LA ESTRELLA NEUTRÓN - Larry Niven

I

A unos cuantos millones de kilómetros de la estrella de neutrones, la «Skydiver» salió del hiperespacio. Necesité un par de minutos para situarme frente al fondo estelar y para darme cuenta de la distorsión que Sonya Laskin había mencionado antes de morir. Giré la nave a mi izquierda para verla, parecía del tamaño de la luna terrestre.

Estrellas coaguladas o revueltas, como si hubieran sido batidas con una cuchara.

Aunque no podía verla, cosa que tampoco esperaba, la estrella de neutrones estaba en el centro. Su diámetro era de sólo unos dieciséis kilómetros y estaba fría. Desde que la BVS-1 ardiera por fuego de fusión, habían pasado mil millones de años. Por lo menos había pasado ese tiempo desde las dos cataclismáticas semanas en que la BVS-1 había sido una estrella de rayos X, ardiendo a una temperatura de cinco mil millones de grados Kelvin. Ahora, lo único que mostraba era su masa.

Cuando la nave empezó a girar, sentí la presión del impulsor de fusión. Sin que hubiera ninguna necesidad de que yo interviniera, mi fiel perro guardián de metal me situó en una órbita hiperbólica que me llevaría a kilómetro y medio de distancia de la superficie de la estrella de neutrones. Veinticuatro horas para descender, otras veinticuatro para subir... Y, durante ese tiempo, algo intentaría matarme del mismo modo que algo había matado a los Laskin.

El mismo tipo de autopiloto, con el mismo programa, había elegido la órbita de los Laskin. No había hecho chocar su nave contra la estrella. Al parecer, podía confiar en el autopiloto, hasta era posible que pudiera cambiar su programa.

Realmente debía hacerlo.

¿Cómo me había metido en aquel agujero?

Al cabo de diez minutos de maniobra, el impulsor se desconectó. Mi órbita quedaba fijada. Si ahora intentaba retroceder, ya sabía lo que sucedería.

¡Lo único que había hecho había sido entrar en una tienda para comprar una carga nueva para mi encendedor!

En el centro de la tienda, rodeado de tres pisos de mostradores con artículos, estaba el nuevo yate intrasistema: Sinclair 2603. Había entrado para comprar una carga para mi encendedor, pero me había quedado a contemplarlo. Era una nave maravillosa, pequeña, delicada, aerodinámica y extraordinariamente diferente de todo cuanto se había construido hasta entonces. Aunque no la conduciría por nada del mundo, no era razón para dejar de admitir que era maravillosa. Asomé la cabeza por la puerta para ver el cuadro de mandos. Había infinidad de indicadores. Cuándo saqué la cabeza, todos los clientes miraban en la misma dirección. Una extraña quietud había inundado el lugar.

No se les podía reprochar que mirasen. En la tienda había muchos alienígenas dedicados principalmente a la compra de artículos de recuerdo, aunque ellos también miraban.

Entre los que se encontraban en la tienda había un titiritero. Y un titiritero es algo único. Imaginad un centauro de tres piernas, sin cabeza y con dos muñecas «Cecil, la Serpiente Marina Mareada» en los brazos, y os haréis una idea de la imagen. Los brazos son cuellos ondulantes y las muñecas auténticas cabezas, lisas y sin cerebro, con anchos y flexibles labios. El cerebro se localiza en una protuberancia ósea emplazada entre las bases de los cuellos. Este titiritero llevaba sólo su capa de pelo marrón, con una tupida orla sobre el cerebro. Me han dicho que la forma de la crin indica su posición en la sociedad, pero para mí podía haberse tratado de un obrero portuario, un joyero o el presidente de Productos Generales.

Igual que los demás, miré cómo cruzaba la planta. Y no porque no hubiese visto nunca un titiritero, sino porque en su forma de moverse sobre sus delgadas piernas y sus pequeños cascos hay algo hermoso. Me di cuenta de que venía directamente hacia mí, de que cada vez estaba más cerca. Se detuvo a unos treinta centímetros de distancia, me miró y dijo:

—Tú eres Beouwul Shaeffer, antiguo piloto jefe de las Líneas Aéreas Nakamura.

Su voz, sin el menor rastro de acento, tenía un tono de contralto muy bello. Las bocas de los titiriteros no son sólo los órganos fonéticos más flexibles que se conocen, sino también las manos más sensibles. Tienen las lenguas ahorquilladas y afiladas, los labios anchos y gruesos, con pequeños nudos en los bordes, como diminutos dedos. Imaginad a un relojero que tuviese el sentido del gusto en las yemas de los dedos...

Carraspeé y dije:

—En efecto.

Me contempló desde dos direcciones.

—¿Te interesaría un trabajo muy bien pagado?

—Me fascinaría hacer un trabajo que estuviera muy bien pagado.

—Se podría decir que yo soy el equivalente del presidente regional de Productos Generales. Ven conmigo, por favor, y hablaremos de esto en otra parte.

Le seguí hasta una cabina de desplazamiento. Me daba perfecta cuenta de que todas las miradas nos seguían. Era algo embarazoso que a uno le abordase un monstruo de dos cabezas en una tienda pública. Quizá el titiritero lo supiera, posiblemente me estuviera probando para ver hasta qué punto estaba necesitado de dinero.

