La naturaleza emancipadora de los procesos constituyentes democráticos. Avances y retrocesos.
Rubén Martínez Dalmau
Los procesos constituyentes democráticos y, como parte de ellos, las asambleas constituyentes, no son un mecanismo especialmente reciente ni desconocido. Han sido ensayados en diferentes coyunturas, por numerosos pueblos y también con resultados diversos, aunque en todo caso con una importante carga de impulso hacia estados colectivos de evolución más avanzados. Este primer capítulo pretende exponer de forma sencilla cómo surgió históricamente esta manifestación de la voluntad popular, cómo se ha ido decantando y perfeccionando y, también, cómo se ha visto enfrentada por poderosos enemigos.
Con todas las dificultades e imperfecciones de su puesta en práctica, las asambleas constituyentes han logrado conservar en el imaginario colectivo popular una considerable fuerza, actuando como referente emancipador ante el agotamiento de diferentes regímenes. Cuando el sistema político español da muestras evidentes de incapacidad, quizá convenga comenzar echando una mirada atrás para buscar ese hilo de contundencia democrática con el que engarzar las nuevas luchas.
1. CONSTITUCIONALISMO Y DEMOCRACIA: DOS CONCEPTOS EN TENSIÓN
La consolidación del Estado moderno como forma de organización política y la aparición del poder absoluto en las puertas de la modernidad -principalmente en manos del rey, pero también, en el liberalismo inglés, con la decisiva intervención del parlamento-, requirió de un replanteamiento sobre la naturaleza del poder y la necesidad de su control. Este fue el objeto de preocupación y de ocupación de los teóricos del constitucionalismo: buscar fórmulas tanto en la legitimidad del poder como en su ejercicio que eliminara los temores hacia la concentración del poder del Estado en unas solas manos y la búsqueda, por lo tanto, de un gobierno mixto. Tesis que, desde luego, no eran nuevas, pues hundían sus raíces en varios pensadores de la antigüedad y, más recientemente, en la heterogeneidad medieval de instituciones que incluían una reciprocidad de poderes que de alguna forma se controlaban entre ellos. Pero con la aparición del Estado absoluto, o de su posibilidad, se dio con toda su fuerza el dilema sobre la necesidad de controlar el poder; esto es, el constitucionalismo.
Como es fácil entender, el pensamiento constitucional no parecía ser compatible con la existencia de un poder absoluto. Recordemos que el problema del poder político en el Estado moderno también está directamente relacionado con el de la legitimidad de este poder. El fenómeno de la centralización del poder exigió planteamientos teóricos sobre este proceso que, aunque formado gradualmente a través de la concentración del poder político en los monarcas desde la dispersión medieval, no dejó de requerir definiciones, que se convirtieron en verdaderas propuestas ideológicas. Una de las más influyentes sería la de soberanía, detectada por Bodino a través de determinados atributos del poder, y que lo distingue de los poderes no soberanos. La super omnia, como la denominaba Bodino, hacía referencia al poder no dependiente, absoluto y originario -conclusión a la que llega tras el análisis de los atributos del poder-, que finalmente acaba poseyendo el rey también por voluntad divina. "Después de Dios, nada hay de mayor sobre la tierra que los príncipes soberanos, instituidos por Él como sus lugartenientes para mandar a los demás hombres". Como vemos, el concepto de soberanía surge relacionado con el poder real, aunque a partir de la modernidad cambiará tanto en su concepción como, fundamentalmente, en el sujeto soberano.
A diferencia de Bodino, las doctrinas contractualistas clásicas sí se ocuparían del fundamento del poder, y no tanto de sus atributos. De hecho, el elemento legitimidad reapareció en el pensamiento político occidental con el contractualismo, conectado al Derecho natural racionalista y a las teorías de los derechos naturales, mucho antes de que los acontecimientos revolucionarios que inaugurarían el Estado liberal lo colocaran en fundamento de su actividad.
