...OJO DE LA NOCHE - Algis Budrys
I
SUAVE como la voz de una paloma triste, el teléfono sonó en la mesa de despacho de Rufus Sollenar. Este se hallaba de pie a unos cincuenta pasos, su cabeza leonina hacia arriba, las manos abiertas metidas en los bolsillos de sus pantalones, mirando el mundo nocturno a través del muro de cristal desde el que divisaba la isla de Manhattan. El ventanal estaba tan alto que algunas de las cosas que él veía aparecían veladas por las nubes bajas que se cernían sobre los ríos. Por encima de él había estrellas; por debajo, la ciudad estaba punteada y bordeada de luces. Una estrella fugaz —un cohete interplanetario— cayó trazando una raya hacia la Long Island Facility como un arañazo a través del hollín de las puertas del infierno.
Los ojos de Sollenar lo percibieron, pero él estaba contemplando la escena en conjunto, no un detalle particular. Los ojos le brillaban.
Cuando oyó el teléfono se llevó la mano izquierda a sus labios.
—¿Sí?
Su mano centelleaba a causa del anillo utilijem; el efecto era el mismo que producía el chapeado de cobre que antaño se utilizaba para reforzar el costillaje de los buques de guerra de madera.
La voz de su recepcionista se trasladó por el aire desde la proximidad de su mesa de despacho a la proximidad de su oído. Sentada ante la centralita de su oficina, dondequiera que ésta se encontrara, en el edificio, la recepcionista le dijo:
—El señor Ermine dice que tiene una cita.
—No —Sollenar retiró la mano y volvió a contemplar el panorama. Cuando era veinte años más joven, y dirigió la modesta fábrica de aparatos ópticos que había proporcionado el sustento a tres generaciones de Sollenar, él había deseado muchísimo poder estar en un sitio como éste y sentir lo que él imaginaba que los hombres sentían en tales circunstancias. Pero ahora le parecía inimaginable.
Estar aquí era una cosa. Haber casi perdido el derecho y recuperarlo en el último momento era otra. Ahora sabía que no sólo podía estar hoy aquí, sino que también mañana y pasado mañana podría seguir estando. Había ganado. Su juego le había dado EmpaVid, y EmpaVid le daría todo.
La ciudad no era sólo un botín depositado ante sus ojos. Era también un sistema dinámico que él podía manipular. Él y la ciudad eran una sola cosa. La ciudad le animaba y le sustentaba; le mantenía aquí en el aire, con las estrellas en el cielo y una densa niebla de luz por debajo.
El teléfono gimió:
—El señor Ermine asegura que tiene una cita en firme.
—Nunca he oído hablar de él.
Y los utilijemes de su mano izquierda cayeron de nuevo de los labios de Sollenar. Disfrutaba con aquellos juguetes. Elevó su mano derecha, envuelta en la insustancial seda azul de medianoche, en la cual los hilos plateados de la instalación metálica corrían sutilmente hacia las puntas de los dedos. Levantó la mano, y apretó con dos dedos juntos: detrás y delante de él empezó a sonar música. Hizo contacto con otra combinación de circuitos de dedos, y una suave risa femenina vino desde la terraza que había al otro lado de la habitación, donde se abrieron unas puertas que estaban conectadas. Se dirigió hacia ellas. Unos cortinajes translúcidos colgaban sobre la puerta, ondulándose ligeramente por la brisa que soplaba en la terraza. A través de ella vio el taburete con su candelabro encendido; el vino en hielo, sobre el estante de aliado; las dos frágiles sillas; Bess Allardyce, esbelta y majestuosa, sentada en una de ellas, esperaba todo esto a través de una difusa cortina, como el principio o el fin de un sueño.
—El señor Ermine te recuerda que la cita le fue concedida en la cena anual de negocios de la Asociación Internacional de Radiodifusión en 1998.
Sollenar completó su último paso, y luego se detuvo. Frunció el ceño a su mano izquierda.
—¿Está el señor Ermine en la Oficina Especial de Relaciones Públicas de la IAB?
—Sí —contestó la voz después de una pausa.
Los dedos de la mano derecha de Sollenar se encogieron para formar un cono. La puerta de conexión se cerró. La chica desapareció. La música cesó.
—Está bien, dígale que suba.
Sollenar fue a sentarse detrás de su mesa de despacho.
En la puerta de la oficina sonó un carillón. Sollenar dobló un dedo de su mano izquierda, y la puerta se abrió. Con otro gesto, encendió las luces de encima de la puerta y él se sentó en la sombra mientras el señor Ermine entraba.
El señor Ermine iba vestido con prendas de color herrumbre. Su figura era enjuta y no llevaba nada en las manos. Tenía el rostro redondeado y blando, con patillas largas y negras. Su cabeza estaba calva. Se detuvo justo en el umbral del despacho de Sollenar y dijo:
—Me gustaría que hubiera un poco de luz para poder verlo, señor Sollenar.
Sollenar dobló su dedo meñique.
Las luces del techo se convirtieron en una luz suave que iluminó todo el despacho. El muro de cristal se convirtió en un espejo, en el cual tan sólo relucían las luces más fuertes de la ciudad.
—Yo sólo deseaba verle a usted —explicó Sollenar—. Pensé que quizá nos habíamos visto antes.
—No —respondió Ermine, al tiempo que cruzaba el despacho—. No es probable que usted me haya visto nunca. —Sacó un tarjetero de su bolsillo y se identificó debidamente ante Sollenar—. Yo no soy un impertinente.