Lo necesitaba, y mucho. Habían pasado ya ocho meses desde que las Líneas Aéreas Nakamura habían quebrado. Antes de eso, durante algún tiempo había estado viviendo a cuerpo de rey, convencido de que mi indemnización cubriría mis deudas. Pero nunca llegué a ver esa indemnización. Lo de las Líneas Aéreas Nakamura fue un hundimiento total. Hombres de mediana edad, respetables hombres de negocios se dedicaron a salir de sus hoteles por las ventanas sin sus cinturones elevadores. Yo seguí gastando. Si hubiese empezado a vivir frugalmente, mis acreedores habrían hecho alguna comprobación... y, a causa de las deudas, habría terminado en la cárcel.

El titiritero, con gran destreza, marcó trece rápidas teclas con su lengua. Al cabo de un momento, estábamos en otra parte. Cuando abrí la puerta de la cabina, entró una ráfaga de aire, y aspiré profundamente.

—Estamos en el techo del edificio de Productos Generales. —La sonora voz de contralto acarició mis nervios, y tuve que recordarme que no era una hermosa mujer la que hablaba, sino un alienígena—. Mientras discutimos tu misión, debes examinar esta nave espacial.

Aunque no era la estación Ventosa, salí cautelosamente. El techo estaba al nivel del suelo, así es como construimos en Nosotros Lo Hicimos. Es posible que tenga algo que ver con los vientos de más de doscientos kilómetros por hora que tenemos en verano y en invierno, cuando el eje de rotación del planeta atraviesa su primario, Procyon. Los vientos son la única atracción turística de nuestro planeta, y sería francamente vergonzoso reducirlos construyendo rascacielos a su paso. El desnudo y cuadrado techo de hormigón estaba rodeado de interminables kilómetros y kilómetros cuadrados de desierto. Aquéllos no eran como los desiertos de otros mundos habitados, era una extensión de fina arena, sin ningún indicio de vida, que parecía pedir a gritos la presencia de unos cactus. Aunque lo intentamos, el viento arranca las plantas.

La nave estaba sobre la arena, fuera del techo. Era un casco Productos Generales 2: un cilindro de cien metros de longitud por siete de anchura, puntiagudo en ambos extremos y con un leve estrechamiento, tipo cintura de avispa, cerca de la cola. Por algún motivo estaba de costado, con los amortiguadores de aterrizaje aún plegados en la cola.

¿Os habéis fijado en que todas las naves han empezado a parecer la misma? Actualmente, cerca de un noventa y cinco por ciento de las naves espaciales se construyen con uno de los cuatro cascos de Productos Generales. A pesar de que resulta más fácil y seguro construir así, de algún modo todas las naves terminan como empezaron: modelos iguales producidos en masa.

Los cascos se entregan en condiciones de transparencia total, y la gente acostumbra a pintarlos a su gusto. Concretamente aquel casco era transparente en la mayor parte de su superficie, sólo tenía pintado el morro, alrededor del sistema vital. No tenía ningún motor principal. A los lados tenía una serie de reactores retráctiles y el casco taladrado con agujeros más pequeños, cuadrados y redondos, para instrumentos de observación. A través del casco podía verlos brillar.

El titiritero iba en dirección al morro de la nave, pero algo hizo que me volviera hacia la popa para, más detenidamente, contemplar los amortiguadores de aterrizaje.

Estaban doblados. Tras los paneles del casco, curvados y transparentes, una gran presión había forzado el metal a fluir como cera caliente, hacia atrás y hacia el interior de la aguda popa.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—No lo sabemos. Estamos deseando averiguarlo.

—¿Qué quieres decir?

—¿Has oído hablar de la estrella de neutrones BVS-1?

Durante un momento me quedé pensativo.

—La primera estrella de neutrones que se encontró, y por el momento la única. Alguien la localizó hace dos años por desplazamiento estelar.

—La descubrió el Instituto del Saber de Jinx. Por un intermediario nos enteramos de que el Instituto deseaba explorar la estrella, pero para eso necesitaban una nave y todavía no tenían el suficiente dinero. Nos ofrecimos para suministrarles un casco de nave, con las habituales garantías, siempre y cuando nos facilitasen todos los datos que obtuviesen utilizándolo.

—Me parece bastante justo.

No se me ocurrió preguntarle por qué no habían hecho la exploración por su cuenta. Como la mayoría de los seres inteligentes vegetarianos, los titiriteros consideraban la prudencia el único elemento de valor.

—Dos humanos llamados Peter Laskin y Sonya Laskin quisieron utilizar la nave. Su propósito era acercarse a kilómetro y medio de la superficie en una órbita hiperbólica. En un determinado momento de su viaje, al parecer una fuerza desconocida penetró a través del casco dejando los amortiguadores de aterrizaje en el estado que ahora se encuentran. Parece ser que esa fuerza desconocida también mató a los pilotos.

—Pero eso es imposible, ¿no?

—Veo que te das cuenta del problema. Ven conmigo. —El titiritero se dirigió hacia la proa.

Desde luego que me daba cuenta del problema. Nada, absolutamente nada puede atravesar un casco de Productos Generales; ningún tipo de energía electromagnética, salvo la luz visible. Ningún tipo de materia, ni la más pequeña partícula subatómica, ni el más rápido meteoro. Al menos eso es lo que aseguran los anuncios de la compañía, y la garantía los respalda. Yo jamás lo había dudado, y nunca había oído decir que un casco de Productos Generales resultase dañado por un arma o por cualquier otra cosa.

Además, los cascos de Productos Generales son tan feos como prácticos. Si corría la noticia de que algo podía atravesar uno de sus cascos, la empresa propiedad de los titiriteros podía verse muy perjudicada. Pero no entendía cuál podía ser mi función.

Gracias a una escalerilla accedimos al morro.

