Playeras
John Tell llevaba poco más de un mes trabajando en los Estudios Tabori cuando se fijó por primera vez en las playeras. Los Estudios Tabori se encontraban en un edificio que en tiempos había sido llamado Ciudad de la Música, pero ahora ya no era gran cosa.
Las playeras eran blancas o lo habían sido cuando eran nuevas. Por su aspecto llevaban mucho tiempo en danza. Eso fue lo único que captó de ellas entonces: no eran más que dos playeras viejas visibles bajo la puerta del primer retrete del lavabo para hombres del tercer piso. Tell pasó de largo ante ellas y se metió en el tercer y último retrete. Salió de él unos minutos después, se lavó las manos, se las secó, se peinó y volvió al Estudio F, donde Paul Janning, el hombre que le había dado trabajo —y que quizá fuera el primer amigo que Tell había conseguido en toda su vida—, estaba haciendo las mezclas para el álbum de un conjunto heavy llamado los Dead Beats.
Janning era un productor especializado en rock que gozaba de cierta fama y Tell le conoció en una fiesta celebrada después del estreno de una película que recogía la filmación de un concierto. Compartían unos cuantos conocidos comunes y empezaron a hablar. Tell, que normalmente tenía problemas para mantener una conversación, descubrió que era capaz de hablarle con naturalidad y sin perder la calma. Janning le pidió su número de teléfono y unos días después le llamó para preguntarle si le gustaría formar parte del equipo de tres hombres que se encargaría de hacer las mezclas para el primer álbum de los Dead Beats.
—No sé si realmente es posible conseguir que una mona se vista de seda y deje de parecer una mona —le había dicho Janning—, pero dado que es la Atlantic quien paga las facturas, ¿por qué no intentarlo?
Tell volvió a ver las playeras aproximadamente una semana después de haberlas visto por primera vez. Se dio cuenta de que eran las mismas porque estaban en el mismo sitio: asomando bajo la puerta del primer retrete del lavabo del tercer piso. Blancas —al menos, hubo un tiempo en el que lo fueron—, con suciedad acumulada en las grietas y hendiduras del material. Se fijó en que había un ojal sin cordón. El tipo de las playeras se había atado mal los cordones de una. «No debías tener los ojos del todo abiertos cuando hiciste eso, amigo», pensó Tell, y fue hasta el tercer retrete (que, sin estar muy seguro del porqué, consideraba era «su» retrete).
Cuando salió le echó un vistazo a las playeras y vio algo extraño: había una mosca muerta sobre una de ellas.
Volvió al Estudio F y vio que Janning estaba sentado ante la mesa de mezclas con la cabeza apoyada en las manos.
—Paul, ¿te encuentras bien? —le preguntó Tell.
—No.
—¿Algún problema?
—Yo. Yo soy el problema.
—¿De qué estás hablando?
Tell miró a su alrededor buscando a Georgie Ronkler y no le vio por ninguna parte. No le sorprendió. Janning sufría fugas periódicas y Georgie se esfumaba nada más notar que una de esas fugas estaba cerca. Afirmaba que su karma no le permitía tratar con emociones fuertes. «Soy capaz de llorar en la inauguración de un supermercado», decía Georgie.
—No puedes conseguir que una mona se vista de seda y deje de parecer una mona —dijo Janning con voz átona. Señaló con la mano hacia el cristal que había entre la sala de mezclas y el estudio—. Al menos, no con esa mona de ahí.
—No son tan malos —opinó Tell, sabiendo que decía la verdad: eran peores.
Los Dead Beats —cuatro bastardos estúpidos y una zorra igualmente estúpida— eran personalmente repulsivos y profesionalmente incompetentes.
—Jódete —dijo Janning.
—Dios, no aguanto a la gente que pierde el control —protestó Tell. Janning alzó los ojos hacia él y se rió. Un segundo después los dos se estaban riendo.
Acabaron de mezclar el álbum una semana después. Tell habló con Janning para pedirle una recomendación y una cinta.
—De acuerdo, pero ya sabes que no puedes dejarle oír la cinta a nadie hasta que salga el álbum —dijo Janning.
—Lo sé.
—Y en cuanto a qué razón puedes tener para querer que alguien oiga esa cinta… Bueno, eso se me escapa. Estos tipos hacen que los Dead Kennedys parezcan los Beatles.
—Vamos, Paul… Al menos se acabó, ¿no?
Janning sonrió.
—Sí. Ya es algo. Y si vuelvo a trabajar en este negocio te llamaré.
—Sería estupendo.
Se dieron la mano. Tell salió del edificio que en tiempos había sido conocido como Ciudad de la Música y no volvió a pensar ni una sola vez en las playeras que asomaban por debajo de la puerta del primer retrete.
Janning, que llevaba veinte años en el negocio, le dijo en una ocasión que cuando se trataba de mezclar bop (nunca lo llamaba rock and roll, sólo bop) o eras una mierda o eras Superman. Durante el mes siguiente a la grabación del álbum de los Beats Tell fue una mierda. No consiguió ningún trabajo. Empezó a preocuparse por el alquiler. Estuvo a punto de llamar a Janning en dos ocasiones, pero algo en su interior le dijo que eso sería un error.
Y entonces, hacia finales de mayo, el encargado de grabar la música para una película titulada Los karatekas masacradores murió de una coronaria y Tell consiguió dos semanas de trabajo en el edificio Brill (que en tiempos había sido llamado Tin Pan Alley[6] para encargarse de terminar las mezclas. Casi toda la música estaba sacada de la biblioteca de temas que ya no pagaban derechos legales —también había unos cuantos tañidos de sitar—, pero le serviría para pagar el alquiler. Al día siguiente de haber terminado con ese trabajo entró en su apartamento, oyó sonar el teléfono y Paul Janning le preguntó si había leído la revista Billboard últimamente.
Tell le dijo que no.
—Ha llegado al número setenta y nueve. —Janning logró que su voz sonara simultáneamente disgustada, divertida y sorprendida—. Como una bala.
—¿El qué ha llegado al número setenta y nueve? —preguntó, y lo supo tan pronto como las palabras hubieron salido de su boca.
—«Zambulléndose en la basura».
Era el título de un tema del álbum de los Dead Beats, Dale hasta que se muera, el único que tanto a Tell como a Janning les parecía remotamente merecedor de ser editado en single.
—¡Mierda!
—Totalmente de acuerdo, pero creo que llegará a los diez primeros puestos. Y eso quiere decir que probablemente el álbum también acabará llegando allí. Una mierda de perro chapada de platino sigue siendo una mierda de perro, pero una buena referencia sigue siendo una buena referencia, ¿tengo razón o no?
—Desde luego que la tienes —asintió Tell.
Abrió el cajón de su cómoda para asegurarse de que la cinta de los Dead Beats seguía allí. No la había oído desde que Janning se la dio el último día de las mezclas.
—Bueno, ¿qué haces?
—Busco trabajo.
