8. SOSPECHAS
A la hora en que volví a los dormitorios, un peso duro y agobiante se había formado en mi pecho, así que agradecí que por una vez Gisselle y su camarilla no estuvieran en la sala de estar, esperando para asediarme cuando entrase en el cuadrángulo.
Al escuchar las revelaciones de Louis sobre su infancia y sus padres, me había sentido como el intruso que se introduce accidentalmente en un confesionario, oyendo las faltas ajenas.
Abby echó un vistazo a mi rostro y supo que había sufrido una experiencia nefasta.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó muy prudente.
—Sí —respondí.
—¿Qué ha ocurrido?
Meneé la cabeza. No me veía capaz de hablar del tema, y ella se hizo cargo. Me zambullí en el trabajo y empecé a estudiar para unos exámenes inminentes de matemáticas y ciencias naturales. Temía el momento de enfrentarme a las corrosivas preguntas y los comentarios de Gisselle. Sin embargo, no había motivo. Ignoro si trataba de aparentar indiferencia o si realmente no le interesaban mis asuntos, pero ni en la comida ni en la cena indagó sobre mi visita a la mansión. Quizá todavía estaba resentida porque me habían mitigado el castigo.
Lo cierto es que tuvimos una velada de sábado muy pacífica. Jacqueline, Kate y Vicki salieron del pabellón para hacer unas consultas en la biblioteca de la escuela, que estaba abierta hasta las nueve, y Gisselle y Samantha pasaron la mayor parte del tiempo en la habitación o bien en la sala recibidor, mirando la televisión y charlando con las chicas de las otras secciones.
Me sumergí en un baño caliente y me acosté temprano.
Antes de que conciliara el sueño, Abby volvió a preguntar para qué me había citado Louis. Tragué saliva y respondí.
—Principalmente para disculparse por su conducta de la última vez —le dije. No sabía cómo empezar a exponer las cosas que me había relatado sobre sus relaciones con sus padres.
—¿Irás a visitarle otro día?
—No quisiera —admití—. Me da mucha pena, te lo aseguro, pero hay más recovecos y cenagales oscuros en la plantación Clairborne que en el bayou. Ser rico y proceder de un entorno familiar insigne no garantiza la felicidad, Abby. De hecho, a veces la hace más inaccesible, porque tienes que vivir según unas expectativas.
Mi amiga me dio la razón y formuló un deseo.
—Ojalá mis padres abandonasen ese empeño de esconder la verdad para que no se sepa que desciendo de una mujer haitiana... Soy una cuarterona, y no tiene sentido fingir lo contrario. Creo que todos seríamos más felices si aceptásemos nuestra propia identidad.
—Estoy de acuerdo —corroboré.
Louis no me llamó ni se puso en contacto conmigo el domingo ni el día siguiente, pero el martes la señora Penny me trajo una carta que él mismo había mandado entregar en el pabellón. Aunque la gobernanta se entretuvo unos momentos en la puerta de mi alcoba, supongo que esperando que la abriría en su presencia, le di simplemente las gracias y la dejé en un rincón.
Los dedos me temblaban cuando la abrí un poco más tarde.
Querida Ruby:
Sólo quería escribir cuatro líneas para agradecerte que vinieras a verme otra vez después de lo desagradable que fui en la cena anterior. Me sorprendí al despertar en mi alcoba unas horas— más tarde de que te fueses y encontrarme solo. Ni siquiera recuerdo qué dije o hice antes de tu marcha, pero confío en no haberte dado ningún disgusto. Naturalmente, espero que vuelvas a visitarme.
Y ahora voy a darte una noticia emocionante. Ayer, al levantarme, percibí por primera vez una luz borrosa. Aún no veo ningún objeto, pero de repente puedo distinguir la luminosidad de la penumbra. Es probable que a alguien con la visión sana no le parezca nada excepcional, pero para mí es casi un milagro. La abuela está también muy esperanzada, al igual que el especialista, que quiere ingresarme en una institución de invidentes orgánicos. Sin embargo, como no me siento con ánimos de abandonar mi hogar, por ahora he preferido que continúen las sesiones periódicas en casa. Así que, si te decides, seguiré aquí y podremos vernos siempre que quieras. Me gustaría mucho. Espero que disfrutes oyendo la canción que he compuesto para ti.
Con todo mi afecto.
LOUIS.
Guardé la nota en una caja junto a la correspondencia que había recibido de Paul y Beau. Luego me sente a redactar una breve respuesta donde expresaba mi felicitación y esperanza sincera de que Louis recobrase realmente la vista. No hice ninguna mención específica a otra visita, limitándome a una vaga promesa de volver a verle pronto. La señora Penny dijo que se ocuparía de que mi carta fuese entregada sin tardanza.