El sistema vital estaba en dos compartimentos, en los que los Laskin habían utilizado pintura que rechazaba el calor. En la cabina cónica de control, el casco estaba dividido en ventanas. Detrás, estaba la sala de reposo, que carecía de ventanas y estaba cubierta de pintura refractaria plateada. De la pared trasera de la sala de reposo partía un tubo de acceso que iba a dar a los diversos instrumentos y los motores de hiperimpulsión.

En la cabina de control había dos lechos de aceleración. Tanto uno como otro estaban rotos y desprendidos de sus encajes, amontonados, como papel arrugado, contra el tablero de mandos. La parte de atrás de los colchones estaba embadurnada de un marrón herrumbroso. Por todas partes, paredes, ventanas y pantallas visuales, se veía manchas del mismo color. Era como si algo hubiese alcanzado a las camas por abajo: algo parecido a una docena de globos de juguete llenos de pintura que habían sido golpeados con tremenda fuerza.

—Eso es sangre —dije.

—En efecto, fluido circulatorio humano.

II

Veinticuatro horas para descender.

La mayor parte de las primeras doce horas las pasé en la sala de reposos, intentando leer. No había pasado nada significativo, salvo que unas cuantas veces pude observar el fenómeno que, en su último informe, había mencionado Sonya Laskin. Cuando una estrella quedaba justamente detrás de la invisible BVS-1, se formaba un halo. La BVS-1 era lo bastante pesada como para combar la luz a su alrededor, haciendo que la mayoría de las estrellas aparecieran desplazadas hacia el exterior. Cuando una estrella quedaba directamente detrás de la estrella de neutrones, su luz se desplazaba de inmediato por todas partes. El resultado era un circulito que parpadeaba una vez y desaparecía casi antes de que el ojo pudiese captarlo.

El día que me abordó el titiritero yo no sabía prácticamente nada sobre estrellas de neutrones. Aunque ahora era un especialista, seguía sin tener la más mínima idea de lo que me aguardaba cuando descendiese.

La materia que uno suele encontrar resulta ser, casi siempre, materia normal, compuesta de un núcleo de protones y neutrones rodeados de electrones en estados cuánticos energéticos. Pero en el corazón de toda estrella hay un segundo tipo de materia: allí, la terrible presión es capaz de aplastar las cubiertas de los electrones. El resultado es materia degenerada: núcleos unidos de un modo forzado como consecuencia de la presión y de la gravedad, pero que se mantienen separados dada la repulsión mutua del «gas» electrónico, más o menos constante, que los rodea. Unas adecuadas circunstancias pueden crear un tercer tipo de materia.

Imaginemos una enana blanca apagada cuya masa es 1,44 veces superior a la masa del Sol (Límite de Chandrasejar, llamado así por un astrónomo indio norteamericano del siglo veinte). En una masa de ese tipo, la presión electrónica no sería suficiente para separar a los electrones de los núcleos. Los electrones se verían empujados contra los protones, con lo que se crearían neutrones. En el caso de una terrible explosión, la mayor parte de la estrella pasaría de ser una masa comprimida de materia degenerada a ser un apretado montón de neutrones. Y, teóricamente, el neutronio es la materia más densa que es posible hallar en este universo. La mayor parte del resto de materia normal y degenerada se dispersaría con la explosión provocada por el calor liberado.

Durante dos semanas, al descender su temperatura interna de cinco mil millones de grados Kelvin a quinientos millones, la estrella irradiaría rayos X. Después de lo cual sería un cuerpo emisor de luz de quizá quince o treinta kilómetros de diámetro: lo más próximo a la invisibilidad. Así pues, no era extraño que la BVS-1 fuese la primera estrella de neutrones descubierta.

Tampoco era extraño que el Instituto del Saber de Jinx hubiese dedicado mucho tiempo y muchos esfuerzos a su estudio. Hasta que se descubrió la BVS-1, el neutronio y las estrellas neutrónicas no eran más que teorías. La exploración de una estrella de neutrones real podía ser verdaderamente importante. Las estrellas de neutrones podían proporcionar la clave del auténtico control de la gravedad.

Masa de la BVS-1: aproximadamente 1,3 veces la del Sol.

Diámetro de la BVS-1 (teórico): dieciséis kilómetros de neutronio, cubiertos de casi uno de materia degenerada, cubierta a su vez de, posiblemente, cuatro metros de materia ordinaria.

Velocidad de escape: aproximadamente 200.000 kilómetros por segundo.

Hasta que los Laskin fueron a explorarla, no se sabía nada más de la pequeña estrella negra. Ahora el Instituto conocía un dato más: el spin de la estrella.

—Una masa tan grande puede, con su rotación, distorsionar el espacio —dijo el titiritero—. La órbita hiperbólica de la nave del Instituto se alteró de tal modo que pudimos deducir que el período de rotación de la estrella es de dos minutos veintisiete segundos.

El bar estaba situado en algún lugar del edificio de Productos Generales. No sé con exactitud dónde, aunque con las cabinas de transferencia no importa. Mis ojos estaban fijos en el camarero que nos atendía, que era también un titiritero. Naturalmente, sólo un cliente que también lo fuese desearía que le sirviese un titiritero, pues cualquier bípedo sentiría repugnancia al saber que alguien había preparado su consumición con la boca. Yo ya había decidido que cenaría en otro sitio.

—Comprendo vuestro problema —dije—. Si se descubre que algo puede atravesar uno de vuestros cascos y matar a la tripulación, vuestras ventas se verán afectadas. Pero, ¿qué pinto yo en todo esto?