—¿Quieres volver a trabajar conmigo? El nuevo álbum de Daltrey. Empezaremos dentro de dos semanas.
—¡Cristo, claro que sí!
El dinero le iría muy bien pero era algo más que eso; después de haber trabajado con los Dead Beats y haberse pasado dos semanas con Los karatekas masacradores trabajar con Roger Daltrey sería como entrar en un local caliente durante una noche helada. Daltrey quizá acabara resultando ser un completo capullo, pero al menos sabía cantar. Y volver a trabajar con Janning sería estupendo.
—¿Dónde?
—En el mismo sitio. Los Tabori.
—Allí estaré.
Roger Daltrey no sólo sabía cantar sino que además resultó ser un tipo bastante soportable. Tell pensó que las siguientes tres o cuatro semanas no iban a estar nada mal. Tenía un trabajo, su nombre figuraba en los créditos de un álbum que había llegado al número cuarenta y uno de las listas de Billboard (y Zambulléndose en la basura estaba en el número diecisiete y seguía subiendo) y, por primera vez en los cuatro años transcurridos desde que llegó a Nueva York procedente de Pennsylvania, no necesitaba preocuparse por cómo pagaría el alquiler.
Estaban en el mes de junio: las chicas llevaban faldita corta, los árboles se habían cubierto de hojas y el mundo parecía un lugar muy agradable donde vivir. Durante su primer día del nuevo trabajo con Paul Janning, Tell estuvo de muy buen humor hasta aproximadamente la una cuarenta y cinco, hora a la que entró en los lavabos del tercer piso, vio las mismas playeras blancas asomando bajo la puerta del primer retrete y sintió como toda su alegría de estar vivo se esfumaba.
No son las mismas.
Pero sí lo eran. Aquel ojal sin cordón era la seña de identidad más clara de todas y aun dejando aparte eso todo lo demás era igual. Exactamente igual, y eso incluía su posición.
La única diferencia era que ahora había más moscas muertas a su alrededor.
Tell fue lentamente hacia el tercer retrete, «su» retrete, se bajó los pantalones y se sentó en la taza. No le sorprendió descubrir que el impulso que le había traído hasta aquí se había esfumado por completo. Se quedó sentado en la taza y aguzó el oído para ver si captaba algún sonido. Roces de algo moviéndose, el crujido de un periódico, quizá un leve gruñido de esfuerzo… Diablos, hasta un pedo serviría.
Nada.
«Eso es porque no hay nadie más en todo el lavabo —pensó Tell—. Salvo el muerto del primer retrete, claro está…».
La puerta del lavabo golpeó secamente la pared. Tell estuvo a punto de gritar.
Alguien fue canturreando hasta los urinarios. Nada más oírle Tell pensó en una posible explicación a todo aquello y se relajó. La explicación era tan sencilla que resultaba absurda… e, indudablemente, era la explicación correcta. Le echó una ojeada a su reloj: la 1 y 47 minutos.
«Un hombre de costumbres regulares es un hombre feliz», solía decir su padre. El padre de Tell había sido un hombre taciturno y ése (junto con «Lávate las manos y deja limpio el plato») era uno de sus pocos aforismos. Si era cierto eso de que las costumbres regulares daban la felicidad, Tell suponía que su padre fue un hombre feliz. Y si eras un hombre de costumbres regulares, Tell suponía que esa necesidad debía presentarse a la misma hora cada día…, al menos, así le ocurría a él. El tipo de las playeras funcionaba de la misma forma, eso era todo, y las playeras siempre estaban bajo la puerta del primer retrete porque ése era «su» retrete, igual que el número tres era el retrete de Tell.
«Si tuvieras que pasar ante los retretes para llegar hasta los urinarios habrías visto ese retrete vacío montones de veces, y en otras ocasiones habrías visto zapatos distintos asomando por debajo de la puerta. ¿Y qué posibilidades hay de que un cadáver metido en el retrete de un edificio de oficinas no sea descubierto durante…?».
Intentó recordar cuándo había estado allí por última vez.
«¿… durante nueve semanas, semana más, semana menos?».
La respuesta a esa pregunta era que no había ninguna posibilidad de ello. Podía creer que los conserjes no se tomaban demasiado en serio la tarea de limpiar los retretes —todas esas moscas muertas…—, pero tenían que comprobar el suministro de papel higiénico cada día o cada dos días, ¿no? Y aun dejando aparte todo eso los muertos empezaban a oler pasado un tiempo, ¿no? Bien sabía Dios que éste no era el lugar más perfumado del planeta —y después de que hubiera sido visitado por el gordo de Música Janus que trabajaba al final del pasillo resultaba casi inhabitable—, pero estaba seguro de que la pestilencia de un cadáver sería distinta.
«¿Cómo lo sabes? ¿Has olido alguna vez un cadáver en descomposición?».
No, pero estaba bastante seguro de que sabría reconocer el olor. La lógica era la lógica, la regularidad era la regularidad y eso era iodo. Aquel tipo debía ser un chupatintas de la Janus o un escritor que trabajaba para Tarjetas Con Chispa, los de la otra punta del piso.
¡Las rosas son rojas y las violetas azules!
¡Pensaste que estaba muerto pero me arden los cables!
¡Oh, chica, tú has hecho sonar mi bombo y yo tus timbales!
«Eso apesta», pensó Tell, y dejó escapar una risita un tanto salvaje.
El tipo que había abierto la puerta con tanto ímpetu, sorprendiéndole de tal forma que casi logró hacerle gritar, debía estar en la hilera de piletas.
El chapoteo espumoso que hacía lavándose las manos se detuvo durante una fracción de segundo. Tell se lo imaginó escuchando, preguntándose quién sería el tipo que estaba riéndose tras la puerta de un retrete, preguntándose si sería una broma, si estaría viendo alguna foto guarra o si, sencillamente, estaría loco. Después de todo, en Nueva York había montones de locos. Los veías continuamente, hablando consigo mismos y riéndose sin que hubiera ninguna razón para ello…, tal y como Tell acababa de hacer ahora mismo.
Tell intentó imaginarse al tipo de las playeras escuchando y no lo consiguió.
Y, de repente, dejó de tener ganas de reír.
De repente, sintió un terrible deseo de salir de allí.
Pero no quería ser visto por el hombre que estaba lavándose las manos. El hombre le miraría. Sólo durante un segundo, cierto, pero eso bastaría para permitirle saber lo que estaba pensando. La gente que se ríe dentro del retrete no es muy digna de confianza.
El click-clack de unos zapatos sobre las viejas baldosas de porcelana. El booom de la puerta al abrirse, y el hisshh, al volver lentamente a su posición de cerrada. Podías abrirla dando un portazo pero el mecanismo neumático del quicio impedía dar un golpe al cerrarla. Eso habría podido poner nervioso al recepcionista del tercer piso, que estaba sentado en su sitio fumando Camel y leyendo el último número de Krrang!
¡Dios, qué silencioso está esto! ¿Por qué no se mueve?