Cuando los primeros contractualistas, a partir del siglo XVII, propusieron las diferentes teorías del contrato, intentaban conseguir dos objetivos: por un lado, dar una explicación de por qué se construye la sociedad civil (legitimidad del poder), para lo cual desarrollan las condiciones teóricas de cómo vivía la sociedad cuando no existía Estado civil y cómo éste se construye a través de un acto jurídico y, por lo tanto, vinculante: el contrato. A la situación inicial se denominaría, en general, estado de naturaleza, y a la sociedad resultado del contrato, estado civil. En segundo lugar, fruto del esquema teórico anterior, condicionaban las condiciones del poder civil con base en el contrato firmado desde el estado de naturaleza. Se trataba, por lo tanto, de hablar no sólo de la legitimidad del poder, sino también de su cualidad: éste, en esencia, estaba limitado por las estipulaciones contractuales, por lo que podía ser más (Hobbes) o menos (Locke) fuerte, pero nunca absoluto. El contractualismo se conformó, de esta manera, en el fundamento teórico de buena parte de las tesis constitucionalistas.
Las construcciones teóricas del contractualismo clásico más conocidas son las de John Locke y Thomas Hobbes. Ambos autores avisaron de las consecuencias para la situación de las cosas en un momento en que el regreso a un estado de naturaleza parecía posible. Hobbes, más honesto, lo escribió claramente: el único modo de erigir un poder común que pueda defender a los hombres de la invasión de extraños y de las injurias entre ellos mismos, dándoles seguridad que les permita alimentarse con el fruto de su trabajo y con los productos de la tierra y llevar así una vida satisfecha, es el de conferir todo su poder y toda su fuerza individuales a un solo hombre o, como mal menor, a una asamblea de hombres. Locke prefirió el acercamiento indirecto, más imperfecto pero también más moderado, de reconocer un estado de naturaleza donde el hombre es libre para disfrutar de placeres inocentes y, además, mantiene dos poderes: el de hacer todo lo que le parezca oportuno para la preservación de sí mismo y de otros, dentro de lo que permite la ley de la naturaleza; y el de castigar los crímenes cometidos contra esa ley. "A ambos poderes renuncia el hombre cuando se une a una (...) sociedad política, y se incorpora a un Estado separado del resto de la humanidad". Pero ambas construcciones del contractualismo clásico, en su búsqueda de la legitimidad del poder, aunque parten de situaciones diferentes llegan a un mismo de encuentro: entre el estado de naturaleza y el poder organizado del Estado sólo existe una manifestación jurídica de voluntad. Como vemos, tanto Locke como Hobbes -a diferencia de Rousseau-, establecieron el origen del poder político en el Derecho.
A diferencia del contractualismo constitucionalista, el fundamento de la legitimidad es diferente en el pensamiento del contractualismo democrático. La diferencia se convierte en tensión al poco tiempo, porque el fundamento del radicalismo democrático es que la decisión popular no puede contar con límites para producirse de forma legítima; si algún obstáculo la limitara, ya no podría ser democrática. Para Rousseau, el primero de los teóricos contractualistas que empleó el argumento contractualista para la fundamentación de la tesis de la dependencia del Estado de Derecho respecto de la democracia, el origen del poder político no era propiamente el Derecho, sino un hecho: la aparición de la sociedad civil una vez reconocida la propiedad, que necesitará ser garantizada colectivamente. La primera parte de su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres se refiere exclusivamente a la forma de vida de este verdadero estado de naturaleza, donde nadie tiene poder sobre nadie y, por lo tanto, no existe la política. La segunda parte, donde explica cómo se forma la sociedad civil, no puede comenzar de otra forma: "El primero que, tras haber cercado un terreno, decidió decir: esto es mío, y encontró personas lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil". Rousseau reivindica el origen político del poder político, es decir, la necesidad de un primer motor que legitima el poder y que construye una sociedad, la civil, superior incluso a la natural. El origen político del poder político parece una obviedad pero, desde luego, no lo ha sido durante siglos. Para Rousseau, el Derecho sirve para ordenar la relación política pero no para legitimarla; el contrato, en este sentido, sólo puede provenir del pacto entre iguales. La condición de igualdad es fundamental para la conclusión del pacto social, para lo que hace falta que la alienación de cada uno hacia todos se efectúe sin restricción alguna.
