Cambiando de piel

Willie olió la sangre a una manzana de distancia del apartamento donde ella vivía.

Vaciló y volvió a husmear el fresco aire de la noche. Era otoño, con el viento que llegaba del río y el olor de la lluvia flotando en la atmósfera pero el olor, ese olor, era cobre, especias y fuego y resultaba inconfundible. Willie conocía muy bien el olor de la sangre humana.

Un hombre que hacía jogging pasó trotando junto a él y la luz de la luna llena le arrancó destellos a su chándal anaranjado. Willie se internó un poco más en las sombras. ¿Qué clase de imbécil podía andar corriendo por la calle a estas horas de la noche? Gilipollas, pensó y el sentimiento emergió bajo la forma de un gruñido gutural. El hombre miró a su alrededor, sobresaltado. Willie se internó un poco más en el follaje. Unos instantes después el hombre se alejó por el sendero de las bicicletas, corriendo un poco más deprisa que antes.

Willie decidió arriesgarse y fue hasta el comienzo del parque, donde podría ver la calle desde los arbustos. Dos coches de policía estaban aparcados delante de su edificio con las luces encendiéndose y apagándose. ¿Qué diablos había hecho?

Cuando oyó el eco distante de las sirenas y vio aproximarse otro conjunto de luces que se encendían y apagaban con parpadeos azules y rojos Willie se sintió muy cerca del pánico. El aire estaba cargado de un fuerte olor a sangre que le hacía palpitar el cráneo. Era demasiado. Se dio la vuelta y corrió hacia las profundidades del parque, sin preocuparse de que alguien pudiera verle: sólo deseaba alejarse de allí. Corrió hacia el sur sin hacer ruido hasta que empezó a jadear y la lengua le asomó por la boca. No estaba preparado para esta clase de embrollos. Anhelaba llegar a la seguridad del apartamento donde vivía, el sitio donde le esperaban su sofá especial y una buena dosis de su inhalador Niebla Primateen.

Llegó al río y se detuvo temblando y jadeando, medio embriagado por la sangre y el miedo. Se agazapó junto a uno de los soportes del puente contemplando los faros de los coches que pasaban y se dedicó a escuchar el sonido del tráfico con la esperanza de que eso le iría calmando.

Acabó sintiendo que ya había recuperado un poco las fuerzas y mató una ardilla. Saboreó el maravilloso calor de la sangre en su boca y la carne le hizo sentirse mucho más fuerte pero el maldito animal tenía tanto pelo que le dejó una bola de vello en la garganta y estuvo a punto de atragantarse con ella.

—Willie —dijo Randi Wade mirándole con suspicacia—, si esto es otro de tus planes sin pies ni cabeza para meterte en mi cama te advierto que no va a funcionar.

El hombrecillo estudió su reflejo en el espejo ovalado que había sobre el diván de Randi, probó varias muecas distintas hasta encontrar una expresión de pena ofendida que pareció gustarle y se dio la vuelta para dejar que la viera.

—¿Eso es lo que piensas? ¿Eso es lo que piensas de mí? Acudo a ti porque necesito tu ayuda ¿y qué consigo? Un montón de insinuaciones sexuales baratas. Wade, a estas alturas ya deberías conocerme mejor. Lo que quiero decir es que… Jesús, ¿cuánto tiempo llevamos siendo amigos?

—Casi tanto tiempo como el que llevas intentando meterte en mi cama —dijo Randi—. Admítelo, Flambeaux, eres un pequeño bastardo salido.

Willie cambió hábilmente de tema.

—Oye, hacer negocios en tu apartamento es cosa de aficionados. —Tomó asiento en uno de los sillones de terciopelo rojo—. Quiero decir que… No me malinterpretes, es un sitio precioso, adoro las antigüedades victorianas y me muero de ganas por ver el dormitorio, pero se supone que un detective privado debe tener un despacho pequeño y miserable situado en la peor parte de la ciudad, ¿no? Ya sabes, una puerta de cristal esmerilado, una botella en el cajón de la mesa, montones de polvo encima de los archivadores…

Randi sonrió.

—¿Sabes lo que te cobran de alquiler por esos despachos pequeños y miserables situados en la peor parte de la ciudad? Tengo un contestador automático, mi nombre figura en las páginas amarillas…

—AAA-Wade Investigaciones —dijo Willie con amargura—. ¿Cómo esperas que la gente te localice? Wade, deberías estar en la letra W. Si Dios hubiera querido que todo el mundo se anunciara en la A no habría inventado el resto de las letras… —Tosió—. Creo que estoy incubando algo —se quejó, como si eso fuera culpa de Randi—. ¿Vas a ayudarme o no?

—No hasta que me lo cuentes todo —dijo Randi, pero ya había decidido ayudarle. Willie le caía bien y le debía un favor. Le había dado trabajo cuando lo necesitaba y, además, había incluido su amistad como propina en el trato. Incluso sus continuos y fútiles intentos para acostarse con ella le resultaban más bien atractivos, aunque jamás lo habría admitido ante Willie—. ¿Quieres que te diga cuáles son mis tarifas?

—¿Tarifas? —Willie parecía apenado—. ¿Y qué hay de la amistad? ¿Qué ha sido de los viejos tiempos? ¿Ya has olvidado todas las veces que te he invitado a comer?

—Nunca me has invitado a comer —dijo Randy en tono de acusación.

—¿Es culpa mía que siempre rechaces mis invitaciones?

—Según mis normas, un cubo del pollo superpicante de Popeye en un motel por horas para tragarlo en dos bocados y echar un polvo rápido no se considera una invitación a comer —dijo Randi.

Willie tenía un rostro flaco y algo tristón, con unos rasgos muy marcados que parecían estar hechos de goma y eran capaces de adoptar una asombrosa variedad de expresiones. En este momento ponía la misma cara que si alguien acabara de atropellar a su perrito.

—No habría sido un polvo rápido —dijo con un considerable despliegue de dignidad ofendida. Tosió y se reclinó en el asiento: los inmensos almohadones de terciopelo rojo le daban una extraña apariencia de niño—. Randi —dijo con una voz llena de miedo y cansancio—, esto va en serio.

Randi conoció a Willie Flambeaux cuando su agencia de cobros empezó a perseguirla pidiéndole que pagara todas las facturas de su ex marido. Randi estaba sin trabajo, no tenía dinero y se hallaba al borde de la desesperación. Willie se compadeció de ella y le dio trabajo en su agencia. A Randi no le gustaba acosar a la gente para que pagara sus deudas, pero el empleo había sido un auténtico regalo caído del cielo y trabajó en la agencia el tiempo suficiente para pagar lo que debía. La sonrisa torcida de Willie, sus incesantes proposiciones deshonestas y su aguda inteligencia le habían permitido conservar la cordura. Siguieron manteniéndose en contacto incluso después de que Randi abandonara a los sabuesos del infierno, el apelativo cariñoso con que Willie se refería a su agencia de cobros.

Durante todo ese tiempo Randi nunca le había visto asustado, ni tan siquiera cuando hablaba de la perspectiva de una muerte inminente causada por una de sus muchas y terribles enfermedades, que siempre se resistían a ser diagnosticadas. Randi se sentó en el sofá.

—Bueno, te escucho —dijo—. ¿Cuál es el problema?

—¿Has visto el Courier de esta mañana? —le preguntó Willie—. Esa mujer a la que mataron en Parkway…

—Le eché un vistazo —dijo Randi.

—Era amiga mía.

—Oh, Jesús. —Randi sintió una oleada de culpabilidad por haber estado metiéndose con él—. Willie, lo siento mucho.

—Era una cría —dijo Willie—. Veintitrés años… Te habría gustado. Estaba llena de entusiasmo y ganas de vivir. Y era muy lista. Llevaba sentada en una silla de ruedas desde la secundaria. La noche de su baile de graduación el chico con el que iba bebió demasiado y se enfadó mucho porque ella le dijo que no pensaba llegar hasta el final. Cuando volvían a casa apretó el acelerador y se empotró en un semirremolque. Quería darle una lección, ¿entiendes? El chico murió al instante. Joanie logró sobrevivir pero se rompió la columna vertebral y quedó paralizada de cintura para abajo. Nunca dejó que eso la impidiera hacer lo que deseaba. Fue a la universidad, se graduó con honores y consiguió un buen empleo.

—¿Y ya era amiga tuya antes de…?

Willie meneó la cabeza.

—No. La conocí hace un año. Se le había ido la mano con las tarjetas de crédito. Ya conoces la canción, ¿verdad? Bueno, fui a su casa, le presenté al señor Tijeras, una cosa llevó a la otra y acabamos siendo amigos. Como tú y yo, más o menos… —La miró a los ojos—. El cuerpo estaba mutilado. ¿Quién sería capaz de hacer algo semejante? Matar ya es lo bastante horrible pero eso… —Willie estaba empezando a jadear. Su asma. Se calló y tragó una honda bocanada de aire—. ¿Y qué coño quiere decir esa palabra? Mutilada, Jesús, qué palabra tan fea, pero… ¿qué clase de mutilaciones? Quiero decir…, ¿estamos hablando de Jack el Destripador o qué?

—No lo sé. ¿Importa?

—A mí sí me importa. —Se humedeció los labios con la lengua—. Llamé a la policía y traté de conseguir más detalles. Fue una especie de empate a cero. Yo no quería decirles mi nombre y ellos no querían darme ninguna información. También probé suerte con el salón de pompas fúnebres. Habrá un velatorio con el ataúd cerrado y luego incinerarán el cadáver. Tengo la impresión de que están intentando ocultar algo.

—¿El qué? —le preguntó Randi.

Willie suspiró.

—Vas a pensar que esto es una auténtica locura, pero ¿y si…? —Se pasó los dedos por el cabello. Parecía estar muy nervioso—. ¿Y si Joanie hubiera sido…? Bueno, maltratada…, o hecha pedazos…, bueno, si estuviera medio devorada…, ya sabes, como por…, por alguna clase de animal…

Willie siguió hablando pero Randi ya no le escuchaba.

Era como si sus entrañas estuvieran llenas de algo muy, muy frío, algo viejo y gris empapado de miedo, y de repente volvió a tener doce años y estaba de pie en el umbral de la cocina escuchando cómo su madre hacía aquel ruido, ese ruido tan terrible y agudo que parecía una especie de gemido. Los hombres seguían intentando hablar con ella, hacer que comprendiera…, alguna clase de animal, dijo uno de ellos. Su madre no parecía oírles ni comprender lo que decían pero Randi sí. Repitió esas palabras en voz alta y todos los ojos se volvieron hacia ella y uno de los policías dijo Dios, la niña y todos se quedaron mirándola hasta que su madre logró calmarse un poco y la acostó. Mientras la tapaba con las sábanas se echó a llorar sin poder evitarlo…, su madre, no Randi. Randi no había llorado. No lloró ni entonces ni en el funeral, y en todos los años transcurridos desde entonces no había derramado ni una sola lágrima.

—¡Eh! ¡Eh! ¿Te encuentras bien? —le estaba preguntando Willie.

—Estupendamente —dijo ella con sequedad.

—Jesús, no me des esos sustos, ya tengo mis propios problemas, ¿sabes? Ponías una cara como si… Diablos, no sé muy bien qué cara ponías pero no querría encontrármela en un callejón oscuro.

Randi le miró.

—El periódico decía que Joan Sorenson había sido asesinada. Ser atacada por un animal…, eso no se considera asesinato.

—Venga, Wade, no te me pongas legalista. No lo sé, ni tan siquiera sé si hubo algún animal involucrado en el asunto, puede que sencillamente esté chiflado, que sufra de paranoia…, dale el nombre que más te guste. El periódico se calló todos los detalles desagradables. El jodido periódico se ha callado un montón de cosas…

Willie estaba respirando muy deprisa. Se retorció en el sillón y sus dedos empezaron a tamborilear sobre el brazo de éste.

—Willie, haré lo que pueda pero con un caso semejante estoy segura de que la policía se esforzará al máximo y no creo que pueda hacer nada que ellos no sean capaces de hacer mejor que yo.

—La policía… —dijo Willie con voz átona—. No confío en la policía. —Meneó la cabeza—. Randi, si los polis examinan sus cosas darán con mi nombre, ¿comprendes? Estará en su agenda y en otros sitios…

—Temes que puedan considerarte sospechoso. ¿Es eso?

—Diablos, no lo sé. Puede que sí.

—¿Tienes coartada?

Willie puso cara de sentirse considerablemente desgraciado.

—No. No. Realmente, no. Quiero decir… No es nada que pueda utilizarse ante un tribunal. Se suponía que…, que debía verla esa noche. Mierda, quiero decir que…, por lo que sé puede que ella escribiera mi nombre en su jodido calendario, ¿entiendes? No quiero que anden husmeando por todas partes.

—¿Por qué?

Willie torció el gesto.

—Hasta los exprimidores de morosos tenemos nuestros pequeños trapos sucios que ocultar. Diablos, podrían encontrar todas esas fotos donde sales desnuda… —Randi no se rió. Willie meneó la cabeza—. Quiero decir que… Dios, uno pensaría que los polis tienen cosas mejores que hacer que andar por ahí resolviendo crímenes…, llevo un año sin que me pongan una multa por estacionamiento prohibido. Hace que empieces a preguntarte dónde diablos irá a parar esta ciudad. —Estaba volviendo a jadear—. Maldita sea, ya he vuelto a excitarme demasiado. Es culpa tuya, Wade. Apuesto a que llevas braguitas especiales debajo de esos téjanos, ¿verdad? —Willie le lanzó una mirada acusadora, sacó el inhalador de Niebla Primateen que llevaba en el bolsillo de su chaqueta, se metió la pieza de plástico en la boca y se administró una dosis, absorbiendo ávidamente la sustancia.

—Debes estarte sintiendo mejor —dijo Randi.

—Cuando dijiste que no podías hacer nada para ayudarme, ¿eso incluía también el desnudarte o no? —le preguntó Willie con expresión esperanzada.

—No —dijo Randi con firmeza—. Pero me ocuparé del caso.

La calle River no era muy elegante, pero a Willie le encantaba. La gente rica de las colinas podía disfrutar de los «panoramas del río» desde los gabletes y porches de sus viejas casas victorianas pero Willie tenía al mismísimo río fluyendo bajo sus ventanas. Oía su sonido día y noche: el golpeteo del agua contra las pilastras, las sirenas cuando las nieblas se espesaban, los gritos de la gente que daba un paseo en bote las tardes soleadas… Tenía la luz de la luna sobre la negrura de las aguas, y hasta tenía su propio embarcadero medio podrido en el que sentarse aquellas medianoches en que le apetecía estar solo. Tenía once habitaciones que usaba como oficina, lavabo para caballeros (con urinario) y lavabo de señoras (con una máquina de Tampax), suelos de madera, unos preciosos techos antiguos y si alguna vez conseguía ese préstamo estaba decidido a construir una cocina. También tenía una destilería abandonada en la planta baja por si algún día se le antojaba fabricar su propia cerveza. El edificio de ladrillos rojos lleno de corrientes de aire se construyó unos cien años antes, y las casas de la zona llevaban más o menos el mismo período de tiempo siendo consideradas como la zona de mala fama de la ciudad. Actualmente el edificio que no estaba tapiado con tablones albergaba una industria, por lo que Willie no tenía muchos vecinos, y eso era lo mejor de todo.

Aparcar tampoco era problema. Willie poseía un viejo y monstruoso Cadillac color verde lima todo cromados y aletas que siempre dejaba junto al embarcadero, a un metro escaso de su puerta. Necesitó cinco minutos para abrir todos sus cerrojos. Willie creía en los cerrojos y opinaba que cuando vivías en la calle River eran algo realmente imprescindible. La destilería estaba oscura y silenciosa. Cerró con llave las puertas y subió hasta las habitaciones en que vivía.

Estaba más asustado de lo que le había dejado ver a Randi. Cuando captó el olor de la sangre y pensó que Joanie había cometido una auténtica estupidez se puso bastante nervioso, pero cuando compró el periódico de la mañana y leyó que ella era la víctima, que había sido torturada, asesinada y mutilada…, mutilada, santo Dios, ¿qué diablos quería decir eso? ¿Sería posible que alguno de los otros…? No, no podía ni pensar en eso, la sola idea bastaba para ponerle enfermo.

Cuando la destilería funcionaba su habitación servía como despacho del presidente. Daba al río y Willie pensaba que tenía un mobiliario bastante bonito. Los muebles no encajaban entre sí pero no importaba. Los había ido consiguiendo uno por uno a lo largo de los años: los nuevos solían ser fruto de algún embargo por no haber pagado los plazos, los muebles antiguos fueron aceptados como sustitutivo del dinero en deudas que habían vencido hacía mucho tiempo y que ya no había esperanza alguna de cobrar. Willie casi siempre se las arreglaba para conseguir algo, incluso en los casos que todos los demás habían rechazado por considerarlos imposibles. Si era algo que le gustaba pagaba al cliente de su propio bolsillo a razón de diez o veinte centavos por dólar y se quedaba con el mueble. De esa forma había conseguido algunas gangas increíbles.

Acababa de poner a hervir un poco de agua en su hornillo eléctrico cuando empezó a sonar el teléfono.

Willie se dio la vuelta y lo contempló con el ceño fruncido. No se atrevía a responder. Podía ser la policía…, pero también podía ser Randi o alguna amistad suya, algo totalmente inocente. Fue hacia el teléfono haciendo una mueca y cogió el auricular.

—Diga.

—Buenas tardes, William. —Willie sintió como si alguien le estuviera pasando un dedo helado por la columna vertebral. Jonathan Harmon tenía una voz grave y educada que siempre le daba escalofríos—. Hemos estado intentando ponernos en contacto contigo.

«Oh, sí, apuesto a que lo habéis intentado», pensó Willie, pero lo que dijo fue:

—Ya, sí… He estado fuera.

—Ya te habrás enterado de lo que le ha ocurrido a la lisiada, ¿no?

—A Joan —dijo Willie con voz seca—. Se llamaba Joan. Sí, ya me he enterado. Todo lo que sé es lo que he leído en el periódico.

—Soy propietario del periódico —le recordó Jonathan—. William, algunos de nosotros vamos a reunirnos en Blackstone para hablar. Zoé y Amy están aquí conmigo y espero que Michael llegue de un momento a otro. Steven ha ido a recoger a Lawrence. Si estás libre, puede desviarse un trecho y pasar por tu casa.

—No —balbuceó Willie—. No, no estoy libre. Soy un auténtico prisionero del destino. —En su risa había un cierto matiz de pánico.

—William, puede que tu vida esté en juego.

—Sí, apuesto a que lo está, maldito hijo de puta… ¿Qué era eso, una amenaza? Deja que te diga una cosa: puse por escrito todo lo que sé, todo, y le he dado copias a un par de amigos míos. —No lo había hecho pero ahora que pensaba en ello le pareció que podía ser una buena idea—. Si acabo igual que Joanie ellos se asegurarán de que esas cartas lleguen a la policía, ¿me has oído?

Casi esperaba oír la voz de Jonathan diciéndole en tono imperturbable «Soy propietario de la policía», pero lo único que oyó fue la estática y el silencio. Unos instantes después le llegó un suspiro desde el otro extremo de la línea.

—Comprendo que estés trastornado por lo de Joan…

—No quiero oírte pronunciar su nombre —le interrumpió Willie—. No tienes ningún derecho a pronunciarlo, ¿me entiendes? Sé lo que pensabas de ella. Escúchame bien, Harmon, si acabo descubriendo que tú o el pervertido de tu hijo han tenido algo que ver con lo ocurrido, por poco que sea, iré a Blackstone una noche y te mataré, puedes estar seguro. Joanie era una buena chica, ella…, ella…

Y de repente, por primera vez desde que se enteró de lo ocurrido, sintió como la presencia de Joanie invadía su mente: su cara, su risa, su olor cuando estaba en celo o enfadada, la gracia con que se movían sus músculos cuando corría junto a él, los ruidos que hacía cuando sus cuerpos se unían… Todo volvió a su mente y Willie sintió como las lágrimas se deslizaban por su rostro. Notó una terrible opresión en el pecho, igual que si unas bandas de acero estuvieran cerrándose alrededor de sus pulmones. Jonathan estaba diciéndole algo pero Willie colgó el auricular de un manotazo sin tomarse la molestia de escucharle y arrancó la conexión del teléfono de la pared. Su agua hervía alegremente sobre la placa del hornillo. Hurgó en su bolsillo y se administró una buena dosis de su inhalador. Después metió la cabeza en la nube de vapor hasta que pudo volver a respirar. Las lágrimas acabaron secándose, pero el dolor seguía allí.

Después pensó en las cosas que había dicho y las amenazas que había proferido, y le entró tal miedo que bajó al primer piso para echarle otra mirada a sus cerrojos.

La plaza Courier había conocido tiempos mucho mejores. Los grandes almacenes se habían desplazado a los suburbios, los cines elegantes habían sido divididos en multisalas o entregados al porno y fachadas que en el pasado habían sido elegantes albergaban librerías para adultos y consultas de quirománticos. Si Randi hubiera querido tener un despacho miserable en la peor parte de la ciudad habría podido encontrarlo en la plaza Courier. Los escasos restos de vitalidad de la plaza procedían del periódico.

El edificio Courier era un legado de otra época en que esta zona era el corazón de la ciudad y el periódico era su alma. El viejo Douglas Harmon gustaba de contarle a quien quisiera oírle que había salido del mismo molde que Hearst y Pulitzer y siempre pensó que el periodismo era algo emparentado con la vocación religiosa: el edificio «gótico decó» que construyó para alojar su periódico parecía el resultado de algún desgraciado apareamiento entre el edificio Chrysler y una catedral especialmente grotesca. Cinco décadas de contaminación habían ennegrecido su fachada de granito y la lluvia ácida había ido royendo las gárgolas en forma de cabezas de lobo que gruñían desde sus muros, pero aún podías poner en hora tu reloj guiándote por las viejas y monstruosas linotipias del sótano y un Harmon seguía contemplando la ciudad desde el despacho del editor, situado en lo alto de la Torre de Hierro, lo que le daba un cierto sentimiento de continuidad a la plaza y a la ciudad.

Randi avanzó bajo la lluvia protegida con un impermeable Burberry que le venía un par de tallas demasiado grande: el impermeable era un recuerdo de la última pelea con su ex marido. Lo había pagado, así que pensaba llevarlo mientras pudiera… El suelo de mármol negro del vestíbulo estaba mojado y algo resbaladizo. Un guardia de seguridad estaba sentado detrás del gran mostrador de recepción en forma de herradura y a su espalda había una pared llena de relojes mostrando las horas de todo el globo terráqueo. Casi todos estaban rotos y las manecillas se habían quedado paralizadas en una cacofonía cronológica. Las tardes oscuras hacían que el vestíbulo se convirtiera en un lugar sombrío, lleno de corrientes de un aire tan frío como la expresión que había en la cara del guardia. Randi se quitó el sombrero, meneó la cabeza para quitarse las gotas de lluvia del cabello y le obsequió con una sonrisa radiante.

—Quiero ver a Barry Schumacher.

—Redacción. Tercer piso. —El guardia apenas si le lanzó una mirada antes de concentrar nuevamente su atención en la revista con chicas atadas en posturas exóticas que tenía sobre su regazo. Randi torció el gesto y pasó junto a él: sus tacones repiquetearon sobre el mármol.

El ascensor era una jaula negra de hierro forjado; temblaba, crujía y necesitó una eternidad para llevarla hasta el tercer piso. Encontró a Schumacher sentado detrás de su escritorio, fumando y contemplando las calles mojadas desde su ventana.

—Mira eso —dijo sin volverse al oírla llegar. Una prostituta con una minifalda de cuero estaba inmóvil bajo la oscura marquesina del Castle. La lluvia había empapado su delgada blusa blanca pegando la tela a sus pechos—. Como si no llevara nada encima… —dijo Barry—. Y delante del Castle, nada menos. El primer cine del estado que proyectó Lo que el viento se llevó, ¿lo sabías? Todas las películas importantes solían estrenarse allí. —Torció el gesto, hizo girar su asiento y apagó su cigarrillo—. Qué desastre —añadió.

—Lloré cuando se murió la madre de Bambi —dijo Randi.

—¿En el Castle?

Randi asintió.

—Mi padre me llevó a verla pero él no lloró. Sólo le vi llorar una vez, pero eso ocurrió mucho tiempo después y no fue por una película.

—Frank era un buen hombre —dijo Schumacher en el tono de quien cumple un deber. Estaba acercándose a la edad de jubilarse, pesaba demasiado y empezaba a quedarse calvo pero seguía vistiendo con una elegancia impecable, y Randi recordó a ese joven dandy-reportero que en sus buenos tiempos había sido todo un conquistador. Schumacher se había pasado años enteros asistiendo puntualmente a la partida de póquer del miércoles por la noche que organizaba su padre. Solía fingir que Randi era su novia y que estaba esperando a que creciera para que pudieran casarse. Eso siempre la hacía reír. Pero aquel Barry Schumacher era un hombre distinto al de ahora; éste daba la impresión de no haberse reído desde que Kennedy era presidente—. Bien, ¿qué puedo hacer por ti? —le preguntó.

—Puedes contarme todo lo que se han callado sobre el asesinato de Parkway —dijo ella, y tomó asiento al otro lado del escritorio.

Barry apenas si reaccionó. Randi le había visto muy poco desde la muerte de su padre y cada vez que le veía Schumacher parecía estar un poco más cansado y tener la piel más grisácea, como si le hubieran dejado sin pasión, sin ira, sin risa…, como si ya no le quedara nada dentro.

—¿Qué te hace pensar que se han callado algo?

—Mi padre era policía, ¿recuerdas? Sé cómo funciona esta ciudad. A veces los policías os piden que no publiquéis ciertas cosas.

—Sí, lo piden —dijo Barry—. Pero que ellos lo pidan y que nosotros lo hagamos…, son dos cosas muy distintas. A veces pasamos por alto alguna prueba clave para ayudarles a eliminar las confesiones falsas. Ya conoces la rutina. —Hizo una pausa para encender otro cigarrillo.

—¿Y qué ha ocurrido en esta ocasión?

Barry se encogió de hombros.

—Es un caso muy complicado. Horrible… Pero lo publicamos, ¿no?

—Vuestro reportaje decía que la víctima había sido mutilada. ¿Qué quiere decir eso exactamente?

—El corrector de pruebas siempre tiene un diccionario encima de la mesa. Si quieres echarle un vistazo…

—No quiero echarle ningún vistazo —dijo Randi un poco más secamente de lo que habría querido. Barry no estaba colaborando; Randi no había esperado encontrarse con esa actitud—. Ya conozco el significado de la palabra.

—¿Qué pretendes decirme? ¿Que deberíamos haber incluido todos los detalles jugosos? —Barry apoyó la espalda en el sillón y le dio una prolongada calada a su cigarrillo—. ¿Sabes lo que le hizo Jack el Destripador a su última víctima? Entre otras cosas, le amputó los pechos. Un corte de lo más limpio, como si estuviera sirviendo raciones de pavo asado, y los dejó uno encima del otro al lado de la cama. Oh, fue muy ordenado, puso los pezones en la parte de arriba… —Exhaló una nube de humo—. ¿Son ésos los detalles que quieres? ¿Sabes cuántos chavales leen el Courier cada día?

—No me importa lo que publiquéis en el Courier —dijo Randi—. Quiero conocer la verdad, eso es todo. ¿Se supone que debo inferir que a Joan Sorenson le amputaron los pechos?

—Yo no he dicho eso —replicó Schumacher.

—No. De momento no me has dicho gran cosa. ¿La mató alguna clase de animal?

Eso sí consiguió hacerle reaccionar. Schumacher alzó la cabeza, sus ojos se encontraron con los de Randi y por una fracción de segundo esas pupilas cansadas que había tras las gafas con montura de alambre se iluminaron permitiéndole ver un fugaz atisbo del amigo que había sido.

—¿Es eso lo que piensas? Tu visita no guarda ninguna relación con Joan Sorenson, ¿verdad? Es por tu padre… —Barry se puso en pie y caminó alrededor de su escritorio. Le puso las manos sobre los hombros y la miró a los ojos—. Randi, cariño, olvídalo. Yo también quería a Frank pero está muerto, murió hace…, diablos, ya casi hace veinte años. El informe forense dijo que debió de ser un perro rabioso. Deja de darle vueltas al asunto.

—Por aquel entonces no hubo ningún caso de rabia y tú lo sabes tan bien como yo. Mi padre vació su pistola. ¿Qué clase de perro rabioso puede aguantar seis disparos de un 38 de la policía y seguir vivo?

—Puede que fallara —dijo Barry.

—¡No falló! —dijo Randi con voz seca y le dio la espalda—. Ni tan siquiera pudimos enterrarle en un ataúd abierto. El cuerpo estaba tan… —Incluso ahora le resultaba difícil decirlo sin sentir un nudo en la garganta y ganas de vomitar, pero ya era una mujer adulta y se obligó a pronunciar la palabra—, …devorado —añadió en voz baja—. Nunca encontraron al animal.

—Frank debió meterle algunas balas en el cuerpo y después de matarle ese maldito bicho debió arrastrarse hasta algún escondite y se murió —dijo Barry, y en su voz había una considerable ternura. La cogió por los hombros y le hizo dar la vuelta hasta tenerla de cara—. Puede que ocurriera así y puede que no. Fue algo horrible pero ocurrió hace dieciocho años, cariño, y no tiene nada que ver con Joan Sorenson.

—Bien, pues cuéntame qué le ocurrió a la Sorenson —dijo Randi.

