11. SALTAN LAS CHISPAS
Pedí a Beau que se arrimase a la acera una manzana antes de llegar a la mansión.
—Me siento como si fuera mi hermana, fugándome de casa a hurtadillas —dije—, pero preferiría que Daphne no me viera salir de tu coche. —El se echo a reir.
—No hay problema. A veces, las trapacerías de Gisselle pueden resultar muy prácticas. Es una lástima que ella no aprenda algo de ti. —Se inclinó para darme un beso en los labios antes de que me apease—. Vendré esta noche —dijo cuando ya me iba. Le despedí con la mano, enfilé la avenida y entré por la puerta pequeña.
Dentro de la casa reinaba un total silencio. Crucé cautelosa varias estancias y empecé a subir por la escalera, que pareció crujir más sonoramente que nunca ahora que intentaba ser discreta. Estaba casi en la cúspide cuando de pronto Daphne me llamó desde el vestíbulo. Me volví y la miré fijamente. Bruce Bristow se erguía a su lado.
—¿Dónde has estado? —inquirió mi madrastra con los brazos en jarras. Llevaba un traje sastre, colorete, carmín y raya de ojos, pero no se había recogido el cabello.
—He ido a visitar a tío Jean —admití. Había decidido que no la engañaría si me atrapaba y, de todas maneras, quería preguntarle por qué había cortado la subvención de su cuñado en la clínica mental y lo había hecho arrinconar.
—¿Que has hecho qué? Ven aquí ahora mismo-me ordenó, agitando el dedo índice como si fuese a apuñalar el suelo.
Se dio la vuelta y entró marcialmente en la sala de estar que había tras ella. Bruce me miró unos momentos, con aquella sonrisa lasciva bien aposentada en los pliegues de su boca. Luego desapareció en busca de Daphne. A mitad de la escalera, Gisselle me llamó desde el rellano, adonde había salido para presenciar mi confrontación con nuestra madrastra.
—Te habría encubierto —afirmó—, pero no me has dicho adónde ibas. —Meneó la cabeza—. Ni siquiera he podido inventar una coartada cuando me ha abordado preguntando por ti.
—No tiene importancia. No me gusta ir por ahí mintiendo.
—Peor para ti —contestó mi hermana—. Te has metido en un buen lío.
Me dedicó una meliflua y triunfal sonrisa antes de maniobrar su silla para regresar a su dormitorio. Yo salvé con presteza los últimos peldaños y llegué a la sala de estar. Daphne se había sentado en el sofá, pero Bruce se quedó de pie en su flanco, con las manos juntas delante del cuerpo. Tenía el entrecéjo fruncido, un gesto que había adoptado más en honor de mi madrastra que como censura hacia mí.
—Entra —dijo Daphne al ver que me detenía ante la puerta. Me aproximé a ellos con el corazón en vilo—. Creía haberte prohibido que fueses a ver a Jean. Creía haber especificado claramente que no le dijeras nada —añadió con decisión.
—Papá habría querido que lo supiese —repuse—. Y además, si no le hubiera advertido, le habría estado esperando y pensando por qué no iba a verle.
—Dudo mucho que tu tío pueda pensar —dijo Daphne con marcado cinismo. Entrecerró los ojos y apretó los labios brevemente—. ¿Quién te ha acompañado, Beau? —No respondí y ella esbozó una sonrisa distante—. Sus padres no van a saltar de júbilo cuando averigüen que ha sido cómplice de tu desobediencia.
Desde que fuiste a Greenwood no había vuelto a darles ningún disgusto, pero en cuanto regresas...
—Te ruego que no le delates. Él no ha hecho nada malo, sólo ha tenido la gentileza de acompañarme en su automovil.
Mi madrastra meneó la cabeza y observó a Bruce, que era un fiel reflejo de su propio desdén.
—Por otra parte —continué, armándome de valor—, ahora ya conozco la auténtica razón por la que te oponías a que viese a tío Jean. —Hablé con tanta contundencia que Bruce enarcó las cejas—. Has ordenado en secreto que le trasladaran de su celda privada a una nave.
Ella se arrellanó en la butaca y cruzó los brazos en el pecho.
—¿En secreto? —Emitió una risa hueca, insustancial, antes de mirar a su gerente y volverse hacia mí con la frente arrugada—. Yo no tengo que actuar de forma clandestina. No necesito tu permiso, ni el de tu hermana ni el de nadie para hacer lo que se me antoje en lo que respecta a esta familia.
—¿Por qué le has cortado el suministro? —la interpelé—
. Podemos permitirnos el lujo de mantenerlo en su habitación.
—Una celda particular era un despilfarro. Siempre he opinado lo mismo —afirmó mi madrastra—. Y no tengo que justificarme con Gisselle ni contigo.
—Pero según el personal médico, ha entrado en una fase regresiva. Ya no le preocupa su aspecto como antes y...
—Nunca hizo el menor progreso en ninguna dirección.
Lo único que pretendía Pierre era acallar su conciencia derrochando dinero con Jean. Era un gasto banal.
—No, no lo era —insistí—. Yo he visto la diferencia; tu, no.
—¿Desde cuándo tienes una licenciatura en enfermedades mentales?
