Dedicatoria
1
Si se doblaba la esquina dejando atrás a los porteros, las limusinas, los taxis y las puertas giratorias que había en la entrada de Le Palais, uno de los hoteles más antiguos y elegantes de Nueva York, se encontraba otra puerta más pequeña sobre la que no había ningún letrero y en la que nadie se fijaba.
Una mañana, Martha Rosewall fue hacia ella a las seis y cuarto con su nada elegante bolsa de lona azul en la mano y una sonrisa en los labios. Verla con la bolsa no tenía nada de extraño: siempre la llevaba. Verla sonreír sí era extraño. No es que a Martha le desagradara su trabajo: ser encargada principal de los pisos diez al doce de Le Palais quizá no le pareciera gran cosa a algunas personas, pero a una mujer que había crecido en Babilonia, Alabama, y se había pasado la niñez y la adolescencia llevando vestidos hechos de sacos, le parecía un puesto muy importante. Aun así, lo normal es que cuando la gente va a trabajar su rostro muestre siempre la misma expresión, una expresión que dice la mayor parte de mi ser sigue en la cama y poca cosa más.
Desde que llegó a casa del trabajo ayer a las tres y media y se encontró con el paquete que le había enviado su hijo desde Ohio, para Martha casi nada había sido normal. Lo largamente esperado había llegado por fin. Apenas durmió: no paraba de levantarse de la cama para echarle una mirada y ver si era real, asegurándose de que aún estaba allí. Acabó durmiéndose con él debajo de la almohada, como si fuera la doncella de una novia y aquello un pedazo del pastel.
Usó su llave y bajó los tres peldaños que llevaban a un largo pasillo con paredes pintadas de verde a lo largo de las que se alineaban los carros de la lavandería. Los carros estaban llenos de ropa de cama recién lavada y planchada. Su olor a limpio saturaba la atmósfera del pasillo: era un olor que Martha siempre asociaba vagamente con el olor del pan recién horneado.
La música ambiental del vestíbulo llegaba hasta allí pero Martha ya no la oía, como tampoco oía el zumbido de los ascensores usados por el servicio o el tintineo de la porcelana en la cocina.
A mitad del pasillo había una puerta con un letrero que decía ENCARGADOS DE PISO. Cruzó el umbral, colgó su abrigo de una percha y atravesó la gran habitación donde los encargados —once en total— pasaban sus pausas para el café, resolvían los problemas de suministros y demandas y trataban de no dejarse sumergir por el interminable torrente de papeles.
Después de aquella habitación con su enorme escritorio, su tablón de anuncios que ocupaba toda la pared y sus ceniceros perpetuamente rebosantes de colillas había un cuarto usado como vestuario. Tenía las paredes de cemento pintado de color verde y contaba con bancos, taquillas y dos largas varillas de acero adornadas con esa variedad de colgadores que no puedes robar.
La puerta que daba al cuarto de baño se abrió. Delores Williams y una nubecilla de vapor salieron por el hueco. Delores acababa de ducharse: iba envuelta en una toalla de Le Palais y estaba quitándose el gorro de ducha también de Le Palais que le cubría la cabeza. Le echó un vistazo al rostro emocionado de Martha y fue hacia ella con los brazos extendidos.
—¡Ha llegado! —exclamó—. ¡Ya lo tienes!
Martha no sabía que iba a llorar hasta que las lágrimas acudieron a sus ojos. Abrazó a Delores y apoyó el rostro sobre su cuello cálido y todavía mojado.
—No importa, cariño —le dijo Delores—. Deja que salga. No te preocupes, déjalo salir todo.
—Es que estoy tan orgullosa de él… —dijo Martha—. Estoy tan orgullosa que…
—Pues claro que lo estás —dijo Delores y cuando Martha dejó de llorar Delores dijo que quería verlo—. Pero no me lo des, sostenlo tú —añadió, riéndose—. No voy a gotear sobre él… No quiero pasarme el resto de la vida hablando a través de un agujero en la garganta.
Y Martha Rosewall sacó la primera novela de su hijo de la bolsa con toda la reverencia que merece un objeto sagrado (eso era para ella). Lo había envuelto cuidadosamente en papel de seda y lo colocó bajo el uniforme marrón que usaba en el trabajo. Quitó el papel para que Delores pudiese contemplar el objeto.
Delores observó atentamente la cubierta, que mostraba a tres marines —uno de ellos con la cabeza envuelta por un vendaje— subiendo a la carga por una colina mientras disparaban sus armas. El título, Llama de gloria, estaba impreso en grandes letras de un brillante color rojo anaranjado. Y debajo de la imagen se leía lo siguiente: una novela de Peter Rosewall.
—Muy bien…, ¡y ahora enséñame lo realmente importante, Martha! —dijo Delores.
Y, sin contradecirla, Martha pasó a la página de la dedicatoria, donde Delores leyó: Este libro está dedicado a mi madre, MARTHA ROSEWALL. Mamá, de no ser por ti jamás lo habría conseguido. Y debajo de la dedicatoria había algo añadido a mano con una letra fina y angulosa: ¡Realmente, de no ser por ti jamás lo habría conseguido! Te quiere, Pete.
—Oh, ¿verdad que es un detalle muy cariñoso? —le preguntó Delores, sintiendo cómo sus ojos también empezaban a llenarse de lágrimas.
—Es más que un detalle cariñoso —dijo Martha, envolviendo el libro con el papel de seda—. Es la verdad. —Sonrió y Delores vio que en esa sonrisa había algo más que amor. Martha había triunfado.
2
Martha y Delores trabajaban de las siete a las tres. Después de trabajar solían pasarse por Patisserie, la cafetería del hotel. Algunas veces iban a Le Cinq, el pequeño bar que había junto al vestíbulo, y se tomaban una copa: Delores solía tomar un Singapore Sling y Martha siempre tomaba un Dama Rosa. El día en que Martha le enseñó el libro de su hijo Delores la llevó a la acogedora oscuridad de Le Cinq, la hizo instalarse cómodamente en uno de los reservados y la dejó allí con un cuenco de galletitas delante para mantener una breve conversación con Ray, que se ocupaba del bar aquella tarde. Ray sonrió, asintió con la cabeza y formó un círculo con el pulgar y el índice. Delores volvió al reservado y se deslizó en su asiento. Martha la contempló con una cierta suspicacia.
—¿De qué estabais hablando?
—Ya lo verás —dijo Delores.
Cinco minutos después Ray apareció llevando una cubitera con hielo y la colocó junto a la mesa. En su interior había una botella de champán Perrier-Jouet y dos copas con el cristal empañado por el frío.
—¡Eh, pero esto…! —dijo Martha con una voz medio alarmada medio divertida. Se volvió hacia Delores y le lanzó una mirada de perplejidad.
—Calla —dijo Delores y Martha se calló.
Ray descorchó la botella, colocó el corcho junto a Delores y echó un poco de champán en la copa. Delores movió la mano y le hizo un guiño a Ray.
—Pásenselo bien, señoras —dijo Ray y le sopló un beso a Martha—. Y transmítele mis felicitaciones a tu hijo, querida. —Se alejó antes de que Martha, aún bastante aturdida, pudiera decir ni una sola palabra.
Delores llenó las dos copas y alzó la suya. Pasado un instante Martha la imitó. Las copas se tocaron con un leve tintineo.
—Por el primer libro de tu hijo —dijo Delores, y las dos bebieron. Delores hizo que su copa volviera a chocar suavemente con la de Martha—. Y por tu hijo —dijo. Volvieron a beber y Delores hizo entrechocar sus copas una tercera vez antes de que Martha pudiera dejar la suya sobre la mesa—. Y por el amor de una madre —dijo.
—Amén —dijo Martha y aunque su boca sonrió sus ojos no sonrieron…, no exactamente. Durante los dos primeros brindis había tomado un discreto sorbo de champán. Esta vez apuró la copa hasta el final.
3
Delores había pedido la botella de champán para que ella y su mejor amiga pudieran celebrar el éxito de Peter Rosewall con el estilo que éste parecía merecer, pero ésa no era la única razón. Martha había dicho algo que le hacía sentir cierta curiosidad… Es más que un detalle cariñoso, es la verdad. Y esa expresión de triunfo le inspiraba una curiosidad todavía mayor.
Esperó hasta que Martha se hubo terminado su tercera copa de champán y le preguntó:
—¿Qué querías decir con eso de la dedicatoria, Martha?
—¿El qué?
—Cuando dijiste «Es más que un detalle cariñoso, es la verdad»…
Martha la estuvo contemplando en silencio durante tanto tiempo que Delores pensó que no iba a responderle. Después dejó escapar una carcajada tan amarga que resultaba sorprendente…, al menos Delores se quedó muy sorprendida. No tenía ni idea de que la jovial Martha Rosewall pudiera sentir tal amargura, pese a que había llevado una existencia muy dura. Pero aquella nota de triunfo también estaba presente en la carcajada, formando un inquietante contrapunto a la amargura.
—Su libro va a ser un éxito de ventas —dijo Martha—. Estoy segura de que lo será. Pete dice que va a serlo y dice que a los críticos les encantará. Dice que esas dos cosas casi nunca se dan a la vez pero que en su caso coincidirán las dos. Y yo también lo creo, porque eso es lo que ocurrió con él.
—¿Con quién?
—Con el padre de Pete —dijo Martha mirándola con mucha calma.
—Pero…
Delores no sabía qué decir. De repente lamentó haber pedido el champán. Había querido una pequeña fiesta y, quizá, enterarse de un secreto. No estaba muy segura de qué secreto había esperado conocer pero no se esperaba la revelación de que ese Pete al que Martha idolatraba no era hijo de Johnny Rosewall. Claro que por lo que Martha decía Johnny Rosewall nunca había sido gran cosa, pero aun así…
Delores carraspeó para aclararse la garganta.
—Cariño, si Johnny no era el padre de Pete… —dijo.
Los rasgos de Martha se retorcieron en una mezcla de fastidio e irritación al oír mencionar el nombre de su difunto esposo.
—Era el padre biológico de Pete —dijo—. Basta con echarle un vistazo a sus ojos y a su nariz para darse cuenta de eso. Pero no era su padre natural. ¿Un poquito más, cariño? Entra tan suave… —El champán la había puesto alegre (de hecho, le faltaba muy poco para estar borracha), y la sombra del Sur había empezado a reaparecer en la voz de Martha como un niño que sale a rastras de su escondite.
Delores llenó la copa de Martha con el poco champán que quedaba en la botella. Martha cogió la copa por el tallo y contempló cómo el champán convertía en oro la suave claridad del atardecer que iluminaba Le Cinq. Después tomó un sorbo, dejó la copa sobre la mesa y volvió a lanzar esa carcajada amarga que parecía a punto de quebrarse.
—No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad?
Delores admitió que así era pero no añadió que ya no estaba muy segura de si quería oírlo…, y la verdad es que una parte de su ser seguía queriendo oírlo.
—Bueno, voy a explicártelo —dijo Martha—. Probablemente no me creerás y si me crees lo más probable es que luego no quieras volver a dirigirme la palabra, pero han pasado muchos años y ahora que lo ha conseguido tengo que contárselo a alguien… Sí, ahora más que nunca, tengo que contárselo a alguien. Bien sabe Dios que a él no puedo contárselo…, no, él nunca debe enterarse. Pero, naturalmente, los hijos afortunados jamás llegan a saber lo mucho que les amaron sus madres o los sacrificios que hicieron por ellos, o cómo les cuidaron, ¿verdad?
Delores se limitó a menear la cabeza, no atreviéndose a decir nada, y Martha empezó a hablar.
4
Había cosas que Martha no necesitaba contarle. Las dos mujeres habían trabajado juntas en Le Palais durante once años y habían sido amigas íntimas durante la mayor parte de ese tiempo.
Martha sabía que el esposo de Delores había tenido un problema con la bebida y sabía que Delores le había acabado presentando un ultimátum: o te sometes a una cura de alcoholismo o te abandono. Harvey Williams había vuelto a tener más de una recaída pero Delores era capaz de reconocer un esfuerzo sincero cuando lo veía. Había seguido viviendo con él y su hombre había acabado curándose de su alcoholismo.
Martha conocía las grandes penas de la vida de Delores: el primer niño que se cayó por las escaleras del edificio de apartamentos donde vivían, el niño que se pasó cuatro días en la unidad de cuidados intensivos y acabó muriendo. Hubo otros bebés, cuatro en total, la mayor de los cuales trabajaba ahora como jefa de enfermeras de pediatría en un hospital de Cleveland, pero ninguno pudo ocupar el vacío del que perdió.
Y, naturalmente, Delores lo sabía todo sobre Johnny Rosewall y los problemas que no había sido capaz de superar…, que no había querido superar. La bebida, las drogas, las otras mujeres… Martha acababa de llegar a Nueva York, era bastante ingenua y se había casado con él estando embarazada de dos meses. Martha le había contado que entonces ya tenía cierta idea de cómo era Johnny Rosewall…, Johnny, con su automóvil Trans-Am negro (financiado a un interés del 24%) y sus zapatos puntiagudos de dos colores.