Pero no había nada que oír, sólo el silencio, espeso, suave y total, la clase de silencio que los muertos oirían dentro de sus ataúdes si todavía pudieran oír algo, y Tell volvió a tener la seguridad de que el tipo de las playeras estaba muerto. Al cuerno la lógica, estaba muerto y llevaba muerto desde sólo Dios sabía cuándo, estaba sentado en la taza del retrete y si abrías la puerta verías una cosa podrida y medio cubierta de moho con las manos colgando ante su ingle, y verías…
Durante un momento sintió la tentación de gritarle: «¡Eh, “Playeras”! ¿Estás bien?».
Pero ¿y si «Playeras» respondía no en un tono de voz interrogativo o irritado sino con una especie de graznido chirriante? ¿Qué era eso que decían sobre el despertar a los muertos? Algo sobre…
Tell se incorporó a toda velocidad, tiró de la cadena, se abrochó los pantalones y salió del retrete subiéndose la cremallera mientras iba hacia la puerta, sabiendo que dentro de unos segundos iba a tener la sensación de que había hecho el ridículo pero sin importarle en lo más mínimo. Aun así, no pudo contenerse y le lanzó una rápida mirada al primer retrete cuando pasó junto a él. Unas sucias playeras blancas. Y moscas muertas.
En mi retrete no había ninguna mosca muerta. ¿Y cómo es posible que hayan transcurrido nueve semanas y siga sin darse cuenta de que lleva los cordones mal puestos? ¿O es que no se las quita nunca, ni para ir a la cama?
Al salir Tell logró que la puerta hiciera bastante ruido, pese al mecanismo neumático. El recepcionista le contempló con la fría curiosidad que reservaba para los simples mortales (aquellos que no pertenecían a la categoría de las deidades en forma humana, como Roger Daltrey), un Camel humeando entre sus dedos.
Tell casi echó a correr por el pasillo que llevaba a los Estudios Tabori.
—¿Paul?
—¿Qué? —respondió Janning sin alzar los ojos del tablero de mezclas.
Georgie Ronkler estaba de pie junto a él, observando atentamente a Janning y mordisqueándose una cutícula: las cutículas eran lo único que le quedaba por mordisquear; por encima del punto donde se separaban de la carne viva y las terminaciones nerviosas sus uñas habían dejado de existir. Estaba cerca de la puerta. Si Janning empezaba a ponerse nervioso Georgie saldría por ella.
—Creo que puede haber algo que anda mal en…
Janning gimió.
—¿Algo más?
—¿A qué te refieres?
—A la batería, a eso me refiero. Está fatal y no sé qué podemos hacer al respecto. —Accionó un interruptor y el sonido de la batería hizo retumbar el estudio—. ¿Lo oyes?
—¿Te refieres al tambor?
—¡Pues claro que me refiero al tambor! ¡Va a un kilómetro de distancia del resto de la percusión pero forma parte de ella!
—Sí, pero…
—¡No lo aguanto, joder, sencillamente no lo aguanto! Tengo cuarenta pistas de sonido…, cuarenta malditas pistas de sonido con las que grabar una ridícula piececita de bop y algún técnico IDIOTA…
Tell miró por el rabillo del ojo y vio como Georgie desaparecía con la rapidez de una brisa.
—Pero, Paul, oye, si bajas el nivel del ecua…
—El ecualizador no tiene nada que ver con esto.
—Calla y escúchame durante un minuto.
Habló sin perder la calma (algo que no habría sido capaz de hacer hablando con ninguna otra persona del mundo), y accionó un interruptor. Janning dejó de chillar y escuchó. Le hizo una pregunta. Tell la respondió. Después le hizo una pregunta que Tell no pudo responder pero que Janning fue capaz de responderse a sí mismo y de repente se encontraron contemplando todo un nuevo espectro de posibilidades para una canción titulada Respóndete, respóndeme.
Georgie Ronkler volvió a entrar pasado un rato, sintiendo que la tormenta ya se había calmado.
Y Tell se olvidó de las playeras.
Volvió a pensar en ellas la noche siguiente. Estaba en casa, sentado en la taza de su cuarto de baño leyendo Todo lo que sube debe converger mientras Vivaldi brotaba suavemente de los altavoces del dormitorio (Tell se dedicaba a las grabaciones de rock and roll para ganarse la vida, pero sólo poseía cuatro o cinco discos de rock, y la mayoría eran de Creedence Clearwater Revival).
Alzó los ojos de su libro, un poco sobresaltado. Su mente acababa de formularle una pregunta de una ridiculez casi cósmica: «¿Cuánto hace que no cagabas por la noche, John?».
No lo sabía pero pensó que en el futuro quizá acabara cagando con más frecuencia a esas horas. Al parecer, por lo menos una de sus costumbres sí había cambiado.
Quince minutos después estaba sentado en la sala, con el libro olvidado sobre su regazo, y otra idea pasó por su cabeza: en todo ese día no había utilizado ni una sola vez los lavabos del tercer piso. Cruzaron la calle para tomar café sobre las diez y Tom fue a los lavabos de La Casa del Donut para echar una meada mientras Paul y Georgie estaban sentados en el mostrador, bebiendo café y hablando de borrados y mezclas. Después, a la hora del almuerzo, visitó los lavabos de La Hamburguesa Casera… y a última hora de la tarde fue a los lavabos del primer piso aprovechando que había bajado a tirar un montón de correo que habría podido introducir en la ranura que había junto a los ascensores.
¿Estaría evitando los lavabos del tercer piso? ¿Sería eso lo que había estado haciendo todo el día de hoy, sin ni tan siquiera darse cuenta? Puedes apostar a que sí, chico. Los había estado evitando como haría un niño asustado que se desvía una manzana de su trayecto habitual cuando vuelve a casa de la escuela para no verse obligado a pasar delante de la casa encantada del pueblo. Se había dejado asustar por un par de playeras sucias.
—Esto se tiene que acabar —dijo Tell en voz alta, articulando cuidadosamente cada palabra.
Pero eso lo dijo la noche del jueves y en la noche del viernes ocurrió algo que lo cambió todo: una puerta se cerró entre él y Paul Janning.
Tell era un hombre tímido y le costaba mucho hacer amistades. Cuando estaba en la secundaria un capricho del destino le puso encima de un escenario con una guitarra en las manos…, el último lugar donde había esperado estar. El bajo de un grupo llamado los Satín Saturns enfermó de salmonella el día antes de una actuación bastante bien pagada. El primer guitarrista, que también estaba en la banda de la escuela, sabía que John Tell podía tocar tanto el bajo como la guitarra rítmica. El primer guitarrista era un tipo robusto y violento. John Tell era pequeño y frágil. Que se le diera a escoger entre tocar el instrumento del bajo enfermo o que se lo metieran por el culo hasta el quinto traste acabó con casi todo el pánico que le inspiraba la idea de tocar ante un público considerable.