—Por favor, siéntese —le dijo Sollenar—. ¿En qué puedo servirle?
—De momento, señor Sollenar, soy yo el que está haciendo algo por usted.
Sollenar se retrepó en su asiento.
—¿De veras? ¿Ahora? —Frunció el ceño a Ermine—. Cuando yo intervine en la aprobación de aquellos reglamentos en la cena del 98, creí que una Oficina Especial de Relaciones Públicas sería algo muy conveniente para la organización. En consecuencia voté a favor de ella y de los poderes que le eran otorgados. Pero nunca esperé tener ninguna clase de tratos personales con ella. Apenas recordaba que ustedes tenían carta blanca respecto a cualquier miembro de la IAB.
—Bueno, ha pasado mucho tiempo desde el 98 —repuso Ermine—. Me imagino que se han creado algunas leyendas acerca de nosotros. Chismes de industriales, cosas por el estilo.
—Sí.
—Pero nosotros no nos limitamos a velar por el cumplimiento de los reglamentos, señor Sollenar. Usted no ha quebrantado ninguno, que nosotros sepamos.
—O que lo sepa yo. Pero nadie puede estar seguro al ciento por ciento. Y menos en estas circunstancias. —Sollenar aún no relajó su rostro en su magnifica sonrisa—. Estoy seguro de que usted lo habrá descubierto.
—Tengo un hermano mayor mucho menos ambicioso que trabaja en el FBI. Cuando yo empecé mi carrera, él me dijo que yo podía esperar que cualquiera en el mundo reaccionara como un criminal —dijo Ermine, sin prestar atención al involuntario guiño de Sollenar—. Ese es uno de los factores que complican una profesión como la de mi hermano o la mía. Pero he venido aquí a aconsejarle, señor Sollenar. Sólo a eso.
—¿A aconsejarme qué, señor Ermine?
—Bueno, su corporación ha conseguido recientemente el control de un nuevo sistema video. Comprendo que ello, en efecto, hace de su compañía la única que puede otorgar licencias para un medio de ventas y diversión muy valioso. Fantásticamente valioso.
—El EmpaVid —convino Sollenar—. Varios estímulos subliminales son emitidos y manipulados sobre la materia exhibida. Los televisores domestico» constan de sensores de retroalimentación que determinan la reacción del vidente a estos estímulos e intensifican algunos mientras disminuyen otros a fin de crear una relación emocional completa entre el vidente y la situación. EmpaVid, dicho de otro modo, es un sistema para orquestar las emociones del vidente. La unidad doméstica es completa, semitransportable, y no mucho mayor que un televisor corriente. EmpaVid es compatible con los televisores corrientes, exceptuando, por supuesto, que el material transmitido por un televisor normal parece ligera y vagamente insatisfactorio. Así que el consumidor en seguida se decide a comprar una unidad EV —a Sollenar le complacía explicar la naturaleza de su ingenio.
—Y a un precio muy razonable. Bastante razonable, señor Sollenar. Pero usted ha tenido algunas dificultades entre las redes para conseguir posibles licencias para este sistema.
Sollenar apretó sus labios.
El señor Ermine alzó un dedo.
—En primer lugar se planteó el asunto de adquirir las patentes del inventor original, quien también recibió una oferta de Cortwright Burr.
—En efecto —contestó Sollenar con un tono de voz completamente nuevo.
—Hace tiempo que existe una fuerte competencia entre usted y el señor Burr.
—Bastante fuerte —reconoció Sollenar, mirando directamente de frente a la única pared en blanco del despacho. Las oficinas de Burr estaban a varios bloques de distancia, más abajo, en aquella dirección.
—Bueno, no deseo extenderme sobre ese punto, ya que el señor Burr es un miembro de la IAB de categoría tan elevada como la suya, señor Sollenar. En todo caso, hubo una dificultad más para conceder la licencia a EV, debido al elevadísimo coste que suponía equipar estaciones de radiodifusión y el equipo de la red de relés necesario para esta clase de transmisión.
—Cierto que la hubo.
—Últimamente, sin embargo, usted lo consiguió. Y dijo muy atinadamente, que si una sola estación hacía el cambio, y se colocaban algunos receptores EV en lugares públicos dentro de la zona servida por la estación, las agencias de TV normales no podrían competir de ninguna manera en ingresos publicitarios.
—Sí.
—Y así sus dificultades fueron resueltas hace unos días, cuando su EmpaVid Unlimited, perdón, cuando EmpaVid, una compañía subsidiaria de la Sollenar Corporation, se convirtió en el accionista más importante de la red de televisión Transworld.
—No comprendo, señor Ermine —dijo Sollenar—, por qué me está usted contando todo eso. ¿Trata de demostrar que sabe muchas cosas? Todas esas transacciones ya están registradas en los archivos confidenciales de la IAB, de acuerdo con los reglamentos.
—Ermine alzó otro dedo:
—Olvida que yo sólo estoy aquí para aconsejarle. Tengo dos cosas que decir, que son: Esas transacciones han sido registradas en la IAB porque implican a un gran número de miembros de la IAB, y a una cantidad cada vez mayor de capital. Asimismo, la exclusiva Transworld, bajo los reglamentos de la IAB estará vigente sólo hasta que se haya alcanzado una saturación en el mercado del treinta y tres por ciento. Si EV es tan buena como parece, eso ocurrirá muy pronto. Después de esto, y según los reglamentos, a Transworld le estará prohibido defenderse efectivamente contra las infracciones de patente por los competidores. Todos ellos miembros de la IAB, y cuyo capital en buena parte se verá implicado con EV. Mucho de ese capital ya está en movimiento anticipado. Así que una estructura tan altamente complicada depende en definitiva de la integridad de la Sollenar Corporation. Si las acciones de Sollenar pierden valor, no sólo usted, sino muchos miembros de la IAB se verán en un gran aprieto. Lo cual es otro modo de decir que EV debe de tener éxito.