Perdió aquel primer bebé durante el tercer mes de embarazo. Unos cinco meses después decidió abandonar a Johnny: había tenido que aguantar demasiadas noches de llegar tarde, demasiadas excusas que no se tenían en pie, demasiados ojos a la funerala. Martha le había contado que cuando se emborrachaba a Johnny le encantaba usar los puños.
—Era muy guapo —le dijo a Delores en una ocasión—, pero un cabrón vestido con un traje de J. Press sigue siendo un cabrón.
Entonces descubrió que había vuelto a quedarse embarazada. Cuando se lo dijo a Johnny él le atizó en el estómago con el mango de una escoba para que perdiera el bebé. La explicación que le dio fue que no podían permitirse el lujo de tener un mocoso y en cuanto descubrieran que Martha estaba embarazada la despedirían de Le Palais, donde había conseguido trabajo como doncella.
Dos noches después Johnny y un par de amigos suyos intentaron atracar una licorería de la calle Cuarenta y nueve. El propietario tenía una escopeta escondida debajo del mostrador. La sacó. Johnny Rosewall llevaba consigo una 32 niquelada, una de esas pistolitas para señoras elegantes. Apuntó con ella al propietario, apretó el gatillo y la pistola estalló. Uno de los fragmentos del cañón atravesó el ojo derecho de Johnny Rosewall, se alojó en su cerebro y le produjo la muerte instantánea.
Lo que Delores sabía del pasado de Martha podía resumirse en esto: su amiga había tenido suerte porque había conseguido librarse de un mal bicho. Siguió trabajando en Le Palais hasta su séptimo mes de embarazo; la señora Proulx, la encargada de entonces, le aseguró que si quería después podría volver a su antiguo trabajo; dio a luz un niño de tres kilos y medio al que llamó Peter y con el tiempo Peter acabó escribiendo una novela titulada Llama de gloria que todo el mundo —incluido el Club del Libro del Mes y los estudios Universal—, pensaban estaba destinada a entrar en la lista de éxitos.
Delores ya sabía todo eso pero hasta aquella tarde en Le Cinq, con las copas de champán ante ellas y el ejemplar de promoción de la novela de Peter metido en la bolsa azul que había junto a los pies de Martha, jamás había oído hablar de mamá Delorme o de Peter Jefferies, el hombre al que Martha llamaba «el padre natural» de Peter.
5
—Vivíamos en Harlem, naturalmente —le dijo Martha a Delores. Estaba contemplando su copa de champán, haciéndola girar entre sus dedos—. En la calle Stanton, que se cruza con la Ciento diecinueve a la altura del parque de la Estación. He vuelto algunas veces. Está peor de lo que estaba entonces, mucho peor, pero nunca fue un barrio hermoso, ni tan siquiera en el cincuenta y nueve.
»Había una mujer que vivía al final de la calle Stanton, junto al parque. Todo el mundo la llamaba mamá Delorme y todo el mundo juraba que era una bruja. Yo no creía en ese tipo de cosas y una vez le pregunté a Tavia Kinsolving, que vivía en el mismo edificio que Johnny y yo, cómo era posible que la gente siguiera creyendo esas estupideces cuando teníamos satélites espaciales que giraban alrededor de la Tierra y se podían curar casi todas las enfermedades. Tavia era una mujer educada —había ido a Julliard—, y vivía en Harlem porque tenía que mantener a su madre y a sus tres hermanos pequeños. Pensaba que estaría de acuerdo conmigo pero se rió y meneó la cabeza.
»—¿Estás diciéndome que crees en la bruja? —le pregunté.
»—No, no creo en la bruja —me respondió—, pero creo en ella, Martha. Ella es diferente. Puede que de cada mil mujeres que afirman tener poderes mágicos —o de cada diez mil o cada millón—, haya una que realmente los tenga. En tal caso, mamá Delorme es esa mujer.
»Me reí. Supongo que quienes no necesitan a una bruja pueden permitirse el lujo de reírse de esas cosas, igual que quienes no necesitan rezar pueden reírse de eso. En aquellos tiempos yo aún creía que podría dominar a Johnny y llevarle por el buen camino convirtiéndole en un hombre decente…, si es que puedes entender eso.
Delores asintió. Podía entenderlo.
—Después tuve el aborto. Johnny fue la razón principal de que lo tuviera, supongo, aunque entonces no me gustaba admitirlo ni ante mí misma. Se pasaba la vida dándome palizas y no paraba de beber. Aceptaba el dinero que le daba y luego me quitaba más dinero del bolso. Cuando le dije que estaba harta de que me robara el dinero del bolso puso cara de ofendido y afirmó que nunca había hecho nada semejante. Eso cuando estaba sobrio, claro… Si estaba borracho se me reía en la cara.
»Le mandé una carta a mi mamá, que seguía viviendo en Babilonia…, escribir esa carta me resultó muy doloroso e hizo que sintiera una gran vergüenza, y mientras la escribía no paré de llorar, pero necesitaba saber cuál era su opinión. Me contestó que debía dejarle antes de que me enviara al hospital o me hiciera algo todavía peor. Kissy, mi hermana mayor, fue todavía más clara: me mandó un billete de autobús de la Greyhound metido en un sobre con tres palabras escritas en rotulador rosa…, VETE AHORA MISMO.
Martha sonrió con tristeza y tomó otro sorbito de su champán.
—Bueno, no me marché. Antes me gustaba pensar que tenía demasiada dignidad para eso. Supongo que no era dignidad, sólo era un orgullo estúpido. No importa de qué se tratara, el resultado fue el mismo. Seguí con Johnny. Volví a quedarme embarazada…, sólo que yo no lo sabía. Ni tan siquiera me sentía mal por las mañanas… pero, naturalmente, con el primero tampoco tuve ni un mareo.
—No irías a ver a esa mamá Delorme porque estabas embarazada, ¿no? —le preguntó Delores. Se imaginaba que Martha debió acudir a la bruja y pedirle que la librara del pastelito que estaba cociéndose en su horno.
—No —dijo Martha—. Fui a verla porque Tania Kinsolving me dijo que ella sabría qué era lo que encontré en el bolsillo de la chaqueta de Johnny. Un polvo blanco metido en una botellita de cristal…
—Oh-oh —dijo Delores.
Martha volvió a sonreír.
—¿Quieres saber hasta qué punto pueden empeorar las cosas? —le preguntó—. Probablemente no quieras saberlo, pero aun así te lo diré. Cuando tu hombre bebe y no tiene ningún trabajo fijo las cosas van mal. Cuando bebe, no tiene trabajo y te pega las cosas van realmente mal. Pero lo peor de lo peor es cuando encuentras una botellita de cristal con una cuchara dentro en el bolsillo de la chaqueta de tu esposo —tú habías metido la mano allí con la esperanza de encontrar un dólar para comprar papel higiénico en la tienda de la esquina—, y entonces sólo te queda la esperanza de que sea coca y no algo todavía peor.
—¿Le llevaste la botellita a mamá Delorme?
Martha dejó escapar una risita compasiva.
—¿Toda la botella? Oh, no, señora mía, nada de eso. No le estaba sacando mucha diversión a la vida pero no quería morir. Si Johnny hubiera vuelto a casa de donde estuviese para descubrir que esa botellita con dos gramos de polvo que tenía en el bolsillo había desaparecido me habría dejado más señalada que a un campo preparado para sembrar guisantes. Lo que hice fue echar un poco de polvo en un pañuelo, después fui a ver a Tavia y ésta me dijo que acudiera a mamá Delorme y a ella fui.
—¿Cómo era?
Martha meneó la cabeza, incapaz de explicarle a su amiga cómo era mamá Delorme o lo extraña que había resultado aquella media hora pasada en el apartamento del tercer piso donde vivía la anciana, y de cómo había bajado casi corriendo las maltrechas escaleras que llevaban a la calle, temiendo todo el rato que ella la siguiera. El apartamento estaba muy oscuro y olía a golosinas, a viejo papel de pared, a canela y a saquitos de hierbas y flores secas que se habían vuelto rancias. En una pared había una estampa de Jesús y enfrente había otra de Nicodemo.
—Era muy extraña —dijo Martha por fin—. No sé cuántos años tenía: setenta, noventa o ciento diez. Una cicatriz blanca y rosa subía por un lado de su nariz, cruzaba su frente y desaparecía en su pelo. Se parecía un poco a la silueta de un rayo. Le había dejado el ojo derecho algo inclinado en una especie de guiño. Estaba sentada en una mecedora y tenía las agujas de hacer punto en el regazo. Entré en su apartamento y me dijo: «Tengo que decirte tres cosas, pequeña. La primera es que no crees en mí. La segunda es que la botella que encontraste en la chaqueta de tu esposo está llena de heroína Angel Blanco. La tercera es que llevas dentro un niño de tres semanas al que le darás el nombre de su padre natural».
6
—Después, cuando fui capaz de volver a pensar con claridad, me dije que en cuanto a las dos primeras cosas no había hecho nada que un buen mago de las variedades no hubiera sido capaz de hacer…, ya sabes, uno de esos tipos que llevan turbantes blancos y te leen la mente. Quizá había recibido una llamada telefónica de Tavia Kinsolving diciéndole que iba a verla. Sí, pudo ser algo tan sencillo como eso pero el cómo lo hizo…, no importa. Lo que importa es que si a una mujer le interesa ser conocida como bruja encuentra formas de parecer una bruja. ¿Comprendes a qué me refiero?
—S-sí —dijo Delores, no muy convencida.
—Y en cuanto a decirme que estaba embarazada… Bueno, puede que yo empezara a intuir que lo estaba, quizá la idea hubiera empezado a brillar un poquito dentro de mi cabeza y ya sintiera un poquito de ese resplandor, pero aun si lo estaba lo que me dijo no dejaba de ser una conjetura por su parte o… Mi madre casi siempre acertaba ese tipo de cosas: sabía cuándo una mujer se había quedado embarazada y a veces lo sabía antes que la mujer. A veces incluso lo sabía antes de que la mujer se hubiera hecho a la idea de que podía estar embarazada, no sé si me explico.
Delores rió y asintió con la cabeza.
—Decía que era por su olor…, el olor cambiaba y si tenías buen olfato a veces podías captar ese nuevo olor un día después de que ella hubiera empezado a producirlo.
Delores seguía asintiendo. Sí, claro, ella también había oído hablar de esas cosas.
—Pero la verdad es que nada de todo eso importaba porque yo sabía que ella lo sabía… La vieja estaba totalmente segura de esas tres cosas que me había dicho y no se había enterado de ellas fisgando ni porque se lo hubieran contado. Estar con ella hacía que creyeras en las brujas…, o, al menos, en que ella era una bruja. Pero esa sensación no se esfumaba. No se iba como los sueños en cuanto despiertas, o como ocurre con la influencia de un buen estafador cuando dejas de creer en él.
—¿Qué hiciste?
—Bueno, junto a la puerta había un viejo sillón de mimbre y supongo que tuve suerte de que estuviera ahí porque en cuanto me dijo esas palabras lo vi todo gris y se me doblaron las rodillas. Tenía que sentarme, ¿entiendes?, pero si el sillón no hubiera estado ahí me habría sentado en el suelo.
»Ella siguió donde estaba, sin moverse, esperando a que me recuperara y continuó con su labor, como si ya hubiera visto cien reacciones parecidas a la mía. Supongo que las había visto.
»Cuando mi corazón empezó a latir más despacio abrí la boca y lo que salió de ella fue “Voy a dejar a mi esposo”.
»—No —dijo ella enseguida—, él es quien va a dejarte a ti. Le verás partir y tú seguirás aquí. Tendrás un poco de dinero. Pensarás que te ha dejado sin bebé pero no será así.
»—Cómo… —dije yo pero eso fue cuanto pude decirle, y tuve la impresión de que mi voz se convertía en un eco “Cómo…, cómo…, cómo”, justamente así—. Han pasado veintiséis años pero todavía puedo oler esas viejas velas quemadas y el queroseno de la cocina y ese viejo olor a rancio del papel de pared reseco, como el del queso que se ha echado a perder. Puedo verla, pequeña y frágil con su viejo vestido azul de topitos que en tiempos habían sido blancos pero ahora tenían el color amarillento de los periódicos viejos. Era tan pequeña pero emanaba tal fuerza, un poder que surgía de ella como si fuera una luz brillante, muy brillante…
Martha acabó su champán y dejó la copa sobre la mesa con un leve chasquido.
—Bueno, seguir hablándote de eso no serviría de nada —dijo—. Si hubieras estado allí lo habrías sentido. Pero no estabas, y no puedo describirte cómo era. Es imposible.
»—Cómo me entero de las cosas o por qué te casaste con ese mierda son dos asuntos que no tienen ninguna importancia —me dijo—. Lo importante es que debes encontrar al padre natural del niño.
