9. UNA AMIGA EN APUROS

—Le aconsejo que regrese cuanto antes a la fiesta —me advirtió la señora Ironwood. Se había adelantado unos pasos, y ahora se cernía sobre mí como un halcón dispuesto a abalanzarse.

El cielo amenazaba tormenta. Por unos momentos, escudriñé obstinadamente la penumbra, con la esperanza de ver aparecer a Abby, pero no fue así. Me alzaba como un islote cercado por un mar embravecido: tan abatida e infeliz me sentía—¿Ha oído lo que le he dicho? —rugió la directora.

Cabizbaja, me volví hacia el edificio y pasé por delante de ella sin dignarme ni siquiera mirarla.

—Nunca había visto un comportamiento semejante. Nunca jamás —insistió en una aborrecible cantinela, siguiéndome de vuelta al gimnasio—. Es la primera vez que una de mis chicas desacredita tan abiertamente a la escuela.

—¿Cómo puede desacreditar a alguien una muchacha inteligente, hermosa y encantadora como Abby? Espero que lleve su herencia con dignidad, igual que yo presumo de mi pasado cajun —dije con orgullo.

La señora Ironwood hinchó el pecho y me taladró con sus ojos pétreos. Perfilada contra un cielo cada vez más ominoso, la vi tan siniestra y diabólica como los espíritus del vudú que conjuraba Nina.

—Cuando la gente sale de su entorno, lo único que hace es buscar complicaciones —afirmó la directora con su tono impositivo y categórico.

—Abby merece más que nadie estar aquí —repliqué—. Es tan lista, tan estupenda...

—Éste no es el momento ni el lugar para discutir tales asuntos que, además, no son de su incumbencia —me espetó, usando las palabras como diminutos cuchillos para cortar mis protestas de raíz—. Su única preocupación debería ser su propia conducta.

Creí haberlo expuesto claramente en la última entrevista que tuvimos.

La observé unos instantes, abrasada por una cólera infinita. Grandmere Catherine me había enseñado a respetar a mis mayores, pero desde luego no había previsto que un día estaría sometida al yugo de una mujer de aquel calibre. Su edad y condición, pensé, no tenían por qué escudarla de una crítica razonable, aunque viniese de alguien tan joven como yo, pero me mordí la lengua, para poner a buen recaudo las fieras palabras que llenaban mi boca.

La Dama de Acero pareció regodearse en mi lucha por mantener el control. Me miró inquisitivamente, esperando, deseando que me insubordinara para poder justificar un castigo más drástico, quizá incluso ordenar mi expulsión y evitar que volviera a ver a Louis, lo que, según mis sospechas, era su verdadera motivación.

Me tragué las lágrimas y la rabia, giré en redondo y retorné al salón de baile, donde sonaban ya los acordes de la última pieza. La mayoría de mis compañeras me observaban por el rabillo del ojo sin disimular la sonrisa. Lo que quiera que comentasen a sus respectivas parejas provocó sus risotadas. Me enfureció ver tanta jocosidad después de la ignominia que habían hecho a Abby.

En la zona de las mesas, Gisselle presidía la asamblea, rodeada aún de más súbditos y admiradores, entre los que figuraba Jonathan Peck. Los gritos de mi gemela eran tan evidentes que se sobreponían a la música.

—Apuesto a que ésta es la primera vez que una chica rechaza el premio a la reina del baile en Greenwood —dijo al aproximarme yo, más para mis oídos que los de sus muchachos. Las risas aumentaron—. ¡Vaya, ahí viene mi hermana! Danos más información, Ruby. ¿Dónde ha ido la negra cuarterona?

—Se llama Abby —puntualicé—. Y se ha marchado gracias a ti.

—¿Gracias a mí? Lo único que he hecho ha sido leer los resultados de la votación. Además, ¿por qué tenía que salir huyendo después de ganar? —preguntó mi hermana con una expresión de inocencia. Los otros asintieron y sonrieron, aguardando cínicamente mi réplica.

—Lo sabes muy bien, Gisselle. Esta noche has cometido una mezquindad incalificable.

—No me digas que tú tolerarías la presencia de mestizas en Greenwood —recalcó Jonathan. Echó los hombros atrás y se alisó con las manos el cabello, como si estuviera delante de un espejo en vez de una docena de niñas encandiladas. Me revolví contra él.

—Lo que no tolero ni perdono es la presencia de personas crueles y nocivas, como tampoco soporto a los jóvenes cursis, engreídos y narcisistas que creen ser un don de Dios cuando en realidad se aman mucho más a sí mismos de lo que jamás podrán amar al prójimo —Jonathan se ruborizó al instante.

—Bien, ya conocemos tu criterio en lo que respecta a codearse con personas de una clase inferior. Quizá tú también te has equivocado de lugar —insinuó, mirando en busca de apoyo a los jóvenes de ambos sexos que se habían arremolinado alrededor. Casi todos hicieron un gesto aprobatorio.

