5

Patricia estaba sentada al borde de la piscina con los pies metidos en el agua. Sus movimientos creaban tranquilas ondas que se expandían en círculos. Miraba ensimismada el fondo de azulejos, atrapada por los reflejos del sol. Javier estuvo observándola un buen rato desde la ventana de la cocina sin que ella se diera cuenta. Adoraba a su hermana pequeña, con su pequeña nariz pecosa y su pelo, que según le daba el sol cambiaba de tonos castaños a dorados. Era una sabionda, la mimada de su padre, consentida y a veces caprichosa, pero infinitamente ingenua. Era consciente de que ella lo echaba de menos, que lo admiraba y que le dolían sus rechazos, y a veces, Javier se sentía mal por no prestarle más atención.

Pero no siempre estaba dispuesto a soportar sus preguntas interminables. Patricia tenía una curiosidad insaciable y a menudo absurda que podía sacar de quicio a cualquiera. Un par de días antes la había sorprendido untándose con su crema de afeitar toda la cara y con la maquinilla en la mano. En lugar de enfadarse, Javier había estallado en una carcajada y se había entretenido durante veinte largos minutos en explicarle las técnicas del afeitado. No recordaba haberse reído tanto en los últimos meses. Pero por lo general procuraba evitarla.

Aunque nunca se atrevería a reconocerlo, tenía celos de ella, de la facilidad con la que se acercaba al cariño de su padre, de las largas e inagotables conversaciones que tenían y de la paciencia y el mimo que su padre derrochaba con ella. Podía pensar que cuando Patricia creciera esa unión se resquebrajaría, su hermana empezaría a tener un mundo propio muy distinto y su padre se sumiría en la perplejidad y en el desconcierto, sin saber cómo afrontar ese cambio; pero eso no le consolaba. Él no tuvo nunca esa complicidad, ni mereció más que una distancia fría, y a veces sorprendía en la mirada de su padre una extrañeza, como si no lo considerara su hijo, sino un bicho raro que se había metido en su vida sin saber cómo. Estaba convencido de que su padre no lo quería, que nunca lo había querido, y no entendía la razón. Era como si Gonzalo se sintiera mal con su presencia, y en cierto modo se lo hiciese saber. No le hacía reproche alguno, simplemente le mostraba su desagrado en silencio. Eso era lo que más odiaba Javier, el silencio permanente de su padre.

Siempre había intentado cumplir sus expectativas, pero resultaba agotador vivir sabiendo que cada paso que daba era observado con detenimiento, una especie de prueba continua: el modo de examinar las calificaciones académicas con una ceja arqueada, las preguntas estúpidas sobre novias y amistades, el modo disimulado de olerle la ropa o el aliento cuando llegaba tarde a casa los sábados por la noche. Incluso sospechaba que había estado hurgando entre sus cosas, aunque había tenido cuidado de no dejar huellas. Había descubierto las cosas levemente cambiadas, una muda fuera de sitio, un libro en el estante que no le correspondía… Javier esbozó una sonrisa malévola: quizá esperaba encontrar carpetas de pornografía, mujeres con grandes tetas de silicona, contorsionistas de circo duro, una bolsa con drogas, jeringuillas, o fajos de billetes de procedencia incierta. Le hubiera resultado mucho más sencillo sentarse con él a charlar, preguntarle directamente, pero no había dicho nada. Prefería callar, evitar afrontar la verdad.

Javier alzó la cabeza y vio a su hermana en el marco de la puerta. No se había secado los pies y había dejado tras de sí un rastro de gotas en el suelo.

—¿Qué ocurre?

—Hay un hombre negro mirando el jardín.

Javier salió a ver. Desde la cancela vio al hombre negro. En realidad era un joven de más o menos su edad. Se alejaba calle abajo con una americana de lino al hombro y la otra mano en el bolsillo. No parecía en absoluto sospechoso.

—Sólo era alguien curioseando —dijo, volviendo al interior. Horrorizado, vio lo que Patricia tenía entre las manos.

—¡Dámelo inmediatamente!

Durante unos segundos Patricia manipuló el revólver del calibre 38. Era un arma vieja y oxidada, pero todavía funcionaba, Javier lo había comprobado disparándolo en el campo. Por suerte, había vaciado el tambor. De modo violento se lo arrebató.

—¿Cómo lo has encontrado?

—Te vi esconderlo en el garaje.

