Los pozos de Iverson

Cuando era joven no le tenía miedo a la oscuridad. Ahora soy viejo y he aprendido algunas cosas. Pero durante aquel lejano verano de 1913 en que me vi obligado a participar en la comunión con esa oscuridad que ahora parece estar tan cercana sólo tenía diez años. Recuerdo su sabor. Incluso ahora, tres cuartos de siglo después, soy incapaz de remover la tierra negra del jardín o de permanecer a solas en el silencio del patio trasero de mi nieto después de que el sol se haya ocultado sin sentir algo parecido al roce de unos dedos fríos sobre mi nuca.

El pasado está muerto y enterrado, como suele decirse. Pero incluso las cosas enterradas a mayor profundidad tienen sus conexiones con el presente, raíces viejas y retorcidas que suben hasta la superficie, y yo soy una de esas conexiones. Y, sin embargo, no hay nadie con quien entrar en contacto, nadie a quien contárselo… Mi hija murió de cáncer en 1953. Mi nieto ya ha entrado en la madurez y es un producto de los años de Eisenhower, ese período de interminable gestación en los que todo el mundo prosperaba, estaba lleno de confianza en sí mismo y volvía sus ojos hacia el futuro. Paul lleva veintitrés años enseñando ciencias naturales en la secundaria local y si le hablara de lo que ocurrió aquel primer y cálido día del mes de julio de 1913 pensaría que estoy loco o que chocheo.

Mis bisnietos, un chico y una chica que se hallan en esa edad donde se encuentran pocas razones para prestarle atención a distinciones tan insignificantes como el sexo, no podrían imaginarse un pasado tan antiguo e irrecuperable como el de mi infancia antes de la Gran Guerra y mucho menos podrían imaginar la realidad hecha de sangre y cuero de la era de la Guerra de Secesión donde se originó el oscuro mensaje que llevo conmigo. Mis bisnietos son seres tan exuberantes y desprovistos de mente como los peces de colores que Paul tiene en su lujoso acuario, criaturas libres de los terrores y las mareas del océano de la historia que viven cómodamente en su ignorancia casi absoluta de todo cuanto tuvo lugar antes de ellos, los Big Macs y la televisión por cable.

Ésa es la razón de que me pase las horas sentado en el patio de Paul (intento recordar cuál fue la razón de que desviáramos nuestra atención del porche delantero a las calles y las aceras para acabar concentrándonos en el aislamiento rodeado de vallas de nuestros propios patios traseros, pero no lo consigo) y observo la vieja fotografía de un niño de diez años con una expresión muy seria que viste su uniforme de boy scout.

El niño lleva ropas demasiado gruesas para un día de verano tan cálido: su cuerpecito casi se pierde bajo la chaqueta de lana, el sombrero de ala ancha, los holgados pantalones de lana y esas incómodas botas cuyos cordones llegan hasta casi la rodilla. No sonríe: parece la solemne miniatura de un recluta, cuatro años antes de que casi todas las familias tengan que preocuparse por el destino de algún miembro suyo que ha sido reclutado. El niño soy yo, naturalmente, y estoy de pie ante el carro de hielo del señor Everett ese día de junio en el que me faltaba poco para emprender un viaje mucho más largo en el tiempo, un viaje que me llevaría a sitios mucho más inimaginablemente distantes de lo que ninguno de nosotros pudiera haber soñado jamás.

Contemplo la fotografía sabiendo que ahora los carros del hielo sólo existen como recuerdos borrosos encerrados en cráneos que envejecen, que la casa visible en segundo plano fue derribada hace mucho tiempo para ser sustituida por un edificio de apartamentos que a su vez fue sustituido por un centro comercial, que el cuero, la lana y el algodón del uniforme de boy scout se pudrieron, dejando tras ellos sólo los botones de latón y al niño para que acabara perdiéndose en algún sitio y que —tal y como explicaría Paul—, todas las células que forman el cuerpo de ese niño tan serio han sido reemplazadas varias veces. Sospecho que para empeorar… Paul diría que el ADN es el mismo y luego daría una explicación que consigue producir la impresión de que la única continuidad que hay entre el yo de ahora y el yo de entonces es un pequeño parásito-arquitecto que no se entera de nada y que sonríe astutamente escondido en todas las células de ese yo-entonces y ese yo-ahora que, por lo demás, no guardan ninguna relación entre sí.

Paparruchas.

Contemplo ese rostro delgado, esos labios flacos, esos ojos con los párpados a medio cerrar para protegerse de la luz de un sol que tenía setenta y cinco años menos (y calentaba más, estoy seguro de ello pese a las afirmaciones de la razón y las verdades de la ciencia que Paul enseña en la secundaria), y siento la hebra de semejanza que une a ese niño de diez años que no sospecha nada de cuanto va a ocurrirle —qué confiado está para su edad, como si no le tuviera miedo a nada…—, con el viejo que ha aprendido a tener miedo de la oscuridad.

Me gustaría poder advertirle.

El pasado está muerto y enterrado. Pero ahora sé que las cosas enterradas suelen salir a la superficie cuando menos te lo esperas.

En el verano de 1913 la Comunidad de Pennsylvania se preparó para la mayor invasión de veteranos que la nación había visto en toda su existencia. El Departamento de Guerra mandó invitaciones para una Gran Reunión de veteranos de la Guerra de Secesión que conmemoraría el quincuagésimo aniversario de los tres días de combates que tuvieron lugar en Gettysburg.

Los periódicos de Pennsylvania se pasaron toda esa primavera dando detalles sobre el acontecimiento. Se esperaba la llegada de unos 40.000 veteranos. A mediados de mayo la cifra había subido a los 54.000 y la Asamblea General tuvo que votar la concesión de fondos adicionales con que complementar el presupuesto acordado por el Ejército. Celia, la prima de mi madre, nos escribió desde Atlanta diciendo que las Hijas de la Confederación y otros grupos afiliados a la Unión de Veteranos Confederados hacían cuanto estaba en su poder para mandar a sus ancianos al norte en una última invasión.

Mi padre no era veterano. Antes de mi nacimiento decía que los problemas con España eran «la guerra del señor Hearst» y cinco años después de la Reunión de Gettysburg se referiría a los problemas de Europa llamándolos «la guerra del señor Wilson». Para aquel entonces yo ya estaba en la secundaria: mis compañeros de clase luchaban por alistarse para darle una buena lección a los alemanes, pero yo había empezado a compartir los sentimientos de mi padre; ya había visto una parte excesiva del legado de la guerra.

Pero a finales de la primavera y comienzos del verano de 1913 habría dado cualquier cosa por estar en Gettysburg con esos veteranos, por oír los discursos, ver los estandartes de batalla y agazaparme en la Madriguera del Diablo viendo cómo esos ancianos repetían por última vez la carga de Pickett.

Y entonces me llegó la oportunidad de estar allí.

Entré en los boy scouts después de mi cumpleaños, en febrero. Por aquel entonces los boy scouts eran una idea relativamente nueva —los primeros grupos de los Estados Unidos sólo tenían tres años de existencia—, pero en la primavera de 1913 todos los niños que conocía o eran boy scouts o estaban esperando el momento de ingresar en algún grupo.

El reverendo Hodges formó la primera Tropa en Chestnut Hill, el pueblecito situado a las afueras de Pennsylvania donde vivíamos, que ahora es un suburbio de la ciudad. El reverendo sólo aceptaba niños de buen carácter y una fuerte fibra moral: niños presbiterianos, en definitiva. Yo llevaba tres años cantando en el coro presbiteriano de la Cuarta Avenida, y tres días después de haber cumplido los diez años obtuve el permiso para convertirme en boy scout pese a que tenía una constitución algo débil y era totalmente incapaz de hacer un nudo.

A mi padre no acabó de gustarle. Nuestros uniformes de boy scouts bien podrían haber sido desechos del ejército. Todo el atuendo —desde las botas con suelas claveteadas hasta los sombreros de campaña— parecía pensado para convertirnos en pequeños soldados que se ahogaban en metros de tela color caqui y grandes dosis de virtudes militares. El reverendo Hodges nos hacía pasar las tardes de los martes y los jueves de cuatro a seis en el campo de fútbol de la secundaria, así como las mañanas de los sábados de las siete hasta las diez, y allí practicábamos el arte de marchar en formación y aplicarnos vendajes de emergencia los unos a los otros hasta que nuestra Tropa adquirió el aspecto de un grupo de momias con retazos de tela caqui asomando a través de nuestras vendas. Las tardes de los miércoles nos reuníamos en el sótano de la iglesia para aprender el Código Morse —lo que el reverendo llamaba Código General de Servicio—, y practicar nuestras señales de semáforo.

Mi padre me preguntó si estábamos entrenándonos para volver a librar la guerra de los bóers. Yo ignoré su ironía, me pasé aquellas cada vez más cálidas semanas de mayo sudando bajo mi uniforme caqui de lana y disfruté hasta el último segundo de aquel período.

Cuando el reverendo Hodges visitó nuestra casa a principios de junio para informar a mis padres de que la Comunidad había pedido que todas las Tropas de boy scouts de Pennsylvania mandaran representantes a Gettysburg para ayudar en la Gran Reunión supe que una Intervención Divina me permitiría ser miembro del grupo formado por el reverendo Billy Stargill, que entonces tenía trece años (y que acabaría muriendo en Argonne) y un niño bastante gordo y con la cara llena de granos cuyo nombre no recuerdo, y que pasaría cinco días en Gettysburg.

Mi padre no se mostró muy entusiasmado pero a mi madre no le cupo duda de que aquello era un honor único, por lo que la mañana del 30 de junio posé ante el carro de hielo del señor Everett para la cámara del doctor Lowell, empresario de pompas fúnebres de Chestnut Hill y fotógrafo oficial del pueblo, y un poco después de las dos de aquel mismo día me reuní con el reverendo y mis dos camaradas de armas para el trayecto de tres horas en tren hasta Gettysburg.

Pagamos la tarifa de viaje de los veteranos, un centavo por milla: era parte de la celebración. El trayecto en tren me costó un dólar con veintiún centavos. Nunca había estado en Gettysburg. Nunca había pasado una noche fuera de casa.

Llegamos a última hora de la tarde; estaba cansado, tenía sed, calor y sentía una apremiante necesidad de ir a los lavabos, ya que no me había atrevido a usar el retrete del tren. La pequeña ciudad de Gettysburg era un amasijo de gente, confusión, ruido, caballos, automóviles y viejos vestidos con uniformes de tela muy gruesa que olían a naftalina. Avanzamos tambaleándonos detrás del reverendo Hodges siguiéndole a través de callejones fangosos flanqueados por edificios envueltos en banderas y guirnaldas. Los hombres superaban a las mujeres en una proporción de diez a uno y casi todas las calles principales eran un mar de gorras militares y sombreros de paja. El reverendo fue a la recepción del hotel Eagle para enterarse de las instrucciones dejadas por sus superiores de los scouts y yo aproveché la ocasión para meterme por un pasillo y buscar un lavabo público.

Media hora después metimos nuestras bolsas de viaje en la parte trasera de una especie de camioneta y partimos hacia el suroeste de Gettysburg, donde estaba la ciudad de tiendas de la Reunión. Una docena de niños y sus jefes de grupo se amontonaban en los tres bancos mientras el vehículo se abría paso por el abundante tráfico que llenaba la calle Franklin, dejando atrás el hospital temporal de la Cruz Roja que había en cada acera y una docena de transportes del Cuerpo de Ambulancias aparcados en el lado oeste. Acabamos metiéndonos por un camino llamado Long Lane y llegamos a un mar de tiendas que parecía extenderse hasta el infinito.

Ya eran más de las siete y la luz del atardecer iluminaba miles de pirámides de lona que cubrían cientos de acres de tierra de granja. Estiré el cuello para ver cuál de aquellas colinas distantes era Cemetery Ridge y qué montón de rocas era Little Round Top. Dejamos atrás a policías del estado montados en sus caballos, transportes del Ejército tirados por mulas, enormes montones de leña y grupos de tahonas portátiles junto a las que todavía flotaba el aroma del pan recién cocido.

El reverendo Hodges se volvió hacia nosotros.

—Me temo que nos hemos perdido la cena, chicos —dijo—. Pero no tenemos apetito, ¿verdad?

Meneé la cabeza pese a que mi estómago ya sentía los retortijones del hambre. Mi madre me había preparado un paquete con pollo frito y galletas para el tren pero el reverendo se había comido el muslo y el niño gordo me había pedido que le diera el resto. Yo me encontraba demasiado nervioso para comer.

Giramos hacia la derecha por la Avenida Este, un gran sendero de tierra apisonada a cuyos lados había pulcras hileras de tiendas. Busqué en vano la Gran Tienda sobre la que había leído en los periódicos, un inmenso entoldado con espacio suficiente para albergar 13.000 sillas donde el presidente Wilson hablaría el viernes, cuatro de julio: aún faltaban cuatro días para eso. El sol estaba ocultándose y su masa rojiza se cernía por entre la calina del oeste, la atmósfera estaba cargada de polvo y olía a hierba pisoteada y a lona recalentada por el sol. Me moría de hambre, tenía el pelo lleno de polvo y arenilla entre los dientes. No recuerdo haber sido más feliz en mi vida.

Nuestro Puesto de Boy Scouts se encontraba en el extremo oeste de la Avenida Este, a cien metros de una hilera de cocinas portátiles colocada en el centro de las tiendas reservadas a los veteranos de Pennsylvania. El reverendo Hodges nos indicó cuáles eran nuestras tiendas y nos ordenó que volviéramos rápidamente al puesto para enterarnos de cuáles serían nuestras tareas del día siguiente.

Dejé mi bolsa de viaje encima de un catre en una tienda que no estaba lejos de las letrinas. Tardé un poco en ordenar mis cosas y cuando alcé los ojos vi que el niño gordo estaba durmiendo en otro catre y que Billy había desaparecido. Un tren pasó rugiendo por las vías de Gettysburg y Harrisburg, que estaban a unos cincuenta metros de distancia. La idea de que pudieran marcharse sin mí me hizo sentir tal pánico que volví corriendo a la tienda de los jefes de grupo para recibir mis instrucciones.

No había ni rastro de Billy y el reverendo Hodges, pero un hombre gordo con un bigote rubio que llevaba unas gafas de cristales gruesos y vestía un uniforme de jefe de grupo que le venía pequeño se encargó de darme la bienvenida.

—¡Eh, scout! —dijo secamente.

—¿Sí, señor?

—¿Te han dado instrucciones?

—No, señor.

El hombre gordo lanzó un gruñido y hurgó en el montón de cartones amarillos colocados sobre el tablón que utilizaba como mesa. Cogió uno, lo miró y lo ató con un cordel al botón del bolsillo izquierdo de mi pecho. Ladeé el cuello para leer lo que ponía. Unas letras de color azul claro escritas a máquina decían: MONTGOMERY, P.D., Cap. 20 Reg. C.N., SEC. 27, PUESTO 3424, Veteranos Carolina del Norte.

—¡Bueno, chico, en marcha! —me dijo el jefe de grupo.

