3
Moscú, enero de 1933
El policía ferroviario estudió alternativamente el rostro de Elías y su pasaporte con semblante impenetrable. La alegría estudiantil que unos minutos antes reinaba en el compartimento se había esfumado. A la orden de «documentación» los cuatro jóvenes habían enmudecido, obedeciendo como autómatas. Después de cinco largos minutos, el policía le entregó el pasaporte a Elías sin mudar la severa expresión y repitió la operación con los otros tres. Por fin, cuando todo estuvo en regla y el policía se marchó, respiraron aliviados, y Martin, el inglés pelirrojo que se les había unido en la estación de Varsovia, se permitió un par de bromas que los demás secundaron con risas flojas. De repente se acababa de instalar en aquel grupo de jóvenes becarios la impresión de que Moscú no iba a ser sólo una experiencia divertida: los bolcheviques se tomaban muy en serio su revolución proletaria, y el hielo en la mirada del policía era una advertencia. El tren aminoró ostensiblemente la marcha un par de kilómetros antes de entrar por el este en la gran estación de Moscú. Elías se arrebujó bajo el cuello de su abrigo y se asomó a la ventanilla sin importarle el aire cortante, ni la fealdad de aquella primera visión del paraíso del que tanto le había hablado su padre. Con sus cuatro millones de almas, y pese a haber recuperado la capitalidad en 1918, Moscú era todavía una inmensa aldea de calles estrechas, un caos que se expandía como una mancha que se estaba transformando a marchas forzadas. Legiones de obreros trabajaban día y noche en la construcción del metro, por todas partes se derrocaban viejas edificaciones y los grandes palacios de la época del zar eran, literalmente, trasladados de emplazamiento piedra a piedra para no estorbar en el diseño de las nuevas e inmensas avenidas. Lo clásico y lo moderno buscaban un nuevo encaje y pronto aquélla sería una hermosa ciudad, pero por ahora era un caos de obras, andamios, tráfico y deconstrucción, aunque ni siquiera las inmensas columnas de humo negro y azulado que se elevaban más allá del complejo siderúrgico Stalin mitigaban la impaciencia y la excitación del joven ingeniero asturiano.
—Ser comunista no soviético es algo sospechoso, incluso en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas —ironizó Claude, el joven arquitecto marsellés que había ganado una beca Lenin para proseguir su formación en el Instituto de Arquitectura de Moscú. Hizo un gesto para que los otros prestaran atención al grupo de personas que les esperaba al pie de un inmenso mural de Stalin con su capa de mariscal, bajo la leyenda del plan quinquenal: «En diez años recuperaremos cien años de atraso respecto a las naciones industrializadas». Pese a sus rostros sonrientes y sus ropas de paisano, resultaba más que evidente que aquellas personas eran policías.
—No nos van a quitar el ojo de encima, y eso que venimos a ayudar.
—No sólo venimos a construir puentes o canales. Venimos a aprender, a convertirnos en apóstoles que propagarán por todo Occidente lo que aquí está naciendo. Pero como dice Stalin, no se puede crear nada nuevo sin un profundo conocimiento de lo antiguo. Ésta es una nación llena de sabiduría —afirmó Michael, el pequeño escocés de piernas arqueadas y firmes que no se separaba de Martin. Sabía de lo que hablaba. Aquél era su segundo viaje a Moscú enviado por la célula del Partido en Edimburgo y su padre había trabajado como tratante de pieles en Siberia. Michael venía para trabajar en la inmensa central hidráulica del Dniéper y poner en práctica sus conocimientos teóricos sobre la generación de energía barata. De los cuatro, era quien mejor hablaba ruso y el que mejor conocía los progresos industriales y técnicos de la URSS.
Elías sonrió al pensar en su padre, despidiéndole una semana antes con un fuerte y emocionado abrazo junto a su casucha, en Mieres. Se le llenaba el pecho de ternura al pensar en sus manos de minero viejo sosteniendo entre los dedos una de las obras favoritas de Chéjov: La gaviota. Elías sabía que era un privilegiado por poder acabar sus estudios de ingeniería en la patria de Gorki y Dostoyevski. Esperaba quedarse lo suficiente para aprender la lengua de los dioses que veneraba su padre y poder recitar a Pushkin como un auténtico sóviet al regresar. Sabía que nada haría más feliz al viejo.
—¿Creéis posible que Stalin nos reciba en una audiencia de bienvenida en el Kremlin? Dicen que tiene una biblioteca asombrosa.
Sus tres amigos le miraron perplejos y al unísono rompieron a reír a carcajadas. En las risas de sus colegas, sobre todo en la de Claude, Elías percibió un sentido del humor más bien siniestro.
—Cuidado con tus deseos, amigo, no sea que se cumplan.
El guía que les habían asignado se presentó como Nikolái Ózhegov, estrechándoles con viveza la mano mientras insistía en coger sus maletas. Hablaba perfectamente inglés, y su español, al dirigirse a Elías, era más que correcto. Elías sintió una simpatía inmediata hacia aquel rubio desgarbado y dicharachero, aunque comprendió lo que significaba aquella presencia, tal y como había sugerido minutos antes Claude: Nikolái era un rabkor, teóricamente corresponsales obreros, pero en realidad informadores de la policía. Los había por todas partes, en las fábricas y en los institutos. Sería su sombra y pasaría regularmente informes de su comportamiento, de sus actividades, incluso de sus pensamientos. Pero aquello no preocupó a Elías. No tenía nada que ocultar, era un comunista decidido, y venía dispuesto a empaparse de cuanto pudiera antes de regresar a casa.