Evidentemente, no lo había escondido bien. Si Patricia lo había encontrado, también podría hacerlo cualquier otro.

—A mí no me importa, pero papá se enfadará mucho si sabe que tienes eso —dijo su hermana, mirándole con una fijeza impropia de una niña de diez años. De repente, Javier entrevió algo en ella, una sabiduría que asomaba por el resquicio de su niñez.

—No tiene que enterarse si tú no le dices nada y si me prometes que no volverás a tocarlo.

Patricia había ocupado su sitio en el sillón giratorio del salón. Se daba impulso y daba vueltas levantando los pies del suelo. Javier detuvo en seco el giro y Patricia frenó tan bruscamente que su cuerpo salió impulsado hacia adelante. Tenía las mejillas sonrosadas y la expresión de estar un poco mareada.

—¡Prométemelo!

—No hace falta que me grites.

—No te grito.

—Sí que me gritas, y yo sé por qué estás enfadado todo el tiempo.

Javier notó cómo sus mejillas enrojecían.

—¿Qué es lo que sabes?

—Lo que haces… Y luego, siempre acabas llorando. A mí no me importa. Tendrías que contárselo a papá.

Javier sostuvo la mirada de su hermana, desafiante.

—Tú no sabes una mierda.

Patricia no se inmutó.

—Yo sé lo que sé.

Javier se enfureció, aferrándola con fuerza por los hombros.

—Me haces daño.

—¿Esto te parece doloroso? ¿Sabes lo que pasa cuando creces?

Su hermana negó con un mohín asustado.

—Que aprendes lo que es el dolor de verdad.

—Cuando vuelva papá se lo diré.

Javier alzó la mano, pero antes de estrellarla contra el rostro de su hermana se contuvo.

—No lo harás. Prométemelo. Porque si lo haces me marcharé y nunca más volverás a verme.

Patricia observó con alivio como la mano en alto de su hermano volvía a relajarse.

—Si tú me prometes que me llevarás contigo, yo te prometo que no diré nada de eso. No quiero que me dejes sola nunca, nunca, nunca.

Javier recibió desconcertado el abrazo de su hermana, le apretaba tan fuerte la cintura que parecía querer soldarse con él. Tragó saliva, emocionado, triste, asustado. Acarició el pelo húmedo de su hermana y la besó en la coronilla.

—Estaremos siempre juntos, te lo prometo.

Había quedado para comer con su madre. La agencia de viajes de Lola estaba en una calle del barrio de Gracia donde tocaba poco el sol, incluso en verano. El local no era muy grande pero era de propiedad y eso reducía los costes, y su madre, pragmática, había valorado eso por encima de otros condicionantes. La calle era poco transitada y la agencia ocupaba unos bajos feos, sin escaparate, sólo con una placa metálica en la fachada que pasaba inadvertida para los transeúntes. Javier sabía que su madre no necesitaba aquel negocio, que sólo funcionaba a medias. El abuelo Agustín se encargaba de que no les faltara de nada, pero era un modo de mantenerse ocupada y de creer que todavía era una mujer independiente.

Dos enormes esculturas de ébano de un hombre y una mujer desnudos hacían las veces de guardias impasibles a lado y lado de la entrada. La figura del hombre mostraba un falo que le rozaba la rodilla y la de la mujer tenía tallada la vulva de un modo tan explícito y exagerado que algunos clientes se azoraban al mirarla. Javier acarició con el dedo corazón los labios vaginales de la escultura imaginando que la veía estremecerse y que el tipo de la gran polla le maldecía desde su eternidad pétrea, muerto de celos.

Oyó la voz de su madre en el altillo a través del hueco de la escalera. Debía de estar acompañada; sólo se reía alargando las carcajadas exageradamente cuando estaba en presencia de alguien que no conocía demasiado. Subió al altillo por la escalera de caracol, sorteando las pilas de folletines publicitarios, y la encontró apoyada en la pared con los brazos cruzados. Algo le hacía mucha gracia. Javier siguió su mirada hasta alguien que estaba haciendo el payaso con una máscara de hechicero. Al descubrirse, el payaso dejó las monerías y se quitó la máscara. Eso congeló la risa de Lola, que se volvió hacia la escalera.

—¡Javier! ¿Qué haces aquí? Habíamos quedado más tarde.