—Mira, se supone que no… —Vaciló y la punta de su lengua se movió nerviosamente sobre sus labios—. Un cuchillo —dijo en voz baja—. La mataron con un cuchillo, está todo en el informe de la policía: un psicópata con un cuchillo afilado, nada más… —Se sentó en el borde del escritorio y su voz volvió a adoptar su tono cínico de siempre—. Algún chalado ha visto demasiadas películas de chiflados que celebran las fiestas matando gente. Ya sabes, La noche de Halloween, Viernes 13…, tienen una para cada día del año.

—Está bien. —El tono de su voz le dijo que no conseguiría sacarle nada más—. Gracias.

Barry asintió sin mirarla a la cara.

—No sé de dónde salen esos rumores. Lo único que nos faltaba…, gente convencida de que un animal salvaje anda suelto por la ciudad matando gente. —Le dio unas palmaditas en el hombro—. Oye, no seas tan cara de ver, ¿eh? Ven a cenar alguna noche. Adele siempre pregunta por ti.

—Dale recuerdos míos. —Se detuvo en el umbral—. Barry… —Barry alzó los ojos y se obligó a sonreír—. Cuando encontraron el cuerpo…, ¿faltaba algo?

Barry vaciló durante una fracción de segundo.

—No —dijo por fin.

Barry siempre era el que perdía más dinero en las partidas de póquer de su padre. Randi recordaba haberle oído comentar que no era mal jugador, pero siempre que intentaba echarse un farol sus ojos acababan traicionándole…, como ahora.

Barry Schumacher estaba mintiendo.

El timbre no funcionaba, por lo que tuvo que llamar con la mano. Nadie le respondió pero Willie no se dejó engañar.

—Sé que está ahí, señora Juddiker —gritó pegando la cara al cristal de la ventana—. La televisión se puede oír desde una manzana de distancia. La apagó cuando me vio venir por la acera. Oiga, sea buena, ¿eh? —Volvió a llamar—. Ábrame. No pienso marcharme.

Un niño empezó a decir algo al otro lado de la puerta pero enseguida le hicieron callar. Willie suspiró. Cómo odiaba estas cosas… ¿Por qué le hacían pasar por ellas? Sacó una tarjeta de crédito del bolsillo, abrió la puerta y entró en la penumbra de la sala, medio esperando ser recibido con un grito pero fue acogido por un silencio perplejo.

La mujer y los dos niños estaban contemplándole boquiabiertos. Habían bajado las persianas y tenían las cortinas corridas. La mujer llevaba un albornoz blanco y era todavía más joven de lo que le había parecido cuando hablaron por teléfono.

—No puede entrar en mi casa —le dijo.

—Acabo de hacerlo —dijo Willie. Cerró la puerta: la habitación quedó sumida en las tinieblas y eso le hizo sentirse un poco nervioso—. ¿Le importa que encienda alguna luz?

La mujer no dijo nada, por lo que Willie encendió una luz. Todo el mobiliario había sido comprado en los saldos del Ejército de Salvación, salvo el televisor de pantalla gigante que había en la otra esquina del cuarto. La mayor de las dos criaturas, una niña que apenas si tendría cuatro años, estaba de pie ante ella como si intentara protegerla. Willie le sonrió. La niña no le devolvió la sonrisa.

Se volvió hacia la madre. Parecía tener unos veinte años aunque quizá fuera todavía más joven: morena, unos cuatro o cinco kilos de más, pero bastante bonita. Una nube de pecas marrones le cubría el puente de la nariz.

—Compre una cadena de seguridad para la puerta y úsela —dijo Willie—. Y no intente engañar a los sabuesos del infierno con el jueguecito del no-estamos-en-casa, ¿vale? —Se sentó en el sofá de vinilo negro remendado con cinta adhesiva—. Mataría por beber algo. Coca-Cola, zumo de frutas, leche, cualquier cosa… He tenido un día horrible. —Nadie se movió, nadie habló—. Oh, vamos —dijo Willie—, corte el rollo. No la obligaré a vender a sus hijos para que los médicos hagan experimentos con ellos. Sólo quiero hablar del dinero que nos debe, ¿de acuerdo?

—¿Va a llevarse la televisión? —preguntó la madre.

Willie le lanzó una mirada a aquella monstruosidad y se estremeció.

—Es un modelo del año pasado y debe pesar un millón de kilos. ¿Cómo quiere que me lleve algo tan pesado con lo mal que tengo la espalda? También sufro de asma. —Sacó el inhalador del bolsillo y se lo enseñó—. Si quiere matarme, le aseguro que hacerme cargar con esa maldita televisión lo conseguiría.

Eso pareció ayudar un poco.

—Bobby, tráele una lata de refresco —dijo la madre. El niño salió corriendo de la habitación. La mujer tomó asiento en el sofá sujetándose el albornoz con la mano para que no se abriera y Willie se dio cuenta de que no llevaba nada debajo. Se preguntó si también tendría pecas en el pecho…, a veces las tenían—. Cuando hablamos por teléfono ya le dije que no teníamos dinero. Mi esposo se ha marchado de casa. Se quedó sin empleo cuando cerraron la fábrica de latas.

—Lo sé —dijo Willie. La fábrica de latas era la planta de conservas de carne; el nombre que la gente prefería darle al matadero de la parte sur que había sido la mayor fuente de empleo de toda la ciudad hasta que cerró sus puertas dos años antes. Willie sacó un cuadernito de su bolsillo y pasó unas cuantas páginas—. Bien… Compraron la televisión a plazos, hicieron dos pagos, se cambiaron de domicilio y no dejaron ninguna dirección para localizarles. Todavía debe dos mil ochocientos dieciséis dólares. Con treinta y un centavos… Nos olvidaremos del interés y las penalizaciones por demora en el pago. —Bobby entró en la sala y le entregó una lata de zarzaparrilla con chocolate de dieta. Willie logró reprimir un escalofrío y abrió la lata.

—Id a jugar al patio de atrás —dijo la mujer volviéndose hacia los niños—. Los mayores tenemos que hablar. —Pero en cuanto se hubieron marchado la expresión que apareció en su rostro no era muy propia de una adulta; durante unos instantes Willie temió que se echaría a llorar. No podía soportar las lágrimas—. Ed compró la televisión —le dijo con voz temblorosa—. No fue culpa suya. La tarjeta de crédito llegó por correo y…

Willie conocía esa canción. Una tarjeta de crédito en el correo y al día siguiente sales corriendo y compras el artículo más caro y más grande que puedes encontrar.

—Mire, ya veo que tiene muchos problemas. Dígame dónde puedo encontrar a Ed y yo me encargaré de sacarle el dinero.

La mujer dejó escapar una carcajada llena de amargura.

—No conoce a Ed. Cuando trabajaba en la fábrica de latas se pasaba el día transportando cuartos de buey…, tendría que verle los brazos. Si intenta molestarle le arrancará la cabeza y se la meterá por el culo, señor.

—Qué frase tan expresiva —dijo Willie—. Me muero por conocerle.

—No le dirá que he sido yo quien le ha dicho donde puede encontrarle, ¿verdad? —le preguntó ella con voz nerviosa.

—Palabra de boy scout —dijo Willie y alzó su mano derecha en lo que le pareció era un gesto típico de los boy scouts, aunque la lata de zarzaparrilla con chocolate de dieta estropeó un poco el efecto final.

—¿Ha sido boy scout? —le preguntó ella.

—No —admitió Willie—. Pero de joven conocí a una tropa que me daba palizas día sí y día no.

Eso logró hacerla sonreír.

—De acuerdo, es su pellejo… Está viviendo con una fulana no sé dónde, pero los fines de semana trabaja en el bar de Squeaky.

—Conozco el sitio.

—No es un auténtico empleo —añadió ella con voz pensativa—. No lo declara y no tiene contrato oficial. Así consigue seguir cobrando el desempleo, ¿comprende? Bien, ¿cree que me ha mandado algún dinero para los crios? ¡Ni un centavo!

—¿Cuánto calcula que le debe? —le preguntó Willie.

—Mucho —dijo ella.

Willie se puso en pie.

—Mire, esto no es asunto mío pero sí es asunto mío, no sé si me explico… Hablaré con Ed sobre el problema de la televisión y si quiere…, bueno, veré qué puedo sacarle para usted y los crios. Será algo estrictamente profesional: yo cobraré un pequeño porcentaje y le daré el resto. Puede que no sea gran cosa pero un poco es mejor que nada, ¿verdad?

Ella le miró, asombrada.

—¿Haría eso por mí?

—Mierda, pues claro que sí. ¿Por qué no? —Sacó la cartera y cogió un billete de veinte—. Tenga —le dijo—. Un adelanto. Ed me lo reembolsará. —La mujer le miró con incredulidad pero no rechazó el billete. Willie hurgó en el bolsillo de su chaqueta—. Quiero que conozca a alguien —dijo. Siempre llevaba unas cuantas tijeras baratas en el bolsillo de su chaqueta. Encontró un par y lo puso en la mano de la joven—. Tenga, éste es el señor Tijeras. A partir de ahora será su mejor amigo.

Ella le miró como si se hubiera vuelto loco.

—Cuando reciba otra tarjeta de crédito por correo preséntele al señor Tijeras —dijo Willie—, y así no tendrá que tratar con gilipollas como yo. Estaba abriendo la puerta cuando la joven vino hacia él.

—Eh, ¿cómo ha dicho que se llamaba?

—Willie —le dijo.

—Yo soy Betsy. —Se inclinó hacia adelante para darle un beso en la mejilla y el albornoz blanco se abrió lo suficiente para que Willie pudiera echarle una fugaz mirada a sus pequeños senos. Tenía el pecho cubierto de pecas, con unos grandes pezones de color marrón. Betsy dio un paso hacia atrás y se sujetó el albornoz con la mano—. No eres ningún gilipollas, Willie —dijo mientras cerraba la puerta.

Willie se alejó de allí sintiéndose casi humano, mejor de lo que se había sentido en ningún momento desde la muerte de Joan. Su Caddy le esperaba junto a la acera con la capota subida para proteger los asientos de la llovizna intermitente que había estado siguiéndole en su recorrido por la ciudad durante toda la mañana. Willie subió al coche y lo puso en marcha. Sus ojos fueron hacia el espejo retrovisor con el tiempo justo para ver incorporarse al hombre que estaba en el asiento trasero.

Los ojos reflejados en el espejo eran de un color azul claro. A veces —después del deshielo de primavera, cuando el río ya había vuelto a quedar confinado entre sus dos orillas—, podías encontrar charcos, pequeñas lagunas que habían quedado aisladas de la gran corriente principal, sitios pestilentes de aguas tranquilas y frías, y te preguntabas qué profundidad tendrían y si habría algo viviendo en aquella oscuridad… El hombre tenía ese tipo de ojos, ojos hundidos en un rostro de piel morena y mejillas chupadas enmarcado por una cabellera castaña que caía en largos y lacios mechones hasta cubrirle los hombros.

Willie se dio la vuelta para quedar de cara a él.

—¿Qué diablos hacías ahí atrás, echar una siesta? Odio tener que recalcarte este hecho, Steven, pero el vehículo en que nos encontramos es una de las pocas cosas de esta ciudad que no pertenecen a los Harmon. Supongo que te has confundido, ¿eh? ¿O creíste que era un banco del parque? Mira, te diré lo que vamos a hacer. Nada de rencores: te llevaré al parque y hasta te compraré un periódico para que no cojas frío mientras acabas de echarte la siestecita.

—Jonathan quiere verte —dijo Steven con la voz átona que siempre utilizaba. Su voz era tan fría y muerta como su rostro.

—¿Ah, sí? Qué considerado por su parte pero puede que yo no quiera ver a Jonathan, ¿no se te ha pasado por la cabeza?

«Acabaré convertido en carne para perros», pensó Willie, y tuvo que contener el impulso de echar a correr.

—Jonathan quiere verte —repitió Steven, como si pensara que Willie no le había comprendido. Se inclinó hacia adelante. Una mano se cerró sobre el hombro de Willie. Steven tenía dedos de mujer, largos y delicados, con una piel pálida y muy suave. Pero en su palma había todo un zigzag de cicatrices y quemaduras que cubrían la carne como si le hubieran marcado con un hierro al rojo, y las yemas de sus dedos estaban ensangrentadas y llenas de costras, en carne viva. Los dedos se hundieron en el hombro de Willie con una fuerza salvaje e inhumana—. Conduce —dijo y Willie le obedeció.

—Lo siento —dijo la recepcionista de la policía—. El jefe tiene un día muy ocupado. Puedo darle una cita para el jueves.

—No quiero verle el jueves. Quiero verle ahora.

Randi odiaba la comisaría central. Siempre estaba llena de policías. Randi pensaba que había tres variedades distintas de policías: los que veían una mujer atractiva con la que podían ligar, los que veían a una investigadora privada a la que no podían soportar y los viejos, los que veían a la niñita de Frank Wade y sentían pena por ella. Las dos primeras variedades la ponían de mal humor; la tercera le resultaba absolutamente inaguantable.

La recepcionista frunció los labios en una mueca desaprobatoria.

—Ya le he explicado que eso es sencillamente imposible.

—Dígale que estoy aquí —replicó Randi—. Me verá.

—Tiene una visita y estoy segura de que no desea ser interrumpido.

Randi ya estaba harta. Faltaba poco para que terminara el día y aún no había descubierto nada.

—Bueno, voy a comprobarlo en persona —dijo con dulzura. Caminó alrededor del escritorio y empujó la barandilla de madera que le llegaba a la cintura.

—¡No puede entrar ahí! —chilló la recepcionista, muy ofendida, pero Randi ya estaba abriendo la puerta.

El jefe de policía Joseph Urquhart estaba sentado detrás de un viejo escritorio de madera cubierto de archivos y expedientes hablando con la forense. Los dos alzaron la cabeza al oír abrirse la puerta. Urquhart era un hombre alto y corpulento que había cumplido los sesenta hacía poco. Había perdido mucho cabello pero lo que quedaba de él seguía siendo rojo, aunque las cejas se le habían vuelto totalmente blancas.

—¿Qué diablos…? —empezó a decir.

—Siento irrumpir en su despacho de esta manera pero la señorita Amabilidad no estaba dispuesta ni a darme la hora —dijo Randi mientras la recepcionista entraba corriendo detrás suyo.

—Jovencita, esto es el departamento de policía y voy a echarla a patadas de aquí… —dijo Urquhart con cara de mal humor poniéndose en pie—, a menos que vengas aquí ahora mismo y le des un gran abrazo a tu tío Joe.

Randi cruzó sonriendo la alfombra hecha con una piel de oso, le rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza en el pecho del jefe de policía mientras éste intentaba aplastarla. La puerta se cerró detrás de ellos haciendo demasiado ruido. Randi se apartó del jefe de policía.

—Te echaba de menos —dijo.

—Oh, sí, seguro —dijo él en un tono de reprimenda cariñosa—. Será por eso que te vemos con tanta frecuencia…

Joe Urquhart había sido compañero de su padre durante años cuando los dos vestían de uniforme. Se hicieron muy amigos y los Urquhart fueron como unos tíos para ella. Su hija mayor le había hecho de canguro y Randi les devolvió el favor haciéndole de canguro a la hija pequeña. Después de la muerte de su padre Joe cuidó de ellas, ayudó a su madre durante el funeral y todos los detalles legales y se aseguró de que el fondo de la pensión permitiera que Randi fuese a la universidad. Pero ya nada era igual que antes y las dos familias acabaron distanciándose, sobre todo después de la muerte de su madre. Ahora Randi apenas si le veía una o dos veces al año, y eso la hacía sentirse culpable.

—Lo siento —dijo—. Ya sabes que quiero seguir manteniendo el contacto, pero…

—Nunca hay tiempo suficiente, ¿verdad? —dijo él.

La forense carraspeó. Sylvia Cooney era toda una institución local, una mujer corpulenta de modales bruscos y edad indeterminada con la constitución de una mezcladora de cemento: tenía el cabello color gris hierro y lo llevaba recogido en un tenso moño que parecía incrustado en la nuca de su cabeza cuadrada de piel lisa y suave. Randi siempre la había conocido ocupando el cargo de forense.

—Quizá sea mejor que me marche… —dijo.

Randi la detuvo.

—Necesito hacerle algunas preguntas sobre Jean Sorenson. ¿Cuándo estarán disponibles los resultados de la autopsia?

Los ojos de la forense fueron rápidamente hacia los del jefe de policía y volvieron a Randi.

—No puedo decirle nada al respecto. —Salió del despacho y cerró la puerta a su espalda con un leve chasquido metálico.

—Aún no se han hecho públicos —dijo Joe Urquhart yendo hacia su escritorio y haciéndole una seña con la mano para que se sentara.

Randi se dejó caer en un sillón y paseó la mirada por el despacho. Había toda una pared cubierta de certificados, menciones honoríficas y fotos enmarcadas. Vio una foto de su padre con Joe: los dos parecían conmovedoramente jóvenes, dos sonrientes chicos de uniforme posando ante su coche patrulla… Una cabeza de alce disecada montaba guardia sobre las fotografías, contemplándola con sus ojos de vidrio. En las otras paredes había más trofeos.

—¿Sigues cazando? —le preguntó Randi.

—Llevo años sin ir de caza —dijo Urquhart—. No tengo tiempo. Tu padre solía reírse de mí por eso. Decía que si mataba a alguien en el cumplimiento del deber haría que lo disecaran y colgaría la cabeza en una pared… Y un día ocurrió, y la broma perdió toda su gracia. —Frunció el ceño—. ¿Cuál es tu interés en el caso de Joan Sorenson?

—Profesional —dijo Randi.

—Se sale un poco de tu línea habitual, ¿no?

Randi se encogió de hombros.

—No escojo mis casos.

—Eres demasiado buena para malgastar tu vida husmeando en los moteles —dijo Urquhart. Era un viejo tema de discusión entre ellos—. No es demasiado tarde: todavía puedes entrar en la policía.

—No —dijo Randi. No intentó explicarle las razones de su negativa; la experiencia pasada le había hecho saber que nunca podría hacérselo comprender—. He ido a la comisaría del distrito para echarle una mirada al informe del caso. No figura en los archivos; nadie sabe dónde puede estar. Tengo los nombres de los policías que estuvieron en el lugar del crimen pero ninguno de ellos tuvo tiempo para hablar conmigo. Y ahora me dicen que los resultados de la autopsia no se harán públicos… ¿Te importaría explicarme qué está pasando?

Joe le lanzó una mirada a la ventana que había detrás suyo. Los cristales estaban cubiertos de lluvia.

—Es un caso muy delicado —dijo—. No quiero que los medios de comunicación hagan una montaña de un grano de arena.

—No trabajo para los medios de comunicación —dijo Randi.

Urquhart hizo girar su asiento hasta quedar de cara a ella.

—Tampoco eres policía. Has escogido otro camino. Randi, no quiero que te metas en este asunto, ¿me oyes?

—Estoy metida en él tanto si te gusta como si no —dijo Randi. No le dio tiempo a replicar—. ¿Cómo murió? ¿Fue atacada por un animal?

—No —dijo Urquhart—. No fue un animal. Y ésa es la última pregunta que pienso responder. —Suspiró—. Randi… —dijo—. Sé que la muerte de Frank fue un golpe terrible para ti. Yo también lo pasé bastante mal, ¿recuerdas? Me llamó para que fuera a echarle una mano y no logré llegar a tiempo. ¿Crees que conseguiré olvidar eso? —Meneó la cabeza—. Deja de pensar en lo que ocurrió. Deja de imaginarte cosas raras.

—No me estoy imaginando nada —dijo Randi secamente—. La verdad es que casi nunca pienso en ello. Esto es distinto.

—Como quieras —dijo Joe. En la esquina del escritorio más cercana a Randi había un montoncito de expedientes. Urquhart se inclinó hacia adelante y los cogió, dándoles golpecitos contra su secante para dejarlos bien alineados—. Ojalá pudiera ayudarte. —Abrió un cajón y guardó los expedientes en él. Randi logró leer el nombre que había en la tapa del primer expediente: Helander—. Lo siento… —estaba diciendo Joe mientras empezaba a ponerse en pie—. Y ahora, si me disculpas…

—¿Estás releyendo el expediente de Helander por amor a los viejos tiempos o es que hay alguna conexión con el caso Sorenson? —le preguntó Randi.

Urquhart volvió a sentarse.

—Mierda —dijo.

—Puede que haya sido mi imaginación la que me ha hecho ver ese nombre en el expediente, claro.

Joe parecía incómodo.

—Tenemos razones para creer que el joven Helander quizá haya vuelto a la ciudad.

—Ya no es tan joven —dijo Randi—. Roy Helander tenía tres años más que yo. ¿Quieres encontrarle para saber si tiene algo que ver con el caso Sorenson?

—No nos queda más remedio, teniendo en cuenta su historial. El manicomio le soltó hace dos meses. Los psiquiatras dicen que estaba curado. —Urquhart hizo una mueca—. Puede que lo esté y puede que no. De todas formas, no es más que un nombre. Estamos investigando a más de cien sospechosos.

—¿Dónde está?

—No te lo diría ni aunque lo supiese. Es un mal bicho, como todo el resto de su familia. No me gusta verte mezclada en esta clase de asuntos, Randi. A tu padre tampoco le gustaría.

Randi se puso en pie.

—Mi padre está muerto —dijo—, y ya soy mayor.

Willie aparcó el coche allí donde la Trece terminaba en un callejón sin salida, al pie de las colinas. Blackstone se encontraba muy por encima del río, rodeada por una verja de hierro de tres metros de alto con una impresionante hilera de pinchos en la parte superior. Se podía llegar en coche hasta la garita de la entrada pero tenías que ir por toda la Central, dejando atrás la parte baja de la ciudad, y luego había que dar un rodeo por Grandview y Harmon Drive, subiendo y bajando colinas y recorriendo toda la longitud de las estribaciones montañosas donde viejas mansiones góticas construidas en la era de la navegación a vapor se alzaban como otras tantas solteronas enlutadas contemplando los pisos y el río que había más allá, recordando días mejores. El trayecto era largo y resultaba bastante agotador.

Antes del automóvil el trayecto resultaba aún más largo y agotador. Cuando se enfrentó a la perspectiva de ir a la plaza Courier cada día Douglas Harmon decidió facilitarse las cosas. Se construyó un funicular privado de dos vagones que subía lentamente por el pétreo rostro gris de las colinas. El funicular nacía en la calle Trece y terminaba en las alturas de Blackstone.

La combustión interna, las limusinas, los chóferes y los caminos pavimentados conspiraron para que los Harmon dejaran de usar el capricho de Douglas: en los últimos años el funicular se había convertido en una especie de puerta trasera pero Willie pensaba que eso era lo más adecuado para él. Jonathan Harmon siempre se las había arreglado para hacerle sentir que debía usar la entrada del servicio.

Willie bajó del Caddy y se metió las manos en los deformados bolsillos de su impermeable. Miró hacia arriba. La pendiente de roca oscura y húmeda tenía una inclinación considerable. Steven le cogió por el codo y le impulsó hacia adelante sin ninguna clase de miramientos. El funicular estaba hecho de madera y necesitaba con urgencia una mano de pintura: en la cabina había espacio para seis personas. Steven tiró de la cuerdecilla y la cabina empezó a moverse con una sacudida. La segunda cabina bajó hacia ellos y las dos estructuras de madera se cruzaron a medio camino del risco. La cabina no paraba de temblar y Willie vio manchas de óxido en las vías. Todo estaba haciéndose pedazos…, incluso aquí, a las mismas puertas de Blackstone.

Atravesaron la abertura que había en la verja de hierro forjado y cuando faltaba un poco para llegar a la cima la Casa Nueva se hizo visible con todos sus gabletes y torrecillas: la fachada estaba adornada con los estucos típicos de la era victoriana. Los Harmon habían vivido allí durante casi un siglo, pero seguía siendo la Casa Nueva y siempre lo sería. Detrás de la casa había una considerable extensión de bosque y el angosto sendero serpenteaba por entre los grandes troncos. Las familias de los otros fundadores de la ciudad vendieron sus terrenos en parcelas hacía ya mucho tiempo a los promotores inmobiliarios, pero los Harmon se habían aferrado a sus propiedades y Blackstone seguía intacta, un fragmento de bosque primigenio incrustado en el centro de la ciudad.

Willie vio la silueta de la torre que se recortaba contra el cielo: era una parte de la Casa Vieja cuyos muros de piedra manchados de hollín le habían dado su nombre al lugar.[7] La casa quedaba medio escondida entre los árboles y tanto sus setos como sus praderas se hallaban muy descuidados pero no hacía falta verla para saber que estaba allí. La torre era una presencia negra de contornos angulosos perfilada por el telón rojo grisáceo del horizonte, una masa imponente que parecía agazaparse sobre sí misma. Douglas Harmon, el periodista y constructor de funiculares, hizo edificar la Casa Nueva y cerró la Vieja, inmensa y oscura incluso para los patrones Victorianos pero ni Douglas ni su hijo Thomas o su nieto Jonathan habían sido capaces de hacerla derribar. La leyenda local decía que la Casa Vieja estaba encantada. A Willie no le costaba nada creerlo. Blackstone, como su propietario, te ponía la piel de gallina.

La cabina del funicular se detuvo con un último estremecimiento y salieron de ella a un entarimado de madera cuya pintura estaba empezando a desprenderse. Dos grandes puertas vidrieras conducían a la Casa Nueva. Jonathan Harmon estaba esperándoles apoyándose en un bastón, su flaca silueta delineada por la luz que brotaba de las puertas abiertas.

—Hola, William —dijo. Willie sabía que Harmon acababa de cumplir sesenta años pero su larga cabellera blanca como la nieve y un cuerpo maltratado por la artritis le hacían parecer mucho más viejo—. Me alegra que hayas podido venir a la reunión —añadió.

—Eh…, sí, bueno, pasaba por aquí y pensé dejarme caer unos momentos —dijo Willie—. El problema es que acabo de recordar que me he dejado abiertas las ventanas de la destilería. Será mejor que vuelva corriendo y las cierre, o se me mojarán los pastelitos de barro.

—No —dijo Jonathan Harmon—. No creo que sea buena idea.

Willie sintió cómo las bandas de hierro iban tensándose alrededor de su pecho. Dejó escapar un jadeo ahogado, buscó su inhalador y se administró dos dosis. Tenía la impresión de que iba a necesitarlas.

—De acuerdo, me has convencido: me quedaré —le dijo a Harmon—, pero espero que el sacrificio sirva para que alguien me dé una copa. No consigo quitarme el sabor de la zarzaparrilla con chocolate de dieta de la boca.

—Steven, sé buen chico y sírvele una copa de Remy Martin a nuestro amigo William, si eres tan amable. Yo también me tomaré una. Tengo el frío metido en los huesos. —Steven, tan silencioso como siempre, entró en la casa para obedecer las instrucciones que acababa de recibir. Willie se dispuso a seguirle pero Jonathan le puso la mano en el brazo—. Un momento —le dijo—. Mira.

Willie se dio la vuelta y miró. Ya no estaba tan asustado. Si Jonathan quisiera verle muerto Steven ya habría intentado matarle, y quizá lo hubiese conseguido. Para los patrones de su padre Steven era un terrible error pero aquellas manos llenas de cicatrices poseían una fuerza increíble. No, debía tratarse de alguna otra cosa.

Contemplaron la ciudad y el río que corría hacia el este. Estaba empezando a anochecer y los faroles se encendían bajo ellos como hileras de perlas luminosas que se iban extendiendo en todas direcciones hasta allí donde podía llegar el ojo, saltando el río gracias a tres puentes de gran tamaño. Las nubes se habían ido alejando hacia el este y el horizonte estaba de un color azul cobalto. La luna empezaba a asomar en el cielo.

—Cuando cavaron los cimientos de la Casa Vieja allí no había ninguna luz —dijo Jonathan Harmon—. Todo eso era tierra salvaje. Un río que corría a través del bosque primigenio y si subías a un lugar alto cuando anochecía debía parecerte como si la negrura fuese interminable, eterna… El agua era pura, el aire estaba limpio y los bosques estaban llenos de caza…, ciervos, tejones, osos…, pero no había personas o, al menos, no había hombres blancos. En los escritos de John Harmon y su hijo James se dice que de vez en cuando veían alguna hoguera india desde la torre pero las tribus nunca se acercaban a este sitio, sobre todo después de que John empezó a construir la Casa Vieja.

—Bueno, puede que los indios no fueran tan tontos como pensábamos —dijo Willie.

Jonathan le miró y las comisuras de sus labios temblaron levemente.

—Construimos esta ciudad partiendo de la nada —dijo—. La sangre y el hierro construyeron esta ciudad, la sangre y el hierro nutrieron a sus habitantes. Las viejas familias conocían el poder de la sangre y el hierro, sabían cómo hacer que esta ciudad creciera y prosperase… Los Rochmont le dieron forma al metal en herrerías, fundiciones y acerías, la familia Anders construyó sus barcazas, sus vapores y sus vías de ferrocarril y tu familia le arrancó los minerales a la tierra. Vienes de una raza que vivía para el hierro, William Flambeaux, pero los Harmon siempre nos concentramos en la sangre. Éramos propietarios de los almacenes y el matadero pero mucho antes de eso, antes de que esta ciudad o esta nación existieran, la Casa Vieja era el centro del comercio de la piel. Los tramperos y los cazadores venían aquí cada estación con pieles de todas clases para vendérselas a los Harmon y después las pieles viajaban río abajo. Primero fueron en balsas y luego en barcazas. El vapor llegó después, mucho después.