—Es posible —contesté, con un río de lágrimas ardiendo detrás de mis párpados—. Preferiría vivir en un pantano rodeada de caimanes que aquí, con gente que se cree autorizada a desdeñar a los demás por su entorno o procedencia.

—Pareces un apóstol —se mofó Gisselle—. Tu amiga lo superará.

Me encaré con ella, con los ojos tan desbordantes de furia que las chicas que la rodeaban se apartaron para dejarme paso. De pie frente a la silla, crucé los brazos y lancé mi pregunta.

—¿Cómo te has enterado, Gisselle? ¿Has pegado la oreja a nuestra puerta?

—¿Crees que me interesan tanto vuestras conversaciones privadas? ¿Crees que no he visto y leído en los libros todo lo que vosotras podáis hacer? —me respondió, sonrojándose por mi acusación—. No necesito escucharos a escondidas para saber qué pasa entre tu amiga cuarterona y tú. Pero —dijo, sonriendo y reclinándose en el respaldo—, si quisieras confesar, describirnos qué sentías durmiendo a su lado...

—¡Cállate, —estallé, incapaz de reprimir mi aluvion de emociones—. Cierra esa boca inmunda antes de que te...

—Fijaos cómo amenaza a su hermanita lisiada —exclamó Gisselle, contorsionándose dramáticamente—. Ya veis lo desvalida e indefensa que estoy. Ahora sabéis qué significa ser la gemela inválida y tener que vivir día tras día observando cómo tu hermana se divierte, va adonde se le antoja y hace todo lo que quiere.

Gisselle enterró la cara en las manos y empezó a sollozar. Todos los presentes me miraron indignados.

—En fin, ¿de qué serviría explicar la verdad? —me lamenté, y di media vuelta en el momento en que terminaba la música.

La señora Ironwood se acercó de inmediato al micrófono.

—Al parecer, se está fraguando una tormenta —dijo—.

Será mejor que los chicos vayan enseguida a los autocares y que las señoritas se retiren sin demora a los dormitorios.

Todo el mundo se dirigió a las salidas salvo la señorita Stevens, que se acercó a hablar conmigo.

—Pobre Abby. Lo que le han hecho es una brutalidad.

¿Adónde ha ido? —me preguntó.

—No lo sé, Rachel. Se ha alejado por los jardines hasta salir a la carretera. Estoy muy intranquila, pero la señora Ironwood no me ha permitido ir tras ella.

—Sacaré mi jeep y la buscaré —prometió la profesora—.

Tú vuelve al pabellón y espérame allí.

—Gracias. Se avecina un buen chaparrón y podría sorprenderla a la intemperie. Por favor, si la encuentras, dile que no he tenido nada que ver con los manejos de Gisselle. ¿Le darás mi mensaje?

—Sí, pero estoy segura de que ya lo sabe —dijo Rachel Stevens con una sonrisa de afecto. Vimos que la señora Ironwood nos vigilaba desde una esquina y seguimos al gentío hacia el exterior del gimnasio.

El zigzag de un relámpago abrió un sesgo blanco en el cielo oscuro y tenebroso. Algunas chicas chillaron con el sobresalto. Los muchachos de Rosewood que iban aparejados cambiaron furtivos besos de despedida antes de subir presurosamente al autocar. Jonathan Peck llevaba a sus talones una nutrida pléyade de embelesadas hijas de Greenwood, todas muy ansiosas esperando que estampara sus preciosos labios en los de ellas, o por lo menos en la mejilla.

Un nuevo trueno ocasionó más griterio y premuras. Vi que la señorita Stevens iba a recoger el coche y miré esperanzada la avenida por si había señales de Abby, antes de darme la vuelta y retornar a paso ligero a los dormitorios. Quizá, calculé, había trazado un círculo y corrido a cobijarse en nuestra habitación; pero cuando llegué, la encontré vacía. Me dirigí al recibidor para esperar a mi profesora. Fueron entrando las otras muchachas, rebosantes de entusiasmo por el baile y los chicos que habían conocido. No les hice caso ni, en su mayor parte, ellas a mí tampoco.

La tempestad, que avanzaba desde el río, pronto descargó sobre el recinto. A los pocos minutos un vendaval zarandeaba las recias ramas de los robles. El ambiente se oscureció hasta la tiniebla y la lluvia empezó a caer en tromba, azotando las ventanas y repicando contra las vías empedradas. Las barandillas de la galería goteaban en un continuo torrente, mientras los rayos fulguraban en la noche, iluminando la escuela y sus terrenos con un segundo escaso de albos resplandores para después sumirlos de nuevo en la oscuridad. ¿Y si la señorita Stevens no había encontrado a Abby?La imaginé aterrorizada debajo de uno de los árboles que flanqueaban la carretera de Greenwood.

O tal vez había conseguido llegar a una de las bonitas casas que había en las cercanías y sus habitantes habían tenido la bondad de acogerla hasta que amainase el aguacero.