A media semana, la excitación por nuestro primer evento social, el baile de Halloween, empezó a tomar cuerpo. Era prácticamente el único tema que mis compañeras querían discutir en la cena. Me sorprendí al enterarme de que no se permitirían los disfraces. Lo estaba comentando con Abby cuando vimos a Vicki en la sala de estar, leyendo una biografía de Andrew Jackson. Le preguntamos el motivo de aquella prohibición. Molesta por ser interrumpida, ella levantó la vista de la lectura y se caló las gafas en el puente de la nariz.
—Como algunos de los trajes que habían elegido las alumnas en anteriores fiestas de Halloween fueron calificados de "atuendo indecoroso", se decidió que no habría más bailes de disfraces como tales —nos explicó.
—¡Qué fastidio! —exclamé al imaginar los vestidos que habríamos podido diseñar la señorita Stevens y yo Durante toda la semana me había quedado después de clase para ayudar a mi profesora de arte, a quien habían asignado la tarea de decorar el gimnasio. Dibujamos y recortamos calabazas, brujas, duendes y fantasmas. El sábado nosotras dos y varios miembros del comité social de la escuela lo dispondríamos todo en la sala además de banderolas de papel multicolor, farolillos venecianos y toneladas de hilos de oro y plata.
—¿Y cómo tenemos que vestirnos?
—preguntó—
—Te puedes poner lo que quieras, pero si llevas prendas demasiado escotadas o provocativas, no pasarás de la puerta del gimnasio.
—¿De verdad?
—¡Por supuesto! La señora Ironwood se aposta al otro lado del local y va haciendo movimientos de cabeza a medida que entramos, de forma que el profesor que vigila la entrada, normalmente la señora Brennan o la señorita Weller, la bibliotecaria, te admite o te niega el acceso. Si eres rechazada, debes volver a los dormitorios y cambiarte por una ropa que se juzgue más honesta.
"Se entiende por atuendo indecoroso todo aquello que revele una pizca de escote, una falda que deje las rodillas al descubierto, o una blusa o suéter que ciña demasiado el pecho.
El año pasado una chica fue enviada a su cuarto porque llevaba una camisa de tela muy fina y se le transparentaba el contorno del sujetador.
—¿Por qué no llevamos el uniforme y nos dejamos de monsergas? —sugirió Abby asqueada—. ¿O también se considera un disfraz?
—Algunas chicas lo llevan.
—¿Me tomas el pelo? —pregunté—. ¿Van a bailar así?
Vicki se encogió de hombros y me pregunté si habría sido ella una de las asistentes uniformadas.
—¿Cómo es la fiesta? —inquirió Abby.
—Los chicos se agrupan en un lado del gimnasio y nosotras en el otro. Un instante antes o después de que empiece la música, cruzan la sala para sacarnos a bailar. Por supuesto, tienen que pedirlo como marcan los canones.
—Por supuesto —dije. Vicki sonrió con suficiencia.
—¿No habéis leído el capítulo del manual donde se estipula la conducta apropiada en los actos sociales? —nos preguntó a ambas—. Por descontado, está estrictamente prohibido fumar o tomar bebidas alcohólicas de cualquier clase; pero también existe una manera de bailar aceptable y otra intolerable.
Se indica de manera explícita que debe haber un mínimo de diez centímetros entre el chico y tú cuando estéis en la pista de baile.
—No he visto esa cláusula —dijo Abby.
—Es que no está en el texto general. Mira en las notas a pie de página.
—¡En las notas! —gemí, y me eché a reír—. ¿Qué temen que pase en una sala llena de gente?
—No lo sé —repuso Vicki—, pero son las normas. Tampoco puedes abandonar el gimnasio con un chico, aunque muchas infringen esa regla saliendo por separado y encontrándose en un lugar discreto —dijo—. En cualquier caso, el baile dura exactamente dos horas y media, pasadas las cuales la señora Ironwood anuncia su clausura y hace parar la música. Los chicos reciben instrucciones de subir a bordo de su autocar y las muchachas de volver a los dormitorios. Algunas chicas escoltan hasta el vehículo a sus nuevos amigos, pero la directora monta guardia junto a la puerta para supervisar cómo se despiden. No se admiten los besos apasionados, y si la Dama de Acero sorprende a una chica permitiendo que su acompañante se propase, la alumna en cuestión recibe una sanción escrita y varias faltas, que tal vez le impidan asistir al siguiente acontecimiento social.
—La señora Ironwood debería ver uno de los fais dodo que se celebran en el bayou —susurré a Abby, que emitio una carcaJada.
Vicki frunció el entrecejo.
—Sea como fuere —concluyó—, el refrigerio que dan suele ser muy bueno.
—Ya veo que va a resultar divertidísimo —contestó Abby, y nos reímos tan abiertamente que Vicki se hastió de nosotras y reanudó su lectura. Pero a pesar de las normas y restricciones, y de la perspectiva de ser fiscalizadas por los ojos de águila de la señora Ironwood y los profesores responsables, la expectación de la fiesta continuó aumentando durante toda la semana.