—¡Todo eso ya lo sé! ¿Y qué? No hay riesgo. Ya he hecho comprobar todas las patentes relacionadas de la Tierra. No se producirá una catástrofe porque el sistema EV caiga inmediatamente en desuso.
Ermine repuso:
—Hay ingenieros en Marte. Ingenieros marcianos. Son una raza moribunda, pero nadie sabe aún lo que pueden hacer.
Sollenar elevó su maciza cabeza.
Ermine continuó:
—Esta misma tarde, hemos sabido en nuestra oficina que Cortwright Burr ha estado en estrecho contacto con los marcianos durante varias semanas. Han hecho una especie de máquina para él. Venía en el vuelo que aterrizó en la base hace unos momentos.
Sollenar apretó los puños. Las luces se apagaron y encendieron vertiginosamente, y la habitación pareció estremecerse. De la terraza vino un grito de sorpresa, y se oyó un ruido de cristales rotos.
El señor Ermine saludó con la cabeza, se excusó y se marchó.
Unos momentos después, el señor Ermine descendió hasta la planta baja del edificio Sollenar. Atravesó a grandes zancadas el jardín paisajístico y el espumeante arroyo hacia la acera central con dirección a la avenida. Se detuvo ante un seto para arrancar una flor y oler su aroma. Se alejó caminando, sujetándola entre sus desnudos dedos.
II
Impulsado lentamente en el hilo de su giratorio, Rufus Sollenar se deslizó con el viento por encima del edificio de Cortwright Burr.
El edificio, como una araña, tocaba el suelo sólo con las puntas de sus patas. Sostenía su amplia y baja estructura maciza como una sombrilla sobre varios bloques de casas de la parte baja de la ciudad. Sollenar, manipulando el impulsor de plástico lleno de helio muy por encima de él, maniobró consigo mismo arrojando chorros de gas comprimido de las botellas de plástico situadas en la estructura del impulsor.
Sólo el propio Sollenar, en todo este sistema, no era efectivamente transparente para el radar antiaéreo municipal. Y él mismo iba arropado en largas y ondulantes envolturas de láminas metálicas de color negro opaco. A simple vista era amorfo e irreflexivo. Para los sensores electrónicos, él era un cosa estática a la deriva muy parecida a un pedazo de lámina de metal levantado por el viento de algún montón de chatarra abandonado. Para todos los sentidos de todas las partes interesadas él no estaba allí, y por lo tanto se encontraba en una excelente posición para cometer un asesinato.
Revoloteó contra la ventana de Burr. Allá estaba él, encogido sobre su mesa de despacho. ¿Qué es lo que tenía entre sus manos, un pomo aromático?
Sollenar enganchó su arnés en el borde de la cornisa. Se inclinó sobre ella, sus botas de suela de esponja apretadas contra el cristal, tocó con su mano izquierda la ventana y trazó un círculo. Dio un empujón; hubo un golpe sordo sobre la alfombra del despacho de Burr, y dejó de haber cualquier barrera para Sollenar. Doblando sus rodillas contra su pecho, se catapultó hacia adelante, la pistola en su mano derecha. Tropezó y cayó de rodillas, pero la pistola seguía apuntando.
Burr se levantó de un salto detrás de su mesa de despacho. La pequeña esfera de metal dorado-naranja, con rayas de bronce más oscuro, su superficie vermicular con incrustaciones, estaba todavía en sus manos.
—¡Él! —gritó Burr mientras Sollenar disparaba.
Jadeante, Sollenar observó cómo Burr era alcanzado por los disparos, los cuales lanzaron su torso hacia atrás antes de que sus miembros y cabeza colgasen flojamente. La pistola era casi silenciosa. Burr se desplomó para acabar, transfigurado, contra la pared.
Pálido y enfermo, Sollenar avanzó para agarrar la bola dorada. Se preguntó dónde habría visto Shakespeare un ejemplo como éste, para saber que un anciano tuviera tanta sangre.
Burr le alargó el ingenio. Mirándole fijamente con ojos distendidos por la presión hidrostática, sus ropas manchadas y su torso triturando sus huesos rotos, Burr se apartó furtivamente de la pared y avanzó como si quisiera abrazar a Sollenar. Era extraño, pero no estaba muerto.
Estremeciéndose, Sollenar disparó de nuevo.
De nuevo Burr fue arrojado hacia atrás. La bola salió girando de sus dedos extendidos mientras él una vez más daba con su cuerpo contra la pared.
Pomo de olor, naranja, lo que fuera, era algo que parecía valioso.
Sollenar corrió detrás de la bola que rodaba. Y Burr se movió para interceptarlo, casi irreconocible, inclinado bajo un gran peso invisible ante el que lentamente cedía mientras su espalda crujía.
Sollenar dio un paso hacia atrás.
Burr se adelantó hacia él. La bola dorada estaba en un rincón. Sollenar levantó su pistola desesperado y disparó de nuevo. Burr dio un traspiés hacia atrás de puntillas, sus brazos como aspas de un molino de viento, y cayó encima del ingenio.