—Sí, señor —dije yo y corrí hacia la entrada de la tienda pero me detuve antes de llegar a ella—. Señor…

—¿Qué pasa? —El jefe de grupo ya estaba colocando otro cartón en el pecho de otro boy scout.

—¿Adónde tengo que ir, señor?

El hombre gordo movió los dedos como si estuviera ahuyentando a un insecto.

—Tienes que ir a buscar al veterano que se te ha asignado, naturalmente.

Contemplé el cartón.

—¿El capitán Montgomery?

—Sí, sí. Si eso es lo que dice ahí, claro.

Tragué aire.

—¿Y dónde puedo encontrarle, señor?

El hombre gordo frunció el ceño, dio cuatro pasos hacia mí poniendo cara de irritación y examinó el cartón a través de los gruesos cristales de sus gafas.

—El 20 de Carolina del Norte… Sección 27…, por ahí.

Movió el brazo en un gesto que abarcó las vías del ferrocarril, un arroyo distante con las orillas cubiertas de árboles, el sol poniente y otra ciudad de tiendas situada en una colina donde había centenares de tiendas piramidales a las que el crepúsculo arrancaba destellos rojizos.

—Disculpe, señor, pero ¿qué hago cuando encuentre al capitán Montgomery? —le pregunté a la espalda del jefe de grupo, que ya estaba alejándose de mí.

El hombre gordo se detuvo y me miró por encima del hombro con un disgusto mal disimulado que jamás había supuesto que un adulto sería capaz de mostrar hacia alguien de mi edad.

—Haz lo que él quiera que hagas, so tonto —me dijo secamente—. Y ahora, ¡vete!

Me di la vuelta y corrí hacia el lejano campamento de los Confederados.

Me abrí paso por entre las largas hileras de tiendas. Estaban empezando a encender las linternas. Centenares de viejos de largas patillas, muchos de ellos vestidos con uniformes de gruesa tela gris, estaban sentados en sillas plegables o en catres, bancos y trozos de madera, fumando, hablando y escupiendo bajo la creciente penumbra del ocaso. Me perdí dos veces y dos veces recibí instrucciones dadas por voces que arrastraban las palabras y hablaban con tal acento sureño que las comprendí tan mal como si me las hubieran dado en alemán.

Acabé encontrando al contingente de Carolina del Norte: estaba metido entre los campamentos de Alabama y Missouri, muy cerca de los Virginianos del Oeste. En los años que han transcurrido desde entonces me he preguntado muchas veces por qué pusieron a los veteranos de Virginia del Oeste en pleno centro del campamento rebelde, ya que ellos habían sido leales a la Unión.

La Sección 27 era la última fila del lado este del campamento de Carolina del Norte y el Puesto 3424 correspondía a la última tienda de la fila. La tienda estaba a oscuras.

—¿Capitán Montgomery?

Mi voz apenas llegó a la categoría de susurro. No obtuve ninguna respuesta, así que metí la cabeza en el interior de aquella tienda sumida en las tinieblas para asegurarme de que el veterano no estaba en casa. Pensé que no era culpa mía que el viejo caballero no estuviera allí cuando le llamé. Iría a buscarle por la mañana, le escoltaría hasta la tienda del desayuno, me encargaría de hacerle los recados necesarios, le ayudaría a encontrar la letrina, a sus antiguos camaradas de armas o lo que fuera. Por la mañana. Ahora lo que debía hacer era volver corriendo al Puesto de Boy Scouts, encontrar a Billy y al reverendo Hodges y ver si alguien tenía unas cuantas galletas guardadas dentro de su bolsa de viaje.

—Te he estado esperando, chico.

Me quedé helado. La voz había surgido de la oscuridad que había en lo más profundo de la tienda. Era una voz del sur, sí, pero el tono era tan seco como las cenizas y la edad la había vuelto algo quebradiza. Me imaginé que ésa sería la voz que los muertos usarían para darle órdenes a quienes seguían estando al otro lado de la tumba.

—Entra, Johnny. ¡Paso ligero!

Entré en aquella tienda recalentada que olía a lona y parpadeé. Intenté tragar aire pero necesité un par de segundos para conseguirlo.

El anciano que yacía sobre el catre se apoyaba en los codos de tal forma que sus hombros parecían alas recortándose en la penumbra, unos miembros de depredador que se alzaban sobre un manchón borroso formado por el gris de la ropa y la piel, los ojos clavados en mí y unos galones descoloridos. Se cubría la cabeza con una gorra informe que en tiempos debió enorgullecerse de poseer una visera y una copa redonda, pero que ahora sólo servía para que su rostro quedara sumido en una sombra aún más oscura. Una nariz parecida a un pico emergía de la penumbra dominando los mechones de barba blanca, unos labios flacos y de un color purpúreo y unos cuantos dientes afilados que relucían en el negro agujero de una boca. Por primera vez en mi vida comprendí que una boca humana no era sino una abertura que daba al cráneo. Las cuencas del anciano eran pozos de sombra sobre los que había unas cejas todavía negras. Las mejillas se habían ahuecado y parecían talladas con un cuchillo. Unas manos enormes cubiertas de manchitas marrones y deformadas por la edad y la artritis relucían con una blancura casi sobrenatural en la penumbra, y vi que una de sus piernas terminaba en la pulida negrura de una bota de media caña, pero la otra terminaba bruscamente por debajo de la rodilla. Pude ver la pernera del pantalón enrollada sobre un retazo de piel pálida y llena de cicatrices que se tensaba envolviendo al hueso del muñón.

—Maldita sea, chico, ¿has traído el carro?

—¿Cómo dice, señor? —Mi voz era el chirrido asustado de una cigarra.

—El carro, Johnny, maldita sea. Necesito un carro. Deberías saberlo, chico. —El anciano se incorporó, pasó su pierna y su muñón por el borde del catre y empezó a hurgar en su chaqueta.

—Lo siento, capitán Montgomery…, eh…, usted es el capitán Montgomery, ¿verdad, señor?

El anciano dejó escapar un gruñido.

—Bueno, señor, capitán Montgomery, no me llamo Johnny, me llamo…

—¡Maldita sea, chico! —rugió el anciano—. ¡Deja de hacer ruido y ve a buscar ese maldito carro! Necesitamos llegar a los Pozos antes que ese bastardo de Iverson.

Abrí la boca para contestarle, pero lo que vi me dejó sin aliento con que hablar: el capitán Montgomery acababa de sacar un revólver de entre los pliegues de su chaqueta. Era un arma inmensa de color gris que olía a aceite y tuve la seguridad de que aquel viejo loco iba a matarme con ella. Me quedé paralizado, con los pulmones tan vacíos de aire como si el viejo confederado me hubiera golpeado en el plexo solar con el cañón de aquel arma formidable.

El anciano dejó el revólver sobre el catre, metió la mano entre las sombras que había debajo y sacó de ellas un conjunto de tiras, hebillas y caoba que un segundo después identifiqué como una tosca pierna de madera.

—Vamos, Johnny —murmuró, doblándose sobre sí mismo para colocarse aquel horrible artefacto—. Llevo demasiado tiempo esperándote. Sé buen chico y ve a buscar el carro. Cuando vuelvas ya estaré preparado.

—Sí, señor —logré decir, me di la vuelta y salí corriendo.

No tengo ninguna explicación racional con que justificar lo que hice a continuación. Tendría que haber hecho lo más natural, aquello que me exigían todas las fibras de mi cuerpo aterrorizado…, tendría que haber vuelto corriendo al Puesto de Boy Scouts, buscar al reverendo Hodges, informarle de que mi veterano era un loco armado con un revólver y pasarme toda la noche durmiendo mientras los adultos se encargaban de resolver aquel embrollo. Pero en aquellos momentos yo no era una criatura totalmente racional. (Me pregunto si habrá algún niño de diez años que lo sea.) Estaba cansado, tenía hambre y ya empezaba a echar de menos mi casa aunque hacía menos de siete horas que había salido de allí; no sabía muy bien en qué tiempo o espacio me hallaba y —quizá fuera el factor más importante— no estaba acostumbrado a desobedecer las órdenes que me daban. Y, sin embargo, estoy seguro de que habría vuelto corriendo al Puesto de Boy Scouts sin pensármelo dos veces de no ser por aquella última imagen del anciano doblado sobre sí mismo intentando colocarse esa terrible pierna de madera. Pensar en él sosteniéndose sobre esa horrible pata de palo, perdido en el crepúsculo aguardando confiadamente un carro que nunca llegaría…, no, era más de lo que podía soportar.

Y, como si el mismísimo destino se hubiera encargado de todo, encontré un carro abandonado con sus dos caballos a menos de cien metros de la tienda del capitán Montgomery. La parte trasera del carro estaba llena de mantas, pero el conductor y los descargadores no eran visibles por parte alguna. El tiro de caballos era un poco viejo y tenía la grupa bastante caída pero se mostró lo bastante dócil para dejarse coger de las riendas y obedecerme: les hice dar la vuelta y tiré de ellos haciéndoles subir por la colina.

Nunca había montado a caballo y jamás había conducido un carro. Estábamos en el año 1913 pero aun así ya me había acostumbrado a ir en automóvil. Las calles de Chestnut Hill seguían viendo algún que otro carro y carruaje de paseo, pero ya se los consideraba casi pintorescos y condenados a desaparecer. El señor Everett, el hombre que nos traía el hielo, no dejaba que los chicos se subieran al carro y su caballo tenía la costumbre de morder a cualquier niño que se le pusiese lo bastante cerca.

Guié cautelosamente a los caballos colina arriba intentando mantener mis nudillos lo más lejos posible de sus dientes. La idea de que estaba robando el carro jamás llegó a pasarme por la cabeza. El capitán Montgomery necesitaba un carro y mi trabajo consistía en proporcionárselo.

—Buen chico, Johnny. Bien hecho… —Fuera de la tienda el anciano seguía pareciendo casi tan formidable como en la penumbra del interior. Su larga chaqueta gris colgaba sobre su cuerpo en una masa de pliegues y arrugas y aunque no vi el revólver estaba seguro de que lo llevaba encima, listo para utilizarlo. Una pesada bolsa de lona colgaba de una tira pasada sobre su hombro derecho. Sólo entonces vi la insignia descolorida que había en la parte delantera de su gorra y las tres medallitas prendidas en su chaqueta. Los galones eran tan viejos que no pude distinguir sus colores. La nuca del capitán me recordó aquel amasijo de cuerda suspendido sobre las oscuras fauces del viejo pozo que había detrás de nuestra casa—. Ven, chico. Tenemos que movernos deprisa si queremos llegar antes que ese hijo de perra de Iverson… —El anciano se subió al pescante con un gran giro de su pierna de madera y agarró las riendas con unos puños que parecían raíces nudosas. Corrí hacia la parte izquierda del carro y salté al pescante sin la más mínima vacilación.

Aquel último anochecer de junio Gettysburg estaba llena de luces y actividad, pero cuando atravesamos el pueblo yendo hacia el norte la noche me pareció especialmente oscura y vacía. Las luces de los hoteles y las casas parecían tan lejanas y tan indiferentes a nuestros propósitos —fueran cuales fuesen—, que tuve la impresión de que no eran sino el pálido y frío resplandor de las luciérnagas que agonizan dentro de un recipiente de cristal.

Unos minutos después dejamos atrás los últimos edificios de la parte norte del pueblo y nos desviamos hacia el noroeste por lo que luego supe era el camino de Mummasburg. Un instante antes de atravesar el oscuro telón de unos árboles me di la vuelta en el pescante y vi una última y fugaz imagen de Gettysburg y el Gran Campamento de la Reunión que había más allá. Las luces del pueblo parecían débiles chispazos, pero las llamas de los centenares de hogueras y fuegos encendidos en la Ciudad de Tiendas brillaban con fuerza en la noche. Contemplé aquellas constelaciones de fuegos y comprendí que aquella noche los veteranos acurrucados a su alrededor superaban en número a los jóvenes que formaban los ejércitos de muchas naciones. Me pregunté si Cemetery Ridge y la colina Culp le habrían ofrecido el mismo espectáculo a las tropas confederadas que llegaron allí cincuenta años antes.

Y, de repente, una idea terrible me heló el alma: cincuenta años antes la Muerte había celebrado una gran fiesta y 140.000 invitados habían acudido a ella vestidos con sus galas funerarias. Mi padre me había contado que los soldados que iban a entrar en combate solían llevar pedacitos de papel sujetos con alfileres a los uniformes para que sus cuerpos pudieran ser identificados en cuanto la matanza hubiera terminado. Miré hacia la derecha como si esperara ver un pedacito de papel amarillento sujeto al pecho del anciano, con su nombre, rango y lugar de nacimiento garrapateados en él. Y entonces, con un escalofrío, me di cuenta de que era yo quien llevaba un cartoncito identificándome.

Me volví hacia las luces y me maravillé, porque cincuenta años después de aquel oscuro festival de la Muerte 50.000 supervivientes habían vuelto para una segunda celebración.

Nos internamos en el bosque y no pude seguir viendo las hogueras del Campamento de la Reunión. La única luz venía de la cada vez más débil claridad emitida por el cielo veraniego que se filtraba a través de las ramas, y el ocasional parpadeo de las luciérnagas esparcidas a lo largo del camino.

—No te acuerdas de Iverson, ¿eh, chico?

—No, señor.

—Toma. —Me puso algo entre los dedos. Me incliné sobre el objeto forzando la vista y me di cuenta de que era una vieja foto con los cantos arrugados y medio rotos. Logré distinguir el cuadrado blanquecino de un rostro y unas sombras que podrían haber sido bigotes. El capitán Montgomery me la quitó—. No ha venido a la maldita reunión —murmuró—. Me he pasado todo el maldito día buscándole. No ha llegado. No esperaba que lo hiciera. El periódico de Atlanta dijo que murió hace dos años. Malditos mentirosos…

—Oh —dije yo.

Los cascos de los caballos apenas si hacían ruido en el sendero de tierra. Los campos junto a los que pasábamos estaban tan vacíos como mi mente.

—Malditos mentirosos… —repitió el capitán—. Volverá. No hay duda de que volverá, ¿verdad, Johnny?

—No, señor.

Llegamos a la cima de una colina y el anciano hizo que el carro fuera más despacio. Su pata de palo había estado golpeando la madera del pescante con un sonido rítmico y el ir más despacio alteró el sonido. Ya habíamos dejado atrás la parte más frondosa del bosque: campos sumidos en la oscuridad se extendían a derecha e izquierda entre grupos de árboles y muretes de piedra.

—Maldición —dijo el anciano—. ¿Has visto la casa Forney, chico?

—Yo…, no, señor, no lo creo.

No tenía ni idea de si habíamos pasado junto a la casa Forney. No tenía ni idea de quién era Forney. No tenía ni idea de que hacía aquí, perdido de noche en el campo con aquel viejo tan extraño. Me di cuenta de que estaba a punto de echarme a llorar, y eso me sorprendió.