Gisselle, normalmente contrariada por el hecho de no poder alzarse y bailar, se mostró entusiasmada con todos los preparativos del evento. Sus fieles acólitas se apiñaron entorno a ella más a menudo y en un círculo más estrecho de lo usual, a fin de escuchar sus sabios consejos sobre las relaciones chico-chica. Era obvio cuánto gozaba mi hermana instruyéndolas en las artes de una coqueta, describiendo las artimañas que usaba ella para importunar, atormentar y atraer la atención de un muchacho. El jueves y el viernes por la noche se instaló en la sala de estar y adiestró literalmente a Jacki, Samantha y Kate en el andar, el contoneo de hombros y caderas, la caída de ojos y en cómo rozar con los senos los brazos y el torso de los galanes de los que se encaprichasen. Vicki se quedaba en la puerta de su alcoba en actitud ceñuda, aunque escuchando y observando como quien desea entrar en un mundo prohibido, mientras que Abby y yo nos mantuvimos al margen, riendo entre dientes y procurando no decir nada que pudiera reportarnos una de las odiosas parrafadas de Gisselle.
El sábado por la mañana, antes de que dejase el pabellón para ir a montar la decoración del gimnasio, Gisselle me sorprendió entrando en nuestra alcoba para hablar con Abby.
Samantha iba a su rueda.
—Sé que es meterme donde no me llaman, pero esta noche deberías dejarte el cabello suelto y echado hacia atrás para dejar bien visibles la frente y la cara. Todas nosotras hemos votado y hemos convenido en que eres la más guapa del colegio, Abby —le dijo—. Tienes más probabilidades que nadie de ser elegida reina de la fiesta, y eso nos causaría un gran orgullo.
Por unos momentos Abby se quedó sin habla. Me observó y yo le devolví la mirada, sonriendo y meneando la cabeza. Me pregunté qué se proponía ahora mi hermana.
—Toma —prosiguió Gisselle, a la vez que of recía a mi amiga una cinta de seda blanca—. Hará un contraste precioso con tu melena negra.
Dubitativa, Abby cogió la cinta. La contempló unos segundos como si creyera que le iba a explotar en las manos, pero era sólo lo que aparentaba, una bonita cinta de seda.
—¿Llevarás alguna prenda azul o rosa? —preguntó Gisselle.
—Pensaba ponerme el vestido azul marino. Es el único que tiene rigurosamente el largo de falda prescrito —añadió sonriendo.
—Una buena elección —declaró Gisselle—. ¿Y tú, Ruby?
—Creo que me decidiré por el verde Irlanda.
—Entonces, yo también. Hoy vamos a ser auténticas gemelas —dijo mi hermana—. ¿Por qué no nos presentamos juntas en el gimnasio y entramos como un bloque unificado?
Abby y yo volvimos a mirarnos con la sospecha y la perplejidad dibujadas aún en los rostros.
—De acuerdo —respondí.
—¡Ah, por cierto! —exclamó mi hermana cuando giraba ya su silla de ruedas—. Susan Peck ha hablado a su hermano de Abby. Está deseando verla y conocerla —añadió—. Sin duda recordarás lo popular que es aquí Jonathan Peck, cómo todas las chicas de Greenwood se ruborizan cada vez que viene con los alumnos de Rosewood.
—¡Qué raro! —exclamó Abby—. No creo que Susan y yo hayamos cruzado dos palabras desde que empezo el curso.
—Es muy tímida —explicó mi gemela—. Pero Jonathan, no —agregó con un guiño. Observamos cómo maniobraba la silla y esperamos a que Samantha ocupara su puesto y la empujara al exterior.
—¿Qué estará planeando? —inquirió Abby.
—No tengo ni idea. Mi hermana es más misteriosa que la lechuza que espía tras el musgo de los pantanos. Nunca sabes qué encontrarás si penetras en sus dominios y, cuando lo haces, siempre es demasiado tarde.
Abby se echó a reír.
—Al menos, la cinta es muy bonita —dijo. Se la anudó al cabello y se contempló en el espejo—. Me parece que voy a ponérmela.
A medida que transcurría el día, el clima de agitación se hizo contagioso. Las alumnas de las distintas secciones iban y venían por las estancias para verse mutuamente, exhibir un vestido nuevo, un par de zapatos, una pulsera, un collar, o simplemente para hablar de peinados y maquillaje. En las fiestas sociales las hijas de Greenwood estaban autorizadas a maquillarse la cara, siempre que no se pasaran y, como decía el manual, "queden bufonescas".
La habitación de Gisselle y Samantha adquirió más relevancia conforme la visitaban las internas de otros cuadrángulos, que al parecer querían rendir homenaje a quien todas aceptaban ya como la chica con mayor experiencia del edificio. A pesar de su invalidez, mi hermana se arrellanaba en la silla, confiada y altiva, aprobando o desechando prendas de vestir, tocados e incluso pinturas de ojos, como si hubiera dirigido los departamentos de guardarropía y maquillaje en unos estudios de Hollywood desde el día en que nació.