Pero hacia el final de la tercera canción ya no estaba asustado. Cuando terminó la primera parte sabía que había encontrado el lugar al que pertenecía. Años después de esa primera actuación Tell oyó una historia sobre Bill Wyman, el bajo de los Rolling Stones. Según la historia, Wyman llegó a quedarse dormido durante una actuación —no en un club minúsculo, cuidado, sino en un inmenso estadio—, y se cayó del escenario rompiéndose la clavícula. Tell suponía que mucha gente se reía al oír la historia o daba por sentado que Wyman habría tomado algo, pero Tell pensaba que era cierta. Había descubierto que los bajos eran los hombres invisibles del mundo del rock. Había excepciones —Paul McCartney, por ejemplo—, pero sólo servían para darle más fuerza a la regla general.
La falta de atractivo del trabajo quizá explicara la escasez crónica de bajos. Cuando los Satin Saturns se disolvieron un mes después (el primer guitarrista y el guitarra rítmica tuvieron una pelea a puñetazos) Tell se unió a un grupo formado por el tipo que se encargaba de la sección rítmica de los Saturns (durante su primer ensayo aún llevaba una gran chapa metálica de color púrpura en el pecho) y el curso de su vida quedó decidido para siempre.
Tocar en el grupo, no sólo en la fiesta sino creando la fiesta…, a Tell le encantaba. Estabas arriba del escenario, admirado y casi idolatrado y, aun así, eras invisible. A veces tenías que cantar un poquito pero nadie esperaba que dieras un discurso ni nada parecido. Tell vivió esa vida en la que a ratos era estudiante y a ratos miembro de un grupo musical errante durante unos diez años. Hizo sesiones de trabajo en Nueva York, empezó a tontear con los tableros de mezclas y acabó descubriendo que al otro lado del cristal era un poco mejor…, y todavía más invisible. Durante todo ese tiempo sólo hizo una buena amistad: Paul Janning. Después de lo que ocurrió aquella noche de viernes se dio cuenta de que Georgie Ronkler no era tan distinto a él.
Él y Paul estaban tomando unas copas en las mesas de atrás del pub McManus, hablando del trabajo, las mezclas, los Mets y lo que fuera cuando de repente la mano derecha de Janning se movió por debajo de la mesa y le dio un suave apretón a la ingle de Tell.
Tell se apartó con tanta violencia que tiró la vela que había en el centro de la mesa y volcó el vaso de vino de Janning. Un camarero vino hacia ellos y puso bien la vela antes de que pudiera quemar el mantel. Después se marchó. Tell miró a Janning con los ojos un poco desorbitados y llenos de asombro.
—Lo siento —se excusó Janning, que parecía sentirlo…, pero en absoluto preocupado.
—¡Cristo, Paul!
No se le ocurrió nada más que decir y tuvo la impresión de que las palabras no eran muy adecuadas al momento.
—Pensé que estabas preparado, eso es todo —dijo Janning—. De lo contrario, supongo que habría sido más sutil. Pero llevo cierto tiempo deseándote, ¿comprendes?
—¿Que estaba preparado? —repitió Tell—. ¿Preparado? ¿Qué quieres decir? ¿Preparado para qué?
—Para salir del cascarón. Para admitirlo ante ti mismo y ser como eres.
—Yo no soy así —afirmó Tell.
Pero el corazón estaba latiéndole como si se hubiera vuelto loco, en parte por la irritación y en parte por el miedo que le inspiraba la implacable certeza que vio en los ojos de Janning pero, sobre todo, por la pena que sentía. Después de lo que había hecho ya no podía seguir siendo amigo de Janning. La sensación también sirvió para cerrarle la boca pero por el momento eso era más bien secundario.
—Olvidémoslo, ¿de acuerdo? Pidamos algo y actuemos como si nunca hubiese ocurrido.
«Hasta que tú quieras que ocurra», añadieron aquellos ojos implacables.
«Oh, no cabe duda de que ha ocurrido», quiso decir Tell. Pero esa mano —la mano que había estado allí toda su vida—, le tapaba los labios. «No digas cosas que no debes decir, es un trabajo, un buen trabajo, necesitas esa cinta de Daltrey en tu currículum todavía más de lo que necesitas el salario de las dos semanas que faltan para acabar. Ten cuidado, John».
Pero eso no era todo. Eso era la parte más pequeña y menos importante. El hecho es que mantuvo la boca cerrada y no pudo abrirla. Como siempre… Su boca se había cerrado igual que si fuera una trampa para osos, una trampa para osos de implacables mandíbulas oxidadas, con todo su corazón bajo aquellos dientes unidos los unos a los otros y con toda su cabeza por encima. Eso era lo principal.
—De acuerdo —dijo—, nunca ocurrió.
Aquella noche Tell durmió mal y las pocas horas de sueño que consiguió estuvieron atormentadas por pesadillas: empezó soñando que Janning le sobaba en el McManus, y luego soñó con las playeras que asomaban bajo la puerta del retrete, pero en el sueño Tell abrió la puerta y vio a Paul Janning sentado en la taza, un cadáver con una enorme y medio podrida erección asomando por entre los mechones de su vello púbico como si fuese un signo de admiración. La boca de este cadáver se abrió con un crujido claramente audible.
—Muy bien; sabía que estabas preparado —dijo acompañando las palabras con una vaharada de aire verdoso y pestilente.
Y en ese instante Tell se cayó al suelo enredado en la colcha y se despertó. Eran las cuatro de la madrugada. Los primeros y débiles atisbos de claridad estaban deslizándose por entre los edificios que había ante su ventana. Se vistió y fumó un cigarrillo detrás de otro hasta que llegó la hora de ir a trabajar.
Tell fue a orinar a los lavabos del tercer piso sobre las once de aquel sábado: estaban trabajando seis días a la semana para terminar la grabación dentro del plazo fijado por Daltrey. Abrió la puerta de los lavabos y se quedó quieto. Se frotó las sienes y acabó mirando hacia los retretes.
No podía ver nada. El ángulo no era el adecuado.
«¡Pues entonces olvídalo! ¡A la mierda con eso! ¡Echa tu meada y sal de aquí!».
Fue lentamente hacia un urinario y se bajó la cremallera.
Necesitó mucho tiempo para empezar a orinar.
Antes de salir volvió a quedarse quieto durante unos segundos con la cabeza ladeada y acabó yendo hacia los retretes, pero sólo lo suficiente para poder ver lo que había bajo la puerta del primer cubículo.
Las sucias playeras blancas seguían allí. El edificio que en tiempos había sido conocido como Ciudad de la Música estaba casi vacío, cosa lógica siendo un sábado por la mañana, pero las playeras seguían allí.
Los ojos de Tell se clavaron en una mosca que había junto a la puerta del retrete. La vio arrastrarse bajo la puerta y trepar por una playera. Siguió observando a la mosca con una especie de vacía avidez. La mosca se quedó quieta y se murió. Su cuerpo se unió al creciente montón de cadáveres que rodeaba a las playeras. Tell, sin sorprenderse (o, al menos, sin sorprenderse lo suficiente para que su mente pudiera captar tal sensación) vio que entre las moscas había una cucaracha de gran tamaño: la cucaracha yacía sobre su espalda como si fuera una tortuga.