Los cuatro amigos fueron recogidos por un coche negro del ministerio del Interior (más tarde, Elías descubriría que los moscovitas llamaban siniestramente «cornejas» a aquellos vehículos de la policía) y trasladados a lo largo de la avenida Frunze y luego a través de la irregular calle Tverskaya, rebautizada en su tramo más ancho como avenida Gorki. Su guía les iba señalando con orgullo la antigua edificación del siglo XVIII que ocupaba el hospital oftalmológico, el museo de Historia y la puerta Íverski que daba acceso a la gran Plaza Roja y al Kremlin. Elías contempló asombrado las obras de la gran biblioteca Lenin, un espléndido edificio de corte clásico, destinado a guardar en su interior cuarenta millones de libros y documentos, encajonado entre la fortaleza del Kremlin y el Manezh, las cuadras imperiales de los zares. Hacia el norte tomaron la avenida Leningradski y pasaron frente a la oficina central de telefonía y el banco central. Elías lo observaba todo con los ojos muy abiertos, con la extraña sensación de que cuanto veía albergaba una trágica grandeza. Apenas pudo parpadear cuando a lo lejos divisó la «octava» maravilla del mundo, la catedral de San Basilio.
—¿Qué te parece? —le preguntó Nikolái en un español rasposo.
Elías cabeceó, sorprendido. Había escuchado tantas acusaciones contra Stalin, el destructor de las mil iglesias, el georgiano inculto, el campesino feroz, que el espectáculo le dejaba boquiabierto. Nikolái sonrió con evidente ironía.
—Cuando vuelvas a casa podrás contar que los bárbaros empezamos a civilizarnos.
El coche se detuvo frente a la cancela de entrada de la Casa del Gobierno, también llamada la Casa del Malecón. Se trataba de un inmenso edificio de más de medio millón de metros cúbicos de estilo bastante sobrio, incluso algo siniestro, a orillas del río Moscova. Las obras se habían iniciado apenas cinco años antes y todavía no estaba terminado, pero sus cerca de quinientos apartamentos albergaban a buena parte de la inteligencia del régimen: artistas de todo tipo, altos funcionarios y técnicos; sus amplias y modernas instalaciones con calefacción central, y bien amuebladas, eran la envidia de Moscú. Aquél iba a ser el alojamiento de los recién llegados.
Martin, el joven inglés pelirrojo, lanzó un silbido de admiración. Esperaba poder trabajar con Borís Iofán, el diseñador de aquella estructura y uno de los arquitectos responsables del proyecto de modernización de la ciudad.
—No te emociones tanto —le advirtió en voz baja Claude—. La jugada es magistral: reúnen en un mismo edificio a todas las mentes brillantes del país, las colman de privilegios, y de paso les resulta más sencillo controlarlas. Apuesto a que ese lugar está infectado de agujeros en las paredes y micrófonos de la OGPU por todas partes.
Michael, el escocés, que ya conocía Rusia, le apretó el brazo amistosamente.
—Por favor, Claude. Venimos como amigos, no somos espías ni contrarrevolucionarios. Más bien todo lo contrario. No incomodes a nuestro amigo español con sospechas y murmullos.
Claude sonrió con paciencia.
—¿Sabías que el líder más apreciado por el gran Stalin es Iván el Terrible? Yo sólo digo que tengáis mucho cuidado con lo que hacéis o decís ahí dentro.
El apartamento de Elías era más amplio que cualquier otro lugar en el que hubiera vivido, desde luego mucho más que su humilde habitación en la Residencia de Estudiantes de Madrid o que la pobre habitación de su casa en Mieres. El mobiliario era espartano, una mesa con flexo, una cama individual, un pequeño armario, cocina y un baño independiente. Un lugar de cierto aire triste, pero no como una mazmorra, sino más bien como la celda de un cartujo: invitaba a la sobriedad y al trabajo. La ventana sin cortina se asomaba a una inmensa explanada de cemento que atravesaban diferentes sendas hacia los núcleos de edificaciones. Desde allí, las personas se asemejaban a hormigas que iban de un lado a otro en aparente desorden. Lucía un sol frío pero limpio. La temperatura era soportable, al menos dentro del apartamento. Nikolái le mostró la estancia como un conserje solícito antes de despedirse con un nuevo apretón de manos.
—Te recogeré mañana a las seis. Empezaremos enseguida con tu trabajo. Ahora, descansa. Bienvenido a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Elías buscó fatigosamente en su mente las palabras para dar las gracias en ruso y Nikolái le dio una palmada en el hombro con un gesto divertido.
—Esperemos que construyas puentes mejor de lo que hablas.
Aquella misma tarde, Elías escribió a su padre contándole sus primeras impresiones. Le habló de las ciudades que había atravesado hasta llegar a Moscú, de la grandeza desolada de los paisajes y de las personas que había conocido en el tren, incluyendo a sus tres amigos extranjeros. Le sorprendía el alto conocimiento que gentes en apariencia sencilla, obreros o campesinos, tenían de la literatura y de la música clásica y popular. No era infrecuente escuchar discusiones encendidas sobre quién era mejor: Verdi o Bizet, o escuchar al piano en cualquier cafetería piezas de Bach o Prokófiev:
Existe fuera de aquí la creencia de que todo el mundo vive arrodillado y no estoy en condiciones todavía de afirmar o negar tal hecho. Es cierto que por todas partes hay policías y que cuando la gente menciona a Stalin le llaman vozhd, y bajan la voz si no están seguros de los oídos que están alerta. Los soviéticos tienen un proverbial sentido del humor, bastante negro, me parece, y suelen utilizar la palabra sidit, que significa indistintamente estar sentado y encarcelado. Pero ¿conoces a muchos paisanos nuestros capaces de tocar una fuga de Bach? ¿O de declamar a alguno de nuestros poetas como aquí hace un pescadero con Mayakovski, por ejemplo? Dicen que Stalin es un gran melómano, al menos es un ilustrado que comparte su afición: la música clásica es materia obligada desde la enseñanza básica. Sin duda, lo que se está construyendo aquí no tiene parangón con nada que la humanidad haya construido antes, padre. Estoy realmente emocionado, ansioso por empezar a trabajar.
Cuídate, y saluda con un abrazo a madre.