—ironizó mi madrastra. Luego volvió a sonreír fríamente, una sonrisa que provocó escalofríos en mi columna vertebral—. ¿O quizá has heredado los poderes extrasensoriales de tu abuela curandera?
Mi semblante se acaloró. Daphne jamás desperdiciaba una oportunidad de mancillar la memoria de grandmere; gozaba ridiculizando el mundo cajun. Respiré hondo y contraataqué con valentía.
—No, sólo he heredado su compasión y humanidad —dije.
Mis palabras surgieron tan altivas, que Daphne dio un respingo.
Bruce ya no sonreía lujuriosamente ni de ningún otro modo.
Equilibró el peso de su cuerpo y observó con recelo a mi madrastra.
—Ya es suficiente —dijó ella despacio, con la mirada tan turbulenta como las sombras del pantano—. Me has desobedecido. Quiéro que comprendas desde el comienzo las consecuencias de la insubordinación. Ahora tu padre ya no está aquí para buscar atenuantes.
—Se acomodó en el asiento y levantó los hombros para la sentencia—. Subirás a tu cuarto y permanecerás en él hasta la hora de asistir a las exequias de tu padre. Mandaré a Martha que te sirva las comidas, no podrás ver a nadie excepto a Gisselle y a mí.
—Ya pretextaremos algo, diremos a la gente que no te sientes bien y de esa forma evitaremos que se sepa tu mala conducta —contestó Daphne con voz seca.
—No creo haber cometido ninguna falta —repliqué—. No he ofendido a nadie visitando a tío Jean, puesto que alguien tenía que informarle de la muerte de papá, y además insisto en que no deberías haberle recluido en una sala comunitaria.
Por un momento, mi continuo desafío la desarmó. Pero pronto recuperó toda su acritud y se encorvó hacia mi.
—Cuando cumplas veintiún años —me respondió, con los ojos desorbitados—, tomarás tus propias decisiones financieras sin mi injerencia ni beneplácito. Podrás cobrar tu dinero y dilapidarlo íntegramente en Jean, si eso es lo que quieres. Pero hasta entonces yo soy la única que decide cómo ha de gastarse la fortuna de los Dumas. Cuento con un experto en esas cuestiones —
dijo, señalando a Bruce—, así que no preciso tu asesoramiento.
¿Lo has entendido? ¿Lo has entendido? —repitió al no obtener contestación.
—No —dije, plantando los pies en el suelo en actitud retadora—. No entiendo cómo has podido hacer esa jugada al pobre tío Jean, que ni siquiera tiene una vida propia, que no posee otro bien que su mente trastocada.
—En efecto, no comprendes nada —dijo mi madrastra.
Volvió a reclinarse en el almohadón del sofá—. ¡Qué se le va a hacer! Por ahora, ve directamente a tu cuarto y cierra la puerta, o llamaré a los padres de Beau, les pediré que le traigan aquí sin tardanza para que conozcan vuestra gran aventura —amenazó—, y así podremos castigaros a ambos con el máximo rigor.
Me ardían los ojos con las ardientes lágrimas de la ira y la impotencia.
—Pero tengo que estar en el velatorio... No puedo faltar...
—Haber respetado mis instrucciones —dijo Daphne firmemente, escupiendo las palabras. Extendió el brazo, con el dedo en línea recta hacia la escalera—. ¡Sal de aquí!
—¿No podrías imponerme otro castigo? —imploré incapaz de contener el llanto.
—No. Carezco de tiempo y energías para quedarme aquí sentada calibrando posibles métodos de recompensar tu insolencia, y menos aún cuando te indisciplinas en estas circunstancias.
Tengo un marido que enterrar. No puedo convertirme en la niñera de una adolescente consentida y rebelde. Haz lo que te he dicho, ¿me oyes? —gritó con estridencia.
Tragué saliva, me di la vuelta y salí de la estancia cansinamente, sintiendo el estómago como si me hubiera bebido cinco litros de barro pantanoso. Cuando llegué a mi habitación, me arrojé sobre el lecho y lloré largo rato. Constaté que no podría ayudar a tío Jean; ni siquiera había sabido defenderme a mí misma.
—¿Dónde has estado? —indagó Gisselle desde la entrada.
Giré la cabeza y enjugué las lágrimas de mis mejillas—. ¿Habéis iDO al lago Pontchartrain? —preguntó, con una sonrisita libidinosa asomando a sus labios—. Ya sabes, a pelar la pava.
—No. Beau me ha llevado a la clínica de tío Jean —repuse, y le describí lo que había encontrado en la institución—. Ha ordenado que lo instalen en una nave donde sólo tiene un camastro y una taquilla desvencijada —terminé.
Ella se encogió de hombros, sin mostrar apenas interés.
—No me sorprende. Ya te dije el otro día que Daphne es una mala pieza, pero tú no quisiste escucharme. Te empeñas en creer que la vida es un camino de miel y rosas. Y también nos hará unos cuantiosos recortes monetarios, ya lo verás —dijo.
Impulsó su silla hacia mí y redujo la voz a un murmullo—. Es mejor que nos quedemos aquí en vez de volver a Greenwood. Debes invertir tu tiempo y tu mente perspicaz en buscar la manera de engatusarla para que no nos saque de casa —me urgio.