Las lágrimas corrían por las mejillas de Sollenar. Adelantó un pie... y Burr, en su rincón, alzó la cabeza y trató de hacer un esfuerzo con su cuerpo para incorporarse.
Sollenar se retiró hacia la ventana, la pistola resbalando hacia su muñeca y codo, mientras disparaba los tiros que quedaban en la recámara.
Jadeando, saltó sobre el marco de la ventana y colgó el arnés sobre su cuerpo, alargando la cabeza para mirar sobre su hombro..., mientras Burr, destrozado, chorreando sangre y aún peor que sangre, avanzó a través del despacho.
Sollenar soltó los agarraderos del marco de la ventana y manejó torpemente los controles del impulsor. Muy por encima de él, se derramó un poco de lastre volátil que se disperso en el aire mucho antes de tocar el suelo. Sollenar se elevó, sollozando...
Y Burr se apartó de la ventana, con las manos destrozadas en los bordes del círculo cortado, elevando sus ojos desorbitados que contemplaban cómo Sollenar se alzaba en vuelo a través del enigmático cielo.
Sollenar aterrizó en el tejado de un edificio donde tenía a su disposición una unidad para su arma de fuego y demás equipo. Durante un rato trató de no plantearse la cuestión de por qué Burr no había muerto en seguida. Con las manos vacías regresó a la parte alta de la ciudad.
Entró en su despacho, llamó a sus abogados y les dijo la hora exacta de salida y de regreso y se enteró de que en lo tocante a las autoridades municipales el asunto estaba resuelto. Era una cosa bastante sencilla, sin testigos que complicaran el caso. Empezó a lamentarse de haber sido tan irresoluto al dejar a Burr con aquello que él iba buscando. Claro que si la pistola no había matado a aquel hombre, un anciano con miembros débiles y piel moteada, podía haber forcejeado con él, y regresado a la ventana con la bola, por mucho que el viejo se hubiera colgado de él y agarrado a sus piernas, e intentado torpemente de aferrarse a las sombrías vestiduras que le servían de disfraz. Era un viejo destrozado y casi inmortal.
Sollenar alzó una mano. El gran ventanal que daba a la ciudad se volvió opaco.
Bess Allardyce llamó suavemente a la puerta por el lado de la terraza. Él creía que ella habría regresado a su apartamento hacia muchas horas. Tortuosamente complacido, abrió la puerta y le sonrió, sintiendo cómo las lágrimas secas se cuarteaban en sus mejillas.
Él tomó las manos que ella le alargaba:
—Me has estado esperando —suspiró él—. Mucho tiempo para que alguien tan bella como tú espere.
Ella le devolvió la sonrisa:
—Salgamos a mirar las estrellas.
—¿No hace frío?
—He preparado sidra especiada y caliente para los dos. Podemos tomarla mientras pensamos.
Él dejó que ella le sacara a la terraza, y se apoyó sobre la barandilla, apretando la muñeca de ella que latía con fuerza, y con su capa extendida sobre los hombros de ambos.
—Bess, no voy a preguntarte si seguirías conmigo cualesquiera que fueran las circunstancias; pero puede llegar el día en que yo no pueda vivir en esta ciudad. ¿Qué me dices?
—No lo sé —contestó ella con sinceridad.
Y Cortwright Burr puso su mano sobre el borde del parapeto, entre ellos dos.
Sollenar miró fijamente hacia abajo, hacia aquellos tensos nudillos, que sujetaban todo el peso del hombre que colgaba contra la fachada del edificio. Hubo ruido como de roce y de crujido y la otra mano subió, buscando ciegamente algo a que agarrarse hasta que lo encontró, enganchándose sobre la piedra. Los dedos se tensaron y elevaron, las puntas aplastándose por la presión mientras trataba de que la cabeza y los hombros pasasen por encima del parapeto.
Bess susurró:
—¡Oh, míralos! Debe de habérselos desgarrado terriblemente al subir.
Luego se apartó de Sollenar y se quedó mirándole fijamente, llevándose la mano a la boca:
—Pero, ¡si no puede haber subido! ¡Estamos muy altos!
Sollenar golpeó aquellas manos con sus palmas de perfil, empleando los golpes directos y diestros que había aprendido en el club atlético.
Los huesos se astillaron contra la piedra. Cuando los nudillos estuvieron destrozados las manos desaparecieron instantáneamente, dejando sólo rayas tras de sí. Sollenar miró por encima del parapeto. Un bulto se borró de su vista, silueteado contra las luces de la planta baja y la avenida. Se fue perdiendo hasta no ser más que como una punta de alfiler. Luego, cuando alcanzó el arroyo y el agua salpicó en todas direcciones, desapareció en un resplandor repentino, circundado de gloria por las muchas luces que encontraron repentinamente un reflejo allá abajo.
—¡Bess, déjame! ¡Déjame, por favor! —gritó Rufus Sollenar.
III
Rufus Sollenar recorrió a paso lento su despacho, con las manos hacia delante para mayor seguridad, los dedos extendidos y rígidos.
El teléfono sonó y su secretaria le dijo:
—Señor Sollenar, sólo le quedan diez minutos si no quiere llegar tarde al baile de los ejecutivos de la TTV. Es una obligación de Primera Clase.
Sollenar se echó a reír.
—Creí que eso era cuando yo la clasifiqué así.
—¿Es que piensa no ir, señor Sollenar? —preguntó la secretaria cortésmente.
Ciertamente Sollenar lo había pensado. Podía desistir de ir al baile tan fácilmente como un rey renunciar a su coronación.