Salió de los lavabos caminando a grandes zancadas y el trayecto de vuelta a los estudios le resultó de lo más extraño: era como si no caminara, como si el edificio fluyera a su alrededor, dejándole atrás igual que los rápidos de un río dejan atrás a una roca.
«Le diré a Paul que no me encuentro bien y me tomaré el resto del día libre», pensó. Pero sabía que no lo haría. Paul llevaba toda la mañana de un humor bastante raro e impredecible y Tell sabía que él era parte de la razón por la que estaba así…, ¿o sería toda la razón? Quizá estuviera lo bastante ofendido como para acabar despidiéndole. Una semana antes Tell se habría reído de semejante idea. Pero hace una semana aún tenía fe en las creencias que había adquirido mientras crecía: los amigos eran reales y los fantasmas no existían. ¿Pensaba que las playeras del retrete pertenecían a un fantasma? Bueno, la verdad es que sí. Eso era justamente lo que pensaba, y si unía eso a los acontecimientos de la noche anterior el significado estaba muy claro: lo había entendido todo al revés. Los amigos no existían y los fantasmas eran reales.
—El regreso del hijo pródigo —dijo Janning sin mirarle cuando Tell abrió la segunda de las dos puertas del estudio, la que llamaban «puerta del aire muerto»—. Pensaba que te habías muerto ahí dentro, Johnny.
—No —negó Tell—. Yo sigo vivo.
Era un fantasma. Tell descubrió su identidad un día antes de que tanto las sesiones con Daltrey como su relación con Paul Janning llegaran a su fin, pero antes ocurrieron muchas más cosas que, en realidad, eran todas la misma, pequeñas piedras kilométricas como las que hay en el Pennsylvania Turnpike, señales que anunciaban el continuo progreso de John Tell hacia un ataque de nervios. Sabía lo que le pasaba y comprendía el porqué estaba ocurriéndole y aun así no podía hacer nada por impedirlo. No estaba al volante, tenía chófer particular.
Al principio el curso de acción que debía seguir le había parecido muy claro y simple: bastaba con evitar esos lavabos y todas las preguntas relacionadas con las playeras. Deja de pensar en eso.
Pero no podía dejar de pensar en eso. Le venía a la cabeza en los momentos más insospechados y le golpeaba con toda la fuerza de una vieja pena. Estaba sentado en casa, viendo un programa estúpido en la televisión, y pensaba en las moscas o en los conserjes poniendo un nuevo rollo de papel higiénico: entonces miraba el reloj y veía que había pasado una hora. A veces pensaba que todo aquello era una broma pesada.
«Paul está metido en ella, y probablemente también lo esté ese tipo flaco de Música Janus que veo hablando con él de vez en cuando, y el recepcionista, con sus Camels y esos ojos muertos de escéptico que tiene. George… No, no sería capaz de ocultármelo ni aunque Paul le hubiera hecho participar a base de gritos, pero en cuanto a los demás…, es posible. ¡Mierda, puede que hasta el mismísimo Roger Daltrey haya tenido su turno de ponerse esas playeras!».
Se daba cuenta de que esos pensamientos no eran más que fantasías paranoicas pero lo peor era que comprenderlo no acababa con ellos. Los pensamientos vivían su propia existencia independiente dentro de su cerebro. Él les decía que se largaran, que no había ninguna conspiración dirigida por Paul Janning para acabar con su cordura, y su mente decía «Sí, vale, creo que tienes razón» y cinco horas después —o puede que sólo fueran veinte minutos—, veía a un grupito sentado a una mesa en Desmond, La Casa de los Bistecs, dos manzanas más abajo: Paul, el recepcionista que fumaba Camel, puede que hasta el gordo de Tarjetas con Chispa, y todos estaban bebiendo y comiendo cócteles de gambas. Y riéndose, naturalmente. Estaban riéndose de él mientras esas sucias playeras blancas que se ponían por turnos yacían bajo la mesa metidas en una arrugada bolsa de papel marrón…
Tell podía ver esa bolsa marrón. Así de mal estaban las cosas.
Pero lo peor era que los lavabos del tercer piso habían desarrollado una especie de atracción sobre él. Era como si ahí dentro hubiese un potente imán y él llevara los bolsillos llenos de limaduras de hierro. Si alguien le hubiera dicho algo así se habría reído (quizá sólo por dentro, si la persona que usaba la metáfora parecía tomársela muy en serio), pero estaba realmente allí, y cada vez que pasaba ante los lavabos para ir a los estudios o a los ascensores sentía algo parecido a un tirón que casi le hacía tambalearse. Era una sensación terrible, como el verse arrastrado hacia una ventana abierta a sesenta pisos del suelo, o el observar cómo te llevabas una pistola a la boca y empezabas a chupar el cañón, sin poder evitarlo, como si lo estuvieras viendo todo desde fuera de tu cuerpo.
Quería volver a entrar en los lavabos y echar una mirada. Se daba cuenta de que esa mirada bastaría para acabar con él pero no le importaba. Quería volver allí y mirar.
Cada vez que pasaba ante el lavabo sentía ese tirón mental.
En sus sueños abría esa puerta una y otra vez. Una miradita, nada más.
Echarles una buena mirada… No podía hablar de ello. Eso era lo peor. Comprendía que si pudiera sacárselo de dentro y dejarlo caer en el oído de otra persona aquello cambiaría de forma, quizá hasta llegara a desarrollar una especie de asa, algo que le sirviera para manejarlo… Se metió en dos bares y logró trabar conversación con los hombres sentados junto a él porque pensaba que los bares eran los sitios donde el hablar salía más barato: las charlas de bar estaban a precios tirados.
La primera vez apenas había abierto la boca cuando el tipo sentado junto a él empezó a soltarle un sermón sobre los Yankees, Billy Martin y ese gilipollas de George Steinbrunner. Éste parecía tenerle particularmente obsesionado. Hablaba tan deprisa que no había forma de colar ni una palabra y Tell pronto dejó de intentarlo.
La segunda vez logró mantener una conversación normal y bastante despreocupada con un tipo que parecía trabajar en la construcción. Hablaron del tiempo y de béisbol (pero el hombre era fan de los Mets, como Janning, y el tema no le entusiasmaba demasiado), acabaron pasando a los empleos y siguieron hablando. Tell sudaba. Sentía como si estuviera haciendo alguna labor manual terriblemente pesada —empujar una carretilla cargada de cemento por una rampa, quizá—, pero también tenía la sensación de que no lo estaba haciendo demasiado mal.
El tipo que parecía trabajar en la construcción bebía combinados Black Russian. Tell se mantuvo fiel a la cerveza. Le parecía estar echándola por los poros tan deprisa como la engullía, pero después de haberle invitado a un par de combinados y de que el tipo le hubiera invitado a un par de cervezas logró reunir el valor suficiente para empezar a hablar del asunto.