—¿Vas a celebrar un concurso de preguntas y respuestas sobre ese tema? —le preguntó Willie.

—Ya no somos lo que éramos —dijo Jonathan Harmon, lanzándole una mirada de soslayo a Willie—. Debemos recordar cómo empezó todo. El hierro negro y la sangre roja, roja… Debes recordar. Tu abuelo tenía la sangre de los Flambeaux, esa sangre vieja y pura de los primeros tiempos.

Willie sabía que estaba siendo insultado.

—Y mi madre era una Pankowski —dijo—, lo cual me convierte en medio rana, medio polaco y medio mestizo callejero. No es que me importe una mierda, cuidado… Quiero decir que… Oh, sí, me parece maravilloso que mi abuelo fuera propietario de medio estado pero las minas dejaron de producir a comienzos de siglo, la Depresión se llevó el resto y mi padre era un borracho. Yo trabajo cobrando deudas, y espero que no te moleste. —Estaba empezando a sentirse bastante enfadado—. Oye, Jonathan, ¿tenías alguna razón especial para hacer que Steven me secuestrara o es que te entraron ganas de charlar sobre las guerras entre franceses e indios?

—Ven —dijo Jonathan—. Estaremos más cómodos dentro, el viento es bastante frío. —Las palabras seguían conservando su cortesía inicial pero el tono de su voz había perdido toda calidez humana. Precedió a Willie hacia el interior de la casa caminando muy despacio y apoyándose pesadamente en su bastón—. Debes perdonarme —dijo—. Es la humedad. Agrava la artritis y hace que las viejas heridas de guerra vuelvan a dolerme. —Se encaró con Willie—. Colgarme el teléfono fue una grosería imperdonable por tu parte. Admito que tenemos nuestras diferencias pero el respeto hacia mi posición…

—Últimamente he estado teniendo bastantes problemas con el teléfono —dijo Willie—. Desde que eliminaron el monopolio la calidad del servicio se ha ido a la mierda. —Jonathan le hizo entrar en una salita. Había un fuego encendido en la chimenea y su calor resultaba muy agradable después de un largo día entre el frío y la lluvia. El mobiliario era antiguo o quizá simplemente viejo; Willie no estaba muy seguro.

Steven les había precedido. Sobre una mesita había dos copas de brandy llenas hasta la mitad de un líquido ambarino. Steven estaba acuclillado junto al fuego, con su flaco cuerpo doblado sobre sí mismo como si fuera una navaja de resorte. Alzó la vista al oírles entrar y la mirada que le lanzó a Willie duró una fracción de segundo más de lo normal, como si se hubiera olvidado de quién era o qué estaba haciendo aquí. Después sus ojos azul claro volvieron a posarse en el fuego y dejó de prestarle atención a su presencia o a su conversación.

Willie miró a su alrededor buscando el sillón más cómodo y se sentó en él. El estilo del mueble le recordó a Randi Wade pero pensar en ella sólo sirvió para hacerle sentir culpable. Cogió su copa de brandy. Willie poseía la sofisticación suficiente para saber que se esperaba que sólo tomara un sorbo pero estaba cansado, tenía frío y se encontraba lo bastante cabreado para que eso no le importara. La vació de un solo trago, la dejó en el suelo y se reclinó en el sillón, relajándose y dejando que el calor del fuego se fuera esparciendo por su pecho.

Jonathan se instaló cautelosamente en el borde del diván y sus manos se cerraron sobre la empuñadura de su bastón. Por su expresión estaba claro que sufría dolores bastante considerables. Willie se encontró contemplando la empuñadura del bastón y Jonathan se dio cuenta.

—Una cabeza de lobo —dijo.

Apartó las manos para dejar que Willie lo viera mejor. La luz del fuego le arrancaba destellos al pulido metal amarillo. El animal tenía las fauces abiertas, como si gruñera o como si fuese a cerrarlas sobre su presa.

Tenía los ojos rojos.

—¿Granates? —conjeturó Willie.

Jonathan le sonrió como hubiera podido sonreírle a un niño particularmente obtuso.

—Rubíes —dijo—, incrustados en oro de dieciocho quilates. —Sus grandes manos de venas abultadas que habían ido deformándose a causa de la artritis volvieron a cerrarse sobre la empuñadura del bastón, ocultando la cabeza de lobo.

—Qué estupidez —dijo Willie—. En esta ciudad hay tipos que serían capaces de matarte para quedarse con ese bastón.

Jonathan le obsequió con otra sonrisa en la que no había ni la más mínima huella de buen humor.

—El oro no será la causa de mi muerte, William —dijo, y miró hacia la ventana. La luna se encontraba muy por encima del horizonte—. Una buena luna para cazar —dijo, y volvió a mirar a Willie—. La noche pasada casi me acusaste de complicidad en la muerte de la chica lisiada. —Habló con una voz peligrosamente suave y afable—. ¿Qué te impulsó a decir algo semejante?

—No tengo ni idea —dijo Willie, sintiendo un leve mareo. El sabor del brandy le volvió repentinamente a la boca—. Puede que fuese porque recordabas su nombre. O quizá porque odiaste a Joanie desde el momento en que oíste hablar de ella. Mi patética perrita callejera…, creo que así fue como la llamaste. Hay frases que se te quedan grabadas en la cabeza. Curioso, ¿verdad? No sé, quizá fueran imaginaciones mías, pero tengo la impresión de que no te caía bien y no te habría importado verla desaparecer del mapa. Y aún no me he referido ni una sola vez a Steven, claro.

—No lo hagas, por favor —dijo Jonathan con voz gélida—. Ya has hablado suficiente. Mírame, William. Dime lo que ves.

—A ti —dijo Willie. No estaba de humor para jueguecitos estúpidos pero Jonathan Harmon siempre hacía las cosas a su manera y había que seguirle la corriente.

—A un viejo —le corrigió Jonathan—. Puede que no por los años que tengo, pero… soy un viejo. La artritis empeora a cada año que pasa y hay días en que el dolor es tan terrible que apenas si puedo moverme. No me queda familia. Sólo tengo a Steven y Steven, seamos francos, no es el hijo que yo esperaba. —Habló con voz firme y perfectamente audible pero Steven ni tan siquiera apartó los ojos de las llamas—. Estoy cansado, William. Es cierto, tu chica lisiada no me caía bien… Tú tampoco me caes demasiado bien. Vivimos tiempos de corrupción y degeneración en que las viejas verdades de la sangre y el hierro han sido olvidadas. Sin embargo, por mucho que aborreciera a tu Joan Sorenson y lo que representaba, no he probado el sabor de su sangre. Lo único que quiero es vivir en paz los últimos años que me quedan.

Willie se puso en pie.

—Hazme un favor: ahórrame el numerito del viejo enfermo. Sí, todos sabemos lo de tu artritis y tus heridas de guerra. También sé quién eres y de lo que eres capaz. De acuerdo, no mataste a Joanie. Entonces, ¿quién lo hizo? ¿Él? —Señaló con el pulgar a Steven.

—Steven estaba aquí conmigo.

—Puede que estuviera y puede que no —dijo Willie.

—No te halagues a ti mismo, Flambeaux, no eres lo bastante importante para que te mienta. Aun suponiendo que tu sospecha fuera correcta mi hijo no es capaz de cometer un acto semejante. ¿Debo recordarte que Steven también está… lisiado?

Willie le lanzó una rápida mirada de soslayo a Steven.

—Recuerdo una ocasión en que mi padre vino a verte cuando yo era niño y me trajo consigo. Me encantaba montar en tu funicular… Vosotros dos entrasteis en la casa para hablar pero hacía un día muy bonito así que me dejasteis jugar fuera. Encontré a Steven en el bosque divirtiéndose con un pobre perro enfermo que había logrado atravesar vuestra verja. Le mantenía prisionero con el pie y estaba arrancándole las patas una a una…, se las arrancaba con las manos desnudas igual que habría podido hacer un niño normal con los pétalos de una flor. Cuando aparecí ya le había arrancado dos y estaba empezando con la tercera. Tenía toda la cara cubierta de sangre. Debía tener unos ocho años, no más.

Jonathan Harmon suspiró.

—Mi hijo está… perturbado. Los dos lo sabemos, por lo que negarlo carecería de sentido. Su organismo tampoco funciona demasiado bien, como sabes, y la fuerza residual que le queda es controlada por su medicación. Lleva años sin sufrir un episodio realmente violento. ¿No es así, Steven?

Steven Harmon se volvió hacia ellos. Contempló a Willie sin parpadear y el silencio se prolongó hasta acabar haciéndose casi insoportable.

—Sí —dijo por fin.

Jonathan asintió con cara de satisfacción, como si aquel asunto hubiera quedado solucionado.

—Por lo tanto, William, debes comprender que estás siendo muy injusto con nosotros. Lo que tomaste por una amenaza no era más que una oferta de protección. Iba a sugerir que pasaras algún tiempo ocupando uno de nuestros cuartos para los invitados. Le he hecho la misma sugerencia a Zoé y Amy.

Willie se rió.

—Oh, apuesto a que se la has hecho. ¿Yo también he de joder con Steven o eso queda reservado para las chicas?

Jonathan se ruborizó pero logró controlarse. Sus fútiles esfuerzos por casar a Steven con una de las hermanas Anders eran una herida de la que su orgullo nunca había logrado recuperarse.

—Siento decirte que rechazaron mi oferta. Espero que tú seas un poco más inteligente que ellas. Blackstone goza de ciertas protecciones… especiales…, pero no puedo garantizar tu seguridad más allá de estos muros.

—¿Mi seguridad? —le preguntó Willie—. ¿Cuál es la amenaza?

—No lo sé, pero te diré una cosa…, la oscuridad de la noche esconde criaturas que cazan a los cazadores.

—Criaturas que cazan a los cazadores —repitió Willie—. Muy bonito. Suena bien y tiene ritmo, pero ¿se puede bailar? —Ya estaba harto. Se puso en pie y fue hacia la puerta—. Gracias. Correré los riesgos que haya que correr detrás de mis propias paredes.

Steven no intentó detenerle.

Jonathan Harmon se apoyó un poco más pesadamente en su bastón.

—Puedo contarte cómo murió —dijo en voz baja.

Willie se quedó quieto y clavó la mirada en los ojos del anciano. Volvió a sentarse.

Estaba en el lado sur de un barrio tan pobre que comparado con él hasta los apartamentos de la zona baja parecían elegantes, en una tira de tierra atrapada entre el río y el viejo canal que pasaba junto a la fábrica de conservas. El canal estaba casi obstruido por las algas y los desperdicios y desprendía una pestilencia que podía olerse a manzanas enteras de distancia. Las casas eran edificios de madera con un solo piso que apenas si llegaban a la categoría de barracones. Randi no había estado allí desde que la fábrica cerró sus puertas. El jardincito delantero de una casa de cada tres tenía un cartel que aleteaba melancólicamente impulsado por el viento anunciando que la propiedad se hallaba en venta o que se alquilaba, y una de cada dos casas estaba a oscuras. La maleza crecía alrededor de los maltrechos buzones de correo hasta alcanzar la mitad de la estatura de un hombre normal y vieron por lo menos dos solares donde sólo quedaban los restos calcinados de la casa que se había alzado en ellos.

Habían pasado bastantes años y Randi no recordaba el número pero sabía que era la última casa a la izquierda, y que estaba cerca de una gasolinera de la Sinclair. El taxista dio vueltas y más vueltas hasta que la encontraron. La gasolinera estaba cerrada y hasta los surtidores habían desaparecido pero la casa seguía en pie, bastante parecida a como la recordaba. Había un letrero de Se Alquila en el jardín, pero vio una luz moviéndose dentro del edificio. ¿Una linterna, quizá? La luz desapareció antes de que pudiera estar segura.

El taxista se ofreció a esperarla.

—No —dijo ella—. No sé cuánto tiempo tardaré.

En cuanto se hubo marchado Randi se quedó inmóvil durante unos minutos en el jardín invadido por la maleza con los ojos clavados en la puerta delantera y acabó avanzando por el caminito que llevaba a la casa.

Había decidido no llamar pero la puerta se abrió cuando alargaba la mano hacia el picaporte.

—¿Puedo ayudarla, señorita?

El hombre era muy alto y de constitución tirando a cuadrada aunque musculosa. Su rostro no le resultaba familiar pero no era ningún Helander. Los Helander eran una familia bajita y de cuerpos flacos, y todos tenían la misma cabellera lacia de un sucio rubio pajizo. Aquel hombre tenía el cabello negro y sus mechones parecían tan ásperos como el hierro, y era más velludo de lo que solían gustarle al departamento. La sombra de la barba hacía que su mandíbula adquiriese un tono negro azulado claramente visible. Tenía las manos grandes, con unos dedos cortos de puntas romas y gruesas. Todo en él decía: policía.

—Andaba buscando a la familia que vivía aquí.

—La familia se fue cuando cerraron la fábrica —le dijo el hombretón—. ¿Por qué no entra? —Abrió la puerta un poco más. Randi vio suelos desnudos, polvo y a su compañero, un negro con el vientre abultado propio de los bebedores de cerveza de pie en el umbral de la cocina.

—Creo que prefiero no entrar —le dijo ella.

—Insisto —replicó él. Le mostró la insignia dorada que llevaba prendida en el forro de su traje, un conjunto barato de tela gris.

—¿Eso quiere decir que estoy bajo arresto?

El hombretón pareció algo sorprendido.

—No. Claro que no. Nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas, nada más. —Intentó usar un tono de voz más amistoso—. Me llamo Rogoff.

—Homicidios —dijo ella.

Rogoff entrecerró los párpados.

—¿Cómo…?

—Le han encargado la investigación del caso Sorenson —dijo ella. Le habían dado su nombre en la comisaría central aquella mañana—. Y si estar rondando por aquí a la espera de que aparezca Roy Helander es lo mejor que puede hacer con su tiempo, supongo que no debe tener muchas pistas.

—Íbamos a marcharnos. Pensamos que quizá sintiera nostalgia y decidiera venir a la casa donde vivió pero no hemos encontrado ni rastro de él. —La contempló en silencio durante unos segundos y acabó frunciendo el ceño—. ¿Le importaría decirme cómo se llama?

—¿Por qué? —le preguntó ella—. ¿Qué es esto, un interrogatorio o un intento de ligar conmigo?

Rogoff sonrió.

—Todavía no lo he decidido.

—Soy Randi Wade. —Le enseñó su licencia.

—Investigadora privada —dijo él con un tono de voz cuidadosamente neutral. Le devolvió la licencia—. ¿Está trabajando?

Randi asintió.

—Interesante. Supongo que no querrá decirme el nombre de su cliente, ¿verdad?

—No.

—Podría llevarla ante los tribunales y hacer que el juez la obligara a revelarlo. Esa licencia puede ser revocada, ¿sabe? Obstrucción al desarrollo de una investigación policial, ocultación de pruebas…

—Privilegio profesional —dijo ella.

Rogoff meneó la cabeza.

—Los detectives privados no tienen privilegios. Al menos, no en este Estado.

—Yo sí los tengo —dijo Randi—. Relación abogado-cliente. También soy licenciada en leyes. —Le obsequió con una sonrisa llena de dulzura—. No meta a mi cliente en esto. Tengo unos cuantos datos interesantes sobre Roy Helander y quizá esté dispuesta a compartirlos con usted.

Rogoff digirió sus palabras.

—La escucho.

Randi meneó la cabeza.

—Aquí no. ¿Conoce el restaurante automático de la plaza Courier? —Rogoff asintió—. A las ocho —le dijo Randi—. No venga acompañado. Traiga con usted una copia del informe forense sobre el caso Sorenson.

—Las chicas suelen querer bombones o caramelos —dijo Rogoff.

—El informe forense —repitió ella con firmeza—. ¿Dónde guardan los historiales de los casos antiguos? ¿Siguen en la parte baja de la ciudad?

—Sí —dijo él—. En el sótano de los tribunales.

—Bien. Pásese por allí y procure instruirse un poco. Ocurrió hace dieciocho años. Hubo algunas desapariciones. Una de las desaparecidas era la hermana pequeña de Roy. Hubo más…, Stanski, Jones, ya no me acuerdo de todos los nombres. Un policía llamado Frank Wade estaba a cargo de la investigación. Tenía una placa dorada, como la de usted. Murió.

—¿Está diciéndome que hay alguna relación?

—Usted es el policía. Decídalo.

Le dejó de pie en el umbral y se alejó andando rápidamente calle abajo.

Steven no se molestó en acompañarle al pie de la colina. Willie hizo el trayecto en el pequeño funicular con los ojos clavados en la nada, absorto en sus pensamientos. Le dolían las articulaciones y la nariz no paraba de gotearle. Cada vez que se ponía nervioso por algo su cuerpo empezaba a protestar de mil maneras distintas y Jonathan Harmon le había puesto muy nervioso. Claro que probablemente eso era preferible a que le hubiese matado, como se temió cuando encontró a Steven dentro de su coche, pero aún así…

Volvía a casa por la Trece cuando vio el letrero luminoso del bar a su derecha. Pisó el freno sin pensarlo y aparcó. Harmon podía tener razón y también era posible que no la tuviera, pero en cualquiera de los dos casos Willie seguía teniendo que ganarse la vida. Cerró con llave la portezuela del Caddy y entró en el bar.

Squeaky’s estaba vacío: era noche de martes. El local vivía de una clientela de obreros. Tenía dos mesas de billar, una máquina tragaperras en la parte de atrás y unos cuantos reservados alineados a lo largo de una pared. Willie se sentó en uno de los taburetes que había ante la barra. El camarero era un tipo bastante mayor que parecía tan duro y seco como un trozo de madera vieja. Y, por su expresión, parecía tener bastantes malas pulgas. Willie jugueteó con la idea de pedir un daiquiri de plátano sólo para ver cuál era su reacción pero una mirada a ese rostro viejo y lleno de amargura bastó para quitarle el impulso y acabó pidiendo un whisky solo y una cerveza.

—¿Ed tiene la noche libre? —le preguntó cuando el camarero le trajo lo que había pedido.

—Sólo trabaja los fines de semana —dijo el camarero—, pero viene casi todas las noches para jugar un rato al billar.

—Le esperaré —dijo Willie. El whisky hizo que le lloraran los ojos. Tomó un trago de cerveza para ayudarlo a pasar. Vio que había un teléfono público junto al lavabo de hombres. Cuando el camarero le devolvió el cambio fue hasta el teléfono, metió una moneda de veinticinco en la ranura y marcó el número de Randi. La voz grabada del contestador automático le informó de que no estaba en casa. Willie odiaba los contestadores automáticos. De una cosa no cabía duda: hacían que la vida de los cobradores especializados en morosos fuera mucho más difícil que antes. Esperó a oír la señal, le dejó un mensaje obsceno y colgó.

Entró en el lavabo y vio una máquina de preservativos colocada sobre los urinarios. Willie leyó las instrucciones mientras echaba una meada. Los condones sólo servían para contribuir a la prevención de las enfermedades venéreas, naturalmente, aunque el ofrecido por la ranura de la izquierda tenía la punta recubierta por unas pequeñas protuberancias de plástico duro. Pensó que quizá debiera instalar una máquina similar en su casa. Se subió la cremallera, hizo correr el agua en el urinario y se lavó las manos.

Salió del lavabo y vio a dos tipos que estaban de pie junto a la mesa de billar poniéndole tiza a los tacos. Willie miró al camarero y éste le hizo una seña afirmativa con la cabeza.

—¿Alguno de ustedes dos es Ed Juddiker? —preguntó Willie.

Ed no era el más corpulento —el otro tipo era tan inmenso como Moby Dick, y casi igual de pálido—, pero era lo bastante grande y por la expresión de su rostro parecía un verdadero mal bicho.

—¿Sí?

—Tenemos que hablar sobre el dinero que debe. —Willie le ofreció una de sus tarjetas.

Ed miró la mano pero no dio ninguna señal de estar dispuesto a coger la tarjeta. Se rió.

—Piérdete —le dijo, y se volvió hacia la mesa de billar. Moby Dick se encargó de colocar las bolas y Ed dio la primera tacada.

De acuerdo. Si quería jugar a eso, jugarían. Willie volvió a sentarse en su taburete y pidió otra cerveza. Conseguiría su dinero de una forma o de otra. Ed tendría que acabar saliendo del bar y entonces Willie tendría su oportunidad.

Willie seguía sin contestar al teléfono. Randi colgó y frunció el ceño. Willie Flambeaux no tenía ningún contestador automático, oh, no, eso sería actuar de una forma demasiado inteligente y Willie no era de ésos. Sabía que no debía preocuparse. Los sabuesos del infierno no tenían que fichar, Willie se lo había repetido en más de una ocasión. Probablemente andaría detrás de algún moroso. Volvería a intentarlo en cuanto llegara a casa. Si seguía sin responder…, bueno, entonces empezaría a preocuparse.

El restaurante automático estaba casi vacío. Fue hasta un reservado oyendo el chasquear de sus tacones sobre el viejo suelo de linóleo y se sentó. Miró distraídamente por la ventana. El reloj digital del Banco Nacional del Estado decía que eran las 8 y 13. Randi decidió darle diez minutos más.

El vinilo rojo del reservado estaba lleno de grietas pero encontrarse allí sorbiendo su café frío y contemplando la Torre de Hierro que se alzaba al otro lado de la plaza la hacía sentirse extrañamente cómoda. De pequeña el restaurante automático era uno de sus lugares favoritos. Cada cumpleaños pedía ver una película en el Castle y cenar en el automático, y cada año su padre se reía y decía que de acuerdo. A Randi le encantaba introducir las monedas en las ranuras y hacer abrirse las ventanitas, y adoraba llenar la taza de café de su padre con la vieja cafetera de latón que tenía tantos remaches y palancas.

A veces podías ver manos sin cuerpo que se movían al otro lado de los cristales colocando un bocadillo o una rebanada de pastel en uno de los compartimientos, como si fueran algo salido de una vieja película de horror. En el automático nunca veías gente trabajando, sólo manos; eran las manos de la gente que no había pagado sus facturas, le dijo su padre en una ocasión, tomándole el pelo. Eso le hizo sentir un escalofrío, pero aquella faceta algo siniestra del local también hizo que sus visitas anuales al automático resultaran todavía más deliciosas. Cuando descubrió la verdad le pareció mucho menos interesante que la fantasía. Naturalmente, eso era aplicable a casi todo en la vida…

Ahora el automático solía hallarse vacío, lo cual hacía que Randi se preguntara cómo era posible que el suelo estuviese tan asqueroso y las ranuras que había junto a las ventanitas aceptaban monedas de veinticinco centavos en vez de los cinco centavos niquelados que bastaban cuando Randi era pequeña, pero el pastel de plátano con crema seguía siendo el mejor que había tomado en su vida y el café que salía de aquellos deslustrados grifos de latón estaba mucho más bueno que ninguno de los que se hacía en casa.

Estaba pensando en tomarse otra taza cuando vio abrirse la puerta y Rogoff apareció por fin emergiendo de entre la lluvia. Llevaba un grueso abrigo de lana. Tenía el cabello mojado. Randi miró el reloj de la plaza mientras él venía hacia el reservado. Eran las 8 y 17.

—Llega tarde —le dijo.

—Leo despacio —replicó él.

Le pidió disculpas y se levantó para coger algo de comer. Randi le observó mientras metía billetes de dólar en la máquina del cambio. Acabó decidiendo que si te gustaba su variedad Rogoff no estaba del todo mal…, pero no cabía duda de que pertenecía a la variedad «policía».

Rogoff volvió con una taza de café, el bocadillo de carne con puré de patatas, salsa y zanahorias demasiado cocidas y una gran rebanada de pastel de manzana.

—El pastel de plátano con crema es mejor —le dijo Randi mientras Rogoff tomaba asiento delante de ella.

—Me gusta la manzana —dijo él sacudiendo una servilleta de papel para desplegarla.

—¿Ha traído el informe forense?

—Está en mi bolsillo. —Empezó a cortar el bocadillo con los cubiertos. Parecía un hombre muy metódico: lo dividió todo en pedacitos pequeños antes de tragar el primer bocado—. Siento lo de su padre.

—Yo también lo sentí. Ya hace mucho tiempo de eso. ¿Puedo ver el informe?

—Quizá. Dígame algo que todavía no sepa sobre Roy Helander.

Randi se reclinó en su asiento.

—Crecimos juntos. Él era mayor que yo pero tuvo que repetir un par de cursos y acabó en mi clase. Era un chico que venía del lado malo de las vías y yo era la hija de un policía, así que no teníamos muchas cosas en común…, hasta que su hermana pequeña desapareció.

—Roy estaba con ella —dijo Rogoff.

—Sí. Nadie lo negó, y Roy menos que nadie. Tenía quince años y ella tenía ocho. Estaban dando un paseo junto a las vías. Empezaron el paseo juntos y Roy volvió solo. Tenía sangre en los pantalones y en las manos.

La sangre de su hermana…

Rogoff asintió.

—Todo eso está en el historial. También encontraron sangre en las vías.

—Ya habían desaparecido tres chicos. Jessie Helander fue la cuarta.

La gente pensaba que Roy era un poco extraño. Era un chico solitario que apenas si sabía expresarse, solía hacer novillos y se iba a algún escondite secreto que tenía en el bosque. Le gustaba jugar con los niños pequeños y rehuía a los chicos de su edad. Un degenerado procedente de una mala familia que rondaba a los niños con malas intenciones y que acabó violando y matando a su propia hermana…, eso es lo que dijeron. Le sometieron a toda clase de pruebas, acabaron decidiendo que estaba considerablemente perturbado y le mandaron a un manicomio para chavales. Después de todo, aún no era mayor de edad. Caso cerrado y la ciudad se sintió un poco más tranquila.

—Si sólo puede darme esos datos el informe forense seguirá en mi bolsillo —dijo Rogoff.

—Roy dijo que no había sido él. Lloró y gritó y su historia no resultaba demasiado coherente pero se mantuvo aferrado a ella. Dijo que él caminaba unos tres metros por detrás de su hermana, haciendo equilibrios sobre las vías y tratando de oír el tren cuando de repente un monstruo salió de un conducto de drenaje y la atacó.

—Un monstruo —dijo Rogoff.

—Una especie de perro muy grande, según dijo Roy. Estaba describiendo a un lobo. Todo el mundo lo sabía.

—Esta parte del país lleva más de un siglo sin ver un solo lobo.

—Dijo que esa criatura empezó a hacer pedazos a su hermana y que Jessie no paraba de gritar. Dijo que él la cogió por la pierna y trató de arrancarla de sus fauces, lo cual explicaría por qué estaba cubierto de sangre. El lobo se dio la vuelta, le miró y gruñó. Tenía los ojos rojos, unos ojos rojos que parecían arder, dijo Roy, y le asustó tanto que la soltó. A esas alturas lo más seguro es que Jessie ya hubiera muerto. El lobo le lanzó un último gruñido y salió corriendo con el cuerpo entre sus mandíbulas. —Randi hizo una pausa y tomó un sorbo de café—. Ésa era su historia. La repitió una y otra vez…, a su madre, a la policía, a los psicólogos, al juez…, a todo el mundo. Nadie le creyó.

—¿Ni tan siquiera usted?

—Ni tan siquiera yo. Todos los chicos y chicas de la escuela hablábamos de Roy y de lo que le había hecho a su hermana y a los otros niños. No lográbamos imaginamos muy bien lo que les había hecho pero sabíamos que debía ser horrible. Pero… mi padre nunca llegó a estar convencido de que hubiera sido él.

—¿Por qué no?

Randi se encogió de hombros.

—Instinto, quizá. Siempre estaba hablando de que un policía debía fiarse de su instinto. Era su caso, pasó más tiempo con Roy que ninguna otra persona y algo en su forma de contar la historia le había afectado. Pero no era nada que se pudiese demostrar. Las pruebas en su contra eran abrumadoras y acabaron encerrándole en el manicomio. —Randi le miró a los ojos mientras hablaba—. Un mes después Eileen Stanski desapareció. Tenía seis años.

El tenedor lleno de puré de patatas que Rogoff iba a meterse en la boca no llegó a su destino.

—Qué molesto —dijo.

—Papá quería que soltaran a Roy pero nadie le apoyó. La tesis oficial fue que la desaparición de la niña Stanski no tenía ninguna relación con las otras desapariciones. Roy se cargó cuatro niños y algún otro pervertido se cargó a la quinta víctima.

—Es posible.

—Y una mierda —dijo Randi—. Papá lo sabía y lo dijo. Eso no sirvió para proporcionarle muchos amigos dentro del departamento pero no le importaba. Podía llegar a ser muy tozudo cuando quería. ¿Ha leído el informe de su muerte?

Rogoff asintió. Parecía sentirse algo incómodo.

—Mi padre fue destrozado por un animal. La forense dijo que era un perro. Si quiere creerlo…, adelante. —Ésta era la parte más difícil. Randi se pasó años enteros hurgando en ella como si fuera una vieja costra reseca y acabó intentando olvidarla, pero ninguna de las dos actitudes le había servido de mucho—. Alguien le llamó por teléfono en plena noche para decirle que tenía una pista sobre las desapariciones. Antes de salir de casa mi padre llamó a Joe Urquhart para que le echara una mano.

—¿El jefe Urquhart?

Randi asintió.

—Entonces todavía no era jefe de policía. Joe fue compañero suyo cuando aún iba de uniforme. Dijo que papá le habló de que tenía una pista muy prometedora pero no le dio detalles, y ni tan siquiera le dijo quién era la persona que le había llamado.