—Burr, canalla, ¿qué es lo que me has hecho? —preguntó al aire, y la voz del teléfono preguntó:
—Perdón, ¿cómo dice?
—Diga a mi ayuda de cámara —dijo Sollenar— que iré. —Cortó la comunicación telefónica. Ahuecó las manos frente a su pecho. Un firme agarrón sobre el vacío sería más fuerte que cualquier ingenio en una mano rota.
Llevando en su pecho algo que se negaba a reconocer que era terror, Sollenar se preparó para ir al baile.
Pero sólo unos instantes después de que la primera danza hubiera terminado, Malcolm Levier, ejecutivo de la estación local de TTV, miró por encima del hombro de Sollenar y dijo:
—Ahí está Cort Burr, disfrazado de ahorcado.
Sollenar, que estaba deslumbrante con su vestido de la época de los Mediéis, no volvió la cabeza.
—¿Ha venido? ¿Qué querrá?
Levier enarcó las cejas.
—Posee algunas acciones y ha recibido una invitación. Pero llega tarde. —Levier apretó los labios para decir con agudeza—: Debe haber necesitado mucho rato para maquillarse así.
—No es de buen gusto, ¿verdad?
—Mire usted mismo.
—¡Oh! Haré algo mejor que eso —contestó Sollenar—. Iré a hablar con él un rato. Le ruego que me excuse, Levier —y sólo entonces se volvió, y se dispuso a dar el primer paso hacia aquel hombre.
Pero Cortwright Burr era solamente una imitación de cartón de sí mismo tal como Sollenar le había conocido. Se había quedado parado y de pie a un lado del umbral, disfrazado con vestiduras negras y escarlatas, cubiertas las manos con guantes de cuero negro y llevando un bastón de madera ahumada. Su rostro estaba ensombrecido por una capucha de tela de harpillera que le ocultaba bastante los ojos. El rostro empolvado de gris, y una mezcla de colores lívidos ahuecaba sus mejillas. Permaneció inmóvil mientras Sollenar se acercaba a él.
Mientras cruzaba la sala, a pasos medidos, los ojos de los circunstantes seguían a Sollenar hasta que, anticipándose a él, se fijaron en Burr que esperaba. El ruido del baile en la sala disminuyó perceptiblemente aunque los concurrentes de menos categoría allí presentes se dedicaban sólo a la fiesta. Pero las personas que realmente importaban allí permanecían silenciosas y vigilantes.
Todos pensaron que Burr, derrotado en los negocios, había venido aquí a hacer una especie de loco reproche a su adversario, con esta lúgubre y desagradable vestimenta. Porque sí parecía un cadáver. O algo peor.
La cuestión era, ¿qué le diría Sollenar? El deseo de todos era que Burr se fuera, que se volviera a sus fincas o a alguna otra ciudad. Nueva York ya no era para Cortwright Burr. Pero, ¿qué le diría Sollenar que le empujara a donde no quería ir por las buenas?
—Cortwright —le dijo Sollenar en voz baja para que sólo pudiera ser oída por los dos—, así que tu inmortalidad marciana funciona.
Burr no contestó.
—Has conseguido eso además, ¿verdad? Sabías cómo yo reaccionaria. Sabías que necesitabas protección. ¿Has pagado a los marcianos para que te hagan físicamente invulnerable? Es un buen sistema. Muy impresionante. ¿Quién hubiera pensado que los marcianos sabían tanto? Pero, ¿quién va a hacerte caso ahora? Vete de la ciudad, Cortwright. Tu oportunidad ya pasó. Para esta gente es como si estuvieras muerto, todo lo que te queda es tu piel.
Burr alzó una mano y subrepticiamente levantó una punta de su máscara de carne. Y allá estaba, allí debajo. La capucha se retiró una pulgada, y la luz alcanzó a sus ojos. Sollenar se había equivocado. A Burr le quedaba menos de lo que él había pensado.
—¡Oh, no, no, Cortwright! —susurró Sollenar—. No tienes razón. Yo no puedo ir contra eso.
Se volvió e hizo una ligera reverencia a los concurrentes.
—¡Buenas noches! —exclamó, y salió del salón de baile.
Alguien le siguió por el pasillo hasta los ascensores. Sollenar no se volvió para mirar.
—Ahora tengo otra cita con usted —le dijo Ermine.
Llegaron a la planta baja. Sollenar le dijo:
—Ahí hay un café. Podemos hablar allí.
—Demasiado público, señor Sollenar. Vayamos caminando mientras charlamos.
Ermine le tomó ligeramente por el brazo y le guió por la acera. Sollenar se fijó entonces en que Ermine iba vestido de un modo tan astuto que nadie habría adivinado que era un hombre.
—Muy bien —dijo Sollenar.
—Claro.
Fueron caminando juntos, como si tal cosa. Ermine le dijo:
—Burr está tratando de llevarle a usted a la muerte. ¿Es porque usted ha tratado de matarle antes? ¿Se apoderó usted de ese secreto marciano?
Sollenar negó con la cabeza.
—Así que no lo consiguió —Ermine dejó escapar un suspiro—. ¡Qué mala suerte! Tendré que hacer algo.
—Según los reglamentos —declaró Sollenar— debe imperar el laissez-faire.
Ermine alzó la mirada, sus ojos pestañearon.