—Queremos repetir el experimento de Sonya y Peter Laskin. Debemos descubrir...

—¿Conmigo?

—Sí. Es preciso que descubramos qué es eso que nuestros cascos no pueden detener. Naturalmente, siempre puedes...

—Ni hablar.

—Estamos dispuestos a ofrecer un millón de estrellas. Durante un preciso instante me sentí tentado.

—Ni hablar —repetí.

—Naturalmente, se te permitirá construir tu propia nave utilizando un casco 2 de Productos Generales.

—Gracias, pero prefiero seguir viviendo.

—Supongo que no te gustará demasiado verte en la cárcel. Sé que en Nosotros Lo Hicimos se ha restablecido la prisión por deudas. Si Productos Generales hiciese públicas tus deudas...

—Bueno, la verdad es que...

—Tu deuda asciende casi quinientas mil estrellas. Pagaremos a tus acreedores antes de que te vayas. Si regresas, te pagaremos el resto. Posiblemente te pediremos que hables sobre el viaje con los representantes de los medios de información, en cuyo caso habrá más estrellas.

Tuve que admitir la honradez de aquella criatura por no decir cuando regreses.

—¿Me decías que podría construir mi propia nave?

—Naturalmente. No se trata de un viaje de exploración, queremos que regreses sano y salvo.

—Acepto el trato —dije.

Después de todo, el titiritero había intentado hacerme chantaje; lo que pudiese pasar luego sería culpa suya.

En sólo dos semanas construyeron mi nave. Utilizaron un caso 2 de Productos Generales, exactamente igual que el de la nave del Instituto del Saber; el sistema vital era prácticamente una copia exacta de los Laskin, pero ahí terminaba la semejanza. No había ningún instrumento para observar estrellas de neutrones. En su lugar, había un motor de fusión lo bastante grande para una nave de guerra Jinx. En mi nave, a la que llamaría «Skydiver», el impulsor podía producir treinta # en el límite de seguridad. El cañón láser que había era lo bastante grande para atravesar la luna de Nosotros lo Hicimos. El titiritero quería que yo me sintiese seguro, y ya me sentía, pues podía luchar y correr. Especialmente, correr.

Oí media docena de veces el último comunicado de los Laskin. Su nave había salido del hiperespacio a millón y medio de kilómetros de la BVS-1. La gravedad le habría impedido acercarse más por el hiperespacio. Mientras su mando se arrastraba por el tubo de acceso para comprobar los instrumentos, Sonya Laskin se había puesto en contacto con el Instituto del Saber. «... todavía no podemos verla a simple vista, aunque podemos ver dónde está. Siempre que una estrella queda detrás, hay un pequeño anillo de luz durante sólo un minuto. Peter está preparándose para utilizar el telescopio...»

Luego, la masa de la estrella había cortado el lazo hiperespacial. Era algo que ya se esperaba y por eso entonces nadie se había inquietado. Más tarde, al sufrir el ataque, el mismo efecto debió de impedirles huir al hiperespacio.

Cuando los equipos de socorro encontraron la nave, lo único que seguía funcionando eran las cámaras y el radar. No era gran cosa. En la cabina no había ninguna cámara. Pero, por un instante, la cámara delantera nos dio una visión, difuminada por la velocidad, de la estrella de neutrones. Era un disco informe del color naranja de un ascua. Aquel objeto hacía mucho tiempo que era una estrella de neutrones.

—No habrá ninguna necesidad de pintar la nave —le dije al presidente.

—No deberías hacer este viaje con paredes transparentes, puedes volverte loco.

—Sé lo que es el espacio. La angustiosa visión del espacio desnudo no me afecta demasiado. No quiero tener a nadie siguiéndome sin poder verlo.

El día antes de mi partida, me senté solo en el bar de Productos Generales y dejé que el camarero alienígena me preparase algo de beber con su boca. No lo hacía mal. Por todo el bar había grupos de dos o tres titiriteros, con un par de hombres para variar; pero la hora de las bebidas todavía no había llegado. El local parecía vacío.

Me sentía satisfecho de mí mismo. Aunque no me importase mucho yendo a donde se iba, todas mis deudas quedaban pagadas. Me iría sin un minicrédito a mi nombre; sólo con la nave...

En resumidas cuentas, había salido de una situación apurada. Esperaba que me resultase agradable ser un rico exilado.

Al ver que un individuo se sentaba frente a mí, me incorporé sobresaltado. Era un extranjero, un hombre de mediana edad; iba vestido con un traje negro muy caro de hombre de negocios y llevaba una asimétrica barba blanca como la nieve. Hice un gesto hosco y me dispuse a levantarme.

—Siéntese, señor Shaeffer.

—¿Por qué?

Por toda respuesta, me enseñó un disco azul, una señal de identificación del gobierno-Tierra. Lo miré por encima para demostrar que estaba atento, aunque en el fondo no me importaba gran cosa.

—Me llamo Segismundo Ausfaller —dijo el empleado del gobierno—. Quiero decirle algo respecto a la misión que le ha encomendado Productos Generales.

Asentí, sin decir nada.

—Como es normal, nos han enviado información de su contrato verbal. En él he podido advertir varias cosas curiosas. Señor Shaeffer, ¿realmente va a correr usted ese riesgo por sólo quinientas mil estrellas?

—Voy a recibir el doble.

—Pero sólo dispondrá de la mitad, el resto será para pagar sus deudas. Además, no debe olvidar los impuestos. Pero no importa. Lo que he pensado es que una nave espacial es una nave espacial, y la suya está muy bien armada y tiene muy buenos motores. Si se sintiese tentado a venderla, sería una nave de combate muy valiosa.