Los días siguientes fueron muy intensos. A primera hora de la mañana, incluso antes de que hubiera salido el sol, Nikolái recogía a Elías en la puerta del complejo y tomaban el tranvía rumbo a las afueras. Elías se mezclaba con los rostros de los obreros portuarios y del ferrocarril, embriagándose con el olor que desprendían sus ropas, tabaco de liar, café muy fuerte y alcohol. Escrutaba sus rostros cansados, adormecidos con las cabezas contra los ventanales del tranvía, prestaba atención a las conversaciones de las mujeres y taladraba a su sombra, rogándole que le hablase todo el tiempo en ruso, con toda clase de preguntas sobre cualquier cosa que llamara su atención. Le interesaba todo: la arquitectura de los edificios, la historia de la ciudad, la literatura, la música, y por supuesto la política. Quería saberlo todo, quién era quién, cómo habían ido las cosas desde la guerra civil, y sobre todo le atraía como un imán la figura omnipresente de Stalin. Su imagen estaba por todas partes, retratos en las grandes avenidas, carteles con sus proclamas en los vagones del tranvía, en los edificios públicos, en los muros más apartados de cualquier callejón. Era como un dios omnisciente que lo escrutaba todo con sus ojos de mirada profunda y su enorme mostacho.
Nikolái contestaba algunas preguntas con franqueza, se mostraba orgulloso de la cultura de su pueblo, él era de una ciudad de los Urales de nombre impronunciable para Elías, y afirmaba que sin los planes de alfabetización del gran líder, jamás habría tenido la oportunidad de poder leer a Tolstói o Dostoyevski, y mucho menos de poder venir a Moscú. Sin embargo, era ambiguo con las preguntas indiscretas, cuando no las eludía directamente. A los pocos días de acompañarle, Elías se dio cuenta de que también en la URSS escaseaba esa rara virtud que era la sinceridad. Nikolái ponderaba mucho sus palabras, primando el instinto de conservación sobre la conciencia. Elías nunca llegó a saber lo que pensaba realmente sobre ciertos asuntos. Su propio instinto le advirtió pronto de que debía ser discreto con sus opiniones y sus comentarios; después de todo, él sólo era un estudiante español que no podía entender las circunstancias de lo que allí estaba ocurriendo. Pero su entusiasmo y su sinceridad ingenua le impedían mantener la boca cerrada.
El lugar de trabajo que le habían asignado era en aquel tiempo la mayor obra de ingeniería jamás proyectada por el hombre: el inmenso canal que debía unir los ríos Moscova y Volga, para abastecer de agua a la ciudad y conectar por vía fluvial Moscú con el gran canal Blanco. Eran miles de kilómetros a través de esclusas, canales laterales, reconduciendo por la fuerza los cauces naturales de ríos que se resistían con nervio a ser domados. Cientos de miles de hombres, mujeres, ancianos y niños trabajaban a pico y pala, día y noche en aquella empresa ingente.
—Moscú será el puerto de los cinco mares —proclamó con orgullo indisimulado Nikolái. El gran canal debía conectar con el Volga-Don y dar salida a los mares Blanco, Báltico, Caspio, Azov y Negro—. Desde Alejandro Magno a Pedro el Grande, los grandes líderes soñaron algo así. Pero somos nosotros, los bolcheviques, quienes estamos abriendo cauces de ríos en las estepas para hacerlo posible.
Sin duda, era impresionante, reconoció Elías al estudiar los planos de aquella obra faraónica. Pero la realidad le golpeaba brutalmente la cara al mostrarle los medios inhumanos por los que aquella empresa se llevaba a cabo. La mano de obra era forzosa en su inmensa mayoría, prisioneros condenados con excusas en algunos casos realmente ridículas. Robar una hogaza de pan podía suponer una condena de cinco años en las obras. Presos condenados a muerte por delitos capitales veían conmutadas sus penas por trabajo como esclavos, vigilados estrechamente por los destacamentos armados de la OGPU o la GULAG, la policía política y de deportados que dirigían Yagoda y Berman. La sola mención de aquellos nombres endurecía la expresión de Nikolái.
—Tú no lo entiendes —le recriminó a Elías cierta mañana, ante su insistencia sobre el tema. Nikolái ensalzó la labor educativa llevada a cabo entre los penados, pero mientras su guía hablaba de educación, Elías presenció cómo un preso era golpeado brutalmente con porras por un par de guardias sin que nadie se inmutara o se atreviera a intervenir. El propio Nikolái observó la escena con absoluta indiferencia. ¿Dónde estaba esa labor educativa? ¿En las muertes a causa del escorbuto, la malaria, la sobreexplotación o las palizas?, le preguntó, horrorizado, Elías.
—La educación del silencio y la muerte. Una lección que los vivos aprenden y no olvidan —respondió Nikolái con la proverbial tradición satírica de los soviéticos.
—¿Y qué hay del pueblo?
—El pueblo es una masa elemental, una fuerza bruta, voluble y manejable. Confiar en su amor es una estupidez. La única garantía de fidelidad es el temor.
—Pero esta gente necesita mejorar sus condiciones de vida. ¿Qué otro sentido tiene, si no, todo esto?
Nikolái se encogió de hombros.
—Los campesinos quieren vivir en palacios. Pero no hay palacios para todo el mundo.