Lola se tocó el pelo y le tembló un poco la voz, como si su hijo la hubiese sorprendido en una actitud poco decorosa. Esa sensación de incomodidad se acrecentó al abrocharse innecesariamente un botón de la camisa que hasta ese momento mostraba quizá un poco más escote del necesario. Javier no apartó la mirada del falso hechicero. En sus ojos había una pregunta: ¿Qué significa esto?

—Ya conoces a Carlos, ¿verdad? Va a ocuparse de nuestra ruta de agosto para Burkina Faso. —Su madre se acercó y cogió la máscara sin saber qué hacer con ella entre las manos.

Javier asintió. Sí, claro, conocía al tal Carlos. Su madre había olvidado que fue él quien les presentó. Carlos era estudiante repetidor de último curso de Humanidades, cinco o seis años mayor que Javier; se habían conocido unos meses atrás, en un bar, y habían trabado amistad. Buscaba un trabajo para el verano y había hecho otras veces de guía turístico por rutas africanas, así que Javier pensó que era buena idea presentárselo a su madre; ella lo contrató enseguida. El currículum de Carlos era más extenso que el de un aspirante a la NASA. Seguramente la mitad de esa información era falsa, pero eso no le había importado a su madre. Carlos era un seductor nato: pelo rubio y largo, con bucles desordenados a lo vikingo, perilla cuidadosamente perfilada con matices pelirrojos, collar de falsos colmillos a lo cocodrilo Dundee y pulseras de macramé, lo que le daba un aire retro. Vestía con calculado desaliño, un tejano lavado a la piedra que resaltaba sus atributos, un buen culo y una buena polla que podría competir con la estatua de abajo, botas camperas con rozaduras en la punta y una camiseta de Greenpeace. Un rompebragas profesional consciente de un atractivo que sabía cómo explotar.

—¿Le enseñabas a mi madre ritos chamánicos?

—Sólo hacíamos un poco el tonto para relajarnos. —Su voz era grave, pero amistosa; podría ser locutor de radio o actor de telenovela. Y para colmo, sus dientes eran perfectos. Aunque sonreía a Javier, su mirada de ojos almendrados no le acompañaba. Estaba dispuesto a mostrarse amable porque Lola estaba presente, pero sólo haría concesiones a un joven suspicaz hasta cierto punto, le advertía. Ambos se calibraron en silencio durante unos segundos que enrarecieron el ambiente, hasta que Carlos relajó los hombros. Javier adivinó entonces la ironía en el modo de estrecharle la mano al despedirse.

—Ya nos veremos.

Lola acompañó a Carlos a la salida, y Javier bajó detrás, a tiempo de ver cómo se despedían con un beso amistoso en la mejilla.

—¿Me lo ha parecido a mí o has sido un pelín desagradable? —le preguntó su madre cuando se quedaron solos en la tienda. Estaba molesta y nerviosa.

—¿Te gusta ese tío?

Lola miró a su hijo con alarma indisimulable.

—¿Qué clase de pregunta es ésa?

—Eso es lo que parece.

Su madre se plantó delante de él con los brazos en jarra, imprimiendo a su gesto toda la autoridad a la que podía recurrir en ese instante, aunque no logró resultar convincente.

—¿A qué viene esa tontería? Me estás ofendiendo.

—Hazme caso, mamá. Ese tío no te conviene. Yo sé de lo que hablo.

Lola soltó una carcajada seca, muy diferente a la que Javier había escuchado unos minutos antes. Ahora sonaba como el crujido de una caña seca al partirse en dos.

—Vaya, habló don experto. En primer lugar, no sé ni por qué estamos teniendo esta conversación; Carlos va a trabajar para nosotros, eso es todo. Y en segundo lugar, ¿qué crees que sabes? Tienes una imaginación muy calenturienta. No necesito que me convenga, me basta con que haga bien su trabajo, y te aseguro que sabe hacerlo.

Javier se encogió de hombros.

—Lo único que te digo es que tengas cuidado con él.

Lola se colgó el bolso al hombro y movió las llaves de la tienda en la mano.

—Me desagrada el sesgo de esta conversación con mi hijo de diecisiete años, así que vayamos a comer y olvidémoslo. ¿De acuerdo?

—Tengo casi dieciocho. —«Y tengo un revólver», pensó.

—Como si tuvieras cuarenta, Javier —atajó Lola con impaciencia.