En ese sentido, como defiende Rousseau, y aprenderá bien la teoría del poder constituyente, sólo un hecho político puede servir de legitimador del poder político. De esta manera, la dimensión política del pacto social es necesariamente anterior a la dimensión jurídica del contrato social. El papel del Derecho, ahora sí, se desarrollará con posterioridad a la decisión política, a través de un contrato social, legitimado y legitimador, que los liberales revolucionarios llamarían Constitución, y que no da paso a la política, sino a la organización de la política.
Cuando Rousseau, en ese ejercicio de sinceridad que tanto le caracteriza, comienza su obra sobre el contrato social, afirma que su deseo es averiguar si en el orden civil puede haber alguna norma de administración legítima y segura, tomando a los hombres tal y como son y a las leyes tal y como pueden ser. En el primer capítulo del Libro segundo se ocupa del elemento legitimador del contrato social: el interés común. "La primera y más importante consecuencia de los principios anteriormente establecidos es que la voluntad general puede dirigir por sí sola las fuerzas del Estado, de acuerdo con la finalidad de su institución, que es el bien común; porque si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, el acuerdo de estos mismos intereses es lo que lo ha hecho posible (...). Sólo en función de ese interés común debe ser gobernada la sociedad". De ahí las conocidas atribuciones de inalienabilidad, indivisibilidad e irrepresentabilidad de la soberanía como poder democrático absoluto que propugna Rousseau, cuyo aporte consistió en apropiarse en buena medida de los atributos de la soberanía del monarca absoluto para adjudicárselos a otro dueño, el pueblo.
Al establecer las características de la soberanía y el poder ilimitado que surge de ella, y establecer su relación con el contrato y el gobierno, Rousseau ofreció la fórmula para relajar la tensión entre democracia y constitucionalismo, y hacer residir la legitimidad en la dependencia del segundo frente a la primera. Cierto es que se trató aún de una posición radical, por cuanto no se establece con claridad la diferencia entre la potencialidad política preconstituida y la realidad política constituida. Los liberales revolucionarios, en el siglo XVIII, se apropiarán del concepto incorporando una relación de interdependencia entre el poder constituyente, prejurídico e ilimitado, y el constituido, jurídico y limitado por la Constitución. El constitucionalismo dará paso, en ese momento, a la Constitución del liberalismo revolucionario, fundamentado en la decisión democrática del pueblo.
2. CONSTITUCIONALISMO DEMOCRÁTICO: PODER CONSTITUYENTE Y PODER CONSTITUIDO
La teoría democrática del poder constituyente, que nació, con las particularidades de cada caso, en el marco de las revoluciones liberales que tuvieron lugar en a partir del último tercio del siglo XVIII, es esencialmente una teoría de la legitimidad del poder político organizado. Su función legitimadora, fundamentada en la decisión democrática de la voluntad popular y a su capacidad ilimitada de actuación (soberanía), ha constituido a lo largo de los tiempos un elemento de emancipación social, fruto de su carácter esencialmente progresista. El poder constituyente surge para constituir: instaurar poder constituido sobre las cenizas de lo anteriormente dado, bajo la premisa de que a su vez lo constituido nace con fecha de caducidad, pues queda en manos del poder constituyente; de ahí el intrínseco carácter revolucionario del poder constituyente, cuya dialéctica progresista funciona como motor para el avance social.
Poder constituyente y poder constituido cuentan con funciones diferentes el uno del otro, pero forman parte del mismo concepto como las dos caras de una moneda. Cuentan con dinámicas diferentes, a veces contrapuestas, incluso puede que contradictorias; pero están obligados a entenderse, porque la existencia del uno dota de significado a la existencia del otro. La función del poder constituyente es constituir, y la legitimidad del poder constituido proviene de que lo ha sido por el poder constituyente. Un poder constituyente permanente se convertiría naturalmente en poder constituido, ya no legitimado, por lo que requiere del poder constituyente. El poder constituido, a su vez, por su carácter limitado, depende en su legitimidad de una pura voluntad política, la del poder constituyente.