La realidad y sus continuos contrastes golpeaba y desconcertaba una y otra vez al joven Elías. Apenas empezaba a encajar en un marco, era trasladado a un plano opuesto sin tiempo para absorberlo todo. De las ciénagas del canal, hundido en fango hasta los muslos, rodeado de una penalidad sin nombre durante horas pasaba sin transición a la visita al egregio mausoleo de Lenin, a una representación de ballet en el Bolshói o a una recepción con autoridades locales que le abrumaban durante horas con una palabrería que no lograba entender. Apenas tenía tiempo para descansar o escribir cartas a su padre con el resumen del día que entregaba a Nikolái para que las llevara a la estafeta de correos. Eran cartas contradictorias, como lo eran sus emociones y sus sentimientos ante lo que se iba abriendo frente a sus ojos. Su entusiasmo de los primeros días no había menguado después de tres semanas allí, pero aparecían matices de grisura que le hacían cuestionar los métodos por los que, a toda costa, Stalin había decidido llevar a la Unión Soviética hacia la modernidad. Se preguntaba en sus cartas qué pasaría si la joven república española adoptara aquellos métodos: purgas del ejército, trabajo forzoso, entusiasmo descomunal y pragmático. Su conclusión era clara: los españoles no podríamos soportar esta carga. Carecemos del estoicismo y la abnegación de los soviéticos.
Nikolái no le daba tregua. Como si la consigna fuera no permitirle espacios de calma para pensar, acudía al anochecer a su apartamento y lo arrastraba hacia los bares de la avenida Frunze, donde se cantaba y se bebía sin mesura. Los rusos tenían un alma melancólica y hermosa como su folclore. Cuando estaban ebrios recitaban poemas con una fuerza trágica que, aun sin comprender del todo, Elías escuchaba con un nudo en la garganta. Los poetas malditos, los escritores repudiados por el Estado sólo eran declamados cuando ese estado de embriaguez alcanzaba su grado máximo. Entonces podían escucharse las historias más inverosímiles: el suicidio de Mayakovski o el memorable momento en el que Mandelshtam abofeteó públicamente al «conde Rojo», Tolstói. Aparecían en esas horas de la madrugada llenas de bruma del alcohol los Yuródivy, los locos santos, profetas de Dios que consultaban los zares y que tenían un gran respeto todavía. Sólo ellos podían decir la verdad, criticar abiertamente a los miembros del Politburó o al mismísimo Stalin con un sarcasmo brutal que era coreado con risas. Escuchándolos, Elías los comparaba con los bufones de la corte que tan magistralmente retratara Velázquez. Únicamente ellos se atrevían a decirles a la cara a los reyes que no eran sino ídolos con los pies de barro. En aquellas veladas, Elías revivía la Rusia de Gógol, de Gorki y de Dostoyevski: se preguntaba cuál de aquellos rostros con los que se topaba podría haber inspirado el personaje de Anna Karénina o los hermanos Karamázov.
Una noche, los cuatro amigos se habían vuelto a reunir bajo el auspicio de Nikolái. Era la primera vez que se encontraban desde su llegada a Moscú, tres semanas antes. Se abrazaron con entusiasmo, interrumpiéndose unos a otros con anécdotas y experiencias, entre risas. Cenaron juntos y bebieron por los descosidos bajo la supervisión del guía, que los observaba algo apartado con una mirada que iba de la comprensión a una cierta ironía, como un padre que, por una vez, da rienda suelta a sus hijos y observa con curiosidad divertida cómo se desenvuelven. En el ánimo de los cuatro amigos, sin embargo, algo había cambiado. Con matices diferentes, cada cual comprendía y expresaba que desde luego vivían un momento histórico, a la vez hermoso y terrible. Las comparaciones entre lo que ocurría entre sus respectivos países y la Unión Soviética eran inevitables, y de una manera u otra, llegaron a la misma conclusión, ebrios de juventud y de vodka: Europa se moría, vieja y achacosa, mientras que una nueva fuerza, brutal y arrolladora, pujaba por hacerse con un lugar en la historia. Y ellos eran testigos privilegiados.
Quizá el más taciturno era Claude, el marsellés. A diferencia de los otros, se las había apañado para librarse en más de una ocasión de la pegajosa compañía de su sombra para recorrer las calles y charlar con la gente con mayor libertad. Aquella noche bebía a sorbos largos un vaso de vodka tras otro y permanecía en silencio.
—Vamos, Claude, no pareces muy contento —le espetó Martin, el inglés pelirrojo. Estaba muy borracho, y si mantenía el equilibrio era gracias al respaldo de la silla, aunque su cuerpo se balanceaba peligrosamente como un barco a punto de zozobrar. A su izquierda y a su derecha, Michael y Elías le ayudaban a mantenerse en pie cuando la deriva era peligrosa.
Claude lanzó una mirada de reojo hacia el guía, sentado una mesa más allá. Hablaba con unos colegas y bebía distendido, pero estaba seguro de que no les quitaban el ojo de encima.
—No entiendo vuestro entusiasmo —respondió con un tono tan bajo que su voz casi resultaba inaudible entre la algarabía del bar, que estaba a rebosar—. Recuerdo la primera vez que vi a Lenin, fue en Viena, todavía no había sufrido su primera apoplejía. La guerra con la Guardia Blanca de los zares estaba en su apogeo, y las potencias como Inglaterra y Francia estaban a punto de intervenir para decantar las fuerzas a favor del zar. Lenin era una fuerza de la naturaleza, estaba de gira por Europa para convencer al mundo de que los bolcheviques no eran una amenaza. Pero lo eran, las grandes y viejas dinastías de Europa temblaban ante aquel hombrecillo que había decidido convertir a Marx en su realidad. Detrás de él, callado, taciturno, estaba «el Oso». Lo llamábamos así por su corpulencia, por sus espesas cejas y su mirada penetrante. Stalin no era todavía secretario del Partido, sólo era un líder más, y ni siquiera el más brillante. Pero recuerdo que al observarle, pensé que aquel hombre era capaz de cualquier cosa por llevar adelante su ambición. La cuestión era saber qué ambicionaba.
—¿Adónde quieres ir a parar? —le preguntó con impaciencia Michael, intuyendo que la conversación podía derivar hacia terreno peligroso—. No sé qué ansía Stalin, pero he visto lo que hace y es impresionante. ¡Le está dando la vuelta a la Unión Soviética como a un calcetín! Es maravilloso.
Claude asintió con una risita que molestó a los demás. Como si él supiera lo que los demás ignoraban. Señaló con el borde del vaso a Elías.
