12. NUBES DE TORMENTA
A pesar de lo que había visto y oído en el salón la tarde anterior, Gisselle insistió en culparme a mí, argumentando que no había hecho todo lo necesario para persuadir a Daphne de que nos dejase quedarnos y continuar el curso en un colegio de Nueva Orleans.
—Tú al menos encuentras algún aliciente en Greenwood —me había reprochado antes de acostarnos—. Tienes a tu idolatrada señorita Stevens y la pintura para ocupar el tiempo, y puedes correr hasta la mansión de los Clairborne y flirtear a tu capricho con el nieto ciego; pero yo no disfruto de otra diversión que ese grupo de crías tontas e inmaduras.
—Yo no flirteo con Louis —puntualicé—. Siento lástima de él. Es un joven que sufre un serio trastorno psicológico.
—¿Y qué me dices de mí? ¿Crees que mi psique no sufre también? Estuve en las puertas de la muerte; soy una tullida. Y tú, mi propia hermana, no me tienes ni una pizca de piedad.
—Te equivocas —respondí, pero había un fondo de mentira. Pese a que Gisselle estaba confinada en una silla de ruedas, cada vez me resultaba más difícil compadecerme de su suerte. La mayor parte del tiempo, mi hermana se las ingeniaba para hacer su voluntad por encima de todo, y habitualmente a costa de terceros.
—¡No es verdad! Y ahora tengo que volver a ese agujero infrahumano.
Luego le había dado una rabieta y había empezado a dar tumbos por la habitación, tirando los objetos de la cómoda y esparciendo la ropa en el suelo. La infortunada Martha tuvo que entrar y enderezar aquel caos antes de que Daphne descubriera lo que había hecho su hijastra.
Por la mañana Gisselle se sentó rígidamente en su silla de ruedas, tan erguida como si la hubieran rebozado de cal, sin mover un solo miembro y entorpeciendo al máximo el traslado de una silla a otra. Rehusó probar un bocado del desayuno y tuvo los labios tan apretados que parecía que se los habían cosido con sutura. Aunque hacía todo aquel número en honor de nuestra madrastra, Daphne no presenció su desplante. Se limitó a transmitir órdenes a Edgar, Nina y el chófer, y a enviar recordatorios con avisos adjuntos para nosotras. Bruce Bristow llegó poco antes de nuestra partida a fin de comprobar que la operación se realizaba sin incidentes y a la hora exacta. Fue la única vez en que Gisselle se pronunció.
—¿Quién eres tú —le provocó—, el ordenanza de Daphne?
"Bruce, ve a buscar esto; Bruce, trae lo otro."
Gisselle rió de su propia mofa. Bruce sonrió como Si nada y fue a supervisar la colocación del equipaje. Frustrada y rabiosa, Gisselle capituló y se sentó con el cuerpo tenso y los ojos cerrados, en una postura muy similar a la de los pacientes que había en el sanatorio de tío Jean aprisionados por una camisa de fuerza.
El trayecto de vuelta a Greenwood fue casi tan desolador como el viaje de ida para asistir al duelo de papá. El día estaba aún más plomizo que entonces, con unos desvaídos cielos grises escoltándonos todo el camino, pespunteados por una fina llovizna que al salpicar el parabrisas creó la necesidad de aplicar las monótonas escobillas. Gisselle se encerró con la hermeticidad de una ostra en su rincón del asiento trasero, sin contemplar el paisaje ni siquiera una vez después de que dejásemos Nueva Orleans. Ocasionalmente me dirigía a mí miradas de ánimadversión.
Yo, por mi parte, estaba ansiosa de hacer literalmente lo que había dicho mi hermana: volver al trabajo con la señorita Stevens y volcar todas mis energías y mi atención en el desarrollo de mi talento artístico. Tras pasar unos días sometida a los ojos escrutadores y el tiránico dedo pulgar de Daphne, casi agradecí la visión de Greenwood cuando ascendimos el camino de acceso y atisbé a las chicas que rondaban por el césped después de las clases matutinas, riendo, bromeando, hablando con una animación que ahora envidiaba. Incluso Gisselle se permitió rebullir un poco. Yo sabía que no reconocería su derrota y su desilusión ante las discípulas de su cohorte.
A decir verdad, en cuanto se vio en el pabellón, volvió instantáneamente a su actitud y talante anteriores, negándose a aceptar las expresiones de simpatía y actuando como si la muerte de nuestro padre no hubiera sido más que un tremendo engorro.
Llevaba apenas un par de minutos en la habitación y ya había abierto la veda contra su chivo expiatorio y compañera de cuarto, Samantha, abochornándola porque había tenido la osadía de cambiarle de sitio algunas cosas durante su ausencia. Todas oímos la conmoción y salimos a ver qué pasaba. Samantha estaba desecha en llanto en el umbral, allí donde Gisselle la había acorralado con su diatriba.
—¿Cómo te has atrevido a tocar mis cosméticos? Y me has robado perfume, ¿no es así? ¿No es así? —machacó—. Recuerdo que el frasco estaba más lleno.