—Esta escuela es un cúmulo de anacronismos —me confesó más tarde, cuando coincidimos en el pasillo—. Una de las chicas creía que la palabra "orgasmo" significaba inmovilidad. Ya sabes, por "marasmo". Tuve que reír. En cierto sentido, me alegraba de que Gisselle lo pasara tan bien. Al principio me inquietaba que, a medida que se aproximaba el gran baile entre Greenwood y Rosewood, cundiera en ella el desánimo y la amargura; pero había ocurrido todo lo contrario, y respiré tranquila. Yo misma no deseaba encontrar otro novio ni nada semejante y, sin embargo esperaba ilusionada la distracción que había de darnos la fiesta.
Aunque lo que realmente anhelaba era la llegada de Beau el siguiente fin de semana. Estaba decidida a no hacer nada que pusiera en peligro su visita, una visita que se había pospuesto ya tantos días.
A media tarde, poco después de que volviese de decorar el local, telefoneó nuestro padre. Gisselle fue la primera en ponerse, y le habló tanto y con tanto énfaSiS del baile, que cuando me pasó a mí el aparato papá todavía estaba riendo.
—Iré a veros el próximo miércoles —prometió tras intercambiar unas palabras. A pesar de su júbilo porque aparentemente Gisselle empezaba a adaptarse a Greenwood, detecté algo anómalo en su voz que me encogió el alma y aceleró mi ritmo cardíaco.
—¿Cómo estás, papá? —le pregunté.
—Muy bien, aunque un poco fatigado. Últimamente me he movido más de la cuenta. Tenía que solventar ciertos problemas de negocios.
—En tal caso, quizá sea mejor que no vengas. El viaje es largo, papá, y tú necesitas descanso.
—¡Ni hablar! Hace mucho tiempo que no veo a mis niñas.
No puedo descuidarlas —me contestó, riendo, pero siguió a aquella risa un fuerte acceso de tos—. No es más que un catarro pertinaz —se apresuró a decir—. Divertíos en esa fiesta. Nos veremos pronto —concluyó, y colgó antes de que pudiera seguir preguntando sobre su estado de salud.
Nuestra conversación me había trastornado, pero no tuve tiempo de reflexionar. Las horas pasaron inexorables. Todo el mundo se aprestó a ducharse, vestirse y arreglar su cabello. La diversión era tan escasa en Greenwood, que cada una de las estudiantes quería acapararla, alimentarla y convertirla en un bien mayor de lo que era. No podía recriminárselo. Yo sentía lo mismo.
Tal y como Gisselle había pedido insospechadamente aquella mañana, las chicas de nuestro cuadrángulo salimos juntas del pabellón para ir al gimnasio. Mi hermana estaba a punto a las siete y media. Con ella y su leal Samantha en cabeza, echamos hacia el edificio central en medio del gran bullicio. Todas incluida Vicki, que habitualmente era bastante descuidada con el peinado y el vestuario —iban muy elegantes. Después de vernos un día tras otro enfundadas en los uniformes de Greenwood, celebramos enormemente los espectaculares cambios de estilo, tejidos y colores. Se diría que habíamos entrado en nuestras respectivas alcobas como anónimas orugas, tan idénticas que parecíamos el fruto de una reproducción agámica, para emerger transformadas en mariposas imperiales, cada una única y bellísima.
Gracias a la señorita Stevens y a nuestro comité, esa misma comparación podía aplicarse a nuestro gimnasio. Los adornos y las luces, las banderitas y el oropel, lo habían convertido en un fabuloso salón de baile. La orquesta de seis instrumentos estaba preparada en la esquina posterior izquierda, todos los músicos con corbatín negro y esmoquin. En la cabecera de la sala había una pequeña tribuna provista de un micrófono para que la señora Ironwood hiciera sus proclamas y declaraciones, y donde debía ser nombrada y coronada la reina de la fiesta. El trofeo, una dorada hija de Greenwood en miniatura danzando sobre su pedestal, destellaba colocado en el centro.
En el extremo derecho vi las mesas largas del bufé, que habían confeccionado los cocineros de los diversos pabellones.
Una de las mesas estaba dedicada a los postres y la componían una diversidad de dulces y panes rituales, que iban desde la tarta de almendras y los broWnies de chocolate bañados de azúcar quemado, hasta el tradicional pan de calabaza o los muffins de naranja. Había canapés y buñuelos fritos a la francesa, además de fuentes de garrapiñadas y crujientes nueces de pacana.
—Aquí es donde Mofletes se detendrá, ¿no es verdad, amiga mía? —bromeó Gisselle en cuanto posamos la vista en la sugestiva mesa.
Kate se ruborizó.
—Esta noche seré buena chica y no cometeré excesos.