—¿Para que no nos saque? —Me reí tan frenéticamente que incluso yo me asusté—. Daphne no soporta ni vernos la cara.
Eres tú quien vive en un mundo de ilusión si piensas que iba a plantearse la eventualidad de tenernos bajo su mismo techo.
—Genial —objetó mi hermana—. ¿Quieres tirar la toalla antes de empezar?
—Sólo me remito a los hechos —contesté, en un tono de fatalismo que la dejó perpleja. Se quedó frente a mí, mirándome con fijación como si esperara que mi humor diera un giro brusco y le dijese lo que ella quería oír.
—¿No vas a asearte y vestirte para el velatorio? —me preguntó al fin.
—Como he desobedecido a Daphne y he ido al sanatorio para ver a tío Jean, no se me permite participar. Estoy castigada.
—¿No asistir al velatorio es la penitencia? ¿Por qué no me castigan a mí también? —exclamó mi gemela.
Me abalancé sobre ella tan abruptamente, que hizo retroceder la silla.
—¿Qué bicho te ha picado, Gisselle? Papá te quería.
—Sólo hasta que apareciste tú. A partir de entonces me olvidó por completo —gimió mi hermana.
—Eso no es cierto.
—Lo es, pero ya no importa. En fin —dijo, suspirando y ahuecándose el cabello—. Alguien tendrá que entretener a Beau cuando llegue. Supongo que soy la persona idónea. —Sonrió y se metió en su habitación.
Yo me levanté y fui hasta la ventana, preguntándome si me convendría tomar los portantes. Lo habría considerado seriamente de no haber recordado las promesas que había hecho a mi padre. Debía quedarme en casa para cuidar de Gisselle como mejor pudiera, descollar en la pintura y enaltecer así su memoria. Juré que de algún modo salvaría los obstáculos que sin duda Daphne interpondría en mi camino, y un día haría lo que ella misma había sugerido: ayudar a tío Jean.
Volví a la cama y pasé las horas reflexionando y dormitando, hasta que oí deambular a Gisselle junto a la escalera y llamar a Edgar para que la pusiera en su ascensor y poder así acudir al velatorio. Me arrodillé y recité las oraciones que habría dicho ante el ataúd de papa.
Martha me subió la bandeja de la cena. Aunque tenía órdenes explícitas de Nina de mandarme comer, sólo di cuatro bocados, ya que había perdido el apetito, y tenía la tripa demasiado encogida y revuelta para admitir más alimento.
Horas más tarde, oí un quedo golpeteo en mi puerta.
Estaba tendida en la penumbra, con los haces de luna que se derramaban en la estancia como única fuente de luz. Alargué el brazo, encendí una lámpara y di la entrada a quienquiera que hubiese al otro lado. Era Beau, flanqueado por Gisselle.
—Daphne no sabe que está aquí —se apresuró a decir mi hermana con una pícara sonrisa en los labios. ¡Cómo disfrutaba saltándose las prohibiciones, aunque eso entrañara hacerme un favor!—. Todos creen que hemos ido a pasear por la casa. Hay tanta gente que no nos echarán de menós. No te apures.
—Beau, no deberías pasar ni un minuto conmigo. Daphne ha amenazado con hacer venir a tus padres y tomar graves represalias por haberme acompañado a la clínica —le avisé.
—Correré el riesgo —aseguró—. Además, ¿por qué se ha enfadado tanto?
—Porque he descubierto la ruindad que ha hecho a mi tío —dije—. Ése es el principal motivo.
—Es una injusticia que tengas que sufrir aún más en estos momentos —declaró Beau, y nuestras miradas se encontraron.
—Podría dejar sola un rato a la parejita —propuso Gisselle cuando vio cómo nos mirábamos—. Me esconderé en lo alto de la escalera y seré vuestro centinela.
Yo iba a negarme, pero Beau le dio las gracias. Cerró la puerta suavemente, se sentó a mi lado en la cama y me ciñó con su brazo.
—Pobrecita Ruby, no mereces ese trato —susurró. Me besó en la mejilla antes de echar un vistazo a la habitación y sonreír—. Ya había estado aquí una vez. Fue cuando probaste la hierba de Gisselle, ¿te acuerdas?
—No quiero ni pensarlo —respondí, riendo por primera vez en mucho tiempo—. Aunque recuerdo que fuiste un caballero y te preocupaste por mí.
—Siempre lo haré —puntualizó. Me besó en el cuello, en la punta del mentón, y por fin llevó sus labios a los mios.
—Para, Beau, te lo ruego. Ahora mismo estoy muy confusa y trastornada. Deseo que me beses, que me toques, pero al mismo tiempo no dejo de pensar en mi padre, en la desgracia que me ha hecho volver.
Él asintió con la cabeza.
—Lo comprendo. El problema es que no puedo apartar la boca de ti estando tan cerca —musitó.
—Pronto estaremos juntos de nuevo. Si no puedes ir a Greenwood en las dos próximas semanas, te veré en cuanto comiencen las vacaciones.