—Yo no he hecho nada.
—¡Ya lo creo que sí! Y también te has probado mis vestidos. —Viró de manera abrupta y me miró echando chispas—.
Fíjate lo que he tenido que tolerar desde que me obligaste a abandonar tu habitación para compartir ésta con ella —me increpó.
Casi me desternillé de risa al oír tamaño embuste.
—¿Yo? ¿Que yo te eché? Te recuerdo que fuiste tú quien me instigó a mudarme al cuarto de Abby. ¡Y con qué insistencia! —
dije. Vicky, Kate yJacqueline hicieron gestos de aquiescencia porque sabían que era la pura verdad, pero ninguna quiso salir en mi defensa y exponerse a las iras de Gisselle.
—¡Lo niego rotundamente! —rugió ella, tan congestionada por la furia de haber fracasado que parecía que fuese a estallarle el cráneo. Aporreó con los puños los brazos de la silla y agitó el cuerpo convulsivamente, tanto que temí que volcase—. ¡Te deshiciste de mí en tu afán obsesivo de estar con aquella mulata! —Sus párpados temblaron, puso los ojos en blanco y empezó a sacar espuma por la boca, tosiendo y atragantándose.
Todas creyeron que iba a sufrir un ataque epiléptico, pero yo había visto otras veces la actuación.
—Muy bien, Gisselle —dije con tono resignado—, serénate. ¿Qué quieres?
—¡Quiero que ella salga de aquí! —exigió con el dedo índice estirado hacia Samantha, que estaba tan perpleja y atemorizada como un pequeño gorrión al que expulsaran del nido.
—Entonces, ¿debo instalarme otra vez contigo? ¿Es eso lo que deseas? —pregunté, haciendo acopio de toda mi flema.
—No. Viviré sola y ya me las arreglaré —clamó mi hermana gemela, cobijando el cuerpo en su propio abrazo y afianzándose en la silla—. Mi única condición es que ella se vaya.
—No puedes meter y sacar a la gente de tu habitación como harías con tus animales de peluche, Gisselle —la reprendí.
Gisselle ladeó despacio la cabeza y prendió los ojos de la pequeña Samantha, abrasando con su escrutinio a aquella diminuta rubia panocha.
—Yo no saco a nadie. Es ella quien quiere dejarme, ¿no es verdad, Samantha?
La muchacha me miró. Era la viva estampa del desamparo.
—Puedes alojarte conmigo, Samantha —ofrecí—, si Gisselle está segura de que se apañará bien por su cuenta.
Ahora que Daphne nos había forzado a volver a Greenwood, sabía que mi hermana no tendría otro objetivo en la vida que hacernos a todos tan desdichados como lo era ella.
—Sí, claro —se lamentó—, ponte de parte de la otra, como sueles hacer. Somos gemelas, pero ¿cuándo te has portado conmigo como una hermana? ¿Cuándo?
Cerré los ojos y conté hasta diez.
—Gisselle, por favor, aclaremos este asunto de una vez por todas. ¿Quieres que Samantha se cambie de habitación, sí o no?
—¡Por supuesto que sí! Es una... ¡una patética virgen!
—despotricó mi hermana. Luego retorció la boca en una mueca malévola para añadir —: Su sueño es acostarse con Jonathan Peck.
—Arrimó la silla a ella—. ¿No es eso lo que tú misma me contaste, Samantha? ¿No anhelas saber qué sentirías si Jonathan tocara tus lindos pechitos y te besara más abajo del ombligo, te lamiera con su húmeda lengua...?
—¡Cállate, Gisselle! —exclamé con voz atronadora. Mi hermana sonrió a Samantha, por cuyas mejillas fluían gruesos lagrimones. No sabía cómo reaccionar, cómo enfrentarse a aquella virulenta traición.
—Recoge tus pertenencias, Samantha —la urgí—, y llévalas a mi habitación.
—Quiero que todas las cosas que dejé guardadas allí sean trasladadas a la mía —ordenó Gisselle—. Kate os echará una mano, ¿verdad, Kate? —le rogó con tono amable.
—¿Cómo? ¡Ah, sí, desde luego!
Mi hermana me dedicó una sonrisa hipócrita, miró con encono a Samantha y por fin maniobró la silla de ruedas para retornar a su alcoba, mascullando en voz alta que tendría que revisarlo todo para ver qué más había robado o utilizado su antigua compañera.
—No le he quitado nada, lo juro —volvió a exclamar Samantha.
—Limítate a liar tus bártulos —le recomendé—, y no intentes justificarte ni dar explicaciones.
No me molestaba tener una nueva compañera de habitación, y pensé que a Gisselle le sentaría bien luchar un tiempo en solitario. Tal vez así aprendería a valorar la ayuda que todos le prestábamos. Pero, ya fuera por despecho o por terquedad, mi hermana me sorprendió deshaciendo sus maletas sin mi intervención, cambiándose de vestido y zapatos para la cena, lavándose el cabello. A Kate le fue concedido el privilegio de transportarla de un sitio a otro ahora que Samantha era persona non grata. Al menos temporalmente, las aguas parecieron volver a su cauce.