El capitán Montgomery tiró de las riendas y detuvo el carro bajo unos árboles que había a la derecha del camino. Intentó bajar del pescante, jadeando y resoplando.

—Ayúdame a bajar, chico. Ha llegado la hora de acampar.

Fui corriendo a ofrecerle mi mano pero el anciano usó mi hombro como punto de apoyo y se dejó caer pesadamente al suelo. Su cuerpo desprendía un extraño olor a rancio que me recordó un viejo colchón empapado de orina que había en un cobertizo cercano a las vías, detrás de nuestra escuela: Billy decía que los vagabundos dormían en él. Ya había oscurecido. Vi brillar la Osa Mayor sobre un campo al otro lado del camino. A nuestro alrededor los grillos y los sapos arbóreos estaban empezando a afinar sus voces para la sinfonía nocturna.

—Trae unas mantas, chico.

El anciano había cogido una rama caída para usarla como bastón y empezó a moverse torpemente por entre los árboles. Cogí unas cuantas mantas del ejército y le seguí.

Atravesamos un campo de trigo, dejamos atrás una hilera de árboles y trepamos por una pendiente cubierta de hierba para acabar deteniéndonos bajo un árbol: sus grandes hojas se movían impulsadas por la brisa nocturna. El capitán me dijo cómo debía colocar las mantas para preparar un par de lechos improvisados y se fue inclinando hasta quedar con la espalda apoyada en el árbol y la pierna de madera reposando en el tobillo que le quedaba.

—¿Tienes hambre, chico?

Asentí en la oscuridad. El anciano hurgó en su bolsa de lona y me entregó varias tiras de algo que pensé era carne pero que sabía a cuero salado. Tuve que masticar el primer pedazo durante casi cinco minutos antes de conseguir ablandarlo lo suficiente para que pudiese tragarlo. Mis labios y mi lengua ya habían empezado a latir sintiendo la picadura de la sed cuando el capitán me pasó un odre de agua y me mostró cómo hacer que el chorro me cayera en la boca.

—Buen tasajo, ¿eh, chico? —me preguntó.

—Delicioso —le respondí con toda sinceridad y me las arreglé para tragar otro pedazo.

—Ese Iverson era un hijo de perra y un inútil —dijo el capitán con la boca llena de tasajo. Era como si estuviese completando la frase que había iniciado media hora antes en el carro—. Si esos imbéciles de mi regimiento no le hubieran nombrado comandante del campamento antes de que empezara la guerra habría sido un hijo de perra inofensivo, pero ese nombramiento hizo que Iverson se convirtiera automáticamente en coronel y cuando logramos internarnos en el Norte ese pequeño bastardo estaba al mando de nada menos que toda una maldita brigada de Rodes.

El anciano hizo una pausa para dedicarse a masticar el tasajo con los pocos dientes que le quedaban mientras yo pensaba que la única persona a la que había oído blasfemar tanto como él era al señor Bolton, el viejo jefe de bomberos que solía sentarse delante del cuartelillo que había en la Tercera y le contaba historias a los nuevos reclutas, sin darse por enterado de que entre su público había bastantes niños que no habían sido invitados. Pensé que quizá fuera algo relacionado con el hecho de llevar uniforme.

—Alfred, así se llamaba… —dijo el capitán. Habló en voz muy baja, como si estuviera absorto en sus pensamientos, y su acento sureño era tan fuerte que el significado de cada palabra llegaba a mi mente unos segundos después de que el sonido hubiera entrado en mis orejas. Era como estar tumbado en la cama, empezando a soñar, oyendo las voces de mi padre y mi madre que subían escalera arriba para abrirse paso por entre la cortina del sueño, o como si un hechizo me permitiera comprender un idioma extranjero. Cerré los ojos para oír mejor—. Alfred —repitió el capitán—, igual que su papaíto. Su papaíto había sido senador de Georgia, y era muy amigo del presidente. —Sentía la mirada del anciano clavada en mí—. El presidente Davis… Fue Davis quien le concedió su primer nombramiento, cuando él también era senador. Eso ocurrió durante los problemas con México y cuando tuvimos una auténtica guerra Iverson y su papaíto organizaron todo un regimiento. En esos días cuando una familia tan condenadamente rica como los Iverson quería jugar a los soldaditos se compraban un regimiento. Compraban los malditos uniformes, los caballos y todo lo demás… Así es como consiguieron ser oficiales. Unos malditos adultos jugando con sus soldaditos de plomo, chico. Sólo que en cuanto empezó la guerra nosotros éramos los soldaditos de plomo…

Abrí los ojos. No recordaba haber visto tantas estrellas en toda mi vida. Las constelaciones iban cayendo hacia el horizonte sobre la curva de la ladera y había muchas más visibles por entre las oscuras masas de los árboles. La Vía Láctea atravesaba el cielo como si fuera un puente. O como las huellas de un ejército desaparecido hacía ya mucho tiempo…

—Sí, lo de Iverson fue una condenada mala suerte —dijo el capitán— porqué la brigada era buena y el 20 de Carolina del Norte era el mejor regimiento de todo el condenado cuerpo de ejército de Ewell. —El anciano cambió de postura y volvió a clavar sus ojos en mí—. En Sharpsburg tú aún no estabas con nosotros, ¿verdad, Johnny?

Meneé la cabeza sintiendo un escalofrío que me subía por la espalda al oírle llamándome por el nombre de otro niño. Me pregunté dónde estaría ahora ese niño.

—No, claro que no —dijo el capitán Montgomery—. Eso ocurrió en el sesenta y dos. Aún estabas en la escuela. El regimiento seguía en Fredericksburg después de la campaña. Alguien dio la orden de que desfiláramos y la banda de Nate tocó Dixie y de repente la banda yanqui empezó a tocar Dixie desde el otro lado del Rapahannock. Ah, sí, chico, fue algo condenadamente extraño… La música llegaba con tanta claridad por encima del agua que era como si dos secciones de la misma banda estuvieran tocando al unísono. Los chicos del 20 que formaban nuestra banda empezaron a tocar Yankee Doodle y todos los que desfilábamos bajo ese sol tan frío empezamos a ponernos un poco nerviosos, puedo asegurártelo. Cuando nuestros chicos acabaron de tocar Yankee Doodle las dos bandas empezaron a tocar Hogar, dulce hogar. Al mismo tiempo, como si lo hubieran ensayado… Perry, el viejo Thomas, Jeffrey, yo…, todo el mundo empezó a cantar la letra sin pensarlo, y hasta el teniente Williams empezó a cantarla, sí, señor, el joven señor Oliver en persona, y unos instantes después toda la brigada estaba cantando, y los malditos yanquis también cantaban, y sus voces nos llegaban desde el otro lado del Rapahannock y se unían a las nuestras como si fuéramos un inmenso coro que se había dispersado por alguna clase de accidente. Sí, chico, te lo aseguro, fue como cantar con fantasmas, y era como si nosotros también fuéramos fantasmas…

Cerré los ojos para oír aquellas voces cantando esa canción tan dulce y triste y de repente comprendí que hasta los adultos podían sentirse muy solos y echar de menos su casa tanto como yo la había echado de menos aquel atardecer…, sí, hasta los soldados podían sentir eso. Al comprenderlo me di cuenta de que ya no sentía aquella añoranza. Tuve la sensación de estar donde debía, formando parte del ejército del capitán, parte de todos los ejércitos acampados lejos del hogar, sin saber qué traería consigo el día siguiente pero alegrándome de estar con mis amigos. Mis camaradas… Las voces eran tan reales y tristes como el suspiro del viento que corría por entre las hojas de mediados del verano.

El capitán se aclaró la garganta y escupió.

—Y ese bastardo de Iverson acabó con todos —dijo. Oí el sonido de las hebillas: estaba quitándose la pierna de madera.

Abrí los ojos y vi cómo se tapaba los hombros con la manta y volvía el rostro hacia un lado.

—Duerme un poco, chico —dijo con la voz medio ahogada por la manta—. Nos pondremos en marcha con la primera luz del alba.

Me subí la manta hasta el cuello y apoyé la mejilla en la tierra oscura sobre la que estaba tumbado. Traté de oír el cántico pero las voces se habían esfumado. Me dormí arrullado por el sonido del viento entre las hojas, murmullos irritados que se perdían en la noche.

Desperté un poco antes del amanecer y la falsa claridad de esas horas me permitió ver el rostro del capitán Montgomery a unos centímetros del mío. La gorra había resbalado de su cráneo durante la noche y la parte superior de su cabeza era un mapa en relieve: tenía el cuero cabelludo de color rojizo, cubierto de cicatrices y manchas marrones, con algunos mechones de cabello blanco esparcidos aquí y allá. Fruncía el ceño como si estuviera pensando en algo. Sus cejas eran dos erupciones de vello oscuro y aunque tenía los párpados cerrados vi dos rendijas blancas asomando por entre ellos. Unos ronquidos muy suaves brotaban de aquella boca parecida a un odre roto y un delgado hilillo de baba le humedecía la patilla. Su aliento era tan seco y muerto como la primera ráfaga de aire que sale de una caverna abierta tras llevar siglos enteros olvidada.

Contemplé la carne de aquel viejo rostro marcado por el tiempo que dormía a unos centímetros del mío, me fijé en esos dedos hinchados y deformes que agarraban la manta en un gesto infantil y mi mente se iluminó con una claridad fugaz haciéndome percibir el terrible destino de mi propia longevidad: supe que la vejez era una maldición, una enfermedad, y que quienes fuéramos lo bastante desgraciados para sobrevivir a nuestra infancia estábamos condenados a sufrir y a perecer por ello. Pensé que quizá ésa fuera la razón por la que había tantos jóvenes dispuestos a morir en las guerras.

Me tapé la cara con la manta.

Cuando volví a despertarme, justo después del amanecer, el anciano estaba en pie a unos diez pasos del árbol con los ojos vueltos hacia Gettysburg. Sobre los árboles asomaba una cúpula blanca con la curva y los flancos pintados de oro por el sol. Logré quitarme las mantas en que me había enredado y me puse en pie, maravillándome ante el envaramiento de mis miembros y lo pegajoso que me sentía.

Nunca había dormido al aire libre. El reverendo Hodges nos había prometido una acampada, pero la Tropa había estado demasiado ocupada aprendiendo a desfilar y manejar las señales del semáforo. Decidí que quizá fuera mejor no tomar parte en la acampada. Me tambaleé sobre mis piernas medio dormidas y me pregunté cómo se las habría arreglado el capitán Montgomery para colocarse la pierna de madera sin despertarme.

—Buenos días, chico —me gritó cuando salí del bosque donde había hecho mis necesidades. Sus ojos seguían clavados en la cúpula que se alzaba hacia el suroeste.

Desayunamos debajo del árbol: más tasajo de buey y agua. Pensé en Billy, en el reverendo y los otros scouts y me pregunté qué estarían desayunando en las tiendas que había junto a las cocinas del campamento. Tortitas, probablemente. Acompañadas por bacón, quizá. Y, naturalmente, grandes vasos llenos de leche fría…

—Yo estaba aquí con el señor Oliver la mañana de aquel primer día cuando hicieron el recuento —dijo el anciano con voz cascada—. Había 1.470 hombres presentes y listos para entrar en combate, 114 oficiales. Yo no estaba entre ellos. Entonces aún tenía los galones de sargento. No ascendí hasta la segunda campaña… La noche anterior llegaron noticias de A. P. Hill: los federales estaban reuniendo tropas en el sur, probablemente para dejarnos aislados. Nuestra brigada fue la primera en desviarse hacia el sur acudiendo a la llamada de Hill.

»Bajamos por Heidlesburg Pike y oímos disparos, por lo que el general Rodes decidió llevamos a través del bosque hasta llegar a Oak Hill. —Se volvió hacia el este, girando silenciosamente sobre su pierna de madera mientras se protegía los ojos del sol—. Supongo que debió ser por allí… Ven aquí, Johnny. —El anciano se dio la vuelta y yo enrollé las mantas y me apresuré a seguirle colina abajo hacia el sureste. Hacia aquella cúpula distante…—. Entonces bajamos por el lado oeste de este risco, ¿verdad, chico? No había tantos árboles. Llevábamos caminando desde la salida del sol y llegamos aquí un poco después de lo que habría debido ser la hora de comer. La una, quizá la una y media… Los caballos llevaban los cascos envueltos en trapos. Creo que hicimos una parada a mitad de la pendiente para que Rodes pudiera instalar algunos cañones. Perry y yo nos alegramos de poder sentarnos. Perry quería empezar otra carta a nuestra madre pero yo le dije que no tendríamos tiempo. No lo tuvimos pero ojalá le hubiera dejado escribir aquella maldita carta.

»Desde donde estábamos podías ver a los yanquis viniendo por el camino de Gettysburg. Todo el mundo sabía que íbamos a entrar en combate. Maldita sea, chico, ya puedes dejar esas mantas en el suelo… Hoy no vamos a necesitarlas.

Dejé caer las mantas entre los hierbajos. Habíamos llegado al final de la pendiente cubierta de hierba y ahora sólo una valla de madera nos separaba de lo que supuse debía ser el camino por el que habíamos venido la noche anterior. El capitán pasó su pata de palo por encima de la valla y después de cruzarla los dos nos quedamos quietos durante un minuto o dos. Sentí el creciente calor del día bajo la forma de un espesamiento del aire y un leve palpitar en mis sienes. Y, de repente, empequeñecido por la distancia, oímos la música de una banda y gritos que llegaban del sur.

El capitán se sacó un sucio pañuelo rojo del bolsillo y se lo pasó por la frente y el cuello.

—Malditos idiotas —dijo—. Como si estuvieran en una feria ambulante… Qué estupidez, qué maldita y condenada estupidez…

—Sí, señor —dije yo automáticamente aunque todo mi ser vibraba de entusiasmo ante la idea de la Reunión y la realidad de estar con un veterano…, mi veterano…, caminando sobre el mismo suelo donde se había librado la batalla.

Me di cuenta de que un observador situado a cierta distancia podría habernos tomado por dos soldados. En ese momento habría cambiado alegremente mi uniforme caqui de boy scout por el color marrón o el iris de los confederados y habría acompañado al capitán para luchar por cualquier causa. En ese momento habría sido capaz de marchar contra los esquimales, si ello significaba formar parte de un ejército, levantarse al amanecer con tus camaradas, prepararse para la batalla y, en general, sentirse tan vivo como yo me sentía ahora.

El capitán había oído mi «sí, señor» pero mis ojos debieron decirle algo más porque le vi inclinarse hacia adelante, apoyando su peso en la valla hasta que su rostro casi estuvo pegado al mío.

—Maldita sea, Johnny, no vuelvas a dejarte engañar por todas esas estupideces. ¿Crees que esos imbéciles hijos de perra habrían recorrido toda esta distancia si fueran lo bastante honestos para admitir que estaban celebrando el aniversario de una carnicería?

Parpadeé.

Los hinchados dedos del anciano se cerraron sobre mi chaqueta.