—¿Quieres oír algo realmente extraño? —quiso saber.
—¿Eres marica? —le preguntó el tipo que tenía aspecto de trabajar en la construcción antes de que Tell pudiera ir más allá. Giró sobre su taburete y contempló a Tell con una amistosa curiosidad—. Bueno, a mí no me importa que lo seas o no, compréndeme, pero será mejor que te diga que a mí no me van esas cosas. En esta clase de asuntos es mejor no andarse con rodeos, ¿sabes?
—No soy marica —protestó Tell.
—Oh. ¿Qué es eso realmente extraño?
—¿Eh?
—Dijiste no sé qué de algo realmente extraño.
—Oh, la verdad es que no era tan extraño —dijo Tell, le echó un vistazo a su reloj y dijo que se le estaba haciendo tarde.
Tres días antes de terminar la grabación Tell salió del Estudio F para orinar. Estaba usando el lavabo del sexto piso. Empezó usando el del cuarto y luego el del quinto, pero estaban justo encima del lavabo del tercer piso y había empezado a tener la sensación de que el propietario de las playeras iba subiendo hacia él como si fuera una especie de radiación silenciosa, atravesando los pisos para devorarle. Pero el lavabo del sexto estaba al otro lado del edificio y eso había parecido resolver el problema.
Pasó junto a la mesa del recepcionista para ir a los ascensores, parpadeó y se encontró en el lavabo del tercer piso y a su espalda no estaba la puerta del ascensor sino la del lavabo, cerrándose con un suave boom.
Nunca había tenido tanto miedo. Una parte se debía a las playeras pero la mayor parte nacía del comprender que acababa de tener un lapso de conciencia que había durado entre tres y seis segundos. Por primera vez en su vida su mente se había desconectado.
No tenía ni idea de cuánto tiempo podría haber estado allí si la puerta no se hubiera abierto bruscamente a su espalda, dándole un doloroso golpe en la columna vertebral. Era Paul Janning.
—Disculpa, Johnny —le dijo—. No sabía que vinieras aquí a meditar.
Pasó junto a Tell sin aguardar respuesta (tampoco la habría obtenido, pensó Tell después; se sentía completamente incapaz de hablar, como si la lengua se le hubiera pegado al paladar), y fue hacia los retretes. Tell logró ir hasta el primer urinario de la fila y se bajó la cremallera, haciendo todo eso sólo porque pensaba que si perdía el control Paul iba a pasárselo en grande. Paul había parecido tomarse bastante bien su horrorizado rechazo pero las cosas habían cambiado mucho desde entonces.
Tell hizo correr el agua del urinario y se subió la cremallera (ni tan siquiera se había tomado la molestia de sacarse el pene de los calzoncillos. Tenía la sensación de que se le había encogido hasta el tamaño de un cacahuete salado). Se dispuso a salir del lavabo… y se quedó quieto. Giró sobre sí mismo, dio un par de pasos, se inclinó y miró bajo la puerta del primer retrete.
Las playeras estaban allí, rodeadas por montones de moscas muertas.
Y los zapatos Gucci de Paul Janning también estaban allí.
Lo que estaba viendo parecía un efecto de doble exposición, o uno de esos trucos baratos usados para representar al fantasma en la serie Topper. Primero pudo ver los zapatos de Paul a través de las playeras; después las playeras parecieron solidificarse y empezó a verlas a través de los Gucci, como si Paul fuera el fantasma. Salvo que los zapatos de Paul se movían de vez en cuando, incluso cuando veía a través de ellos, mientras que las playeras seguían tan inmóviles como siempre.
Tell salió del lavabo sintiéndose tranquilo por primera vez en dos semanas.
Al día siguiente hizo lo que seguramente debería haber hecho en cuanto empezó todo: fue a comer con Georgie Ronkler y le preguntó si había oído contar alguna historia extraña sobre el edificio al que solían llamar Ciudad de la Música. No podía comprender por qué no había pensado antes en esa solución. Sólo sabía que lo ocurrido ayer parecía haberle aclarado un poco la mente, produciendo los mismos efectos que una bofetada o un jarro de agua fría. Georgie quizá no supiera nada pero quizá estuviera enterado de algo; llevaba un mínimo de siete años trabajando con Paul y gran parte de ese trabajo se había llevado a cabo en la Ciudad de la Música.
—Oh, ¿te refieres al fantasma? —le preguntó Georgie, y se rió. Estaban en Cartin, un restaurante-delikatessen de la Sexta Avenida, y había el alboroto típico de los mediodías. Georgie le dio un mordisco a su bocadillo de carne, masticó, tragó y bebió un poco de su refresco a través de las dos pajitas metidas por el cuello de la botella—. ¿Quién te ha hablado de eso, Johnny?
—Un conserje —dijo Tell. Consiguió que no le temblara la voz.
—¿Estás seguro de que no le has visto? —dijo Georgie, y le guiñó el ojo.
Eso era lo más cerca que podía acercarse al hacer una broma.
—No.
Y realmente no le había visto. Sólo había visto unas playeras. Unas playeras y moscas muertas.
—Ya… Bueno, antes todo el mundo solía hablar de eso —dijo Georgie—. El fantasma del tipo seguía en el edificio, ¿comprendes? Murió en el tercer piso. En el lavabo.
—Sí —asintió Tell—. Eso es lo que he oído. Pero el conserje no quiso contarme nada más, o quizá no sabía nada más del asunto. Se limitó a reírse y se marchó.
—Ocurrió antes de que empezara a trabajar con Paul. Paul fue quien me habló de ello.
—¿Y él nunca ha visto al fantasma? —le preguntó Tell, conociendo la respuesta.
Ayer Paul estaba sentado «dentro» del fantasma. «Cagando» en él, si había de ser totalmente sincero y vulgar…
—No. Solía reírse de eso. —Georgie dejó el bocadillo en el plato—. Ya sabes cómo puede ser a veces. Un poquito ma-mal bicho.
Si se le obligaba a decir algo ligeramente negativo sobre cualquier persona, Georgie desarrollaba un leve tartamudeo.
—Lo sé. Pero olvídate de Paul; ¿quién era este fantasma? ¿Qué le ocurrió?
—Oh, no era más que un camello —dijo Georgie—. Creo que ocurrió en 1972 o 1973. Antes del bajón.
Tell asintió. De 1975 a 1980 la industria del rock pasó por una etapa de poca actividad. Los chicos se gastaban su dinero en juegos de video en vez de comprar discos. Los profetas anunciaron la muerte del rock and roll, igual que la habían anunciado algo así como unas quince veces antes desde 1955. Y, como en las otras ocasiones, el rock demostró ser un cadáver muy resistente. Los videojuegos dejaron de estar de moda; el país se llenó de emisoras de televisión por cable; una nueva ola de estrellas llegó de Inglaterra y de repente Bruce Springsteen se convirtió en todas las cosas que los periódicos y revistas decían que era diez años antes.