—Tú has trabajado con las brigadas de penados en el Gran Canal. Has visto las condiciones de esos desgraciados.
Elías lanzó una mirada rápida a Nikolái, que aparentemente no les prestaba atención, y se sintió turbado por una certeza de la que hasta ese momento no había sido consciente: se le estaba contagiando el miedo a hablar libremente.
—La mayoría de esas personas son delincuentes. Han contraído una deuda con la sociedad y la pagan con su trabajo. —Inmediatamente sintió un horror instintivo por lo que acababa de decir. Imaginó la profunda decepción de su padre si hubiera podido escuchar sus palabras—. Es cierto que las condiciones son deplorables —trató de enmendarse—. Pero ¿qué podemos hacer nosotros?
Claude dio un fuerte golpe en la mesa con la palma de la mano. Por suerte, el ruido era tan grande alrededor que nadie prestó atención.
—¡No me jodas! Tenemos ojos para ver, oídos para escuchar y una mente para pensar. Dices que los que trabajan en el canal son penados, ergo se merecen lo que les pasa porque algo han hecho. Discrepo, pero aunque fuera así, ¿qué decir de los que no han hecho nada, de los que según tu expresión, «no tienen una deuda con la sociedad»?
Martin miraba fijamente a su amigo con los párpados entornados, pesados como su lengua, que asomaba entre los dientes. Dejó caer la cabeza hacia atrás y se dio un golpe un poco brusco. Al parecer eso disipó un poco la cortina etílica de su mente.
—He oído cosas —continuó Claude—: dicen que Yagoda y Berman han propuesto un plan de deportaciones a Stalin. Están limpiando Moscú de desclasados: mendigos, borrachos, rateros, pero también campesinos que huyen de las grandes colectivizaciones del campo. Al parecer, esos cabrones se han propuesto repoblar las tierras más septentrionales con una emigración masiva. Nadie quiere ir a morir de frío a Siberia, coño. Así que la policía se inventa cualquier excusa para mandarlos allí, sin juicio, sin nada. Basta con que no tengas el pasaporte interior.
—¡Eso es una patraña! —exclamó Michael—. Propaganda derrotista y de los malditos mencheviques que siguen escondidos en los koljoses.
Los tres amigos se enfrascaron en una discusión a la que Elías asistía atónito y bastante borracho, pero no lo suficiente como para no darse cuenta de que el tono vehemente de sus amigos había despertado la atención de Nikolái y sus acompañantes. Nikolái le miraba fijamente, con una sonrisa irónica, como si le invitase a unirse a la discusión: «¿Tú no tienes nada que decir?», le preguntaban los ojos de su guía. Elías sintió un retortijón en el estómago.
—Voy a vomitar —murmuró antes de llevarse la mano a la boca.
Curiosamente, aquel gesto detuvo en seco la discusión de sus amigos.
—Ni se te ocurra echar la papilla aquí. ¿Qué van a pensar de nosotros nuestros camaradas soviéticos? Un hombre que no sabe beber no es de fiar —le advirtió, entre risas, Claude.
Elías se levantó a duras penas. Desde luego había bebido mucho, tal vez no lo suficiente para el grado de tolerancia de sus amigos, pero demasiado para el suyo. El bar estaba en un sótano y Elías se arrastró escaleras arriba ayudándose de la pared para no perder el punto de referencia. Los demás le dejaron salir entre risas y burlas. Excepto Nikolái. Él no sonreía.
Hacía frío, mucho más frío del que Elías había soportado en su vida, y pese al grueso chaquetón que llevaba puesto temblaba como si tuviera la malaria. El cielo estaba oscuro, cargado de nubes y caía agua nieve, pero la luna llena extendía a su alrededor un anillo de luz que le pareció hermoso y que le hizo sentirse lejos, muy lejos de casa. El peso de la conversación que mantenían abajo sus amigos y la mirada penetrante de Nikolái se aligeró un poco. No había nada que temer. Eran jóvenes, un poco impetuosos, idealistas, pero honestos y dispuestos a trabajar. Al fin y al cabo, ¿qué importancia podían tener unas pocas palabras críticas dichas al calor del vodka? Se bajó la cremallera y se puso a canturrear una vieja nana en bable mientras orinaba, entreteniéndose en trazar un círculo sobre la nieve.
No les vio acercarse.
Eran dos. Uno de ellos fumaba recostado en el estribo de un carro. El otro le observaba con las piernas muy abiertas y las manos en su abrigo de la milicia. Elías no se dio cuenta de que eran policías hasta que el que estaba fumando le lanzó la colilla encendida. Elías protestó hasta que vio sus cinturones y sus cartucheras. Trató entonces de disculparse torpemente. Las malditas palabras en ruso se le habían ido de la cabeza. Uno de ellos le pidió la identificación con un ladrido de perro salvaje. No la llevaba encima, quiso decirles que Nikolái y los otros estaban abajo, que era estudiante, que ellos podrían dar razón de él, pero al hacer el gesto de volver al local, uno de ellos le puso la zancadilla y lo tiró de bruces al suelo. Elías sintió el frío helado de la nieve en la boca y la bota en la cabeza aplastándole contra el suelo mientras ellos reían. Estaban borrachos, más borrachos que él, pero de esa manera inquietante y hostil como se emborrachan los guardias que odian su trabajo. Recordaba situaciones así, humillaciones de los guardias que en su pueblo cacheaban sin ninguna necesidad a los hombres y también a las mujeres en presencia de éstos. En todas partes era lo mismo, los que detentan el poder no pueden evitar abusar de él.