—Quizá no conocía su nombre.

—Claro que lo conocía. Mi padre no era la clase de policía que sale disparado en plena noche fiándose de una llamada anónima. Fue a los almacenes del matadero. La cosa le estaba esperando allí. Fuera lo que fuese, aguantó seis disparos y siguió en pie. Le desgarró la garganta y en cuanto estuvo muerto se lo comió. Lo que quedaba de él cuando Urquhart llegó allí… Según el testimonio de Joe, cuando vio por primera vez el cuerpo necesitó algunos minutos para estar seguro de que esos restos pertenecían a un ser humano.

Había contado la historia con una voz firme y fría pero tenía un nudo en el estómago. Cuando terminó de hablar Rogoff estaba mirándola fijamente. Dejó su tenedor en el plato y lo empujó hacia adelante.

—He perdido el apetito.

En la sonrisa de Randi no había ni pizca de alegría.

—Tenemos una prensa encantadora. Hace años hubo un caso… Una mujer fue secuestrada por una pandilla que la mantuvo prisionera durante dos semanas enteras. Palizas, tortura, sodomía…, la violaron centenares de veces. Cuando la historia salió a la luz el periódico dijo que había sido agredida. El periódico dijo que mi padre había sido mutilado. Dijo lo mismo de Jean Sorenson. Me han informado de que su cuerpo estaba intacto. —Se inclinó hacia adelante clavando los ojos en las pupilas castaño oscuro de Rogoff—. Eso es mentira.

—Sí —admitió Rogoff. Se sacó una hoja de papel del bolsillo del pecho, la desdobló y se la pasó—. Pero no ocurrió como usted cree.

Randi le quitó el informe forense de entre los dedos y sus ojos recorrieron rápidamente la página. Las palabras eran como manchones borrosos que se negaban a dejarse comprender. No, no era lo que había esperado encontrar.

Causa de la muerte: hemorragia masiva.

Rogoff estaba hablándole como desde una gran distancia.

—Vivía en un edificio de alta seguridad. Su apartamento estaba en el piso catorce. No hay balcones, no hay escalera de incendios y el portero no vio nada. La puerta estaba cerrada. La cerradura era del tipo barato y el resorte es fácil de forzar pero no había señales de que lo hubieran manipulado para entrar.

El instrumento de la muerte fue un arma blanca que debía medir un mínimo de veinticinco centímetros, extremadamente afilada, delgada y flexible, quizá un instrumento quirúrgico.

—Su ropa estaba esparcida por todo el apartamento…, hecha pedazos. Teniendo en cuenta su estado lo más lógico habría sido suponer que no opuso mucha resistencia pero parece que se resistió y bastante. Ningún vecino oyó nada, naturalmente. En cuanto estuvo desnuda el asesino la ató a la cama y puso manos a la obra. Trabajó bastante deprisa y sabía lo que estaba haciendo pero aun así la chica debió tardar bastante en morir. La sangre atravesó las mantas y las sábanas: el colchón estaba empapado.

Randi le miró y el informe forense resbaló de entre sus dedos y cayó sobre la mesa de fórmica. Rogoff alargó el brazo y le cogió la mano.

—Joan Sorenson no fue devorada por ningún animal, señorita Wade. La despellejaron viva y dejaron que se desangrara hasta morir. Y no hemos logrado encontrar su piel.

Willie llegó a casa cuando faltaban quince minutos para la medianoche. Aparcó el Caddy junto al embarcadero. La cartera de Ed Juddiker estaba tirada en el asiento de al lado. Willie la abrió, sacó el dinero que contenía y lo contó. Setenta y nueve pavos. No era mucho, pero serviría para empezar. Le daría la mitad a Betsy: el resto pagaría una parte de la deuda de Ed. Willie se metió el dinero en el bolsillo y guardó la cartera vacía en la guantera. Ed quizá necesitara el permiso de conducir. Volvería a Squeaky’s el fin de semana y hablaría con él para ponerse de acuerdo sobre el plan de pago.

Willie cerró la portezuela del Caddy con llave y caminó con paso cansino sobre los guijarros mojados hasta llegar a su puerta. El pedazo de cielo suspendido sobre el río estaba oscuro y no había ninguna estrella visible. Willie sabía que la luna debía estar por alguna parte, oculta tras el algodón negro de aquellas nubes. Buscó sus llaves, enterradas bajo el inhalador, su cajita de píldoras, media docena de tijeras, un pañuelo y la miscelánea de objetos varios que deformaban el bolsillo de su abrigo. Estuvo hurgando en él durante más de un minuto, acabó metiendo la mano en el bolsillo del pantalón, encontró las llaves y se dispuso a abrir sus cerraduras. Metió la primera llave en la cerradura de doble pestillo.

La puerta se abrió muy despacio, sin hacer ningún ruido.

La pálida luz amarillenta de un farol se filtraba por los grandes ventanales polvorientos de la destilería cubriendo el suelo con un mosaico de líneas retorcidas y cuadrados de perfiles confusos. Las máquinas oxidadas se agazapaban en la oscuridad como grandes bestias negras. Willie se quedó en el umbral sin moverse, con las llaves en la mano y el corazón latiéndole como un martillo pilón. Se metió las llaves en el bolsillo, cogió el inhalador y se administró una dosis de Niebla Primateen. El siseo del inhalador pareció casi obscenamente ruidoso en el silencio de la habitación.

Pensó en Joanie y en lo que le había ocurrido.

«Podía salir corriendo», pensó. El Cadillac estaba a unos metros detrás de él: sólo unos pasos y llegaría al coche. Lo que estuviera aguardándole en la oscuridad no podía ser lo bastante rápido para alcanzarle antes de que llegara al coche… Sí, sal disparado, conduce toda la noche, tenía gasolina suficiente para llegar a Chicago, no le seguiría hasta allí… Willie dio el primer paso hacia atrás, se quedó quieto y dejó escapar una risita nerviosa. Tuvo una repentina imagen de sí mismo sentado al volante de su enorme coche verde lima apretando el pedal del acelerador, apretándolo una y otra vez hasta inundar el carburador mientras algo oscuro y terrible emergía de la destilería y se deslizaba sobre los guijarros para llegar hasta él. Qué estupidez. El coche que no arranca… Eso es algo que sólo ocurre en las malas películas de horror, ¿verdad? ¿Verdad?

Quizá se había olvidado de cerrar con llave cuando salió de casa esa mañana. Tenía muchas cosas en que pensar, todo un día de trabajo esperándole y una noche llena de malos sueños que olvidar, quizá se había limitado a cerrar la jodida puerta de golpe, quizá se había olvidado de las cerraduras…

Willie nunca se olvidaba de cerrar con llave.

Pero quizá lo había hecho, aunque sólo fuera por esta vez.

Willie pensó en cambiar de vida. Entonces se acordó de Joanie y apartó la idea de su mente. Se sostuvo sobre una pierna y se quitó el zapato. Después se quitó el otro. Sintió como el agua empezaba a empaparle los calcetines. Dio un paso hacia adelante, tragó una honda bocanada de aire y entró en la penumbra de la destilería moviéndose lo más silenciosamente posible y cerrando la puerta a su espalda. Nada, ni un movimiento. Willie metió la mano en el bolsillo y sacó al señor Tijeras. No era gran cosa, pero siempre resultaba preferible a ir con las manos vacías. Atravesó la habitación manteniéndose pegado a las sombras de la pared y empezó a subir la escalera: sus pies descalzos no hacían ningún ruido.

La luz del farol entraba por la ventana que había al final del pasillo. Willie se detuvo en cuanto su cabeza llegó al nivel del segundo rellano. Podía mirar hacia arriba y podía ver toda la longitud del pasillo. No había ninguna puerta abierta, ningún hilillo de luz se filtraba bajo el quicio o a través de los cristales esmerilados. Lo que estuviera esperándole, fuera lo que fuese, había decidido aguardar en la oscuridad.

Volvió a sentir una creciente presión en el pecho. Un segundo más y necesitaría su inhalador… Y, de repente, sintió un feroz deseo de acabar con todo aquello. Subió los últimos peldaños y cruzó el pasillo en dos largas zancadas, abrió de un manotazo la puerta de su sala y encendió la luz.

Randi Wade estaba sentada en su viejo sillón. La repentina claridad le hizo levantar la cabeza parpadeando.

—Me has asustado —dijo.

—¿Te he asustado? —Willie atravesó la habitación y se derrumbó en su sofá. Las tijeras cayeron de su palma sudorosa y rebotaron en el suelo de madera—. Por el santo Cristo de las muletas, has estado a punto de conseguir que perdiera el control de mi higiene personal. ¿Qué diablos estás haciendo aquí? ¿Me olvidé de cerrar la puerta?

Randi sonrió.

—Cerraste la puerta, cerraste la puerta y luego volviste a cerrarla. Flambeaux, te aseguro que en cuanto a cerrar puertas eres todo un campeón mundial. Necesité veinte minutos para entrar.

Wiliie se dio masaje en las sienes para aliviar el doloroso latido que las hacía temblar.

—Ya… Bueno, hay tantas mujeres que anhelan este cuerpo que necesito un poco de protección, ¿no te parece? —Se dio cuenta de que sus calcetines estaban empapados, se quitó uno y torció el gesto—. Mira esto —le dijo—. Mis zapatos están en la calle llenándose de lluvia y tengo los pies hechos una sopa. Si pillo una neumonía te mandaré las facturas del médico, Wade. Podrías haber esperado fuera.

—Estaba lloviendo —observó ella—. Créeme, Willie, es mejor que haya entrado. Esperarte bajo la lluvia habría empeorado todavía más mi estado de ánimo y ya estoy bastante cabreada.

En el tono de su voz había algo que le hizo dejar de darse masaje en los dedos de los pies y alzar la cabeza. La lluvia había empapado su cabello y unos lacios mechones castaño claro caían sobre su frente. Randi estaba muy seria.

—Sí, tienes mal aspecto —admitió Willie.

—Intenté ponerme más presentable pero no tienes espejo en el lavabo de señoras.

—Se rompió. Hay uno en el de caballeros.

—No soy de esa clase de chicas —dijo Randi con una voz seca y átona—. Willie, tu amiga Joan no fue atacada por ningún animal. La despellejaron viva. El asesino se llevó su piel.

—Lo sé —dijo Willie sin pensarlo.

Las pupilas de Randi se contrajeron. Tenía unos grandes y hermosos ojos gris verdoso pero en ese momento parecían tan fríos como dos canicas.

—¿Lo sabes? —le preguntó. Había bajado el tono de su voz hasta dejarlo convertido en un susurro y Willie supo que estaba en apuros—. Me has contado una historia que no se tiene en pie y has hecho que me pasara el día dando vueltas por la ciudad, ¿y lo sabes? También sabes lo que le ocurrió a mi padre, ¿no? ¿A qué viene todo esto? ¿Era uno de tus truquitos para conseguir que me interesara en el asunto o qué?

Willie la miró boquiabierto. Tenía el segundo calcetín en la mano. Lo dejó caer al suelo.

—Eh, Randi, dame un respiro, ¿de acuerdo? No es lo que piensas. Me enteré hace unas horas, te lo juro. ¿Cómo podía saberlo? Yo no estuve allí y no salió en el periódico. —Estaba muy confuso y tenía la sensación de ser culpable de algo—. ¿Qué diablos se supone que he de saber sobre lo que le ocurrió a tu padre? No sé qué coño le ocurrió. En todo el tiempo que pasaste trabajando para mí apenas si hablaste un par de veces de tu familia.

Los ojos de Randi escrutaron su rostro buscando alguna señal de que la estuviera engañando. Willie intentó ofrecerle su sonrisa más cálida y digna de confianza. Randi torció el gesto.

—Basta —le dijo con voz cansada—. Cuando sonríes así pareces un vendedor de coches usados. De acuerdo, no sabes nada de lo que le ocurrió a mi padre. Lo siento. Estoy un poco tensa y creí que… —Se calló y puso cara pensativa—. ¿Quién te contó lo de la Sorenson?

Willie vaciló.

—No puedo decírtelo —replicó por fin—. Ojalá pudiese, de veras… No puedo. Y, de todas formas, no me creerías. —Randi no pareció tomárselo muy bien. Willie siguió hablando—: ¿Descubriste si me consideran sospechoso? La policía no se ha puesto en contacto conmigo.

—Se habrán pasado todo el día llamándote. Puede que ya hayan emitido una orden de búsqueda y captura a tu nombre. Ya sé que no quieres ponerte un contestador automático, pero ¿por qué no pruebas a estar en casa de vez en cuando? —Frunció el ceño—. Hablé con Rogoff, de Homicidios. —El corazón de Willie dejó de latir pero Randi captó la expresión de su rostro y levantó una mano—. No, ninguno de los dos mencionó tu nombre en la conversación. Supongo que querrán hablar con todos los que la conocían pero no será más que un interrogatorio de rutina. No creo que sospechen de ti.

—Bien —dijo Willie—. Oye, mira…, te debo un favor pero no hay razón para que sigas adelante con esto. Ya sé que no te sirve para pagar el alquiler, así que…

—¿Así que qué? —Randi le estaba contemplando con expresión suspicaz—. ¿Estás intentando librarte de mí? Te recuerdo que fuiste tú quien me metió en esto. —Frunció el ceño—. ¿Qué me estás ocultando?

—Creo que lo has entendido todo al revés —dijo Willie con voz jovial. Si se tomaba la cosa a broma quizá lograra acabar saliendo de aquel lío—. Yo no te oculto nada. De hecho, estoy dispuesto a revelarte todos mis secretos, incluidos los de mi ropa interior…

—Déjate de estupideces —dijo Randi con voz seca. Willie se dio cuenta de que su intento de bromear no le había hecho ni la más mínima gracia—. Estamos hablando de una chica que se supone era amiga tuya y que fue torturada y asesinada. ¿Qué pasa, es que se te ha olvidado?

—No —dijo él, algo avergonzado. Estaba empezando a sentirse terriblemente incómodo. Se puso en pie, cruzó la habitación y encendió el hornillo—. Eh, oye, ¿quieres una taza de té? Puedo ofrecerte Earl Grey, Rayo Rojo, Trueno Matinal…

—La policía cree tener a un sospechoso —dijo Randi.

Willie se dio la vuelta y la miró.

—¿Quién es?

—Roy Helander —dijo Randi.

—Oh, chico… —dijo Willie. El asunto Helander le había pillado haciendo el servicio militar en Hamburgo, pero estaba suscrito al Courier para mantenerse al corriente de lo que ocurría en su ciudad natal y los titulares le habían puesto enfermo—. ¿Estás segura?

—No —dijo ella—. Están limitándose a interrogar a los sospechosos de costumbre. La última vez Roy les fue muy bien como chivo expiatorio, ¿por qué no volverle a utilizar? Pero antes tienen que encontrarle, claro. Nadie está demasiado seguro de que siga en el estado, por no hablar de la ciudad…

Willie se dio la vuelta concentrándose en la tetera y el hornillo. Acababa de descubrir que no podía mirar a Randi a los ojos.

—Tú no crees que Helander liquidara a esos niños.

—¿Incluyendo a su hermana? No, diablos. Jessie era la última persona del mundo a la que Roy le habría hecho daño: Jessie le quería. Por no mencionar el hecho de que cuando tuvo lugar la quinta desaparición Roy estaba encerrado en el manicomio… Conocí a Roy Helander. Tenía los dientes en muy mal estado y no se bañaba con la frecuencia suficiente pero eso no le convierte en un pervertido. Buscaba la compañía de los niños pequeños porque los de mayor edad se burlaban de él. No creo que tuviera ningún amigo. Tenía una especie de lugar secreto en los bosques al que iba a esconderse cuando ya no podía seguir aguantando por más tiempo…

Se quedó callada y Willie se volvió hacia ella con una bolsita de té colgando entre sus dedos.

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

La tetera empezó a silbar.

Cuando volvió a casa Randi se pasó más de una hora dando vueltas en la cama sin poder dormirse. Cada vez que cerraba los ojos veía el rostro de su padre o se imaginaba a la pobre Joan Sorenson atada a esa cama mientras el asesino se iba acercando a ella con el cuchillo en la mano. Su mente volvía una y otra vez a Roy Helander, Roy Helander y su refugio secreto. Para ella Roy seguía siendo el adolescente desgarbado que recordaba, con su lacia cabellera rubia sucia y revuelta y sus ojos asustados y aturdidos, narrando una y otra vez su historia… Se preguntó qué habría sido de ese lugar secreto suyo durante todos los años que se había pasado encerrado en el manicomio del estado, drogado hasta las cejas, y se preguntó si Roy no habría soñado alguna vez con él mientras estaba en su celda. Pensaba que quizá lo hubiera hecho. Si era cierto que Roy Helander había vuelto Randi creía saber dónde podía estar.

Pero saber dónde estaba y encontrar ese sitio eran dos cosas muy distintas. Ella y Willie habían estado hablando del problema pero no habían logrado sacar nada en claro. Randi intentó recordar dónde estaba ese escondite pero aquella conversación en susurros que tuvo lugar en el patio de la escuela quedaba ya tan lejana en el tiempo… Un lugar secreto en el bosque, le había dicho Roy, un sitio que le pertenecía sólo a él, un lugar oculto y lleno de magia al que nadie iba jamás. Podía ser cualquier cosa: una cueva junto al río, una casita construida en la copa de un árbol, incluso algo tan sencillo como unos cuantos cartones y algunas tablas. Pero ¿dónde estaba ese bosque? La ciudad estaba rodeada de suburbios, granjas y zonas industriales y el bosque más cercano se encontraba a más de sesenta kilómetros de distancia yendo hacia el norte por la carretera del río. Si el lugar secreto estuviera en uno de los parques de la ciudad alguien ya habría dado con él. No había más pistas en las que basarse y sin ellas Randi no tenía ni la más mínima esperanza de encontrarlo, pero su mente seguía dándole vueltas al problema, obsesionada por él.

Se volvió hacia su reloj digital, vio que eran las 2 y 13 y decidió olvidarse del sueño por aquella noche. Se levantó, encendió la luz y fue a la cocina. La nevera estaba prácticamente vacía pero encontró un par de botellas de Pabst. Quizá una cerveza la ayudaría a dormir. Abrió una botella y se la llevó a la cama.

El mobiliario de su dormitorio era un auténtico revoltijo de objetos desparejados. La alfombra era un saldo de fábrica, la cómoda era fea y de diseño funcional y la gran cama de cuatro postes era una imitación pero Randi poseía unas cuantas antigüedades genuinas: el enorme armario de roble, el gran espejo con su complicado marco de madera terminado en garras y el arcón de cedro que había al pie de su cama. Su madre siempre lo llamaba el arcón de las esperanzas. Randi se preguntó si las jovencitas de ahora seguirían teniendo arcones de las esperanzas. Supuso que no, al menos no por esta parte del país. Quizá aún quedaran sitios donde la esperanza no pareciese algo tan terriblemente poco realista pero esta ciudad no era uno de ellos.

Randi se sentó en el suelo, dejó la botella sobre la alfombra y abrió el arcón.

Los arcones de las esperanzas servían para guardar tu futuro, todas las cositas que eran parte de los sueños que te enseñaron a soñar cuando eras niña. Randi dejó de ser una niña cuando cumplió los doce años, aquella noche en que su madre la despertó con ese terrible sonido inhumano. Ahora su arcón estaba lleno de recuerdos.

Los fue sacando uno a uno. Anuarios de la secundaria y la universidad, cartas de amor de los chicos con los que había salido —hasta había algunas cartas escritas por el gilipollas con quien se había casado—, su anillo de la escuela y su anillo de bodas, sus diplomas, las menciones honoríficas que había conseguido en las carreras y en el voleibol femenino, una foto enmarcada de ella y el chico que la había acompañado al baile de graduación…

Y en el fondo, enterrado bajo las capas de su vida, había un 38 de la policía. El revólver de su padre, el revólver que había vaciado la noche en que murió… Randi lo sacó y lo puso sobre la alfombra. Debajo del revólver había una vieja carpeta de tres anillas metálicas encuadernada en tela azul. Se la puso encima del regazo y la abrió.

El amarillento recorte del Courier narrando la muerte de su padre estaba pegado con cinta adhesiva a la primera hoja de papel y Randi contempló aquella foto que tan familiar le resultaba durante unos segundos antes de pasar la página. Había más recortes: artículos sobre los niños desaparecidos que había arrancado disimuladamente de los números atrasados del Courier que se conservaban en la biblioteca pública, artículos de revistas sobre monstruos, maníacos y animales que habían atacado a personas, y también había páginas y más páginas que había rellenado con su meticulosa caligrafía de los doce años. Fue pasando las páginas y vio cómo la caligrafía se iba haciendo más rápida y descuidada; Randi se había pasado años escribiendo en aquella carpeta y sólo dejó de hacerlo cuando fue a la universidad e intentó olvidarlo todo. Creía haberlo conseguido pero al pasar las páginas supo que no era así. Hay cosas que nunca puedes olvidar. Le bastaba con echarle una mirada a los titulares para que todo volviera a su mente.

Eileen Stanski, Jessie Helander, Diane Jones, Gregory Corio, Erwin Weiss. Ninguno de ellos fue encontrado: no hallaron nada, ni un hueso, ni un pedacito de tela. La policía dijo que la muerte de su padre fue un accidente no relacionado con el caso en el que estaba trabajando. Todos aceptaron eso: el jefe de policía, el alcalde, el periódico…, hasta su madre, que sólo deseaba olvidar todo lo ocurrido y seguir adelante con su vida. Barry Schumacher y Joe Urquhart fueron los últimos en aceptarlo pero al final hasta ellos acabaron convenciéndose de que fue un accidente y Randi se quedó sola. Cualquier mención del tema ponía tan nerviosa a su madre que al final Randi dejó de hablar de él pero no lo olvidó. Hacía sus preguntas en voz muy baja, escribía en su carpeta de anillas y cada noche la ocultaba en el fondo del arcón.

Para lo que le había servido…

Las últimas veinte páginas de la carpeta estaban en blanco: el tiempo había hecho que las líneas azules del papel se volvieran casi invisibles. Randi pasó las páginas y notó lo rígidas y frágiles que parecían. Vaciló unos segundos antes de pasar la última página. «Quizá no estuviera allí», pensó. Quizá se lo había imaginado. De todas formas, no tenía sentido. Sí, claro, él se habría enterado de lo que le ocurrió a su padre pero le censuraban el correo, ¿no? Jamás le habrían dejado enviar una carta semejante.

Randi volvió la última página. Estaba allí, tal y como había sabido que estaría.

Randi recibió la carta en su primer año de universidad. Lo había olvidado todo. Su padre llevaba siete años muerto y hacía tres años que no abría la carpeta. Estaba muy ocupada con sus clases, la fraternidad y los chicos y a veces tenía alguna pesadilla pero casi todo iba bien: había crecido y se había vuelto real. Si volvía a pensar en ello era para decirse que los adultos quizá tuvieran razón, que había sido algún animal.

… algún animal…

Y entonces recibió la carta. La abrió mientras iba a clase, la leyó con sus amigas parloteando junto a ella, se rió, hizo una broma y la guardó con mucha calma, portándose como una auténtica adulta. Pero esa noche esperó a que su compañera de cuarto se hubiese dormido, cogió la carta, encendió la lamparilla, volvió a leerla y pensó que iba a vomitar. Recordó haber estado a punto de tirarla al cubo de la basura. No era más que basura, el producto retorcido de una mente enferma.

Pero acabó guardándola en su carpeta.

La cinta adhesiva se había vuelto amarilla y algo quebradiza pero el sobre seguía tan blanco como entonces, con el nombre de la institución pulcramente impreso en la esquina superior izquierda. Alguien se habría encargado de sacarla de allí sin que pasara por los conductos normales. La carta estaba escrita con grandes letras mayúsculas en una hoja de papel barato. No iba firmada pero Randi sabía quién se la había enviado.

Randi sacó la carta del sobre, vaciló durante una fracción de segundo y desdobló la hoja.

FUE UN HOMBRE LOBO

Clavó los ojos en ella durante unos instantes que le parecieron interminables y de repente tuvo la sensación de no haber crecido, de seguir siendo una niña. Cuando sonó el teléfono le faltó poco para dar un salto.

El corazón le latía como si se hubiera vuelto loco. Dobló la hoja y se volvió hacia el teléfono sintiéndose extrañamente culpable, como si la hubieran pillado haciendo algo de lo que debería avergonzarse. Eran las 2 y 53 de la mañana. ¿Quién diablos podía llamarla a esta hora? Si era Roy Helander…, sí, gritaría. Dejó que el teléfono siguiera sonando.

Su contestador automático se puso en marcha al cuarto timbrazo.

—Aquí AAA-Wade Investigaciones, Randi Wade al habla. No estoy en casa pero puede dejar un mensaje al oír la señal y yo me pondré en contacto con usted.

Oyó la señal.

—Eh…, hola —dijo una voz masculina bastante grave que no se parecía en nada a la de Roy Helander.

Randi dejó la carpeta sobre la alfombra y cogió el auricular.

—¿Rogoff? ¿Es usted?

—Sí —dijo él—. Siento haberla despertado. Oiga, esto va contra las reglas y la verdad es que no se me ocurre ninguna buena razón que justifique el haberla llamado, salvo que creo que debería saberlo.

Unos dedos muy fríos reptaron por la columna vertebral de Randi.

—¿Saber el qué?

—Ha vuelto a ocurrir —dijo Rogoff.

Willie se despertó bañado en un sudor frío.

¿Qué había sido eso?

Un ruido, pensó. Venía del pasillo.

¿Y si no era más que un sueño? Willie se irguió en la cama y trató de controlar sus nervios. La noche estaba llena de ruidos. Podía haber sido un remolcador en el río, un coche que había pasado bajo su ventana…, cualquier cosa. Haberse dejado dominar por el pánico cuando encontró su puerta abierta hacía que aún se sintiera algo avergonzado de sí mismo. Un poco más y le habría clavado las tijeras a Randi… No podía permitir que su imaginación le hiciera enloquecer. Volvió a deslizarse bajo las sábanas, se tumbó sobre el estómago y cerró los ojos.

Una puerta se abrió y se cerró en el pasillo.

Willie abrió los ojos y se quedó muy quieto, escuchando. «He cerrado todas las puertas», se dijo. Acompañó a Randi hasta la puerta principal y lo cerró todo con llave: la cerradura de resorte, la cadena, el doble pestillo de seguridad…, hasta había puesto la barra de refuerzo. Si la barra estaba en su sitio nadie podía entrar: la barra sólo podía levantarse desde dentro y la puerta estaba hecha de acero sólido. Y en cuanto a la puerta trasera…, bueno, estaba tan oxidada que era como si la hubiese soldado al quicio. No había forma humana de moverla. Si hubieran roto una ventana habría oído el ruido. No, era imposible, imposible. Estaba soñando, eso era todo.

El picaporte de la puerta de su dormitorio giró lentamente sobre sí mismo y acabó emitiendo un chasquido. Willie oyó un leve crujido metálico: alguien acababa de empujar la puerta. La cerradura aguantó. El segundo empujón fue un poco más fuerte e hizo algo más de ruido.

Willie ya había saltado de la cama. La noche era bastante fría y sus calzoncillos de jockey y su camiseta no le protegerían demasiado pero Willie tenía otras cosas en que pensar. Sus ojos fueron hacia la cerradura: la llave seguía asomando del agujero. Una llave antigua para una cerradura que tenía cien años… Los agujeros de las cerraduras de su casa eran lo bastante grandes para mirar por ellos. Willie siempre dejaba las llaves puestas para evitar corrientes de aire pero nunca les daba la vuelta…, salvo esta noche. Esta noche algo le había hecho darle la vuelta a esa llave antes de acostarse y cuando oyó como el pestillo metálico encajaba en su hueco ese ruidito le hizo sentirse un poco más seguro que antes. Y ahora esa cerradura era lo único que se interponía entre él y lo que había al otro lado de la puerta, fuera lo que fuese.

Retrocedió hacia la ventana y examinó el callejón adoquinado que había detrás de la destilería. Las negras sombras se amontonaban bajo él. Creía recordar que bajo la ventana había un gigantesco recipiente de metal verde para la basura, pero el callejón estaba demasiado oscuro para verlo.

Algo empezó a golpear frenéticamente la puerta. La habitación vibró.

Willie no podía respirar. Su inhalador estaba encima de la cómoda, al otro lado de la habitación, junto a la puerta. Tenía la sensación de estar atrapado en el puño de un gigante y el puño estaba tensándose para dejarle sin aliento. Abrió la boca e intentó tragar aire.

La cosa volvió a golpear la puerta. La madera empezó a astillarse. Era una madera sólida que tenía cien años de edad pero estaba rompiéndose como si fuera una de esas puertecitas modernas que sólo tienen dos paneles y un hueco entre ellos.

Willie sintió que la cabeza le daba vueltas. Cuando la cosa entrara en el dormitorio y le encontrara muerto porque su asma se le había adelantado iba a ponerse realmente muy cabreada, pensó Willie, aturdido. Se quitó la camiseta, la dejó caer al suelo y metió un pulgar bajo el elástico de los calzoncillos.

La puerta tembló y se medio desprendió de las bisagras. El siguiente golpe la partió en dos. La cabeza iba a estallarle por falta de oxígeno. Willie se olvidó de sus calzoncillos y se entregó a las sensaciones del cambio.