—Sí, es verdad —dijo Beau, abrazándome aún muy amartelado—. Ya verás lo que te tengo preparado para Navidad. Nos divertiremos mucho, celebraremos la Nochevieja y... De súbito se abrió la puerta y Daphne irrumpió en la estancia con una mirada rezumante de indignación.
—Lo suponía —dijo—. Sal —ordenó a Beau, con el brazo alzado en dirección del pasillo.
—Daphne, nosotros...
—No quiero oír cuentos ni excusas. Éste no es tu sitio y lo sabes muy bien. En cuanto a ti —dijo, taladrándome con su mirada iracunda—, ¿así es como lloras la muerte de tu padre, camuflando a tu novio en tu propia habitación? ¿Es que no tienes sentido de la decencia ni del decoro? Quizá esa salvaje sangre cajun corre tan caliente y tan espesa por tus venas que no puedes resistir a la tentación, ni siquiera con Pierre de cuerpo presente a sólo unos metros de distancia.
—¡No hacíamos nada! —estallé—. Sólo...
—No quiero oír los detalles —me interrumpió mi madrastra, cerrando los ojos y elevando la mano frente a mí—.
Beau haz el favor de irte. Tenía una buena opinión de ti, pero obviamente eres como todos los jóvenes de tu edad. No puedes renunciar a la promesa de un buen revolcón ni siquiera en las peores circunstancias.
—Eso es falso. Sólo hablábamos, forjábamos planes. —Mi madrastra sonrió gélidamente.
—Yo en tu lugar no haría muchos planes en los que intervenga mi hija —dijo—. Ya sabes lo que piensan tus padres de vuestras relaciones, y cuando se enteren de esto...
—Pero no hemos hecho nada malo —insistió él.
—Has tenido suerte de que no esperase unos minutos más. Quizá Ruby te habría incitado a desnudarte con la excusa de que quería dibujarte de nuevo —acusó Daphne. Beau se ruborizó tanto que creí que iba a sufrir una hemorragia nasal.
—Márchate, Beau. Será lo mejor —le supliqué.
Él me miró y se encaminó hacia la puerta. Daphne se apartó a un lado para dejarle pasar. Ya en el corredor, se giró una última vez, meneó la cabeza y se marchó precipitadamente escaleras abajo. Mi madrastra se encaro de nuevo conmigo.
—Y pensar que antes me has partido el alma, rogándome con aquel desconsuelo que te dejara estar en el velatorio... Como si de verdad te importase —añadió.
Cerró la puerta entre nosotras con un chasquido que más se parecía a un disparo y que, al sonar, me paró el corazón.
Luego empezó a palpitar, y seguía atronando cuando se presentó Gisselle unos momentos más tarde.
—Lo siento —dijo—. Me he vuelto de espaldas un instante para ir a buscar una tontería y, antes de que me diera cuenta, había subido la escalera y pasado junto a mí como un vendaval.
Escruté a mi hermana. Estuve a punto de preguntarle si en realidad se había colocado en un lugar visible para que Daphne supiese que Beau andaba por el piso de arriba, pero no habría servido de nada. El daño ya estaba hecho y, tanto si Gisselle era responsable como si no, el resultado sería el mismo. La brecha entre Beau Andreas y yo había sido ensanchada unos centímetros más por mi madrastra, que parecía existir con una única finalidad: hacerme la vida imposible.
El funeral de papá fue el más fastuoso que había visto jamás, y se diría que el tiempo había sido divinamente concebido para la ocasión: nubarrones grises y bajos encapotando el cielo, y una brisa cálida pero intensa que hizo que los ramajes de sicomoros, robles, sauces y magnolios se mecieran y doblasen en el trayecto. Era como si el mundo entero quisiera rendir el último homenaje a un príncipe caído. Un tren de opulentos vehículos se alineó en las calles anexas a la iglesia por espacio de varias manzanas, y asistió una auténtica multitud, tan numerosa que muchas personas tuvieron que quedarse en el pórtico y la entrada del templo. A pesar de mi inquina contra Daphne, no pude por menos que sentir cierta fascinación ante ella, ante su elegancia, su aplomo inquebrantable y la manera en que nos guió a Gisselle y a mí en todo el ceremonial, de casa a la iglesia y de allí al cementerio.
Yo deseaba sentir algo muy íntimo en el oficio religiOSo, captar la presencia de papá, pero con Daphne continuamente pendiente de mí y los asistentes observándonos como si fuésemos una familia real obligada a mantener una dignidad intachable, a actuar conforme a sus expectativas, me resultó difícil invocar a mi padre en aquel féretro tan reluciente y ostentoso. Hubo momentos en que incluso tuve la impresión de estar presenciando un sofisticado espectáculo público, una ceremonia social desprovista de cualquier sentimiento.
Cuando al fin lloré, creo que fue tanto por él mismo cuanto por lo que serían mi universo y mi vida sin el padre que me había restituido grandmere Catherine con sus últimas revelaciones. Aquel caro obsequio de felicidad y nuevas perspectivas me había sido arrebatado por la celosa muerte, que siempre vagaba alrededor, vigilando y acechando la oportunidad de robarnos todo lo que ponía de relieve cuán deplorable sería para siempre nuestro destino. Era lo que grandmere me había enseñado sobre ella, y lo que yo creía ahora con plena convicción.