Descendieron hasta la plaza del Reloj y buscaron sitio en uno de los restaurantes. Lola se sentó con la espalda muy erguida y desvió la atención hacia un grupo de palomas que se disputaban las migas dejadas en una mesa de la terraza. Se sentía incómoda por la interpretación errónea que su hijo hacía de lo que había visto. Pero en realidad se preguntaba cómo debía interpretarlo ella misma.

¿Qué se suponía que estaba haciendo con Carlos, un chico apenas mayor que su hijo? Tal vez tuviera el afán infantil de demostrar que estaba a la altura del joven, que merecía su admiración, más allá de resultar una madura atractiva y además su jefa. Un desliz ingenuo, sin importancia. No pensaba acostarse con el amigo de su hijo. Era una historia demasiado previsible, mil veces contada, que terminaba resultando patética. Mujer madura con chico joven. ¿No lo haría? ¿Estaba segura de eso?

Lola observó a su hijo. No era la primera vez que había pasado por algo así. Quería a Gonzalo, de eso no cabía duda. Pero también lo quería dieciocho años atrás, quizá más que ahora, de modo más vehemente, al menos. Y sin embargo, entonces cruzó aquella línea roja que ella misma había trazado: puedes fantasear con las vidas que quieras, pero ésta es la que tienes, la que has elegido y por la que debes pelear. Rompió la regla y tuvo un romance de varios meses con un viejo amigo de la universidad, de ésos que reaparecen en tu vida para convencerte de que te perdiste algo en el pasado y que todavía estás a tiempo de recuperarlo. Un chico que no significó demasiado, pero que la dejó embarazada. Ése era su secreto y debía cargar con él. Pudo abandonar entonces a Gonzalo, pudo decidir otro camino, y no se atrevió, o no quiso hacerlo. Tanto daba. Durante todos estos años había tratado de convencerse de que era la decisión correcta. Llegó Patricia y su nacimiento fue como esa piedra pesada que sella definitivamente el camino de huida. No había marcha atrás, pero no podía evitar sumergirse en esta sensación de haber vivido toda una vida comprimida desde que se casó: sin darse cuenta había ido cediendo parcelas de sí misma a favor de su familia, y ahora de nuevo estaban apareciendo pequeñas grietas, fisuras apenas perceptibles en su seguridad. ¿Quién era esta mujer que viviendo oculta dentro de ella pugnaba siempre por desestabilizarla?

—¿Por qué me has invitado a comer? —le preguntó Javier, rescatándola de esos pensamientos contradictorios.

—Deberíamos hablar de ti y de tu padre. Va a necesitarte estos días, Javier. No se trata sólo de lo que le ha pasado, todo es complicado: la muerte de su hermana, el cambio de bufete, la casa nueva… y la verdad es que no le pones las cosas fáciles.

Javier afrontó la mirada de su madre con el rostro inexpresivo. No quería que ella pudiese ver nada que no fuese frialdad.

—¿Y qué me dices de ti? ¿Se las pones fáciles tú?

Lola se quedó pasmada, movió los labios, cambió de postura las piernas cruzadas bajo la mesa y se concentró aparentemente en el pequeño ramo de violetas que adornaba el florero de la mesa. Estaban mortecinas, como las de las otras mesas, nadie las regaba ni les cambiaba el agua sucia, sobre la que flotaban pétalos azules y blancos, y pronto irían al cubo de la basura.

—Tu padre y yo tenemos una vida común. Y en ese camino, a veces es más fácil avanzar y en otros momentos uno siente que se queda estancado. Pero resolvemos nuestras diferencias porque nos queremos.

—Callar, fingir. Eso es lo que yo veo en esta casa. ¿Eso significa querer a alguien? ¿Mentirse? ¿Así se sustenta el amor?

El rostro de Lola cobró la firme textura de las cremas reafirmantes que utilizaba todas las noches. Una pesada máscara. Su hijo no sabía de lo que hablaba. La ignorancia siempre es atrevida, y él creía en la arrogancia de las palabras. Sobrevaloraba su uso, sin darse cuenta de que las palabras son a veces como cristales rotos, y que no puedes empujar a alguien a caminar sobre ellas con los pies desnudos.

—No tienes derecho a hablarme así.

Javier se limitó a remover el tenedor entre los espaguetis que le habían servido y a beber sorbos de agua sin gas. Su madre le miraba con insistencia. Apenas había probado sus tortellini pero ya llevaba dos copas de vino blanco.

—¿No tienes nada que decir? —insistió ella, esperando una disculpa.