—¡Qué aburrimiento! —replicó mi hermana.
Atravesamos la entrada, donde las vigilantes de turno nos repasaron visualmente desde los pies hasta el último pelo, mientras la señora Ironwood, plantada en un rincón del fondo, escrutaba en actitud analítica a todas y cada una de sus pupilas para asegurarse de que vestían con propiedad. El cuerpo docente la rodeaba o bien confraternizaba junto a su propia mesa de comida.
Habían dispuesto sillas para las chicas de Greenwood en el lado izquierdo del gimnasio y para los alumnos de Rosewood en el derecho. Al igual que nuestras companeras, nos dirigimos hacia la ponchera, nos agenciamos tazas para beber, y buscamos sitio en nuestro flanco de la sala mientras aguardábamos la llegada de los chicos de Rosewood. Poco antes de las ocho, Suzette Huppe, una estudiante del cuadrángulo "B" de nuestro edificio, irrumpió en el local para anunciar que acababan de aparcar los autocares. Todas bajamos la voz con el alma en vilo cuando los estudiantes de Rosewood empezaron a entrar en impecable formación.
Llevaban un sobrio uniforme consistente en una americana cruzada azul oscuro y pantalón a juego. En el bolsillo pectoral de la chaqueta lucían la insignia de Rosewood, un escudo bordado en oro con una leyenda en latín que, según dijo Abby, significaba "La excelencia es nuestra tradición". Aquella divisa era supuestamente el emblema original de la familia Rosewood, oriunda de Inglaterra.
Los chicos iban muy bien atildados, y sus cortes de pelo eran casi idénticos. Al igual que las hijas de Greenwood, los estudiantes de Rosewood se reunieron en pequeños corrillos.
Lanzaron miradas nerviosas hacia el lado opuesto del gimnasio.
Algunos, al reconocer a chicas con las que habían coincidido en otros eventos sociales, las saludaron desde lejos. Luego se arremolinaron en torno a las poncheras como habíamos hecho nosotras y llenaron sus tazas. Los ecos de las risas y la cháchara subieron de tono al aparecer en la sala de baile el último grupo de muchachos.
—Ahí está Jonathan —nos advirtió Jacqueline, señalándole con el mentón.
Todos los ojos,confluyeron en un chico alto, de cabello moreno y bien parecido que parecía ser el cabecilla de su clan.
Tenía la tez curtida, los hombros atléticos y una aureola tan seductora como la de un galán de cine. No era difícil entender por qué había alcanzado tanta popularidad entre las alumnas de Greenwood; pero posaba, hablaba y se movía con conciencia de ella. Incluso desde el otro lado de la sala percibí esa arrogancia sureña que configura la herencia de la joven aristocracia americana. Mientras sus ojos vagaban de una chica a otra sonrió desdeñosamente, cuchicheó algo a sus compañeros que suscitó las risas de todos y volvió a enderezarse en actitud expectante, como si hubieran organizado la fiesta en su honor.
En el salón se produjo un nuevo silencio cuando la señora Ironwood ascendió a la tribuna para dar la bienvenida a los alumnos de Rosewood.
—No creo tener motivo alguno para recordarles que son jóvenes procedentes de familias distinguidas y que estudian en dos de las escuelas más prestigiosas y renombradas del estado, cuando no del país. Estoy segura de que se comportarán con absoluta corrección y que se irán como han venido: orgullosos y acreedores al buen nombre y la respetabilidad de que gozan sus familias. Dentro de sesenta minutos interrumpiremos el baile a fin de paladear todos reunidos los sabrosos y exquisitos platos que nuestros chefs de Greenwood han preparado para la ocasión.
Hizo una señal al director de la orquesta, que se situó frente a los músicos y atacó el primer número. Los chicos de Rosewood que conocían a alguna de nuestras compañeras empezaron a cruzar la pista para invitarlas a bailar. Gradualmente, otros muchachos se armaron de valor y se fueron acercando al elenco femenino. Cuando Jonathan Peck echó a andar hacia nosotras, dimos por supuesto que abordaría a Abby, tal y como había sugerido Gisselle; pero nos asombró a todas deteniéndose ante mí y pidiéndome que bailase con él. Miré de soslayo a Abby, que sonrió, observé luego a mi hermana, que tenía una expresión jovial, y acepté al fin la mano de Jonathan. Él me sacó al centró de la pista, apoyó la mano derecha en mi cadera y llevó la izquierda a la altura clásica en estas lides, en paralelo a mi barbilla. Con la perfecta precisión de un bailarín experto, mirandome fijamente, comenzó a desplazarse y a llevarme a buen ritmo y cadencia, conservando los mismos aires de superioridad del principio.
—SoyJonathan Peck —dijo.
—Yo me llamo Ruby Dumas.
—Lo sé. Mi hermana me lo ha contado todo sobre ti y Gisselle, tu hermana gemela.