Daphne no vertió lágrimás en público. Pareció desfallecer sólo dos veces: una durante la misa, cuando el padre McDermott mencionó que era él quien había oficiado sus esponsales con papá, y la segunda en el cementerio, antes de que los restos de mi padre fueran enterrados en lo que los habitantes de Nueva Orleans denominaban "horno". Debido a los altos índices pluviales, las tumbas no se cavaban en la tierra como en otras ciudades del país. Se sepultaba a los muertos por encima del nivel del suelo en bóvedas de cemento, muchas de las cuales tenían el escudo familiar grabado en la puerta.
En vez de sollozar, Daphne se llevó a la cara un pañuelo de seda y lo apretó contra la boca. Sus ojos permanecieron absortos en sus propias cábalas, la mirada baja.
Tomó mi mano y la de Gisselle cuando llegó el momento de abandonar el templo, y una vez más a la salida del cementerio.
Sólo las retuvo unos instantes, una acción que, a mi juicio, estaba destinada más a la concurrencia que a nosotras.
Durante el oficio, Beau se quedó en la parte trasera con sus padres. Apenas intercambiamos una mirada. Los familiares de Daphne se agruparon, sin elevar la voz más allá del susurro, atentos siempre a nuestro menor movimiento. Cada vez que alguien se acercaba a Daphne para expresar o reiterar sus condolencias, ella le tendía la mano y decía quedamente "Merci beaucoup". Acto seguido, el personaje se dirigía a nosotras. Gisselle imitó a su madrastra a la perfección, hasta el extremo de adoptar idéntica entonación francesa y de no alargar ni acortar el saludo una milésima de segundo. Yo me limité a dar las gracias en mi lengua.
Previendo quizá que Gisselle o yo podíamos ponerla en un compromiso con nuestra forma de actuar, Daphne nos observó y escuchó atentamente, en especial cuando se aproximaron los Andreas. Yo aferré la mano de Beau más tiempo que la de nadie, pese a sentir los ojos de Daphne en la nuca y la cabeza como dos lenguas de fuego. Sabía que el proceder de Gisselle la satisfaría más que el mío, pero no estaba allí para agradar a mi madrastra; estaba para despedirme por última vez de mi padre y agradecer su compañía a las personas que le habían querido de verdad, tal y como a él le habría gustado que lo hiciese: cordialmente, sin pretensiones.
Bruce Bristow no se alejó ni un segundo de nosotras, haciendo algún comentario ocasional a Daphne y recibiendo sus instrucciones. Al llegar a la iglesia, se ofreció a reemplazarme y empujar la silla de Gisselle por la nave central. También estuvo alerta a la hora de llevarla a la calle, y la ayudó a acomodarse en la limusina y a apearse nuevamente en el cementerio. Por descontado, Gisselle se regodeó en aquellas atenciones extraordinarias, lanzándome alguna que otra mirada con una sonrisa presuntuosa en los labios.
El momento culminante de las exequias se produjo hacia el final, mientras nos dirigíamos al automóvil que debía conducirnos a casa. Volví el rostro a la derecha y Vi a Paul, mi hermanastro, corriendo por el camposanto. Aceleró aún más la marcha para alcanzarnos antes de que entrásemos en el vehículo.
—¡Paul! —exclamé.
No pude contener el asombro y el placer que me causaba su visión. Daphne empinó la espalda en la portezuela de la limusina y me fulminó con sus ojos feroces. También se giraron otras personas próximas. Bruce Bristow, que se aprestaba a trasladar a Gisselle de la silla al coche, hizo una pausa para mirar cuando habló mi hermana.
—Fijaos quién ha venido en el último momento —dijo.
Aunque hacía sólo unos meses, podrían haber transcurrido años désde la última vez que vi a Paul. Parecía mucho más maduro, con los rasgos mejor definidos. Enfundado en su traje azul marino y bien encorbatado, me pareció más alto y ancho de hombros. La semejanza de facciones entre Paul, Gisselle y yo misma se apreciaba esencialmente en la nariz y los ojos cerúleos pero el cabello de él, mezcla de rubio y moreno —lo que los cajun llamaban chatin—, era algo más fino. Se alisó las greñas que le habían caído sobre la frente cuando emprendió el galope desenfrenado hacia la limusina. Sin decir una palabra, se agarró a mí y me abrazó.
—¿Quién es esta persona? —inquirió Daphne. Los últimos rezagados que se disponían a abandonar el recinto se giraron también para ver y escuchar.
—Paul —me adelanté yo—. Paul Tate.
Daphne estaba al corriente de que teníamos un hermanastro, pero siempre se había negado a reconocer su existencia y hacer referencia alguna a él. No quiso saber nada la única vez que había ido a visitarnos a Nueva Orleans. Daphne torció la boca en una horrible mueca.
—Comparto sinceramente su aflicción, madame —dijo Paul—. He venido lo antes posible —añadio, volviéndose hacia mí, al no recibir respuesta—. No me he enterado hasta hoy, cuando te he telefoneado a la escuela y me ha dado la noticia una de vuestras compañeras de pabellón. He subido al coche y he ido directo a la mansión. El mayordomo me ha indicado cómo llegar al cementerio.
—Me alegro de que estés aquí, Paul —dije.