—¿Laissez-faire? Señor Sollenar, ¿tiene usted alguna idea de cuántos de nuestros miembros están ligados con su suerte? Todos pedirán el laissez-faire, señor Sollenar; pero está claro que usted se empeña en arrastrar al fondo a todos con usted. No, señor Sollenar, mi oficina piensa hacer ahora una inmediata recomendación al Comité del Consejo Técnico de la IAB del sistema del señor Burr que es probablemente mejor que el suyo, y de que será mejor que vendan inmediatamente las acciones de la Sollenar Incorporated.
—Allá hay un banco —dijo Sollenar—. Vamos a sentarnos en él.
—Como usted quiera —Ermine se acercó al banco junto con el señor Sollenar, pero se quedó de pie.
—¿De qué se trata, señor Sollenar?
—Necesito su ayuda. Usted me advirtió sobre lo que Burr tenía. Lo sigue teniendo en el edificio de sus oficinas, en alguna parte. Usted tiene recursos. Podemos apoderarnos de ello.
—Laissez-faire, señor Sollenar. Yo le visité en mi condición de consejero No puedo hacer más.
—¿Y si le ofreciera una participación en mis negocios?
—¿Por dinero? —Ermine ahogó una risita—. ¿Para mí? ¿Sabe las condiciones de mi empleo?
De haber pensado, Sollenar habría recordado. Alargó la mano palpando. Ermine se le anticipó.
Ermine desnudó su brazo izquierdo y clavó en él sus dientes. Luego le mostró el brazo. No hubo temblor de dolor en su voz o compostura.
—No es una leyenda, señor Sollenar. Es totalmente cierto. Los de nuestra oficina debemos pasar un año, después de la operación neuroquirúrgica, aprendiendo a caminar sin sentir nuestros pies, a manejar objetos sin aplastarlos o dejarles que resbalen o nos dañemos nosotros. Nuestros placeres mundanos son auditivos, olfativos y visuales. Nos sentimos fácilmente satisfechos con muy poco gasto. Nuestros sueños son totalmente interiores, señor Sollenar. La operación es irreversible. ¿Qué podría comprarme usted con su dinero?
—¿Qué podría comprarme yo para mí? —Sollenar hundió la cabeza entre sus hombros.
Ermine se inclinó hacia él.
—Su desesperación es asunto suyo, señor Sollenar. Yo tengo asuntos oficiales que tratar con usted.
Alzó la barbilla de Sollenar con su dedo índice.
—Creo que la interferencia física no está justificada en esta ocasión. Pero las cosas deben seguir de tal modo que los miembros de la IAB implicados con usted puedan recuperar el valor de sus inversiones en EV. ¿Está perfectamente claro, señor Sollenar? Ahora está usted encargado de ello según las ordenanzas, y obligado por la Oficina de Relaciones Públicas Especiales. —Miró su reloj—. La noticia ha sido comunicada a la una veintisiete, hora de la ciudad.
—Una veintisiete —repitió Sollenar—. De un salto se puso en pie, bajó corriendo una escalera y llegó a la calzada reservada a los taxis.
El señor Ermine se le quedó mirando de manera burlona.
Se abrió el traje, sacó su omnipresente botiquín y extendió coagulante sobre la herida de su antebrazo. Volviendo a colocar el botiquín en su sitio, se ajustó la chaqueta, y bajó a zancadas la misma escalera por donde Sollenar había salido. Levantó un brazo y un taxi se detuvo junto a él. Mostró al conductor una tarjeta y el taxi partió con él, con las luces brillando según la señal de prioridad, mucho más rápidamente que el límite ordinario legal permitido a Sollenar.
IV
La Long Island Facility se abovedaba hacia las estrellas en grandes saltos de canguro de arcos y puentes levadizos, enjoyada en cristal y metal como si toda la base espacial fuera un mecanismo para la navegación en el espacio interplanetario. Rufus Sollenar recorrió a pie sus explanadas, midiendo sus pasos, con los brazos caídos, durante el breve tiempo hasta que pudiera subir al cohete de Marte.
Erguido y mayestático, ocupó un sitio en el salón y ceremoniosamente tomó a sorbitos un licor, en cuanto la nave de línea dio el gran salto alejándose de la Tierra y puso en marcha el mecanismo de dirección.
El señor Ermine se sentó a su lado.
Sollenar se lo quedó mirando de reojo con calma.
—A mí se me ocurrió lo mismo.
Ermine asintió.
—Claro que sí. Pero no es porque yo le echara de menos. Estuve aquí antes que usted. No es que tenga ninguna objeción que oponer a que usted vaya a Marte, señor Sollenar. Laissez-faire. Con tal de que yo pueda ir.
—Bueno —dijo Rufus Sollenar—. ¿Licor? —hizo un gesto con su vaso.
Ermine negó con la cabeza.
—No, gracias —respondió con delicadeza.
Sollenar preguntó:
—¿Ni siquiera en su lengua?
—Claro que ni en mi lengua, señor Sollenar. No tengo gusto. No tengo tacto. —Ermine sonrió—. Pero no siento la presión.
—Bien, entonces —respondió Rufus Sollenar con decisión— tenemos varias horas por delante antes de llegar. Siéntese y sueñe sus sueños interiores. Yo soñaré los míos. —Se revolvió en su asiento mirando a su alrededor y cruzó los brazos bajo su pecho.
—Señor Sollenar —le dijo Ermine amablemente.
—¿Sí?
—Estoy de nuevo con usted por la cita que prevén los reglamentos.
—Diga lo que tiene que decir, señor Ermine.