Aquella noche, después de cenar y mientras Vicki me ponía al día de los temas que habían tratado en las clases en las que ambas coincidíamos, Jacki fue a la alcoba para avisarme de que tenía una llamada telefónica. Acudí al punto, suponiendo que sería Beau o Paul, pero resultó ser Louis.
—Me he enterado por la señora Penny del fallecimiento de tu padre. Quise llamar a Nueva Orleans, pero mi tía se negó a darme el número de teléfono. Dijo que sería inadecuado. En fin, Ruby, lo he sentido mucho.
—Gracias, Louis.
—Sé lo que significa perder a tus padres —continuó.
Estuvo callado un momento y mudó el tono de voz—. Mi vista ha hecho progresos lentos, pero significativos —dijo—. Distingo las formas mejor y más claramente. Aunque todavía lo envuelve todo una bruma grisácea, los médicos se muestran optimistas.
—Me alegro mucho por ti, Louis.
—¿Podré verte pronto? "Verte", ¡qué palabra tan maravillosa! ¿Qué me dices?
—Sí, naturalmente.
—¿Por qué no vienes a cenar mañana? —me propuso muy excitado—. Le diré a la cocinera que prepare un quingombó de gambas.
—No podrá ser, Louis. Mañana tengo servicio de comedor y no sería correcto pedir a otra compañera que me sustituyera.
—Pues ven a hacer la sobremesa.
—Lo más probable es que tenga un montón de deberes atrasados —contesté.
—Claro. —Su desencanto supuró a través del teléfono.
—Dame un poco de tiempo para reintegrarme —le rogue.
—Sí, perdóname. Es que estoy impaciente por que veas cuánto he mejorado. Una mejoría —recalcó tiernamente —que se inició al conocerte a ti.
—Eres muy gentil al decir eso, Louis, pero no sé cómo puedo haber influido en tu proceso.
—Yo sí —respondió con voz enigmática—. Te lo advierto, voy a volverte loca hasta que vengas a visitarme —bromeo.
—De acuerdo —dije, soltando una carcajada—. Iré el domingo después de cenar.
—Espléndido. Quizá para entonces habré progresado más y te asombraré diciendo de qué color son tu cabello y tus ojos.
—Así lo espero —aseguré.
Sin embargo, una vez hube colgado el aparato, sentí que una ansiedad indefinible se arremolinaba en mi estómago y ascendía al corazón, donde se asentó como un dolor sordo. Era agradable que Louis creyese que yo le había ayudado, y me halagaba pensar que podía haber ejercido un impacto tan sensacional en un problema de la gravedad de su ceguera, pero sabía que él me estaba atribuyendo demasiada importancia y que empezaba a depender excesivamente de mi compañía. Temía que creyese que se había enamorado de mí, y que imaginase ni siquiera que era correspondido. Me prometí que pronto, muy pronto, le hablaría de Beau. El conflicto era que tal vez malograría su delicada curacion; y su abuela y su prima, la señora Ironwood, tendrían una infamia más que achacarme.
Regresé a mi habitación y mi trabajo, zambulléndome en la lectura, los apuntes y los estudios porque eran el mejor medio de abstraerme de los fúnebres sucesos que había vivido y la carga abrumadora que pesaba ahora sobre mis espaldas. Al día siguiente todos los profesores nos dieron comprensión y estímulo, siendo Rachel Stevens quien más me alentó, ¡cómo no! Volver a su clase fue como emerger de una tumultuosa tormenta de estío a la brillante luz del sol. Retomé mis pinturas inconclusas, y quedamos provisionalmente en encontrarnos en el lago interior de la escuela el sábado por la mañana para acometer nuevas obras.
En los días siguientes, Gisselle siguió maravillándonos a mí y a todas las demás con su nueva autonomia. Excepto por las ayudas motrices de Kate, proveyó a sus propias necesidades.
Cerraba a cal y canto la puerta de su habitación siempre que estaba dentro Samantha, por el contrario, parecía triste y perdida.
Cuando Gisselle iba con Kate y Jacqueline, pasaban las tres de largo. La muy infeliz se arrastraba tras ellas como un perrito faldero que hubiera sido apaleado y echado de su casa, pero no tuviera otro sitio donde ir. Obviamente por orden de Gisselle, Jacki y Kate se pegaron a su rueda y no se dignaron hablarle, ni siquiera admitir su presencia. Actuaban como Si fuera invisible.
—¿Por qué no intentas hacer nuevas amistades, Samantha? —le sugerí—. Quizá podrías incluso exponerle el caso a la señora Penny y pedirle que te busque alojamiento en otra sección.
Ella agitó la cabeza vigorosamente. La idea de dar tamaña campanada, ni aunque fuese en una situacion extrema, aterraba a aquella muchachita tímida e insegura.