Transcurrió casi una hora antes de que, al mirar por la ventana del vestíbulo, viese los faros de un coche. El vehículo de la señorita Stevens frenó delante del edificio y al fin se apeó su conductora, con el impermeable suelto y echado sobre la cabeza en la corta carrera hasta el pabellón. Fui a recibirla en la puerta principal.

—¿Ha regresado? —preguntó, y se me cayó el alma a los pies.

—No.

—¿No? —La señorita Stevens se sacudió el agua que chorreaba por las puntas de su cabello—. He recorrido la calzada en ambas direcciones. He hecho más kilómetros de los que habría podido cubrir Abby aun que hubiera corrido sin parar, pero no había rastro de ella. Esperaba que se le hubiera ocurrido volver.

—¿Qué puede haberle pasado?

—Quizá se ha detenido algún automovilista para llevarla.

—Sí, pero ¿adónde? Abby no conoce a nadie en Baton Rouge.

La profesora de arte meneó la cabeza, con una faz que delataba angustia mientras ambas cavilábamos sobre las horribles desgracias que podía sufrir una atractiva jovencita deambulando sola de noche, en plena tormenta, por una carretera tan poco transitada.

—Tal vez ha encontrado refugio en algún sitio y está esperando que pase el temporal —apuntó la señorita Stevens.

La señora Penny se acercó a nosotras. Tenía la cara desencajada y se frotaba las manos más que nunca.

—Acabo de recibir una llamada de la señora Ironwood, que quería saber si ha aparecido Abby. ¿Dónde se ha metido, Ruby?

—Lo ignoro, señora Penny.

—Ha abandonado el recinto en la oscuridad... ¡y con este diluvio!

—No lo ha hecho por su propia voluntad.

—¡Dios mío! —gimió la gobernanta—. ¡Señor del cielo!

En Greenwood nunca habíamos tenido problemas de esta clase. Para mí siempre ha sido un trabajo plácido, una gratísima experiencia.

Y ahora perdemos a Abby...

—Estoy segura de que no le sucederá nada —dijo la señorita Stevens—. Por si acaso, deje la puerta abierta.

—Pero yo siempre cierro con llave después del toque de queda. Tengo que pensar en mis otras chicas. ¿Qué voy a hacer?

—No se preocupe por la puerta, señora Penny. Tengo intención de quedarme aquí mismo hasta que vuelva —declaré, aposentándome en uno de los sofás del recibidor.

—¡Virgen santa! —exclamó la gobernanta—. Con lo estupendas que habían sido siempre las veladas sociales...

—Llámame si me necesitas —me ofreció en voz baja la señorita Stevens—. Y si Abby volviera, avísame enseguida. No descansaré hasta que sepa que está bien.

—Gracias por todo, Rachel —dije después de que me diera su número de teléfono. La seguí hasta el portal para despedirla. Ella estrechó mis manos entre las suyas.

—Ya verás como todo se arregla —vaticinó para animarme. Me esforcé en formar un símil de sonrisa, y Vi que se tapaba de nuevo la cabeza con el chubasquero, dispuesta a cruzar a toda velocidad el tramo que separaba el edificio del vehículo.

Todavía llovía a mares. Me quedé en la puerta hasta que se hubo marchado. Unos momentos más tarde, se presentó la señora Penny, me hizo entrar y echó el cerrojo.

—Tengo que llamar a la señora Ironwood —dijo—. Va a disgustarse mucho cuando sepa que no hay novedad. Querida, por favor, ¿me avisarás si regresa pronto?

Asentí, retorné al sofá y permanecí un rato acechando la puerta y escuchando las resonantes gotas de lluvia, que parecían caer con tanta tenacidad en mi corazón como en las paredes y el tejado de la casa. Di alguna que otra cabezada, despertando de manera abrupta cuando creía haber oído un golpe en la puerta, que luego resultaba ser sólo el viento. Exhausta por la inquietud y la fatiga, finalmente me levanté y fui a la habitación. Ni siquiera me desnudé. Me desplomé sobre el lecho, lloré pensando en Abby y caí en un sueño plomizo del que no desperté hasta que me alertó la algarabía de las chicas en los pasillos poco antes del desayuno. Me giré al instante para mirar la cama de Abby y sentí un gran desaliento al verla lisa e intacta.

Tras frotarme los ojos, me senté y estuve unos momentos pensativa. Después fui al cuarto de baño y me lavé la cara con agua helada. Oí unas risas susurrantes de mi hermana y abrí la puerta para enfrentarme con ella cuando pasaba junto a mi cuarto.

—Buenos días, hermana querida —dijo, alzando la vista y sonriéndome. Estaba fresca y exultante, llena de una felicidad malsana—. Parece que hayas pasado la noche en vela. ¿Ha... ha vuelto tu amiga?

—No, Gisselle. No ha dado señales de vida.