—¿Podemos entrar ya en el automóvil y marcharnos a casa —intervino Daphne—, o tenéis la intención de estableceros en el cementerio y pasar toda la tarde charlando?
—Síguenos —sugerí a mi hermano, y fui a reunirme con Gisselle.
—Está guapísimo —me susurró ella en cuanto me hube sentado. Daphne nos traspasó a las dos con la mirada.
—Hoy no quiero tener más visitas rondando por los salones —declaró Daphne al enfilar el Garden District—. Atiende a tu hermanastro fuera y procura abreviar. Quiero que empecéis a hacer las maletas para regresar a la escuela mañana mismo.
—¿Mañana? —exclamó Gisselle.
—Naturalmente.
—Pero mamá, es demasiado pronto. Deberíamos prolongar nuestra estancia al menos una semana por respeto a papá.
Daphne sonrió con cinismo.
—¿Y qué harías durante esa semana? ¿Te dedicarías a meditar, rezar y leer? ¿O llamarías por teléfono a tus amigos para que vinieran todos los días?
—Tampoco tenemos que ingresar en un convento porque haya muerto papá —replicó mi hermana.
—En efecto. Lo que haréis es volver a Greenwood y reanudar vuestros estudios. Ya lo he organizado todo —anunció nuestra madrastra.
Gisselle cruzó los brazos enfurruñada y echó el cuerpo hacia atrás.
—Deberíamos fugarnos —farfulló—. Eso sí que estaria bien.
Daphne la oyó y volvió a sonreír.
—¿Y adónde irías, princesa Gisselle? ¿Tal vez a buscar a tu tío chiflado al manicomio? —la zahirió, sin perderme de vista a mí—. ¿O te asociarías a tu hermana y volverías al paraíso del cieno, para vivir con personas que llevan pieles de gamba incrustadas en los dientes?
Gisselle desvió la cara y miró a través de la ventanilla. Por primera vez en todo el día, las lágrimas afluyeron a sus ojos. Me habría gustado pensar que era realmente por papá, pero sabía que si lloraba era sólo porque la desquiciaba la idea de volver al internado y ver interrumpido el reencuentro con sus antiguas amistades.
Cuandó llegamos a la mansión, estaba demasiado alicaída incluso para hablar con Paul. Dejó que Bruce la pusiera en su silla de ruedas y la condujera al interior, sin decir una sola palabra a Daphne ni a mí. Mi madrastra me aleccionó desde el portal mientras Paul aparcaba detrás de nosotros.
—Sé breve —persistió—. Me disgusta que merodeen por mis dominios esos cajun de origen dudoso. —Me dio la espalda y entró en la mansión antes de que pudiera reaccionar.
Corrí hacia Paul tan pronto como emergió de su vehículo y me lancé en sus brazos acogedores. Súbitamente, todo el dolor y el abatimiento que había reprimido en los confines de mi corazón desgarrado brotaron a borbollones. Lloré libremente, con el pecho convulso y la faz oculta en su hombro. Él me acarició la melena, me besó en la frente y musitó frases de consuelo.
Finalmente recobré la serenidad y me retiré. Paul tenía un pañuelo a punto para secarme las mejillas, y dejó que me sonara la nariz.
—Perdóname —dije—, no podía aguantar más. No me han dado opción de llorar abiertamente a papá desde que volví de la escuela; Daphne nos ha tenido a todos en un puño. Pobre Paul —
añadí, sonriendo con los ojos aún lagrimosos—. Ahora eres tú quien ha de soportar mi aluvión de llanto.
—No digas eso. Me alegro de estar contigo para poder reconfortarte después del amargo trance que has pasado. Recuerdo bien a tu padre. ¡Era tan joven y vital la única vez que le vi en el bayou! Fue muy amable conmigo, un genuino caballero criollo. Vamos, un hombre con clase. Comprendí por qué nuestra madre se había enamorado de él perdidamente.
—Sí, yo también. —Apretujé su mano y amagué una sonrisa—. ¡Oh, Paul, qué ganas tenía de verte! —Ojeé la puerta principal e intenté disculparme—. Mi madre ha prohibido que entre en casa una sola persona más —dije, llevándole hasta un banco del jardín coronado por una arcada de rosas—. Mañana nos mandará de vuelta a Greenwood —le comenté una vez se hubo sentado.
—¿Tan deprisa?
—Si de ella dependiese, ya estaríamos allí —afirmé resentida. Aspiré una bocanada de aire—. Pero no dejes que me centre tanto en mí misma. Háblame del hogar, de tus hermanas, de todo el mundo.
Me acomodé para escucharle, concediéndome la libertad de viajar en el tiempo. Cuando yo habitaba en el bayou, la vida era más ardua y mucho más humilde, pero gracias a grandmere Catherine, también había sido más feliz. Mal que me pesara añoraba el pantano, la vegetación, los exóticos pájaros, incluso los ofidios y los caimanes. Había aromas y ecos, parajes y vivencias que rememoraba con deleite, entre los que destacaba el recuerdo de derivar en una piragua hacia el crepúsculo sin otro peso en el corazón que una liviana dicha.