—No es necesario. Todo se solventará —me dijo.
No obstante, el jueves por la noche al volver de la biblioteca con Vicki, encontré a mi compañera ovillada en la cama llorando en silencio. Cerré la puerta y corrí a su lado.
—¿Qué ocurre, Samantha? ¿Qué ha hecho ahora mi hermana? —pregunté con voz de hastío.
—Nada —balbuceó—. Todo va bien. Volvemos a ser...
amigas. Me ha perdonado.
—¿Cómo? ¡Pero eso es absurdo! ¿Dices que te ha perdonado?
Ella asintió, aunque continuó de espaldas a mí, arrebujada obstinadamente en las sábanas. Aquel modo de comportarse espoleó mis más negras sospechas. El pulso se me disparó con una premonicion cuando le puse la mano en el hombro y dio un rebrinco, como si tuviera los dedos de fuego.
—Samantha, ¿qué ha pasado mientras estaba fuera?
—demandé. El llanto arreció—. ¿Samantha?
—No he podido evitarlo —contestó entre gemidos—. Me han obligado entre todas. Han dicho que tenía que hacerlo.
—¿Que hacer qué, Samantha? ¿Samantha? —insistí, vapuleándola—. ¿De qué se trata?
De pronto, dio media vuelta y enterró la faz en mi regazo, a la vez que me rodeaba la cintura con los brazos. Todo su cuerpo se estremeció en sollozos.
—¡Estoy muy avergonzada! —gritó.
—¿De qué? Samantha, tienes que explicarme lo que Gisselle te ha mandado hacer. Vamos, cuéntamelo —la apremié, atenazando fuertemente sus hombros. Ella se sentó en el lecho con los ojos entornados y apoyó la cabeza en la almohada. Advertí que estaba desnuda debajo de la manta.
—Me ha enviado a Kate con el encargo de presentarme en su habitación. Cuando he entrado, me ha preguntado si quería volver a formar parte del grupo. Le he respondido que sí, pero ella ha dicho... que antes tenía que cumplir una penitencia.
—¿De qué clase?
—Me ha acusado de que mientras estabais ausentes he soñado con ser ella. Quería suplantar su personalidad, y por eso he usado su pintalabios, el maquillaje y el perfume Ha afirmado que estoy sexualmente reprimida, que imcluso me he puesto sus bragas, lo cual es falso —se exculpó una vez más—. Te aseguro que lo es.
—Te creo, Samantha. ¿Qué ha pasado después?
La chica cerró los ojos y tragó saliva.
—¿Samantha?
—He tenido que desnudarme y meterme en la cama —
desveló de pronto.
Contuve el aliento, pues sabía qué sórdidas obscenidades era capaz de imponerle mi hermana.
—Adelante —dije en un murmullo ahogado.
—Me da vergüenza.
¿Qué te ha forzado a hacer, Samantha?
—Han sido las tres. Me han asediado y atosigado hasta que he accedido.
—¿Accedido a qué?
—A abrazarme a la almohada y fingir que era Jonathan Peck —confesó al fin—. Me han hecho manose arla, besarla y...
—¡Oh, no, Samantha! —La pobre chica temblaba en un paroxismo de llanto, y le acaricié el cabello—. Mi hermana es una enferma mental. Lo siento por ti; no deberías haberla escuchado.
—¡Pero todas me odiaban, incluso las otras alumnas del pabellón y mis compañeras de clase! —exclamó a la defensiva—.
Nadie hablaba conmigo en los lavabos ni en las taquillas, y hoy alguien ha vertido un tintero lleno en mi libreta de sociales, emborronando las páginas escritas. —Sus lloros se hicieron más histéricos.
—Está bien, Samantha, tranquilízate —le dije. No dejé de acunarla hasta que los sollozos remitieron. Entonces me puse en pie—. Ahora mismo voy a tener dos palabritas con mi hermana.
—¡No! —gritó ella, atrapando mi mano—. No lo hagas. —
Tenía los ojos desorbitados por el pánico—. Si la sacas mucho de quicio, volverá a las chicas otra vez en mi contra. Te ruego que no le digas nada —suplicó—. Me ha hecho prometer que no te contaría este horrible episodio, y me acusará nuevamente de traicionarla.
—Quiere que me lo ocultes porque sabe que entraré en su cuarto enfurecida —dije. Samantha se mordisqueó el labio con la alarma dibujada en el rostro—. De acuerdo, no te preocupes.
No haré nada de nada. Pero ¿te encuentras bien, Samantha?
—Ya estoy más tranquila —aseguró, y se enjugó enseguida las lágrimas. Incluso hizo una sonrisa forzada—. No ha sido tan grave, ya ha pasado todo. Somos amigas de nuevo.
—Con amigas como ésas no necesitas enemigas —contesté—. Mi abuela Catherine solía decir que aunque viviéramos en un mundo libre de epidemias y males, de tempestades, ciclones, sequías y pestilencia, hallaríamos la manera de hacerle un hueco al diablo en nuestros corazones.