—No es más que eso, chico, ¿no te das cuenta? Un maldito abbatoir construido aquí para triturar hombres y ahora están recordando lo que ocurrió, contándose anécdotas y llorando lágrimas de viejo por lo bien que se lo pasaron cuando nos metieron en él. —Movió la mano libre y señaló con un dedo hacia la cúpula—. ¿No lo ves, chico? Los corrales, los conductos y las salas de sacrificio…, sólo que no todo el mundo tuvo la suerte de que le reventaran el cráneo al primer golpe, no, algunos nos dejamos una parte en la trituradora y pudimos ver cómo los demás se iban hinchando y estallaban a causa del calor. Un maldito matadero, chico, donde te matan y te abren en canal…, tiran tus entrañas al maldito suelo y las apartan de una patada para poder acercarse al idiota que viene detrás…, te arrancan la carne de los huesos, los muelen para hacer fertilizante y luego cogen todo lo que no sea carne de primera calidad y lo envuelven en tus propias tripas para vendérselo al maldito público como salchichas. Desfiles. Historias de la guerra. Reuniones. Salchichas, chico. —Me soltó, jadeando un poco, escupió, se limpió las patillas y clavó los ojos en el cielo durante un minuto interminable—. Y un Judas llamado Iverson nos llevó a ese matadero, Johnny —dijo por fin, con la voz desprovista de toda emoción—. No lo olvides nunca.

La colina seguía bajando poco a poco. Atravesamos el camino desierto y entramos en un campo situado al este de una granja abandonada. Las llamas habían destrozado el piso de arriba hacía ya muchos años y las ventanas de la planta baja estaban cubiertas con tablones, pero los iris seguían creciendo alrededor de los cimientos y a lo largo del sendero que llevaba a los cobertizos medio en ruinas.

—La casa del viejo John Forney —dijo el capitán Montgomery—. Volví en el noventa y ocho y él seguía aquí. Entonces me dijo que ninguno de sus trabajadores quería pisar este sitio después de que hubiese anochecido. A causa de los Pozos, claro…

—¿A causa de qué, señor?

Los primeros calores y la brillante luz de un día en el que la temperatura seguramente llegaría a superar los treinta grados me hacían parpadear. Los saltamontes saltaban como muñecos de resorte por entre la hierba cubierta de polvo.

El anciano no pareció oír mi pregunta. La cúpula ya no era visible porque estábamos demasiado cerca de los árboles pero el capitán había concentrado toda su atención en el campo que bajaba de nivel durante medio kilómetro hasta llegar a una hilera de árboles más frondosa que había al sureste. Sacó el revólver de su chaqueta y mi corazón empezó a latir más deprisa cuando le vi echar el percutor hacia atrás hasta hacerlo chasquear.

—Es un revólver de doble acción, chico —dijo—. No lo olvides.

Nos abrimos paso por entre un seto de vegetación y empezamos a cruzar el campo sin apresurarnos. La pierna de madera del anciano hacía un leve ruido al hundirse en la tierra. La hierba y los tallos de los arbustos nos rozaban las piernas.

—Ese hijo de perra de Iverson nunca llegó hasta aquí —dijo el capitán—. Ollie Williams dijo que le oyó dar la orden en lo alto de la colina, cerca de donde Rodes puso sus cañones. «Mandadles al infierno», dijo Iverson y luego volvió a su árbol para sentarse bajo la sombra y comerse el almuerzo… También tomó un poco de vino. Él tomaba vino con cada comida mientras que el resto de nosotros bebíamos el agua de la cuneta. No, Iverson no bajó aquí hasta que todo hubo terminado y cuando bajó lo único que dijo fue que habíamos intentando rendirnos y le ordenó a un montón de muertos que se pusieran en pie y saludaran al general. Vamos, chico.

Avanzamos lentamente a través del campo. Vi un murete de piedra situado junto a la hilera de árboles, medio escondido por el juego de luces y sombras que proyectaban las hojas. En nuestro lado del murete parecía haber un arbusto o un montón de enredaderas.

—Pusieron la brigada de Daniels a nuestra derecha. —El revólver del capitán señaló hacia el sur y el cañón casi rozó el ala de mi sombrero—. Pero no bajaron hasta que no estuvimos hechos pedazos… Y entonces los chicos de Daniels avanzaron para caer bajo el fuego del 149 de Pennsylvania mandado por Stone…, esos malditos tiradores de primera a los que llamaban los Colas Falsas, por alguna maldita razón que ahora no recuerdo. Cuando vinimos por aquí estábamos solos. Daniels, Ramseur, O’Neal y el resto vinieron después. Iverson nos hizo avanzar demasiado pronto. Ramseur necesitó media hora más para estar preparado y la brigada de O’Neal retrocedió cuando todavía no había llegado ni al camino de Mummasburg.

Ya habíamos cruzado la mitad del campo. Una delgada pantalla de árboles situada a nuestra izquierda nos ocultaba casi todo el camino. El murete de piedra se encontraba a menos de trescientos metros de distancia. Le lancé una rápida mirada de soslayo al revólver amartillado. El capitán parecía haber olvidado que lo llevaba en la mano.

—Bajamos moviéndonos en ángulo —dijo—. La brigada se desplegó a través del campo formando una línea que iba del noreste al suroeste. El 5 de Carolina del Norte estaba a nuestra izquierda. El 20 estaba aquí mismo, unos doscientos de nosotros en primera línea, y el 23 y el 12 estaban a nuestra derecha y se iban quedando un poco rezagados: el flanco derecho del 12 estaba bastante cerca de esas malditas vías de ferrocarril que hay por allí.

Miré hacia el sur pero no pude ver ninguna vía de ferrocarril. No había nada que ver, sólo aquel campo recalentado que en tiempos quizá hubiera dado cosechas pero que ahora estaba lleno de hierbajos y maleza.

El capitán se detuvo, jadeando, y apoyó el peso en su pierna buena.

—Verás, Johnny, lo que no sabíamos es que los yanquis estaban apostados detrás de ese murete de allí. Miles y miles de yanquis… Escondidos, sin enseñar ni una maldita gorra, ni un estandarte, ni el cañón de un rifle, nada… Agazapados allí detrás, esperando, esperando a que los animales entraran por la puerta para que pudiera empezar la matanza… Y el coronel Iverson ni tan siquiera dio la orden de mandar patrullas de batidores para que nos precedieran. Nunca he visto un avance que no vaya precedido por patrullas de batidores y ahí estábamos nosotros, cruzando este campo mientras Iverson estaba sentado en la cima de Oak Hill comiéndose el almuerzo y tomándose otro vaso de vino…

El capitán alzó su revólver y apuntó con él hacia la hilera de árboles. Di un paso hacia atrás pensando que iba a disparar pero el único sonido que oí fue el seco crujido de su voz.

—¿Recuerdas? Llegamos hasta ahí…, allí donde crecen esas malditas enredaderas…, y los yanquis se pusieron en pie uno detrás de otro por todo ese maldito medio kilómetro de murete y nos dispararon a quemarropa. Como si salieran del suelo… No había ningún ruido, sólo el roce de nuestros pies y nuestras piernas contra el trigo y la hierba y de repente dispararon una salva haciendo tanto ruido que parecía el fin del mundo. Todo el maldito mundo desapareció envuelto en humo y fuego. Ni un yanqui podía fallar a esa distancia. Más yanquis salieron de entre esos árboles que hay por ahí… —El capitán señaló hacia nuestra izquierda, allí donde el murete se desviaba hacia el noroeste para encontrarse con el camino—. Eso nos dejó atrapados en un fuego cruzado que barrió al 5 de Carolina del Norte. Como una guadaña, chico… Entonces estos campos estaban llenos de trigo pero el trigo aún no había crecido. No había ningún sitio adonde ir, ningún sitio donde esconderse. Podríamos haber salido corriendo por donde habíamos venido pero los chicos de Carolina del Norte no queríamos aprender cómo se corre, no con el día tan avanzado, así que la guadaña cayó sobre nosotros y nos segó. No podíamos avanzar. Ese maldito murete que había a cincuenta metros de nosotros era una pared de humo de la que salía fuego. Vi al teniente coronel Davis del 5 haciendo que su regimiento se metiese en esa hondonada que hay hacia el sur…, el Viejo Bill, así le llamaban sus chicos. ¿Ves esa línea de matorrales? No llega a ser ni una zanja pero al menos les dio un poco de protección, aunque no mucha. Pero los del 20 y los chicos del capitán Turner, los del 23, no teníamos ninguna elección salvo tumbarnos en mitad del campo y aguantar lo que nos cayese encima.

El anciano avanzó una docena de metros más y se detuvo allí donde la hierba crecía más verde y espesa, uniéndose a lo que me di cuenta eran macizos de enredaderas para crear una especie de seto que se interponía entre nosotros y el murete. Se dejó caer al suelo, extendiendo su pierna de madera ante él y acunando el revólver en su regazo. Me arrodillé sobre la hierba junto a él, me quité el sombrero y me desabroché la chaqueta. El cartoncito amarillo colgaba del botón del bolsillo de mi pecho. Hacía mucho calor.

—Los yanquis siguieron disparando —dijo. Su voz se había convertido en un ronco murmullo. El sudor le corría por las mejillas y el cuello—. Más federales salieron de esos bosques…, por el terraplén del ferrocarril…, y empezaron a disparar sobre los chicos del Viejo Bill y nuestro flanco derecho. Apenas si podíamos devolverles el fuego. Bastaba con que levantaras la cabeza del suelo para apuntar y recibías una bala Minié en el cerebro. Mi hermano Perry estaba a mi lado y oí cómo la bala le daba en el ojo izquierdo. Hizo un sonido como el de un martillo de dos kilos golpeando un cuarto de buey. Perry se medio incorporó y volvió a caer al suelo. Yo gritaba y lloraba, con la cara toda cubierta de mocos, tierra y lágrimas, y de repente sentí que Perry trataba de volver a incorporarse. Se movía a sacudidas, como si alguien tirase de él con unos hilos… Y otra vez, y otra. Vi el agujero de su cara, allí donde había estado el ojo, y aún tenía sus sesos y trocitos de su nuca esparcidos sobre mi pierna derecha pero podía sentir cómo se movía y se sacudía, como si tirase de mí para que le acompañara a alguna parte. Después comprendí lo que pasaba. Otros disparos le habían alcanzado en la cabeza y cada impacto hacía que se moviera un poquito. Cuando volvimos a enterrarle su cabeza parecía un melón maduro reventado a patadas. No fue el único al que le ocurrió. Muchos de los chicos que se tumbaron en el suelo de ese campo acabaron despedazados por el fuego de los yanquis. Como una guadaña, chico. O una picadora de carne…

Me acosté sobre la hierba y empecé a respirar por la boca. Las enredaderas y la tierra negruzca desprendían un olor dulzón que me hizo sentir algo mareado, como si fuese a vomitar. El calor oprimía mi cuerpo como si fuese una manta húmeda.

—Algunos se pusieron en pie para correr —dijo el capitán Montgomery y su voz seguía siendo un ronco murmullo monocorde. Tenía los ojos clavados en la nada. Sus dos manos sostenían el revólver amartillado con el cañón apuntando hacia mí, pero yo estaba seguro de que se había olvidado de mi presencia—. Todos los que se pusieron en pie fueron alcanzados. El sonido era…, podías oír cómo las balas daban en el blanco porque hacían un ruido todavía más fuerte que el de los disparos. El viento se llevaba el humo hacia el bosque por lo que no tenías ni tan siquiera esa pequeña protección que te da el humo al espesarse. Vi cómo el teniente Ollie Williams se levantaba para gritarle a los chicos del 20 que siguieran agachados y le dieron dos veces mientras le miraba.

»Los demás intentamos formar una línea de fuego entre la hierba y el trigo pero aún no habíamos logrado disparar una salva entera y los yanquis ya venían corriendo hacia nosotros, algunos disparando y otros usando la bayoneta. Y entonces vi cómo te mataban, Johnny, a ti y a los otros dos tamborileros. Cuando usaron sus bayonetas… —El anciano se calló y me miró por primera vez en varios minutos. Una nube de confusión pareció cubrir su rostro y alejarse a toda velocidad. Bajó lentamente el revólver, volvió a poner el percutor en su posición original y se llevó una mano temblorosa a la frente.

—¿Fue entonces cuando perdió…, eh…, cuando le hirieron en la pierna, señor? —le pregunté. Aún estaba algo mareado y me sentía como aturdido.

El capitán se quitó la gorra. Sus escasos mechones blancos estaban empapados de sudor.

—¿Qué? ¿Mi pierna? —Se miró la prótesis de madera que había bajo su rodilla como si jamás se hubiera fijado en ella—. Mi pierna… No, chico, eso ocurrió después. En la batalla del cráter. Los yanquis abrieron un túnel debajo de nosotros y nos hicieron volar por los aires mientras dormíamos. Cuando vieron que no iba a morir me enviaron a mi casa, a Raleigh, y me nombraron capitán honorario tres días antes de que terminase la guerra. No, ese día…, aquí…, debieron herirme tres veces, por lo menos, pero ninguna de las heridas fue demasiado grave. Una bala se me llevó el tacón de la bota derecha. Otra hizo pedazos la culata de mi rifle y recibí unas cuantas astillas en la mejilla. La tercera bala me arrancó un trocito de la oreja izquierda, pero qué diablos, aún podía oírlo todo… Cuando intenté dormir un poco aquella noche descubrí que otra bala me había dado en la parte de atrás de la pierna, justo debajo del trasero, pero la bala iba tan despacio que sólo me hizo un morado.

Nos quedamos sentados en silencio durante varios minutos. Podía oír el agitarse de los insectos por entre la hierba.

—Y ese hijo de perra llamado Iverson no se acercó por aquí hasta que los chicos de Ramseur echaron a los yanquis. Eso ocurrió más tarde. Yo estaba tumbado en el suelo, entre los cadáveres de Perry y Nate, cubierto con tal cantidad de sangre y sesos suyos que los malditos yanquis pasaron sobre nosotros tres mientras le clavaban la bayoneta a los heridos o se llevaban a los nuestros hasta sus líneas haciéndoles prisioneros. Abrí los ojos el tiempo suficiente para ver al viejo Cade Tarleton recibiendo los culatazos que le daba un grupo de yanquis que se reían. También cogieron la bandera de nuestro regimiento, maldita sea… Estaba rodeada de muertos, no había nadie que pudiera defenderla.

»Ramseur —ese al que los periódicos de Richmond llamaban el Chevalier Bayard, fuera lo que fuese eso— bajaba por la colina para caer en la misma emboscada que nosotros cuando el teniente Crowder y el teniente Dugger subieron corriendo y le avisaron. Ramseur era un oficial pero no era imbécil. Cruzó el camino un poco más hacia el este y cayó sobre el flanco derecho de los yanquis: barrió toda la parte de atrás de ese murete y los obligó a retroceder hacia el seminario.