—A usted, señor Sollenar no le está permitido yacer en una tumba desconocida. Las pólizas de seguros sobre su vida tienen prevista una muy alta indemnización. Los miembros de la IAB a quienes pueda interesar el asunto no pueden esperar los siete años estatutarios a que usted sea declarado muerto. Haga lo que quiera, señor Sollenar, pero yo debo cuidar de ser testigo de su muerte. A partir de ahora yo iré con usted donde quiera que vaya.
Sollenar sonrió.
—No pienso morirme. ¿Por qué habría de morir, señor Ermine?
—Ni idea, señor Sollenar. Pero conozco el carácter de Cortwright Burr. Y ¿no es él quien va sentado en aquel rincón? Hay muy poca luz, pero creo que es reconocible.
Al otro lado del salón, Burr alzó su cabeza y miró fijamente a los ojos de Sollenar. Alzó una mano hasta cerca de su cara, quizá para significar simplemente un saludo. Rufus Sollenar se le encaró.
—Un oponente digno de usted, señor Sollenar —dijo Ermine—. Un hombre perseverante e ingenioso que no perdona. Y no obstante... —Ermine pareció un poco confundido—. Y sin embargo a mí me parece, señor Sollenar, que él se muestra muy sereno. ¿Qué ocurrió entre ustedes después de aquella visita que yo le hice para aconsejarle?
Sollenar se volvió con una mirada terrible hacia Ermine.
—Me lié a tiros con él y lo destrocé. Si usted le levanta la piel de su cara, lo verá.
Ermine suspiró.
—Hasta ahora yo había pensado que usted podría quizá salvar sus negocios.
—¿Piedad, señor Ermine? ¿Es piedad lo que usted siente por un pobre loco?
—Interés. Yo no puedo formar parte de su mundo, señor Sollenar. Yo no soy el mismo hombre crédulo que era cuando firmé mi contrato con IAB hace tantos años.
Sollenar se echó a reír. Luego miró de soslayo hacia el rincón donde estaba Burr.
La nave descendió en Abernathy Field en Aresia, la ciudad terrestre. Industrializada, prefabricada, construida deprisa y corriendo y ruidosa, los edificios a prueba de tormentas se amontonaban desordenadamente, aunque orgullosamente, al borde del desierto.
Allá muy bajo en el horizonte estaba el poblado marciano, sus edificios tan hábilmente confundidos con el paisaje, tan erosionado, tan abandonados que el ojo uniforme no veía nada. Sollenar había estado en Marte en un tour. Había visto a los nativos en sus oscuras moradas; arrogantes, venenosos y débiles. El guía turístico le había dicho que ellos traficaban con los terrestres todo lo que querían, y se mantenían en su sitio al margen de la invasión de los terrícolas, observando.
—Dígame, Ermine —dijo Sollenar suavemente mientras cruzaban a pie el salón de la terminal—, ¿me mataría usted, verdad, si yo tratara de seguir sin usted?
—Es una cuestión de procedimiento, señor Sollenar —le contestó Ermine con voz sin entonación—. No podemos arriesgar el capital invertido por tantos miembros de la IAB.
Sollenar suspiró.
—Si yo fuera cualquier otro miembro, ¡cómo le recomendaría a usted, señor Ermine! ¿Quiere que alquilemos por aquí un coche para nosotros dos?
—¿Va a ir a ver a esos ingenieros? —le preguntó Ermine—. ¿Quién habría pensado que ellos tengan algo valioso que vender?
—Quiero mostrarles algo —repuso Sollenar.
—¿De qué se trata, señor Sollenar?
Giraron al final de un pasillo que tenía muchos ramales, no todos ellos transitados.
—Venga por aquí —le dijo Sollenar, indicando con un gesto de cabeza uno de ellos.
Se detuvieron en un lugar en el que no podían ser vistos desde el salón.
—Vamos —le dijo Sollenar—. Un poco más allá.
—No quiero ir más lejos —repuso Ermine—. Aquí está oscuro.
—Se ha dado cuenta demasiado tarde, señor Ermine —le dijo Sollenar, alzando rapidísimamente sus brazos.
La palma de una mano golpeó contra el plexo solar y la otra contra el músculo lateral del cuello de Ermine, aunque no con la suficiente fuerza para matarle. Ermine se desplomó falto de oxígeno, mientras que Sollenar le maldijo en silencio por haber sido curado de asesinato. Entonces Sollenar se volvió y echó a correr.
Tras él, el cuerpo de Ermine se esforzaba en recuperar la respiración tan sólo por reflejo.
Yendo tan deprisa como pudo, Sollenar retrocedió y alcanzó la parada de taxis, arrancando al pasar un respirador de un estante. Hizo señas a un taxi e indicó su destino al conductor, mirando hacia atrás. No había vuelto a ver a Cortwright Burr desde que puso pie en Marte; pero sabía que, más pronto o más tarde, Burr lo encontraría.
Un momento después Ermine se puso en pie. El coche en el que iba Sollenar ya estaba muy lejos. Ermine se encogió de hombros y se dirigió a la estación de radio local.
Allí pidió un despacho privado, un arma de fuego y un tiempo inmediato en el circuito interoficinas de la IAB con la Tierra. Cuando le comunicaron con su oficina terrestre, informó:
—Sollenar se dirige a la ciudad marciana. Quiere un duplicado del ingenio que tiene Burr, por supuesto, ya que destruyó el original cuando mató a Burr. Yo le seguiré y tomaré la disposición final. La desorientación de que informé antes progresa rápidamente. Casi todas sus respuestas son ahora inapropiadas. En el vuelo de salida pareció estar mirando fijamente a algo en un asiento vacío. Muy a menudo cuando se le hablaba evidentemente oía algo totalmente distinto. Espero poder tomar uno de los próximos vuelos de regreso.