—Pero no es mía.

—Los hay que no preguntarían. Los de Cañón, por ejemplo, o el partido aislacionista de Tierra de las Maravillas.

No contesté.

—O se podría usted plantear el hecho de dedicarse a la piratería. Un negocio arriesgado, la piratería; no tomo en serio la idea.

Yo ni tan siquiera había pensado en lo de la piratería. Pero en cuanto a Tierra de las Maravillas...

—Lo que quiero decirle, señor Shaeffer, es que un solo hombre, si fuese lo bastante deshonesto, podría perjudicar terriblemente la reputación de los seres humanos en todas partes. La mayoría de las especies considera necesario controlar la moral de sus miembros, y nosotros no somos ninguna excepción. Se me ha ocurrido la idea de que tal vez usted pudiese no llevar su nave a la estrella de neutrones, que la llevase a otro sitio y la vendiese como pacifistas que son los titiriteros no construyen naves de guerra invulnerables. Su «Skydiver» es única.

»En consecuencia, he pedido a Productos Generales que me permita instalar una bomba de control remoto en la «Skydiver». Situada dentro del casco, éste no podría protegerle. La he instalado esta tarde.

»Si en el plazo de una semana usted no informa, me veré obligado a utilizar la bomba. En una semana de recorrido por el hiperespacio, partiendo de aquí, hay varios mundos, pero todos reconocen la autoridad de la Tierra. Si usted huye, se verá obligado a abandonar su nave antes de que transcurra una semana, por lo que difícilmente podrá aterrizar en un mundo habitado. ¿Está claro?

—Muy claro.

—Si le he juzgado mal, puede usted hacer una prueba con el detector de mentiras y demostrarlo. Luego, puede usted aplastarme la nariz, y yo me disculparé caballerosamente.

Se levantó, se inclinó y me dejó allí sentado, sobrio del todo.

Las cámaras de los Laskin habían grabado cuatro películas. En el tiempo que me quedaba, las examiné varias veces, sin que nada llamase mi atención. Si la nave hubiese chocado contra una nube de gas, el impacto podría haber matado a los Laskin. En el perihelio se movían a más de la mitad de la velocidad de la luz. Pero tendría que haberse producido fricción, y en las películas no vi el menor indicio de calentamiento. Si les había atacado algo vivo, la bestia había sido invisible al radar y a una enorme gama de frecuencias luminosas. Si accidentalmente los reactores se hubiesen disparado (estaba tratando de analizar todas las posibilidades), la luz y el resplandor se hubiesen visto en alguna de las películas.

Junto a la BVS-1 tenía que haber aterradoras fuerzas magnéticas, pero no podrían haberles hecho ningún daño. Ninguna fuerza de ese tipo podía atravesar un casco de Productos Generales. Ni tampoco el calor, salvo en bandas especiales de luz radiada, bandas visibles para alguno de los clientes alienígenas de los titiriteros. Yo teñí a opiniones contrarias respecto al casco de Productos Generales, pero todas iban referidas a la anónima vulgaridad del diseño. O lo que tal vez me molestase fuese el hecho de que Productos Generales disfrutase de un cuasi monopolio en cascos de naves espaciales y no fuese propiedad de los seres humanos. Pero si, por ejemplo, tuviese que confiar mi vida al yate Sinclair que había visto en la tienda, habría elegido la cárcel.

La cárcel era una de mis tres posibles elecciones. Pero me pasaría allí toda la vida, Ausfaller se encargaría de que así fuese.

También cabía la posibilidad de escaparme en la Skydiver, pero ningún mundo al que pudiese llegar en el tiempo de que disponía me serviría de refugio. Claro que, si encontrase un mundo parecido a la Tierra y aún no descubierto a una semana de Nosotros Lo Hicimos...

Pero sería pura casualidad. Una casualidad muy remota. Prefería la BVS-1.

III

Me pareció que el círculo de luz brillante iba haciéndose mayor, pero no podía estar seguro puesto que brillaba muy de vez en cuando. La BVS-1 no aparecía siquiera en mi telescopio. Prescindí de él y me senté a esperar.

Mientras, recordé un verano, hacía ya mucho, que pasé en Jinx. Algunos días, cuando un banco de nubes iluminaba el paisaje con una cruda luz solar blanquiazul nos impedía salir, nos entreteníamos llenando globos con agua y tirándolos, desde una altura de tres pisos, a la acera. Al estallar, hacían dibujos encantadores, pero se secaban con demasiada rapidez. De modo que decidimos echar un poco de tinta en cada globo antes de llenarlo. Así, conseguíamos que las formas permaneciesen.

Cuando las sillas cayeron Sonya Laskin estaba sentada en una. Manchas de sangre mostraban que había sido Peter quien había chocado con las sillas, como un globo lleno de agua arrojado desde gran altura.

¿Qué podía atravesar un caso de Productos Generales?

Diez horas para descender.

Tras desabrochar la red de seguridad, hice un viaje de inspección. El túnel de acceso tenía un metro de anchura, lo justo para pasar por él en caída libre. Debajo de mí se extendía el tubo de fusión; a la izquierda, el cañón láser; a la derecha, una serie de curvados tubos laterales que se dirigían a los puntos de inspección del giroscopio, las baterías y el generador, la planta de aire y los motores de acceso al hiperespacio. Salvo yo, todo lo demás estaba en orden. Yo me notaba torpe. Mis saltos eran siempre demasiado cortos o demasiado largos. Al final de la popa no había espacio suficiente para girar, así que me vi obligado a retroceder casi veinte metros hasta un tubo lateral.