»—¿Qué quiere decir? —le pregunté—. Johnny es el padre natural del niño. Quien la escuchara se habría pensado que la anciana estaba afirmando que yo le ponía los cuernos a mi hombre, pero ni tan siquiera se me ocurrió enfadarme con ella. Estaba demasiado confundida, ¿comprendes?
»Ella soltó una especie de bufido y movió la mano como si estuviera diciendo Bah.
»—En ese hombre no hay nada natural —dijo. Se inclinó hacia adelante y yo empecé a sentir un poco de miedo. Esa anciana estaba llena de sabiduría y tuve la sensación de que sabía algunas cosas que no eran nada agradables—. Cuando una mujer tiene un niño es porque ese niño ha salido disparado del rabo de un hombre —me dijo—. Ya lo sabes, ¿no?
»Yo no tenía ni idea de eso, pero aun así noté como mi cabeza subía y bajaba, igual que si ella hubiera alargado unas manos invisibles a través de la habitación haciendo que mi cabeza asintiera sin quererlo.
»—Así es —dijo ella, asintiendo muy despacio—, y así es como Dios lo ha querido. Es como esas sierras tan grandes que hacen falta dos personas para moverlas, ¿verdad? ¡Sí! El hombre dispara al niño por su rabo y eso hace que casi todo el niño sea suyo, pero es la mujer quien lo lleva dentro y lo cuida y tiene que criarlo, y eso hace que el niño sea casi todo suyo. Así lo planeó Dios. Pero este hombre que te ha metido el niño en el vientre no va a ser su padre natural: no lo sería ni aunque siguiera en este mundo, porque para empezar nunca habría tenido que ser tu hombre. Bueno, chica, dime una cosa: ¿quién es el padre natural del niño? —Y se acercó un poco más a mí.
»Lo único que pude hacer fue menear la cabeza y decirle que no sabía de qué estaba hablando. Pero creo que una parte de mí sí lo sabía…, me refiero a esa parte escondida en el fondo de la mente, esa parte que sólo tiene ocasión de pensar cuando sueñas. Puede que me esté inventando todo esto debido a que ahora sé muchas más cosas que entonces, pero no lo creo. Creo que durante uno o dos segundos su nombre aleteó en mi mente: Peter Jefferies.
»—Por favor…, me está asustando —le dije—. No sé qué quiere que diga… No sé nada de padres naturales o padres antinaturales, no sé nada de todo eso… ¡Ni tan siquiera sé si estoy embarazada!
»Bueno, la anciana se quedó callada durante un minuto y luego sonrió. Su sonrisa era como los rayos del sol y me tranquilizó un poco.
»—No quería asustarte, cariño —me dijo—. No, te aseguro que nunca se me ha pasado por la cabeza el asustarte… Voy a preparar un poco de té y eso hará que te calmes. Verás, lo que ocurre es que yo poseo el don de ver y a veces el don es muy fuerte, ¿comprendes? Voy a preparar el té. Te gustará. Es un té especial.
»Quise decirle que no tenía ganas de tomar té pero fue como si no pudiera. Abrir la boca era un esfuerzo demasiado grande y las piernas se me habían quedado sin fuerza.
»La anciana tenía una cocinita grasienta que era casi tan oscura como una caverna y yo me quedé sentada en el sillón que había junto a la puerta, el mismo sillón en el que me había derrumbado cuando ella me soltó todas aquellas cosas, y vi cómo su cuchara ponía el té en una vieja tetera de porcelana desportillada y luego colocó a hervir el agua encima del fuego.
»Me quedé allí sentada pensando que no quería tomar ese té tan especial suyo, y tampoco quería tomar nada que saliera de esa cocina llena de grasa. Pensé que tomaría sólo un sorbito para no ofenderla y que luego saldría de allí tan deprisa como pudiera y no volvería jamás.
»Pero entonces la vi traer dos tacitas de porcelana más limpias que la nieve recién caída, y una bandeja con azúcar, leche y bollos recién horneados. Sirvió el té en las tacitas y noté que olía bien. Parecía bastante fuerte y me espabiló, y antes de haberme dado cuenta ya me había bebido dos tazas y también me había comido un bollo.
»Ella se bebió una taza, comió un bollo y empezamos a hablar de temas algo más naturales…, la gente de la calle a la que conocíamos, de dónde era yo, dónde me gustaba comprar y ese tipo de cosas. Entonces miré mi reloj y vi que había pasado una hora y media. Empecé a levantarme pero sentí como una especie de mareo y volví a dejarme caer en mi sillón.
Delores estaba mirándola con los ojos muy abiertos.
»—Me ha drogado —le dije, y tenía miedo pero la parte de mí que tenía miedo estaba muy adentro, como perdida.
»—Niña, yo sólo quiero ayudarte —dijo ella—, pero tú no quieres contarme lo que yo necesito saber y yo sé condenadamente bien que no harías lo que has de hacer ni aun sabiendo qué es, así que me he ocupado de resolver esos dos problemas. Vas a echarte una pequeña siesta pero antes de que lo hagas vas a decirme el nombre del padre natural de tu bebé.
»Y mientras estaba sentada en ese sillón de mimbre con el asiento medio roto oyendo todo el jaleo de Harlem que llegaba de fuera vi a Peter Jefferies tan claramente como te estoy viendo ahora a ti, Delores. Era tan blanco como yo negra, tan alto como yo bajita y tan educado como yo ignorante. No podría haber dos personas más distintas que él y yo, salvo por una cosa…, los dos somos de Alabama, yo de Babilonia, casi junto a la frontera con Florida, y él de Birmingham. Él no sabía nada de mí…, yo no era más que la negra que limpiaba la suite donde siempre se alojaba, en el piso número once de este hotel, y en cuanto a mí si pensaba en él era sólo para procurar mantenerme bien lejos de donde estuviera, porque le había oído hablar, le había visto comportarse y sabía que clase de hombre era. No era sólo el que se negara a beber en un vaso que antes hubiera utilizado un negro a menos que lo hubieran lavado dos veces; no, he visto montones de cosas parecidas y ya no me impresionan en lo más mínimo. Me mantenía bien lejos de él no por eso sino porque era todo un hijo de puta. ¿Sabes una cosa? En muchos aspectos se parecía a Johnny, o a como habría sido Johnny si fuera listo y hubiera tenido una educación y si Dios hubiera querido darle una buena cantidad de talento, en vez de darle tan sólo un gran olfato para saber encontrar coños bien dispuestos.
»Yo procuraba mantenerme alejada de él, y eso era todo. Pero cuando esa vieja bruja negra se inclinó sobre mí con ese olor a canela que parecía salir de los poros de su piel oí cómo su nombre salía de mis labios sin ninguna vacilación.
»—Peter Jefferies —dije—. Peter Jefferies, el hombre que se aloja en la 1163 cuando no está escribiendo sus libros en Alabama. Él es el padre natural. ¡Pero es blanco!
»—No, cariño, no lo es —me dijo la vieja acercándose un poquito más—. Por dentro todos los hombres son negros. Tú no lo crees pero es verdad. Dentro de cada hombre siempre es medianoche, a todas las horas del día del Señor… Pero un hombre puede crear luz a partir de la noche y ésa es la razón de que lo que sale de él y entra en una mujer sea blanco. Lo natural no tiene nada que ver con el color. Y ahora, cariño, cierra los ojos porque estás muy cansada. ¡Ahora! ¡Dilo! ¡Ahora! ¡No te resistas! ¡Mamá Delorme no va a echarte ningún hechizo ni nada de eso, niña! Es sólo que tengo algo que quiero poner en tu mano. Ahora…, no, no mires, basta con que cierres tus dedos alrededor. —Hice lo que me decía y sentí los contornos de un objeto cuadrado que parecía hecho de cristal o plástico—. Cuando llegue el momento de pensar en eso lo recordarás todo. Y ahora, duérmete. Shhh…, duérmete…, shhh.
»Y eso es justo lo que hice —dijo Martha—. Lo siguiente que recuerdo es haber bajado corriendo por esas escaleras como si el diablo me persiguiera. No recordaba de qué estaba huyendo pero no importaba; corrí, y sólo volví una vez a ese apartamento y en esa ocasión no vi a la anciana.
7
Hizo una pausa y las dos mujeres miraron a su alrededor como si acabaran de despertar de un sueño compartido. Vieron que Le Cinq había empezado a llenarse: ya casi eran las cinco de la tarde y los ejecutivos acudían al bar para tomarse sus dos o tres copas de después del trabajo.
Ninguna de las dos tenía ganas de decirlo en voz alta pero de repente las dos sintieron el deseo de estar en algún otro sitio. Ya no llevaban sus uniformes pero tenían la sensación de que no debían estar allí, rodeadas por aquellos hombres con sus trajes, sus maletines y sus conversaciones sobre acciones, bonos, obligaciones y política.
—En casa tengo un estofado y seis latas de cerveza —dijo Martha con una repentina timidez—. Podría calentar el estofado y poner las latas en la nevera…, si es que quieres oír el resto.
—Cariño, creo que necesito oír el resto —dijo Delores y dejó escapar una risita algo nerviosa.
—Y yo necesito contártelo —replicó Martha pero no se rió. Ni tan siquiera sonrió.
—Deja que llame a Harve.
—Sí, llámale —dijo Martha, y mientras Delores usaba el teléfono Martha volvió a echarle una mirada al interior de su bolsa para asegurarse de que aquel tesoro en forma de libro seguía allí.
8
Comieron el estofado —al menos, todo el que pudieron tragar—, y se tomaron una cerveza cada una. Martha volvió a preguntarle a Delores si estaba segura de que quería oír el resto. Delores dijo que sí.
—Te lo pregunto porque hay una parte que no es nada agradable. Tengo que ser franca contigo en cuanto a eso. Hay una parte mucho peor que cualquier cosa de las que puedas ver en esas revistas para solteros que los clientes se dejan olvidadas en las habitaciones cuando se marchan del hotel.
Delores sabía a qué clase de revistas se refería pero no podía imaginar a su pequeña e impoluta amiga teniendo ninguna relación con cualquiera de las cosas que aparecían en ellas. Volvió a decirle a Martha que quería oír el resto de la historia y Martha siguió hablando después de coger otra cerveza para cada una.
9
—Hice el trayecto a casa sin estar del todo despierta y como apenas si podía recordar nada de lo que había ocurrido en casa de mamá Delorme acabé decidiendo que lo mejor era olvidarme de todo aquello…, actuar como si nunca hubiese ocurrido, ¿entiendes? Pero había una cosa que no podía permitirme el lujo de olvidar, y era la pizca de polvos que había cogido de la botella que encontré en la chaqueta de Johnny. Seguían en el bolsillo de mi traje, envueltos en un trocito de papel de seda. Yo estaba casi segura de que la vieja ni tan siquiera los había visto y lo único que deseaba era librarme de ellos: puede que yo no me dedicara a hurgar en los bolsillos de Johnny pero él sí que hurgaba en los míos, por si se daba el caso de que tuviera un par de dólares…
»Bueno, fui a coger los polvos y sólo entonces me di cuenta de que ya tenía algo en la mano, algo que mis dedos apretaban como hace un niño con el dinero que su madre le da para que vaya al cine un sábado por la tarde, sujetándolo muy fuerte hasta que tiene ocasión de gastárselo. Abrí la mano, lo miré y entonces, por primera vez, estuve absolutamente segura de que había visto a mamá Delorme, aunque seguía sin poder recordar lo que nos habíamos dicho.
»Lo que tenía en la mano era una cajita cuadrada de plástico con una tapa transparente que se podía quitar. Dentro no había nada, sólo un viejo hongo reseco, y después de haber oído lo que Tavia me había contado sobre esa mujer pensé que seguramente sería un hongo venenoso, y probablemente uno capaz de darte tales retortijones que acabarías deseando que te hubiera matado nada más comértelo, tal y como pueden hacer algunos hongos.
»Decidí tirarlo por el lavabo junto con el polvo que Johnny se había estado metiendo por la nariz, fuera lo que fuese, pero cuando llegó el momento de hacerlo me sentí incapaz. Tuve la sensación de que la anciana estaba allí dentro conmigo, diciéndome que no lo hiciera. Ni tan siquiera me atrevía a mirar hacia el espejito por miedo a verla…
»Bueno, aquel apartamento no tenía lavabo incorporado, cosa que sí hay aquí por si quieres utilizarlo —y con toda la vitamina M que hay en la cerveza, por no hablar del champán, supongo que no tardaremos en hacerlo—, y si querías usar el lavabo tenías que ir hasta el que había al final del pasillo, que servía tanto para el segundo piso como para el tercero. Bueno, uno de los pequeños Parker que vivían abajo empezó a dar golpes en la puerta del lavabo y acabó dándole patadas, así que no tuve ocasión de pensar ni de hacer un esfuerzo de voluntad para actuar.
»Acabé metiendo aquella cajita de plástico en el bolsillo de mi traje, volví al apartamento y acabé guardándola en uno de los armaritos de la cocina, al fondo de todo. Allí la dejé y me olvidé completamente de ella.