»Mientras tanto, los pocos supervivientes estábamos muy ocupados arrastrándonos hacia la casa de Forney o desangrándonos en el suelo, y ese hijo de puta de Iverson estaba diciéndole al general Rodes que había visto cómo nuestro regimiento alzaba la bandera blanca y se rendía a los yanquis. Una maldita mentira, chico… Casi todos los prisioneros eran heridos que se llevaron a punta de bayoneta. Ese día nadie vio ninguna bandera blanca. Aquí no, desde luego… No, en este campo no había nada blanco salvo los trocitos de hueso.

»Yo estaba buscando un rifle que funcionara y entonces Rodes trajo aquí a Iverson para que le enseñara dónde se habían rendido sus hombres, y mientras sus caballos avanzaban por entre los cadáveres de lo que había sido el 20 de Carolina del Norte, ese bastardo, ese Iverson… —Se le quebró la voz. Estuvo callado durante todo un minuto, tosió, escupió y siguió hablando—: Ese bastardo de Iverson vio nuestras hileras de muertos, 700 hombres de la mejor brigada que el Sur tuvo en toda su historia, yaciendo fila tras fila, colocados tan ordenadamente como para un desfile y pensó que seguían agachados para que no les dispararan, aunque Ramseur ya había hecho retroceder a los yanquis y entonces se incorporó sobre sus estribos, y su maldito caballo casi estaba pisando a Perry, y gritó «¡Poneos en pie y saludad al general, soldados! ¡Poneos en pie ahora mismo!». No se había dado cuenta de nada. Rodes fue el primero en comprender que tenía delante un montón de muertos.

El capitán Montgomery jadeaba y las palabras apenas si podían salir de su boca entre espasmo y espasmo. Yo también tenía problemas para respirar. Aquel repugnante olor dulzón que brotaba de los hierbajos, las enredaderas y la tierra negruzca parecía consumir todo el aire. Me di cuenta de que tenía los ojos clavados en un racimo de moras; aquellos frutos hinchados parecían carne amoratada surcada por una red de venas rotas.

—Si hubiese tenido un rifle le habría pegado un tiro en ese mismo instante —dijo el capitán. Dejó escapar un suspiro tembloroso—. Él y Rodes volvieron a subir por la colina y nunca volví a ver a Iverson. El capitán Haisey asumió el mando de los restos del regimiento. Cuando hizo formar la brigada a la mañana siguiente de los 1.470 hombres que se pusieron firmes el día anterior sólo quedaban 362. En cuanto a Iverson, le hicieron volver a Georgia y le pusieron al mando de un cuerpo de guardia o algo parecido. Dicen que el presidente Davis le salvó de un juicio de guerra o de recibir una amonestación oficial. Estaba claro que ninguno de nosotros habría querido volver a servir bajo las órdenes de aquel hijo de perra. Bien, chico… ¿Sabes lo que dice la última página del historial de nuestro regimiento, el 20 de Carolina del Norte?

—No, señor —repliqué yo en voz baja.

El anciano cerró los ojos.

—Formado en Seven Pines y sacrificado en Gettysburg, rindió las armas en Appomatox… Ayúdame a levantarme, chico. Tenemos que encontrar un sitio donde escondernos.

—¿Escondernos, señor?

—Sí, maldita sea, escondernos —dijo el capitán mientras le hacía de muleta—. Tenemos que estar preparados para cuando llegue Iverson. —Alzó su pesado revólver como si con aquel gesto lo explicase todo—. Tenemos que estar preparados para cuando venga…

A media mañana encontramos un sitio adecuado para escondernos. Seguí a aquel anciano cojeante: una parte de mi cerebro se había vuelto loca de miedo y trataba de hallar algún pretexto que le permitiese escapar de aquella situación carente de toda lógica, pero otra parte —mayor y más fuerte—, la aceptaba sin ninguna clase de problemas. El coronel Alfred Iverson jr. tendría que volver al campo de batalla donde había perdido el honor y nosotros dos teníamos que escondernos para matarle.

—¿Ves la hondonada, chico? Allí donde crecen esas malditas enredaderas…

—Sí, señor.

—Son los Pozos de Iverson. Así los llamaba la gente de aquí, según me dijo John Fomey cuando vine a visitarle en el noventa y ocho. ¿Sabes qué son?

—No, señor —mentí. Una parte de mi ser sabía muy bien lo que eran.

—La noche siguiente a la batalla… ¿La batalla? Qué diablos, la carnicería… Bueno, los restos del regimiento y algunos pioneros de Lee vinimos aquí y cavamos unas zanjas en las que metimos a nuestros chicos. Les colocamos el uno al lado del otro, en filas, como si estuvieran dispuestos a entrar en combate. Nate estaba junto a Perry, con los hombros tocándose… Allí donde habían caído. Los Pozos empiezan aquí, ¿ves? El suelo baja de nivel y la hierba es más alta, ¿no?

—Sí, señor.

—Fomey dijo que aquí la hierba siempre era más alta y que las cosechas crecían mejor que en ningún otro sitio. Fomey apenas si cultivaba este campo. Les dijo a sus negros que no había nada de qué preocuparse, que después de la guerra el gobierno se ocuparía de desenterrar a nuestros chicos y llevárselos a Richmond, pero no ocurrió así.

—¿Por qué no, señor? —Estábamos abriéndonos paso por entre la espesura. Las enredaderas trataban de aprisionarme los tobillos y tenía que luchar para liberarme.

—Empezaron a cavar pero no tardaron en dejarlo —dijo el capitán—. Había tantos huesos y estaban tan revueltos que se limitaron a llevarse unos cuantos y decidieron que bastaba con eso. No querían cavar aquí, igual que los negros de Fomey tampoco querían trabajar ese campo. Ni tan siquiera de día… Este sitio se encuentra tan saturado de vergüenza e ira que… Bueno, la gente lo nota, ¿verdad, chico?

—Sí, señor —dije automáticamente, aunque lo único que sentía era un poco de mareo y muchas ganas de dormir.

El capitán se detuvo.

—Maldición, esa casa no estaba aquí antes.

Una brecha en el murete de piedra me permitió ver una casita —la verdad es que más bien era una especie de cobertizo grande—, hecha de una madera tan oscura que casi parecía negra, medio escondida por la sombra de los árboles. No había ningún sendero ni camino de carros que llevara hasta ella pero cuando me volví hacia el campo de Fomey y los hierbajos pude ver las huellas casi imperceptibles de los caballos que podían haber pasado por la brecha para llegar hasta ella. Que alguien hubiera sido capaz de construir una casa tan cerca del campo donde había caído su amado 20 de Carolina del Norte parecía haber ofendido terriblemente al anciano. Pero la casa estaba oscura y sumida en el silencio y acabamos alejándonos de aquella parte del murete.

Cuanto más nos acercábamos a la divisoria de piedra más difícil resultaba caminar. La hierba crecía hasta alcanzar el doble de altura que en los otros campos y las enredaderas delimitaban una zona que tendría el tamaño del campo de fútbol donde nuestra Tropa practicaba el arte de desfilar en formación.

Aparte de la espesura y las enredaderas que nos dificultaban el avance estaban los agujeros. Docenas y docenas de agujeros que cubrían el campo como las señales de la viruela, acechando bajo la vegetación.

—Malditos bichos —dijo el capitán Montgomery.

Pero los agujeros tenían el doble de anchura que la entrada a cualquiera de las madrigueras que yo le había visto excavar a un topo, una ardilla de tierra o un tejón. No había montones de tierra junto a la encada. El anciano se metió por dos veces en ellos, y la segunda vez su pierna de madera se hundió a tal profundidad que hicieron falta nuestros esfuerzos combinados para sacarla de allí. Mientras tiraba de su pierna cubierta de lana tuve la sensación de que algo tiraba del otro extremo, intentando arrastrarle hasta las profundidades subterráneas.

El incidente también debió desconcertar al capitán Montgomery, pues tan pronto como su pierna hubo quedado libre del agujero retrocedió unos cuantos pasos tambaleante y se dejó caer pesadamente en el suelo con la espalda apoyada en el murete de piedra.

—Ya está bien, chico —jadeó—. Esperaremos aquí.

Era un buen sitio para una emboscada. Las enredaderas y los tallos de hierba nos llegaban hasta la cintura, permitiéndonos algún atisbo del campo que había más allá, pero ocultándonos de forma tan efectiva como esas protecciones que usan los cazadores de patos. El murete nos cubría las espaldas.

El capitán Montgomery se quitó la chaqueta y dejó la bolsa de lona en el suelo. Desmontó su revólver, lo limpió y volvió a montarlo. Yo me quedé tumbado en la hierba junto a él y pensé en qué estaría pasando en la Reunión. Después me pregunté cómo podría conseguir que el capitán volviera a las tiendas, pensé en qué aspecto habría tenido Iverson, pensé en mi casa y, finalmente, acabé no pensando en nada y caí en un extraño sopor parecido al sueño profundo.

A un metro escaso de donde me encontraba había otro de esos agujeros que parecían estar por todas partes y pese a haberme adormilado seguí siendo consciente del olor que brotaba de aquel orificio: el mismo aroma repugnantemente dulzón que había olido antes pero ahora más fuerte y perceptible, más denso, con unos matices subyacentes de corrupción y podredumbre que lo volvían casi erótico…, animales marinos muertos yaciendo bajo el sol. Muchos años después visité una planta cárnica de Chicago acompañado por un conocido que era agente inmobiliario. La planta ya no funcionaba pero el olor era muy parecido; era el olor del matadero que llevaba años sin utilizarse pero donde todo había sido permeado por el recuerdo de la sangre.

El día transcurrió lentamente envuelto en una calina hecha de calor, atmósfera irrespirable y ruido de insectos. Dormité y desperté para montar guardia con el capitán y volví a quedarme adormilado. Creo recordar que comí unas galletas duras que sacó de su bolsa y las tragué con el último sorbo de agua que había en su odre, pero hasta eso se confunde con mis sueños de aquella tarde, pues recuerdo que había otras siluetas sentadas a nuestro alrededor masticando unas galletas similares y hablando en voz tan baja que las palabras resultaban incomprensibles, pero el dialecto sureño en que conversaban sí podía captarse. No me pareció extraño. Recuerdo haber despertado —aunque me hallaba sentado con los ojos abiertos y creía que ya estaba despierto—, al oír el ruido de un automóvil que iba por el camino de Mummasburg y el estrépito del motor me hizo salir del sueño. Pero los árboles que había al final del campo ocultaban el camino, los sonidos acabaron desvaneciéndose y volví a caer en aquel estupor que ya había conocido antes.

A última hora de esa tarde tuve el único sueño que recuerdo claramente.

Estaba tendido en el campo, herido y sin poder moverme, con el lado izquierdo de la cara pegado al suelo y mi ojo derecho contemplando sin parpadear un cielo azul de verano. Una hormiga cruzó mi mejilla, y luego otra y otra hasta que un torrente de hormigas pasó sobre mi mejilla y mi ojo y otras hormigas empezaron a metérseme en la boca y las fosas nasales. No podía moverme. No parpadeé. Sentí las hormigas yendo y viniendo por mi boca, entre mis dientes, llevándose los trocitos del bacón de la mañana que se habían quedado atrapados entre dos de mis muelas, deslizándose por la blanda carne de mi paladar, explorando el negro túnel de mi garganta… Eran unas sensaciones que casi me resultaban agradables.

También era vagamente consciente de otras cosas que ocurrían a un nivel más profundo, de algo que se movía lentamente en los pliegues de mi estómago y mis tripas. Seres diminutos estaban poniendo sus huevos en las cada vez más resecas comisuras de mis ojos.

Pude ver claramente cómo un cuervo trazaba círculos en el cielo, moviéndose en espirales cada vez más bajas hasta que se posó cerca de mí y empezó a moverse de un lado para otro mientras plegaba sus alas, dando saltitos que le iban aproximando. Se llevó mi ojo con un solo movimiento de aquel pico que la proximidad volvía enorme. En la oscuridad que se produjo a continuación pude seguir sintiendo la luz y cómo mi cuerpo se expandía bajo los efectos del calor sirviéndole de incubadora a miles de criaturas: la tela de mi camisa se fue tensando a medida que mi carne se hinchaba. Sentí cómo mis bacterias internas, privadas de cualquier otro alimento, empezaban a digerir las cada vez más rancias grasas de mi cuerpo y los charcos de sangre que se iba coagulando, en un vano esfuerzo por sobrevivir unas horas más.

Sentí cómo el calor iba secando mis labios, volviéndolos cada vez más blancos y encogiéndolos hasta que los dientes quedaron al descubierto, sentí cómo mis mandíbulas iban abriéndose más y más en una risa silenciosa desprovista de toda alegría a medida que los ligamentos se pudrían o eran masticados por los pequeños depredadores. Noté la disminución de mi peso cuando los huevos dejaron escapar a sus ocupantes y los gusanos dieron comienzo a su frenética tarea de limpieza, y mi cuerpo se fue confundiendo con la tierra oscura a cada nueva aceleración del proceso. Mi boca se abrió para engullir la Tierra que me aguardaba. Saboreé la oscura comunión del polvo. Los tallos de hierba ocupaban el lugar donde había estado mi lengua. Una flor encontró suelo fértil en el húmedo sepulcro de mi cráneo y su brote creció hacia arriba curvándose por el agujero que en un tiempo había contenido mi ojo.

Me fui disolviendo poco a poco, me relajé y volví al sabor ácido de la negrura que había a mi alrededor, y sentí la presencia de los demás.

Las corrientes de tierra que se movían al azar me traían pedacitos de lana, carne o hueso que entraban en contacto conmigo. Así nos íbamos uniendo los unos a los otros, confundiéndonos con la tímida ansiedad del amante que acaricia por primera vez… Cuando todo lo demás se hubo perdido mezclándose con la oscuridad y la ira, mis huesos siguieron existiendo, frágiles trocitos de memoria olvidados, fragmentos de dolor de agudos contornos que se resistían a la inevitable relajación cuyo final era la nada y la ausencia de dolor.

Y recordé, hundido en esa médula putrefacta, perdido en la ácida negrura de lo que ha sido olvidado…, y esperé.

—¡Despierta, chico! Es él. ¡Es Iverson!

Aquel susurro apremiante me hizo emerger del sueño. Miré a mi alrededor con expresión aturdida, notando el sabor de la tierra que se me había pegado a los labios mientras apoyaba la cabeza en el suelo.

—¡Maldita sea, sabía que vendría! —murmuró el capitán, señalando hacia nuestra izquierda: un hombre vestido con una chaqueta oscura acababa de emerger del bosque por la brecha que había en el murete.

Meneé la cabeza. Seguía estando prisionero de mi sueño y me froté los ojos con los nudillos intentando librarme de la penumbra que los invadía, y un instante después comprendí que esa penumbra era real. Mientras dormía el día había ido avanzando hacia el crepúsculo. Me pregunté adonde había ido a parar el día… El hombre de la chaqueta negra avanzaba a través de un crepúsculo grisáceo que me recordó la extraña ceguera de mi sueño. Distinguí la blancura de su camisa y la palidez de su rostro brillando suavemente en la penumbra cuando giró en nuestra dirección y se acercó un poco más, abriéndose paso por entre la maleza a golpes de bastón.