—¿De verdad? ¿Y qué te ha dicho?
—Tan sólo elogios —respondió, guiñándome el ojo—. Como ya debes de saber, Rosewood y Greenwood están prácticamente hermanadas. Los chicos de Rosewood solemos enterarnos de todos los chismes de las estudiantes de tu escuela. No podéis ocultarnos nada —dijo con tono resabiado, y volvió la vista hacia Gisselle quien, por lo que pude ver, ya había monopolizado a media docena de moscones.
Sin embargo, la que me dejó atónita no fue mi hermana, sino Abby. Estaba sola y arrinconada. Ningún alumno de Rosewood la había sacado a bailar; ni tampoco los que rodeaban a Gisselle, riendo y charlando, demostraron el menor interés por ella.
Incluso Kate tenía pareja.
—Por ejemplo —continuó Jonathan con una sonrisa—, sé que presumes de ser una artista.
—Yo no presumo de nada. Soy pintora —dije secamente.
Su mueca se agrandó y echó la cabeza atrás con lo que se me antojó una risa superficial.
—¡No faltaría más! Eres pintora. He sido un grosero insinuando lo contrario.
—Y tú qué eres, además de una enciclopedia andante de los entresijos de nuestras vidas? —le pregunté—. ¿O es esa tu única ambición?
—¡Cielos! Susan tenía razón. Las hermanas Dumas son dos bolas de fuego.
—Pues ten cuidado, no vayas a quemarte —le advertí.
Mi comentario dio pie a otra andanada de risas.
Jonathan parpadeó, sonrió a sus compañeros y me hizo girar con mayor ímpetu, pero yo no perdí el equilibrio. Tras bailar algunas veces en los fais dodo cajun desde que era niña, no me costaba ningún esfuerzo mantener la estabilidad en los brazos de Jonathan Peck.
—Ésta va a ser una noche memorable —predijo al terminar la pieza—. Volveré a buscarte —prometiÓ—, pero antes tengo que contentar a ciertas admiradoras.
—Espero que no te canses —ironicé.
Mi hosca respuesta le causó un momentáneo estupor. Di media vuelta, dejándole solo en medio de la sala, y corrí junto a Abby.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella al ver mis mejillas ruborizadas.
—Es detestable, más arrogante que una serpiente mocasín y quizá no menos venenoso. Apuesto a que tiene espejos en todas las paredes de su habitación.
Abby se echó a reír. Empezó otro número musical y fui requerida por un chico distinto, del sector de los retraidos, lo que me pareció un cambio agradable. La cohorte de Gisselle perduró, y uno de sus miembros fue solícitamente a buscarle otra taza de ponche. Como en la pieza anterior, cuando eché un vistazo desde la pista de baile, comprobé que todas las chicas de nuestra sección estaban bailando excepto Abby. Marginada por segunda vez, se la veía incómoda, pese a que trataba de conservar su aparente alegría, sonriendo, y haciendome signos de simpatía.
—Tendrás que disculparme —rogué a mi nueva pareja—, pero ha empezado a dolerme el tobillo. Me lo disloqué hace unos días. ¿Por qué no pides a mi amiga que baile contigo? —Asentí en dirección a Abby.
El muchacho, un pelirrojo con las dos mejillas salpicadas de pecas, la miró de soslayo y se escabulló.
—No tiene importancia —dijo—. Gracias. —Me soltó y volvió a toda prisa con sus camaradas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Abby cuando regresé a su lado.
—Debo de haberme torcido el tobillo en la canción anterior. Me ha empezado a molestar, así que he tenido que dejar de bailar. —No le conté la negativa de mi compañero a sacarla en mi lugar.
—La música es muy buena —comentó balanceándose a su compás.
¿Por qué ninguno de aquellos chicos había solicitado a Abby? Muchos de ellos estaban en el otro lado del gimnasio, deseando bailar. Miré a Gisselle, que en ese mismo instante meneó la cabeza para reír de la ocurrencia de uno de sus acompañantes.
Luego extendió su mano y le hizo agacharse para susurrarle algo al oído que encendió sus ojos como las luminarias de Navidad. Con un intenso sonrojo, el muchacho sonrió nerviosamente a sus amigos. Gisselle nos miró por encima del hombro y lanzó una risotada cargada de vanidad.
Al iniciarse la tercera pieza, renació mi esperanza de que alguien sacara a bailar a Abby, especialmente cuando vi a dos chicos que avanzaban juntos hacia nosotras. Pero uno se desvió en busca de Jacki y el otro me invitó a mí.
—No, gracias —respondí—. No quiero forzar mi tobillo dislocado. Pero mi amiga está libre —añadí, ladeando la cabeza hacia Abby. El la miró un segundo y, sin pronunciar palabra, se giró y recorrió la hilera de candidatas para sacar a otra.
—¿Me habré puesto un perfume inadecuado o algo así? —
se preguntó Abby.