Javier imaginaba que era como el saco de gimnasio que tenía en el garaje, colgado de una cadena para recibir la frustración de los demás en forma de patadas y puñetazos, que absorbía sin quejarse, con un débil balanceo. Había visto a su padre golpear ese saco con rabia, después del trabajo o de una discusión muy fuerte con su madre. Al acabar, la superficie verde del saco volvía a ser tersa, sin rastro de los nudillos, como si nada hubiese pasado. Su padre se iba a duchar, se vestía con la meticulosidad de siempre y se sentaba a la mesa con aquella gravedad de pastor luterano. Así era la vida de su familia. Había crecido entre desconocidos que se esforzaban en mantener la apariencia de tenerlo todo bajo control, pero que no podían evitar aquellos gestos que les delataban. Resultaba enfermizo haberse dejado atrapar por ellos, convertirse en uno más, con sus secretos, sus mentiras y sus silencios incómodos.

Se echó hacia atrás en la silla y negó lentamente con la cabeza. Imaginó lo que ocurriría en casa si contase lo que había hecho, o peor aún: lo que era. Su padre apuntalaría con fuerza las piernas sobre los talones, haciendo crujir sus zapatos, lo miraría fijamente durante unos minutos y tal vez pronunciaría alguna frase terrible, pero lo haría de un modo tan civilizado que apenas se percibiría la crueldad de su sentencia, inapelable. En cuanto a su madre, reaccionaría con estupor moviendo los ojos de un lado a otro con desesperación, quizá llorase, pero se sobrepondría, le estrecharía entre los brazos, le besaría el pelo llamándole con aquellos diminutivos que tanto le gustaba seguir usando, porque le asustaba que su niñito ya tuviera vello púbico, y durante algunas mañanas le llevaría el desayuno a la cama. Y por las noches, Javier tendría que taparle los oídos a Patricia para no escuchar las cosas terribles que sus padres se dirían, los eternos reproches, la elusión de sus propias responsabilidades descargándolas con odio en el otro. ¿Y todo para qué? ¿Para obtener una absolución que ya no era posible y que acaso ni siquiera deseaba? ¿Quiénes eran ellos para juzgarle?

—Tienes razón, mamá. Lo siento, no debería haberte hablado así. Arreglaré las cosas, me comportaré con papá.

Lola observó a su hijo con desconfianza.

—¿Lo prometes?

Javier observó las palomas grises peleándose por las migajas bajo la mesa. Se picoteaban con saña, revoloteaban dejando en el aire una nube de plumas rotas. Miró a su madre con una sonrisa beatífica. La mejor que pudo encontrar en su interior. En aquella familia todo el mundo se prometía cosas que luego no se cumplían. ¿Qué podía importar una más?

—Claro. Lo prometo.

Un sonido le avisó de que tenía un mensaje en el teléfono:

¿Nos vemos esta noche donde siempre? Necesito que me ayudes.

Javier se quedó pensativo. Tecleó una respuesta rápida:

No quiero volver a verte. Creí que quedó claro la última vez.

Detuvo el dedo antes de enviarlo. Lo pensó mejor y reescribió con una mezcla de sensaciones, entre el anhelo y la derrota, otra respuesta:

Espero que esta vez no me dejes plantado.

Lo envió y borró el registro de la bandeja antes de tener tiempo de arrepentirse.

Su madre lo observó con curiosidad.

—¿Una novia?

Javier apretó las manos bajo el mantel. ¿Para qué tienen ojos las personas? Les bastaría con dos botones ciegos que taparan el hueco de sus miradas vacías.

—Sí, algo así. ¿Me harías un préstamo?

Lola abrió la cartera y le entregó tres billetes doblados.

—No creo necesario que comentemos esto con tu padre.

Javier observó los billetes nuevos antes de guardárselos.

—¿Te refieres al dinero, a esta conversación o a lo que ha pasado en la agencia?

Lola absorbió la mirada irónica de su hijo. Tal vez Gonzalo no fuera su verdadero padre, pero desde luego, Javier tenía su mismo carácter.