Los huesos, la carne y los músculos gritaron en la agonía de la transformación pero una maravillosa y fresca oleada de oxígeno entró en sus pulmones y pudo volver a respirar. El alivio fue tan fuerte que le hizo estremecerse y Willie echó la cabeza hacia atrás para pregonar en voz alta lo que sentía. El sonido que emitió le habría helado la sangre a cualquiera, pero la silueta oscura que estaba abriéndose paso por entre los fragmentos de la puerta no vaciló y Willie tampoco. Tensó los músculos y saltó. El cristal se hizo añicos a su alrededor cuando atravesó la ventana y un diluvio de vidrio salió disparado hacia la oscuridad del exterior. Willie esquivó el recipiente, aterrizó sobre sus cuatro patas, perdió el equilibrio y resbaló un metro sobre los adoquines.

Cuando miró hacia arriba pudo ver la silueta que llenaba todo el hueco de su ventana. Las manos de la silueta se movieron. Willie captó el terrible reflejo de la plata y no necesitó ver nada más. Echó a correr por el callejón, moviéndose más deprisa de lo que lo había hecho en toda su vida.

El taxi la dejó a dos casas de distancia. Las barricadas de la policía rodeaban todo el edificio, una vieja mansión victoriana de líneas elegantes que necesitaba urgentemente una capa de pintura. Vecinos curiosos con abrigos sobre los pijamas y los albornoces estaban inmóviles en las aceras de Grandview, hablando en voz baja y lanzándole miradas a la casa. Las luces intermitentes de los coches patrulla hacían que sus rostros adquirieran una expresión de avidez morbosa.

Randi pasó rápidamente junto a ellos. Un patrullero al que no conocía la detuvo cuando llegó a la barrera policial.

—Soy Randi Wade —le dijo—. Rogoff me ha pedido que viniera.

—Oh —dijo él, y movió el pulgar señalando hacia la casa—. Está dentro, hablando con la hermana.

Randi les encontró en la sala. Rogoff la vio, asintió con la cabeza, le hizo una seña de que esperara y volvió a concentrarse en su interrogatorio. Los otros policías le lanzaron miradas de curiosidad pero nadie dijo nada. La hermana tendría unos cuarenta años, aunque no los aparentaba: era delgada, con la piel bastante pálida y una abundante cabellera negra que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Estaba sentada en el borde de un sofá y vestía un peinador de seda blanca que le dejaba muy poco trabajo a la imaginación, y parecía tan indiferente al aire frío que entraba por la puerta como a las miradas que le lanzaban de vez en cuando los policías.

Uno de ellos estaba tomando huellas dactilares de un inmenso y reluciente piano negro situado en una esquina de la habitación. Randi fue hacia él y vio cómo terminaba de hacerlo. La parte superior del piano estaba llena de fotografías enmarcadas. Una de ellas correspondía a una escena veraniega y la habían tomado en algún punto del río: dos chicas bastante guapas en bikinis que hacían juego flanqueaban a un joven. Los cuerpos de las chicas brillaban a causa de las gotitas de agua que los cubrían y sus largas y mojadas cabelleras negras colgaban laciamente sobre aquellos rostros que le sonreían al fotógrafo. El hombre, chico o lo que fuera, llevaba bañador pero era fácil ver que no se había mojado. Estaba muy flaco, tenía la piel cetrina y sus ojos azules se clavaban en el objetivo con una expresión entre vacua y absorta que resultaba curiosamente inquietante. Las chicas debían tener un mínimo de dieciocho años y un máximo de veinte. Una de ellas era la mujer a la que Rogoff estaba interrogando pero Randi no podría haber asegurado de cuál se trataba. Gemelas… Le echó una mirada a las otras fotos, medio temiendo encontrarse con alguna instantánea de Willie. La mayoría de los rostros le resultaron desconocidos pero seguía examinándolos cuando Rogoff vino hacia ella.

—La forense está arriba con el cadáver —le dijo—. Puede subir, si cree que tendrá estómago para aguantarlo.

Randi se apartó del piano y asintió.

—¿Ha averiguado algo de la hermana?

—Tuvo una pesadilla —dijo Rogoff. Empezó a subir la escalera con Randi pegada a sus talones—. Dice que siempre que tenía pesadillas cruzaba el pasillo y se metía en la cama de Zoé. —Llegaron al descansillo. Rogoff puso la mano sobre un picaporte de cristal y se quedó quieto—. Lo que encontró al cruzar el pasillo hará que tenga pesadillas durante muchos años.

Abrió la puerta. Randi le siguió al interior de la habitación.

La única luz procedía de una lamparilla situada sobre la mesita de noche pero el fotógrafo de la policía iba y venía por el cuarto sacando instantáneas del destrozado objeto rojizo que yacía sobre la cama. La luz de su flash hacía que las sombras saltaran y se retorcieran y el estómago de Randi se retorció con ellas. El olor a sangre resultaba casi insoportable. Recordó los cálidos días de julio de años atrás, cuando el viento soplaba del sur y la pestilencia del matadero se extendía por toda la ciudad. Pero este olor era mil veces peor que aquél.

El fotógrafo seguía moviéndose: destello, destello, destello. El mundo pasó del gris al rojo y volvió al gris. La forense estaba inclinada sobre el cadáver y el parpadeo del potente flash hacía que sus movimientos resultaran espasmódicos e irreales. La luz blanca le arrancó destellos al techo. Randi alzó los ojos y vio que estaba cubierto de espejos. La boca de la muerta era un agujero redondo tensado en un grito silencioso. El asesino que la dejó sin piel también se llevó sus labios y el interior de su boca estaba igual de rojo que el exterior. Su rostro había desaparecido y de él sólo quedaban las húmedas hebras de músculos relucientes y algún que otro destello de hueso, pero el asesino le había dejado conservar los ojos. Había tenido unos ojos grandes, oscuros y muy bonitos, tan sensuales como los de su hermana. Los ojos estaban muy abiertos, clavados con una expresión de horror en el espejo del techo. La víctima había podido ver cada detalle de lo que le estaban haciendo. ¿Qué había encontrado en los ojos de su reflejo? ¿Dolor, terror, desesperación? Había pasado su vida como melliza y aquella imagen del espejo quizá le hubiera proporcionado algún extraño consuelo incluso cuando le estaban destrozando la carne y el rostro, dejándola sin todo aquello que la hacía ser humana.

El flash volvió a emitir su destello y Randi captó un reflejo metálico en la muñeca y el tobillo. Cerró los ojos un par de segundos, trató de respirar más despacio y fue hacia la cama: Rogoff estaba hablando con la forense.

—¿La misma clase de cadenas? —le preguntó.

—Sí. Y mire esto. —La forense Cooney se sacó el cigarrillo apagado de la boca y lo usó como puntero.

La cadena se tensaba alrededor del tobillo de la víctima. Un nuevo destello del flash le permitió ver los otros círculos, unas líneas oscuras casi negras que habían quedado grabadas sobre la carne viva y los nervios dejados al descubierto. Mirarlas bastó para hacerle sentir una punzada de dolor.

—Luchó —sugirió Rogoff—. La huella de la cadena se le quedó marcada en la carne.

—El roce con algún objeto te despelleja y te hace sangrar —replicó Cooney—. Con lo que le han hecho una marca semejante ni tan siquiera sería visible. Eso es una quemadura, Rogoff, una quemadura de tercer grado. Las dos muñecas y los dos tobillos…, todos los puntos donde le tocó el metal. Sorenson tenía las mismas señales de quemaduras. Como si el asesino hubiera calentado las cadenas hasta dejarlas casi al rojo vivo… Ahora el metal ya está frío. Adelante, tóquelo.

—No, gracias —dijo Rogoff—. La creo.

—Espere un momento —dijo Randi.

La forense pareció fijarse en ella por primera vez.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó.

—Es una larga historia —replicó Rogoff—. Randi, esto es un asunto oficial de la policía, será mejor que…

Randi le ignoró.

—¿Joan Sorenson tenía las mismas señales de quemaduras? —le preguntó a la forense Cooney—. ¿En la muñeca y el tobillo, allí donde las cadenas estuvieron en contacto con su piel?

—Sí —dijo Cooney—. ¿Y qué?

—¿Qué está intentando sugerir? —le preguntó Rogoff.

Randi le miró.

—Joan Sorenson era una lisiada. No podía mover las piernas y había perdido toda la capacidad de sentir algo por debajo de la cintura. ¿Por qué tomarse la molestia de encadenarle los tobillos?

Rogoff la contempló en silencio durante un instante que pareció interminable y acabó meneando la cabeza. Se volvió hacia la forense Cooney, quien se encogió de hombros.

—Sí. Bueno… Una observación muy interesante, pero ¿qué quiere decir con eso?

Randi no tenía ninguna respuesta que darles. Apartó los ojos de la cama y de la criatura deforme, convulsa y mutilada que en un pasado no muy lejano había sido una mujer bonita.

El fotógrafo cambió de ángulo y apretó el disparador. El flash volvió a emitir su destello. La luz le arrancó destellos metálicos a la cadena. Randi pasó la yema de un dedo sobre el metal. No experimentó ninguna sensación de calor. Sólo el frío contacto de la plata…

La noche estaba llena de sonidos y olores.

Willie había corrido a ciegas, una sombra gris que se movía como un relámpago por las calles que la lluvia había vuelto resbaladizas, exigiéndose un esfuerzo mayor del que jamás se había exigido antes y sin prestarle ninguna atención adonde iba…, a cualquier parte, a ningún sitio, adonde fuese con tal de alejarse de su apartamento y de la criatura que le esperaba allí con el destello de la muerte en su mano. Corrió por callejones llenos de basura, pasó bajo las grúas de carga y saltó verjas de alambre. Se encontró con un muro que casi logró detenerle: intentó saltarlo tres veces sin conseguirlo pero al cuarto intento logró pasar las patas delanteras al otro lado y sus patas traseras se tensaron arañando el muro y le impulsaron por encima del obstáculo. Cayó sobre la hierba húmeda, rodó por la tierra y un instante después ya se había incorporado y seguía corriendo. En las calles apenas si había tráfico pero cuando cruzaba un bulevar bastante ancho un camión surgió de la nada moviéndose a toda velocidad y le iluminó con los haces de sus faros. Aquella repentina claridad le sobresaltó; se quedó paralizado un par de segundos en pleno centro de la calle y vio la sorpresa y el terror en el rostro del conductor. Una sirena rompió el silencio y el camión empezó a frenar, patinó y acabó atravesando la valla divisoria de la calzada.

Para aquel entonces Willie ya había desaparecido.

Estaba atravesando una zona residencial, avanzando por calles silenciosas en cuyas aceras había pulcras casas de dos pisos. Las calzadas estaban llenas de coches estacionados y el viento hacía moverse los carteles de los agentes inmobiliarios, pero la única fuente de claridad era la luz de los faroles… y a veces, cuando las nubes se abrían durante un segundo, el pálido círculo de la luna. Willie captó el olor de los perros que había en algunos patios traseros: de vez en cuando oía un ladrar enloquecido y sabía que ellos también le habían olido. A veces los ladridos despertaban a los propietarios de los animales y a los vecinos de la calle y las luces se encendían en las casas silenciosas y las puertas que daban a los patios traseros empezaban a abrirse, pero por aquel entonces Willie ya estaba a varias manzanas de distancia y seguía corriendo.

Willie cruzó las vías del ferrocarril cuando ya le dolían mucho las patas: el corazón le latía como si se hubiera vuelto loco y la lengua le asomaba entre las fauces como un trapo rojo. Subió una cuesta y casi chocó con una valla metálica de tres metros de altura cuya parte superior estaba protegida por alambre de espinos. Al otro lado había un gran patio vacío y un edificio de ladrillo carente de ventanas, una masa oscura bañada por la luz de la luna. El olor de la sangre derramada hacía mucho tiempo se había debilitado pero seguía siendo inconfundible y de repente Willie supo dónde estaba.

El viejo matadero… La fábrica de latas, así le llamaban, la fábrica que quebró y llevaba casi dos años abandonada. Había recorrido una gran distancia. Se quedó quieto y trató de recuperar el aliento. Estaba jadeando y cuando se dejó caer al suelo, junto a la valla, empezó a temblar: ni la espesa capa de pelo que le cubría bastaba para protegerle del frío que sentía.

En cuanto hubo descansado unos momentos Willie se dio cuenta de que aún llevaba puestos los calzoncillos de jockey. Si hubiera tenido una garganta adecuada para ello se habría reído. Pensó en el hombre del camión y se preguntó qué habría pensado cuando Willie apareció delante de sus faros: un flaco espectro gris con unos calzoncillos blancos y unos ojos que brillaban con el resplandor rojo de los pozos del infierno.

Willie se contorsionó y atrapó la cinta elástica de los calzoncillos entre sus fauces. Tiró de ella con un gruñido gutural y logró arrancárselos tras una breve lucha. Los arrojó a un lado y se pegó a la tierra húmeda con la boca medio abierta y los ojos moviéndose continuamente para vigilarlo todo. Descansó. Podía oír el distante rumor del tráfico y a un perro que ladraba como si se hubiera vuelto loco a casi un kilómetro de distancia, y podía oler la pestilencia de los humos emitidos por los motores diesel, el moho, la humedad y el frío aroma del metal. Y por debajo de todo eso estaba el olor del matadero, debilitado pero aún presente, hablándole en susurros de la muerte y la sangre. Ese olor despertaba cosas que llevaba muy dentro, cosas que era preferible dejar dormir, y Willie pudo sentir como el hambre se agitaba en sus entrañas.

No podía ignorarla, no del todo, pero esta noche tenía otros asuntos de qué preocuparse, miedos que eran más importantes que su hambre. Sólo faltaban unas pocas horas para el amanecer y no tenía ningún sitio adonde ir. No podía volver a casa, no hasta saber si era seguro hacerlo, hasta haber tomado medidas para protegerse… Sin llaves, sin ropas y sin dinero la agencia de cobros estaba cerrada para él. Tenía que ir a algún sitio, tenía que confiar en alguien.

Pensó en Blackstone, pensó en Jonathan Harmon sentado junto al fuego de su chimenea, en los muertos ojos azules de Steven y sus manos cubiertas de cicatrices, en la vieja torre que se alzaba hacia los cielos como una estaca negra medio podrida. Jonathan quizá pudiera protegerle…, Jonathan, con sus fuertes muros y su verja terminada en pinchos y su eterna obsesión por la sangre y el hierro.

Pero su mente le presentó una imagen de Jonathan con su largo cabello blanco, el bastón terminado en una cabeza de lobo, las manos artríticas de gruesas venas retorciéndose y queriendo poseerlo todo, y el gruñido brotó de su garganta casi sin que se diera cuenta y Willie supo que Blackstone no era la respuesta.

Joanie estaba muerta y en cuanto a los otros…, no les conocía lo bastante bien. Apenas si conocía todos sus nombres, y no quería llegar a conocerles mejor.

Así que al final, le gustara o no, sólo le quedaba Randi.

Willie se incorporó y avanzó con paso inseguro. El viento había cambiado de dirección y barría el patio y los cobertizos, hablándole en susurros de la sangre hasta que sus fosas nasales se estremecieron. Willie echó hacia atrás la cabeza y aulló, una llamada prolongada, temblorosa y solitaria que subió y bajó de tono y se abrió paso a través del frío aire de la noche hasta que todos los perros que había en un radio de varias manzanas empezaron a ladrar. Unos instantes después echó a correr.

Rogoff la llevó hasta su casa. Aparcó su viejo Ford negro delante del edificio donde vivía: estaba empezando a amanecer. Randi se disponía a abrir la portezuela cuando Rogoff puso el motor en punto muerto y la miró.

—No pienso insistir en ello ahora pero quizá necesite saber el nombre de su cliente —le dijo—. Consúltelo con la almohada. Quizá acabe decidiendo revelármelo.

—Quizá no pueda —dijo Randi—. Privilegio abogado-cliente, ¿recuerda?

Rogoff le dirigió una sonrisa llena de cansancio.

—Cuando me mandó al edificio de los tribunales le eché una ojeada a su historial. Usted no ha pisado la facultad de derecho.

—¿No? —Randi le devolvió la sonrisa—. Bueno, tenía intención de hacerlo. ¿Qué pasa, es que eso no cuenta? —Se encogió de hombros—. Lo consultaré con la almohada y ya hablaremos mañana. —Salió del coche, cerró la portezuela y dio un par de pasos. Rogoff puso el motor en marcha pero Randi se dio la vuelta antes de que pudiera alejarse—. Eh, Rogoff, ¿tiene nombre?

—Mike —dijo él.

—Le veré mañana, Mike.

Él asintió y puso el coche en marcha justo cuando los faroles empezaban a apagarse. Randi subió los peldaños que llevaban hasta su puerta hurgando en su bolso para sacar la llave.

¡Randi!

Se detuvo y miró a su alrededor.

—¿Quién está ahí?

—Willie. —En un tono de voz algo más alto—. Aquí abajo, entre los cubos de la basura.

Randi se inclinó sobre la barandilla y le vio. Estaba agazapado entre los cubos de la basura, temblando de frío.

—Estás desnudo —le dijo.

—Alguien intentó matarme anoche. Logré escapar. Mis ropas no. Llevo más de una hora aquí abajo. No es que me queje, no me malinterpretes, pero creo que tengo neumonía y se me han helado las pelotas. Ahora ya nunca podré tener hijos… ¿Dónde coño has estado?

—Hubo otro asesinato. El mismo modus operandi.

El cuerpo de Willie tembló con tanta violencia que los cubos de basura chocaron unos con otros.

—Jesús —dijo con un hilo de voz—. ¿Quién?

—Se llamaba Zoé Anders.

Willie se encogió sobre sí mismo.

—Mierda, mierda, mierda —dijo. Alzó los ojos hacia Randi y ella pudo ver el miedo que había en sus ojos pero aun así logró preguntárselo—. ¿Y Amy?

—¿Su hermana? —le preguntó Randi. Willie asintió—. Algo trastornada pero se encuentra bien. Tuvo una pesadilla. —Le contempló en silencio durante unos segundos—. Así que también conocías a Zoé. ¿Qué relación tenías con ella? ¿La misma que con Joan Sorenson?

—No. Mi relación con ella… No era como la que tenía con Joanie. —La miró con expresión de cansancio—. ¿Podemos entrar?

Randi asintió y abrió la puerta. Willie puso tal cara de agradecimiento que por unos instantes pensó que le lamería la mano.

La ropa interior era de su ex marido y le quedaba demasiado grande.

El albornoz rosa era de Randi y le quedaba demasiado pequeño, pero el café estaba excelente y aquí dentro no hacía frío y Willie estaba exhausto y nervioso, pero le alegraba seguir vivo, sobre todo cuando Randi le puso el plato delante. Había preparado huevos revueltos con queso cheddar y cebolla. También había unas cuantas tajadas de bacón, y el conjunto olía como el nirvana. Willie se lanzó sobre él.

—Creo que he dado con algunas respuestas —le dijo, y se sentó delante de él.

—Soberbios —dijo Willie—. Me refiero a los huevos. Y en cuanto a esas respuestas tuyas también me parecen soberbias, pero, Jesús, cómo necesitaba estos huevos… No puedes ni imaginarte el hambre que llegas a sentir cuando… —Se calló antes de terminar la frase, clavó los ojos en los huevos revueltos y pensó en lo idiota que era, pero Randi no se había dado cuenta de nada. Willie cogió una tajada de bacon y le arrancó la punta de un mordisco—. En su punto —dijo—. Soberbio.

—Voy a contártelo —siguió diciendo Randi como si Willie no hubiera pronunciado ni una sola palabra—. Tengo que contárselo a alguien y tú me conoces desde hace bastante tiempo y no creo que me hagas internar en un manicomio. Puede que te rías, eso sí. —Le miró con el ceño fruncido—. Si te ríes volverás a encontrarte en la calle pero sin calzoncillos y sin albornoz.

—No me reiré —dijo Willie, pensando que eso no iba a costarle mucho. De hecho, empezaba a sentir una cierta aprensión. Dejó de comer.

Randi tragó una honda bocanada de aire y le miró a los ojos. Willie pensó que tenía unos ojos muy hermosos.

—Creo que a mi padre le mató un hombre lobo —dijo con voz muy seria y sin parpadear.

—Oh, Jesús —dijo Willie. No se rió. Una anaconda invisible de tamaño gigante se enroscó alrededor de su pecho y empezó a apretar—. Yo… —dijo—. Yo, yo, yo…

Su boca parecía haber dejado de obedecerle: el aire no quería entrar y las palabras no querían salir. Se apartó de la mesa tirando la silla al suelo y corrió hacia el cuarto de baño. Se encerró dentro y puso la ducha a plena potencia, haciendo girar el grifo del agua caliente hasta el máximo posible. El cuarto de baño empezó a llenarse de vapor. No podía compararse con una dosis de su inhalador pero era mucho mejor que asfixiarse. Cuando se hubo acumulado una buena cantidad de vapor, Willie ya llevaba un rato de rodillas en el suelo, jadeando como un hombre que intenta hacer pasar un elefante por una pajita. Y, finalmente, volvió a respirar.

Se quedó en esa posición durante bastante tiempo, hasta que el agua de la ducha hubo empapado su albornoz y sus calzoncillos y su rostro se hubo puesto rojo como un tomate. Después reptó sobre las baldosas del suelo, cerró la ducha y logró ponerse en pie con cierta dificultad. El espejo que había encima del lavabo estaba lleno de vaho. Willie lo limpió con una toalla y se contempló en él. Estaba hecho una mierda. Una mierda mojada… No, una mierda mojada que ardía. Se sentía todavía peor. Intentó secarse pero el vapor y el chorro de la ducha lo habían mojado todo y las toallas estaban tan húmedas como él. Oyó a Randi moviéndose al otro lado de la puerta, abriendo y cerrando cajones. Quería salir y hablar con ella, pero no así. Un hombre necesita tener cierto orgullo. Durante una fracción de segundo deseó estar en cama con su inhalador Primateen en la mesita de noche, pero enseguida recordó que la última vez que estuvo en su dormitorio había recibido una visita a la que no había invitado.

—¿Piensas salir o qué? —le preguntó Randi.

—Sí —contestó Willie.

Pero habló con una voz tan débil que dudó de que Randi le hubiera oído. Irguió el cuerpo y se alisó el albornoz rosa. La camiseta que llevaba debajo parecía haber participado en un campeonato de ropa interior mojada. Dejó escapar un suspiro, abrió la puerta y salió del cuarto de baño. El aire frío del exterior hizo que se le pusiera la piel de gallina.

Randi estaba sentada a la mesa. Willie volvió a su asiento.

—Lo siento —dijo—. Un ataque de asma.

—Ya me he dado cuenta —replicó Randi—. Provocados por la tensión, ¿no?

—A veces.

—Acábate los huevos —le apremió ella—. Se están enfriando.

—Sí —dijo Willie, pensando que quizá sería mejor: eso le daría algo que hacer mientras intentaba pensar en qué le diría. Cogió el tenedor.

Fue como aquella vez en que cogió una sartén sucia que había estado encima de su hornillo eléctrico desde la noche anterior y se dio cuenta demasiado tarde de que no lo había apagado. Willie chilló y el tenedor cayó sobre la mesa y rebotó una, dos, tres veces. Acabó aterrizando delante de Randi. Willie se chupó los dedos. Ya estaban empezando a ponérsele rojos. Randi le miró sin perder la calma y cogió el tenedor. Lo sostuvo en su mano, lo acarició con el pulgar y pasó los labios por las púas con expresión pensativa.

—Aproveché que estabas en el cuarto de baño para sacar los cubiertos de los días de fiesta —le dijo—. Plata maciza. Ha pertenecido a la familia desde hace generaciones.

Los dedos le dolían de una forma horrible.

—Oh, Jesús. ¿Tienes algo de mantequilla? Aceite, un pedazo de tocino con mucha grasa, no importa, cualquier cosa… —Se calló. La mano de Randi había emergido de debajo de la mesa y en ella había un revólver. Desde donde estaba sentado a Willie le pareció que era un revólver realmente enorme.

—Presta atención, Willie. No te preocupes por tus dedos, en este momento son el menor de tus problemas. Me doy cuenta de que te duelen bastante así que te daré un minuto o dos para que pongas un poco de orden en tus pensamientos y para que me digas por qué no he de volarte tu jodida cabeza aquí y ahora. —Amartilló el percutor con su pulgar.

Willie se limitó a contemplarla en silencio. Tenía un aspecto patético, como un cachorrito a medio ahogar. Durante un instante terrible Randi pensó que iba a sufrir otro ataque de asma. Se sentía extrañamente tranquila: no tenía miedo, no estaba irritada y ni tan siquiera se había puesto nerviosa, pero no se creía capaz de pegarle un tiro en la espalda a un hombre que saliera corriendo hacia el cuarto de baño, ni aunque fuera un hombre lobo.

Afortunadamente, la reacción de Willie hizo que no debiera enfrentarse a ese dilema.

—No creo que quieras dispararme —dijo con un aplomo muy notable, dadas las circunstancias—. Matar a tus amistades es de muy mala educación. Y además harías un agujero en tu albornoz.

—No importa. Nunca me ha gustado. Odio el rosa.

—Bueno, si tantas ganas tienes de matarme, harías mejor usando el tenedor —dijo Willie.

—Entonces, ¿admites que eres un hombre lobo?

—Soy un licántropo —la corrigió Willie. Volvió a chuparse los dedos y le lanzó una mirada de soslayo—. Venga, demándame. Es un problema médico. Tengo alergias, asma, la espalda hecha trizas y sufro de licantropía, ¿es culpa mía? No maté a tu padre. Nunca he matado a nadie. En una ocasión me comí la mitad de un bullterrier, pero ¿puedes culparme por eso? —Su voz se volvió casi petulante—. Si quieres matarme, adelante, inténtalo. Y, de todas maneras, ¿desde cuándo llevas revólver? Creía que todas esas gilipolleces sobre los investigadores privados armados hasta las cejas eran algo estrictamente reservado a la televisión.

—La frase correcta es armados hasta los dientes y tienes razón, es una gilipollez televisiva. Sólo saco el mío en las ocasiones especiales. Mi padre lo llevaba encima cuando murió.

—No le sirvió de mucho, ¿verdad? —dijo Willie en voz baja y suave.

Randi pensó en eso durante un segundo.

—¿Qué ocurriría si apretara el gatillo? —El revólver estaba empezando a pesarle pero su mano no temblaba.

—Intentaría cambiar. No creo que pudiera conseguirlo pero tendría que intentarlo. Un par de balas en la cabeza a esta distancia mientras sigo siendo humano…, sí, supongo que acabarían conmigo. Pero no te aconsejo que falles y sobre todo, no te aconsejo que me dejes herido pero no muerto. En cuanto me haya transformado las reglas del juego cambian.

—Mi padre vació el tambor de su revólver la noche en que le mataron —dijo Randi con voz pensativa.

Willie se examinó la mano y torció el gesto.

—Oh, mierda —dijo—. Me está saliendo una ampolla.

Randi dejó el arma sobre la mesa y fue a la cocina para traerle una barrita de mantequilla. Willie la aceptó con expresión agradecida. Randi se dedicó a mirar por la ventana mientras Willie se ocupaba de sus quemaduras.

—Es de día —dijo—. Creía que los hombres lobo sólo cambiaban de noche, cuando hay luna llena, ¿no?

—Los licántropos —la corrigió Willie. Flexionó los dedos y suspiró—. Todas esas estupideces de la luna llena son un invento de algún guionista que trabajaba para la Universal. Procura buscar mejores fuentes de información. Cambiamos a voluntad, de día, de noche, con luna llena o con luna nueva…, tanto da. A veces siento que me apetece más cambiar durante la luna llena. Debe ser algo relacionado con las hormonas pero se parece más al ponerse cachondo que al empezar a revolcarse soltando aullidos, no sé si me explico. —Cogió su taza de café. Ya estaba frío pero eso no le impidió vaciar la taza—. No debería estar contándote todo esto, Randi. Te aprecio, eres amiga mía y me importas mucho. Deberías olvidar todo lo que ha ocurrido esta mañana. Créeme, sería mucho más sano para ti.

—¿Por qué? —le preguntó ella. No estaba dispuesta a olvidar nada—. ¿Qué me ocurrirá si no lo olvido? ¿Me desgarrarás la garganta? Y en cuanto a Joanie Sorenson y Zoé Anders, ¿también he de olvidarme de ellas? ¿Qué pasa con Roy Helander y todos esos niños desaparecidos? ¿Se supone que he de olvidar lo que le ocurrió a mi padre? —Se quedó callada durante un par de segundos y cuando volvió a hablar lo hizo en un tono de voz más bajo—. Acudiste a mí buscando ayuda, Willie y disculpa que te lo diga pero a juzgar por tu aspecto tengo la impresión de que sigues necesitándola.

Willie la miró desde el otro lado de la mesa con una expresión de perro apaleado en su flaco rostro.

—No sé si tengo ganas de besarte o de darte una bofetada —admitió por fin—. Mierda, tienes razón. Ya sabes demasiado. —Se puso en pie—. Tengo que conseguir algo de ropa decente: esta camiseta mojada conseguirá hacerme pillar una neumonía. Llama a un taxi. Iremos a echarle un vistazo a mi casa y hablaremos allí. ¿Tienes algún impermeable?

—Coge el Burberry —dijo Randi—. Está en el armario.

El impermeable le quedaba todavía más grande que a Randi pero siempre era mejor que el albornoz rosa. Cuando emergió del armario luchando con el cinturón Willie casi parecía humano. Randi estaba hurgando en el cajón de la plata. Encontró un gran cuchillo para servir la carne, el que su abuelo solía usar el día de Acción de Gracias, y lo deslizó debajo del cinturón de sus téjanos. Willie le lanzó una mirada nerviosa.