10
Martha se quedó callada durante unos momentos, tamborileando nerviosamente con los dedos sobre la mesa.
—Supongo que debería contarte algunas cosas más sobre Peter Jefferies —dijo por fin—. Estuvo en la segunda guerra mundial y escribió libros sobre ella. Novelas. El libro de mi Pete trata de la guerra del Vietnam y el tiempo que pasó allí; los libros de Peter Jefferies trataban sobre la Gran Dos: así la llamaba él cuando estaba borracho y de fiesta con sus amigotes. Escribió el primer libro cuando aún no le habían licenciado y se lo publicaron en 1946. Se llamaba Llama del cielo.
Delores la contempló durante unos cuantos segundos sin decir nada.
—¿De veras? —le preguntó por fin—. ¿Realmente se llamaba así?
—Sí. Puede que ahora ya empieces a comprender adonde quiero ir a parar. Puede que ahora entiendas un poco más a qué me refiero cuando hablo de los padres naturales. Llama del cielo: Llama de gloria.
—Pero si tu Pete ha leído ese libro del señor Jefferies, ¿no es posible que…?
—Pues claro que es posible —dijo Martha volviendo a hacer ese mismo gesto de antes con la mano, como si estuviera diciendo Bah—, pero no fue eso lo que ocurrió. De todas formas, no voy a tratar de convencerte. Cuando haya acabado de explicártelo todo estarás convencida o no, tanto da. Lo único que quería era contarte unas cuantas cosas acerca de ese hombre.
—Bueno, continúa —dijo Delores.
—Empecé a trabajar en Le Palais el año 1957 y le vi con bastante frecuencia hasta 1968, más o menos, cuando empezó a tener problemas con su corazón y su hígado. Teniendo en cuenta lo mucho que bebía y la vida de loco que llevaba me sorprende que no tuviera problemas mucho antes… En 1969 sólo visitó el hotel una media docena de veces y aún recuerdo qué mal aspecto tenía: nunca había estado gordo pero a esas alturas había perdido tanto peso que parecía un fideo relleno. Y seguía bebiendo, aunque la piel de la cara se le había puesto de color amarillo. Yo le oía toser y vomitar en el cuarto de baño y a veces le oía llorar a causa del dolor, y pensaba «Bueno, ya está; eso es todo; tiene que darse cuenta de lo que se está haciendo a sí mismo; ahora lo dejará». Pero nunca lo dejó.
»En 1970 sólo fue dos veces al hotel. Iba acompañado por un hombre que le cuidaba y se apoyaba en él para caminar. Seguía bebiendo, aunque yo sabía que se lo habían prohibido.
»Vino por última vez en febrero de 1971. Iba acompañado por otro hombre distinto al de antes…, supongo que el primero debió acabar hartándose y dejó el puesto. No podía caminar, iba en silla de ruedas. Cuando entré en el cuarto de baño para limpiarlo vi lo que había colgado en el riel de la ducha para que se secara. Tenía que llevar puestos esos pantalones de goma para la gente que se orina encima. Había sido un hombre muy apuesto pero ahora ya no lo era. Parecía…, no sé, parecía acabado. ¿Sabes a qué me refiero?
Delores se estremeció y asintió con la cabeza. Lo sabía. Había visto criaturas parecidas en algunas reuniones de los Alcohólicos Anónimos a las que había asistido con Harvey, navíos humanos que se habían estrellado contra las rocas que le sirven de fronteras al mar del alcohol.
—Siempre se alojaba en la 1163, una de esas suites de la esquina desde donde se puede ver el edificio Chrysler, y casi siempre solía tocarme limpiarla. Pasado un tiempo hasta acabó llamándome por mi nombre pero eso no quiere decir nada: él tenía buena memoria y yo llevaba el nombre escrito en el uniforme. Creo que en realidad nunca llegó a verme. Hasta 1960 siempre dejaba dos dólares sobre la televisión cuando se marchaba del hotel. Después empezó a dejar tres, hasta 1964. Después, y hasta el final, dejaba cinco. Eran buenas propinas para esos tiempos pero la verdad es que no iban dirigidas a mí; seguía una costumbre, nada más. Para la gente como él las costumbres tienen mucha importancia. Dar propinas le resultaba tan natural como abrirle la puerta a una señora… Supongo que de pequeño cuando se le caía un diente debía ponerlo bajo la almohada, sólo que yo era el Hada de la Limpieza, no el Hada de los Dientes.
»Venía a la ciudad para hablar con sus editores y a veces se reunía con gente del cine o la televisión, y llamaba a sus amigos —algunos escribían, otros trabajaban en la industria editorial—, y celebraba una fiesta. Siempre celebraba una fiesta… Lo sé porque al día siguiente yo tenía que limpiar todo el desorden que habían dejado: docenas de botellas de whisky vacías, Jack Daniels sobre todo, millones de colillas, toallas mojadas en la bañera y en la pileta, restos por todas partes… Una vez encontré todo un cuenco con ensalada de gambas en la taza del retrete. Había copas por todas partes y a veces hasta había gente roncando en el sofá o en el suelo. Era lo normal. Pero hubo algunas fiestas que duraban y duraban. Yo empezaba a limpiar a las diez y media de la mañana y a veces la fiesta aún no había terminado. Solían ser…, ¿cómo las llaman los hombres? Sí, fiestas de ver salir el sol, eso es. Hablaban y bebían. Y siempre hablaban de la guerra, la guerra, la guerra… A quién conocieron en la guerra. Qué tal les fue en la guerra. Quién había estado al mando y a quiénes habían tenido bajo sus órdenes durante la guerra. Cosas que habían visto en la guerra. Cuántos hombres murieron en la guerra. A veces —no muchas—, no sólo hablaban de la guerra sino que jugaban al póquer haciendo apuestas muy altas. Cinco o seis hombres sentados alrededor de una de esas mesas de cristal con las camisas desabrochadas y los lazos de la corbata deshechos, y encima de la mesa había mucho más dinero del que una mujer como yo puede ganar en toda una vida…
»Pero, sobre todo, hablaban de la guerra.
»Parecía haberles gustado mucho pero puedo asegurarte que cuando hablaban de ella lo que salía de sus bocas era puro vómito.
11
Delores dijo que le sorprendía que la gerencia del hotel no le hubiera echado a patadas, aunque fuera un escritor tan famoso: seguían siendo muy rígidos respecto a ese tipo de cosas y en el pasado aún lo habían sido más, o eso había oído contar.
—No, no, no —dijo Martha con una leve sonrisa—. No me has entendido. Crees que aquel hombre y sus amigos se portaban igual que esos grupos de rock a los que les gusta hacer pedazos la suite y arrojar los sofás por la ventana. Peter Jefferies tenía clase. Cuando estuvo en la segunda guerra mundial no sirvió de soldado, como mi Pete en la suya; estudió en West Point, salió de allí con el rango de teniente y acabó la guerra con el de mayor. Procedía de una vieja familia sureña. Sabía atarse la corbata de cuatro formas distintas y sabía cómo inclinarse sobre la mano de una dama cuando la besaba.
»Tenía clase.
Cuando pronunció esa palabra los labios de Martha se curvaron un poco haciendo que en la sonrisa hubiera una mezcla de burla y amargura.
—Supongo que a veces él y sus amigos debían levantar un poco la voz pero casi nunca armaban jaleo… Hay una diferencia, ¿comprendes?, algo que no sé explicarte, y nunca perdían el control. Si había una queja de la habitación contigua —él se alojaba en una suite de la esquina, así que sólo tenía un vecino—, y alguien de recepción tenía que llamar a la habitación del señor Jefferies para pedirle que él y sus invitados no armaran tanto jaleo…, bueno, siempre hacían caso. ¿Entiendes?
—Sí —dijo Delores.
—Y eso no es todo. Un hotel de categoría puede trabajar para gente como el señor Jefferies. Puede protegerles. Les permite seguir adelante con sus fiestas y pasárselo bien con su bebida y sus partidas de cartas, o puede que con sus drogas.
—¿Era…?
—No lo sé. Al final tomaba montones de drogas, bien lo sabe Dios, pero siempre venían en esos frascos con la etiqueta de haber sido recetadas por el médico. Lo único que digo es que la clase llama a la clase. Llevaba mucho tiempo alojándose en el hotel y quizá pienses que era importante porque era un escritor famoso, pero si piensas así es porque no llevas tanto tiempo en este sitio como yo. Era importante para ellos, pero había algo todavía más importante y es que llevaba mucho tiempo yendo al hotel, y había algo aún más importante que eso: su padre era un gran terrateniente de Alabama y se había alojado en el hotel antes que él. La gente que dirigía el hotel en esa época creía en la tradición. Oh, ya sé que la gerencia de ahora dice que también cree en eso, y puede que hasta sea cierto, al menos cuando les conviene, pero en aquellos tiempos realmente lo creían. Cuando se enteraban de que el señor Jefferies llegaría a Nueva York en el Southern Flyer que salía de Birmingham podías ver que la habitación contigua a esa suite de la esquina enseguida quedaba vacía, a menos que el hotel estuviera lleno hasta los topes. Nunca le cobraban esa otra habitación; si podían, intentaban ahorrarle la incomodidad de verse obligado a decirles a sus amigos que no hicieran tanto ruido.
Delores meneó lentamente la cabeza.
—Es asombroso.
—¿No lo crees, cariño?
—Lo creo —dijo ella—, pero sigue siendo asombroso.
Aquella sonrisa amarga y algo burlona volvió a aparecer en los labios de Martha.
—Para la gente que tiene clase nada es demasiado…, o no lo era. Diablos, hasta yo admitía que tenía clase, y eso que era capaz de contarles un chiste de Rastus el Negro a sus amigos mientras yo estaba a unos pasos vaciando ceniceros o en la habitación de al lado, con la puerta abierta, haciendo una cama. Oh, sí, odiaba a los negros, pero no era sólo a nosotros…, odiaba a casi todo el mundo. Cuando se trataba de odiar no discriminaba a nadie. Estaba en la ciudad cuando mataron a John Kennedy y dio una gran fiesta. Todos sus amigos estaban allí y la fiesta continuó hasta bien entrado el día siguiente. Decían unas cosas que… Apenas si pude soportarlas. Hablaban de lo maravilloso que sería el que alguien se cargara a ese hermano suyo que no sería feliz hasta que el último chico blanco decente de este país jodiera mientras los Beatles salían en la televisión y sonaban en el estéreo, y todos los jodidos negros se habían vuelto locos y corrían por las calles con un aparato de televisión debajo de cada brazo…
»Al final empezaron a decir tales cosas que supe que acabaría gritándole. Me repetí que debía calmarme, hacer mi trabajo y salir de allí lo más deprisa posible; no paraba de recordarme que aquel hombre era el padre natural de mi Pete y que si no podía acordarme de nada más al menos no debía olvidar eso; me decía que Pete sólo tenía tres años y que necesitaba este trabajo y que lo perdería si no era capaz de mantener la boca cerrada.
»Y entonces uno de ellos dijo “¡Y después de que nos hayamos cargado a Bobby, vayamos a por ese jodido hermanito pequeño suyo, el que tiene ese culo tan mono!”, y otro dijo “¡Después acabaremos con todos los hijos varones y entonces sí que tendremos una auténtica fiesta!”
»Tuve que marcharme de allí. Había hecho tal esfuerzo por mantener la boca cerrada que me dolía la cabeza y sentía calambres en el estómago. Dejé la habitación a medio limpiar, algo que no había hecho antes y que nunca he vuelto a hacer después, pero a veces el ser negra tiene sus ventajas; el señor Jefferies ni tan siquiera se enteró de que me había ido. Ninguno de ellos se enteró de que me había ido.
Aquella sonrisa amarga y burlona volvía a estar en sus labios.
12
—No sé cómo puedes afirmar que un hombre semejante tenía clase —dijo Delores—, o llamarle el padre natural de ese hijo tuyo que aún no había nacido, sean cuales sean las circunstancias. A mí me parece que era una bestia.
—No…, no era una bestia. Era un hombre. En ciertos aspectos…, en la mayoría de ellos era un hombre malo, pero un hombre. Y poseía ese algo a lo que me refiero cuando hablo de tener clase. Era algo que también se notaba en sus libros, sólo que con más claridad.
—¿Leiste alguno?
—Cariño, los leí todos —dijo Martha—. Cuando fui a ver a mamá Delorme con ese polvo blanco a finales del año 1959 sólo había escrito tres, pero hacia la época de que te hablo ya había leído dos, y con el tiempo acabé alcanzándole porque él escribía aún más despacio de lo que yo leía. —Sonrió—. Y leo bastante despacio, puedes creerme.
Delores le lanzó una mirada algo dubitativa a la biblioteca de Martha. En ella había libros de Alice Walker, Rita Mae Brown, La radio amarilla se ha roto, de Ishmael Reed, un par de obras de Kurt Vonnegut…, pero los tres estantes se hallaban dominados por novelas románticas en edición de bolsillo y misterios de Agatha Christie.