Desde lo alto de la carretera se advertía a lo lejos, en la zona de la presa, el enorme socavón que las máquinas estaban haciendo en la montaña y los camiones que iban y venían por la orilla del lago impregnando el aire de un polvo espeso y calizo. Gonzalo bajó del coche y descendió la ladera pedregosa con el plano que Agustín González le había entregado. Le había sorprendido el repentino cambio de parecer de su madre. Cuando fue a verla para explicarle la propuesta de su suegro, iba preparado para una larga y estéril discusión, pero sorprendentemente, su madre apenas había opuesto resistencia, incluso parecía querer cerrar aquel asunto con rapidez. Gonzalo tenía la sensación de que ella estaba esperando lo que iba a decirle, y que ya había tomado con antelación una decisión.

El puente de madera que salvaba el arroyo seguía ahí. Se preguntó si las viejas tablas podrían soportar todavía su peso. No se acercó a comprobarlo. Le habría dolido la evidencia de que los adultos pesan más que los niños, por razones que no tienen ver con las hechuras de la carne. Quizá su nombre y el de Laura continuaban grabados en el pasamano de madera. «Eso estaría bien, —se dijo—: que algunas cosas permanezcan inalterables pese al abandono». La casa estaba arrinconada entre la montaña áspera y un barranco sin más accesos que un par de senderos escarpados. Vaciló, como si se propusiera pasar de largo y regresar al coche, pero en el último momento sacó la llave del bolsillo y abrió el candado de la cancela.

Apenas quedaba rastro del antiguo camino empedrado que llevaba hasta la entrada principal, y los parterres que cuidaba su madre con mimo se habían liberado de su forma francesa, desbocados, como seres enloquecidos. Los rosales trepadores habían crecido en fuga sin la ayuda de guías e infectados irremediablemente de pulgón. Las rosas silvestres, macilentas, no evocaban alegría sino un aire de cementerio abandonado. La fachada se resquebrajaba peligrosamente, pero todavía se empeñaba en una dignidad ajena a la herrumbre que la rodeaba. La vocación de aquella casa siempre fue ser monumento al olvido.

El interior estaba devastado. Los muebles rotos se repartían por el salón, alguien había arrancado las puertas a patadas, dejando un rastro de astillas colgando de los goznes. En un rincón permanecía la cómoda, milagrosamente intacta, protegida por espesas telarañas. Un ratón de campo se paseaba sobre un montón de flores fosilizadas, royendo un pedazo de tallo. Sus ojillos de cristal observaron a Gonzalo preguntándose qué hacía allí. Sobre una repisa de cemento había una vieja radio con la carcasa rota. Pulsó una tecla. Cuando ésta golpeó en el vacío, ese sonido resonó como el canto de las viejas canciones que a veces, cuando ella estaba mejor, canturreaban los dos, mirando por la ventana. «Y busqué entre tus cartas amarillas, un te quiero, vida mía…». Canciones de otros tiempos. Abrió un cajón y una lagartija se escabulló hacia el fondo. Entre trapos deshilachados que alguna vez fueron una mantelería de paño encontró una vieja libreta escolar de tapas verdes, con la tabla de multiplicar en la parte posterior. Limpió el polvo y la sacudió. Cinco por uno es cinco, cinco por dos diez, cinco por tres quince… Sonrió al recordar la cantinela en clase, todos a una, mientras el profesor les dirigía con la regla en mano como un director de coro. Los pupitres dobles con agujero para el tintero, el mapa geográfico con los ríos de España, el abecedario escrito con letra gótica en la pared. Las tardes y los años de tedio, mirando cómo llovía detrás de las ventanas, aquellos sacerdotes hablando de san Pablo, de los escolásticos o de las teorías de Copérnico, mientras él soñaba con regresar en verano al lago y correr a bañarse en sus aguas turbias con Laura. Y cada mes de junio, al presentarse en casa con su viejo petate, la conciencia de que estaban un poco más lejos el uno del otro. Todavía se sonrojaba al recordar la impresión que le causó descubrir que su hermana tenía tetas. Unos pechos blancos y firmes con pezones sonrosados, y la mirada de pudor de ella al sentirse observada. Después de aquella primera mirada, ella no se bañó más desnuda con él. Eso era hacerse adulto, ocultarse de los demás.

Salió de la casa y la rodeó. El sol se estaba poniendo. Fuera del camino, las hojas podridas se amontonaban en los márgenes. En la hondonada quedaba parte del cobertizo. Al asomarse a través del portón que ajustaba mal, notó cómo el viento traía la presencia de su padre, arreglando el viejo Renault, inclinado sobre el capó abierto con los brazos arremangados revisando bielas, bujías o lo que demonios repasara con un trapo y una varilla, y Gonzalo tras él como un retaco atento a sus indicaciones para acercarle una llave inglesa o un martillo que apenas podía sostener.