—Por Dios, es él —siseó el capitán y alzó su revólver con manos temblorosas. Horrorizado, vi cómo hacía retroceder el percutor con el pulgar.

El hombre estaba más cerca, a unos seis o siete metros, y pude ver sus oscuros bigotes y su cabello negro, así como unos ojos hundidos en las órbitas. Se parecía mucho al hombre cuyo rostro había visto a la luz de las estrellas en la vieja fotografía.

El capitán Montgomery alzó el brazo izquierdo para sostener mejor el revólver y tomó puntería. Oí el silbido del aliento que salía de la boca del hombre vestido de negro: estaba cada vez más cerca y silbaba una melodía inaudible. El capitán apretó el gatillo.

—¡No! —grité y agarré el revólver inclinándolo hacia abajo: el percutor se clavó en la carne que hay entre mi pulgar y el primer dedo de la mano. El arma no se disparó.

El capitán me apartó golpeándome violentamente con su antebrazo izquierdo y trató de levantar nuevamente el arma mientras yo le agarraba por la muñeca para impedírselo.

—¡No! —volví a gritar—. ¡Es demasiado joven! Mire. ¡Es demasiado joven!

El anciano se quedó muy quieto y sus brazos siguieron tensos pero entrecerró los ojos tratando de ver mejor al desconocido que ahora se encontraba a menos de cuatro metros de distancia.

Era cierto. Aquel hombre tan joven no podía ser el coronel Iverson. Ese rostro pálido y sorprendido pertenecía a un hombre que, como mucho, tendría treinta y pocos años. El capitán Montgomery bajó el revólver y se llevó sus temblorosas manos a las sienes.

—Dios mío —murmuró—. Dios mío…

—¿Quién está ahí? —Pese a la sorpresa, el desconocido habló con voz firme y segura de sí misma—. Deje que le vea.

Ayudé al capitán a levantarse, sabiendo que el desconocido de los bigotes había percibido nuestros movimientos tras la pantalla de maleza y enredaderas pero no había podido ver el arma o nuestra lucha. El capitán siguió sin apartar los ojos de aquel hombre mientras se ponía bien la gorra y metía el revólver en las profundidades del bolsillo de su chaqueta. Cuando le ayudé a erguirse sentí el temblor de su cuerpo.

—¡Oh, un veterano! —exclamó el desconocido y vino hacia nosotros con la mano extendida, apartando las enredaderas que intentaban impedirle el paso con enérgicas sacudidas de su bastón.

Recorrimos el perímetro de los Pozos bajo la última claridad del día: nuestro nuevo guía caminaba despacio para no dejar atrás al capitán, ya que a éste le costaba bastante avanzar. Su bastón le servía como puntero para señalar las cosas mientras hablaba.

—Aquí hubo una escaramuza antes del combate —dijo—. Pocos visitantes vienen a este sitio…, casi toda la atención se concentra en las zonas más famosas, al sur y al oeste de aquí…, pero los que vivimos cerca o pasamos el verano en esta comarca sabemos dónde están algunos de los puntos menos conocidos. Esa depresión del terreno resulta bastante curiosa, ¿verdad?

—Sí —murmuró el capitán. Mantenía los ojos clavados en el suelo, sin alzarlos ni una sola vez hacia el rostro del joven.

El desconocido se había presentado: dijo llamarse Jessup Sheads y nos contó que vivía en la casita que habíamos visto antes, la que estaba medio oculta entre los árboles. El capitán seguía estando muy confuso, por lo que yo me encargué de hacer las presentaciones. Ninguno de los dos le prestó ni la más mínima atención a mi nombre. El capitán miró a Sheads como si todavía fuera incapaz de creer que no era el hombre cuyo apellido le había estado atormentando durante medio siglo.

Sheads se aclaró la garganta y volvió a señalar con el bastón hacia la espesura.

—De hecho, esta zona fue el escenario de una escaramuza menor que tuvo lugar un poco antes de la gran batalla. Las fuerzas de la Confederación avanzaron por este campo desplegadas en una larga hilera y se vieron detenidas durante un rato por la resistencia de los federales apostados en este murete, pero no tardaron en imponerse. Fue una pequeña victoria del sur antes de la terrible situación de tablas que llegaría unos pocos días después. —Sheads se calló, miró al capitán y le sonrió—. Pero usted quizá ya sepa todo eso, señor. ¿En qué unidad me dijo que había tenido el honor de servir?

Los labios del anciano se movieron de forma casi imperceptible antes de que las palabras pudieran brotar de ellos.

—El 20 de Carolina del Norte —logró decir por fin.

—¡Claro! —exclamó Sheads y le dio una palmadita en el hombro—. Parte de la gloriosa brigada cuya victoria se conmemora… Señor, me sentiría muy honrado si usted y su joven amigo vinieran a mi casa para brindar por el regimiento 20 de Carolina del Norte antes de que vuelvan al Campamento de la Reunión. ¿Cree que sería posible, señor?

Tiré de la chaqueta del capitán, sintiendo un repentino y desesperado deseo de estar en otro lugar, aturdido y mareado por el hambre y por una brusca oleada de miedo irracional, pero el anciano irguió la espalda y pareció recobrar la voz.

—Será un honor para nosotros, señor —dijo con voz clara y fuerte.

La casita estaba construida con una madera tan negra como el alquitrán. Un caballo negro que parecía haber costado mucho dinero tenía las riendas atadas a la barandilla del pequeño porche que había en el lado este de la casa: aún llevaba puesta la silla de montar. Detrás de la casa había un grupo de árboles y unos peñascos que hacían que el acceso desde esa dirección pareciera extremadamente difícil, si no imposible.

El interior de la casa no era muy espacioso y mostraba pocas señales de estar habitado. Un vestíbulo minúsculo llevaba a un salón con dos o tres muebles cubiertos por sábanas y también daba al comedor donde nos llevó Sheads, una habitacioncita con una sola ventana, un aparador repleto de botellas, latas y algunos platos sucios, y una mesita de madera sobre la que ardía una vieja lámpara de queroseno. Unas cortinas polvorientas ocultaban otra habitación todavía más pequeña en cuyo interior distinguí pilas de libros y un colchón colocado encima del suelo. Una escalera de caracol situada en el lado sur del comedor subía por un agujero del techo hasta lo que debía ser un pequeño ático, aunque cuando miré hacia arriba sólo pude ver un cuadrado de negrura.

Jessup Sheads apoyó su grueso bastón en la mesa y fue hasta el aparador, volviendo unos instantes después con un recipiente de cristal y tres vasos. La lámpara siseaba y proyectaba nuestras sombras sobre la pared encalada. Miré hacia la ventana pero el crepúsculo se había convertido en noche y no había nada que ver, sólo la oscuridad pegada a los cristales.

—¿Incluimos al chico en nuestro brindis? —preguntó Sheads, con el recipiente del vino suspendido sobre el tercer vaso. Nunca me habían permitido beber vino ni cualquier otra bebida alcohólica.

—Sí —dijo el capitán, con los ojos clavados en el rostro de Sheads.

La luz de la lámpara iluminaba la cara del capitán desde abajo, haciendo resaltar la delgadez de sus pómulos y convirtiendo sus hirsutas cejas de anciano en dos grandes alas de vello que flotaban sobre su nariz parecida a un pico de halcón. La sombra que proyectaba en la pared era una silueta surgida de otra era.

Sheads acabó de servir el vino y los tres alzamos nuestros vasos. Contemplé el vino con cierta suspicacia; el líquido rojizo parecía muy espeso y había en él zarcillos de negrura que podían ser un truco de la luz parpadeante o podían no serlo.

—Por el 20 de Carolina del Norte —dijo Sheads y levantó su vaso. El gesto me recordó al reverendo Hodges alzando el cáliz de la comunión. El capitán y yo alzamos nuestros vasos y bebimos.

El sabor era una mezcla de fruta y cobre. Me hizo recordar un día, meses antes, en que un amigo de Billy Stargill me partió el labio durante una pelea en el patio de la escuela. La parte interior del labio me sangró durante horas. El sabor del vino era bastante parecido.

El capitán Montgomery dejó su vaso sobre la mesa y lo contempló con el ceño fruncido. En sus patillas canosas había unas cuantas gotitas rojas.

—Es una variedad local —dijo Sheads con una fría sonrisa que mostró sus dientes manchados de rojo—. Muy local… Las viñas están en el sitio que acabamos de visitar.

Contemplé aquel fluido espeso que llenaba mi vaso. Vino hecho de uvas que crecían en el fértil suelo de los Pozos de Iverson…

Sheads habló en un tono de voz tan alto que consiguió sobresaltarme.

—¡Otro brindis! —Alzó su vaso—. Por el honorable y valeroso caballero que mandaba el 20 de Carolina del Norte y que lo llevó al combate… Por el coronel Alfred Iverson.

Sheads se llevó el vaso a los labios. Yo estaba como paralizado: no podía apartar los ojos de su rostro. El capitán Montgomery golpeó la mesa con su vaso. La sangre había afluido al rostro del anciano volviéndolo tan rojo como el vino derramado sobre la madera.

—Que acabe en el infierno si… —balbuceó—. Yo… ¡Nunca!

El hombre que había dicho llamarse Jessup Sheads acabó de beber su vino y sonrió. Tenía la piel tan blanca como la pechera de su camisa, y su cabello y sus largos bigotes parecían haberse vuelto tan negros como su chaqueta.

—Muy bien —dijo, y cuando volvió a hablar subió la voz—: ¿Tío Alfred?

Mientras bebía una parte de mi mente había captado el roce suave de unos pasos en la escalera que había a nuestra espalda. Volví la cabeza: mi mano siguió inmóvil, como paralizada, sosteniendo el vaso de vino a escasa distancia de mis labios.

La silueta encorvada que estaba de pie en el último peldaño debía tener más de ochenta años, por lo menos, pero en vez de cubrirse con las arrugas de la edad, como le había ocurrido al capitán Montgomery, la piel de este anciano se había vuelto cada vez más lisa y rosada, hasta acabar siendo casi translúcida. Me recordó una camada de ratas recién nacidas que había encontrado en el granero de un vecino la primavera anterior…, una convulsa masa de carne color rosa pálido que cometí el error de tocar. Pensé que preferiría morir antes que tocar a Iverson.

El coronel tenía una barba blanca muy parecida a la que había visto en los retratos de Robert E. Lee, pero entre ellos dos no había ninguna otra semejanza. Los ojos de Lee habían estado llenos de tristeza y una frente fruncida por la pena parecía servirles de escudo, mientras que Iverson nos contemplaba con unos ojos muy abiertos en cuyas pupilas había manchitas amarillas. Estaba casi calvo y la tensa piel rosada de su cuero cabelludo reforzaba la impresión inicial de que en ese anciano había algo casi infantil.

El capitán Montgomery estaba contemplándole boquiabierto, con el aliento saliendo de sus labios en una ronca serie de jadeos ahogados. Se llevó la mano al cuello de la chaqueta y tiró de él como si no lograra encontrar el aire suficiente para respirar.

La voz de Iverson era suave y dulce, casi femenina, y en ella había una especie de gimoteo siempre dispuesto a emerger a la superficie, como si fuera un niño petulante.

—Todos volvéis más pronto o más tarde —dijo con un tono ceceante casi imperceptible. Dejó escapar un profundo suspiro—. ¿Es que nunca acabará?

—Tú… —logró decir el capitán. Alzó uno de sus largos y flacos dedos y señaló a Iverson.

—Ahórrame tus insultos —dijo secamente Iverson—. ¿Crees que eres el primero en buscarme, el primero que pretende explicar su propia cobardía difamándome? Samuel y yo hemos acabado aprendiendo cómo hay que tratar a la basura como tú. Espero que seas el último.

La mano del capitán desapareció entre los pliegues de su chaqueta.

—Maldito hijo de…

—¡Silencio! —ordenó Iverson. Los ojos del coronel se pasearon por la habitación pasando sobre mí como si no existiera. Los músculos de las comisuras de sus labios temblaban espasmódicamente. Volví a pensar en la camada de ratas recién nacidas—. Samuel —gritó—, tu bastón. Muéstrale a este hombre cuál es el castigo de la insolencia. —Las enloquecidas pupilas de Iverson se volvieron nuevamente hacia el capitán Montgomery—. Antes de que hayamos terminado me saludarás con todo el respeto que me debes.

—Antes te veré en el infierno —dijo el capitán y sacó el revólver del bolsillo de su chaqueta.

El sobrino de Iverson se movió muy deprisa, alzando el grueso bastón de paseo y dejándolo caer sobre la muñeca del capitán antes de que el anciano pudiera amartillar el percutor. Yo seguía paralizado, con el vaso de vino entre los dedos: oí caer el revólver al suelo. El capitán Montgomery se agachó para cogerlo —su pierna de madera hacía que el movimiento resultara lento y torpe—, pero el sobrino de Iverson le agarró por el cuello de la chaqueta y le arrojó hacia atrás con la misma facilidad con que un adulto manejaría a un niño. El capitán chocó con la pared, dejó escapar un jadeo y su cuerpo fue resbalando hacia el suelo: su prótesis de madera arrancó unas cuantas astillas de los tablones sin desbastar a medida que sus piernas iban quedando rectas. Tenía el rostro tan gris como la tela de su uniforme.

El sobrino de Iverson se agachó para coger el revólver y lo puso sobre la mesa. El coronel Iverson sonrió y movió la cabeza asintiendo para sí mismo: sus labios seguían temblando, intentando convertir la sonrisa en una mueca. Yo sólo tenía ojos para el capitán.

El anciano yacía pegado a la pared con el cuerpo encogido sobre sí mismo, agarrándose la garganta con una mano, sacudido por los espasmos mientras tragaba una bocanada de aire tras otra: cada inspiración era más ruidosa y parecía costarle más que la anterior. Estaba claro que el aire no llegaba a sus pulmones; su piel había pasado del rojo al gris y, finalmente, a un espantoso púrpura oscuro que casi rozaba el negro. La lengua asomó por entre sus labios y gotitas de saliva cayeron sobre sus patillas. Sus pupilas se dilataron más y más a medida que comprendía lo que le estaba ocurriendo, pero sus ojos horrorizados no se apartaron ni un solo segundo del rostro de Iverson.

Vi la inconmensurable frustración que invadía los ojos del capitán al verse traicionado por su cuerpo en los últimos segundos de una confrontación que había estado esperando durante medio siglo de obsesión centrada en una sola idea. El anciano logró hacer dos inspiraciones más, tan convulsas y ahogadas como las anteriores, y dejó de respirar. El mentón cayó sobre su flaco pecho, los puños nudosos se relajaron y sus ojos se fueron poniendo vidriosos y acabaron apartándose del rostro de Iverson.