—La señora Livaudis y la señora Thibodeau están las dos en plena forma —dijo Paul—. Echan de menos a tu grandmere. —
Se rió, y fue como un bálsamo para mis oídos—. Saben que he mantenido el contacto contigO, aunque no se reprimen y lo preguntan. Su táctica es especular en mi presencia sobre el paradero de Ruby, la nieta de Catherine Landry.
—¡Cuánto las añoro! A ellas y a los demás.
—Tu abuelo Jack continúa viviendo en la misma casa y, siempre que se emborracha, lo cual ocurre con bastante frecuencia, hace hoyos en el suelo buscando el tesoro que según él enterró grandmere para ocultárselo. Es un milagro que siga vivo. Mi padre dice que es mitad hombre y mitad serpiente. Tiene la piel tan apergaminada como si hubiera pasado por las manos de un curtidor, y aparece reptando entre las sombras y los matojos cuando menos lo esperas.
—He estado tentada de huir de mi madrastra y regresar al bayou —confesé.
—, Si algún día lo haces, me encontrarás allí dispuesto a ayudarte —dijo Paul—. Ahora trabajo como director de la conservera familiar —proclamó orgullosamente—. Gano un buen sueldo y estoy pensando en independizarme y construir una casa.
—¿Lo dices en serio, Paul? —Él asintió—. Entonces ¿has conocido a una chica?
La sonrisa que había en sus labios se difuminó.
—No.
—¿Lo has intentado al menos? —le acucié. Él giró la cara—. ¿Paul?
—No es fácil encontrar a alguien que se te pueda comparar, Ruby. No espero que ocurra de la noche a la mañana.
—Pero tiene que ocurrir, Paul. Es imprescindible.
Mereces a una mujer que te ame sin cortapisas, y fundar una familia un día no muy lejano.
Guardó silencio. Al fin, me miró y sonrió.
—He leído con atención las cartas que me escribiste desde el internado, sobre todo lo que me contabas de Gisselle.
—Ha sido un verdadero estorbo, y sospecho que nuestra relación va a deteriorarse aún más ahora que papá se ha ido, pero me hizo prometer que velaría por ella. Preferiría vigilar una jaula de mocasines verdes —dije. Paul volvió a reír y sentí elevarse la carga del pesar que aplastaba mi pecho. Fue como si de repente pudiese respirar de nuevo.
Sin embargo, antes de que pudiéramos proseguir, vimos acercarse a Edgar. Parecía cariacontecido.
—Lo lamento, mademoiselle, pero madame Dumas quiere que entre en casa y vaya de inmediato al salón —anunció, arqueando las cejas para mostrar con qué contundencia había dado el encargo.
—Gracias, Edgar. Voy enseguida dije. El mayordomo asintió y nos dejó solos.
—Paul, siento que hayas hecho todos esos kilómetros para pasar conmigo tan poco rato.
—No importa —aseguró—. Ha valido la pena. Un minuto a tu lado es como una hora en el bayou sin ti.
—Paul, por favor —le pedí, estrechando sus manos entre las mías—. Prométeme que buscarás una chica a quien amar. Promete que aceptarás ser amado. Vamos, hazlo.
—Está bien —se resignó—, lo prometo. ¿Qué no haría yo por ti? Incluso me enamoraría de otra... si pudiese.
—Puedes y debes —insistí.
—Lo sé —contestó balbuceante. Parecía que le hubiera forzado a beber aceite de ricino. Habría querido quedarme con él, conversar y rememorar los viejos tiempos, pero Edgar se alzaba en el portal como una demostración viva de lo insistente que estaba Daphne.
—Debo marcharme antes de que mi madrastra monte una escena que nos violente a ambos, Paul. Deseo que tengas un buen viaje. No olvides llamar y escribirme al pensionado.
—Cuenta con ello —dijo mi hermanastro. Me dio un beso apresurado en la mejilla y salió hacia el coche a toda carrera, esforzándose en no mirar atrás. Yo sabía que era porque tenía lágrimas en los ojos y no quería que las viese.
Sentí que me dolía el alma cuando Paul partió, y por unos momentos visualicé una vez más la expresión de su cara el día que averiguó la verdad sobre nosotros, una verdad que ambos habríamos deseado ahogar en las aguas del pantano junto a los pecados de nuestros progenitores.
Me armé de valor y me encaminé al portalón de entrada para ver qué nuevas reglas e imposiciones querría descargar Daphne sobre mi cabeza y la de mi hermana, ahora que ya no teníamos ningún mediador que nos protegiera.
Mi madrastra esperaba en el salón, en una mullida butaca. Gisselle había sido convocada y también aguardaba, botando en su silla y con cara de pocos amigos. Me sorprendió ver a Bruce sentado frente al secreter de madera de pino. ¿Acaso iba a ser testigo de todas nuestras discusiones familiares?
—Siéntate —ordenó Daphne a Ruby, mirando la silla vacante que había junto a Gisselle. La ocupé sin rechistar.
—¿Ya se ha marchado Paul? —me preguntó mi hermana.
—Sí.
—Callaos las dos. No os he llamado para hablar de un insignificante muchachito cajun.
—Ni es insignificante ni es ningún "muchachito" —me sublevé—. Es todo un hombre y está dirigiendo la fábrica de su padre.