Empujó la puerta y ésta cedió sin oposición, como si estuviera esperando su regreso. El techo estaba agujereado y olía como huelen los espacios que no respiran. Un desorden imposible de recomponer lo recibió. Su mano resbaló por esas paredes como si pudiera resucitar los recuerdos con el tacto: le venían a la mente horas de charla en voz baja con su padre para no despertar a su madre a la hora de la siesta, el olor de los puros caliqueños que fumaba, los atardeceres cuando su padre se sentaba en una silla y tocaba con emoción las teclas de su vieja máquina Densmore. Era curiosa la memoria; se olvidan acontecimientos primordiales y se recuerdan detalles insignificantes. Él se acordaba perfectamente de aquella máquina, la misma que salía en su sueño: era un modelo de 1896, pero funcionaba perfectamente, negra y dorada con las teclas redondas de marfil, de las que se había decolorado parte de las letras. El rodillo funcionaba todavía y al llegar a su tope emitía un timbrazo como de bicicleta. Las varillas que imprimían las letras estaban situadas en forma de abanico y no permitía variar el tamaño o la tipografía de la letra. Había que tener buenos dedos y teclear con fuerza para impresionar en el papel. Despacio, una tras otra, las letras formaban palabras, y las palabras, frases. Gonzalo se preguntaba dónde fueron a parar todas aquellas palabras, cuál fue su destino. Qué contaban.

—¿Qué quieres ser de mayor, Gonzalo? —le preguntó una vez su padre.

—Yo no quiero ser mayor. Quiero ser siempre tu hijo —como si la condición fuera mantenerse en los cinco años.

Salió del cobertizo y lo rodeó por la parte trasera. Un pequeño bancal cubierto de matojos se abría al valle. Entre las malas hierbas sobresalía la tumba sin cruz ni lápida, sólo distinguible por el pequeño montículo de tierra apelmazada sobre la que habían nacido las amapolas entre las que zumbaban los moscardones. Gonzalo consintió en cavarla porque se lo pidió su madre, y en enterrar un traje gris en el lugar del cuerpo que jamás apareció. Era el traje que él llevaba puesto la mañana que se casaron. Durante mucho tiempo, su madre pensó que él volvería, que se vestiría de nuevo con aquel traje que guardó celosamente durante años, y que todo sería como antes. Un antes que sólo les pertenecía a ellos dos, no al mundo, ni a los hijos, ni a las leyendas. Sólo a su intimidad. Y en cambio ahora estaba dispuesta a entregar aquella esperanza a los dientes de una excavadora. ¿Por qué?

Cerca de la tumba había una higuera. Una vez colgó allí un neumático viejo amarrado a una de las ramas con una soga. Gonzalo se recordaba balanceándose, contemplando el valle, en unas vacaciones, al regresar del internado, poco antes de que le expulsaran, a los dieciséis años. El sacerdote de la asignatura de religión les había estado hablando de Judas Iscariote y de su trágico final. Gonzalo apenas prestó atención al drama del traidor, sólo le interesaba saber si el Iscariote se ahorcó en un olivo o en una higuera, la clase de árbol donde consumó su cobardía. Suicidarse era de cobardes, pensó aquel verano de su adolescencia. Ahora ya no estaba tan seguro. El amor demuestra lo inútil de los prejuicios.

A lo lejos el cielo era un horizonte punteado de nubes, el mismo de siempre. Se sentó con la espalda apoyada en el tronco y contempló un paisaje que fue de los dos, de su hermana y de él. Era extraño estar aquí sentado, después de tanto tiempo, como antes. Gonzalo era el callado y Laura la que hablaba a todas horas, de cualquier cosa. Su hermana llegó a pensar que era un poco tonto, y eso no hizo que lo quisiera menos, pero le preocupaba su silencio, siempre tan concentrado dentro de su mundo. Sobre todo cuando regresaba del internado, Laura lo espiaba como si tuviese miedo de que le estallara lo que traía dentro.