—¿Cómo?
—Olvídalo. ¿Volverás a mudarte con ella?
—No. Está empeñada en vivir sola —respondió Samantha—.
¿Te parece bien que continúe durmiendo aquí?
—Por supuesto. Sólo me siento intrigada. Ha caído un zapato, pero todavía falta el otro —musité, barruntando qué planes maquiavélicos estaría fraguando la mente de Gisselle para hacer la vida insoportable a todos los residentes en Greenwood, y en especial a mí.
El resto de la semana discurrió deprisa y sin novedades. No sabía si lo que la agotaba era la falta de asistencia en su cuarto y el hecho de tener que abastecer sus necesidades elementales, pero cada mañana, cuando Kate la llevaba finalmente a la mesa del desayuno, Gisselle daba la impresión de estar drogada. Aparecía con los parpados entrecerrados y comía cualquier fruslería, prestando nula atención a la cháchara general. Antes era siempre la primera en interrumpir o desautorizar todo lo que se comentaba a su alrededor.
El viernes, Vicki me paró en el pasillo después de la clase de ciencias y me dijo que, si su información era correcta, Gisselle se había quedado dormida en una charla sobre hábitos de estudio. Evidentemente, mi hermana era demasiado terca para admitir que cuidar de sí misma estaba mermando las energías que aún poseía. Al término de la jornada la intercepté a la salida de un aula.
—¿Qué tripa se te ha roto? —inquirió. La fatiga la había vuelto aún más irascible.
—No puedes seguir así, Gisselle. Te vence el sueño en clase, en las comidas, cabeceas en tu silla. ¿Por qué no dejas que te ayudemos? Acoge otra vez a Samantha, o bien convive conmigo —le dije.
Mi sugerencia devolvió el color a su rostro y lo reanimo.
—Eso te gustaría, ¿verdad? —replicó en un volumen de voz bien alto para atraer a quienes pasaban por las proximidades—
. Quieres que esté desvalida, que tenga que pedir socorro incluso cuando vaya a cepillarme el pelo o los dientes. Pues bien, no te necesito ni a ti ni a la dulce Samantha para desenvolverme en esta escuela. No necesito a nadie —subrayó, y dio empujoncitos a las ruedas a fin de alejarte cuanto antes. Kate se quedó plantada y boquiabierta.
—Bueno —dije, encogiéndome de hombros—, me encanta que intente ser independiente. De todos modos, avísame si notas algo anormal —rogué a Kate, que asintió con la cabeza y salió corriendo en pos de Gisselle. Yo me encaminé a la clase de arte.
Aquella noche me telefoneó Beau. Había estado esperando ansiosamente su llamada toda la semana.
—Mañana tenía planeado hacer una escapada y llegarme a Baton Rouge, pero mi padre me ha restringido el uso del coche desde que Daphne sostuvo una larga conversación con mi familia.
Les contó que te había acompañado al sanatorio.
—¿Tanto se enojaron al saberlo?
—Tu madrastra les dijo que habíamos perturbado a Jean de tal manera que han tenido que aplicarle tratamiento de choque.
—¡Qué horror! —exclamé—. Espero que sea mentira.
—Mi padre se puso como una fiera, y más todavía cuando les dijo que nos había sorprendido en tu habitación durante el velatorio. Además, creo que exageró un poco lo que estábamos haciendo. ¿Cómo puede ser tan abyecta?
—Quizá asiste a algún cursillo —se mofó Beau—. En cualquier caso, espero que me levanten el castigo durante las fiestas. Sólo faltan diez días.
—Sí, pero ¿consentirán tus padres que vuelvas a tener ningún tipo de relación conmigo? —elucubré en voz alta.
—Ya me ingeniaré algo. Cuando estés aquí, no habrá criatura humana que pueda impedirme verte —me aseguró.
Luego me preguntó por la escuela, y le hablé de Gisselle y de cómo amargaba la existencia a quien cayera en sus manos.
—Desde luego, tienes una buena papeleta. No es justo.
—Hice una promesa a mi padre —repuse—. Tengo que intentarlo.
—Anoche oí que mis padres hablaban de Daphne —dijo Beau—. Bruce Bristow y ella han hecho algunas jugadas maestras, ejecutando las hipotecas de varias empresas y propietarios particulares para adueñarse de sus locales. Mi padre comentó que Pierre nunca habría sido tan despiadado, ni aunque así beneficiara a su negOCio.
—Estoy segura de que mi madrastra disfruta con ello.
Por sus venas corre agua de carámbano.
Beau se echó a reír y proclamó una vez más cuánto me extrañaba, cómo me quería y con qué impaciencia aguardaba el momento de estar juntos. Casi sentí sus labios en los míos cuando me envió un beso a través del hilo.
Al retornar al cuadrángulo, tenía la sensación de que Gisselle me esperaría en la sala de estar para interrogarme sobre la llamada, pero encontré totalmente encajada la puerta de su alcoba. Kate me informó de que mi hermana había decidido acostarse temprano. Quise cerciorarme de que estaba bien y, al accionar la manecilla, descubrí que había cerrado con pestillo.