Mi corazón empezó a alterarse al nacer un pánico sin nombre en la base de mi estómago y abrirse paso hasta el pecho.
Pensé que allí estaba ocurriendo algo muy extraño, y de nuevo miré a mi hermana. Parecía muy contenta y dichosa. Baile tras baile, los alumnos de Rosewood me ofrecieron su brazo, y si yo declinaba la invitación y les sugería a Abby, se daban a la fuga balbuceando excusas y recurrían a cualquier otra. No sólo me asombraba, sino que me intrigaba sobremanera, cómo una de las chicas que más brillaba en la fiesta, si no la que más, podía pasar tanto rato sin que nadie la sacase. Poco antes de que se anunciara la pausa para el refrigerio, llevé a un aparte a Gisselle.
—Todo esto es muy raro —le dije—. Ningún chico ha pedido un solo baile a Abby, ni siquiera al proponérselo yo.
—¿De veras? ¡Qué extraordinario! —ironizó.
—Tú siempre tienes el oído alerta. ¿Qué sucede? Espero que no se trate de una broma pesada, porque si lo es...
—No sé nada de bromas. Además, yo tampoco bailo, como habrás notado, y sin embargo no te veo muy preocupada por mis sentimientos —me reprochó mi hermana.
—¡Pero si lo estás pasando en grande! Todos esos chicos...
—Sólo juego con ellos para mi propio entretenimiento.
¿Crees que disfruto viviendo atrapada en esta silla mientras los demás bailan y campan por sus respetos? Pobre Abby... Pobre, pobrecita niña —dijo, torciendo la comisura de los labios—. La has convertido en tu hermana porque es una persona completa que no tiene deficiencias físicas.
—Sabes mejor que yo que es tan injusto como falso.
Fuiste tú, quien quisiste que me mudase de habitación y...
La música cesó y la señora Ironwood nos.informó de que iba a servirse el tentempié. Resonó una fuerte aclamación y todo el mundo se encaminó a las mesas.
—Tengo hambre, y he prometido a los chicos que me sentaría con ellos y les dejaría alimentarme. Tu puedes irl a animar a la desgraciada Abby —dijo ladinamente mi hermana.
Hizo virar las ruedas y se internó en el anhelante enjambre de muchachos de Rosewood, a quienes había conseguido imantar como si fuera su papel cazamoscas. Todos pugnaron por saber quién asumiría el papel de Samantha y conduciría a Gisselle al otro extremo de la sala. Mi hermana volvió la cabeza, me clavó una mirada de profunda satisfacción, y acto seguido soltó una risa estridente y alargó el brazo para agarrar la mano de uno de sus adoradores, mientras los restantes revoloteaban alrededor.
—Mi hermana está tan exasperante como en sus mejores tiempos —le dije a Abby.
Muchos de los chicos se portaron como galantes caballeros e hicieron provisión para una alumna de Greenwood antes de llenar su propio plato; pero ninguno se ofreció a servirnos a Abby ni a mí. Y, aunque me dejaron espacio en las mesas, no se apartaron ante mi amiga. Después de habernos servido lo que queríamos, encontramos una mesa apartada. Nadie se unió a nosotras, ni siquiera las compañeras del pabellón. Nos habían abandonado a nuestra suerte.
La señora Ironwood desfiló entre las mesas con la señorita Weller, saludando a unos estudiantes de Rosewood y conversando con sus propias pupilas. Cuando la ronda las llevó hasta nuestra esquina, la directora nos dirigió una mirada fulgurante y dobló por otro pasillo.
—¿No se me habrá declarado el sarampión? —inquirió Abby.
—No. Estás guapísima.
Mi amiga sonrió débilmente. Ninguna de las dos tenía demasiado apetito, pero comimos para pasar el tiempo. A nuestra derecha, Gisselle había ocupado una mesa sólo con chicos. No podía oír lo que les contaba, pero todos se desternillaban de risa. Se desvivían por atenderla. No tenía más que posar la vista en algo, y dos o tres muchachos casi se arrollaban en su afán de llevárselo.
—¿Tu hermana siempre ha tenido tanto éxito con el otro sexo? —preguntó envidiosa Abby.
—Desde que la conozco, sí. Tiene la facultad de apelar a su fibra más embarazosa. A saber qué promesas les habrá hecho —dije enfurecida.
El comité social de la escuela se desplegó y distribuyó entre las chicas las papeletas para elegir a la reina de la noche. Les siguieron otras dos alumnas con las cajas donde debíamos depositar nuestros votos.
—Seguro que Gisselle las ha conquistado a todas para que la escojan a ella —murmuré.
—Pues yo voy a votarte a ti —repuso Abby.
—Y yo a ti.
Reímos al mismo tiempo, rellenamos el papel y lo entregamos.