—¡Vaya lata! ¿Qué haremos ahora con el trofeo?

—barruntó en voz alta y miró a Jacqueline, Kate y Samantha, que le respondieron con amplias sonrisas, las cuales se esfumaron como por ensalmo en cuanto me miraron. Al menos sentían cierto remordimiento, siendo Samantha la más apenada.

—No es para tomarlo a broma, Gisselle. Tal vez durante la noche le haya ocurrido algún percance. ¿Adónde podía ir? ¿Qué podía hacer?

—Quizá encontró cobijo en alguna cabaña de aparcero.

¿Quién sabe? —dijo mi hermana, y se encogió de hombros—. Incluso podría tratarse de un pariente desconocido. —Se echó a reír como una histérica—. Vámonos —ordenó a Samantha—. Esta mañana tengo un apetito voraz.

Avergonzada y renegando de que aquella criatura fuese mi hermana, bajé la cabeza y regresé a mi habitación. Tenía poca hambre y no me apetecía sentarme a desayunar con las otras chicas, que sin duda me esperaban deseando ver qué hacía y decía.

Sin embargo, me cambié de ropa. Cuando me aprestaba a ir al comedor, se personó en mi alcoba la señora Penny. Una simple ojeada me confirmó que sabía algo de Abby. Tenía los dedos tan entrelazados como si hubiera de sujetarse para que no se le escapara la vida.

—Buenos días, cariño —dijo.

—¿Qué ha sucedido, señora Penny? ¿Dónde está Abby?

—La señora Ironwood acaba de telefonear para informarme de que sus padres pasarán por aquí dentro de unas horas a recoger su equipaje —respondió, y suspiró.

—Así pues, ¿está bien? ¿La han encontrado?

—Al parecer, anoche bajó a la ciudad y les llamó —explicó la señora Penny—. Va a dejar la escuela, aunque la habrían expulsado de todos modos por huir del recinto en las horas nocturnas —añadió.

—Es cierto que la habrían echado, pero no por su escapada —dije, negando con la cabeza y fijando en nuestra gobernanta una mirada penetrante—. No son ésas las auténticas razones de la señora Ironwood.

La señora Penny bajó la vista y movió tristemente la cabeza.

—Nunca habíamos tenido conflictos como éste —musitó—.

Es muy perturbador. —Levantó de nuevo el rostro y echó un somero vistazo a la habitación-En cualquier caso, sé que las jóvenes internas soléis mezclar vuestras pertenencias. Querría que separases lo que es tuyo, de manera que cuando vengan los señores Tyler terminen lo antes posible. Es una situación embarazosa para todos, y en particular para ellos.

—Lo supongo. De acuerdo, me encargaré de todo —prometí, y empecé a seleccionar ropa y objetos, colocando lo que era de Abby en sus maletas y cajas para facilitar la tarea a sus padres. Las lágrimas fluyeron por mis mejillas mientras trabaJaba.

Al volver las otras alumnas de desayunar, ya lo había organizado casi todo y estaba sentada taciturnamente en el borde de la cama, mirando el suelo con ojos extraviados. Gisselle se detuvo en el umbral, seguida de cerca por Samantha.

—¿Qué está pasando aquí? —demandó al ver las maletas hechas—. La señora Penny no ha querido soltar prenda.

Levanté la cabeza lentamente. Tenía los ojos irritados por el llanto.

—Los padres de Abby van a venir a buscar sus cosas.

Se marcha de Greenwood. ¿Estás satisfecha ahora? —la increpé con acritud. Samantha se mordió el labio y eludió mi mirada.

—Será lo mejor para todos los implicados —respondió Gisselle—. Habría ocurrido igualmente tarde o temprano.

—Tal vez, pero si tenía que irse debería haber sido por decisión propia, no porque tú y tus compinches la pusierais en evidencia delante de todo el cuerpo estudiantil y esos chicos de Rosewood —me sublevé.

—Es el riesgo que corre la gente como ella cuando intenta equipararse a nosotras —repuso Gisselle, sin una nota de contrición en su voz. Estaba tan ufana, tan imbuida de su superioridad, que sentí náuseas.

—No deseo hablar más de esto —dije, volviéndome de espaldas.

—Como gustes —respondió mi hermana, e hizo que Samantha la sacara al pasillo.

Pero a primera hora de la tarde, poco antes de que llegasen los padres de Abby, la pequeña Samantha entró sola en mi habitación. Había dejado a Gisselle en el recibidor junto a sus otras amigas y venía a cumplir un encargo.

—¿Qué quieres? —le pregunté con tono adusto.

—Gisselle me ha pedido un disco de las cajas que tiene almacenadas en el armario de Abby —dijo muy apocada—. Va a prestárselo a una compañera del cuadrángulo "B".

Me di la vuelta mientras se adentraba en la habitación y se arrodillaba para rebuscar entre las numerosas cajas de cartón. Cuando encontró lo que quería, empezó a retirarse. Pero se detuvo junto a la puerta y se giró hacia mí.