Fue como si algo me hubiera liberado repentinamente de mi parálisis: lancé un grito, dejé caer el vaso de vino al suelo y corrí hacia el capitán Montgomery. Tenía la boca abierta en una mueca grotesca pero de ella no salía ni un hálito de aire. Los ojos ya estaban empezando a opacarse, como si los cubriera una película invisible. Acaricié aquellas viejas manos nudosas —la carne ya parecía estarse enfriando con la rigidez de la muerte—, y sentí una terrible opresión en el pecho. No era pena. No exactamente… Había conocido al anciano durante demasiado poco tiempo y en un contexto demasiado extraño, por lo que su muerte no podía inspirarme un dolor muy profundo. Pero descubrí que apenas si podía respirar y sentí como si mi cuerpo estuviera siendo invadido por un gran vacío, un vacío causado por la repentina comprensión de que a veces la justicia no existe y la vida no es justa. No era justo. Me aferré a las muertas manos del anciano y lloré, por él y por mí mismo.

—Sal de en medio. —El sobrino de Iverson me apartó de un empujón y se inclinó sobre el capitán. Le cogió por la pechera de la camisa y le sacudió, le dio salvajes pellizcos en aquellas mejillas que se habían vuelto de color violeta y pegó la oreja al pecho del veterano.

—¿Está muerto, Samuel? —le preguntó Iverson y en su voz no había ni el más mínimo interés por conocer la respuesta.

—Sí, tío. —El sobrino se puso en pie y se tiró nerviosamente del bigote.

—Sí, sí —dijo Iverson con su voz petulante y algo distraída—. No importa. —Su manecita rosa se movió levemente, como si hubiera decidido olvidarse del asunto—. Llévale afuera con los demás, Samuel.

El sobrino de Iverson vaciló durante una fracción de segundo y acabó yendo a la otra habitación, de donde emergió unos instantes después con una pala y una linterna. Me levantó de un tirón y me hizo coger la pala y la linterna.

—¿Y el chico, tío?

Los ojos amarillos de Iverson parecían haberse mezclado con las sombras que había al pie de la escalera. Se frotó aquellas manos de piel suave y rosada.

—Haz lo que te parezca mejor, Samuel —dijo con voz aflautada—. Lo que te parezca mejor…

El sobrino encendió la linterna que yo sostenía en mi mano, agarró al capitán por debajo del brazo y empezó a arrastrar su cuerpo hacia la puerta. Me di cuenta de que algunas tiras de su pierna de madera se habían aflojado; no podía apartar mis ojos del punto donde la prótesis colgaba fláccidamente dejando ver el muñón de hueso y carne muerta.

El sobrino arrastró el cuerpo del anciano a través del vestíbulo, lo sacó de la casa y lo llevó hacia la noche. Yo seguí quieto donde estaba —una estatua que sostenía la pala y la linterna sibilante—, rezando para que se olvidara de mí. Unos dedos flacos y muy fríos se posaron sobre mi nuca.

—Vamos, jovencito —murmuró una voz suave y apremiante—. Samuel y yo no queremos perder el tiempo esperándote.

El sobrino de Iverson cavó la tumba a unos diez metros del escondite donde el capitán y yo habíamos pasado el día. Todo estaba sumido en las tinieblas, pero aun suponiendo que hubiera luz, los árboles y los viñedos nos habrían ocultado a quien pasara por el camino de Mummasburg. El camino estaba desierto. Hacía una noche brutalmente oscura; las estrellas habían desaparecido tras una capa de nubes y la única claridad era la que brotaba de mi linterna y la casi imperceptible luminosidad que venía de la casita de Iverson, a unos cien metros de nosotros.

El caballo negro atado a la barandilla del porche observó cómo nuestra extraña procesión salía de la casa. La gorra del capitán Montgomery resbaló de su cabeza y cayó junto al primer peldaño; me agaché torpemente a recogerla. Los dedos de Iverson no se apartaron ni un solo segundo de mi nuca.

La tierra del campo estaba húmeda y suelta, por lo que resultaba fácil cavar en ella. El sobrino de Iverson hizo un agujero de casi un metro de profundidad en menos de veinte minutos. Fragmentos de raíces, rocas y otras cosas relucían emitiendo destellos blanquecinos en el montón de tierra iluminado por la claridad de la linterna.

—Es suficiente —le ordenó Iverson—. Adelante, Samuel.

El sobrino se quedó quieto y alzó los ojos hacia el coronel. La fría luz de la lámpara convertía el rostro del joven en una máscara blanca cubierta por una reluciente capa de sudor: las patillas y las cejas parecían trazos hechos con un carboncillo, tan negros como el manchón de tierra que tenía en su mejilla izquierda. Siguió inmóvil durante unos segundos para recuperar el aliento, asintió, dejó la pala en el suelo y alargó los brazos para hacer rodar el cuerpo del capitán Montgomery al interior de la tumba. El anciano aterrizó sobre su espalda: su boca y sus ojos seguían abiertos. Su pierna de madera casi se había soltado del muñón y era lo único que sobresalía del hoyo. El sobrino de Iverson me miró con las pupilas casi ocultas por los párpados, agarró la pierna y la arrojó sobre el pecho del capitán. Cogió la pala sin mirar hacia abajo y empezó a echar tierra sobre el cadáver. Le observé en silencio. Vi como aquella tierra negra caía sobre la mejilla y la frente de mi viejo veterano. Vi como cubría sus ojos clavados en la nada, primero el derecho y luego el izquierdo. Vi como la boca se iba llenando de tierra y sentí como el nudo que me agarrotaba la garganta crecía y crecía hasta acabar rompiéndose. Un llanto incontenible y silencioso hizo temblar todo mi cuerpo.

El capitán desapareció en menos de un minuto: ya no quedaba nada de él, sólo el contorno de la tierra removida para cavar aquella tumba.

—Samuel —dijo Iverson.

El sobrino se quedó quieto y miró al coronel.

—¿Cuál es tu opinión sobre… el otro asunto? —Iverson habló en un tono de voz tan bajo que el silbido de la linterna y el palpitar del pulso que latía en mis oídos casi me impidió oír sus palabras.

El sobrino se limpió la mejilla con el dorso de la mano, esparciendo la mancha de negrura que tenía allí, y asintió lentamente con la cabeza.

—Creo que debemos hacerlo, tío. No podemos permitirnos…, no podemos correr el riesgo de no hacerlo. No después de lo que ocurrió en Florida…

Iverson suspiró.

—Muy bien. Haz lo que debas hacer. Dejo el asunto en tus manos.

El sobrino volvió a asentir, dejó escapar un suspiro y alargó la mano hacia el pico clavado en el montículo de tierra recién removida. Una parte de mi mente me gritó que corriera pero yo no era capaz de hacer nada salvo seguir de pie paralizado junto a ese abismo terrible, sosteniendo la linterna y respirando ese aire que apestaba al sudor de Samuel y a otra pestilencia más potente e insidiosa que parecía brotar del abismo, el montículo de tierra y los viñedos que nos rodeaban.

—Pon la linterna en el suelo, jovencito —susurró Iverson, con su boca a unos centímetros de mi oreja—. Déjala en el suelo con mucho cuidado… —Sus fríos dedos se cerraron con más fuerza sobre mi cuello.

Dejé la linterna en el suelo, colocándola cuidadosamente para que no se cayera. La fría mano de Iverson me hizo avanzar hacia el borde del agujero. Su sobrino estaba metido en él hasta la cintura, sosteniendo el pico en su mano: sus oscuros ojos no se apartaban de mi rostro y en su expresión había una mezcla de pena y excitación. Sus grandes manos blancas acariciaron el mango del pico. Yo iba a decir «Está bien» cuando vi cómo la expresión decidida de su rostro se convertía en una mueca de sorpresa.

El cuerpo de Samuel se tambaleó, recobró el equilibrio y volvió a tambalearse. Era como si hubiese estado de pie sobre una plataforma que había descendido bruscamente unos treinta centímetros, y luego unos treinta más. El borde del hoyo, que antes sólo llegaba hasta su cintura, le llegaba ahora hasta los sobacos.

El sobrino de Iverson arrojó a un lado el pico y puso los brazos sobre el suelo, buscando un punto sólido donde apoyarse. Pero el suelo había dejado de ser sólido. El coronel Iverson y yo retrocedimos tambaleándonos cuando la tierra pareció vibrar y moverse como en una avalancha de barra La mano izquierda del sobrino se agarró a mi tobillo y su mano derecha buscó un asidero entre los tallos de las enredaderas. La mano de Iverson seguía alrededor de mi cuello, apretándome con tanta fuerza que casi me asfixiaba.

Y, de repente, oímos el ruido que hace la tierra al ceder y derrumbarse, como si el fondo de la tumba hubiera decidido abrirse paso a través del techo de alguna mina o caverna olvidada, y el sobrino se lanzó hacia adelante sacando medio cuerpo de la tumba, con el pecho pegado a los resbaladizos bordes del agujero. Me soltó el tobillo para arañar frenéticamente las enredaderas y la tierra. Me recordó a un montañista suspendido de un saliente que utiliza sólo los dedos y la fricción de su torso para desafiar el tirón de la gravedad.

—Ayudadme. —Su voz era un murmullo distorsionado por el esfuerzo y la incredulidad.

El coronel Iverson retrocedió cinco pasos más y me vi obligado a retroceder con él.

Samuel estaba saliendo victorioso de su combate con la tumba que se desmoronaba. Su mano izquierda tanteó hasta hallar el pico que había dejado clavado en el montículo de tierra y utilizó el mango como punto de apoyo, izándose hasta que su rodilla derecha encontró un soporte en el borde del agujero.

El borde cedió.

La tierra de ese montículo que tenía noventa centímetros de altura empezó a fluir sobre el mango del pico y sobre el convulso brazo y hombro del sobrino, cayendo de nuevo al interior del agujero. Cuando Samuel cavó el hoyo la tierra estaba húmeda pero era sólida; ahora fluía como si fuera barro carente de toda fricción, como el agua…, como vino negro.

Samuel fue resbalando hacia el interior del agujero que ahora ya estaba casi lleno de tierra viscosa y muy pronto sólo su rostro y sus dedos asomaron de aquel estanque de tierra negra y ondulante.

Y, de repente, oímos un ruido que parecía venir de todas partes a la vez, como si muchos cuerpos de gran tamaño hubieran cambiado de posición bajo mantas hechas de hierba y lianas. Las hojas se agitaron. Los tallos se partieron de golpe. No hacía viento.

El sobrino de Iverson abrió la boca para gritar y una ola de negrura fluyó por entre sus dientes. Sus ojos ya no parecían humanos. La tierra volvió a moverse sin ningún aviso previo y el sobrino desapareció. Se esfumó de una forma tan rápida y tan definitiva como el nadador que es engullido por un tiburón tres veces más grande que él.

Oímos un ruido de dientes.

El coronel Iverson dejó escapar un gemido, el sonido que emitiría un niño pequeño cuando le obligan a volver a su dormitorio sin ninguna luz que le alumbre el camino. Sus dedos dejaron de apretarme el cuello.

El rostro de Samuel apareció una última vez: sus ojos desorbitados estaban cubiertos por una película de tierra. Algo se había llevado casi toda la carne de su mejilla derecha. Comprendí que el sonido que estaba oyendo era el de un hombre que intentaba gritar con el esófago y la laringe llenos de tierra.

Volvió a desaparecer. El coronel Iverson retrocedió tres pasos más y me soltó. Cogí la linterna y eché a correr.

Oí un grito a mi espalda y miré por encima de mi hombro el tiempo suficiente para ver al coronel Iverson emergiendo de la brecha que había en el murete. Había salido del campo, jadeando y resoplando, pero seguía viniendo hacia mí.

Corrí con toda la velocidad de un niño de diez años aterrorizado: la linterna oscilaba locamente en mi mano derecha proyectando dibujos cambiantes de luces y sombras sobre las hojas, las ramas y las rocas. Necesitaba esa luz. Mi mente sólo era capaz de pensar en una cosa: el revólver del capitán que Samuel había dejado encima de la mesa.

Cuando llegué a la casa el caballo estaba tirando de sus riendas; tenía los ojos desorbitados por el miedo, alarmado por mi presencia, la linterna que no paraba de balancearse, los gritos de Iverson o la terrible pestilencia que llegaba de los campos. Crucé el umbral a la carrera sin hacerle caso, dejé atrás el vestíbulo y entré en el comedor. Me detuve, jadeando, los labios curvados en una mueca de terror y triunfo.

El revólver había desaparecido.

Me quedé inmóvil durante lo que pudieron ser segundos o minutos: no podía pensar en nada. Después, sin soltar la linterna, miré debajo de la mesa, en el aparador y en el cuartito trasero. El revólver no estaba allí. Di un par de pasos hacia la puerta, oí ruidos en el porche, empecé a subir por la escalera y me detuve sin saber qué hacer.

—¿Es esto… lo que buscas…, jovencito? —Iverson estaba de pie en la entrada al comedor, jadeando, su mano izquierda apoyada en el quicio de la puerta: su mano derecha sostenía el revólver con el que me apuntaba—. Calumnias, nada más que calumnias —dijo y apretó el gatillo.

El capitán había dicho que el revólver era «de doble acción». El percutor retrocedió con un chasquido y quedó amartillado pero el arma no llegó a dispararse. Iverson la miró y volvió a apuntarme con ella. Le arrojé la linterna a la cara.

El coronel la desvió de un manotazo, rompiendo el cristal. Las llamas prendieron en las viejas cortinas y subieron velozmente hacia el techo acariciando el costado derecho de Iverson. Lanzó una maldición y dejó caer el revólver. Salté la barandilla de la escalera, cogí la lámpara de queroseno que había encima de la mesa y la arrojé hacia el cuartito trasero. El aceite de la lámpara se esparció sobre las sábanas y los libros, incendiándolos. Me puse a cuatro patas y traté de alcanzar el revólver, pero Iverson me dio una patada en la cabeza. Era viejo y lento y no me costó mucho rodar sobre mí mismo para esquivar la patada, pero mientras lo hacía la cortina en llamas cayó al suelo interponiéndose entre mi mano y el revólver. Iverson intentó cogerlo pero las llamas se lo impidieron. Apartó la mano con una maldición y salió corriendo por la puerta principal.

Me quedé agazapado en el suelo durante unos instantes, jadeando. Las llamas corrían por las grietas de los tablones, prendiéndole fuego a la resina del pino y a toda la estructura de la casita. El caballo lanzó un relincho, no sé si porque había olido el humo o porque el coronel intentaba subirse a él. Sabía que nada podría impedirle que cabalgara hacia el sur o hacia el este, internándose en el bosque con rumbo hacia el pueblo, alejándose de los Pozos de Iverson…

Metí la mano en el círculo de llamas y ahogué un grito al ver cómo una parte de mi manga se calcinaba y las ampollas me cubrían la palma, la muñeca y la parte inferior del brazo. Sólo después me pregunté cómo era posible que la pólvora de los cartuchos no hubiese explotado. Salí tambaleándome de la casa sosteniendo el arma en mis manos quemadas.

El coronel Iverson había logrado montar pero aún le faltaba poner una bota en el estribo. Una rienda colgaba fláccidamente mientras tiraba violentamente de la otra, intentando conseguir que su aterrorizado caballo volviera grupas hacia el bosque. Hacia la casa en llamas… El caballo quería apartarse de las llamas y parecía decidido a correr hacia la brecha del murete. Hacia los Pozos… Iverson trataba de impedírselo. El resultado era que el caballo giraba en círculos mostrando el blanco de los ojos a cada revolución sobre sí mismo.