—Buena idea —dijo por fin—, pero coge también el revólver.

El taxista que les llevó pertenecía a la variedad callada. El trayecto transcurrió en un incómodo silencio. Randi le pagó mientras Willie bajaba del coche para inspeccionar las puertas. Hacía un día bastante nublado y ventoso: el río lamía el embarcadero con sus aguas grisáceas, un poco más agitadas que de costumbre.

Willie acabó enfadándose, le dio una patada a su puerta y desapareció por el callejón. Randi le esperó junto al embarcadero y vio alejarse el taxi. Willie volvió unos minutos después con cara de disgusto.

—Esto es ridículo —exclamó—. La puerta trasera lleva años sin abrirse. Haría falta un martillo y un cincel para abrirse paso a través de todo ese óxido. Los conductos de mercancías están cerrados y las cadenas aseguradas con la madre de todos los candados. Y la puerta delantera…, tengo otro juego de llaves en mi coche pero aun si dispusiéramos de ellas la barra de seguridad sólo puede levantarse desde el interior. Entonces, ¿cómo infiernos logró entrar?

Randi contempló las sucias paredes de ladrillo de la destilería con expresión pensativa. Parecían bastante sólidas y las ventanas del segundo piso se encontraban a sus buenos seis metros de la calle. Fue hasta la esquina del edificio para echarle una mirada al callejón.

—Hay una ventana rota —dijo.

—La rompí yo al salir —dijo Willie—, no mi visitante nocturno al entrar.

Randi ya se lo había imaginado: bastaba con ver los cristales rotos esparcidos sobre los adoquines del callejón.

—Lo que me preocupa ahora es cómo vamos a entrar. —Señaló con la mano—. Si movemos ese recipiente de la basura hacia la izquierda y me subo a él tú puedes subirte sobre mis hombros y creo que podrás llegar hasta la ventana.

Willie pensó en lo que le había dicho.

—¿Y si sigue ahí dentro?

—¿Qué? —dijo Randi.

—Lo que andaba detrás de mí anoche. Si no hubiera saltado por esa ventana esta mañana habría amanecido sin piel y, créeme, ya tengo bastante frío con ella puesta. —Sus ojos fueron hacia la ventana y acabaron posándose en el recipiente de la basura—. Mierda, no podemos pasamos todo el día aquí abajo… —dijo—. Pero tengo una idea mejor. Ayúdame a apartar un poco el recipiente de la pared.

Randi no sabía qué pretendía, pero hizo lo que Willie le había pedido. Dejaron el recipiente en el centro del callejón, en línea recta con la ventana rota. Willie asintió y empezó a quitarse el cinturón del impermeable que Randi le había prestado.

—Date la vuelta —le dijo—. No quiero que pierdas el control. He de desnudarme y tus apetitos carnales podrían desmandarse.

Randi se dio la vuelta. La tentación de mirar por encima de su hombro era resistible. Oyó el ruido del impermeable cayendo al suelo. Después oyó algo más…, unas pisadas suaves, como las de un perro. Giró sobre sí misma. Willie estaba al final del callejón. La ropa interior de su ex esposo yacía encima de los adoquines, amontonada sobre el impermeable Burberry. Willie se lanzó hacia la destilería cogiendo carrerilla. Randi pensó que como lobo tampoco era demasiado impresionante. Tenía el pelaje de un color marrón grisáceo, su trasero parecía un poco demasiado grande y sus patas demasiado delgadas y corría de una forma algo desgarbada. Willie aceleró al máximo, saltó al recipiente, rebotó en la tapa metálica y entró por la ventana arrancándole unos cuantos cristales más. Randi oyó un thump bastante ruidoso en el interior del dormitorio.

Fue hacia la parte delantera del edificio. Unos instantes después las cerraduras empezaron a abrirse una por una y la gruesa puerta de acero giró sobre sí misma para revelar la silueta de Willie. Llevaba puesto su albornoz, una prenda de franela roja, y sostenía un manojo de llaves en la mano.

—Entra —dijo—. Ni rastro de visitantes nocturnos… He puesto a hervir un poco de agua para el té.

—Ese cabrón debió entrar por la taza del retrete —dijo Willie—. No se me ocurre ninguna otra forma.

Randi estaba inmóvil contemplando los restos de la puerta de su dormitorio. Observó la madera hecha pedazos, pasó un dedo a lo largo de una gran astilla de contornos afilados y se arrodilló para inspeccionar el suelo.

—Fuera lo que fuese, no cabe duda de que era fuerte. Fíjate en esos arañazos de la madera…, limpios y muy profundos. Eso no puede hacerse con el puño. Garras, quizá. Aunque es más probable que fueran hechos con alguna especie de cuchillo. Y échale una mirada a esto. —Le señaló el picaporte de latón que yacía en el suelo entre un montón de astillas.

Willie se agachó a cogerlo.

—No lo toques —dijo Randi, cogiéndole por el brazo—. Limítate a mirarlo.

Willie puso una rodilla en el suelo. Al principio no vio nada de particular. Pero cuando se acercó un poco más vio que el metal estaba cubierto de marcas y arañazos.

—Algo afilado y muy duro —dijo Randi—. Cuando oíste por primera vez los sonidos, ¿de qué dirección venían?

Willie se lo pensó durante un par de segundos.

—Es difícil asegurarlo —dijo por fin—. Creo que venían de la parte de atrás.

Randi fue hacia allí. Todas las puertas del pasillo estaban cerradas. Examinó la barandilla, siguió avanzando y empezó a abrir y cerrar puertas.

—Ven aquí —le dijo cuando llegó a la cuarta.

Willie trotó por el pasillo. Randi había dejado la puerta entornada. El picaporte del lado que daba al pasillo estaba intacto; el picaporte del interior mostraba las mismas señales que habían visto en el de la puerta de su dormitorio. Willie lo contempló, boquiabierto.

—¡Pero esto es el lavabo de hombres! —exclamó—. ¿Quieres decir que salió de la taza? No volveré a cagar en mi vida.

—Salió de esta habitación —dijo Randi—. En cuanto a si salió de la taza… —Entró en el lavabo y miró a su alrededor. No había mucho que ver. Dos urinarios, dos retretes, dos piletas con un gran espejo encima y unos viejos recipientes de latón para el jabón junto a los grifos, un aparato que suministraba toallitas de papel, las toallas y los artículos de aseo personal de Willie… No había ventanas, ni tan siquiera una ventanita de cristal esmerilado. Nada.

La tetera empezó a silbar al otro extremo del pasillo. Volvieron a la sala: Randi parecía muy pensativa.

—Joan Sorenson murió detrás de una puerta cerrada y el asesino mató a Zoé Anders sin despertar a su hermana, que dormía al otro lado del pasillo.

—Esa maldita cosa va y viene por donde quiere —dijo Willie. Pensar en ello bastaba para hacerle sentir escalofríos. Cogió las bolsitas de té y miró nerviosamente a su alrededor pero en la habitación no había nadie más que él y Randi.

—No, es imposible —dijo Randi—. En los casos de Sorenson y Anders no había nada roto ni señales de que alguien hubiera entrado por la fuerza…, sólo el cadáver. Pero en tu caso el asesino se vio detenido por algo tan sencillo como la cerradura de una puerta.

—No le detuvo —dijo Willie—, sólo le retrasó un poco. —Contuvo un escalofrío y colocó la tetera sobre su mesita de centro.

—¿Y si se equivocó de hermana? —le preguntó Randi.

Willie se quedó inmóvil durante un segundo con la tetera suspendida sobre las tazas.

—¿Qué quieres decir?

—Dos mellizas idénticas que comparten la misma casa. Supongamos que es una casa que el asesino no ha visitado antes. Consigue entrar y encadena, mata y despelleja a una hermana, y la otra ni tan siquiera llega a despertarse. —Randi alzó los ojos hacia él y le obsequió con su sonrisa más encantadora—. Las dos hermanas son tan iguales que ni viéndolas juntas se las distingue y el asesino no debía saber en qué habitación dormía cada una, así que la pregunta es, ¿consiguió cargarse a la mujer lobo o no?

Bueno, así que después de todo Randi no era infalible… Comprenderlo casi le resultó agradable.

—Sí y no —dijo Willie—. Eran mellizas, Randi. Las dos eran licántropos. —Randi pareció bastante sorprendida—. ¿Cómo lo has sabido? —le preguntó.

—Oh, por las cadenas —dijo ella como sin darle importancia. Su mente estaba muy lejos de allí, luchando con el rompecabezas—. Cadenas de plata… Le dejaron señales de quemaduras allí donde estuvieron en contacto con su carne. Y Joan Sorenson también era una mujer lobo, naturalmente. Estaba lisiada, sí…, pero sólo cuando era un ser humano, no después de su transformación. Ésa es la razón de que sus piernas también estuvieran encadenadas, para mantenerla prisionera si cambiaba. —Miró a Willie y en su rostro había una expresión de perplejidad—. Matar sólo a una y dejar viva a la otra…, no tiene sentido. ¿Estás seguro de que Amy Anders también es una mujer lobo?

—Una licántropo —dijo Willie—. Sí. Totalmente seguro. Cuando se convertían en lobas todavía resultaban más difíciles de distinguir. Al menos cuando eran humanas no vestían igual… Amy prefería el encaje blanco, los lacitos…, ese tipo de cosas. Zoé estaba loca por el cuero. —En el centro de la mesita había un cenicero de cristal tallado con la mezcla especial para fiestas de Willie: aspirina, Allerest y Tums. Cogió un puñado de píldoras y las engulló a palo seco.

—Mira, antes de que continuemos con todo esto quiero que pongas las cartas sobre la mesa —dijo Randi.

Y, por una vez, Willie logró adelantársele.

—Si supiera quién mató a tu padre te lo diría pero no lo sé. Estaba en el ejército, fuera del país. Recuerdo vagamente haber leído algo en el Courier pero si quieres que sea sincero lo había olvidado todo hasta que tú me hablaste de ello la noche pasada. ¿Qué puedo decirte? —Se encogió de hombros.

—Venga, Willie, no intentes tomarme el pelo. Un hombre lobo mató a mi padre. Tú eres un hombre lobo. Debes saber algo.

—Eh, prueba a sustituir las palabras hombre lobo por judío, diabético o calvo y verás qué poco sentido tiene lo que estás diciendo. Cuidado, no pretendo afirmar que te equivoques en lo de tu padre porque no te equivocas: todo encaja, desde el estado del cuerpo hasta el revólver sin una sola bala, pero si tomas en cuenta todos esos factores lo que debes preguntarte es qué hombre lobo le mató.

—¿Cuántos sois? —le preguntó Randi con incredulidad.

—Que me cuelguen si lo sé —dijo Willie—. ¿Crees que nos reunimos cada luna llena o qué? Los pura sangre escasean… Diablos, la manada ha ido disminuyendo de tamaño estas últimas generaciones. Pero hay montones como yo…, mestizos, cuarterones, lo que quieras: las viejas familias tuvieron su buena cuota de bastardos. Algunos pueden cambiar, otros no. He oído hablar de unos cuantos que logran cambiar y luego son incapaces de invertir la transformación. Y eso si nos limitamos a las viejas estirpes y no entramos en casos como el de Joanie.

—¿Quieres decir que Joanie era distinta?

Willie asintió de mala gana.

—Ya has visto las películas. Un hombre lobo te atiza un mordisco y luego te conviertes en hombre lobo…, suponiendo que quede lo suficiente de ti para convertirte en algo que no sea un cadáver, claro. —Randi asintió y Willie siguió hablando—: Bueno, eso es cierto en parte o parcialmente cierto, como prefieras, pero ahora ya no ocurre con tanta frecuencia como antes. Hoy en día cuando alguien recibe un mordisco va corriendo al médico, hace que le limpien la herida y que se la traten con un antiséptico, le dan sus inyecciones de la rabia, su vacuna del tétanos, su penicilina y sólo Dios sabe qué coño más y no le ocurre absolutamente nada. Los prodigios de la medicina moderna…

Willie se quedó callado durante unos segundos, la miró a los ojos —aquellos ojos tan hermosos—, preguntándose si Randi lo comprendería y decidió seguir adelante.

—Joanie era un encanto de chica y verla sentada en esa silla de ruedas…, bueno, me partía el corazón. Una noche me contó que lo más duro de todo era aceptar el hecho de que nunca sabría qué sentías al hacer el amor. Cuando chocaron con ese camión era virgen. Nos habíamos tomado unas cuantas copas, ella estaba llorando y yo… no pude soportarlo. Le dije lo que era y lo que podía hacer por ella y Joanie no se creyó ni una palabra, así que tuve que demostrárselo. Le mordí en la pierna —de todas formas la pobre no sentía nada allí—, y mantuve mis fauces en la herida durante un buen rato, clavando los dientes hasta el fondo. Después yo mismo me encargué de cuidarla. Nada de médicos: ni antisépticos ni vacuna contra la rabia. No fue fácil. La infección causada por la herida es muy fuerte y hubo uno o dos días en que la fiebre le subió tanto que pensé que acabaría matándola. La pierna se le había puesto casi negra, podías ver cómo la sustancia se iba introduciendo en sus venas… Tengo que admitir que fue bastante horrible y no tengo muchas ganas de volverlo a intentar pero funcionó. La fiebre acabó cediendo y Joanie cambió.

—Erais algo más que amigos —dijo Randi, totalmente segura de lo que afirmaba—. Erais amantes.

—Sí —dijo Willie—. Cuando nos convertíamos en lobos… Supongo que el pelo me hace resultar más sexy. Pero comparado con ella… Joanie era una loba bastante activa. Casi cada noche, ¿comprendes?

—Y como ser humano seguía estando lisiada —dijo Randi.

Willie asintió y alzó la mano.

—Mira. —Las quemaduras seguían allí y se le había formado una ampolla de sangre en el índice—. El cambio me ha salvado la vida un par de veces cuando mi asma había empeorado tanto que creía iba a terminar asfixiándome. Ese tipo de cosas dejan de afectarte en cuanto cambias pero puedo asegurarte que cuando vuelves a convertirte en humano siguen allí, esperándote. A veces puedes llevarte sorpresas realmente desagradables. Una bala cuando eres lobo no es nada, un aguijonazo y un golpe, se cura enseguida…, pero cuando vuelves a la forma humana puedes pagar un precio muy alto por ella, sobre todo si cambias demasiado pronto y la maldita herida se te infecta. Y la plata te quema sin importar la forma que tengas en ese momento. Lyndon Johnson era mi presidente favorito: adoraba esas monedas suyas de cobre y níquel…

Randi se puso en pie.

—Todo esto que me estás contando…, bueno, resulta un poco difícil de digerir de golpe. ¿Te gusta ser un hombre lobo?

—Un licántropo… —Willie se encogió de hombros—. No lo sé. ¿Y a ti, te gusta ser mujer? Es lo que soy.

Randi cruzó la habitación y contempló el río desde la ventana.

—Estoy muy confusa —le dijo—. Te miro y eres mi amigo Willie. Hace años que te conozco. Sólo que también eres un hombre lobo… Desde que tenía doce años no he parado de repetirme que los hombres lobo no existen y ahora descubro que la ciudad está llena de ellos pero alguien o algo les está matando y les arranca la piel. ¿Debería importarme? ¿Por qué debería importarme? —Se pasó la mano por entre su revuelta cabellera—. Los dos sabemos que Roy Helander no mató a esos niños. Mi padre también lo sabía. Siguió investigando el caso y una noche le atrajeron hasta los cobertizos y algún animal le desgarró el cuello. Cada vez que pienso en eso pienso que quizá debería encontrar a ese asesino de hombres lobo y ofrecerle mi ayuda. Y entonces vuelvo a mirarte y… —Se volvió y le miró—. Y, maldita sea, sigues siendo mi amigo.

Parecía como si le faltara poco para echarse a llorar. Willie nunca la había visto llorar y no quería presenciar ese espectáculo. No podía soportar las lágrimas femeninas.

—¿Recuerdas cuando te ofrecí un trabajo y no querías aceptarlo porque pensabas que todos los cobradores de morosos eran unos capullos?

Randi asintió.

—Los licántropos cambiamos de piel. Nos convertimos en lobos. Sí, somos carnívoros, de acuerdo, no hay muchos vegetarianos en la manada pero hay carne y carne, ¿comprendes? En esta ciudad no encontrarás tantas ratas como en otra población de su tamaño. Lo que te estoy diciendo es que la piel puede cambiar pero lo que hagas sigue siendo cosa de la persona que hay debajo de esa piel, así que deja de pensar en hombres lobo y asesinos de hombres lobo y empieza a pensar en asesinos, porque de eso es de lo que estamos hablando.

Randi cruzó la habitación y volvió a sentarse.

—Odio admitirlo pero creo que tienes razón.

—También soy bueno en la cama —dijo Willie sonriendo.

El fantasma de una sonrisa cruzó velozmente por el rostro de Randi.

—Que te jodan.

—Es justo lo que quiero. ¿Qué ropa interior llevas?

—Olvídate de mi ropa interior —dijo Randi—. ¿Tienes alguna idea sobre estos crímenes? ¿Los del pasado o los del presente?

Willie pensó que a veces la mente de Randi parecía lanzarse en una dirección determinada y nada era capaz de alterar su rumbo; por desgracia ese rumbo nunca era el que acababa llevando a meterse bajo las sábanas.

—Jonathan me habló de una vieja leyenda —dijo.

—¿Jonathan? —le preguntó ella.

—Sí, Jonathan Harmon, ese, el del hierro y la sangre, el Courier, Blackstone, la manada, la familia de los fundadores…, todo eso.

—Espera un momento. ¿Es un hombre…, un licántropo?

Willie asintió.

—Sí, es el jefe de la manada, él…

Randi se le adelantó.

—¿Y es algo hereditario?

Willie se dio cuenta de adonde quería ir a parar.

—Sí, pero…

—Steven Harmon sufre de trastornos mentales —le interrumpió Randi—. Su familia impide que salga en los periódicos pero no pueden acallar los rumores. Episodios de violencia, médicos entrando y saliendo de Blackstone, tratamientos de shock… Creo que es una especie de obseso del dolor, ¿no?

Willie suspiró.

—Sí. ¿Has visto sus manos? Tiene las palmas y los dedos cubiertos de quemaduras hechas por la plata. Una vez le vi rodear una medalla de plata con la mano y apretarla hasta que el humo empezó a salirle por entre los dedos. La medalla le hizo un buen agujero en el centro de la palma. —Se estremeció—. Sí, Steven está loco, de acuerdo, y es lo bastante fuerte para arrancarte un brazo y matarte a golpes con él pero no mató a tu padre…, no pudo hacerlo.

—Eso es lo que tú dices —replicó Randi.

—Tampoco mató a Joanie o a Zoé. No se limitaron a matarlas, Randi. Las despellejaron y ahí es donde entra la leyenda. Cambiamos de piel, ¿recuerdas? ¿Y si el poder estuviera en la piel? Coges a un hombre lobo, lo despellejas, te cubres con esa piel ensangrentada… y cambias.

Randi estaba contemplándole con cara de asco.

—¿Y realmente funciona así?

—Alguien cree que sí.

—¿Quién?

—Alguien que lleva mucho tiempo pensando en los hombres lobo, alguien que ha dejado atrás la obsesión para entrar en la psicopatía pura y simple. Alguien que está convencido de que los hombres lobo le han tratado mal, que les odia, que quiere hacerles daño, que quiere vengarse de ellos…, y que en lo más profundo de su ser quizá quiere saber qué se siente siendo un hombre lobo.

—Roy Helander —dijo ella.

—Si pudiéramos encontrar ese maldito escondrijo del bosque quizá daríamos con la respuesta.

Randi se puso en pie.

—Llevo horas devanándome los sesos. Podríamos echar un vistazo por los parques de la ciudad pero creo que eso no serviría de nada. No… Quiero saber más cosas sobre esas leyendas y quiero echarle una mirada a Steven. Ve a buscar tu coche, Willie. Nos vamos a Blackstone.

Willie había estado temiendo que diría algo parecido. Alargó la mano y cogió otro puñado de sus pastillas.

—Oh, Jesús —dijo, masticándolas—. Oye, esto no es la televisión: no estamos hablando de la familia Addams, ¿comprendes? Jonathan es real.

—Yo también —dijo Randi, y Willie supo que no habría forma de conseguir que se volviera atrás.

Cuando llegaron a la plaza Courier volvía a llover. Willie esperó en el coche mientras Randi entraba en la armería. Veinte minutos después Randi salió de la tienda y le encontró roncando sobre el volante. Por lo menos había tenido la prudencia de cerrar por dentro las portezuelas de ese viejo y gigantesco Cadillac suyo… Randi dio unos golpecitos en el cristal, Willie se irguió de repente y la contempló durante unos instantes sin reconocerla. Después acabó de despertarse, se inclinó sobre el asiento y le abrió la portezuela. Randi se deslizó en el asiento junto a él.

—¿Qué tal ha ido?

—No hay mucha demanda de balas de plata, pero saben de alguien que se dedica a hacer encargos especiales para los coleccionistas —dijo Randi con voz disgustada.

—No pareces muy contenta.

—No lo estoy. ¿Sabes lo que van a cobrarme por una caja de balas de plata, dejando aparte el que tardará dos semanas en tenerla lista? Al principio me dijo que necesitaría un mes pero le ofrecí más dinero. —Clavó los ojos en el cristal cubierto de lluvia. Un torrente de agua gris corría por la cuneta llevando consigo su flota de colillas y hojas del periódico de ayer.

—¿Dos semanas? —Willie puso en marcha el motor e hizo avanzar el coche—. Diablos, dentro de dos semanas probablemente estaremos muertos. Bah, tanto mejor: eso de las balas de plata me pone muy nervioso.

Cruzaron la plaza dejando atrás la marquesina del Castle y el edificio Courier y se metieron por la Central: las varillas del limpiaparabrisas se movían rítmicamente de un lado para otro. Willie giró a la izquierda por la Trece y puso rumbo hacia las colinas mientras Randi sacaba de su bolsillo el revólver de su padre, abría el tambor y se cercioraba de que todas las recámaras estaban cargadas. Willie la observó por el rabillo del ojo mientras conducía.

—Eso es una pérdida de tiempo —dijo—. Las armas no matan a los hombres lobos: sólo un hombre lobo puede matar a otro hombre lobo.

—Licántropos —le recordó Randi.

Willie sonrió y por un momento casi pareció el hombre con quien había compartido un despacho hacía ya tanto tiempo.

Las grandes ruedas del Caddy les llevaron por la 13 levantando surtidores de agua en cada charco y los dos se quedaron callados, sumidos en sus propios pensamientos. Aún estaban a una manzana de distancia cuando vieron la cabina del funicular que bajaba por la colina, una mancha blanca recortándose contra la oscuridad de la piedra. Un instante después Randi vio el parpadeo azul y rojo de las luces.

Willie también las vio. Pisó el freno, las ruedas perdieron tracción y tuvo que girar el volante como un loco para no estrellarse contra un coche aparcado porque el Caddy había empezado a patinar. Cuando logró detenerlo tenía la frente cubierta de sudor y Randi no creía que fuera porque habían estado a punto de chocar.

—Oh, Cristo —dijo—. Oh, Cristo, Harmon no, no puedo creerlo. —Empezó a jadear y se metió la mano en el bolsillo buscando su inhalador.

—Espera aquí, iré a enterarme de qué ha ocurrido —le dijo Randi.

Salió del coche, se subió el cuello del impermeable e hizo el resto del trayecto a pie hasta llegar al punto donde la Trece terminaba en el risco. El furgón de la forense estaba aparcado entre tres patrulleros de la policía. Randi llegó al mismo tiempo que la cabina del funicular. Rogoff fue el primero en salir. Detrás suyo vio a la Cooney, el fotógrafo de la policía y dos agentes de uniforme que transportaban una gran bolsa para cadáveres. Debían haber estado bastante apretados.

—Usted. —Rogoff pareció sorprenderse al verla. Unos cuantos mechones negros empapados de lluvia le caían sobre la frente.

—Sí, yo —dijo Randi. El plástico de la bolsa estaba mojado y bastante resbaladizo, por lo que los agentes de uniforme tenían algunos problemas. Al bajar de la cabina un agente perdió el equilibrio y Randi creyó ver algo moviéndose dentro de la bolsa—. No encaja en la pauta —le dijo a Rogoff—. Los otros crímenes ocurrieron de noche.

Rogoff la cogió por el brazo y la apartó del funicular, delicadamente pero con firmeza.

—No creo que deba echarle una mirada a éste, Randi.

En su tono de voz había algo que le hizo clavar los ojos en su rostro.

—¿Por qué no? No puede estar peor que Zoé Anders, ¿verdad? ¿Quién está dentro de la bolsa, Rogoff? ¿El padre o el hijo?

—Ninguno de los dos —dijo Rogoff. Alzó los ojos hacia la cima de la colina y Randi se encontró siguiendo la dirección de su mirada. Desde donde estaban no había visible ninguna parte de Blackstone, salvo la gran verja de hierro forjado que rodeaba la propiedad—. Esta vez se le acabó la suerte. Los perros fueron los primeros en llegar hasta él. Cooney dice que el olor de la sangre que había en…, en lo que llevaba puesto debió volverles locos. Le hicieron pedazos, Randi. —Le puso la mano en el hombro como para consolarla.

—No —dijo Randi. Se sentía aturdida, incapaz de pensar.

—Sí —insistió él—. Se acabó. Y, créame, le aseguro que es mejor que no lo vea.

Randi retrocedió alejándose de él. Ya estaban cargando el cuerpo en la parte trasera del furgón: Sylvia Cooney supervisaba la operación fumando un cigarrillo bajo la lluvia. Rogoff intentó volver a tocarla pero Randi giró sobre sí misma y corrió hacia el vehículo.

—¡Eh! —dijo Cooney.

El cuerpo estaba medio dentro y medio fuera. Randi alargó la mano hacia la cremallera de la bolsa. Uno de los policías la agarró por el brazo. Randi le apartó de un empujón y tiró de la cremallera. Media cara había desaparecido. Su mejilla derecha, la oreja de ese lado y parte de su mandíbula habían sido arrancadas a mordiscos y devoradas hasta el hueso. Los rasgos que había tenido en vida estaban disimulados por la sangre.

Alguien intentó apartarla del furgón. Randi giró en redondo y le lanzó una patada a las pelotas, volvió a inclinarse sobre el cuerpo, lo agarró por debajo de los brazos y tiró de él. Todo el interior de la bolsa estaba resbaladizo a causa de la sangre. El cadáver salió de su vaina de plástico como un plátano emergiendo de la piel y cayó al suelo. La lluvia corrió sobre él y el chorro de agua que se deslizaba por la cuneta se volvió primero rosa y luego rojo. Casi todo el brazo había desaparecido y Randi pudo ver los huesos que asomaban de la piel y las zonas del muslo, el hombro y el torso donde le habían arrancado grandes pedazos de carne. El cadáver estaba desnudo pero entre sus piernas, allí donde habían estado sus genitales, sólo había una roja herida en carne viva.

Llevaba algo alrededor del cuello, algo que se había enredado bajo su mentón. Randi se inclinó hacia adelante para tocarlo y retrocedió cuando vio su rostro. La lluvia lo había limpiado. Aún le quedaba un ojo, una pupila verde clavada en la nada. La lluvia se fue acumulando en la cuenca del ojo y empezó a bajar por su mejilla. Roy estaba tan flaco que casi parecía emaciado y sus rasgos se hallaban disimulados por una semana de barba pero su larga cabellera seguía siendo del mismo color, el color que había compartido con todos sus hermanos y hermanas: el rubio pajizo de los Helander.

Lo que había bajo su mentón era una especie de capa retorcida que se había enredado con el cuerpo cuando cayó. Randi estaba intentando alisarla cuando la cogieron por los dos brazos y la apartaron del vehículo a la fuerza.

—No —dijo con furia—. ¿Qué llevaba? ¿Qué llevaba, maldita sea? ¡Tengo que verlo!

Nadie le respondió. Rogoff le había aprisionado el brazo izquierdo en una presa de acero. Randi se debatió locamente, dando patadas y gritando, pero Rogoff la mantuvo inmóvil hasta que su histeria se hubo calmado y luego la abrazó durante un rato mientras ella apoyaba la cabeza en su pecho, sollozando.

No oyó llegar a Willie pero de repente allí estaba. La apartó de Rogoff y la llevó de vuelta a su Cadillac y los dos se quedaron sentados en el interior, en silencio, viendo cómo el furgón de la forense primero y los patrulleros de la policía después pasaban junto a ellos. Randi estaba cubierta de sangre. Willie le dio un par de aspirinas que sacó del frasquito que guardaba en la guantera. Randi intentó tragarlas pero tenía la garganta tan irritada que acabó sufriendo un acceso de náuseas y las escupió.

—Calma, calma, ya está —le repetía Willie una y otra vez—. No era tu padre, Randi. ¡Escúchame, por favor, no era tu padre!

—Era Roy Helander —le dijo por fin Randi—. Y llevaba la piel de Joanie.

Willie la llevó a casa; Randi no se encontraba en condiciones de ver a Jonathan Harmon o a ninguna otra persona. Se había calmado un poco pero la histeria seguía ahí, bajo la superficie: Willie podía verla en sus ojos y la oía en su voz, y por si eso no fuera suficiente Randi no paraba de repetir las mismas palabras, una y otra vez.