—Lamento lo de Abby —dijo—. No imaginaba que pudiera acabar así.

—¿Ah, no? ¿Qué creías que pasaría después de humillarla públicamente en presencia de todo el colegio? Además, ¿por qué? ¿Qué os ha hecho a vosotras o a cualquier otra chica para merecer ese trato?

Samantha bajó la vista sin saber qué contestar.

—¿Cómo averiguó mi hermana su secreto? —la interrogué al cabo de un momento—. ¿Se ha dedicado a espiarnos? —Ella hizo un gesto de negación—. ¿Cómo lo averiguó?

Samantha se aseguró de que no había moros en la costa antes de responder.

—Un día vino a buscar no sé qué objeto en el armario de Abby, estuvo hojeando las cartas de sus padres —me desveló—.

Pero por lo que más quieras, no le digas que te lo he contado —me suplicó, con el miedo reflejado en las pupilas.

—¿Por qué? ¿Acaso podría revelar algo sobre ti? —

repliqué sagazmente. La ansiedad desorbitó sus ojos y le dejó los mofletes, por lo general sonrosados, blancos como la cera—. Jamás deberías haberle contado tus intimidades si no querías que se difundieran —seguí fustigándola.

Samantha asintió ante aquel consejo tardío.

—No obstante, lamento lo que le ha ocurrido a Abby.

No estaba muy dada la clemencia, pero vi que era sincera, así que asentí con la cabeza. Samantha se quedó unos segundos indecisa y salió con precipitación.

Después llegaron los padres de Abby.

—¡Señora Tyler! —exclamé, saltando del asiento cuando apareció con su marido en el marco de la puerta—. ¿Cómo está Abby?

—Se encuentra bien —dijo la señora Tyler, con la expresión firme y los labios tensos—. Mi hija tiene más coraje que todas las estudiantes de esta encopetada escuela —añadió con tono amargo. El padre de Abby eludió mirarme.

—Necesito hablar con ella, señora Tyler. Tiene que saber que no he participado en este desgraciado incidente.

La madre de Abby enarcó las cejas.

—Tengo entendido que fue tu hermana gemela quien hizo el trabajo sucio.

—Sí, pero somos muy diferentes a pesar del parentesco.

La misma Abby puede confirmarlo.

Por la forma en que miró a su esposo, comprendí que ya lo había hecho.

—¿Dónde están sus cosas?

—Lo he preparado todo. Ahí lo tiene —dije, y señalé el lugar donde había dispuesto el equipaje. El padre pareció agradecerlo—. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con su hija?

¿Cuándo podré verla?

—Se ha quedado fuera, en el coche —confesó el señor Tyler.

—¿Abby está aquí?

—No ha querido entrar con nosotros —dijo la madre.

—Es comprensible —respondí, y salí arrebatadamente.

En el recibidor, las chicas emitían sus comentarios muy quedamente desde que los Tyler estaban en el edificio. Incluso la voz de Gisselle era moderada. No me detuve a mirarlas, sino que atravesé como un gamo la puerta principal. Vi a Abby sentada en el automóvil de sus padres y bajé por las escaleras de dos en dos para ir a su encuentro. Ella bajó la ventanilla al acercarme.

—Hola —le dije.

—Hola. Disculpa que anoche no atendiera a tus llamadas, pero una vez fuera no podía parar. Mi única obsesión era marcharme.

—Lo sé, aunque admito que me tenías preocupada.

La señorita Stevens fue a inspeccionar la zona en su jeep cuando vio que la señora Ironwood no me permitía dejar el complejo.

Abby esbozó una sonrisa forzada y masculló:

—¡Ay, la Dama de Acero!

—¿Dónde te metiste?

—Me escondí hasta que remitió la lluvia, conseguí que me llevaran al centro y telefoneé a mis padres.

—¡Estoy hecha polvo, Abby! Ha sido una grave injusticia. Mi hermana es más ruin de lo que suponía; me he enterado de que registró tus cajones y leyó la correspondencia de tus padres.

—No me sorprende. No obstante, estoy segura de que no fue todo obra suya —dijo Abby—. Aunque realmente se volcó en su papel, ¿no crees? —preguntó. Yo asentí. Me sonrió de nuevo y se apeó del vehículo—. Vamos a dar un paseo —sugirió.

—¿Qué vas a hacer ahora? —inquirí.

—Matricularme en la escuela pública. En algunos aspectos he salido ganando. Mis padres han decidido renunciar a esa manía de enmascarar mi origen y el suyo propio. Se han terminado los peregrinajes por todo el país, se ha terminado el fingir ser quien no soy. —Dio un repaso visual a los jardines—.

Nunca más pisaré una escuela de élite.

—Yo también estoy harta de escuelas selectas.