—Antes del bajón los ejecutivos de las compañías discográficas solían llevar maletines llenos de coca que repartían entre bastidores antes de los grandes conciertos —explicó Georgie—. Por aquel entonces yo trabajaba haciendo mezclas en los conciertos y lo he visto. Había un tipo…, no quiero decir su no-nombre porque está muerto, murió en 1978, pero estoy seguro de que te sonaría, que… Bueno, antes de cada actuación recibía un bote de aceitunas de su marca favorita. El bote venía envuelto en un papel precioso, con cinta, lazos y todo lo demás, sólo que en vez de agua y aceitunas contenía cocaína y aceitunas. Solía ponerlas en sus combinados. Los llamaba ma-ma-martinis bomba.
—Apuesto a que lo eran —murmuró Tell.
—Bueno, en aquella época todo el mundo pensaba que la coca era una droga limpia. No te dejaba enganchado como la heroína y no te jo-jodía la mente impidiéndote trabajar. Y este edificio, amigo…, bueno, este edificio era una auténtica tormenta de nieve. También había píldoras, porros y hachís, claro, pero la cocaína se llevaba la palma. Era la droga de moda. Y este tipo…
—¿Cómo se llamaba?
Georgie se encogió de hombros y le dio un mordisco a su bocadillo.
—No lo sé, pero se parecía mucho a uno de esos chicos de las delikatessen, esos que ves subiendo y bajando en los ascensores con café y do-donuts, sólo que en vez de café y esas cosas el tipo de que te hablo repartía droga. Podías verle dos o tres veces a la semana subiendo hasta el último piso y bajando poco a poco. Al menos, eso es lo que he oído contar… Llevaba la chaqueta encima del brazo y un maletín hecho con piel de cocodrilo colgando de esa misma mano. Nunca se quitaba la chaqueta del brazo, ni tan siquiera cuando hacía calor. Lo llevaba para que la gente no viera la esposa, pero supongo que aun así a veces debieron ve-vérsela.
—¿La qué?
—La es-es-esposa —contestó Georgie, dejando escapar un diluvio de migas y carne y poniéndose escarlata un segundo después—. Caray, Johnny, lo siento…
—Tranquilo, no pasa nada. ¿Quieres otro refresco?
—Sí, gracias —aceptó Georgie, agradecido.
Tell le hizo una seña a la camarera.
—Así que era un repartidor —dijo, queriendo tranquilizar a Georgie, que seguía limpiándose los labios con la servilleta.
—Así es. —La camarera trajo el nuevo refresco y Georgie tomó un poco—. Cuando salía del ascensor en el octavo piso ese maletín unido a su muñeca por una cadena estaba lleno de droga. Cuando llegaba a la planta baja el maletín estaba lleno de dinero.
—Mejor que convertir oro en plomo —dijo Tell.
—¿Qué?
—Nada. Sigue.
—No queda mucho que contar. Un día sólo logró llegar al tercer piso.
Hizo su ronda de reparto, fue al lavabo de hombres y alguien se lo cargo.
—¿Le dispararon? —preguntó Tell, pensando vagamente en silenciadores: en las películas hacían un ruido muy parecido al del mecanismo neumático que había en la puerta del lavabo.
—Por lo que he oído, alguien abrió la puerta del retrete donde estaba se-sentado y le clavó un lápiz en el ojo —explicó Georgie.
Durante una fracción de segundo Tell lo vio con tanta claridad como había visto la bolsa de papel arrugado bajo la mesa del restaurante donde se reunían los conspiradores: un Eberhard Faber amarillo del número 2 afilado hasta conseguir una exquisita punta negra que se deslizaba a través del aire y se hundía en el sorprendido pozo negro de la pupila. Torció el gesto.
Georgie asintió.
—Lo más probable es que no sea cierto. Me refiero a esa parte. Probablemente alguien…, bueno, se lo cargó, ya sabes.
—Sí.
—Pero no cabe duda de que quien lo hizo usó algo afilado —dijo Georgie.
—¿Sí?
—Sí, porque el maletín no estaba allí.
Tell miró a Georgie. También podía ver aquello.
—Cuando los polis sacaron al tipo del retrete encontraron su mano izquierda dentro de la ta-taza.
—Oh —dijo Tell.
Georgie clavó los ojos en su plato, donde aún quedaba medio bocadillo.
—Creo que estoy lle-lleno —dijo y le dirigió una débil sonrisa.
—Así que se supone que el fantasma del tipo se aparece en…, ¿dónde, en ese lavabo? —le preguntó Tell cuando volvían al estudio, y se echó a reír porque aunque la historia había sido bastante horrible había algo cómico en la idea de un fantasma apareciéndose en un lavabo de caballeros.
Georgie sonrió.
—Ya conoces a la gente. Al principio eso es lo que decían. Cuando empecé a trabajar con Paul me decían que le habían visto allí dentro. No a todo él, sólo sus playeras que asomaban por debajo de la puerta.
—Sólo sus playeras.
—Sí. Por eso sabías que se lo estaban inventando o que se lo habían imaginado, porque sólo se lo oías decir a tipos que le habían conocido en vida. Tipos que sabían que llevaba playeras, ¿entiendes?
Tell asintió. En el momento del crimen él tenía once años y vivía en una zona rural de Pennsylvania. Estaban llegando al edificio.
—Pero ya sabes lo deprisa que cambian las cosas en este negocio, ¿no? —dijo Georgie mientras atravesaban el vestíbulo yendo hacia los ascensores—. Hoy estás aquí y mañana has desaparecido. Dudo de que en este edificio todavía haya alguien de los que trabajaban aquí en esa época, dejando aparte algunos co-conserjes, y ninguno de ellos debía comprarle droga a ese tipo.
—Y probablemente era uno de esos tipos en los que nunca te fijarías, a menos que le compraras droga.
—Sí. A menos que fueras po-poli, y ésa es la razón de que ya casi nunca oigas contar la historia y ahora ya nadie dice que haya visto al tipo.
Habían llegado a los ascensores.
—Georgie, ¿por qué sigues con Paul?
Georgie bajó la cabeza y la parte superior de sus orejas se volvió de un rojo brillante pero aquel brusco cambio de rumbo en la conversación no pareció sorprenderle demasiado.
—Cuida de mí.
«¿Te acuestas con él, Georgie?». Otra cosa que era incapaz de preguntar. No lo preguntaría aunque pudiese, porque Georgie se lo diría.
Y de repente Tell, que apenas si era capaz de hablar con los desconocidos y que nunca hacía amistades (salvo hoy, quizá) abrazó a Georgie Ronkler. Georgie le devolvió el abrazo. Después se apartaron un par de pasos el uno del otro, subieron al ascensor y siguieron con las sesiones de grabación y la tarde siguiente, a las seis y quince, en cuanto la jornada hubo terminado y Janning se hubo despedido secamente de él (se marchó con Georgie detrás), Tell fue al tercer piso y entró en el lavabo de caballeros para echarle una ojeada al propietario de las playeras blancas.