—Bueno, Martha, tengo la impresión de que las novelas sobre la guerra no son precisamente tus favoritas…, no sé si me entiendes.
—Claro que te entiendo —dijo Martha. Se puso en pie y cogió otras dos cervezas frías—. Y voy a decirte algo irónico, Delores Williams: si él hubiera sido un hombre agradable nunca las habría leído…, ni una sola. Y voy a decirte otra cosa irónica: si él hubiera sido un hombre agradable creo que no habrían sido tan buenas.
—Oh, eso sí que no lo puedo creer.
—¡No te pido que lo creas! Te digo lo que me ocurrió y lo que yo creo. Y ahora, ¿quieres que siga?
—Sí, claro que sí —dijo Delores.
—Bueno, no necesité hasta el año 1963 y el asesinato de Kennedy para comprender qué clase de hombre era. Hacia el verano de 1958 ya lo sabía. A esas alturas ya había visto qué baja opinión tenía de la raza humana en general…, dejando aparte a sus amigos, claro. Habría sido capaz de morir por ellos, de eso estoy segura, pero en cuanto a los demás solía decir que todo el mundo andaba buscando un billete que acariciar…, le oí usar esa frase una y otra vez. Acariciar el billete, acariciar el billete…, todo el mundo se pasaba la vida acariciando el billete. Parecía como si él y sus amigos pensaran que eso de acariciar el billete era algo realmente malo, a no ser que estuvieran jugando al póquer y tuvieran toda una mesa llena de dinero delante porque me parecía que entonces sí que los acariciaban. Me parecía que les hacían montones de caricias, él incluido.
»Decía cosas horribles, blasfemaba y se reía de la gente que intentaba hacer el bien o mejorar el mundo, odiaba a los negros y los judíos —esos malditos lustrados, así les llamaba siempre—, y pensaba que deberíamos invadir Rusia y Cuba o el país que fuera y darles una buena paliza para que aprendieran.
»Yo escuchaba todo lo que decía y pronto empecé a preguntarme cómo era posible que todos los críticos y los comentaristas de libros pudieran decir que había escrito grandes novelas. Una de ellas incluso había ganado el Premio Nacional del Libro, y hasta que murió hubo rumores de que algún día le darían el Premio Pulitzer. Pero nunca llegaron a dárselo y apuesto a que eso le tenía muy cabreado.
»Acabé decidiendo que debía ver por mí misma cómo era posible que todo el mundo estuviera tan equivocado y pudiera confundir a un tipo que tenía la boca llena de basura con alguien provisto de un corazón. Fui a la Biblioteca Pública y cogí su primer libro, Llama del cielo.
»Pensé que todo resultaría ser algo parecido a eso del traje nuevo del emperador, ya sabes, y que todos se mentían los unos a los otros porque nadie quería ser el primero en admitir que había cometido un error, pero descubrí que no era nada de eso. El libro trataba de cinco hombres y lo que les había ocurrido en la guerra, y lo que les ocurrió a sus esposas y sus novias. Cuando vi en la solapa que trataba de la guerra supongo que debí alzar los ojos al cielo y poner cara de resignación, porque pensé que sería como todas esas historias tan aburridas que se contaban los unos a los otros.
—¿Y no lo era?
—Leí las primeras diez o veinte páginas y pensé «Esto no es tan bueno. No es tan malo como había pensado que sería pero no pasa nada». Después leí treinta páginas más y fue como si…, bueno, como si me perdiera dentro del libro. Cuando volví a levantar los ojos del libro ya casi era medianoche y llevaba leídas doscientas páginas de esa novela. «Tienes que irte a la cama, Martha», me dije. «Tienes que irte a la cama ahora mismo porque las cinco y media llegarán antes de que te des cuenta». Pero leí treinta páginas más, aunque tenía los ojos muy cansados y no me levanté para cepillarme los dientes hasta que ya era la una menos cuarto.
Martha se calló y contempló la ventana y los kilómetros de noche que había al otro lado de la negrura del cristal: tenía las pupilas algo vidriadas por el recuerdo y los labios apretados en un leve fruncimiento. Meneó la cabeza.
—No podía entender cómo era posible que un hombre tan aburrido cuando tenías que escucharle fuera capaz de escribir tan bien que nunca sentías deseos de cerrar el libro que había escrito, y tampoco querías que terminara… ¿Cómo podía crear personajes tan reales que llorabas por ellos cuando se morían? Al final de Llama del cielo, Norah era atropellada por un taxi y yo lloré porque se había muerto. No entendía cómo era posible que un hombre tan amargado y tan desagradable pudiera hacerte sentir todo eso. Aquel libro estaba lleno de dolor y de cosas feas, pero también estaba lleno de ternura… y de amor.
Se rió.
—No puedo explicártelo tan bien como querría —dijo—. No me gano la vida criticando libros.
—Lo has explicado muy bien —dijo Delores.
Martha pareció complacida pero puso cara de que no la creía.
—En aquellos tiempos había un chico llamado Billy Beck que trabajaba en el hotel. Era un joven muy agradable: cuando no estaba en la puerta estudiaba literatura inglesa en Fordham. Él y yo solíamos hablar…
—¿Era de color?
—¡Dios, no! —Martha se rió—. Le Palais no tuvo ningún portero negro hasta 1965. Maleteros, botones y encargados de aparcar los coches sí, pero porteros negros…, no, eso no. No se consideraba correcto. A la gente de clase como el señor Jefferies no le habría gustado.
»Bueno, el caso es que le pregunté a Billy cómo era posible que sus libros fueran tan maravillosos cuando él era una persona tan desagradable. Billy me preguntó si conocía el chiste del discjockey gordo que tenía la voz muy chillona y yo le dije que no sabía de qué me estaba hablando. Entonces me dijo que no conocía la respuesta a mi pregunta pero me contó algo que había dicho un profesor suyo refiriéndose a Thomas Wolfe. Ese profesor dijo que algunos escritores —y Wolfe era uno de ellos—, no servían para nada hasta que no se sentaban delante de una mesa y cogían la pluma. Me dijo que para esa clase de tipos la pluma es como la cabina de teléfonos para Clark Kent. Me dijo que Thomas Wolfe era como… —Vaciló durante una fracción de segundo y acabó sonriendo—. Que era como una campanilla movida por un viento divino. Me dijo que por sí sola una campanilla no es nada pero cuando la mueve el viento hace un ruido precioso.
»Creo que Peter Jefferies era una de esas campanillas. Tenía clase, le habían criado en un ambiente con mucha clase y tenía clase, ¿comprendes?, pero no era algo de lo que pudiera enorgullecerse porque no le pertenecía. Era como si Dios se la hubiera ingresado en la cuenta corriente y él se limitara a gastársela.
Martha volvió a sonreír.
—Te diré una cosa —añadió—. Después de haber leído un par de sus libros empecé a sentir pena por él.
—¿Pena?
—Sí, porque sus libros eran muy hermosos y él era horrible. Mi Johnny y él eran muy parecidos pero creo que Johnny tuvo más suerte porque jamás podría haber sido mucho mejor de lo que fue. Pero el señor Jefferies…, sus libros eran como sueños que hubiera tenido. Era como si cogiera su pluma y soñara todas las partes del mundo en las que no podía o no se permitía creer.
Se puso en pie, fue hasta la nevera y volvió a la mesa con otras dos cervezas.
Delores se rió y dijo que no quería más.
—Harvey notará el olor de la cerveza en mi aliento —explicó—. No dice nada pero le pone nervioso.
—Será mejor que te la tomes —dijo Martha—, porque es ahora cuando las aguas empiezan a llenarse de barro. —Y, tras haber contemplado en silencio a su amiga durante unos instantes, Delores aceptó la cerveza.
13
—Tengo que explicarte otra cosa sobre él —dijo Martha—. No resultaba muy atractivo. Al menos, no en el sentido en que se usan esas palabras cuando dices que un hombre te resulta atractivo.
—Quieres decir que era…
—No, no era marica, homosexual, gay o como haya que llamarles en estos tiempos. No le resultaba muy atractivo a los hombres pero tampoco se lo resultaba a las mujeres. En todos los años que me pasé limpiando sus habitaciones puede que llegara a ver dos o tres colillas manchadas de lápiz de labios en los ceniceros del dormitorio cuando los vaciaba. En esas ocasiones también había un olor a perfume y una vez encontré un lápiz para ojos Coty en el cuarto de baño…, había rodado hasta acabar quedando debajo del espejo, allí donde apenas si podías verlo.
»Supongo que debía llamar a prostitutas para que fueran a la suite y se acostaran con él pero dos o tres veces en todos esos años no es mucho, ¿verdad?
—No, desde luego que no —dijo Delores, pensando en todas las bragas que había sacado de debajo de las camas, todos los condones que había visto flotando en tazas de lavabo donde nadie había dejado correr el agua y todas las pestañas postizas que había encontrado encima y debajo de las almohadas.
—Creo que sólo sabía ser atractivo a sí mismo —dijo Martha—. Eso es lo que creo. Sí, se reservaba para él mismo… Cambié montones de sábanas en las que veías manchitas de algo que había acabado secándose, no sé si me entiendes.
Delores asintió.
—Y siempre tenía un pote de crema de afeitar en el cuarto de baño y a veces lo tenía en la mesilla de noche, junto a su cama. Creo que la usaba al masturbarse. Para que no se le irritara la piel…
Las dos mujeres se miraron y de repente se echaron a reír como un par de histéricas.
—Cariño, ¿estás segura de que no se dedicaba a perseguir culos? —acabó preguntando Delores.
—Te he dicho que era crema de afeitar, no vaselina —replicó Martha y ésa fue la gota que desbordó el vaso; se pasaron los cinco minutos siguientes riendo hasta que acabaron saltándoseles las lágrimas. Delores volcó su botella de cerveza y el líquido espumeante corrió sobre la mesa y entonces se rieron de eso.
14
Pero nada de todo aquello resultaba realmente divertido y Delores lo sabía, y cuando Martha siguió hablando se limitó a escucharla en silencio, sintiendo que le costaba mucho creer lo que oía.
—Puede que ocurriera una semana después de mi visita al apartamento de mamá Delorme, o quizá ocurriera dos semanas después —dijo Martha—. No lo recuerdo. Ha pasado mucho tiempo desde todo aquello. A esas alturas ya estaba bastante segura de que me encontraba embarazada…, no vomitaba ni nada parecido pero cuando estás embarazada sientes algo muy peculiar. No viene de los sitios que te habías imaginado. Es como si tus encías, las uñas de tus pies y el puente de tu nariz comprendieran lo que ha ocurrido mucho antes que todo el resto de tu cuerpo, o puede que te entren ganas de comer algo como un plato de chop suey a las tres de la tarde y entonces te dices «¡Vaya! Pero ¿qué es esto?». Claro que ya sabes lo que se siente, ¿no?
»Estaba en el dormitorio de su suite. Él había salido para acudir a una de sus reuniones con los editores. Había una cama doble y los dos lados de la cama tenían las sábanas arrugadas, pero eso no quería decir nada; siempre tuvo el sueño muy inquieto. A veces entraba en el dormitorio y me encontraba con que hasta había logrado sacar las sábanas de debajo del colchón.
»Bueno, quité la colcha y las dos sábanas que había debajo —siempre tenía frío y dormía lo más abrigado posible—, y empecé a apartar la sábana de arriba y enseguida lo vi. Era su semen, y ya estaba casi seco.
»Me quedé quieta mirándolo durante…, oh, no sé cuánto tiempo. Era como si estuviera hipnotizada. Le vi tumbado en la cama después de que todos sus amigos se hubieran marchado, tumbado sin oler nada salvo el humo que habían dejado atrás y su propio sudor, le vi tumbado sobre su espalda haciéndoselo con la mano y pensando en algo hasta correrse… Lo vi tan claramente como te veo a ti ahora, Delores; lo único que no vi es en qué estaba pensando, qué clase de imágenes fabricaba dentro de su cabeza para correrse…, y considerando las cosas que decía y cómo era cuando no estaba escribiendo sus libros, me alegra no haberlas visto. Si las hubiera visto quizá no habría conseguido volver a dormir en toda mi vida.
Delores estaba mirándola, sin decir nada, como paralizada.
—Y entonces sentí…, sentí algo muy extraño. —Se calló y pensó en lo que iba a decir—. Fue una especie de compulsión. Era como querer chop suey a las tres de la tarde, o helado y pepinillos a las dos de la madrugada, o… ¿Cuál era tu antojo cuando estabas embarazada, Delores?
—La parte dura del bacon, bien frita y crujiente —dijo Delores, con los labios tan entumecidos que apenas si podía sentirlos—. Una vez Harvey tuvo que salir corriendo a buscar un poco y no encontró ningún sitio abierto donde vendieran, pero volvió con una bolsa de cortezas de cerdo y las devoré.