Sólo faltaban seis horas para el descenso y aún no podía encontrar la estrella de neutrones. Probablemente pasando a algo más de la mitad de la velocidad de la luz, la viese sólo un instante. Mi velocidad debía de ser ya enorme.

¿Se volvían azules las estrellas?

Faltaban dos horas, y estaba convencido de que se volvían azules. ¿Iba a tanta velocidad? Entonces las estrella de atrás debían aparecer rojas. La maquinaría me impedía ver lo que había a mis espaldas, así que utilicé el giroscopio. La nave se volvió con extraña lentitud. Las estrellas que había detrás de mí eran azules, no rojas. Estaba rodeado por todas partes de estrellas blanquiazules.

Imaginaos la luz cayendo en un pozo gravitacional increíblemente profundo. No acelerará, pues la luz no puede moverse más deprisa que la luz. Pero puede ganar en energía, en frecuencia. Con el descenso, la luz caía sobre mí con una intensidad que aumentaba progresivamente.

Lo comuniqué al dictáfono, probablemente fuese el elemento mejor protegido de la nave. Había decidido ya ganar mi dinero utilizándolo, como si esperase recoger una cosecha. Interiormente, me preguntaba qué intensidad llegaría a alcanzar la luz.

La nave había vuelto a la posición vertical, con su eje enfilando la estrella de neutrones, pero ahora dándole la popa. Yo creía que la nave estaba en posición horizontal. Más torpezas. Utilicé el giroscopio. De nuevo, la nave se movía suavemente, hasta que pareció fijarse en mitad del balanceo. Luego, pareció asentarse automáticamente. Era como si prefiriese que su eje enfilara la estrella de neutrones.

Esto no me gustó nada.

Aunque intenté maniobrar de nuevo, la nave seguía resistiéndoseme. Pero esta vez había algo más, algo tiraba de mí.

Así que solté la red de seguridad y caí de cabeza hacia el morro.

El empuje era ligero, de aproximadamente una décima de g. Parecía más como hundirse en miel que una caída. Regresé a mi silla, me aseguré en ella como mi red, ahora colgando boca abajo, y puse en marcha el dictáfono. Expliqué la situación con tanto detalle que mis hipotéticos oyentes pondrían inevitablemente en entredicho mi hipotética cordura.

—Creo que esto es lo que les pasó a los Laskin —concluí—. Si el empuje aumenta, volveré a hablar.

¿Creo? Nunca lo dudé. Aquel extraño y suave empuje era inexplicable. Algo inexplicable había matado a Peter y Sonya Laskin, que en paz descansen.

Cerca del punto donde debía encontrarse la estrella de neutrones las otras estrellas parecían manchas de pintura al óleo, trazadas radialmente, brillaban con una luz colérica y penosa. Mientras intentaba pensar, seguí colgado boca abajo en la red.

Al cabo de una hora estaba ya convencido: el empuje se incrementaba. Y aún me quedaba una hora de caída. Y una fuerza tiraba de mí, pero no de la nave.

No, aquello era absurdo. ¿Qué era lo que podía llegar hasta mí atravesando un casco de Productos Generales? Tenía que ser al revés. Algo estaba empujando la nave y desviándola de su curso.

Si las cosas empeoraban, tenía la posibilidad de utilizar el impulsor para compensar. Mientras tanto, la nave estaba siendo desviada de la BVS-1, para mí aquello era bueno.

Pero si me equivocaba, si no había nada que desviaba la nave de la BVS-1, el motor de propulsión enviaría a la «Skydiver» a estrellarse contra dieciséis kilómetros de neutronio.

¿Y por qué no funcionaba ya el motor de propulsión? Si la nave estaba siendo desviada de su curso, el piloto automático debería reaccionar. Al hacer mi viaje de inspección por el tubo de acceso había comprobado el acelerómetro, estaba en perfectas condiciones.

¿Podía haber algo que estuviera empujando a la nave y al acelerómetro, pero no a mí?

La conclusión era absurda, algo que podía atravesar un casco de Productos Generales.

Al diablo la teoría, me dije. Tengo que salir de aquí. Y comuniqué al dictáfono:

—El empuje aumenta peligrosamente. Intentaré alterar mi órbita.

Por supuesto, al girar la nave hacia afuera y utilizar el propulsor, añadiría mi propia aceleración a la fuerza X. Sería duro, pero podría soportarlo durante un tiempo. Si me acercaba a kilómetro y medio de la BVS-1 acabaría como Sonya Laskin.

Seguramente, ella debía de haber esperado, boca abajo, en una red como la mía; esperado sin una unidad impulsora; esperado mientras la presión aumentaba y la red penetraba en su carne; esperado hasta que la red se rompiese y ella cayese hacia el morro de la nave, donde quedaría aplastada y destrozada hasta que la fuerza X liberase a las mismas sillas y las arrojase sobre ella.

Aunque puse en marcha los giroscopios, éstos no eran lo bastante potentes para desviarme. Lo intenté tres veces. En cada una de las ocasiones la nave giró unos cincuenta grados y se quedó allí, inmóvil, mientras el chirrido de los giroscopios crecía y crecía. Liberada, la nave se situó inmediatamente en posición. Quedó apuntando de morro hacia la estrella de neutrones, y así habría de seguir.