En los inviernos de la niñez solía nevar. Laura saltaba desde la ventana del dormitorio y se zambullía de cabeza en las montañas de nieve esponjosa, mientras que él prefería apelmazarla para hacer todo tipo de animales o formas. Desde primera hora de la mañana cortaba la nieve endurecida durante la noche, creando aquellas figuras extraordinarias y efímeras. Ya entonces eran muy distintos y el amor que se tenían no bastaba para disimular aquellas diferencias. Gonzalo era el paciente, el voluntarioso, mientras que Laura prefería destrozar aquellas creaciones de nieve sólo para verlo enrojecer de rabia. Al pensar en aquellas crueldades pequeñas, sonrió. Laura nunca tuvo capacidad para la quietud y le consideraba a él tan serio, tan preocupado por la vida de los demás sin atender a la propia. Tenía razón, Gonzalo siempre fue demasiado sensato para su edad, desde que era un chiquillo orejudo y taciturno que recriminaba a su hermana cuando esta salía con los chicos mayores del pueblo.

La echaba de menos, no a la mujer en que se convirtió, sino a su hermana mayor, la que le cogía de la mano y lo llevaba de excursión al lago cuando sólo era un chiquitín de cinco años, asustadizo como un gorrión. Aquella distancia los había destruido, y muchas veces, cuando visitaba a su madre en la residencia, se sentaba delante de ella y le preguntaba por qué aquel rencor, por qué no hacían las paces. Pero su madre sólo lo miraba y en su mirada no veía arrepentimiento, ni culpa. Sólo un odio profundo. Ahora ya era tarde, no tiene sentido ajustar cuentas con quien ya no puede pagarlas, pero Esperanza seguía empeñada en aquel odio seco hacia Laura. Todo por aquel maldito artículo que escribió sobre su padre.

Ojalá Laura nunca lo hubiera escrito. Las palabras no son más que bosquejos que no logran traspasar la realidad, y su hermana nunca lo entendió; las acumulaba, las anotaba, buscaba su significado y las memorizaba, se dejaba llevar por la fuerza de las expresiones, pero no se daba cuenta de que, a menudo, las palabras mueren por su trivialidad. Eran demasiado grandilocuentes, esperaba demasiado de ellas, cegada por el sonido y sin entender el eco del silencio que quedaba detrás. Las cosas importantes no necesitan decirse para ser ciertas, y a veces el silencio es la única verdad posible. Hubieran podido olvidar aquellas palabras escritas, aquellas infamias sobre Elías, borrarlas de la memoria, quemarlas, pero ¿cómo se quema lo que te arde por dentro? ¿Qué hacer con las cenizas si, por mucho que uno se empeñe en esparcirlas, el viento las deja una y otra vez amontonadas en la puerta de tu casa?

—No debería haber vuelto aquí —murmuró. Quizá su suegro tenía razón y lo mejor era permitir que las máquinas arrollaran con todo. Los recuerdos siempre salen derrotados ante la realidad desnuda. No tenía sentido empeñarse en volver a los espacios del pasado que se sostienen todavía en pie. El resultado era decepcionante. Lo que se ha ido no vuelve. Le gustaría creer que bastaría con abrir los portones y tapar las goteras para que todo fuese como antes. Remodelar la casa, volver a habitarla como había soñado hacer años atrás, antes de ceder a la vida impuesta por Lola y su suegro. Pero ¿cómo reconstruir ahora la imagen de todos ellos, de su padre, de su madre, de su hermana y de él mismo? ¿Dónde encajarlo? Y sin embargo, Gonzalo estaba encadenado a este lugar para siempre. Como el perro doméstico de aquella fábula del lobo flaco que le obligaron a aprender de muchacho. Esopo tenía razón: podemos alargar la cadena, pero llega el momento en que notamos cómo tira de nosotros.

Cerró los ojos, como cuando Laura le obligaba a jugar al escondite, ocultándose lo suficientemente cerca para que él pudiera encontrarla, porque le asustaba la soledad. ¿Dónde estoy? «Lejos, Laura, —pensó—. Estás muy lejos». Nada es del todo cierto y nada es del todo falso. Dentro de la apariencia existe la evidencia, y aun dentro de ésta, la siguiente. Gonzalo se preguntaba qué parte de la realidad era su hermana, qué parte él mismo y qué parte aquella casa y su pasado. Juntos formaban un todo, separados en partículas errantes, sólo eran sueños perdidos.

Regresó a la carretera sin prisa. Antes de subir al coche lanzó una última mirada hacia la explanada de su vieja casa. Desde allí no podía ver la tumba tras el cobertizo, ni nada de lo que albergaban sus ruinas. La nube de polvo de las obras del lago se elevaba en el valle como la erupción de un volcán.