Asombrada, llamé discretamente.
—¿Gisselle?
No contestó. O dormía ya o lo aparentaba.
—¿Necesitas algo, Gisselle?
Esperé, pero no hubo respuesta. Pensé que, si era eso lo que quería, por mí no había inconveniente. Me recogí en mi habitación para leer y escribirle una carta a Paul antes de meterme en la cama. La señorita Stevens me había citado en el lago a la mañana siguiente después del desayuno, y al fin pude cerrar los ojos ilusionada con algo.
Amaneció un sábado esplendoroso. El cielo de diciembre lucía un azul cristalino, e incluso las nubes parecían ser de alabastro vidriado. La señorita Stevens ya estaba en la orilla cuando yo llegué, montando los caballetes. Reparé en que había extendido una manta sobre la hierba y que llevaba una cesta de picnic. El lago mismo despedía fulgores de un azul argénteo.
Aunque brillaba el sol, sentí el aire fresco y vivificante. La profesora me vio acercarme y me saludó con la mano.
—Será todo un reto mezclar las pinturas para reproducir esos tonos —dijo, examinando las aguas— ¿Cómo estás?
—Bien, muy motivada —respondí, y nos pusimos manos a la obra.
Cuando empezamos, las dos nos aislamos en nuestro trabajo, dejándonos absorber por el proceso. Yo me imaginaba a menudo como uno de los animales que pintaba en mis paisajes, viendo el mundo con los ojos de una golondrina, un pelícano o incluso un caimán.
Rompieron la concentración de ambas unos sonoros martillazos y, al girarnos hacia el hangar, divisamos a Buck Dardar aplanando las cuchillas de una segadora de césped. El hombre se detuvo como si se sintiera observado, y miró fugazmente en nuestra dirección antes de reemprender su tarea. La señorita Stevens se echó a reír.
—Por un momento he olvidado dónde estaba.
—Yo también.
—¿Te apetece un refresco? Tengo té helado y zumo de manzana.
—Prefiero el té —dije—. Muchas gracias.
Me preguntó cómo había asimilado Gisselle la muerte de papá y nuestro retorno al internado, y le describí su proceder.
Ella escuchó ávidamente y asintió con aire reflexivo.
—Déjala hacer su vida durante unos días —me aconsejó—.
Necesita triunfar en su intento de independencia. Verás cómo sale de él más fortalecida, más feliz. Tu hermana ya sabe que estarás a su disposición siempre que sea preciso —añadió.
Me sentí aliviada y pintamos un poco más antes de acer una pausa para saborear el almuerzo campestre que había preparado. Mientras comíamos y platicábamos sentadas en la manta, pasaron junto a nosotras otras estudiantes, unas saludándonos con la mano, las mas mirando curiosamente. Vi asimismo a algunos profesores, e incluso detecté a la señora Ironwood cuando nos espiaba ojo avizor y se alejaba por el jardín.
—Louis tenía razón en lo que dijo sobre el lago —comenté cuando reanudamos la labor—. Desprende una magia propia. Parece cambiar de esencia, de color y hasta de forma a medida que avanza el día.
—Me entusiasma pintar escenas acuáticas. Un día de estos voy a hacer una excursión al bayou. Quizá quieras acompañarme y ser mi guía por los pantanos —apuntó la señorita Stevens.
—Nada me gustaría más —afirmé. Ella sonrió cordialmente y me hizo sentir como si tuviera una hermana mayor.
Aquél resultó ser uno de los días más dichosos que había pasado en Greenwood.
Por la noche hubo una fiesta informal en nuestro edificio. Vinieron las chicas de los otros dormitorios para escuchar música, comer palomitas y bailar en el salón recibidor.
Luego se quedaron a dormir, algunas compartiendo la cama de sus amigas, otras poniendo colchones y mantas en el suelo. Durante la velada se gastaron las inevitables bromas. Un grupo de alumnas del cuadrángulo "B", que estaba en la planta baja, subió al piso superior y llamó a una puerta. Cuando sus compañeras salieron a abrir, les echaron cubos de agua fría y se dieron a la fuga.
Naturalmente, las damnificadas no dudaron en vengarse. Habían capturado un par de sapos y los soltaron en la sala comunitaria de la sección "B", provocando una auténtica estampida por los pasillos. La señora Penny tuvo que correr como una peonza de un sector del pabellón a otro.
Con gran pasmo por mi parte, Gisselle encontró todo aquello pueril y estúpido y, en lugar de participar e idear jugarretas para que las hiciera su grupo, se replegó nuevamente en los confines de su dormitorio, cerrando la puerta a los intrusos. Empecé a preguntarme si se estaría sumiendo en una profunda depresión que, quizá, era la responsable de su antinatural fatiga matutina.