Media hora de descenso, y la fuerza X era superior a un g. Aquello era un auténtico calvario para mí. Los ojos los tenía desorbitados, como a punto de salirse de las órbitas. Dudo que hubiese podido sostener un cigarrillo entre los dedos, pero preferí no cerciorarme. Cuando me había escurrido hacia el morro de la nave, mi paquete de «Afortunados» se me había caído del bolsillo. Allí estaba, un metro más allá de mis dedos, prueba de que la fuerza X no actuaba sólo sobre mí, sino también sobre otros objetos. Fascinante.

No podía aguantar más. Si aquello me arrastraba hacia la estrella de neutrones, tenía que utilizar el impulsor. Y lo hice. Aproximadamente, logré situarme en caída libre. La sangre que se había acumulado en mis extremidades volvió a su sitio. El indicador señaló 1,2 g. Maldije al robot por mentiroso.

Alrededor del morro flotaba el paquete de cigarrillos, y se me ocurrió que un pequeño giro extra en la válvula lo atraería hacia mí. Lo intenté. El paquete avanzó hacia mí, y yo extendí la mano, pero, como si se tratase de un ser inteligente, aceleró la velocidad y la esquivó. Cuando pasaba junto a mi oído, lo intenté de nuevo, pero seguía moviéndose demasiado aprisa. Aquel paquete se deslizaba con gran rapidez, considerando que allí estaba yo, prácticamente en caída libre. Cayó atravesando la entrada de la sala de reposo, aumentando aún más su velocidad y, al penetrar en el tubo de acceso, se desvaneció. Segundos más tarde oí un contundente golpe.

Aquello era una locura, la fuerza X estaba ya acumulando sangre en mi cara. Saqué mi encendedor, extendí el brazo con él en la mano, y lo dejé caer. Suavemente cayó hacia el morro. Pero el paquete de «Afortunados» había golpeado como si lo hubiese dejado caer de un edificio.

Bien.

Ligeramente, volví a accionar la válvula. El murmullo del hidrógeno en fusión me recordó que si intentaba mantenerlo así durante todo el camino, podría someter el casco de Productos Generales a su más dura prueba: chocar con una estrella de neutrones a la mitad de la velocidad de la luz. Ya me lo podía imaginar: un casco transparente con sólo unos cuantos milímetros cúbicos de materia de una estrella enana adosados a la punta del morro.

A 1,4 g, según aquel mentiroso indicador, el encendedor se desprendió y avanzó hacia mí. Lo dejé ir. Estaba cayendo claramente cuando llegó a la puerta. Accione la válvula hacia atrás. Aunque la pérdida de impulso me lanzó violentamente hacia delante, mantuve la cara vuelta. La velocidad del encendedor disminuyó y vaciló a la entrada del tubo de acceso. Decidió continuar. Agucé el oído a la espera del ruido, y luego di un salto cuando toda la nave resonó como un gong.

El acelerómetro estaba justo en el centro de gravedad de la nave. De otro modo, la masa de la nave habría sacudido la aguja indicadora. Los titiriteros eran capaces de una exactitud de diez decimales.

Tras conceder al dictáfono unos cuantos comentarios rápidos, me puse a trabajar en la reprogramación del piloto. Afortunadamente, lo que quería hacer era simple. La fuerza X no era más que una fuerza X para mí, pero ahora sabía cómo actuaba. Realmente podría superarlo.

Las estrellas que había junto a aquel punto especial eran ferozmente azules. Creí que podía verla, muy pequeña, débil y roja; pero posiblemente sólo fuese mi imaginación. En veinte minutos estaría girando alrededor de la estrella de neutrones. A mi espalda, el impulsor gruñó. En caída libre efectiva, desaté la red de seguridad y me levanté de la silla.

Entonces, hubo un suave empujón y manos espectrales atenazaron mis piernas. Cinco kilos de peso colgaban de mis dedos. La presión debía disminuir rápidamente. Programaría el piloto automático para que, en los dos minutos siguientes, redujese a cero el empuje de dos g. Lo único que tenía que hacer era permanecer en el centro de gravedad, el tubo de acceso, cuando el empuje llegase a cero.

Algo que atravesaba un casco de Productos Generales presignaba la nave. ¿Una forma de vida psicocinética varada en un sol de dieciséis kilómetros de diámetro? Pero, ¿cómo podía vivir algo con aquella gravedad?

Algo podía mantenerse en órbita. En el espacio hay vida: intrusos, semillas volantes y, quizás, otros elementos que todavía no hemos descubierto. En realidad, la BVS-1 podía estar viva. Daba igual. Yo sabía lo que intentaba hacer la fuerza X, estaba intentando partir la nave.

Ahora no había ninguna presión sobre mis dedos. Me impulsé hacia atrás y aterricé en la pared posterior, con las piernas flexionadas. Me arrodillé sobre la puerta, mirando hacia atrás y hacia abajo. Cuando llegó la caída libre, me introduje por allí y me vi en la sala de reposo, mirando hacia abajo y hacia delante, hacia el morro.

La gravedad cambiaba más rápidamente de lo que yo deseaba. A medida que se aproximaba la hora cero y disminuía el empuje compensatorio del propulsor, la fuerza X iba creciendo. La fuerza X tendía a partir la nave; era de dos g delante, en el morro, dos g atrás, en la cola, y disminuía hasta cero en el baricentro de la nave. O, al menos, yo así lo esperaba. El paquete de cigarrillos y el encendedor se habían comportado como si la fuerza que les atraía hubiese aumentado a cada centímetro que avanzaban hacia la puerta.

El dictáfono me resultaba totalmente inalcanzable, estaba a casi veinte metros por debajo de mí. Si tenía algo más que decir a Productos Generales, se lo diría personalmente. Posiblemente, tuviese oportunidad de hacerlo, puesto que sabía qué fuerza intentaba destrozar la nave.