Después de tomar el postre, mi amiga y yo fuimos al cuarto de baño para refrescarnos. Estaba abarrotado de chicas que cotilleaban y alborotaban, pero en el momento en que entramos nosotras se acallaron gran parte de las voces. Parecía que fuéramos dos deshauciadas, dos leprosas que tenían aterrorizado al personal porque su mero tacto podía infectarles. Nos miramos mutuamente, en un mar de confusión.
La segunda mitad de la noche no difirió apenas de la anterior, salvo en que cuanto más tiempo pasaba con Abby, menos se acercaban a mi los chicos. Para cuando tocaron el penúltimo número musical, Abby y yo éramos las únicas que no bailábamos.
Antes de la pieza de clausura, la señora Ironwood fue de nuevo hasta el micrófono:
—Aquí en Greenwood es una tradición, como saben todos los presentes, que al término de un acontecimiento lúdico, y en especial de una fiesta formal, las estudiantes elijan a su reina.
El comité social ha efectuado eyrecuento de votos y me ha rogado que llame a Gisselle Dumas para anunciar los resultados.
Abby y yo intercambiamos una mirada de sorpresa.
"¿Cuándo lo habrá pactado mi hermanita?". me pregunté. Gisselle se separó de su séquito masculino y ella misma se impulsó por la sala al son de los aplausos. Luego se volvió hacia la concurrencia con una sonrisa ancha y beatífica. A continuación un miembro del comité fue a darle el resultado de la votación.
Bajaron el micrófono para que todos pudiéramos oírla.
—Agradezco tan alto honor —dijo—. Sois fenomenales. —
Se giró hacia la chica que tenía el nombramiento—. El sobre, por favor —pidió como si se tratara de los Premios de la Academia.
La asistencia sonrió. Incluso la señora Ironwood relajó los labios en un amago de sonrisa. Entonces Gisselle abrió y desdobló el papelito, lo leyó para sí misma y se aclaró la garganta.
—Hoy tenemos una elección sorprendente —declaró—. A juzgar por lo que ha escrito el comité, es una primicia en Greenwood. —Miró a la señora Ironwood, que estaba más interesada y pendiente de ella—. Leeré el nombre de la ganadora y la anotación textual que han hecho al pie. —Alzó la vista hacia nosotras—. Las alumnas de Greenwood han elegido a Abby Tyler —
proclamó.
Abby abrió los ojos desorbitadamente. Yo moví la cabeza sorprendida, pero fue como si sólo hubiera caído la primera bomba. En la sala se hizo el silencio. Abby empezó a incorporarse. Me dio un vuelco el corazón al ver los semblantes de las otras chicas: todas parecían contener el aliento.
Gisselle revisó la nota y acercó la boca al micrófono para anadir:
—¡Que es la primera cuarterona que recibe este premio!
El comentario nos sumergió a todos en el ojo de un huracán. No hubo risitas burlonas, ni siquiera accesos de tos.
Abby se inmovilizó. Volvió la cara hacia mí, con los ojos idos por el impacto. Aquél era el motivo de que los chicos no la sacaran a bailar: les habían prevenido de que era mulata. Y por eso Gisselle había sido tan cariñosa y le había of recido la cinta de seda blanca, para que nuestros invitados la identificasen en cuanto la vieran.
—¿Quién se lo habrá contado? —susurró Abby.
Hice un rotundo gesto de negación.
—Yo jamás...
—Ven a recoger tu trofeo —retumbó la voz de Gisselle a través de la megafonía.
Abby se detuvo frente a mí, aún más enhiesta y alta de lo habitual, mostrándose ante el mundo como una bella princesa.
—No te preocupes, Ruby —dijo—, no hay ningún problema.
De todas formas había decidido pedir a mis padres que dejasen de vivir en el engaño. Me enorgullezco de cada célula de mi ascendencia y nunca más volveré a ocultarla. —Cruzó el gimnasio y se marchó.
—Al parecer, no le ha gustado la distinción —bromeó Gisselle.
Hubo un clamor de risas, que todavía continuaron después de que abandonara el salón de baile en pos de mi amiga.
Me precipité hasta el pasillo y salí por la puerta lateral que acababa de utilizar ella. Cuando me asomé al exterior, ya había atravesado la mitad del complejo, con su hermosa cabeza erguida, camino de la oscuridad.
—¡Abby, éspera! —la llamé, pero no se detuvo.
Ya estaba cerca de la avenida que enlazaba con la carretera de acceso al colegio. Yo eché a correr en el mismo sentido, pero en ese instante alguien pronunció mi nombre.
—Ruby Dumas.
Al girarme, vi a la señora Ironwood bajo la franja luminosa que proyectaban las luces de la puerta.
—No se atreva a traspasar los límites de esta escuela —me advirtió.
—Pero señora Ironwood, mi amiga..., Abby...
—No se atreva.
Volví la mirada hacia Abby, pero lo único que distinguí fue oscuridad y unas sombras espesas que extendieron su cerco y penetraron lo bastante hondo para envolver mi corazón roto.