—No, Ruby, a ti te va muy bien en Greenwood. Los profesores te aprecian, y has creado una relación fantástica con la señorita Stevens. Puedes hacer grandes progresos en tu pintura. Aprovecha las oportunidades y prescinde de lo demás.

—No me gusta estar en un sitio donde hay tanta hipocresía. Grandmere Catherine no querría verme aquí metida.

Abby se echó a reír.

—Tal y como la has descrito, creo que te aconsejaría que te enterraras como una almeja, te atrincherases contra los farsantes como una ostra y te afianzaras con fuerza a lo que quieres como un caimán. Además —dijo en apenas un murmullo—, sabes desterrar el mal gri-gri. Mi error de ayer fue no ponerme la falda azul que lleva el talismán cosido.

Me guiñó el ojo y se carcajeó. Aquello me animó, aunque también me obligó a tomar conciencia de que nunca más oiría su risa; no volveríamos a hacernos confidencias, no volveríamos a compartir nuestros sueños ni nuestros temores. Gisselle tenía motivos para estar celosa: Abby había sido la hermana que siempre había deseado, la hermana que ella, pese a nuestras fisionomías idénticas, jamás llegaría a ser.

—Me gustaría ayudarte, hacer algo más por ti —me lamenté.

—Has hecho más que suficiente. Me has dado tu amistad, algo que desde luego no podemos perder. Nos escribiremos. Confío en que la señora Ironwood no interceptará el correo.

—Es muy capaz.

—Te diré cómo puedes ayudarme —declaró Abby, de repente animada—. La próxima vez que la señora Ironwood te convoque en su despacho, por cualquier motivo, procura robarle un cabello que haya caído en el escritorio o en el suelo. Mételo en un sobre, envíamelo, y yo se lo entregaré a una mamá para que lo use en la confección de una muñeca donde clavar agujas.

Las dos nos reímos, pero intuí que Abby no bromeaba.

Detrás de nosotras, sus padres estaban acabando de cargar el coche. Dejamos de caminar y les observamos un instante.

—Será mejor que volvamos —dijo mi amiga.

—Me alegro de haber tenido ocasión de verte.

—Por eso he venido —me confesó—. Adiós, Ruby.

—¡Oh, Abby!

—Nada de lágrimas, o conseguirás que yo también llore y daremos a Gisselle y sus secuaces exactamente lo que pretenden —me advirtió en actitud desafiante—. Lo más probable es que ahora mismo estén con la nariz pegada a la ventana, vigilándonos.

Eché un sucinto vistazo al pabellón. Reprimí al punto mis sollozos e hice un asentimiento.

—Seguramente —convine.

—Y no le tomes mucho apego a Louis —me dijo, con los ojos pequeños y meditabundos—. Comprendo que te dé pena, pero hay demasiados fantasmas pululando por las pesadillas de la familia Clairborne.

—Descuida, lo sé muy bien.

—En fin...

Nos abrazamos brevemente y Abby echó a andar hacia el automóvil.

—¡Oye! —me llamó con voz risueña—. No olvides despedirte de mi parte del señor Paria.

—Lo haré —dije riendo.

—Te escribiré lo antes posib e —prometió mi amiga.

Su padre cerró el maletero de un golpe seco y la madre entró en el coche. Abby también subió y por último el señor Tyler se sentó al volante, puso el motor en marcha y desapareció.

Mientras se alejaban, mi amiga se volvió y agitó la mano. Yo hice lo mismo hasta que se perdieron en la distáncia. Acto seguido, con un pecho que parecía un mortero de cemento, regresé al edificio y a mi habitación medio vacía.

El resto del día transcurrió como un período de duelo.

La tormenta de la víspera había pasado, pero dejó tras de sí una estela de nubes alargadas y compactas, nubes que fluctuaron amenazadoramente sobre Baton Rouge y los aledaños hasta muy entrada la noche. Fui a cenar sólo porque no había probado bocado desde el sábado. Las chicas estaban exuberantes y alegres; algunas discutían aún sobre Abby, pero la mayoría parloteaban de otros temas como si nunca hubiera existido. Gisselle, por supuesto, era una de ellas. Peroró incesantemente acerca de chicos que había conocido en Nueva Orleans, y que eran tan guapos que a su lado Jonathan Peck parecería el monstruo de Frankenstein. Oyendo las historias que contaba, se diría que había salido con todos los chicos de América.

Hastiada y agotada emocionalmente, me retiré de la mesa lo antes posible y me encerré sola en mi habitación. Decidí escribir una carta a Paul, que se alargó varios folios al relatar lo ocurrido, todas las maquinaciones de Gisselle. "No pretendo descargar mis muchos pesares sobre ti, Paul", le decía hacia el final.