Martha asintió.
15
Cuando Delores volvió del cuarto de baño al principio no fue capaz de mirar a Martha. Cuando se obligó a hacerlo vio que Martha estaba contemplándola con una mezcla de ternura y preocupación que casi le rompió el corazón. Caminó alrededor de la mesa sin tener ni idea de lo que iba a hacer y abrazó a su amiga. Veinte minutos antes se habían estado riendo juntas como dos locas; en cuanto la abrazó Martha se echó a llorar. Delores se contuvo durante unos segundos y acabó uniéndose a su llanto y cuando besó a Martha en la mejilla y le dijo que siguiera sus lágrimas se mezclaron con las de ella.
16
—Me pasé el resto del día trabajando sumida en una especie de estupor. Era como si estuviera hipnotizada. La gente me hablaba y yo les respondía pero era como si les oyera a través de un muro de cristal y yo les contestara desde el otro lado. Recuerdo que pensé: Estoy hipnotizada Me hipnotizó. Esa vieja… Me dio una de esas sugerencias poshipnóticas, como cuando un hipnotizador de teatro te dice «En cuanto oigas que alguien pronuncia la palabra chicle te pondrás a cuatro patas y ladrarás como un perro», y el tipo al que ha hipnotizado acaba haciéndolo aunque tarde diez años en oír la palabra chicle. Puso algo en ese té y me ordenó que hiciera algo. Una cosa horrible.
»Comprendía por qué lo había hecho…, esa vieja debía ser lo bastante supersticiosa para creer que el agua con que has lavado un muñón puede curar las enfermedades y que puedes embrujar a un hombre haciendo que se enamore de ti si pones una gotita de la sangre de tu período en su talón cuando está durmiendo, y en que es malo caminar hacia atrás y sólo Dios sabía qué otras cosas…, si una mujer como ésa a la que se le habían metido en la cabeza todas esas tonterías sobre los padres naturales era capaz de hipnotizar a la gente y si hipnotizaba a una mujer como yo para que…, bueno, para que me portara de aquella manera…, sí, eso podía ser justo lo que hizo. Porque ella creía en todo eso. Y yo le había dado su nombre, ¿verdad? Sí, se lo había dado.
«Entonces no caí en la cuenta de que no había recordado casi nada de lo ocurrido cuando fui al apartamento de mamá Delorme hasta después de haber hecho lo que hice en el dormitorio del señor Jefferies. Pero esa noche lo recordé todo.
»Logré aguantar todo el día. Quiero decir que no grité ni lloré ni hice nada raro. Mi hermana Kissy armó un escándalo mucho mayor cuando fue a sacar agua del viejo pozo a la hora del crepúsculo y un murciélago salió volando del pozo y se le enredó en el cabello… Sólo había esa sensación extraña, como si estuviera detrás de un muro de cristal y pensé que si eso era todo podría soportarlo sin demasiados problemas.
»Nada más llegar a casa me entró una sed tremenda. Nunca había tenido tanta sed en toda mi vida…, era como si tuviera una tempestad de arena metida en la garganta. Empecé a beber agua. Era como si nunca fuera a hartarme de beber, como si necesitara más y más. Y empecé a escupir. Escupí y escupí y escupí. Después empecé a sentir que me dolía el estómago. Fui corriendo al cuarto de baño, me miré en el espejo y saqué la lengua y durante un segundo o dos me pareció que la tenía toda blanca, como si aún estuviera cubierta por su…, ya sabes.
»Vomité. Vomité y vomité hasta que mis piernas no pudieron sostenerme y caí de rodillas delante del lavabo. Empecé a llorar y le pedí a Dios que me perdonara, que hiciera parar los vómitos antes de que perdiera el bebé, si es que realmente llevaba un bebé dentro. Y entonces pensé en lo que había hecho en su dormitorio, cuando rasqué su leche de la sábana y me la comí, sin pensar en nada que no fuera el comérmela… Te juro que pude verme, Delores, como si me estuviera viendo a mí misma en una película, y entonces volví a vomitar y sentí como si tuviera el estómago del revés.
»La señora Parker me oyó, fue al lavabo y me preguntó si estaba bien. Eso me ayudó a recuperar un poco el control de mí misma y cuando Johnny volvió lo peor ya había pasado. Estaba borracho y tenía ganas de pelea. Yo no le di motivos pero no los necesitaba: me atizó en el ojo y se marchó. Casi me alegré de que me hubiera pegado, porque eso me dio otra cosa en que pensar.
»Al día siguiente entré en la suite del señor Jefferies y me lo encontré sentado en la sala, con el pijama puesto, escribiendo en uno de esos cuadernos amarillos que usaba. Siempre viajaba con un montón de cuadernos sujetados por un gran elástico rojo y nunca se separaba de ellos. Cuando vino a Le Palais por última vez y no los vi supe que le faltaba poco para morir. No lo lamenté.
Martha se volvió hacia la ventana de la cocina y en su rostro había una expresión totalmente desprovista de clemencia o perdón; era una expresión fría, la expresión indicadora de que el corazón está muy lejos de allí.
—Cuando entré al día siguiente y le vi allí sentí un gran alivio porque eso quería decir que no tendría que limpiar la suite. Cuando trabajaba no soportaba tener a nadie del servicio alrededor y quizá no dejaría limpiar la suite hasta las tres, que era cuando Yvonne entraba a trabajar.
»—Volveré más tarde, señor Jefferies —le dije.
»—Hágalo ahora —me dijo—, pero procure no armar mucho jaleo. Tengo un dolor de cabeza de lo más cabrón y una idea condenadamente buena. La combinación me está matando.
»En cualquier otra ocasión me habría dicho que volviera más tarde, te lo juro. Casi pude oír la risa de esa vieja negra…
»Entré en el cuarto de baño y empecé a limpiarlo: quité las toallas sucias y puse las nuevas, cambié la pastilla de jabón, dejé las cajas de cerillas en su sitio y mientras hacía todo eso no paraba de pensar en lo mismo. No puedes hipnotizar a una persona que no quiere ser hipnotizada, vieja. No sé qué pusiste en el té ese día, no sé qué me dijiste que hiciera o cuántas veces me dijiste que lo hiciera pero soy más fuerte que tú. Soy más fuerte que tú y no pienso dejar que te salgas con la tuya.
»Entré en el dormitorio y miré hacia la cama. Pensé que verla me haría el mismo efecto que le hace un armario a un niño que le tiene miedo al hombre del saco, pero vi que no era más que una cama. Sabía que no iba a hacer nada, y sentí un gran alivio, así que empecé a quitar la ropa y allí estaba otra de esas manchas pegajosas. Aún no se había secado: debió despertarse como una hora antes, alrededor de las nueve y media, y decidió empezar el día haciéndose una paja.
»Vi la mancha y esperé para comprobar si me hacía algún efecto. Nada. No eran más que los restos dejados por un hombre con algo de correo y que no tenía a mano ningún buzón donde echarlo, algo que tú y yo hemos visto cien veces antes. Y esa vieja tenía de bruja lo mismo que yo: nada. Quizá estuviera embarazada y quizá no, pero si lo estaba el niño era de Johnny. Nunca me había acostado con ningún otro hombre y podría comerme la leche de aquel hombre hasta que se me saliera por las orejas y eso no cambiaría nada.
»Estaba bastante nublado pero en cuanto pensé eso el sol salió de entre las nubes como si Dios hubiera decidido ponerle punto final al asunto dándome su bendición. No recuerdo haberme sentido tan aliviada en toda mi vida. Me quedé inmóvil dándole gracias a Dios por haber permitido que todo se arreglara y mientras le daba las gracias rasqué todo lo que pude de la sábana y me lo comí.
»Era como si volviese a estar fuera de mi cuerpo y lo observase todo, y una parte de mí decía Lo que estás haciendo es una locura, chica, pero hacerlo con él en la habitación de al lado es todavía peor; podría levantarse en cualquier momento y entrar aquí para usar el cuarto de baño y te vería comiéndote la leche que ha dejado pegada a esa sábana… Este sitio tiene alfombras tan gruesas que no le oirías llegar, y eso sería el final de tu trabajo en Le Palais…, o en cualquier otro gran hotel de Nueva York, muy probablemente. Una chica a la que pillan haciendo algo semejante nunca volverá a trabajar de doncella en esta ciudad, al menos no en ningún hotel medianamente decente.
»Pero lo que yo pensara no cambió nada; seguí comiendo hasta que me harté —o, al menos, hasta que alguna parte de mi ser se quedó satisfecha—, y cuando hube terminado me quedé quieta durante un minuto entero contemplando la sábana que tenía en las manos. Vi la mancha de humedad pero ahora la tela estaba húmeda porque la había estado lamiendo con la lengua, no por otra cosa. Esa otra mancha había desaparecido. No oía ningún ruido de la habitación contigua y me lo imaginé detrás mío, de pie en el umbral, mirándome. Sabía qué cara estaría poniendo. Cuando era joven había una feria ambulante que venía a Babilonia cada mes de agosto y tenía a un hombre —supongo que era un hombre— que actuaba detrás de la carpa principal. Estaba metido en un agujero y había un tipo que soltaba un discurso diciendo que era el eslabón perdido y luego arrojaba una gallina al agujero y el fenómeno le arrancaba la cabeza de un mordisco y se la tragaba. Bradford fue a verle una vez… Bradford era mi hermano mayor, ya sabes, el que murió en un accidente de coche hace veinte años, en Biloxi. Mi padre le dijo que lo lamentaría pero no se lo prohibió porque Brad tenía diecinueve años y ya era todo un hombre. Fue a verle y Kissy y yo esperamos a que volviera para preguntarle cómo era pero cuando vimos la expresión de su cara no nos atrevimos a preguntárselo. Sabíamos que era mejor no hablar de ello, ¿comprendes?
Delores asintió.
—Y yo sabía que el señor Jefferies estaba allí, que había estado allí todo el rato y cuando me diera la vuelta estaría poniendo la misma cara que Brad después de haber visto cómo el fenómeno le arrancaba la cabeza de un mordisco a esa gallina y se la tragaba.
»Me di la vuelta sin soltar la sábana pero no estaba allí. Todo había sido cosa de mi corazón culpable que me había hecho ver su imagen en mi mente. Fui hasta la puerta, miré y vi que seguía en la sala, escribiendo más deprisa que nunca en su cuaderno de hojas amarillas; así que cambié las ropas de la cama y aireé el dormitorio, como siempre, pero era como si otra persona lo estuviera haciendo todo en mi lugar. Volvía a tener aquella sensación de estar detrás de un muro de cristal, sólo que más fuerte que nunca.
»Cogí la ropa sucia y las toallas y las saqué por la puerta del dormitorio, tal y como se supone que debes hacer —lo primero que aprendí cuando entré a trabajar aquí el año 1957 es que nunca, nunca debes sacar la ropa sucia de una suite pasando por la sala—, y luego volví adonde estaba él. Había pensado decirle que limpiaría la sala más tarde, cuando no estuviera trabajando. Pero en cuanto le vi, en cuanto vi lo que hacía…, me llevé tal sorpresa que me quedé de pie en el umbral, mirándole.
»Estaba dando vueltas por la habitación tan deprisa que su pijama de seda amarilla revoloteaba alrededor de sus piernas. Tenía las manos metidas en el pelo y se lo estaba revolviendo en todas direcciones. Parecía uno de esos genios de las matemáticas que salían en los viejos chistes del Saturday Evening Post, y sus ojos estaban un poco desorbitados, como si acabaran de darle un gran susto. Lo primero que pensé fue que debía haber visto lo que hice en el dormitorio y que eso…, bueno, ya sabes…, que le había hecho sentir…
—¿Que le había dado tanto asco que casi se había vuelto loco?
Martha asintió.
—Acabó resultando que eso no tenía nada que ver conmigo. Al menos, él no creía que estuviese relacionado conmigo. Fue la única vez en que me habló para algo que no fuese pedirme más sobres, otra almohada o que ajustara el aire acondicionado. Me habló porque tenía que hablarme. Le había ocurrido algo, algo muy importante y supongo que necesitaba hablar con alguien para no volverse loco.
»—Me va a estallar la cabeza —dijo.
»—Siento oír eso, señor Jefferies —dije yo—. Si quiere puedo traerle unas aspirinas…
»—No —dijo—. No es eso. Es la idea. Es como si hubiera salido a pescar truchas y hubiera enganchado a un pez espada. Me gano la vida escribiendo libros. Historias inventadas.
»—Sí, señor Jefferies —dije yo—. He leído dos de sus libros y me parecieron estupendos.
»—¿De veras? —dijo, mirándome como si pensara que me había vuelto loca—. Bueno, no importa, es muy amable por su parte. Esta mañana me desperté con una idea en la cabeza.
»Sí, señor, estaba pensando yo, tenía una idea en la cabeza, desde luego y no sé qué idea sería pero el caso es que acabó esparcida por toda la sábana. Ahora ya no le queda más idea así que no tiene de qué preocuparse. Y estuve a punto de echarme a reír aunque creo que si lo hubiera hecho él ni tan siquiera se habría dado cuenta.