Elías se revolvió con una rabia heredada y tiró hacia atrás con violencia de la pierna que le aprisionaba. Hizo caer al guardia y logró incorporarse. El otro sacó su revólver, o lo intentó. Instintivamente, Elías le dio un puñetazo en la cara y echó a correr. Correr en el sentido equivocado marca un destino. Es así de absurdo. Si hubiera bajado las escaleras del sótano, tal vez habría tenido algún problema, pero Nikolái habría podido interceder a su favor. Sin embargo, Elías corrió sin pensar en la dirección contraria, hacia las vías del tren, alejándose de los dos policías y de la tenue luz de aquel bar que era su única esperanza. Se oían los gritos de los policías, mezclados con su respiración y los pasos apresurados rompiendo la nieve. Y entonces un crujido, apenas parecido a un petardo, sesgó la distancia que les separaba.
Las primeras gotas de sangre mancharon la nieve. Le sorprendió ver que manaba de su mano. Elías se detuvo contemplando los gruesos goterones que colgaban de sus dedos antes de caer con un sonido amortiguado. No había notado el impacto. Estaba tan asustado que no se había dado cuenta de que uno de los policías había usado su arma. Esa idea le atravesó y le llenó de pasmo: ¡le habían disparado! Habían intentado matarle, sin ninguna razón más que una absurda pelea, un malentendido.
No tuvo ocasión de reaccionar. Los policías le dieron alcance y se abalanzaron sobre él como perros enfurecidos. Lo patearon con furia. Elías trató de proteger con las manos la cara y la zona genital encogiéndose. Y entonces sintió un crujido en el costado y una punción muy dolorosa. Le habían roto de una patada una costilla. No podía dejar de pensar que aquello era un terrible error. Gritó el nombre de Nikolái, masculló las pocas palabras que conocía en ruso, pero los policías no le escuchaban. Enrabietados, lo golpeaban con saña. Hasta que Elías notó un golpe tremendo en la sien y todo se hizo oscuridad. Esa misma oscuridad disfrazada de blanco, helada, de la que quería huir.
La gotera tenía forma de dragón. Las alas abiertas, las garras dispuestas a cazar su presa. Según la luz que entraba por el alto ventanal enrejado, cambiaba de forma y daba la sensación de desplazarse por el techo, crecía y menguaba. A veces Elías alargaba la mano y tenía la impresión de que aquella mancha parduzca podía cobrar vida y posarse en su palma como un gorrioncillo amaestrado. Habían pasado cuatro largos días y sus noches y poco a poco todo lo que había ocurrido fuera de aquel encierro se volvía difuso e irreal. Su viaje a Moscú, los rostros de sus compañeros, las experiencias acumuladas hasta entonces, se estrellaban contra la realidad de aquel cubículo de cemento con las paredes llenas de pintadas que no entendía, frases y nombres con fechas grabadas en el yeso húmedo con una uña o una horquilla. Elías pasaba las horas arrinconado frente al jergón y su mirada deambulaba entre la puerta hermética que le separaba de los ruidos del exterior y el agujero sucio donde hacía las deposiciones. A determinadas horas, como si de una rutina establecida se tratara, asomaba el hocico de una rata en ese agujero, el roedor recorría la estancia pegado a las paredes, ignorándole, se comía los restos de pan negro que él no probaba y volvía a desaparecer. Casi la echaba de menos. Su único contacto con otros seres humanos era a través de la trampilla de la puerta. Se abría dos veces, por la mañana y al anochecer, y una mano —no siempre la misma— le entregaba una bandeja con un poco de pan y una sopa de verduras con mucha sal. Nada de agua.
La impaciencia y el miedo iban a volverle loco. Por suerte, el disparo apenas le había rozado la mano y después de recuperarse de la paliza que le habían propinado los policías, se había convencido de que en un momento u otro aparecería Nikolái para deshacer aquel terrible error. Naturalmente, Elías presentaría una queja formal y probablemente pediría que arrestasen o castigasen a los responsables. Imaginaba las palabras de disculpa de su guía, y se regocijaba viendo la cara de espanto de sus agresores. Él no era un campesino o un borracho al que podían apalear sin más. Era un invitado del Partido, un ingeniero brillante y prometedor que había ofrecido voluntariamente su talento a la causa del pueblo soviético y no merecía ser tratado como un perro. Pero lo cierto era que pasaban las horas y los días y Nikolái no aparecía, nadie le daba una explicación y cuando la exigió golpeando con rabia la puerta, el tercer día, y ésta por fin se abrió, lo que recibió fue un golpe de porra en el cuello. Ahora se encogía con inquietud cada vez que escuchaba abrirse el cerrojo de la trampilla.
Debía de haber otros como él. Escuchaba gritos y pasos al otro lado de la puerta, sonido de cancelas. Voces de hombres y de mujeres. También llantos que le encrespaban los nervios, sobre todo en las largas horas de la noche. Aquellos gritos y aquellos lamentos le tenían en estado de permanente alerta, le impedían conciliar el sueño, y cuando arrebujado en la manta lograba cerrar los ojos, sus pesadillas no eran mejores que la realidad que le rodeaba al abrirlos. En algún lugar remoto, más allá de la alta ventana enrejada que apenas alcanzaba la luz del día, se escuchaban campanas. Dedujo que se trataba del carrillón de una iglesia o un monasterio. También debía de haber cerca algún complejo industrial químico, a juzgar por las lejanas columnas de humo que veía y por el olor desagradable a huevo podrido que de vez en cuando inundaba la celda cuando el viento soplaba en su dirección. Campanas sacras, industrias, celdas y una rata que emergía de sus propios excrementos. Sin duda, aquélla no era la idea de la Unión Soviética que su padre le había inculcado desde niño. Él siempre había creído que Rusia era ese cuadro de Pasternak donde los jinetes bolcheviques de la caballería roja atacaban a un enemigo invisible como si flotaran sobre las nubes, o los atardeceres sobre el Volga, la belleza árida y desnuda de las estepas, la imagen del héroe sencillo y abnegado frente al aristócrata estúpido y engreído de las novelas de Dostoyevski.