... Todavía hoy, cuando pienso en quién puedo confiar mis sentimientos más íntimos, surge tu nombre. Supongo que debería recurrir a Beau, pero hay ciertas cosas que una chica prefiere decir a un hermano antes que a un novio. Aunque quizá no... No lo sé, ahora mismo me siento muy desorientada. Gisselle se ha salido con la suya a pesar de todo. Odio este lugar y estoy a punto de llamar a mi padre y rogarle que haga lo que ella deseaba desde el principio: sacarnos de Greenwood. A la única persona a la que echaré de menos será a la señorita Stevens.

Por otra parte, me tienta la idea de quedarme y aguantar lo que haga falta sólo para no dar ese placer a Gisselle. No sé qué camino tomar. No sé qué está bien ni qué está mal. Los buenos sufren y los canallas se libran con tanta frecuencia, que me pregunto si el mundo albergará más gri gri maléficos que benignos. Me acuerdo mucho de grandmere Catherine; añoro su sabiduría y fortaleza.

Pero dejémonos de tristezas. Estoy deseando que lleguen las vacaciones de Navidad para que vayas a visitarnos a Nueva Orleans, tal y como prometiste. Se lo he comentado a papá y él también tiene muchas ganas de verte. Creo que cualquier persona o detalle que le recuerde a mi madre le proporciona una paz interior que sólo nos revela a través de su sonrisa.

Escríbeme pronto. Con todo mi cariño, Hasta que empecé a doblar la carta para franquearla no vi las manchas húmedas de mis lágrimas sobre el papel.

A la mañana siguiente me levanté, me vestí y desayuné en silencio, sin penas mirar ni dirigir la palabra a nadie excepto a Vicki, que me preguntó si había estudiado para el examemde ciencias sociales. Hablamos de él camino del edificio principal. Durante el día, tuve la inevitable sensación de que todos los ojos convergían en mí. La noticia de lá marcha de Abby se había difundido con rapidez, y era natural que las otras chicas especularan y me observaran para ver cómo reaccionaba y actuaba. Resolví no dar a nadie la satisfacción de verme alicaída, algo que me resultó más sencillo cuando entré en la clase de arte de la señorita Stevens Nos impartió la lección teórica y cada una se centró en el trabajo. Hasta que sonó el timbre anunciando el final no me abordó para interesarse por Abby. Le dije que mi amiga parecía conformada e incluso más feliz ahora que todo había terminado.

La profesora asintió.

—Todo aquello que no te destruye te hace más fuerte.

Las penalidades, si no nos matan, poseen la virtud de templarnos —dijo con una sonrisa—. Fíjate sino en ti misma y las circunstancias adversas que has tenido que soportar.

—Pero no me han templado, Rachel.

—Mucho más de lo que crees.

Bajé la mirada hacia el pupitre.

—Me estaba planteando pedir a mi padre que nos saque de Greenwood a Gisselle y a mí —dije.

—¡No, Ruby! Me horroriza perderte. Eres la alumna con más talento que he tenido nunca y que probablemente volveré a tener. La situación mejorará. Es preciso que lo haga —proclamó—.

Intenta no pensar en las contrariedades. Piérdete en tu arte.

Convierte la pintura en toda tu vida —me recomendó.

—Lo intentaré —prometí.

—Bien. Y no olvides que siempre estaré cuando me necesites.

—Gracias, Rachel.

Alentada por nuestra pequeña charla, desterré de mi mente los sucesos funestos y desdichados que acababa de vivir para ilusionarme con la llegada de papá el miércoles y de Beau el sábado. Al menos, dos de las personas que más quería sobre la tierra estarían pronto a mi lado y traerían un rayo de sol a un mundo que se había vuelto inhóspito, gris.

Además, cuando regresé a los dormitorios me dijeron que se había recibido una carta de Paul, antes incluso de que le mandase la mía. Su misiva era un cúmulo de optimismo y buenas noticias: cuánto habían subido sus calificaciones académicas, cómo había prosperado el negocio familiar y qué nuevas responsabilidades le iba dando su padre.

... Aunque todavía me queda tiempo de desatracar la piragua y remar por el bayou para ir a pescar en mis rincones secretos. Ayer mismo me tumbé en la barca y vi cómo el sol se teñía de rojo mientras declinaba tras el ramaje de los sicomoros.

Su luz fragmentada prestaba a la "barba española" la apariencia de hebras de seda. Luego las nutrias empezaron a salir más osadamente. Las libélulas ejecutaron su danza ritual sobre las aguas y el pejerrey plateado y el pez brema nadaron por la superficie de los canales como si el sedal y los demás aparejos no estuvieran allí. Un airón nevado planeó tan bajo que creí que iba a aterrizar en mi hombro antes de virar el rumbo y alejarse hacia las lagunas.

Al mirar a tierra vislumbré un ciervo de cola blanca que asomaba la cabeza por detrás de un junco y que contempló cómo derivaba la piragua antes de desaparecer entre los sauces.