»—Pedí el desayuno —me dijo, y señaló hacia el carrito del servicio de habitaciones que había junto a la puerta—, y mientras comía seguí pensando en esa pequeña idea. Pensé que quizá pudiera servirme para un relato. Hay una revista…, el New Yorker, ya sabe… Bueno, no importa.
—No tenía ganas de explicarle lo que era el New Yorker a una doncella negra como yo, ¿comprendes?
Delores se rió.
»—Pero cuando hube terminado de desayunar me pareció que podía estirarla lo suficiente para convertirla en una novela corta —siguió diciendo—, y empecé a trabajar en ella…, puliendo algunas ideas…, y ahora… —Dejó escapar una risita estridente—. Creo que llevaba diez años sin tener una idea tan buena. Puede que nunca la haya tenido. ¿Cree posible que dos mellizos —fraternos, no idénticos—, acaben peleando en bandos opuestos durante la segunda guerra mundial?
—Bueno, en el Pacífico quizá no —dije yo—. Creo que en cualquier otro momento no habría tenido el valor suficiente para responderle, Delores…, me habría quedado en silencio contemplándole boquiabierta, pero seguía teniendo la sensación de estar rodeada por un muro de cristal, o como si hubiera ido al dentista y me hubiera administrado un poco de óxido nitroso y aún no se me hubieran pasado todos los efectos.
»Él se rió como si eso fuera lo más divertido que había oído en su vida.
»—No, allí no —dijo—. En el teatro de operaciones europeo… Y se encontrarían durante la batalla de las Ardenas.
»—Bueno, supongo que eso podría ser… —empecé a decir pero él ya estaba dando vueltas y más vueltas por la habitación, moviéndose muy deprisa y pasándose las manos por el pelo, dejándoselo cada vez más y más enmarañado.
»—Ya sé que parece un melodrama salido del Circuito Orfeo —dijo—, una tontería rebuscada del estilo Armadale pero el concepto de los mellizos…, y podría ser explicado de una forma racional… Estoy viendo cómo… —Se volvió bruscamente hacia mí—. ¿Tendría impacto dramático?
»—Sí, señor, a todo el mundo le gustan las historias sobre hermanos que no saben que son hermanos, especialmente en el caso de los mellizos —dije yo.
»—Sí, claro que les gustan. Y le diré otra cosa…
Se calló y vi como en su rostro aparecía la expresión más extraña que te puedas imaginar. Era una expresión extraña pero yo pude descifrarla sin ningún problema. Era como si se hubiera despertado para descubrir que estaba haciendo una tontería, como el hombre que se ha cubierto la cara con crema de afeitar y se da cuenta de que está usando la maquinilla eléctrica. Estaba hablando con una doncella negra del hotel sobre lo que quizá era la mejor idea que había tenido en toda su vida…, una doncella negra del hotel cuya idea de una buena historia probablemente sería Al filo de la noche o Buscando el mañana. Ya no se acordaba de que yo había leído dos libros suyos…
—O quizá pensara que no era más que una mentira para que se sintiera halagado y conseguir que te diera una propina mayor —murmuró Delores.
—Sí, quizá pensara eso. Tanto da: la expresión decía muy claramente lo que pensaba, y eso es todo.
»—Creo que voy a quedarme más tiempo del que tenía previsto —me dijo—. Comuníqueselo a recepción, ¿quiere? —Giró sobre sí mismo, se puso a caminar por la habitación y su pierna chocó con el carrito del desayuno—. Y llévese esto de aquí, haga el favor.
»—¿Quiere que vuelva más tarde y…? —empecé a decir yo.
»—Sí, sí, sí —dijo él—, vuelva más tarde y haga lo que le dé la gana. Ahora, sea una buena chica, coja ese carrito y desaparezca.
»Eso hice y te juro que nunca he sentido un alivio más grande que cuando oí cerrarse la puerta de la sala a mi espalda. Dejé el carrito del servicio de habitaciones pegado a la pared. Había tomado zumo de naranja, huevos revueltos y bacón. Me dispuse a marcharme y entonces vi que en su plato también había un hongo: lo había dejado a un lado junto con un trocito de bacón y los restos de huevo revuelto. Lo miré y fue como si una luz se encendiera en mi cabeza. Recordé el hongo que ella me había dado, el hongo de la vieja mamá Delorme metido en su cajita de plástico… Lo recordé por primera vez desde aquel día. Recordé cómo lo había llevado a casa, que lo encontré en el bolsillo de mi traje y dónde lo acabé guardando. El hongo de su plato tenía el mismo aspecto: viejo, arrugado y algo reseco, como si fuera un hongo venenoso en vez de un champiñón, y un hongo venenoso capaz de ponerte muy enfermo.
Miró a Delores sin parpadear.
—Se había comido una parte. Más de la mitad, diría yo.
17
—El señor Buckley estaba en recepción aquel día y le dije que el señor Jefferies planeaba prolongar su estancia. El señor Buckley dijo que no creía que fuera a haber ningún problema, aunque el señor Jefferies había dicho que se marcharía al día siguiente.
»Bajé a la cocina y hablé con Bedelía Aaronson —murió el año pasado, y que Dios haya acogido su alma de santa—, y le pregunté si había visto algo que se saliera de lo corriente aquella mañana. Bedelia me preguntó que a qué me refería y yo le dije que realmente no lo sabía. “¿Por qué me preguntas eso, Marty?”, me dijo y yo le respondí que prefería no decírselo. Me dijo que ese día no había visto a nadie de fuera, ni tan siquiera al hombre encargado de traemos las provisiones, que estaba intentando conseguir una cita con la chica que se ocupaba de hacer los pedidos.
»—A menos que te refieras a esa vieja señora negra —dijo cuando ya iba a marcharme—, la que se perdió buscando el lavabo.
»Me di la vuelta y le pregunté de qué vieja señora negra estaba hablando.
»—Bueno —dijo Bedelia—, supongo que debía venir de la calle y andaba buscando el lavabo. Ocurre una o dos veces al día. No se atreven a preguntar dónde está porque la gente del hotel tanto puede indicarles la dirección del lavabo como la puerta de salida. Probablemente bajó las escaleras, torció a la izquierda en vez de a la derecha, acabó llegando aquí y… —Me miró y no llegó a terminar la frase—. Martha, ¿te encuentras bien? ¡Por tu cara parece como si fueras a desmayarte!
»—No voy a desmayarme —le dije—. ¿Y qué hizo?
»—Oh, nada. Ir de un lado para otro mirando los carritos del desayuno como si no supiera donde estaba —dijo ella—. ¡Pobrecita! Lo menos tenía ochenta años, si no más, y estaba tan delgada que daba la impresión de que una buena ráfaga de viento se la llevaría volando al cielo como si fuese una cometa… Martha, ven aquí y siéntate. Pareces el retrato de Donan Gray que salía en esa película.
»—¿Qué aspecto tenía?
»—Ya te he dicho qué aspecto tenía. Era una anciana. Lo único que recuerdo es que tenía una cicatriz horrible…, le subía por la nariz y por la frente y acababa desapareciendo en su cabello. Parecía…
»Pero no oí nada más porque entonces fue cuando me desmayé: me caí justo encima del cuenco con ensalada del chef que Bedelia estaba preparando para el mediodía.
18
—Me dejaron salir un poco antes y apenas llegué a casa empecé a tener ganas de escupir y de beber mucha agua, y si lo hubiese hecho supongo que habría acabado otra vez en el lavabo, vomitando hasta echar las entrañas, pero lo que hice fue quedarme sentada junto a la ventana, contemplando la calle y tuve una conversación conmigo misma.
»Lo que me había hecho no era sólo hipnosis…, estaba segura de eso. Era algo más poderoso. Aún no estaba segura de si creía en la brujería o no pero no cabía duda de que ella me había hecho algo y fuera lo que fuese tendría que seguir adelante con ello. No podía dejar mi trabajo, no con un hombre que estaba demostrando no valer nada y con muchas probabilidades de tener un bebé en camino. Ni tan siquiera podía pedir que me cambiaran a otro piso. Uno o dos años antes podría haberlo pedido pero sabía que estaban hablando sobre la posibilidad de hacerme encargada de los pisos diez al doce y eso significaba un aumento de sueldo. Más aún, significaba que era muy probable que volvieran a darme el empleo en cuanto hubiera tenido al bebé.
»Mi madre solía decir: Si no lo puedes curar te has de aguantar. Pensé en hacerle otra visita a esa abuela negra y pedirle que me quitara el hechizo o lo que fuera, pero sabía que no estaría dispuesta a hacerlo: mamá Delorme había decidido que lo que estaba haciendo era lo mejor para mí y si hay una cosa que he aprendido abriéndome paso por este mundo, Delores, es que si a alguien se le ha metido en la cabeza que te está haciendo un favor nunca podrás conseguir que cambie de opinión.
»Me quedé sentada junto a la ventana pensando en todo eso y contemplando la calle repleta de gente que iba y venía, y acabé quedándome adormilada. No pudo ser mucho más de quince minutos pero cuando me desperté había otra cosa de la que estaba segura. Esa vieja quería que me comiera su leche y si el señor Jefferies volvía a Birmingham yo no podría hacerlo, así que se coló en la cocina y puso ese hongo en la bandeja de su desayuno, él se comió un trozo y el hongo le dio la idea. Por si te interesa, la idea acabó convirtiéndose en un libro: se llamó Chicos en la niebla. Trataba de lo que me contó ese día, unos mellizos que se encontraban en la batalla de las Ardenas: uno era un soldado norteamericano y el otro un soldado alemán. A los críticos no les gustó tanto como Llama del cielo, pero a la gente que compra libros sí debió de gustarle porque fue el mayor éxito de ventas de toda su carrera.
Hizo una pausa.
—Lo leí en su esquela —añadió.
19
—Se quedó una semana más. Yo entraba cada día en la suite y me lo encontraba sentado ante el escritorio de la sala, escribiendo en uno de sus cuadernos de hojas amarillas con el pijama puesto. Le preguntaba si quería que volviera más tarde y él me decía que adelante, que hiciera el dormitorio pero que no armase jaleo. Cuando me hablaba jamás levantaba la vista de la página que estaba escribiendo. Yo entraba cada día diciéndome que esta vez no lo haría y cada día acababa haciendo lo mismo. No era como si luchase contra una…, ¿cómo lo llamarías? Una compulsión. No, era como pasarse un minuto parpadeando y cuando acababas descubrías que ya lo habías hecho. O que estabas haciéndolo. Él nunca entró en el dormitorio y la mancha siempre estaba en la sábana, todavía un poco húmeda, como si se despertara a la misma hora cada mañana y se corriera justo en el mismo minuto. No me cabía duda de que así era y sigo estando segura de que así ocurrió. El sufría mi pequeño malestar de las mañanas y yo me tragaba sus sudores nocturnos.
»De noche empezaba a pensar en lo que estaba haciendo y me ponía a escupir y a beber agua y acababa yendo al lavabo y vomitaba una o dos veces. La señora Parker acabó preocupándose tanto que le dije que era porque estaba embarazada, pero le pedí que no se lo dijera a Johnny porque no estaba muy segura de cómo iba a tomárselo.
»Johnny Rosewall era un hijo de puta que sólo pensaba en sí mismo pero creo que si no hubiera tenido otras cosas de qué ocuparse hasta él se habría dado cuenta de que me pasaba algo: él y un par de esos amigotes suyos que no servían para nada estaban planeando atracar una licorería. No le quedaba tiempo libre ni para darme palizas. A esas alturas ya estaba convencida de que debía abandonarle pero no tenía las fuerzas suficientes para hacerlo. Era como si viviera detrás de ese muro de cristal, o eso me parecía a mí.
»Una mañana entré en la 1163 y el señor Jefferies ya no estaba allí. Había hecho el equipaje y volvió a Alabama para trabajar en su libro y pensar en su guerra. ¡Oh, Delores, no sabría explicarte qué feliz me sentí! Sentí lo mismo que debió sentir Lázaro cuando descubrió que iba a tener una segunda oportunidad de jugar en el partido. Me pareció que todo podía acabar bien, como en una novela…, le diría a Johnny que iba a tener un bebé y él cambiaría de vida, abandonaría la droga y se buscaría un empleo. Sería un buen esposo para mí y un buen padre para su hijo… Ya estaba segura de que iba a ser un chico.
»Entré en el dormitorio de la suite y vi la ropa de la cama hecha un lío como siempre que se alojaba allí, con las mantas tiradas al suelo y la sábana formando una bola. Fui hacia la cama teniendo la sensación de que volvía a soñar y cogí la sábana. Bueno, de acuerdo, si tengo que hacerlo…, pensé. Pero es la última vez.
»Pero resultó que la última vez había sido la anterior. La sábana estaba limpia y dado que te he contado todo esto supongo que también puedo ser sincera y contarte otra cosa: una parte de mi ser casi se llevó una decepción.