Por fin la puerta se abrió con un prolongado quejido que puso en guardia a Elías. Un oficial le hizo una señal para que se pusiera en pie. Curiosamente, el olor a limpio de sus cinchas de cuero y a barba recién rasurada hizo albergar una especie de esperanza absurda a Elías. Después de todo, fuera de la celda existía gente civilizada, razonable. Todo se iba a arreglar. Subieron en un montacargas hasta un piso superior y al abrirse la reja recorrió otro pasillo, éste más amplio, con grandes ventanales que daban a un patio interior. Estaba lloviendo y las copas de unos grandes árboles se mecían de un lado a otro con fuerza. A lo lejos, se adivinaba el meandro del Moscova y las cúpulas de un monasterio ortodoxo. Sin duda, las campanas procedían de allí. El oficial se detuvo frente a una puerta de madera y llamó con los nudillos. Se oyó una voz grave al otro lado, hizo entrar a Elías y le indicó una silla frente a la pared. Elías obedeció encogido y aturdido por el repentino cambio de espacio.
Había imaginado que le conducían a una especie de despacho de interrogatorios, sórdido y triste, pero se encontró frente a una estancia enorme. Los techos eran altísimos y estaban remozados con frescos clásicos que evocaban, al modo bíblico, grandes sucesos de la historia soviética, sólo que los héroes eran aquí generales del Ejército Rojo, campesinos con pecho de búfalo que empuñaban una hoz u obreros con el puño en alto avanzando bajo un paisaje de grúas y chimeneas de ladrillo. A los lados había anchas columnas de granito con unas parras en los capiteles revestidas de pan de oro, a juego con el mobiliario barroco, sillones de patas recargadas y una enorme mesa de caoba. En el centro del techo colgaba una gruesa y alambicada lámpara de cristales que brillaba en formas múltiples y por todas partes había retratos de corte clásico. Elías reconoció algunos rostros: Pedro el Grande, Iván el Terrible, incluso la zarina Catalina II.
—¿Sorprendido? —le preguntó el funcionario que le esperaba detrás de la mesa. Era un tipo de estatura minúscula, tenía el rostro aniñado, y quizá para paliar ese efecto se había dejado un estrecho bigotillo, rubio como su cabello corto, a juego con sus ojos azules—. Éste es uno de los palacios de recreo de Nicolás II —le aclaró innecesariamente, al tiempo que indicaba con un gesto seco al oficial que se retirase, cosa que éste hizo como un autómata—. Está a las afueras de Moscú, y solía utilizarlo para meditar en el cercano monasterio que sin duda ha visto al venir hacia aquí. Nicolás II era un zar muy piadoso, ¿no lo sabía?
Elías apenas entendía lo que le estaba diciendo aquel hombrecillo que dando un rodeo se acercó hasta quedar frente a él. Instintivamente, negó con la cabeza. Lo único que quería era explicarse y dar por zanjado aquel malentendido.
El funcionario abrió los brazos abarcando su entorno:
—Así es; venía aquí a rezar después de ordenar las ejecuciones de sus adversarios. La culpa le torturaba, y eso le hacía débil —afirmó el funcionario con una risita cruel.
—No sé qué hago aquí. Soy un ingeniero español que ha venido a hacer prácticas. Nikolái puede confirmárselo. Todo esto es un penoso equívoco.
El funcionario le observó impertérrito.
—España es un gran país —dijo, con un inesperado tono festivo—. Nosotros adoramos a Cervantes; es probable que usted no lo sepa, pero entre nuestros niños el Quijote es muy popular. Personalmente, yo siento admiración por Calderón. Siempre ofrece metáforas y recursos a los que recurrir. Me fascina su romanticismo descarnado, su fuerza vitriólica y desesperada. Pero, si no recuerdo mal, fue Napoleón quien dijo de ustedes que eran un pueblo de asesinos supersticiosos, obcecados y sanguíneos, dominados por sus clérigos, traidores y poco fiables. ¿Qué le parece? ¿Cervantes y Calderón expresan bien lo que es su pueblo o tal vez sea más acertada la idea de Bonaparte?
Era evidente que el funcionario estaba jugando con él. Como un gato, zarandeaba de un lado al otro a un ratón que sabía que no tenía posibilidades de escapar, pero al que no quería matar de un simple zarpazo porque le resultaría demasiado aburrido. Se acercó a una mesita camilla y se sirvió agua de una jarra. Bebió lentamente, observando con indisimulada satisfacción a Elías. Bastaba con ver los labios amoratados del prisionero para darse cuenta del tormento que la sed le causaba. Sin embargo, no le ofreció beber. Todavía no. Dejó el vaso al alcance de sus manos y le permitió contemplar las gotas que resbalaban sobre la superficie para perderse en un surco húmedo sobre la mesa. Los ojos de Elías estaban enrojecidos ante aquella visión.
—¿Puedo beber, por favor?
El funcionario suspiró.
—El agua potable es un recurso limitado en Moscú. Para abastecernos estamos construyendo el Gran Canal, y para eso vino usted. Para ayudarnos. ¿O no era ésa su motivación?
Elías concentró su atención en el líquido y al hacerlo el polvo de su boca se espesó hasta convertir la saliva en cemento. Su garganta raspaba como el esparto.
—¿Es usted un judas, Elías?
La pregunta, dicha sin animosidad, más como la afirmación de una obviedad que como una duda, sacudió el cerebro de Elías.
—¡No! Por supuesto que no. Lo que pasó con los policías fue una desgracia. ¡Ellos me dispararon! —dijo mostrándole la mano vendada.
La mirada y el silencio del funcionario estaban dotados de una densidad especial.
—Puede decirme la verdad y beber —dijo con amabilidad al cabo de unos segundos.
¿La verdad? ¿Qué quería decir? ¿Por qué no le creía? ¡Estaba diciendo la verdad!
—Reconozca que es un agente trotskista que ha venido a infiltrarse entre las fuerzas obreras para socavar nuestra labor. Ésa es la verdad, ¿no es cierto?