El constitucionalismo democrático como manifestación más perfecta, en su forma articulada y codificada en un texto único que denominamos Constitución, fue producto de las revoluciones liberales norteamericana y francesa que, con apenas unos años de diferencia, tuvieron lugar en el último tercio del siglo XVIII. Aun con notables diferencias más de procedimiento que teóricas, el objetivo de unos y otros fue el mismo: activar un poder absoluto con capacidad creadora cuya función era instaurar un poder limitado a través de una Constitución. El hecho de que la Constitución proviniera del poder constituyente y de la vigencia del principio democrático, la legitimaba; con ella, se legitimaba el resto del poder constituido. Se consiguió de esta forma crear una organización de nuevo cuño y, en el caso francés, poner fin al absolutismo monárquico. La soberanía del rey fue sustituida por la soberanía del pueblo, y la voluntad general se impuso al interés particular de los privilegiados. El constitucionalismo democrático es, en esencia, fruto de la aplicación del principio democrático durante el Estado liberal revolucionario.
Tanto en el caso norteamericano como en el francés, la motivación es la ruptura radical con el Antiguo Régimen y el fin de los privilegios, sobre cuya ilegitimidad advirtió especialmente Sieyès. En el caso de Norteamérica, el primero en orden cronológico, la revolución tuvo lugar a través de la ruptura del yugo con la metrópoli y la independencia, en primer lugar, de las trece excolonias inglesas y su transformación en Estados independientes con un mecanismo de coordinación entre ellos que servía principalmente para financiar la guerra contra Inglaterra. De hecho, antes de la Constitución de 1787, durante la vigencia de los Artículos de la Confederación en la década anterior, las excolonias habían aprobado sus propias Constituciones, que ya incluían declaraciones de derechos y organización del poder público, y se consolidaban como verdaderos precedentes del constitucionalismo que triunfaría unos años atrás. La expresión de la Constitución de 1787 Nosotros el pueblo fue decisiva para entender la diferencia entre la Confederación y la Federación: en el primer caso, la soberanía se vinculaba a los pueblos de cada una de las excolonias independientes; en el segundo caso tenemos la primera experiencia de construcción política del pueblo de los Estados Unidos de América.
La revolución francesa fue fruto de la decadencia de la monarquía absoluta y la nobleza, y el triunfo del pensamiento racionalista durante la Ilustración. El movimiento revolucionario francés, que consiguió la fuerza revolucionaria necesaria de la alianza entre burgueses y clases populares, se generó a partir de la reunión en Versalles de los Estados Generales, el parlamento medieval de representación estamental que convocó en 1789 Luis XVI para mitigar por la vía fácil problemas económicos en las arcas públicas. En el momento en que el rey se percató de que había propiciado la oportunidad para condensar todas las expectativas de un cambio radical creadas durante décadas, era demasiado tarde. El tercero de los Estados Generales, al final con alguna participación de los otros dos (religioso y noble), se proclamó Asamblea Nacional, representante del poder soberano del pueblo, acabando con la cualidad soberana del monarca que pasaba a ser poder constituido. En el juramento del juego de pelota, los revolucionarios franceses se comprometieron a no disolverse hasta dotar a Francia de una Constitución. La Asamblea constituyente, que contaba con una fuerza de choque popular que hizo posible la derrota del rey, entre otros actos destinados a abolir el Antiguo Régimen aprobó la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano y promulgó la primera Constitución democrática del continente europeo.
Es cierto que para conseguir lo que los revolucionarios se habían propuesto no se desconocieron muchos de los postulados del Antiguo Régimen, pero también lo es que éstos se acomodaron a los nuevos intereses y se utilizaron en la medida en que fue posible hacerlo. Las revoluciones liberales del siglo XVIII no tuvieron que ser muy imaginativas, sino aplicar radicalmente las teorías que se habían generado en el pasado reciente o lejano, y reinterpretar algunas de ellas bajo el prisma de la razón, que había empezado a despertar durante el humanismo y que cobró forma en la Ilustración. El concepto rousseauniano de soberanía, que como hemos visto ampliamente habían desarrollado Bodino y algunos coetáneos, siglos atrás, para justificar el poder absoluto del monarca fue el pilar fundamental para exigir el reconocimiento del poder absoluto, pero del pueblo en vez del rey. Poder absoluto como poder puro, originario, previo a cualquier cosa instituida; pero cuyo fruto es un poder controlado, constitucional, una vez es aprobada la Constitución. Hay que tener en cuenta que aunque los pensadores que definieron las grandes líneas de acción revolucionaria eran radicales, algunos de los intelectuales que influyeron en la organización del poder tenían poco de revolucionarios, como el Barón de la Brède y de Montesquieu, para quien " los grandes triunfos, sobre todo aquellos a los que el pueblo contribuye en gran medida, le dan tal orgullo que hacen imposible dirigirle".