—Era Roy Helander —le decía, como si Willie no se hubiera enterado—, y llevaba la piel de Joanie.

Willie encontró sus llaves y la ayudó a subir las escaleras hasta su apartamento. Una vez dentro le hizo tomar un par de pastillas para dormir sacadas del botiquín para toda clase de emergencias que llevaba en su guantera, apartó las sábanas y la desnudó. Pensó que si había algo capaz de hacerle recobrar el dominio de sí misma sería el sentir sus dedos sobre los botones de su blusa pero ella se limitó a sonreírle con la expresión absorta de quien está soñando y le dijo que era Roy Helander y llevaba la piel de Joanie. El gran cuchillo de plata metido bajo el cinturón de sus téjanos le dejó como paralizado durante un par de segundos. Acabó bajándole la cremallera, le desabrochó el cinturón y tiró de los téjanos hasta sacárselos, cuchillo incluido. Randi no llevaba bragas. Willie siempre lo había sospechado.

Cuando por fin se hubo quedado dormida Willie fue a su cuarto de baño y vomitó.

Después se preparó una ginebra con tónica para quitarse el sabor del vómito y se sentó en uno de los sillones de terciopelo rojo que había en la sala de estar de Randi. Las últimas noches había dormido todavía menos que ella y tenía la sensación de que en cualquier momento podía quedarse frito, pero sabía que no debía hacerlo: no estaba muy seguro del porqué, pero era importante. Era Roy Helander y llevaba la piel de Joanie. Bueno, se acabó, ya estaba a salvo.

Recordó la forma en que su puerta había temblado la noche anterior: era una puerta de madera maciza y se había roto como si estuviera hecha con un par de paneles baratos… Detrás de esa puerta había algo muy poderoso, algo que dejó arañazos en el latón de los picaportes y que aparecía en sitios donde no tenía ningún derecho a estar. Willie no sabía qué había al otro lado de su puerta pero no creía que ese hombre flaco y medio consumido por el hambre que había visto en la calle 13 encajara demasiado bien en ese papel. En cuanto a lo de creer que su visitante nocturno había sido Roy Helander, con o sin piel de Joanie, le resultaba tan difícil de tragar como eso de que se lo habían comido los perros. ¡Perros! No, eso no se tenía en pie. Pensó en Jonathan y se preguntó hasta cuándo podría seguir engañando a todo el mundo. Aun así no podía culparle, no con Zoé y Joanie muertas y Helander intentando entrar en Blackstone cubierto con una piel humana.

Hay criaturas que cazan a los cazadores

Willie cogió el auricular del teléfono y marcó el número de Blackstone.

—Diga. —Una voz átona y carente de toda emoción, la voz de alguien a quien nada ni nadie le importaban un comino…, ni tan siquiera él mismo.

—Hola, Steven —dijo Willie en voz baja. Iba a preguntar por Jonathan cuando sintió como si una extraña especie de locura se apoderase de él y se oyó decir—: ¿Lo viste? ¿Viste lo que le hizo Jonathan, Steven? ¿Te puso cachondo?

El silencio al otro extremo de la línea pareció prolongarse durante eras. Había veces en que Steven Harmon hasta perdía el don del habla. Pero ésta no era una de esas ocasiones.

—No fue Jonathan. Fui yo. Fue muy sencillo. Pude olerle cuando se abría paso por entre los árboles. Ni tan siquiera me vio llegar. Me acerqué por detrás, le inmovilicé y le arranqué la oreja de un mordisco. No era muy fuerte. Después se convirtió en hombre y empezó a ponerse todo resbaladizo, pero no importaba, yo…

Alguien le quitó el auricular de la mano.

—¿Quién es? —dijo la voz de Jonathan desde el auricular.

Willie colgó. Siempre podía llamar más tarde. Sí, dejaría que Jonathan sufriera un poco preguntándose quién estaba al otro extremo de la línea.

—Después se convirtió en hombre —repitió Willie en voz alta. Fue Steven. Steven no podía hacer esa clase de cosas. ¿O sí podía?—. Oh, Cristo —dijo Willie.

Un teléfono estaba sonando en la lejanía.

Randi rodó sobre el lecho.

—La piel de Joanie —murmuró en un balbuceo casi ininteligible.

Estaba desnuda y tenía la ropa de la cama enredada a su alrededor. La habitación se hallaba sumida en las tinieblas. El teléfono volvió a sonar. Se irguió con una sábana enrollada alrededor del cuello. Hacía frío y el corazón le latía con fuerza. Se arrancó la sábana de un tirón y la arrojó a un lado. ¿Por qué estaba desnuda? ¿Qué diablos estaba pasando? El teléfono volvió a sonar y su contestador automático se puso en marcha.

—Aquí AAA-Wade Investigaciones, Randi Wade al habla. Ahora no estoy en casa pero puede dejar un mensaje al oír la señal y me pondré en contacto con usted.

Randi alargó la mano y cogió el auricular con el tiempo justo de oír el bip en su oreja. Torció el gesto.

—Soy yo —dijo—. Estoy aquí. ¿Qué hora es? ¿Quién habla?

—Randi, ¿te encuentras bien? Soy yo, el tío Joe. —Oír la áspera voz de Joe Urquhart era todo un alivio—. Rogoff me contó lo ocurrido y estaba muy preocupado por ti. Llevo horas intentando hablar contigo.

—¿Horas? —Randi miró el reloj. Era más de medianoche—. Estaba dormida. Creo que… —Lo último que recordaba era a ella y Willie yendo por la Trece camino de Blackstone y…

Era Roy Helander y llevaba la piel de Joanie.

—Randi, ¿qué pasa? ¿Estás segura de que te encuentras bien? Tienes la voz muy rara. Maldita sea, di algo.

—Sigo aquí —dijo Randi. Se apartó la cabellera de los ojos. Alguien había abierto la ventana y su piel desnuda temblaba bajo la gélida caricia del aire que entraba por ella—. Estoy bien —dijo—. Es sólo que…, me había quedado dormida. El teléfono me ha despertado y todavía estoy algo confusa. No me pasa nada.

—Si tú lo dices… —Urquhart no parecía muy convencido.

Willie debía haberla traído a casa y la había metido en la cama, pensó. Bueno, ¿dónde estaba entonces? No creía que se hubiese limitado a meterla en la cama para salir corriendo: eso no habría sido propio de Willie.

—Préstame atención —dijo Urquhart con voz algo irritada—. ¿Has logrado enterarte de lo que te he dicho o no?

No se había enterado.

—Lo siento. Estoy… desorientada, nada más. He tenido un día muy extraño.

—Necesito verte —dijo Urquhart. Su voz había cobrado un repentino tono apremiante—. Ahora mismo. He estado examinando los expedientes de Roy Helander y las víctimas. Hay algo que no encaja, algo que me tiene preocupado, y cuanto más repaso esos expedientes y el informe de la autopsia hecha por Cooney más pienso en Frank y en lo que ocurrió esa noche. —Vaciló—. No sé cómo decirlo. Todos estos años…, yo sólo quería lo mejor para ti pero no fui…, no fui completamente sincero contigo.

—Cuéntamelo —dijo Randi, mucho más despierta que hacía unos segundos.

—No, por teléfono no. Necesito verte, tengo que enseñártelo para que lo veas con tus propios ojos. Pasaré a recogerte. ¿Puedes estar lista dentro de quince minutos?

—Diez —dijo Randi.

Colgó el auricular, saltó de la cama y abrió la puerta del dormitorio.

—¿Willie? —llamó. No obtuvo respuesta—. ¡Willie! —repitió subiendo el tono de voz. Nada. Encendió las luces y fue por el pasillo esperando encontrarle roncando sobre su sofá. Pero la sala estaba vacía.

Tenía las manos tan rasposas como si se hubieran vuelto de papel de lija y cuando se las miró vio que estaban cubiertas de sangre seca. El estómago le dio un vuelco. Encontró la ropa que llevaba tirada en el suelo del dormitorio. La ropa también estaba cubierta por una costra de sangre amarronada. Randi abrió el grifo de la ducha y se pasó sus buenos cinco minutos debajo del agua: el chorro estaba tan caliente que le quemó igual que debía haber ardido la plata en los dedos de Willie. La sangre se fue desprendiendo de su piel y el remolino que se escurría por el desagüe se fue volviendo de un leve color rosado. Se secó concienzudamente con una toalla y cogió una camisa de franela gruesa y unos téjanos limpios. No se tomó la molestia de arreglarse el pelo; en cuanto saliera de casa la lluvia no tardaría en volver a dejarlo empapado. Pero antes de salir cogió el arma de su padre y deslizó el cuchillo de plata bajo el cinturón de sus téjanos.

Cuando se inclinó para recoger el cuchillo vio el cuadrado de papel blanco que había en el suelo, junto a su mesita de noche. Debía haberlo tirado al suelo cuando alargó la mano para coger el teléfono.

Cogió la hoja de papel y la desdobló. Estaba cubierta con los familiares garabatos de Willie: una página entera de letra apretada escrita a toda velocidad. Tengo que ir, tú no estás en condiciones, empezaba diciendo. No vayas a ningún sitio y no hables con nadie. Por fin he comprendido que Roy Helander no intentaba entrar en Blackstone para matar a Harmon. El maldito secreto de la familia Harmon no es ningún secreto. Tendría que haberme dado cuenta hace mucho tiempo. Steven

Había llegado hasta ahí cuando sonó el timbre de la puerta.

Willie estaba pegado al suelo: la lluvia caía a su alrededor y su corazón latía desbocado en su pecho mientras se aferraba a las vías. Aún le faltaba recorrer una tercera parte del trayecto. Cuando ibas en el funicular la pendiente no parecía tan pronunciada. Miró hacia atrás y vio la calle Trece: quedaba a mucha distancia, y muy abajo. El espectáculo le mareó. De no ser por las vías no habría conseguido llegar tan lejos. Había puntos donde la pendiente era casi vertical pero se había agarrado a ellas usándolas como peldaños de una escalera, pasando de un soporte a otro. Tenía las manos llenas de astillas pero eso siempre era mejor que trepar por la roca húmeda agarrándose a los helechos para no partirse la crisma.

Naturalmente, podría haber cambiado y haber subido dando saltos por las vías en unos segundos pero tenía la impresión de que eso no era tan buena idea como parecía en un principio. Pude olerle, le había dicho Steven. En una ciudad llena de gente el olor humano era más débil. Tenía que aferrarse a la esperanza de que Steven y Jonathan estuvieran dentro de la Casa Nueva y que ya hubieran cerrado las puertas y las ventanas disponiéndose a pasar la noche. Pero si andaban husmeando por allí Willie pensaba que conservar la forma humana quizá le diera una leve oportunidad de salirse con la suya.

Ya había descansado lo suficiente. Echó la cabeza hacia atrás para contemplar la gran verja negra de hierro forjado que corría a lo largo de toda la cima y trató de calcular cuánta distancia le quedaba por recorrer. Después se administró una buena dosis de su inhalador, apretó los dientes hasta hacerlos rechinar y empezó a reptar hacia la traviesa siguiente.

Las varillas del limpiaparabrisas se movían de un lado para otro sin hacer apenas ningún ruido mientras el gran coche oscuro se abría paso por entre la noche. El cristal de las ventanillas era de un color grisáceo, tan oscuro que casi parecía negro. Urquhart iba vestido de civil, con una chaqueta de leñador a cuadros rojos y negros, unos pantalones de lana oscura y una gruesa chaqueta. La única concesión al uniforme era su gorra de policía. Conducía con los ojos clavados en la oscuridad que se extendía delante del coche.

—Tienes un aspecto terrible —le dijo Randi.

—Pues me siento todavía peor de lo que aparento. —Pasaron por debajo de un viaducto y se metieron por una larga rampa que llevaba a la carretera del río—. Me siento viejo, Randi. Como esta ciudad…. Toda esta maldita ciudad está vieja y podrida.

—¿Adónde vamos? —le preguntó Randi.

A esa hora de la noche la carretera estaba desierta. El río era un vacío negro a su izquierda. Los faroles ondulaban a su derecha envueltos en halos de lluvia mientras iban dejando atrás las manzanas de edificios fríos y deshabitados que se extendían durante todo el trayecto hasta la colina.

—A reunimos con la manada —dijo Urquhart—. Al sitio donde ocurrió.

El calentador del coche emitía un chorro continuo de aire cálido pero de repente Randi sintió un frío terrible. Metió la mano dentro de la chaqueta y sus dedos se cerraron sobre la empuñadura del cuchillo. El tacto de la plata era tan agradable como consolador.

—Está bien —dijo. Se sacó el cuchillo del cinturón y lo puso encima del asiento, entre ellos dos.

Urquhart le echó una mirada de soslayo. Randi estaba observándole atentamente.

—¿Qué es eso? —le preguntó.

—Plata —dijo Randi—. Cógelo.

Urquhart la miró.

—¿Qué?

—Ya me has oído —dijo Randi—. Cógelo.

Los ojos de Urquhart fueron hacia la carretera, se posaron en su rostro y acabaron volviendo a la carretera. Pero no cogió el cuchillo.

—No bromeo —dijo Randi. Se apartó un poco de él hasta colocarse en el extremo del asiento y apoyó la espalda en la portezuela. Cuando Urquhart volvió a mirarla Randi ya tenía el revólver en la mano y le apuntaba entre los ojos—. Cógelo —repitió.

Urquhart se puso muy pálido. Abrió la boca para decir algo pero Randi meneó la cabeza secamente. Urquhart se lamió los labios, quitó una mano del volante y cogió el cuchillo.

—Ya está —dijo, sosteniéndolo torpemente en alto mientras seguía conduciendo con una sola mano—. Lo he cogido. Y ahora, ¿qué se supone que he de hacer con él?

Randi se dejó caer contra el respaldo del asiento.

—Suéltalo —le dijo poniendo cara de alivio.

Joe la miró.

Estuvo descansando un rato bastante largo entre los matorrales que había en la cima, oyendo caer la lluvia y temiendo oír cualquier otro sonido. Su mente seguía imaginándose el eco casi imperceptible de unas pisadas a su espalda y en una ocasión oyó un gruñido gutural que venía de su derecha. Sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca y hasta entonces ni tan siquiera sabía que tuviese vello en la nuca pero no era nada, cosa de sus nervios, nada más, y Willie siempre había sido muy nervioso. Hacía una noche negra y fría, una noche en la que nada se movía salvo él.

Cuando logró recuperar el aliento empezó a deslizarse junto a la Casa Nueva, manteniéndose bien lejos de las ventanas y procurando no salir de la protección que le ofrecían los arbustos. Había unas cuantas luces encendidas pero aparte de eso no vio ninguna señal de vida. Quizá estuvieran en la cama. Ojalá.

Willie avanzó muy despacio y con mucha cautela, tratando de no hacer ruido. Miraba el sitio donde iba a poner los pies y se detenía cada cuatro o cinco pasos para mirar a su alrededor y escuchar. Si oía que alguien o algo venía hacia él podría cambiar en una fracción de segundo. No sabía si eso iba a servirle de mucho pero quizá le diera una oportunidad…, quizá.

Su impermeable tiraba de él como si fuera una segunda piel cargada de agua y tan pesada como el plomo. Tenía los zapatos empapados y el cuero crujía a cada movimiento suyo. Willie se alejó de la casa y se internó entre los árboles hasta encontrar un recodo del camino que le ocultó las luces. Miró en ambas direcciones para asegurarse de que el camino estaba desierto y sólo entonces se atrevió a cruzarlo corriendo como un loco.

Cuando llegó al otro lado siguió adentrándose en la arboleda, moviéndose un poco más deprisa y sin preocuparse tanto de no hacer ruido. Se preguntó dónde habría estado Roy Helander cuando Steven cayó sobre él. Willie pensaba que debió ser por allí, en algún lugar de este oscuro bosque primigenio rodeado por árboles muy viejos, con siglos de hojas, musgo y cosas muertas pudriéndose en la tierra bajo sus pies.

A medida que se alejaba de la colina y la ciudad el bosque fue haciéndose más denso y los troncos acabaron pegándose los unos a los otros de tal forma que ya no pudo seguir viendo el cielo y las gotas dejaron de caer sobre su cabeza. Aquella zona casi estaba seca. En lo alto la lluvia repiqueteaba incansablemente sobre el telón de las hojas. Willie sintió un escalofrío y durante un segundo creyó haberse perdido, como si se hubiera metido en una caverna terrible oculta en las entrañas de la tierra, un lugar frío y horrendo donde jamás brillaba luz alguna.

Un instante después cruzó tambaleándose el hueco que había entre dos inmensos robles de troncos retorcidos y volvió a sentir el aire y la lluvia cayendo sobre su rostro. Alzó la cabeza y la vio ante él: allí estaba, con sus ventanas rotas que parecían otros tantos ojos ciegos incrustados en paredes de roca que brillaba como la medianoche y absorbía toda la luz y la esperanza. La torre quedaba a su derecha, una monstruosa erección que se inclinaba en un ángulo imposible recortando su silueta contra el fondo de las nubes de tormenta.

Willie dejó de respirar, buscó a tientas su inhalador y logró encontrarlo. El inhalador resbaló de entre sus dedos y Willie se agachó a recogerlo. El tubo de plástico que se introducía en la boca había quedado cubierto de un humus viscoso. Lo limpió con la manga, se lo metió en la boca y tomó una, dos, tres inhalaciones: unos segundos después su garganta fue relajándose lentamente.

Miró a su alrededor. No vio nada, no oyó nada salvo el ruido de la lluvia. Fue hacia la torre. Hacia el refugio secreto de Roy Helander…

La gran puerta doble de la verja metálica llevaba dos años asegurada con un candado pero aquella noche la puerta no estaba cerrada y Urquhart metió el coche por ella. Randi se preguntó si la puerta también habría estado abierta para acoger a su padre. Pensó que quizá lo hubiera estado.

Joe detuvo el coche junto a una de las zonas de carga, a la sombra del viejo edificio de ladrillos que había albergado el matadero. El edificio les protegía un poco de la lluvia pero aun así cuando bajó del coche el frío hizo que Randi temblara.

—¿Aquí? —le preguntó—. ¿Es aquí donde le encontraste?

Urquhart estaba contemplando la inmensa explanada subdividida en una docena de recintos situados junto a la tarima del ferrocarril. Entre el matadero y los recintos había un laberinto de vallas llamado «los pasillos» que llegaban a la altura del pecho de un hombre: el laberinto servía para que las vacas tuvieran que avanzar en fila india hasta llegar al interior, donde las esperaba un hombre vestido con un delantal ensangrentado que sostenía un martillo en su mano.

—Sí, aquí fue —dijo Joe sin volverse a mirarla.

Un prolongado silencio siguió a sus palabras. Randi creyó oír el débil eco de un aullido muy distante pero quizá no fuera más que el viento y la lluvia.

—¿Crees en los fantasmas? —le preguntó a Joe.

—¿Los fantasmas? —El jefe de policía parecía no haberle prestado mucha atención a su pregunta.

Randi se estremeció.

—Es como si… Puedo sentir su presencia, Joe. Es como si siguiera aquí después de todo este tiempo, como si me observara y quisiera protegerme.

Joe Urquhart se volvió hacia ella. Su rostro estaba mojado por la lluvia, o quizá fueran lágrimas.

—Yo te protegí —dijo—. Él me pidió que cuidara de ti y que te protegiera, y yo lo hice…, hice cuanto pude.

Randi oyó un sonido en la noche. Volvió la cabeza, frunció el ceño y escuchó. Unos neumáticos crujieron sobre la gravilla y vio el reflejo de unos faros al otro lado de la verja. Otro coche que se acercaba…

—Te pareces mucho a tu padre —dijo Joe con voz cansada—. Esa tozudez vuestra… Nunca hacéis caso de los demás. Cuidé de ti, ¿verdad que cuidé de ti? Tengo mi propia familia, ya lo sabes, pero tú nunca me pediste nada, ¿verdad? Entonces, ¿por qué diablos no me escuchaste?

Randi ya lo había comprendido. No estaba sorprendida. Tenía la sensación de haberlo sabido desde hacía mucho tiempo.

—Esa noche sólo hubo una llamada telefónica —dijo—. Fuiste tú quien llamó pidiendo ayuda, no papá.

Urquhart asintió. Las luces del coche que se aproximaba cayeron sobre él durante un segundo y Randi vio como se esforzaba por hablar y como la tensión hacía que le temblara la mandíbula.

—Mira en la guantera —dijo.

Randi abrió la portezuela del coche, se sentó en el borde del asiento e hizo lo que le decía. La guantera no estaba cerrada con llave. Dentro había un frasco de aspirinas, un medidor de presión para los neumáticos, unos cuantos mapas y una caja de balas. Randi abrió la caja y la sacudió haciendo caer unas cuantas sobre la palma de su mano. La débil claridad de la luz interior del coche les arrancó un frío y pálido destello. Dejó la caja sobre el asiento, salió del coche y cerró la portezuela de una patada.

—Mis balas de plata —dijo—. No esperaba recibirlas tan pronto.

—Son las que Frank hizo fundir hace dieciocho años —dijo Joe—. Fui a la armería después de su entierro y las recogí. Ya te he dicho que tú y él sois muy parecidos.

El segundo coche se detuvo atrapándola en los haces luminosos de sus faros. Randi se puso una mano delante de los ojos para protegerlos del resplandor. Oyó el ruido de la portezuela de un coche abriéndose y cerrándose.

La voz de Urquhart estaba cargada de angustia.

—Maldita sea, te dije que te mantuvieras alejada de este asunto. ¡Te lo dije! ¿Es que no lo entiendes? ¡Esta ciudad les pertenece!

—Tiene razón. Tendría que haberle hecho caso —dijo Rogoff entrando en el haz de los faros.

Willie avanzó a tientas por la gran sala sumida en la oscuridad con una mano pegada a la pared, moviéndose con mucho cuidado y poniendo un pie delante del otro. La piedra era tan gruesa que ni el sonido de la lluvia podía llegar hasta él. Sólo oía el eco de sus pisadas y el correr desbocado de la sangre dentro de sus oídos. El silencio que reinaba en el interior de la Casa Vieja era tan profundo e inquietante… Además, aquellas paredes tampoco le gustaban nada. Hacía frío pero las piedras que rozaba con los dedos estaban húmedas y curiosamente cálidas al tacto, y Willie se alegró de que la sala estuviera a oscuras.

Acabó llegando a la base de la torre, donde haces de una luz tenue caían sobre angostos peldaños de piedra que subían en una espiral que parecía no terminar nunca. Willie empezó a ascender por ellos. Al principio fue contando los peldaños pero perdió la cuenta hacia los doscientos y el resto fue una horrible ordalía que soportó en silencio. Más de una vez pensó en cambiar pero resistió el impulso de hacerlo.

Cuando llegó a lo alto de la torre las piernas le dolían a causa del esfuerzo. Se sentó un momento en los peldaños con la espalda pegada a una resbaladiza pared de piedra. Le costaba bastante respirar: buscó su inhalador y descubrió que había desaparecido. Lo habría perdido en el bosque. Sintió como el pánico agarrotaba sus pulmones pero no podía hacer nada contra ello.

Se levantó.

La habitación olía a sangre, orina y algo más, un olor que no logró identificar pero que le hizo estremecerse. No había techo. Willie se dio cuenta de que ya no llovía. Miró hacia arriba, vio desgarrarse las nubes y una luna blanca le devolvió la mirada.

Y a su alrededor otras lunas iridiscentes cobraron vida reflejándose en los grandes espejos que había alineados a lo largo de las paredes. Los espejos reflejaban el cielo y se reflejaban a sí mismos, luna tras luna tras luna, hasta que la plateada claridad del satélite y el laberinto de reflejos inundaron la habitación.

Willie giró sobre sí mismo muy despacio y una docena de Willies giraron con él. Los espejos bañados por la luna estaban manchados de sangre seca y sobre ellos había un anillo de ganchos de acero incrustados en los muros de piedra. Una piel humana colgaba de uno de ellos, moviéndose lentamente impulsada por un viento que Willie no podía sentir, y cuando la luz de la luna cayó sobre ella la piel pareció retorcerse y cambiar, pasando de mujer a lobo y otra vez a mujer, siendo las dos cosas y ninguna de ellas.

Y entonces fue cuando Willie oyó los pasos en la escalera.

—Lo de las balas de plata no fue una buena idea —dijo Rogoff—. Verá, hay una ordenanza municipal referente a ellas… Cada vez que alguien pide una munición que se sale de lo corriente el armero tiene que avisar a la policía. Su padre cometió el mismo error. La manada odia las balas de plata.

Randi se sintió extrañamente aliviada. Por unos instantes había temido que Willie la hubiese traicionado, que hubiese resultado ser uno de ellos y la sola idea había sido como veneno para su alma. Sus dedos seguían curvados alrededor de una docena de balas. Bajó los ojos hacia ellas, tan cerca y aun así tan lejos…

—No tendrá tiempo de meterlas en el revólver. Además, no creo que la pólvora esté en buenas condiciones después de tantos años —dijo Rogoff.

—No necesitas las balas —le dijo Urquhart—. Sólo quiere hablar. Me lo han prometido, cariño, nadie tiene por qué salir malparado…

Randi abrió la mano. Las balas cayeron al suelo. Se volvió hacia Joe.

—Eras el mejor amigo de mi padre. Decía que nunca había conocido a un hombre que tuviese más agallas que tú.

—No te dan elección —dijo Urquhart—. Tenía niños… Dijeron que si Roy Helander cargaba con el muerto no habría más niños desaparecidos, me prometieron que se ocuparían de él. Pero si seguíamos presionando…, uno de mis niños sería el siguiente en desaparecer. Así funcionan las cosas en esta ciudad. Todo habría ido bien pero Frank no quiso olvidarse del asunto.

—Sólo matamos en defensa propia —dijo Rogoff—. La carne humana tiene un sabor muy dulce, sí, y su atractivo es innegable…, pero el riesgo es demasiado grande. No merece la pena.

—¿Y los niños? —le preguntó Randi—. ¿También los mataron en defensa propia?

—Eso ocurrió hace mucho tiempo —dijo Rogoff.

Joe tenía la cabeza gacha. Randi se dio cuenta de que era un hombre acabado y de que llevaba mucho tiempo siéndolo. Todos esos trofeos de caza en las paredes… Randi tuvo la intuición de que no había vuelto a cazar desde la noche en que murió su padre.

—Fue su hijo —murmuró Joe con la voz ahogada por la vergüenza—. Steven nunca ha estado bien de la cabeza, todo el mundo lo sabe. Él fue quien mató a los niños, se los comió… Fue horrible, el mismo Harmon me dijo que era algo horrible, pero no estaba dispuesto a permitir que le hiciéramos nada a Steven. Dijo que él…, él controlaría los… apetitos de Steven… Bastaba con que le diéramos carpetazo al asunto. Y cumplió su palabra: le administró no sé qué medicación y todo acabó. No hubo más crímenes.

Randi comprendió que debería odiar a Joe Urquhart pero en vez de odiarle sentía compasión hacia él. Había pasado mucho tiempo, sí, pero Joe seguía sin entenderlo.

—Joe, te mintió. No fue Steven.

—Era Steven —insistió Joe—, tenía que ser él, está loco. Los demás…, puedes hablar con ellos, Randi, puedes llegar a un acuerdo, escúchame, hazme caso.

—Como hiciste tú —dijo ella—. Como hizo Barry Schumacher.

Urquhart asintió.

—Sí. Son como nosotros: tienen sus locos pero no todos son malos. No puedes culparles por cuidar de los suyos. Nosotros hacemos lo mismo, ¿verdad? Fíjate en Mike, es un buen policía.

—Un buen policía que dentro de un momento se convertirá en lobo y me desgarrará el cuello —dijo Randi.

—Randi, cariño, escúchame —dijo Urquhart—. No tiene por qué ser así. Basta con que digas que estás de acuerdo y no te pasará nada. Te haré entrar en la policía, podrás trabajar con nosotros, ayudarnos… a mantener la paz. Tu padre está muerto, no puedes devolverle la vida, y el chico Helander…, se lo merecía, estaba matándoles, les despellejaba vivos, fue en defensa propia. Steven está enfermo, siempre lo ha estado…

Rogoff estaba observándola con los ojos medio ocultos por los enredados mechones de su cabellera negra.

—Sigue sin entenderlo —dijo Randi, y se volvió hacia Joe—. Steven está mucho más enfermo de lo que piensas. Le falta algo. Demasiadas uniones dentro de la familia, quizá. Piensa en ello. Los Ander y los Rochmont, los Flambeaux y los Harmon, las cuatro grandes familias de los fundadores, y todos ellos eran hombres lobo casándose unos con otros generación tras generación para mantener la pureza de las estirpes…, ¿durante cuántos siglos? Oh, sí, mantuvieron la pureza de las estirpes y acabaron creando a Steven. Él no mató a esos niños. Roy Helander vio cómo un lobo se llevaba a su hermana y Steven no puede convertirse en lobo. Siente el anhelo de la sangre, posee una fuerza inhumana, el contacto de la plata le quema…, pero eso es todo. ¡El último pura sangre no puede transformarse!

—Tiene razón —dijo Rogoff en voz baja.

—¿Por qué crees que nunca se encontraron restos? —le preguntó Randi—. Steven no mató a esos niños. Fue su padre, su padre se los llevó a Blackstone…

—El viejo tenía la ridicula teoría de que si Steven comía una buena cantidad de carne humana se curaría —dijo Rogoff.

—No funcionó —dijo Randi. Sacó la nota de Willie de su bolsillo y la dejó caer al suelo. Todo estaba allí. Había terminado de leerla antes de bajar a la calle para reunirse con Joe. No, la hija de Frank Wade no era ninguna estúpida.