—Pero ¿qué majaderías dice? Mi padre adora a Stalin, yo soy comunista desde los quince años. He venido por propia voluntad a trabajar y proseguir con mis estudios.
Elías percibió un acceso de cólera repentina en los ojos del funcionario, que asintió muy lentamente. Dio media vuelta sobre las alzas de sus zapatos y fue hasta la mesa. Descolgó el teléfono y dio una orden seca. Al colgar y volverse hacia Elías su rostro reflejaba fiereza.
Nikolái se estaba lavando las manos en el salpicadero de piedra. Las gotas de sangre se diluían entre pompas de jabón al resbalar por sus dedos. Examinó sus manos antes de secarlas con una pizca de asombro. Él era un hombre pacífico, de niño quería ser panadero como su padre, amasar el pan, cosas blandas y moldeables. Nunca imaginó que aquellas manos fuertes terminarían moldeando algo no menos maleable como el alma de los seres humanos. Se secó con una toalla mientras observaba en el reflejo del espejo el cuerpo entumecido de Claude en la silla. Había perdido momentáneamente el conocimiento pero los guardias no tardarían en hacerlo volver en sí. «Siempre es igual, —pensó con un deje de decepción—. Los que en apariencia son más fuertes y más rocosos son los que se derrumban primero». Desdobló las mangas de la camisa y se puso la chaqueta. Los nudillos de la mano derecha le ardían: por la mañana tendría una inflamación difícil de justificar en casa.
—Despertadle y que firme la declaración —ordenó a los guardias, observando con desprecio el rostro machacado del joven francés y los muñones sangrantes donde antes había habido dedos que ahora estaban esparcidos por el suelo. Él era el último. Sólo quedaba el español.
Ascendió al piso superior en el montacargas con la expresión concentrada. El guardia que vigilaba la puerta le abrió sin pedirle explicaciones y Nikolái cruzó el umbral con paso marcial. Ni siquiera se molestó en devolver la mirada al asombrado y, pobre estúpido, esperanzado Elías. Fue directamente a la mesa y entregó las declaraciones al funcionario. Ambos charlaron en voz baja un minuto, y a continuación, el funcionario se acercó a Elías con evidente satisfacción. En una mano llevaba las declaraciones de sus compañeros. En la otra algo insospechado: todas las cartas que Elías le había escrito aquellas semanas a su padre y que, como resultaba obvio, Nikolái no había echado al correo. Una por una, el funcionario las fue colocando en las manos temblorosas del joven: estaban repletas de subrayados en rojo y de comentarios al margen escritos en ruso.
Apesadumbrado y en estado de absoluto desconcierto, Elías alzó la cabeza y miró a Nikolái, buscando comprender qué clase de trampa era aquélla. Su guía le sostuvo la mirada imperturbable, como si jamás lo hubiera visto antes.
—Al parecer, usted considera que los métodos que utilizamos son bárbaros y crueles. No duda en revelar qué personas trabajan en el canal, cómo son los planos, cuáles son las dificultades, incluso aventura su opinión de que este proyecto es faraónico, demencial e inalcanzable. Eso sin tener en consideración la opinión que le merecen los cuadros al mando del proyecto: inútiles burócratas que utilizan a las personas como simple ganado.
Elías estaba grogui. Ni por asomo habría imaginado que su correspondencia pudiera ser violada, sus frases y palabras sacadas de contexto para dibujar una imagen absolutamente distorsionada de su persona. ¿Por qué? ¿Con qué finalidad? Buscó las respuestas en el guía. Y entonces recordó con estupor las reuniones que ambos habían mantenido en su apartamento del gran edificio del Gobierno, el modo aparentemente ingenuo con el que Nikolái le había sonsacado frases que ahora resultaban venenosas, opiniones discrepantes y críticas sobre lo que veía y oía, y le vino a la memoria la advertencia de Claude: «tened mucho cuidado con lo que decís en ese edificio, apuesto a que tienen micrófonos y agujeros en las paredes por todas partes». ¿Cuántas frases, palabras dichas al azar, habría recopilado aquel ser mezquino en su contra?
—Aquellos policías no estaban borrachos, ni acudieron a su encuentro por azar. Fueron a detenerle y usted se resistió violentamente —le acusó el funcionario, visiblemente satisfecho por el efecto demoledor de la repentina aparición de Nikolái—. Si esto no bastase en su contra, hay más: sus tres camaradas han firmado una declaración en la que se afirma que usted es el líder de una célula de espías trotskistas. Esos pobres incautos estaban a sus órdenes con el fin de sabotear las obras del Gran Canal.
No tenía ni pies ni cabeza, era ridículo y absurdo. De no ser por la sed, por el dolor de los golpes y las heridas, por la mirada pétrea de Nikolái, Elías hubiera soltado una carcajada ante semejante chaladura. Pero todo aquello iba muy en serio.
—Confiese y beba. El agua que traemos es fresca y saludable. Sus amigos ya lo han hecho. Todos afirman que usted es el cabecilla.
—¿El cabecilla de qué?
La mente se nubla ante lo absurdo, ante lo elemental uno enmudece, perplejo. Tenía sed, estaba cansado, aturdido. Quería cerrar los ojos, dormir y despertar en un tren rumbo a España. Olvidar aquella pesadilla. Posó la vista en el vaso de agua, transparente, cristalina. Pensó en la rata hociqueando entre su mierda, en los piojos de la manta, en el dragón del techo sobrevolando su cabeza. Se estremeció con los gritos que oía por las noches al otro lado de la puerta: ¿eran ellos, sus amigos? Claude, Martin, Michael, torturados, delatándole: ¿Por qué a él? ¿Por qué?
El funcionario le ofreció el vaso. Podía mutar su expresión, esa cara extraña y de lienzo, aniñada, hasta caer bien.
—Beba —le animó.
Al final, Elías cogió el vaso, se lo acercó a la boca y selló en aquel trago su destino.