El domingo terminé los deberes pendientes, preparé con Vicki unos exámenes de lengua y matemáticas, cumplí mis tareas en el comedor y me vestí para ir a visitar a Louis. Le dije que no importunase a Buck, que prefería dar un paseo hasta la mansión. Hacía una noche espléndida, con un cielo rutilante de estrellas donde la Osa Mayor y la Osa Menor se delineaban como rara vez las había visto. Mientras caminaba sentí la mirada de un par de ojos vigilantes y, al alzar la cabeza hacia la derecha, descubrí a una lechuza. Supuse que un ser humano andando solo y de noche por sus dominios constituía para ella un objeto de curiosidad mayor aún que a la inversa. Su presencia me recordó la vida en el bayou y el sentimiento que solía abrigar de que la fauna del pantano se había acostumbrado a mí El cervato no tenía miedo de acercarse donde yo estaba.
Las ranas toro me saltaban literalmente a los pies; los patos y los gansos volaban tan bajo sobre mi cabeza, que notaba cómo la brisa removida por sus alas me despeinaba algunos mechones del cabello. Formaba parte del microcosmos en el que vivía. Quizá tambien la lechuza de Greenwood intuyó que era un espíritu afin.
No ululó; no salió huyendo. Se limitó a aletear tranquilamente, a modo de bienvenida, y continuó posada en su rama como una estatua, quieta y alerta.
La enorme finca se recortaba delante de mí, con algunas luces refulgiendo vivamente en las galerías, aunque la mayoría de las ventanas estaban a oscuras. Al aproximarme, llegaron a mis oídos las melodiosas notas del piano de Louis. Golpeé la puerta con la gran aldaba de metal y aguardé. Unos segundos más tarde apareció Otis. Su semblante se turbó al ver que era yo, pero me hizo una reverencia y se apartó para dejarme entrar.
—Hola, Otis —dije con desenvoltura. Antes de devolverme el saludo, él desvió la mirada a ambos lados para comprobar que su señora no nos espiaba desde alguna estancia.
—Buenas noches, mademoiselle. Monsieur Louis la está esperando en el estudio de música. Venga por aquí —dijo, y empezó a guiarme con gran diligencia a través del pasillo, aunque yo giré la mirada a la izquierda justo a tiempo de ver cómo ajustaban una puerta, y me pareció adivinar tras ella la figura de la señora Clairborne.
Otis me llevó hasta la entrada del estudio, hizo una inclinación de cabeza y se retiró en silencio. Pasé al interior y escuché unos breves momentos la interpretación de Louis, que no se había dado cuenta de mi llegada. Vestía una chaqueta informal de terciopelo azul, con una camisa de seda blanca y pantalón también azul. Al girarse hacia la puerta, dejó de tocar y se levantó de un salto de su banqueta. Noté enseguida algo diferente en su manera de enfocar los ojos y la soltura con la que ahora andaba.
—¡Ruby! —exclamó, y cruzó muy ligero la estancia para estrechar mi mano—. Veo nítidamente tu Silueta —declaró—. Es muy emocionante, aunque por el momento sólo capte el mundo en grises y blancos. ¡Me maravilla no tener que vivir pendiente de tropezar con todos los muebles! Y lo que es más, a veces vislumbro una pincelada de color. —Extendió el brazo para tocar mi cabello—.
Quizá podré ver tu bonita melena antes de que concluya la velada.
Lo intentaré. Pensaré en ella y haré un esfuerzo. Si me concentro lo suficiente... Vaya —se interrumpió a él mismo, dando un paso atrás—. Aquí me tienes, perorando sobre mis cosas sin preguntar ni siquiera como estás.
—Estoy muy bien, Louis.
—No me engañes —insistió—. Has pasado por una experiencia terrible, muy lastimosa. Ven, siéntate conmigo y cuéntamelo todo —me animó, sujetando mi mano y llevándome hacia un diván. Me senté y él se acomodó a mi lado.
Había en su faz una plenitud nueva y radiante. Era como si cada partícula de luz, al hender la negra cortina que hasta entonces había velado sus ojos, le hiciera renacer a la vida, le acercase más y más a un mundo de esperanza y de júbilo, regresando a un lugar donde podría sonreír, disfrutar, cantar, charlar, y encontrar también la posibilidad de amar otra vez.
—No me molesta que seas egoísta, Louis, y hables de tus progresos. No tengo ganas de revivir mi tragedia. Las heridas son aún muy recientes y dolorosas.
—Es cierto —convino—. Sólo pretendía ser un oyente compasivo, alguien en cuyo hombro pudieras llorar.
—Sonrió—. A fin de cuentas, yo he llorado en el tuyo.
—Gracias. Es un ofrecimiento muy generoso; y mas aun conociendo tus problemas.
—No es nada saludable obsesionarse con uno mismo, y el mejor modo de evitarlo es preocuparse por los demas —afirmó Louis—. ¡Pero si estoy pontificando como un anciano sabio!