—Estupendo. Espero que llegue a convertirse en el rey de la ciénaga. Y ahora —dijo Daphne, apoyando las manos en el brazo del sillón—, puesto que os iréis a primera hora de mañana, quiero aclarar ciertas cuestiones y zanjar determinados trámites antes de retirarme a mis aposentos. Estoy extenuada.
—Así pues, ¿por qué tienes tanta prisa en que nos marchemos? Nosotras también nos sentimos cansadas —replicó Gisselle.
—Está decidido, debéis volver —dijo Daphne con los ojos muy abiertos. Hubo de tranquilizarse antes de continuar—.
En primer lugar, voy a rebajar a la mitad la asignación que os enviaba vuestro padre. De todos modos, tendréis pocas ocasiones de gastar dinero mientras residáis en Greenwood.
—Eso no es verdad —rebatió mi hermana—. De hecho, si nos das permiso para salir del complejo...
—No pienso hacer tal cosa. ¿Me tomas por imbécil?
—Daphne clavó su crispada mirada en Gisselle como si esperase una respuesta—. Vamos, dilo —la azuzó.
—Ni mucho menos —repuso mi hermana—, pero es aburridisimo tener que vivir enclaustradas, en particular los fines de semana. ¿Por qué no podemos bajar en taxi a la ciudad, ir al cine o de compras?
—No estáis allí de vacaciones, sino para estudiar y aprender. Si necesitáis alguna cantidad por una urgencia concreta, podéis telefonear a Bruce en el despacho explicarle de qué se trata, y él se encargará de remitírosla..., con cargo a vuestro legado, naturalmente. Ninguna de las dos tiene que renovar su vestuario. Es evidente que vuestro padre pecó de un exceso de indulgencia en lo que se refiere a la ropa. Se obstinó en que te llevase de tiendas el mismo día en que llegaste, Ruby.
¿Te acuerdas?
—Creí que a ti también te apetecía —dije tímidamente.
—Sólo cumplí con mi deber de preservar cierta dignidad social. No podía dejarte vivir aquí vestida como una cajun proscrita, ¿no crees? Pero a Pierre aún le pareció poco lo que te había comprado. ¡Nada bastaba para sus preciosas gemelas!
Estoy segura de que entre vuestros dos armarios se podrían montar unos grandes almacenes. Bruce Bristow conoce el importe de las facturas, ¿verdad, Bruce?
—En efecto —corroboró el gerente con una risita.
—Explícales cómo se ejecuta el fideicomiso de manera sencilla y escueta, Bruce, por favor —demandó Daphne.
Él se incorporó y hojeó unos documentos que había en el tablero del secreter.
—Dicho en pocas palabras, quedarán cubiertas vuestras necesidades básicas: escolarización, gastos de desplazamiento, artículos de uso cotidiano, y habrá también una provisión para pequeños lujos, regalos y demas. A medida que se precise el dinero, se extraerá de una cuenta de depósito previa firma de Daphne. Si necesitáis un estipendio adicional, redactad una solicitud por escrito y mandádmela a la oficina para que la curse debidamente.
—¿Por escrito? ¿Qué somos ahora, empleadas adninistrativas? —se sulfuró Gisselle.
—Ni siquiera empleadas —dijo Daphne con el semblante cruel, la sonrisa vaga y sardónica—. Ellas al menos trabajan para poder cobrar.
Intercambió con Bruce una mirada de satisfacción antes de volver a arremeter contra nosotras.
—Quiero reiterar lo que ya os dije sobre vuestra conducta en Greenwood. Si me llamara la directora porque habéis cometido alguna infracción, os aseguro que las consecuencias podrían ser catastróficas.
—¿Hay algo más catastrófico que estar interna en Greenwood? —rezongó Gisselle.
—Existen otras escuelas más alejadas de Nueva Orleans y con normas mucho más severas que las que imperan en el pensionado.
—Como no sea en un reformatorio... —dijo mi hermana.
—Gisselle, deja de porfiar —le aconsejé—. Es inútil.
Ella me observó con ojos llorosos.
—Una vez casi me recluyó de por vida. Es capaz de todo.
—¡Basta! —exclamó Daphne—. Subid a preparar las maletas, y no olvidéis mi advertencia sobre el comportamiento que espero de vosotras. No quiero oír una palabra de queja. Ya es suficiente con que a Pierre se le haya ocurrido morir ahora y me haya dejado en custodia el fruto de sus alocadas veleidades. No tengo ni el tiempo ni la fuerza moral de afrontarlo.
—Fuerza sí que tienes, Daphne —discrepé—. La tienes de sobra.
Ella me miró en silencio un instante y se llevó la mano al pecho.
—Mi corazón late a dos kilómetros por minuto, Bruce.
Tengo que ir arriba. ¿Querrás ocuparte de que hagan lo que he mandado y que la limusina venga a recogerlas puntualmente mañana?
—No faltaría más.
Me levanté antes que ella y saqué a mi hermana del salón. Quizá por fin lo había comprendido. Quizá había tomado conciencia de que al morir papá nos habíamos quedado huérfanas, aunque fuese huérfanas de una familia pudiente, pero más pobres que un mísero mendigo en el capítulo de los afectos.