El espectáculo me hizo pensar en ti, en las maravillosas tardes que pasamos juntos, y me pregunté cómo te habrás adaptado a vivir en un lugar tan distinto, tan lejos del bayou. Me entristecí mucho, hasta que recordé la capacidad que tienes para asimilarlo todo y luego, con ese sublime talento artístico, verterlo de nuevo para que perviva etérnamente en un lienzo. ¡Qué afortunados serán quienes compren tus cuadros!

Cuento los días que faltan para verte. Tuyo, PAUL.

La carta me invadió de una deliciosa clase de dicha aquélla donde se alternan el regocijo y la melancolía, los recuerdos y la esperanza. Me sentí levitar —como dicen —por encima de la refriega. La sonrisa que exhibí durante la cena debió de ser de puro éxtasis, porque vi que Gisselle me miraba con aparente frustración.

—¿Qué diantre te pasa? —demandó al fin. Todas las chicas que hablaban animadamente alrededor enmudecieron para mirar y escuchar.

—Nada. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque pareces una imbécil ahí sentada con esa sonrisa de oreja a oreja, como si supieras algo que las demás ignoramos —dijo mi hermana. Yo me encogí de hombros.

—Pues no es así —repuse. Luego reflexioné un momento y dejé el tenedor en el plato. Me crucé de brazos, fijé la mirada en las otras chicas y añadí —: Aunque sí sé que muchos conceptos que vosotras consideráis fundamentales, como el linaje familiar y la opulencia del dinero, no proporcionan la felicidad.

—¿Ah, no? —insistió Gisselle—. ¿Qué la da entonces?

—Aceptarse a uno mismo como quien realmente es —dije—

, y no quien esperan los demás que sea. —Me erguí y regresé a mi habitación.

Releí la carta de Paul, apunté en una lista todo lo que quería hacer antes de las visitas de mi padre y de Beau, repasé los deberes y me metí en la cama. Estuve un rato con los ojos abiertos, absortos en el oscuro techo, imaginando que navegaba a la deriva en la piragua de Paul. Incluso creí atisbar la primera estrella.

Por la mañana desperté con un sinfín de proyectos de pintura que deseaba realizar bajo la supervisión de la señorita Stevens. Su amor por la naturaleza era tan intenso como el mío, y sabía que apreciaría mis visiones. Me aseé y vestí muy diligente, y fui una de las primeras en presentarse en la mesa del desayuno, algo que también pareció molestar a Gisselle.

Advertí, además, que cada vez estaba más intolerante e impaciente con Samantha, a quien abroncó por no cumplir sus órdenes lo bastante deprisa.

A nuestra sección le tocaba de nuevo el turno de limpieza. Gisselle, por supuesto, estaba eximida de estas tareas, pero me las dificultó a mí y a las demás demorándose todo lo que pudo en la mesa. Faltó poco para que llegásemos tarde a la escuela, y yo tenía un control de lengua.

Estaba preparada para la prueba y bien predispuesta, pero en medio del examen entró en el aula una mensajera. Se dirigió al señor Rinsel y le murmuró algo al oído. Él asintió, pasó revista a la clase y anunció que me esperaban en el despacho de la señora Ironwood.

—Pero mi ejercicio... —balbuceé.

—Entrégame sólo lo que hayas completado —dijo el profesor.

—No...

—Más vale que te apresures —añadió él con una mirada impenetrable.

"¿Qué querrá ahora esa mujer?", discurrí. ¿De qué demonios se proponía acusarme esta vez?

Dominada por la ira, surqué el pasillo a paso marcial e irrumpí en la antesala de la dirección. La señora Randle levantó la vista de su mesa, pero curiosamente no parecía estar enfadada ni escandalizada. Me miró con compasión.

—Pasa sin llamar —dijo.

Los dedos me temblaron un poco en el pomo. Lo hice girar y entré, asombrándome al descubrir a Gisselle en su silla de ruedas, con el pañuelo arrugado en la mano y los ojos enrojecidos.

—¿Qué sucede? —pregunté, desviando la mirada de mi hermana a la señora Ironwood, que estaba de pie junto a la ventana.

—Se trata de su padre —repuso la directora—. Su madrastra acaba de llamar.

—No entiendo...

—¡Papá ha muerto! —vociferó Gisselle—. Ha sufrido un ataque al corazón.

En las profundidades de mi ser, un alarido se convirtió en clamor, la clase de clamor que se expande sobre las aguas, que se enrosca en los árboles y los arbustos, que hace que el día se transforme en noche, que los cielos soleados se oscurezcan y las gotas de lluvia devengan lágrimas.

Debajo de mis párpados, cerrados herméticamente para olvidar las caras y el momento, reviví una antigua pesadilla que solía tener en la niñez. En ella corría por la orilla del pantano, persiguiendo a una lancha que ganaba velocidad antes de doblar un meandro del bayou y llevar lejos de mí al hombre misterioso a quien deseaba llamar "padre".

La palabra se atoraba en mi garganta, y un segundo más tarde se había ido. Yo me quedaba sola una vez más.