»Se acabó. Fuera cual fuese el hechizo que esa vieja bruja había arrojado sobre mí —y sobre el escritor—, se había terminado. Me alegro, pensé. Tendré el bebé y él tendrá su libro y nos habremos librado de todo esto. Y mientras Johnny sepa ser un buen padre para mi niño tanto me da el que haya padres naturales o el que no existan.
20
—Se lo solté esa misma noche —dijo y con voz seca añadió—: Creo que ya te he contado que la idea de que iba a convertirse en papá no le complació demasiado.
—Te golpeó con el mango de una escoba e intentó hacerte perder el bebé —dijo Delores.
—Sí. Me pegó más de una vez. Debió pegarme como unas cinco veces y luego se quedó quieto, mirándome mientras yo lloraba en el rincón y me gritó «¿Qué te ocurre, mujer, estás loca o qué? ¡No vamos a tener ningún crío! ¡No vamos a tener ningún maldito crío! ¡Creo que has perdido la cabeza!». Después se dio la vuelta y se marchó.
»Me quedé tumbada en el suelo durante un rato, acordándome del primer aborto y muerta de miedo pensando en que pronto empezaría a sentir los dolores y tendría otro. Pensé en la carta de mi mamá diciéndome que debía dejarle antes de que me mandara al hospital, y en Kissy enviándome ese billete de la Greyhound con VETE AHORA MISMO escrito en el sobre, y cuando estuve bien segura de que no iba a perder el bebé me levanté para hacer la maleta y salir de allí a toda velocidad…, no esperaría ni un minuto más, me marcharía antes de que Johnny volviera. Pero apenas abrí la puerta del armario volví a pensar en mamá Deforme. Recordé haberle dicho que abandonaría a Johnny y lo que ella me dijo: «Es él quien va a dejarte a ti. Le verás partir y tú seguirás aquí. Tendrás un poco de dinero. Pensarás que te ha dejado un bebé pero no será así».
»Era como si estuviese allí mismo, diciéndome lo que debía buscar y lo que debía hacer. Hurgué en el armario, sí, pero ahora ya no quería mi ropa. Empecé a buscar en la suya y encontré un par de cosas en esa misma maldita chaqueta donde había encontrado la botella de Angel Blanco. Esa chaqueta era su favorita y supongo que realmente decía todo lo que uno necesitaba saber sobre Johnny Rosewall. Era de un púrpura brillante, de esos colores que sólo un negro puede ponerse. Yo la odiaba. Esta vez no encontré ninguna botella de droga. En un bolsillo había una navaja y en el otro la pistola barata que había comprado no sé dónde para el atraco a la licorería que él y sus amigos habían planeado. Cogí la pistola, la miré y sentí lo mismo que había sentido cuando estaba en el dormitorio del señor Jefferies…, como si estuviera haciendo algo recién despertada de un sueño muy profundo.
»Fui a la cocina con la pistola en la mano y la dejé sobre la alacena que había junto a los fogones. Abrí el armarito de arriba y busqué por detrás de las especias y la caja del té. Al principio no pude encontrar lo que me había dado y sentí un pánico terrible, como si me ahogara…, era ese tipo de miedo que sientes en los sueños. Entonces mis dedos encontraron la cajita de plástico y la puse sobre la alacena.
»La abrí y saqué el hongo. Era asqueroso: pesaba demasiado para su tamaño y estaba caliente, Delores. Era como tener en la mano un pedazo de carne que aún no se ha muerto del todo. ¿Recuerdas eso que hice una y otra vez en el dormitorio del señor Jefferies, esa cosa tan repugnante? Bueno, pues te aseguro que preferiría hacer eso doscientas veces antes que volver a coger ese hongo una sola vez.
»Lo sostuve en mi mano derecha y cogí la pistolita del 32 con la izquierda. Cerré los dedos de la mano derecha lo más fuerte que pude y sentí cómo el hongo se hacía pedazos dentro de mi puño y el ruido que hizo fue como si…, bueno, ya sé que resulta casi imposible de creer pero me pareció como si gritara. ¿Crees que eso es posible?
Delores meneó lentamente la cabeza. De hecho, no sabía si lo creía o no pero de una cosa sí estaba absolutamente segura: no quería creerlo.
—Bueno, yo tampoco lo creo pero me lo pareció. Y hay otra cosa que no creerás pero que yo sí creo porque la vi: sangró. Ese hongo sangró. Vi un hilillo de sangre escurriéndose por entre mis dedos y cayendo sobre el arma, pero la sangre desapareció nada más tocar el cañón.
»Pasados unos segundos ya sólo caían gotitas y luego nada. Abrí la mano esperando verla llena de sangre pero no había más que ese hongo todo aplastado con las huellas de mis dedos en él. No había sangre: ni en el hongo ni en mi mano o en la pistola de Johnny…, no había sangre por ninguna parte y entonces empecé a pensar que debía haberlo soñado y el hongo se retorció en mi mano y durante una fracción de segundo dejó de parecer un hongo…, ahora parecía un pene diminuto que tuviera vida propia. Pensé en la sangre que había resbalado por entre mis dedos cuando lo apreté y pensé en lo que me había dicho la vieja: «Cuando una mujer tiene un niño es porque ese niño ha salido disparado por el rabo de un hombre». El hongo volvió a moverse…, te aseguro que lo vi, Delores, y yo solté un grito y lo tiré a la basura. Entonces oí a Johnny subiendo por la escalera, volví al dormitorio y metí la pistola en el bolsillo de su chaqueta. Me metí en la cama con toda la ropa puesta, sin quitarme ni los zapatos, y me subí la manta hasta el mentón. Johnny entró en la habitación y me di cuenta de que estaba borracho, flipado o las dos cosas a la vez y eso quería decir que habría jaleo. Tenía un sacudidor de alfombras. No sé de dónde lo había sacado pero sabía lo que pensaba hacer con él.
»—No habrá bebé, mujer —me dijo—. Ven aquí.
»—No —le dije—, no habrá ningún bebé. Deja eso. No lo necesitas. Ya te has ocupado del bebé, cabrón asqueroso.
»Sabía que llamarle eso era bastante arriesgado; podía enfurecerle lo suficiente para que volviera a pegarme pero pensé que quizá hiciera que me creyese…, y me creyó. En vez de venir hacia la cama y darme una paliza se quedó quieto y vi cómo una gran sonrisa de flipado iba iluminándole toda la cara. Te aseguro que nunca le odié tanto como en ese momento.
»—¿Se ha ido? —preguntó.
»—Sí, se ha ido —le dije.
»—¿Dónde? —me preguntó.
»—En el lavabo del pasillo —le dije—. ¿Dónde si no?
»Vino hacia mí e intentó besarme, por el amor de Dios… ¡Besarme! Aparté la cara y sus labios acabaron en mi nuca pero apenas si los sentí.
»—Pronto te darás cuenta de que tenía razón —me dijo—. Luego tendremos tiempo más que suficiente para hacer crios.
»Se marchó del apartamento. Dos noches después él y sus amigos intentaron atracar esa licorería y la pistola le estalló en la cara y le mató.
—Crees que embrujaste esa pistola, ¿verdad? —le preguntó Delores.
—No —respondió Martha con mucha calma—. Creo que fue ella quien la embrujó. Se limitó a utilizarme. Se dio cuenta de que yo no era capaz de hacer nada para salvarme y me obligó a hacerlo.
—Pero tú crees que la pistola estaba embrujada.
—No —repitió Martha y sonrió con una fría e inquietante sonrisa en la que había la más absoluta certidumbre—. No creo que estuviera embrujada; sé que lo estaba.
21
—Y ése es el final —dijo Martha encogiéndose de hombros—. Johnny murió y yo di a luz a Pete. No descubrí la cantidad de amigos que tenía hasta que estuve demasiado embarazada para ir a trabajar. Si lo hubiera sabido creo que le habría dejado antes.
—Pero aún falta algo, ¿verdad? —le preguntó Delores.
—Bueno, aún quedan dos cosas más —dijo ella—. Cosas no demasiado importantes… —Pero a juzgar por su expresión Delores pensó que para ella no debían ser tan poco importantes—. Volví al apartamento de mamá Delorme unos cuatro meses después de que Pete hubiera nacido. No quería hacerlo pero volví. Llevaba conmigo veinte dólares metidos dentro de un sobre. No podía permitírmelo pero sabía que debía darle ese dinero, que le pertenecía y no me preguntes por qué… Todo estaba muy oscuro. La escalera parecía todavía más angosta que antes y cuanto más subía más sentía su olor y los olores de su casa. Velas quemadas, papel de pared reseco y el olor a canela de su té…
»Volví a tener esa sensación por última vez…, la sensación de estar haciendo algo en un sueño. Fui hacia la puerta y llamé. No hubo respuesta, así que volví a llamar. Seguí sin obtener respuesta y acabé poniéndome de rodillas para pasar el sobre por debajo de la puerta. Y su voz me llegó desde el otro lado, allí mismo, como si ella también estuviera arrodillada. Esa vieja voz cascada salió por el resquicio de la puerta: era como oír una voz que sale de una tumba cerrada y te juro que me dio el mayor susto de mi vida.
»—Va a ser un buen chico —me dijo—. Será igual que su padre. Igual que su padre natural.
»—Le he traído algo —dije yo, y apenas si podía oír mi propia voz.
»—Pásalo por debajo de la puerta, querida —murmuró. Metí la mitad del sobre por el resquicio y ella tiró de él hasta hacerlo entrar del todo. Oí cómo lo abría y esperé. Eso fue todo lo que hice, esperar—. Es suficiente —murmuró—. Sal de aquí, querida y no vuelvas nunca más a casa de mamá Delorme, ¿me has entendido?
»Me puse en pie y salí de allí lo más deprisa que pude.
22
Martha se levantó, fue hasta los estantes de la biblioteca y volvió un instante después con un libro encuadernado en tela. Nada más verlo Delores notó lo parecidos que eran el dibujo de esta cubierta y el dibujo que había en la cubierta del libro escrito por Peter Rosewall. Este libro era Llama del cielo, por Peter Jefferies, y la cubierta mostraba a dos soldados de infantería atacando una fortificación enemiga. Uno de ellos llevaba una granada en la mano; el otro disparaba su M-1.
Martha hurgó en su bolsa de lona azul, sacó el libro de su hijo, le quitó el papel de seda en que estaba envuelto y lo colocó con mucha ternura junto al libro de Jefferies. Llama del cielo; Llama de gloria. Verlos el uno al lado del otro hacía que las semejanzas resultaran imposibles de pasar por alto.
—Ésta era la otra cosa —dijo Martha.
—Sí —dijo Delores no muy convencida—. Se parecen mucho. Pero sigo pensando que es imposible…
—No —dijo Martha—. No me refiero a eso.
Cogió la novela de Jefferies. La contempló con expresión pensativa durante un par de segundos y miró a Delores.
—Compré este libro un año después de que naciera mi hijo —le explicó—. Aún estaba disponible, aunque el librero tuvo que pedírselo al editor. Cuando el señor Jefferies volvió a visitarnos hice acopio de valor y le pregunté si quería firmarme el ejemplar. Pensé que quizá se enfadara pero creo que hasta se sintió un poco halagado. Mira esto.
Pasó a la página donde estaba la dedicatoria de Llama del cielo.
Delores leyó el texto impreso en la página y sintió una especie de extraño desdoblamiento mental. Este libro está dedicado a mi madre, ALTHEA DIXMONT JEFFERIES, la mujer más maravillosa que jamás haya conocido. Y debajo de eso Jefferies había escrito «Para Martha Rosewall, que limpia lo que dejo y nunca se queja». La tinta negra de la estilográfica que había utilizado ya empezaba a volverse un poco borrosa. Debajo había puesto su firma y había garrapateado «Agosto de 1960».
Al principio la dedicatoria le pareció un poco despectiva…, después le pareció más bien extraña. Pero Martha abrió el libro escrito por su hijo antes de que pudiera seguir pensando en ello, buscó la página de la dedicatoria y colocó el libro junto a la novela de Jefferies. Delores volvió a leer el texto impreso: Este libro está dedicado a mi madre, MARTHA ROSEWALL. Mamá, de no ser por ti jamás lo habría conseguido. Debajo, escrito con lo que parecía una estilográfica de plumín fino, se leía: ¡Realmente, de no ser por ti jamás lo habría conseguido! Te quiere, Pete.
Pero no llegó a leer el texto; se limitó a mirarlo. Sus ojos fueron de un lado para otro, una y otra vez, pasando de la página con la dedicatoria escrita en agosto de 1960 a la página con la dedicatoria escrita en abril de 1985.
—¿Ves? —le preguntó Martha en voz baja.
Delores asintió. Sí, lo veía.
La letra de rasgos finos y algo angulosos era exactamente la misma en los dos libros, y casi podía decirse lo mismo de las firmas.
La única diferencia estaba en las fechas y los apellidos.