Al hablar con Georgie recordó lo que había olvidado. Era algo tan sencillo que lo aprendías en el primer curso. Decir era sólo una mitad de la solución. La otra mitad era mostrar.
Esta vez no hubo ningún lapso de conciencia, ninguna sensación de miedo…, sólo aquel lento tamborileo en su pecho. Todos sus sentidos parecían haberse agudizado. Sintió el olor de la clorina, las pastillas de desinfectante color rosa que había en los urinarios, la pestilencia de los pedos viejos. Podía ver las grietas diminutas que cubrían la pintura de la pared y las marcas de las cañerías. Podía oír el hueco chasquear de sus tacones cuando fue hacia el primer retrete.
Las playeras casi habían desaparecido bajo los montones de moscas muertas.
«Al principio sólo había una o dos. Mientras las playeras no estaban aquí no había razón para que muriesen, y antes de que yo las viese las playeras no estaban aquí».
—¿Por qué yo? —le preguntó al silencio.
Las playeras no se movieron y ninguna voz le respondió.
—No te conocía, nunca llegué a verte, ni tan siquiera tomo lo que vendías. Entonces, ¿por qué yo?
Una de las playeras se movió levemente. Tell oyó el seco crujir de las moscas muertas. Un instante después la playera volvió a su posición anterior: era la que tenía el cordón mal puesto.
Tell abrió la puerta del retrete. Una bisagra emitió un chirrido muy satisfactoriamente gótico. Y ahí estaba. «Invitado misterioso, haga el favor de firmar», pensó Tell.
El invitado misterioso estaba sentado en la taza del retrete con una mano colgando fláccidamente junto a su ingle. Era tal y como Tell le había visto en sueños, pero había una diferencia: sólo tenía una mano. El otro brazo terminaba en un muñón color marrón tierra al que había adheridas unas cuantas moscas más. Sólo entonces se dio cuenta de que nunca se había fijado en los pantalones de «Playeras» (y si tus ojos van hacia la puerta de un retrete, ¿cómo no fijarse en el abultamiento de los pantalones que se derraman sobre los zapatos, algo que produce una impresión de cómica indefensión, o sólo de indefensión, o de una cosa debido a la otra?), y no se había fijado en ellos porque los llevaba puestos, con la bragueta cerrada y el cinturón abrochado. Eran unos pantalones pata de elefante. Tell intentó recordar cuándo habían dejado de estar de moda y no lo consiguió.
«Playeras» llevaba una camisa de loneta azul con un símbolo de la paz en la solapilla de cada bolsillo. Se había hecho la raya en el medio. Tell pudo ver las moscas muertas que había en ella. La chaqueta de la que Georgie le había hablado colgaba del gancho de la puerta. Sus fláccidos hombros estaban cubiertos de moscas.
Oyó un extraño sonido rechinante bastante parecido al que había hecho la bisagra. Tell se dio cuenta de que el sonido se originaba en los tendones del cuello del muerto. «Playeras» estaba levantando la cabeza. Le miró y Tell no sintió ni la más mínima sorpresa al ver que, dejando aparte los tres centímetros de lápiz que asomaban de la cuenca derecha, su rostro era el mismo que le contemplaba cada día desde el espejo cuando se afeitaba. «Playeras» era él y él era «Playeras».
—Sabía que estabas preparado —le dijo con la voz ronca y carente de tono de un hombre que lleva mucho tiempo sin utilizar sus cuerdas vocales.
—No lo estoy —aseguró Tell—. Vete.
—Este es el sitio donde habrías debido estar —dijo Tell mirando a Tell.
Y el Tell que estaba de pie en el umbral vio círculos de polvo blanco alrededor de las fosas nasales del Tell sentado en la taza. Sí, no cabía duda de que aparte de venderla la usaba. Había entrado aquí para echarse una línea o dos, alguien abrió la puerta del retrete y le clavó un lápiz en el ojo. Pero, ¿quién era capaz de matar con un lápiz? Quizá sólo alguien que cometió el crimen por…
—Oh, llámalo impulso —replicó «Playeras» con su voz ronca y átona.
Y Tell —el Tell que estaba de pie en el umbral— comprendió muchas cosas de golpe. No había sido un crimen premeditado, aunque Georgie pensara lo contrario. El asesino no había mirado por debajo de la puerta y «Playeras» no había echado el pestillo. O quizá…
—Estaba roto —dijo la cosa con aquel marchito cascarón de lo que había sido una voz.
Roto. Sí. El asesino llevaba un lápiz en la mano probablemente no para usarlo como arma sino porque a veces tienes ganas de llevar algo en la mano, un cigarrillo, un manojo de llaves, un bolígrafo o un lápiz con los que juguetear… Tell pensó que el lápiz quizá hubiera ido a parar al ojo de «Playeras» antes de que ninguno de los dos supiera que el asesino iba a clavarlo allí. Después, probablemente porque el asesino también era un cliente y sabía lo que habría dentro del maletín, volvió a cerrar la puerta, salió del edificio, buscó…, bueno, buscó algo…
—Fue a una ferretería que está a cinco manzanas de aquí y compró una sierra para metales —profirió «Playeras» con su voz átona.
Y Tell se dio cuenta de que ahora ya no tenía su rostro; el rostro actual pertenecía a un hombre que aparentaba unos treinta años y poseía unos rasgos vagamente indios. El cabello de Tell era de color rubio pajizo y el de este hombre también lo había sido al principio; pero ahora era de un negro opaco.
—Claro —asintió Tell—. La metió en una bolsa y volvió aquí, ¿verdad? Si alguien te hubiera encontrado habría una gran multitud alrededor de la puerta. Eso debió pensar. Quizá también hubiese policías. Si no veía a nadie que pareciera excitado entraría en el lavabo y se quedaría con el maletín.
—Primero intentó aserrar la cadena —dijo aquella voz ronca—. Cuando vio que no lo conseguiría me cortó la mano.
Se miraron el uno al otro y de repente Tell se dio cuenta de que podía ver el asiento de la taza y las sucias losetas blancas de la pared que había detrás del cadáver…, el cadáver que por fin estaba convirtiéndose en un fantasma.
—¿Lo sabes ahora? —le preguntó a Tell—. ¿Sabes por qué has sido tú?
—Sí. Tenías que contárselo a alguien.
—Contarlo es una mierda —afirmó el fantasma, y le dirigió una sonrisa de tan abyecta malevolencia que Tell quedó horrorizado—. Las únicas cosas que importan son mostrar… y comer. Comer habría sido mejor.
Había desaparecido.
Tell miró hacia abajo y vio que las moscas también habían desaparecido.
Tenía que ir al cuarto de baño. Sintió una necesidad repentina y perentoria de ir allí.
Entró en el retrete, cerró la puerta, se bajó los pantalones y se sentó en la taza. Esa noche se fue a casa silbando. Un hombre de costumbres regulares es un hombre feliz, solía decir su padre.
Debía ser cierto, pensó Tell.