La fuerza del constitucionalismo podría encontrarse más en la ruptura como potencia que en la ruptura como hecho. Como ejemplo, los revolucionarios franceses convivieron, en un primer momento, con la monarquía, a pesar de que el punto álgido de la revolución se fraguó con la expulsión de Versalles de los representantes rebeldes del Tercer Estado por parte del rey. De hecho, la primera Constitución aprobada en Francia por la asamblea constituyente (1791) mantuvo la monarquía, y los revolucionarios sólo declararon la república dos años después, cuando comprobaron la traición del rey, y se promulgó la Constitución del liberalismo revolucionario más democrática: la denominada jacobina, de 1793. En ella se declaraba que el fin de la sociedad es la felicidad común (art. 1), el principio de igualdad (arts. 2 y 3), la prohibición de la esclavitud (art. 18), la soberanía popular (art. 25) y la esencia de que el poder constituyente depende siempre y en todo momento del poder constituido: "Un pueblo tiene siempre el derecho a revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede imponer sus leyes a las generaciones futuras" (art. 28). Lamentablemente, la Constitución de 1793, aunque aprobada, nunca entró en vigor, y fuera víctima de la involución conservadora con que Francia acabaría el siglo revolucionario.
Este vaivén en la actuación de los revolucionarios liberales no desmerece un ápice el objetivo de transformación de la sociedad que procuraron; no se trataba de una cuestión de potencialidad, sino de voluntad. El hecho de que el poder constituyente sea ilimitado no significa, ni lo puede hacer, que no module a su voluntad la radicalidad del cambio. El origen del constitucionalismo democrático se identifica con la traslación del poder soberano de una élite o una persona a la colectividad (pueblo) y con la sujeción de los gobernantes al interés de la ciudadanía. Es un fin de transformación social y de búsqueda de legitimidad del poder público organizado. El objetivo de las primeras revoluciones liberales, y entre ellas la Constitución de Cádiz de 1812, no era aprobar cualquier Constitución, sino una Constitución que fuera útil para los objetivos revolucionarios: la creación de un núcleo de libertad y de igualdad emancipatorias en un marco de gobierno controlado y limitado. La Constitución era un medio, no un fin; de ahí deriva su origen revolucionario. En ese razonamiento cabe entender el significado del conocido artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1779, fruto del acuerdo de los liberales franceses constituidos ya en Asamblea Nacional: allí donde no existen garantías para los derechos ni hay separación de poderes, no hay Constitución.
En definitiva, tanto en el caso norteamericano como en el francés, así como en los demás momentos constituyentes del liberalismo revolucionario durante el siglo XIX, europeos y latinoamericanos, la activación del poder constituyente significó una ruptura radical con el pasado; con la dependencia de la metrópoli en Norteamérica, con el fin del Antiguo Régimen en Europa, y con ambos objetivos en América Latina, en lo que se denomina constitucionalismo fundacional, Al mismo tiempo, significó un esclarecimiento terminológico y conceptual capaz de definir el inicio de la contemporaneidad. Aunque el uso del término Constitución ha sido recurrente en la doctrina para designar históricamente la organización del orden político en las más diversas sociedades, la incorporación del poder constituyente como elemento legitimador de la Constitución cambió radicalmente su origen y, por lo tanto, su significado. El paso de la modernidad a la contemporaneidad, en cuanto a la legitimidad del poder político organizado se refiere, es en su fundamento el paso del constitucionalismo al constitucionalismo democrático, entendido éste como la organización del poder político derivada del poder constituyente.
La emergencia de un constitucionalismo democrático debía incorporar, de forma principal, la consagración del pueblo como titular de la soberanía, una vez la soberanía se conformó como la nueva fuente de legitimidad del orden jurídico-político. La articulación de los dos elementos inmanentes, soberanía y poder constituyente/poder constituido, establece el contínuum de entre legitimidad, potencialidad y actividad del poder. El Estado constitucional democrático exige que el pueblo sea soberano; esto es, aquel que en una sociedad tenga la capacidad de dictar normas jurídicas estando en la posesión de un poder supremo, ilimitado, originario, indelegable, único e indivisible. El pueblo es, en definitiva y con toda su ambigüedad -es en esta ambigüedad donde se sustenta su potencialidad revolucionaria-, el sujeto soberano donde reside el poder constituyente. Sin soberanía, sin poder constituyente, no existiría pueblo, y el constitucionalismo pierde el carácter democrático en el que se fundamenta el siempre difícil equilibro entre legitimidad democrática y organización del poder político.