Bajé tambaleándome del porche y alcé la pesada arma justo cuando Iverson lograba detener los giros del caballo y se inclinaba hacia adelante para coger la otra rienda. Sujetó las riendas con la mano controlando al animal y le espoleó para pasar junto a mí —o para pisotearme—, y dirigirse hacia la oscuridad de los árboles. Necesité toda mi fuerza para hacer retroceder el percutor, sintiendo cómo el gesto hacía reventar las ampollas de mi pulgar, y disparé. No había tenido tiempo de apuntar. La bala se perdió entre las ramas que había a unos tres metros por encima de la cabeza de Iverson. El retroceso casi me arrancó el arma de las manos.

El caballo volvió grupas hacia la oscuridad que tenía detrás. Iverson le obligó a dar la vuelta y trató de hacerle avanzar pateándole violentamente con sus zapatitos negros.

Mi segundo disparo dio en el suelo a unos dos metros por delante de mí, levantando un surtidor de polvo. Hice retroceder el percutor por tercera vez sintiendo cómo la carne se desprendía de mi pulgar quemado y levanté aquel arma imposiblemente pesada apuntando al espacio que había entre las enloquecidas pupilas del caballo. Tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no podía ver muy bien a Iverson, pero oí con toda claridad su maldición cuando el caballo se negó a aproximarse por tercera vez a las llamas y la fuente de tanto ruido. Me limpié los ojos con los calcinados restos de mi manga justo cuando Iverson apartaba al caballo del incendio y se preparaba para salir al galope. Mi tercer disparo volvió a perderse en las ramas pero el caballo de Iverson galopó hacia la oscuridad sin tomar por aquel sendero casi imperceptible, saltando el murete de piedra con tanto ímpetu que pasó a sesenta centímetros de las rocas.

Corrí detrás de ellos, sollozando. La oscuridad me hizo tropezar dos veces pero logré no perder el revólver. Cuando llegué al murete toda la casa estaba en llamas: las chispas salían disparadas hacia el cielo y cortinas de luz rojiza bailaban sobre los campos y el bosque. Subí de un salto al murete y me quedé allí, tambaleándome, intentando tragar aire, y miré.

El caballo de Iverson había logrado recorrer unos treinta metros antes de verse obligado a detenerse. Le vi encabritarse. El hombre de la barba blanca montado en él soltó las riendas y se agarró desesperadamente con las dos manos a las crines.

Los viñedos estaban moviéndose. Masas de tallos y hojas se fueron desplegando hasta quedar al nivel de la cabeza del caballo mientras unas siluetas confusas parecían moverse bajo una capa de hojas en continua agitación. La misma tierra se removía formando montículos y hondonadas. Y agujeros.

La luz del incendio me permitió verlos con toda claridad. Agujeros de topos. Agujeros de tejones. Pero su entrada era tan grande como el torso de un hombre… Y su interior estaba recubierto por lo que parecía una especie de cartílago rojo sangre. Era como ver el interior de las fauces de una serpiente mientras sus entrañas palpitaban y se agitaban esperando la llegada de la presa.

Sólo que peor.

Si han visto alguna vez a una lamprea preparándose para alimentarse quizá sepan de qué hablo. Los agujeros tenían dientes. Hileras de dientes. Todo el orificio de la entrada estaba rodeado por varios círculos de dientes. La tierra se había abierto para mostrar sus entrañas rojizas ribeteadas de dientes blancos y afilados.

Los agujeros se movieron. El caballo bailoteó dominado por el pánico, pero los agujeros se movieron como sombras en el gran círculo de tierra desnuda del que habían desaparecido las enredaderas y arbustos y alrededor de toda aquella circunferencia siluetas oscuras se fueron incorporando bajo los viñedos.

Iverson gritó. Un segundo después su caballo dejó escapar un sonido similar cuando un agujero se cerró sobre su pata delantera derecha. Oí con toda claridad el chasquido del hueso al romperse. El caballo se derrumbó, haciendo caer a Iverson de la silla. Oí más chasquidos y el caballo alzó el cuello como si sus ojos enloquecidos quisieran ver la tierra que se cerraba alrededor de los cuatro muñones que antes habían sido patas, desgarrando los ligamentos y separando la carne del hueso con la misma facilidad con que una persona separa las hebras de carne de un muslo de pollo asado.

En veinte segundos del animal ya sólo quedaba un tronco convulso que rodaba sobre la negrura de la tierra y la sangre en un vano intento de evitar aquellos dientes de lamprea que le mordían la carne. Los agujeros acabaron cerrándose sobre su cuello.

El coronel Iverson estaba arrodillado en el suelo. Le vi ponerse en pie. Los únicos sonidos audibles eran el chasquido de las llamas a mi espalda, el susurro de los tallos y el agudo jadear histérico del mismo Iverson. Estaba riéndose.

La tierra tembló y se arrugó doblándose sobre sí misma para formar surcos que tenían quinientos metros de longitud, líneas tan rectas y bien dibujadas como las filas de hombres que van a entrar en combate: las enredaderas, la hierba y el suelo negruzco subían y bajaban con el frenético movimiento de las ratas que corretean bajo una manta. O como el agitarse de una bandera al viento…

Iverson gritó al ver cómo los agujeros se abrían bajo él, rodeándole por todas partes. Logró gritar por segunda vez cuando la parte superior de su cuerpo rodó sobre la tierra que le esperaba, arañando el polvo ondulante con una mano que trataba de encontrar algún punto de apoyo mientras la otra mano intentaba vanamente recoger las partes de sus órganos que arrastraba sobre el suelo.

Los agujeros volvieron a cerrarse. El pequeño óvalo de carne rosada rodó sobre la tierra: no hubo ningún grito pero hasta el día de mi muerte estaré seguro de que vi cómo aquellas mandíbulas se abrían en silencio haciendo moverse la barba blanca, y también vi el destello blanco y amarillo cuando parpadeó.

Los agujeros se cerraron por tercera vez.

Me aparté del murete con paso tambaleante pero antes arrojé el revólver hacia el campo, lanzándolo lo más lejos posible. La casa se había derrumbado sobre sí misma pero el calor que desprendía continuaba siendo terrible, tanto que no podía acercarme demasiado a ella. Mis cejas no tardaron en quedar chamuscadas y el vapor empezó a brotar de mis ropas empapadas en sudor, pero me mantuve lo más cerca posible del fuego y aguanté todo el tiempo que pude.

Cerca de la luz…

No me acuerdo de la brigada contra incendios que me encontró y tampoco recuerdo a los hombres que me llevaron al pueblo un poco antes del amanecer.

El miércoles 2 de julio fue el Día Militar en la Gran Reunión. Llovió con fuerza durante toda la tarde pero hubo discursos en la Gran Tienda. Los hijos y nietos del general Longstreet, el general Pickett y el general Meade estaban presentes en la plataforma de los oradores.

Recuerdo haberme despertado durante unos momentos en la tienda del hospital oyendo el ruido de la lluvia sobre la lona. Alguien le estaba explicando a alguien que este lugar se hallaba mejor equipado que el viejo hospital del pueblo. Tenía un brazo y las dos manos envueltas en vendajes. Mi frente ardía a causa de la fiebre.

—Descansa, muchacho —me dijo el reverendo Hodges con el ceño fruncido por la preocupación—. Le he mandado un telegrama a tus padres. Tu padre estará aquí antes del anochecer.

Asentí y dominé el impulso de gritar durante los interminables segundos que transcurrieron antes de que el sueño volviera a reclamarme. El golpeteo de la lluvia sobre la tienda me había parecido el sonido de unos dientes royendo un hueso.

El jueves 3 de julio fue el Día Cívico en la Gran Reunión. Supervivientes de la brigada de Pickett y ex soldados de la Unión procedentes de la Asociación de Brigadas de Filadelfia formaron dos filas y caminaron veinte metros hacia el sur y veinte metros hacia el norte a lo largo de la pared de Cemetery Ridge que indicaba lo que podría llamarse el punto máximo al que llegaron las aguas de la Confederación. Los dos bandos inclinaron sus estandartes de batalla hasta que éstos se encontraron por encima del muro. Después un abanderado alzó simbólicamente las Barras y las Estrellas sobre aquellos estandartes unidos. Todo el mundo prorrumpió en vítores. Los veteranos se abrazaron los unos a los otros.

Recuerdo fragmentos del regreso en tren aquella mañana. Recuerdo el brazo de mi padre alrededor de mis hombros. Recuerdo el rostro de mi madre cuando llegamos a la estación de Chestnut Hill.

El viernes 4 de julio fue el Día Nacional en la Gran Reunión. El presidente Wilson se dirigió a todos los veteranos en la Gran Tienda a las 11 de la mañana. Habló de curar las heridas, de olvidar las diferencias del pasado y las viejas querellas. Habló de valor y de coraje, y la gloria que el paso del tiempo no conseguiría empañar. Cuando hubo terminado tocaron el Himno Nacional y una guardia de honor disparó una salva. Después todos los viejos volvieron a sus casas.

Recuerdo parte de los sueños que tuve aquel día. Eran los mismos sueños que tengo ahora. Me desperté varias veces gritando. Mi madre intentó cogerme de la mano pero yo no quería que nada me tocara. Nada…

Han pasado setenta y cinco años desde mi primer viaje a Gettysburg. He vuelto muchas veces. Los guías, los guardias forestales y los bibliotecarios me conocen y me llaman por mi nombre. Algunos incluso me halagan confiriéndome el título de historiador.

Durante la Gran Reunión del año 1913 murieron nueve veteranos: cinco por problemas cardíacos, dos por insolación y uno por neumonía. El certificado de defunción del veterano número nueve dice que la causa de la muerte fue «ancianidad». Un veterano desapareció en algún momento situado entre su presentación al registro de llegadas y la fecha en que se esperaba que volviera a un hogar para veteranos jubilados de Raleigh, Carolina del Norte. El nombre del capitán Powell D. Montgomery de Raleigh, Carolina del Norte, veterano del 20 de Carolina del Norte nunca fue añadido a la lista de los nueve veteranos que murieron. No tenía familia y no le echaron en falta hasta algunas semanas después de que la Reunión hubiera terminado.

Jessup Sheads construyó la casita situada al sureste de la granja Forney, allí donde el regimiento 97 de Nueva York esperó en silencio detrás de un murete de piedra el avance de los hombres del coronel Alfred Iverson. Sheads diseñó la casita para que le sirviera de residencia veraniega y la hizo construir en la primavera del año 1893. Nunca llegó a vivir en ella. Según las descripciones, Sheads era un pelirrojo bajito y corpulento que siempre iba bien afeitado y sentía una cierta debilidad por el vino. El plantó los viñedos poco antes de su muerte a causa de un ataque cardíaco ese mismo año de 1893. A lo largo de los años su viuda fue alquilando la casita través de agentes inmobiliarios hasta que ésta se quemó en el verano de 1913. No hay datos sobre los inquilinos.

El coronel Alfred Iverson jr. terminó la guerra como brigada general pese a haber sido relevado del mando después de algunas dificultades no reveladas que tuvieron lugar durante las escaramuzas iniciales de la batalla de Gettysburg. Después de la guerra Iverson tuvo algunas desventuradas aventuras comerciales en Georgia y más tarde en Florida, teniendo que abandonar las dos áreas en circunstancias poco claras. En Florida Iverson participó en el negocio de los cítricos junto con su sobrino Samuel Strahl, quien afirmaba ser miembro del KKK y era un feroz defensor de la reputación y el nombre de su tío abuelo. Se rumoreaba que Stahl mató a un mínimo de dos hombres en duelos ilegales y en Broward County se le buscaba para interrogarle sobre la desaparición de un anciano de 78 años llamado Phelps Rawlins. Rawlins era un veterano del 20 regimiento de Carolina del Norte. La esposa de Stahl acudió a la policía denunciando su desaparición durante una excursión de caza de un mes de duración que tuvo lugar en el verano de 1913. Siguió viviendo en Macón, Georgia, y murió el año 1948.

Según la fuente consultada Alfred Iverson jr. murió en 1911, 1913 o 1915. Los historiadores suelen confundir a Iverson con su padre, el senador, y aunque se supone que los dos están enterrados en la cripta familiar de Atlanta los registros del cementerio de Oakland demuestran que allí sólo hay un ataúd.

El sueño de ese cálido atardecer junto a los viñedos se ha repetido muchas veces a lo largo de los años. Lo único que cambia del sueño es mi campo visual: del cielo azul y un murete de piedra sobre el que flotan las ramas a las trincheras y el alambre de espino, los arrozales y las nubes del monzón, el barro helado que se extiende a lo largo de un río cubierto de hielo, la espesa vegetación tropical que engulle la luz… Hace poco he soñado que estoy tumbado entre las cenizas de una ciudad mientras la nieve cae de unas nubes casi pegadas al suelo. Pero el sabor a fruta y cobre de la tierra sigue siendo el mismo. La comunión silenciosa entre los que han sido sacrificados y aquellos que nadie se ha acordado de enterrar también sigue siendo la misma. A veces pienso en las fosas colectivas que han fertilizado este siglo y lloro por mis descendientes.

Llevo algunos años sin visitar los campos de batalla. La última visita tuvo lugar hace veinticinco años, en la tranquila primavera de 1963, tres meses antes de aquel verano enloquecido en el que se conmemoró el centenario de los combates. El camino de Mommasburg había sido pavimentado y ensanchado. La casa de John Forney había dejado de existir años antes pero vi los macizos de iris allí donde habían estado los cimientos. Gettysburg es mucho más grande, naturalmente, pero las restricciones a la construcción y el parque histórico han impedido que edificaran casas nuevas en el vecindario.

Muchos de los árboles que había junto al murete han muerto a causa de la enfermedad del olmo holandés y otras plagas. Ahora ya sólo quedan unos metros de muro: la gente se ha ido llevando las piedras para construir patios y chimeneas. Se puede ver la ciudad que se extiende al final de los campos.

Los Pozos de Iverson han desaparecido. Ninguno de los habitantes de la zona con los que he hablado se acuerda de ellos. Los campos siempre están verdes y cuando se los cultiva dan cosechas increíbles pero eso también ocurre en casi toda la zona de Pennsylvania.

El invierno pasado un amigo mío aficionado a la historia me escribió para contarme que un grupo de arqueólogos de la Universidad Penn había hecho una excavación de sondeo en el área de Oak Hill. Me dijo que la excavación había revelado una auténtica mina de oro de reliquias: balas, botones de latón, fragmentos de equipo militar, trocitos de cartuchos, cinco bayonetas casi intactas, pedacitos de hueso…, todos esos objetos tan tozudos que la carne deja atrás después de haberse podrido, como pequeñas notas a pie de página en el libro del tiempo.

Y dientes, decía la carta de mi amigo.

Muchos, muchos dientes.