Discúlpame, pero en los últimos días he tenido mucho tiempo para la reflexión. En fin —diJo, tras hacer un paréntesis y sentarse más recto en el diván—, he decidido claudicar e ingresar en una clínica de Suiza el mes que viene. Los especialistas me han prometido que será una hospitalización corta y que entretanto podré asistir al conservatorio de música y perfeccionar mis conocimientos.
—¡Eso es fabuloso, Louis!
—Le he preguntado a mi médico —dijo, apresando mi mano en la suya y dulcificando la voz —por qué mis ojos han cobrado vida de forma tan repentina, y me ha asegurado que es porque he conocido a alguien en quién podia confiar. En realidad, más que un oftalmólogo es lo que llamaríamos un psiquiatra —me aclaró sonriente—. Su hipótesis respecto a mi enfermedad es que eché un telon impenetrable sobre mis ojos y lo he mantenido así todos estos años. Dice que no me permitía a mí mismo curarme porque me asustaba volver a ver. Me sentía más a salvo agazapado en mi propio mundo de oscuridad, sin dejar otra vía de escape a mis sentimientos que la que fluia de mis dedos al teclado del piano.
Cuando te describí a ti y todo lo que me inspirabas, convino conmigo en que has sido una de las razones primordiales de que esté recuperando la vista. Siempre que te tenga cerca... Siempre que sepa que vas a pasar algún tiempo conmigo...
—Louis, me abruma la responsabilidad que me adjudicas.
Él se echó a reír.
—Sabía que dirías eso. ¡Eres tan dulce y altruista!
No sufras, la responsabilidad es toda mía. Naturalmente —añadió sotto voce—, mi abuela está que rabia. Se indignó tanto que quiso contratar a otro médico. Luego hizo venir a mi prima para que hablase conmigo y tratase de convencerme de que si siento lo que siento es porque he sido demasiado vulnerable. Pero yo les dije... Les dije que era imposible que fueses la clase de persona que ellas querían representar: alguien que conspira y se aprovecha del prójimo.
"También les dije... —Calló, y su cara adoptó una nueva firmeza—. No, no lo dije; les exigí que te autorizasen a visitarme siempre que puedas antes de mi viaje a Europa. De hecho, dejé bien sentado que no iré a menos que pueda verte cuando me venga en gana y, por supuesto, cuando a ti te apetezca estar conmigo. Porque tú quieres que nos veamos ¿verdad, Ruby? —
me pregunto. Su tono era casi suplicante.
—Louis, no me importa venir en mis ratos libres, pero.
—¡Colosal! Entonces, todo arreglado —declaró—. ¿Sabes lo que he proyectado? Voy a escribir una sinfonía completa.
Trabajaré en ella lo que queda de mes y estará dedicada a ti.
—Louis —respondí con los ojos llorosos—, debo...
—No —me interrumpió—, lo tengo decidido. A decir verdad, ya he compuesto unos acordes. Era lo que estaba tocando cuando has llegado. ¿Quieres oírlo?
—Claro que sí, Louis, pero...
Se irguió y fue hasta el piano antes de que pudiese pronunciar una palabra más.
Mi corazón era un volcán. De algún modo, había calado tan hondo en la vida de Louis que no veía cómo salir de ella sin herirle mortalmente. Quizá cuando completara el tratamiento en Suiza y su visión se hubiera normalizado, lograría hacerle entender que estaba vinculada sentimentalmente a otra persona.
Pensé que en ese momento sería capaz de sobreponerse al desengaño. Hasta entonces, no me quedaba otra alternativa que escuchar su música y alentarle a continuar luchando para que sus ojos volvieran a ver.
La sinfonía era magnífica. Sus tiempos melódicos se enlazaban tan grácilmente que me sentí transportada. Me relajé con los ojos cerrados y dejé que la composición me remontase a través del tiempo hasta verme de nuevo como una niña, correteando sobre la hierba y coreada por la risa de grandmere Catherine mientras lanzaba gritos de entusiasmo a los pajarillos que planeaban encima del agua o al pez brema que saltaba en las lagunas.
—Bien —dijo Louis cuando hubo terminado—, eso es todo lo que he escrito hasta ahora. ¿Crees que voy por buen camino?
—Es maravilloso, Louis. Y además tiene una calidad única. Estoy segura de que llegarás a ser un compositor famoso.
Él volvió a reír.
—Ven —me ofreció—. Le he pedido a Edgar que tuviera café cajun y unos buñuelos traídos del Café du Monde, en Nueva Orleans, listos para servir en el patio acristalado. Allí podrás hablarme de tu hermana gemela y sus últimas diabluras —añadió.
Levantó el brazo para que le pasara el mío por debajo, y dejamos el estudio de música. Mientras avanzábamos por el corredor volví una vez la vista atrás. En las sombras del rincón, tuve la certeza de ver a la señora Clairborne erguida y acechante. Sentí su encono incluso a aquella distancia.
Sin embargo, hasta la mañana siguiente en la escuela no descubriría con qué determinación se habían propuesto ella y su sobrina, la señora Ironwood, desterrarme de la vida de Louis