y en todo caso, se dijo, la verdad no era más que la otra cara de la mentira, tan dañina, tan irreal como ésta. No más flores, no más tumbas, no más cartas amarillas. Si el tiempo avanzaba y su sino era devorarlo todo como estaban haciendo aquellas excavadoras, que así fuera.

—Yo sé lo que es vivir con alguien que nunca te amó. Y si pudiera volver atrás, creo que no volvería a andar tras los pasos de tu padre.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es la verdad. Tu padre llegó a quererme, sin duda. Y creo que al final no fue sólo un sentimiento que naciera únicamente de la voluntad. Pero entre el cariño y el amor hay matices muy delicados. La ternura se puede confundir con compasión, la pasión con el desahogo, la necesidad con el hábito… Yo nunca estuve en los sueños de Elías. Ese mundo que sólo le pertenecía a él, cuando se encerraba en el cobertizo y se ponía a escribir con su vieja máquina. Sólo le pertenecía a Irina. El portarretratos que encontraste en mi cazadora era de ella, lo había olvidado por completo. Era la mujer de la que tu padre se enamoró antes de conocerme a mí. Apenas estuvieron juntos, murió en circunstancias que prefiero no tener que contarte, pero ese poco tiempo lo marcó para siempre, y lo impregnó todo de culpas, de remordimientos y de melancolías que terminaron marcando nuestras vidas. Su presencia nunca le abandonó y yo pasé todos esos años luchando a brazo partido contra ella, contra un fantasma que cada cierto tiempo volvía a aparecer y me robaba a mi esposo, me lo arrancaba de la cama, lo sacaba de entre mis dedos y yo no podía hacer nada, excepto callar y esperar que volviera.

Esperanza dispuso las alegrías africanas en forma de abanico sobre aquella tumba vacía, colocando piedrecitas en los tallos para que el viento no se las llevase. Se agarró a la mano de su hijo para ponerse en pie y observó la superficie brillante del lago a lo lejos, como una mancha flotando entre las montañas.

—No quiero que te sacrifiques como lo hice yo si no vale la pena. Un amor ciego no es tal, sólo es una mentira más.

¿Estaba allí abajo Elías como siempre sospechó? Cuando el lago se desecase lo sabría, por fin. Pero quizá aquel inspector despreciable tenía razón y ella estaba equivocada. Quizá Elías la traicionó al final y se marchó porque ya no podía aguantar más aquella pantomima de existencia. Tal vez por eso no quería ver el lago seco. Y tal vez por eso mismo, su hijo no debería permitir que lo hicieran. Era su decisión. Lo único que ella quería era volver a la residencia, sentarse a esperar que un día le llegase el turno de que los enfermeros sacaran su colchón plegado al pasillo.

El portero le estaba esperando. Alguien había dejado un nuevo sobre para él en la portería. Esta vez se trataba de un envío certificado a su nombre, pero sin remite. Gonzalo lo abrió ante la curiosidad expectante del portero, que miraba por encima del hombro como si él fuera copartícipe del misterio.

—El correo certificado trae malas noticias por definición —dijo en plan agorero, como si esa absurda afirmación se sustentara en su propia experiencia—: multas de tráfico, avisos de embargo o requerimientos de Hacienda.

No era ni lo uno ni lo otro, sino un largo listado de números NIF y de sociedades limitadas con un apéndice a pie de página que ponía: «Blanqueo de capitales». Dos de esas empresas estaban subrayadas con rotulador fluorescente. Sus nombres le resultaron conocidos a Gonzalo. Subió al apartamento y llamó a Luisa.

—¿Tienes acceso a la base de sociedades?

Luisa dijo que sí. Era una base fiscal de acceso profesional donde podían consultarse los datos de cientos de empresas que operaban en el país: capital financiero, actividad reconocida, sede fiscal, consejo de administración, plantilla de trabajadores, etcétera.

—Mira estas dos empresas: ALFADAC y ENPISTRENM.

—¿Lo quieres ahora? Puedo tardar un poco.

Gonzalo tenía el papel en la mano, se devanaba los sesos intentando recordar dónde había visto esos nombres.

—Espero.

Cinco minutos después Luisa volvió a llamarle.

—ALFADAC y ENPISTRENM son dos sociedades mercantiles y de fondos de inversión. Las dos tienen sede en Londres, pero operan en medio mundo. El capital es ruso y los directivos y accionistas también. Diría que tienen la misma matriz. Puedo enviarte por fax los nombres, son impronunciables.

—Mándamelos.

—De acuerdo… Hay algo más: en los últimos tres años esas empresas han mostrado un especial interés por el negocio urbanístico en España. Juntas aportan el cuarenta por ciento del capital del consorcio de ACASA.

Gonzalo se quedó callado.

—¿… Sigues ahí?

—Sí.

—¿No es tu suegro quien representa y asesora a ese consorcio para la urbanización del lago?

Así era. Y la negativa a vender de Gonzalo estaba frenando a esas empresas. «La china en el zapato» que había dicho Agustín era él. Observó con atención el apéndice de la página: «Blanqueo de capitales». En el sobre había una docena de documentos en los que se detallaba toda clase de operaciones, desvío de fondos y fórmulas para lavar dinero. Lo que tenía Gonzalo delante era la estructura legal de la Matrioshka, su verdadero talón de Aquiles. Y al menos dos de esas empresas tenían alguna relación con su suegro.

«No es al viejo al que estoy frenando por no querer vender. Me he metido en el zapato de la Matrioshka».

Llamó a Siaka.

—¿Cómo lo has conseguido?

—¿Cómo he conseguido el qué?

—Abrir el archivo confidencial y mandar el listado de empresas de la Matrioshka.

—No sé de qué me hablas, yo no te he enviado nada.

¿Pero entonces? Gonzalo volvió al sobre y lo vació sobre la mesa, buscó algo entre la documentación que contenía, hasta que dio con una fotografía. Era una imagen antigua de Laura y de su hijo Roberto. Ambos estaban sonrientes en lo que parecía ser un parque acuático. Saludaban con la mano a la cámara y sus sonrisas eran idénticas. Gonzalo le dio la vuelta y leyó lo que estaba escrito detrás: «Ahora ya puedes convencer a ese fiscal para que acabe el trabajo de tu hermana».