Esta indisoluble asimilación entre pueblo, poder constituyente y soberanía, conforma los cimientos de la Constitución democrática; al mismo tiempo, el texto constitucional consagra los elementos de la garantía y desarrollo del gobierno democrático, lo que da paso al Estado constitucional. La elección y el control efectivos de los gobernantes por parte del soberano y su limitación a través del Derecho constituyen, de esta manera, el elemento primordial para la entrada en vigor del principio democrático y, con ello, la aparición de la Constitución material -democrática-, principal característica del Estado constitucional.
3. CONSTITUCIÓN CONTRA REVOLUCIÓN: EL ESTADO LIBERAL CONSERVADOR
Los avances de la teoría democrática del poder constituyente en el Estado liberal revolucionario no estaban destinados a durar mucho tiempo. La alianza de clases que había hecho posibles las revoluciones liberales sufrió un debilitamiento cuando la burguesía más conservadora se percató que las posturas democráticas radicales podían, en último extremo, perjudicarles. Al mismo tiempo, los monarcas entendieron que su permanencia pasaba por la incorporación de reformas en su condición, y estaban dispuestos a negociar el absolutismo que, de hecho, en la práctica apenas se había hecho realidad. El Antiguo Régimen ya no tenía posibilidades de regresar, y el objetivo era otro: aminorar las expectativas de libertad y, sobre todo, de igualdad, que el constitucionalismo democrático había depositado en las clases más desfavorecidas.
Una parte de los protagonistas de la revolución cumplieron un papel relevante también en la contrarrevolución, que finalmente asumiría el significado de una fatal involución en el concepto democrático de Constitución. El siglo XIX fue un periodo de adaptación de las Constituciones a los intereses comunes de viejas y nuevas clases sociales, y de rechazo a los principios revolucionarios democráticos. El Estado liberal, en su evolución posterior al constitucionalismo democrático, no fue digno de su origen revolucionario. Las Constituciones dejaron de ser consideradas normas jurídicas para pasar, en las monarquías, a obtener la naturaleza de cartas otorgadas y, en las repúblicas, a preconizar el carácter orientativo - esto es, no vinculante - de su contenido, ya de por sí aminorado en su sustancia.
La teoría del poder constituyente sufrió la involución del constitucionalismo en el cambio de preferencias que supuso el fin del Estado liberal revolucionario. Con la falta de transcendencia jurídica de la Constitución y la elaboración conceptual del poder de reforma o poder constituyente constituido promovidos por el pensamiento liberal conservador durante buena parte del siglo XIX, desapareció cualquier ápice de transformación revolucionaria, y los avances estaban destinados a producirse en el limitado marco del poder político organizado. El cambio fue sustancial, no semántico: poder constituyente y soberanía transformaron su contenido incorporando elementos conservadores que acabaran con la potencialidad revolucionaria del poder constituyente y la soberanía en su sentido original.
Por una parte, el constructo jurídico-político del poder constituyente constituido, una verdadera contradicción en los términos pero con una brutal aplicación real, se asentó en la supuesta delegación de la reforma constitucional - limitada - en el poder constituido. Por otra parte, la soberanía asimiló el límite jurídico-político del monarca y del Estado en sus sujetos, incorporándose teorías como las de la cosoberanía - con los monarcas- o la soberanía del Estado que, de esa forma, se configuraba en sus efectos principalmente en la esfera del Derecho internacional. La naturaleza inmediata característica del poder constituyente y de la soberanía fue relegada por una caracterización mediata y servil, que convertía en cenizas -de ahí el éxito de la construcción liberal conservadora - la potencialidad revolucionaria del poder constituyente, y que han sido el eje de la mayor parte de las críticas al contenido transformado de poder constituyente y soberanía.