—No funcionó —repitió Rogoff—, pero Jonathan acabó aficionándose al sabor. En cuanto empiezas, ya no hay forma de parar. —Contempló a Randi durante unos segundos, como si estuviera pensando en algo. Y después empezó a…

… transformarse. Sus pulmones se llenaron de aire frío y dulce y sus músculos y huesos sintieron el fuego de la transformación. Se libró de la chaqueta y los pantalones y oyó cómo el resto de su ropa se desgarraba a medida que su cuerpo iba retorciéndose. Su carne fluyó como cera caliente y adquirió una nueva forma: había renacido.

Ahora podía ver, oír y oler. La habitación de la torre estaba inundada de luz y cada detalle era tan preciso y visible como en pleno mediodía, y la noche estaba llena de sonidos, el viento, la lluvia y el susurro de los murciélagos que se movían por el bosque a su alrededor, y los ruidos del tráfico y las sirenas que llegaban de la ciudad que se extendía bajo ellos. Estaba vivo y se sentía lleno de fuerza y algo subía por la escalera. Subía muy despacio, sin cansarse, y sus olores saturaban el aire. Un aura de sangre le envolvía y bajo ella captó el olor de la loción para después del afeitado que disimulaba los olores de un cuerpo sin lavar, el sudor y el semen que se habían secado sobre su piel, el resto de olor a humo de madera adherido a su cabellera y por debajo de todo aquello el olor de la enfermedad, tan dulzonamente podrido como la tumba.

Willie retrocedió hasta la otra pared, con los ojos clavados en el arco de la puerta y el gruñido subiendo de volumen en su garganta. Abrió las fauces enseñando unos largos colmillos amarillentos y la saliva empezó a correr por entre ellos.

Steven se detuvo en el umbral y le miró. Estaba desnudo. Los ojos rojos del lobo se encontraron con las frías pupilas azules de Steven y habría resultado difícil saber cuál de esas dos miradas era más inhumana. Durante una fracción de segundo Willie pensó que Steven no entendía muy bien lo que estaba pasando…, hasta que sonrió y alargó la mano hacia la piel que colgaba del gancho de hierro que había sobre su cabeza.

Willie saltó.

Golpeó a Steven en los hombros y le hizo caer, con los dedos apretados alrededor de la piel de Zoé. Hubo un instante en el que habría podido desgarrarle la garganta pero Willie vaciló y el instante se desvaneció. El pálido puño cubierto de cicatrices de Steven aferró una de las patas delanteras de Willie y la partió en dos con tanta facilidad como un hombre normal habría podido partir una ramita seca. El dolor fue casi insoportable. Y Steven le alzó en vilo y le hizo salir volando. Willie chocó con un espejo y sintió cómo el impacto lo hacía pedazos. Los afilados fragmentos de cristal salieron despedidos como un diluvio de cuchillos y uno de ellos se le clavó en el costado.

Willie rodó sobre sí mismo: la daga de cristal se rompió bajo su peso y le hizo lanzar un gemido. Steven estaba poniéndose en pie al otro extremo de la habitación. Alargó la mano para apoyarse en la pared y recobrar el equilibrio.

Willie se incorporó. Su pata rota ya estaba empezando a curarse aunque apoyar el peso en ella seguía resultándole doloroso. Los fragmentos de cristal arañaban sus entrañas a cada paso que daba. Apenas si podía moverse… Oh, sí, menudo hombre lobo de mierda estaba hecho.

Steven acabó de colocarse su horrible capa y ajustó los faldones de piel para que le taparan el rostro. Un cambio de piel, pensó Willie aturdido, sí, eso era, y dentro de unos instantes Steven utilizaría esa maldita piel para hacer aquello que nunca podría conseguir por sí solo. Cambiaría y Willie pronto sería carne muerta.

Willie saltó sobre él con las mandíbulas abiertas al máximo pero fue demasiado lento. El pie de Steven salió disparado, golpeándole con la fuerza suficiente para dejarle sin aliento y le aprisionó contra el suelo. Willie intentó liberarse pero Steven era demasiado fuerte. Estaba dejando caer todo su peso sobre él, aplastándole. Y, de repente, Willie se acordó de aquel perro, hacía ya tantos años…

Willie se dobló sobre sí mismo y mordió la pantorrilla de Steven.

La sangre llenó su boca estallando en su interior. Steven retrocedió tambaleándose. Willie se incorporó, se lanzó hacia adelante y volvió a morderle. Esta vez logró clavar los dientes con firmeza y aguantó, desgarrando la carne. Un trueno latía dentro de su cabeza. Estaba lleno de poder y energía, podía sentirla creciendo y creciendo en su interior… Y, de repente, supo que podía hacer pedazos a Steven, podía saborear la sabrosa carne que hay pegada al hueso, podía oír la música de sus gritos, podía imaginarse lo que sentiría cuando le aprisionara con sus mandíbulas y le sacudiera como a una vieja muñeca de trapo notando cómo la vida se escapaba de su cuerpo en una veloz oleada. Aquella marea de sensaciones inundó todo su ser y Willie mordió, mordió y volvió a morder, arrancando grandes pedazos de carne a cada mordisco, borracho de sangre.

Y entonces oyó la voz de Steven gritando, gritando con un gemido aflautado parecido al de un niño pequeño.

—No, papi, no —gimoteaba una y otra vez—. No, por favor, no me muerdas, papi, no me muerdas más.

Willie le soltó y se apartó de él.

Steven se acurrucó en el suelo, sollozando. Estaba sangrando como un cerdo. Había perdido trozos del muslo, la pantorrilla, el hombro y el pie. Tenía las piernas cubiertas de sangre. Le faltaban tres dedos de la mano derecha. Sus mejillas estaban manchadas de sangre y lágrimas.

Y de repente Willie sintió un miedo terrible.

Durante un segundo fue incapaz de comprenderlo. Había vencido a Steven, no cabía duda de ello: podía desgarrarle la garganta o dejarle vivir. No importaba, todo había acabado. Pero algo andaba mal, algo andaba terriblemente mal… Era como si la temperatura hubiera descendido veinte o treinta grados de golpe, y todo el vello de su cuerpo empezaba a erizarse. ¿Qué diablos estaba pasando? Lanzó un gruñido gutural y retrocedió hacia la puerta, vigilando a Steven por el rabillo del ojo.

Steven se rió.

—Ahora te toca a ti —dijo—. Le has llamado. Has hecho que la sangre cayera sobre los espejos. Has vuelto a llamarle.

La habitación parecía estar girando sobre sí misma. La luz de la luna corría de un espejo a otro con una velocidad vertiginosa. Aunque quizá no fuera la luz de la luna…

Willie se volvió hacia los espejos.

Los reflejos habían desaparecido. Willie, Steven, la luna…, todo había desaparecido. Había sangre en los espejos y los cristales parecían haberse llenado de niebla, una pálida neblina plateada que se movía y emitía destellos iridiscentes.

Algo estaba moviéndose a través de la niebla, yendo de un espejo a otro, dando vueltas y más vueltas a su alrededor. Algo hambriento que quería salir…

Willie lo vio, lo perdió y volvió a verlo. Estaba delante de él, detrás, a un lado. Era un sabueso flaco y terrible; era una serpiente cubierta de horrendas escamas; era un hombre con ojos como abismos y cuchillos por dedos. No podía quedarse quieto y cada vez que le miraba su forma parecía cambiar, y cada forma era peor que la anterior, más retorcida y obscena. Todo en él era flaco y cruel. Sus dedos eran tan, tan afilados… Willie los miró y sintió su caricia deslizándose bajo su piel, haciéndole cosquillas a lo largo de los nervios, dejando tras ellos un reguero de dolor, sangre y fuego. Era negro, más negro que la negrura, de un negro que absorbía toda la luz para siempre, y también era plata reluciente y fría. Era una pesadilla que vivía en los espejos de una casa de la risa, la cosa que caza a los cazadores.

Willie sintió el mal que palpitaba al otro lado del cristal.

—Despellejador —le llamó Steven.

La superficie de los espejos empezó a ondular y a llenarse de bultos, como una ola creciendo en algún mar de mercurio. Willie, aterrorizado, se dio cuenta de que la niebla estaba difuminándose; ahora podía ver a la criatura con más claridad y comprendió que la criatura también podía verle a él. Y de repente Willie Flambeaux supo qué estaba ocurriendo, supo que cuando la neblina acabara de esfumarse los espejos ya no serían espejos, serían puertas, puertas, y el despellejador saldría por ellas…

… deslizándose hacia adelante por entre su ropa destrozada, ojos convertidos en rendijas que ardían como ascuas sobre un hocico tan negro como el carbón. Tenía una vez y media el tamaño de Willie y su cuerpo estaba cubierto de un espeso pelaje negro, y cuando abrió la boca sus dientes brillaron igual que dagas de marfil.

Randi retrocedió con la espalda pegada al coche. El cuchillo estaba en su mano y la luz de la luna corría por la hoja de plata pero tuvo la impresión de que no iba a servirle de mucho. El inmenso lobo negro fue hacia ella con la lengua colgándole por entre los dientes y Randi acabó apoyando la espalda en la portezuela del coche y se preparó para resistir su acometida final.

Joe Urquhart se interpuso entre ellos.

—No —dijo—. No, a ella no, me lo debes, habla con ella, dale una oportunidad, haré que lo comprenda todo.

El lobo lanzó un gruñido de advertencia.

Urquhart no se movió y de repente el revólver ya no estaba en su funda, y Urquhart lo sostenía con dos manos temblorosas, apuntando al lobo.

—Quieto. Hablo en serio. Ella no ha tenido tiempo de cargar las malditas balas de plata en su arma pero yo he tenido dieciocho jodidos años. Soy el jodido jefe de policía de esta jodida ciudad y quedas arrestado.

Randi puso la mano sobre el asa de la portezuela y la abrió. El lobo se quedó como paralizado durante un par de segundos, con sus terribles ojos rojos clavados en Joe, y Randi casi logró convencerse de que todo acabaría saliendo bien. Recordó las partidas de póquer de la noche de los miércoles; su padre siempre había dicho que Joe no era como Barry Schumacher: Joe sabía echarse unos faroles dignos de admiración.

El lobo echó la cabeza hacia atrás y aulló, y fue como si todo el cuerpo de Randi se quedara sin sangre. Conocía ese sonido. Lo había oído mil veces en sus sueños. Ese sonido estaba en su sangre, un eco que llegaba desde muy lejos y de una época muy distante, cuando el mundo era un bosque y los seres humanos corrían desnudos y aterrorizados huyendo de la manada de cazadores. El aullido le arrancó ecos a las viejas paredes del matadero y tembló sobre la ciudad y todos los pisos debieron oírlo, y sus habitantes le lanzaron una nerviosa mirada a las ventanas y comprobaron las cerraduras de sus puertas antes de subir el volumen de sus televisores…

Randi abrió la puerta un poco más y metió una pierna dentro del coche justo cuando el lobo saltaba.

Oyó disparar dos veces a Urquhart y un instante después el lobo se estrelló contra su pecho y le hizo caer sobre la portezuela del coche. Randi ya tenía medio cuerpo dentro pero la portezuela giró sobre sí misma y le pilló el pie izquierdo con una fuerza terrible. Oyó cómo un hueso crujía bajo el impacto y la repentina punzada de dolor la hizo gritar. Urquhart volvió a disparar y un instante después oyó su grito. Después llegaron los sonidos de la carne desgarrada, más gritos y algo líquido corrió sobre su tobillo.

Tenía el pie atrapado por la portezuela del coche y el debatirse del exterior hacía que ésta se moviera y la golpeara una vez, y otra y otra… Cada impacto era una pequeña explosión causada por el rechinar de los dos fragmentos del hueso que rozaban sus nervios. Joe estaba gritando y el cristal teñido de gris se había cubierto de gotitas de sangre que habían sustituido a las gotitas de lluvia. Sintió que la cabeza le daba vueltas y durante un instante creyó que iba a desmayarse de puro dolor, pero arrojó todo su peso contra la portezuela y logró moverla lo suficiente para meter el pie dentro del coche. El siguiente impacto hizo que la portezuela se cerrara de golpe y Randi puso el seguro.

Se apoyó en el volante y le faltó poco para vomitar. Joe había dejado de gritar pero podía oír cómo el lobo le arrancaba pedazos de carne. En cuanto has empezado es difícil parar, pensó histéricamente. Cogió la 38, abrió el tambor con manos temblorosas y lo sacudió para hacer caer las balas. Empezó a buscar por el asiento delantero. Encontró la caja, la volcó sobre el asiento y cogió un puñado de balas de plata.

Todo estaba en silencio. Randi se quedó quieta y alzó los ojos.

El lobo estaba sobre la capota del coche.

Willie cambió.

Su mente consciente había dejado de funcionar y sólo se guiaba por el instinto: no tenía ni idea de qué razón le había hecho cambiar, lo hizo y basta. El dolor estaba esperándole junto con su humanidad, tal y como había sabido que ocurriría. El dolor aulló atravesando su cuerpo como el vendaval de una galerna y Willie cayó al suelo gimoteando. Sintió el fragmento de cristal bajo sus costillas, peligrosamente cerca de un pulmón, y vio cómo su brazo izquierdo se doblaba hacia abajo en un ángulo para el que nunca había sido diseñado, y cuando intentó moverlo gritó, se mordió la lengua y el sabor de la sangre inundó su boca.

La neblina se había convertido en una calina casi imperceptible y el espejo que tenía más cerca estaba curvándose e hinchándose como si fuera algo vivo.

Steven estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared y sus ojos azules ardían con una llama ávida mientras se chupaba la sangre que brotaba de los muñones de sus dedos.

—Cambiar no te servirá de nada —dijo con esa extraña voz átona suya—. Al despellejador no le importa. Sabe qué eres. En cuanto se le llama necesita una piel.

Willie lo veía todo borroso a causa de las lágrimas pero volvió a captar la silueta de la criatura en el espejo que había detrás de Steven, abriéndose paso por entre la calina, empujando, empujando, intentando salir…

Se puso en pie tambaleándose. El dolor rugió en su cabeza. Pegó el brazo roto a su cuerpo, sosteniéndoselo con el otro brazo, dio un paso hacia la escalera y sintió el cristal roto clavándosele en los pies descalzos. Miró hacia abajo. Los trozos del espejo roto estaban por todas partes.

Fue como si algo hiciera click dentro de la cabeza de Willie. Miró a su alrededor y empezó a contar. Seis, siete, ocho, nueve…, el espejo número diez estaba roto. Bueno, entonces quedaban nueve. Se lanzó hacia adelante y dejó caer todo el peso de su cuerpo sobre el espejo más cercano. El espejo se hizo pedazos bajo el impacto, desintegrándose en un millar de fragmentos. Willie pisoteó los fragmentos de mayor tamaño hasta que incluso sus talones quedaron cubiertos de sangre. Actuaba de forma totalmente instintiva, sin pensar. Empezó a moverse por la habitación usando su propio cuerpo como arma, oyendo la dulce música tintineante de los cristales rotos. El mundo se convirtió en una neblina roja hecha de dolor y mil cuchillos diminutos le cortaron por todas partes y pensó que si el despellejador lograba salir de los espejos y atraparle quizá ya no encontrara ninguna piel digna de ese nombre que llevarse consigo.

Se apartó de otro espejo y agujas al rojo blanco atravesaron sus pies a cada paso que daba, convirtiéndose en fuego a medida que subían por sus pantorrillas. Se tambaleó y cayó al suelo. Los cristales que habían salido volando de los espejos le habían destrozado la cara y la sangre corría de su frente metiéndosele en los ojos.

Willie parpadeó y se quitó la sangre con su mano buena. Había caído sobre su viejo impermeable empapado en sangre y cubierto de cristales rotos. Steven estaba de pie junto a él, mirándole. A su espalda había un espejo. ¿O era una puerta?

—Te has dejado uno —dijo Steven con voz átona.

Willie se dio cuenta de que algo duro se le estaba clavando en el estómago. Su mano hurgó bajo él, se introdujo en el bolsillo de su impermeable y se cerró sobre la frialdad del metal.

—Ahora el despellejador vendrá a por ti —le dijo Steven.

Willie no podía ver nada. Volvía a tener los ojos llenos de sangre. Pero aún conservaba el sentido del tacto. Hizo que sus dedos se metieran por entre los pliegues de la tela, rodó sobre sí mismo y alzó la mano con toda la fuerza que aún le quedaba y hundió al señor Tijeras en la ingle de Steven.

Lo último que oyó fue un alarido y el sonido del cristal al romperse.

Calma, pensó Randi, calma, pero el pánico que inundaba todo su ser era algo muy superior al simple miedo. El lobo tenía las fauces cubiertas de sangre y sus ojos la contemplaban desde el otro lado del parabrisas ardiendo con aquel terrible resplandor rojo. Randi apartó la mirada de aquellos ojos y trató de meter una bala en la recámara. Las manos le temblaban de tal manera que la bala se le escapó de entre los dedos y cayó al suelo del coche. Randi la dejó allí donde había caído y volvió a intentarlo con otra.

El lobo aulló, giró sobre sí mismo y salió corriendo. Randi le perdió de vista durante un segundo. Movió la cabeza contemplando nerviosamente la oscuridad que la rodeaba. Miró por el espejo retrovisor pero estaba cubierto de vaho y no servía de nada. Se estremeció, tanto de frío como por el terror que sentía. ¿Dónde estaba?, pensó desesperada.

Y entonces le vio, corriendo hacia el coche.

Randi miró hacia abajo, metió una bala en la recámara y tenía una segunda bala entre los dedos cuando el lobo pasó volando sobre la capota y se estrelló contra el cristal del parabrisas. Una telaraña de grietas se extendió velozmente partiendo del centro del cristal. El lobo gruñó. La sangre y la saliva cayeron sobre el cristal, manchándolo. El lobo volvió a estrellarse contra el parabrisas. Otra vez. Y otra. Cada impacto hacía que Randi diera un salto. El parabrisas se fue agrietando más y más y de repente un pedazo del centro se volvió de un blanco lechoso y opaco.

Randi había logrado introducir la segunda bala en el tambor. Metió una tercera. El frío y el miedo hacían temblar sus manos. El interior del coche estaba helado. Miró hacia la oscuridad por entre una neblina hecha de grietas y manchas de sangre, metió una cuarta bala en el tambor y estaba cerrándolo cuando el lobo volvió a estrellarse contra el parabrisas y éste se derrumbó sobre ella.

Tenía el revólver en la mano y un segundo después el arma ya no estaba allí. Un peso le oprimía el pecho y el cristal de seguridad, convertido en un millón de fragmentos lechosos que seguían unidos los unos a los otros, había caído sobre su cara como si fuese un sudario. El cristal se desintegró y las fauces cubiertas de sangre y aquellos ardientes ojos rojizos aparecieron ante ella.

El lobo abrió la boca y Randi sintió el calor del horno de su aliento y olió la espantosa pestilencia del animal carnívoro.

—¡Maldito cabrón! —gritó y estuvo a punto de reírse. No eran unas últimas palabras muy dignas de pasar a la historia.

Un objeto muy afilado de color plata se abrió paso por el cuello del lobo.

Todo ocurrió a tal velocidad que Randi no pudo comprender lo que estaba pasando, y el lobo tampoco tuvo tiempo de entenderlo. El ansia de la sangre se esfumó de aquellos ojos color rojo oscuro y las pupilas se llenaron de dolor, sorpresa y, finalmente, miedo, y Randi vio más cuchillos de plata atravesando su garganta antes de que las fauces se le llenaran de sangre. El gran cuerpo cubierto de pelo negro se estremeció y luchó mientras algo lo apartaba de ella: las patas delanteras golpearon frenéticamente el asiento. La atmósfera se llenó de un olor que recordaba al del pelo quemado. Cuando el lobo empezó a gritar sus gritos parecieron casi humanos.

Randi intentó olvidarse de su propio dolor y golpeó la portezuela con el hombro, apartando a un lado lo que quedaba de Joe Urquhart. Sacó medio cuerpo del coche y miró hacia atrás.

La mano no tenía forma humana y sus dedos eran unas largas navajas de plata reluciente, pálidas, frías y más afiladas que el pecado. Los dedos se habían hundido en el cuello del lobo como si fueran cinco cuchillos provistos de articulaciones, agarrándose a la carne y tirando de ella, y ahora la sangre salía a chorros y las patas del lobo se agitaban débilmente. La criatura tiró de ellas y Randi oyó un horripilante crujido líquido: la criatura empezó a tirar del lobo metiéndole por el espejo retrovisor con una fuerza inexorable e imposible de imaginar, llevándole hacia lo que hubiera al otro lado del cristal, fuera lo que fuese. El gran cuerpo cubierto de vello negro pareció ondular un segundo, volviéndose borroso, y la cabeza del lobo adquirió un aspecto casi humano.

Cuando sus ojos se encontraron con los de Randi la luz roja ya se había extinguido; en ellos no había nada salvo dolor y una última súplica.

Se llamaba Mike, pensó.

Randi miró hacia abajo. El revólver estaba en el suelo del coche.

Lo cogió, comprobó que el tambor seguía cargado, lo cerró, apoyó el cañón en su cabeza y disparó cuatro veces.

Cuando salió del coche y apoyó su peso en el tobillo roto el dolor cayó sobre ella como una ola inmensa. Randi perdió el equilibrio y se quedó a cuatro patas en el suelo. Cuando oyó las sirenas estaba vomitando.

—… un animal —dijo.

El detective le lanzó una prolongada mirada de pocos amigos y cerró su cuadernillo de notas.

—¿Y eso es cuanto puede decirme? —le preguntó—. ¿Que un animal mató al jefe Urquhart?

Randi habría querido responderle con una frase cortante pero estaba llena de tranquilizantes. Le habían tenido que poner dos clavos metálicos en el tobillo y seguía doliéndole mucho. Los médicos habían dicho que aún debería pasar una semana más en el hospital.

—¿Qué quiere que le diga? —replicó con un hilo de voz—. Eso es lo que vi. Un animal. Un lobo.

El detective meneó la cabeza.

—Estupendo. Así que el jefe murió atacado por un animal, probablemente un lobo. Bueno, ¿y dónde está Rogoff? Su coche estaba allí, su sangre estaba esparcida por el interior del coche del jefe, así que dígame…, ¿dónde coño está Rogoff?

Randi cerró los ojos y fingió que era por el dolor.

—No lo sé —dijo.

—Volveré —dijo el detective antes de marcharse.

Randi se quedó con los ojos cerrados durante unos instantes pensando que quizá lograra volver a dormirse y entonces oyó el ruido de la puerta abriéndose y cerrándose.

—No volverá —dijo una voz—. Nos ocuparemos de que no vuelva.

Randi abrió los ojos. Al pie de su cama había un anciano con una larga cabellera blanca apoyado en un bastón que terminaba en la cabeza de un lobo. Vestía un traje negro, un traje de luto, y la cabellera le llegaba hasta los hombros.

—Me llamo Jonathan Harmon —dijo.

—He visto fotos suyas. Sé quién es. Y también sé qué es. —Habló con voz ronca—. Es un licántropo.

—Por favor… —dijo él—. Un hombre lobo.

—Willie…, ¿qué le ha pasado a Willie?

—Steven ha muerto —dijo Jonathan Harmon.

—Estupendo —dijo secamente Randi—. Willie me contó que Steven y Roy trabajaban en equipo para conseguir las pieles. Steven odiaba a los otros porque ellos podían cambiar y él no. Pero en cuanto su hijo consiguió una piel dejó de necesitar a Helander, ¿verdad?

—No creo que le eche mucho de menos. Si he de serle franco, Steven nunca fue el heredero que deseaba. —Caminó hacia la ventana, descorrió las cortinas y contempló el exterior—. Hubo un tiempo en el que ésta era una gran ciudad, ¿sabe? Una ciudad de hierro y sangre… Ahora todo se ha convertido en óxido.

—A la mierda su ciudad —dijo Randi—. ¿Qué ha sido de Willie?

—Lo de Zoé fue una auténtica lástima pero en cuanto se ha invocado al despellejador sigue cazando hasta conseguir una piel. Va de un espejo a otro espejo y luego a otro más… Conoce nuestro olor pero no le gusta alejarse mucho de sus puertas. No sé cómo se las arregló su amigo mestizo para escapar a él por dos veces pero lo consiguió…, para desgracia de Zoé y de Michael. —Se volvió hacia ella y la miró—. Usted no será tan afortunada. No se apresure demasiado a felicitarse, niña. La manada cuida de los suyos. El médico que redacte su próxima receta, el farmacéutico que se la entregue, el chico que se la traiga a casa…, cualquiera de ellos podría ser uno de nosotros. No olvidamos a nuestros enemigos, señorita Wade. Su familia haría bien recordando eso.

—Fue usted —dijo Randi, totalmente segura de ello—. La noche en que mi padre…

Jonathan asintió.

—Era un gran tirador, debo admitirlo. Me metió seis balas en el cuerpo. Mis heridas de guerra…, así las llamo. Aún aparecen en las radiografías pero los médicos han aprendido que no deben mostrar curiosidad por ellas.

—Le mataré —dijo Randi.

—No lo creo. —Se inclinó sobre la cama—. Puede que yo mismo venga a buscarla alguna noche. Debería verme, señorita Wade… Ahora tengo el vello blanco, tan blanco como la nieve, pero el tamaño, la majestuosidad, el poder…, aún los conservo. Michael era un mestizo y su Willie…, ése apenas si era más que un perro. Los que conservamos la pureza de la sangre somos muy distintos. Somos los lobos terribles, las pesadillas que vagan por los recuerdos de su raza, las siluetas oscuras que se mueven en círculos interminables más allá de las luces de sus hogueras.

Le sonrió, se dio la vuelta y se alejó. Se detuvo unos instantes en el umbral.

—Felices sueños —le dijo.

Randi no durmió, ni tan siquiera cuando llegó la noche y la enfermera entró en la habitación y apagó las luces pese a sus ruegos de que las dejara encendidas. Se quedó tumbada en la oscuridad con los ojos clavados en el techo, sintiéndose más sola de lo que nunca se había sentido. Estaba muerto, pensó. Willie estaba muerto y más valdría que fuera acostumbrándose a la idea. Empezó a llorar suavemente, rodeada por la oscuridad de su habitación individual.

Estuvo llorando durante mucho tiempo: por Willie, por Joan Sorenson y por Joe Urquhart y finalmente, después de todo aquel tiempo, por Frank Wade. Se le acabaron las lágrimas y siguió llorando con unos sollozos secos que hacían temblar todo su cuerpo. Aún temblaba cuando la puerta se abrió sin hacer ruido y un delgado cuchillo de luz procedente del pasillo atravesó la habitación.

—¿Quién está ahí? —preguntó con voz enronquecida—. Responda o gritaré.

La puerta se cerró en silencio.

—Ssssh. Cállese o nos oirán. —Era una voz de mujer, joven y un poco asustada—. La enfermera dijo que no podía entrar, que ya había pasado la hora de visita, pero él me dijo que debía hablar con usted lo más pronto posible. —Se acercó a la cama.

Randi encendió la lamparilla para leer. Su visitante le lanzó una mirada nerviosa a la puerta. Era morena y bonita, no debía tener más de veinte años y una nube de pecas le cubría la nariz.

—Soy Betsy Juddiker —murmuró—, Willie me dijo que debía darle un mensaje pero no lo entiendo, no tiene sentido…

El corazón de Randi se saltó un latido.

—Willie…, ¡dígamelo! No me importa que le parezca una locura, limítese a repetirme lo que le dijo.

—Dijo que no podía telefonearla porque la manada quizá tuviera intervenido el teléfono, que había salido bastante malparado pero ya se encontraba mejor, que está en el norte y que ha encontrado un veterinario que cuida de él. Ya sé que suena muy raro pero eso es lo que dijo…, un veterinario.

—Siga.

Betsy asintió.

—Hablaba como si le doliera todo el cuerpo y me dijo que no podía…, que no podía cambiar, que sólo podría aguantar unos minutos, los suficientes para llamar por teléfono, porque estaba lleno de heridas y el dolor siempre estaba allí, esperándole, pero el veterinario le había extraído casi todos los trocitos de cristal, le había arreglado la fractura y no tardaría en ponerse bien. Y después dijo que la noche en que se marchó pasó por mi casa y dejó algo para usted, y que yo debía cogerlo y traérselo aquí. —Abrió el bolso y hurgó en él—. Estaba entre los arbustos que hay junto al buzón, mi hijo lo encontró. —Se lo entregó.

Randi vio que era un trocito de cristal procedente de algún espejo roto, una astilla tan larga y delgada como su dedo índice. Lo sostuvo en su mano durante unos instantes, confusa y sin saber qué pensar. El trocito de cristal estaba muy frío y mientras lo tenía en la mano le pareció que iba volviéndose todavía más frío a cada segundo que pasaba.

—Tenga cuidado, está muy afilado —dijo Betsy—. Había otra cosa más, no lo entendí muy bien pero Willie dijo que era importante. Me dijo que estaba en un lugar donde no había espejos…, no había ni un solo espejo pero cuando estuvo en Blackstone por última vez vio que allí había muchos.

Randi asintió sin comprender muy bien el significado de lo que le estaba diciendo…, todavía no. Pasó la yema de un dedo por el reluciente fragmento de cristal, contemplándolo con expresión pensativa.

—Oh, vaya —dijo Betsy—. Ya la advertí. Mire lo que ha hecho… Se ha cortado.