Era la marea.

El motor no estaba funcionando y yo me encontraba en el punto medio de la nave. La posición de tendido en que me encontraba, me estaba resultando muy cómoda. Faltaban cuatro minutos para el perihelio.

Debajo de mí algo restalló en la cabina. No pude ver lo que era, pero vi con toda claridad un punto rojo brillando ferozmente entre azules líneas radiales, como una linterna en el fondo de un pozo. A los lados, entre el tubo de fusión, los tanques y otros elementos, las estrellas azules resplandecían delante de mí con una luz casi violeta. Me daba miedo mirar demasiado. Pensé que realmente podían cegarme.

En la cabina debía de haber centenares de g. Incluso podía sentir el cambio de presión. A cincuenta metros por encima de la sala de control, el aire era muy tenue.

Entonces, de manera súbita, el punto rojo se hizo más que un punto. Mi tiempo terminaba. Un disco rojo saltó hacia mí; la nave se balanceó a mi alrededor; yo jadeé y cerré con fuerza los ojos. Suavemente pero con gran firmeza, manos gigantes agarraron mis brazos, mis piernas mi cabeza, e intentaron partirme en dos. En aquel momento recordé que así había muerto Peter Laskin. Sin duda, él había hecho las mismas suposiciones que yo, y había intentado refugiarse en el tubo de acceso. Pero había resbalado por él. Lo mismo que me estaba pasando a mí...

Cuando abrí los ojos el punto rojo se hundía en la nada.

IV

Insistentemente, el titiritero presidente dijo que se me internase en un hospital para observación. No me opuse. Tenía la cara y las manos rojas e inflamadas, comenzaban a salirme ampollas y me dolía todo como si me hubiesen dado una paliza. Lo que yo quería era descanso y amorosos y tiernos cuidados.

Cuando la enfermera entró para anunciar una visita, yo estaba flotando entre un par de placas de dormir, terriblemente incómodo. Por la extraña expresión de la enfermera, supe quién era.

—¿Qué puede atravesar un casco de Productos Generales? —le pregunté.

—Yo esperaba que tú me lo dijeras.

El presidente se apoyó en su única pierna trasera, sosteniendo un tubo que desprendía un humo verde con olor a incienso.

—Y lo haré. Gravedad.

—No te burles de mí. Es una cuestión vital.

—No me burlo. ¿Tiene luna vuestro mundo?

—Es un dato secreto.

Los titiriteros son recelosos, nadie sabe de dónde vienen, y es poco probable que dejen que se descubra.

—¿Sabes lo que pasa cuando una luna se acerca demasiado a su primario?

—Que se disgrega.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Mareas.

—¿Qué es una marea?

Vaya, dije para mí.

—Intentaré explicártelo. La Luna de la Tierra mide alrededor de tres mil kilómetros de diámetro y no tiene rotación respecto a la Tierra. Imagina que cogemos dos rocas en la Luna, una en el punto más próximo a la Tierra y otra en el punto más alejado.

—Muy bien.

—¿No crees que es evidente que si dejamos esas rocas abandonadas a sí mismas se separarían una de otra? Están en dos órbitas distintas, órbitas concéntricas, una de ellas a unos tres mil kilómetros más lejos de la otra. Sin embargo, esas rocas se ven obligadas a moverse a la misma velocidad orbital.

—La exterior se mueve más deprisa.

—Buena observación. Consecuentemente, hay una fuerza que intenta partir en dos la Luna. La gravedad es lo que la mantiene unida. Si la Luna se aproximase lo bastante a la Tierra esas dos rocas se alejarían una de otra.

—Comprendo. Y esta marea intentó partir en dos tu nave. Era lo bastante poderosa en el sistema vital de la nave del Instituto como para sacar de sus encajes las sillas de aceleración.

—Y para aplastar a un ser humano. Imagínatelo. El morro de la nave estaba exactamente a once kilómetros del centro de la BVS-1. La cola, cien metros más allá. Abandonadas a sí mismas, se habrían situado en órbitas completamente diferentes. Cuando me acerqué lo bastante mi cabeza y mis pies intentaron hacer lo mismo.

—Comprendo. ¿Estas mudando?

—¿Qué?

—He visto que estás perdiendo tu tegumento exterior en algunos puntos.

—Ah, eso. Me quemó la luz de la estrella. Durante un instante, dos cabezas se miraron entre sí. ¿Se había encogido de hombros? Al fin, dijo:

—El resto de tu dinero lo hemos depositado en el Banco de Nosotros Lo Hicimos. Un humano, llamado Sigmundo Ausfaller, ha congelado la cuenta hasta que se evalúen tus impuestos.

—Vaya.

—Si aceptas hablar con los informadores ahora, y les explicas lo que pasó con la nave del Instituto, te pagaremos diez mil estrellas. Te las pagaremos en efectivo para que puedas utilizarlas inmediatamente. Es urgente. Ha habido rumores.

—Hazlos pasar. —Y luego añadí—: Puedo decirles también que tu mundo no tiene luna, eso podría ser una noticia interesante.

—No entiendo.

Pero dos largos cuellos se habían echado hacia atrás, y el titiritero me observaba como un par de pitones.

—Sabrías lo que es una marea si en tu planeta hubiese luna. Lo sabrías inevitablemente.

—¿Estarías interesado si se tratara de...

—¿Un millón de estrellas? Me fascinaría. Incluso firmaría un contrato si incluye lo que estamos ocultando. ¿Cómo te sienta el chantaje?