Esta debilidad en la Constitución, que dejaba de esta forma tanto de ser fruto de la soberanía de la nación, o del pueblo, y que pasaba a ser reformada ilegítimamente por el poder constituido (parlamentos), tuvo mella también en los efectos jurídicos del texto constitucional, que dejó de ser aplicable en su articulado esencialmente emancipador: la determinación y garantía de los derechos (parte dogmática). La Constitución del Estado liberal conservador fue esencialmente una Constitución sólo de nombre, nominal, mientras que materialmente se le consideraba debilitada por su condición de norma programática, desiderátum, o mera declaración de intenciones. La excepción correspondió al articulado que organizaba el Estado y caracterizaba al poder institucional constituido (parte orgánica), por cuanto era necesaria como elemento constitutivo del Estado y norma última de producción legislativa.
Una Constitución que no era legitimada por el poder constituyente democrático y que había perdido su calidad normativa era en esencia un papel mojado, como la denominó Lasalle. "Las cuestiones constitucionales no son en origen cuestiones del Derecho, sino de la política", señalaría también Lasalle. En relación con lo anterior, una de las principales enseñanzas que cabe extraer de la historia del constitucionalismo nominalista es que la Constitución, entendida exclusivamente en su sentido formal no requiere, para su existencia, de la vigencia del principio democrático, ni, por lo tanto, de la radicación de la legitimidad en la soberanía popular. El constitucionalismo conservador del siglo XIX intentó acabar con la potencialidad revolucionaria del poder constituyente afirmándose jurídicamente en oposición al principio democrático de la soberanía popular. Las Constituciones dejaron de ser Constituciones democráticas para conformarse en productos de la élite constitucionalista al servicio de intereses particulares. Perdieron con ello toda su capacidad integradora, transformadora y emancipadora.
Es cierto que el Estado liberal conservador fue producto de sus contradicciones y asumió reformas importantes para subsistir, que tuvieron lugar a finales del siglo XIX y principios del XX. Entre esta recuperación de la legitimidad se encuentran nuevos intentos de recuperar la teoría democrática del poder constituyente, que se aplicaron en varios países europeos, como los que produjeron Constituciones como las españolas de 1869 - fruto de la revolución gloriosa de 1868 - o de 1931 - II República-, la alemana de 1919 (Weimar) o la italiana de 1948, una vez finalizada la II Guerra Mundial, y que fue acompañada con un referéndum sobre la forma republicana o monárquica de Estado donde venció la primera opción. Durante las últimas dos décadas, han sido principalmente diferentes pueblos latinoamericanos (Colombia, 1990-91; Venezuela, 1999; Ecuador, 2007-2008; Bolivia, 2007-2009) los que han hecho uso de la teoría democrática del poder constituyente para acabar con situaciones anteriores y avanzar hacia nuevos textos constitucionales que profundizan en los cambios deseados por los pueblos latinoamericanos.
Más recientemente, experiencias como la islandesa o la tunecina demuestran que el resurgimiento democrático es factible en lugares muy lejanos geográfica y culturalmente, pero con el mismo empeño en buscar una solución democrática a sus problemas. El origen de estos problemas, en el caso islandés, se asemeja en la mayor parte de sus aspectos a los principios sobre los que se ha producido y ha crecido la crisis en el resto de Europa. La solución democrática de los islandeses, a través de un proceso constituyente ampliamente participativo, organizado a través de una asamblea constituyente, que ha utilizado para la redacción de su nuevo texto las modernas herramientas tecnológicas de que dispone la sociedad, nos enseña que la revolución democrática no sólo es posible en lugares más cercanos a nuestro entorno, sino que ha contado con muchos mejores resultados que la mayor parte de los conocidos trucos utilizados en la vieja Europa.
También es cierto que la teoría democrática del poder constituyente ha sido objeto de feroces críticas por parte tanto de sectores conservadores como de izquierda. Pero, finalmente, lo que es comprobable en un análisis histórico-político de los procesos de democratización es que el recurso a la teoría democrática del poder constituyente no sólo no ha comportado nunca un retroceso en los derechos de las personas y los colectivos, sino que ha constituido un recurso usado por todo tipo de sociedades como instrumento de emancipación, y sus efectos en este sentido han sido absolutamente inigualados.