No era necesario esperar al comentario sobre su vuelta que hicieran los de la Tierra. Ermine se marchó. Se dirigió a una parada de taxis y pagó la exorbitante tarifa por el transporte extramuros de la ciudad de Aresia.
Allá muy cerca, la ciudad marciana era como una confusión de potes rotos. Los fragmentos de tejados y paredes se unían en ángulos inverosímiles y apuntaban a nada. Por debajo, montones de material vítreo, cuyas formas no encajaban con ninguna forma sensata, y deshecho en pedazos como para formar un mosaico que ninguna iglesia podría contener, se mecían y resbalaban bajo los pies apresurados de Sollenar.
Lo que visto desde Alesia había sido un frente sólido de color pardo, era aqui una fachada de rojo, verde y azul pintada hacía siglos y desde entonces estropeada por el viento lo suficiente para mostrar lo chillones que los colores habían sido alguna vez. El cielo color ciruela lo cubría todo como una frígida membrana, y el viento no cesaba de soplar.
Aquí y allá, mientras él progresaba, Sollenar vio brazos y cabezas de marcianos emergiendo de los cascotes. Eran esculturas.
Se dirigía hacia el centro de la ciudad, donde aún quedaban algunas estructuras intactas. Encima de un montón de escombros, se volvió para mirar detrás de él. Se veía la nubecilla de polvo de su vehículo que regresaba a la ciudad. Esperaba regresar caminando, quizá para encontrarse con alguien en la carretera, a solas en la llanura marciana, sólo con que Ermine se abstuviera de antemano de intervenir. Rebuscando por el llano paisaje de atmósfera tenue, trató de distinguir la fatigosa línea de huellas de Cortwright Burr. Pero aún no.
Se volvió y corrió por la insegura ladera abajo.
Llegó al límite de la zona urbanizada. Aquí ya no había cascotes, las antiguas murallas se elevaban, y las estatuas se mantenían erguidas sobre sus basamentos. Pero sólo paredes rotas sugerían los frontispicios de las casas que allí se habían levantado. Alzando sus lados cortantes a través de la arena rizada por el viento, que sólo un cuidado constante mantenía apartada de la calle, los espectros de casas le indicaron el camino y las esculturas estaban tan inmóviles como la esperanza. Frente a él vio los edificios de los ingenieros. No había ningún montón al que trepar y poder ver si Ermine le seguía.
Aspirando con su respirador, llegó al edificio de los ingenieros marcianos.
Una lámina sonora descendió por la jamba de la puerta. La rascó bruscamente con las uñas y la vibración magnificada fue conducida a través de las paredes huecas e hizo sonar su petición de entrada.
V
La puerta se abrió, y los marcianos se le quedaron mirando. Tenían espléndidas extremidades y eran ligeros, sus rostros enmarcados por pliegues de tejido similar a cuero. Sus bocas tenían labios córneos tan duros como dentaduras y estaban fruncidos, siempre listos para masticar. No era muy agradable mirarlos, y como Sollenar sabía, tampoco era agradable tratar con ellos. Pero Cortwright Burr lo había hecho. Y Sollenar necesitaba hacerlo.
—¿Hay aquí alguien que hable inglés? —preguntó.
—Yo —contestó el marciano que parecía principal, abriendo su boca para emitir el sonido, y cerrándola al terminar la réplica.
—Me gustaría tener una conversación con usted.
—Cuando quiera —repuso el marciano, y el grupo que había en la puerta se apartó a ambos lados deliberadamente para dejar entrar a Sollenar.
Antes de que la puerta se cerrara tras sí, Sollenar se volvió para mirar hacia atrás; pero los cascotes de los sectores abandonados le impidieron ver el desierto.
—¿Qué es lo que puede usted ofrecer? ¿Y qué desea usted? —le preguntó el marciano. Sollenar estaba medio rodeado por ellos, en una habitación cuyos rincones no podía ver por la luz incierta.
—Les ofrezco dinero terrestre.
El marciano que hablaba inglés (el marciano que había declarado que hablaba inglés), volvió su cabeza ligeramente y habló con sus compañeros.
Hubo unos ruidos de charla conforme sus labios se unieron. Los otros reaccionaron de modos muy diversos, uno de ellos haciendo un rápido movimiento que parecía un gesto de disgusto hecho con un brazo, antes de que se volviera sin decir nada más se alejó majestuoso, sus hombros parecían la espalda de una anciana muy vieja y muy hambrienta cubierta por un chal.
—¿Qué es lo que les dio a ustedes Burr? —preguntó Sollenar.
—Burr —el marciano echó hacia un lado su cabeza. Sus ojos no eran multifacéticos, pero daban esa impresión.
—Estuvo aquí e hizo un trato con ustedes. Y no hace mucho. ¿Qué tipo de trato?
—Burr. Sí. Burr nos dio dinero. Aceptaremos dinero de usted por la misma cosa que le dimos a él..
—Por la inmortalidad, sí.
—Yo... esta es una palabra nueva.
—¿Lo es? ¿Por el secreto de no morir?
—¿No morir? ¿Cree que tenemos no morir en venta aquí? —el marciano volvió a hablar con los otros. Los labios castañetearon. Hubo otros que se marcharon, como se fue aquel primero, moviéndose con gran precisión y con pasos muy lentos, sin que tuvieran ninguna tolerancia para Sollenar.
Sollenar gritó:
—¿Qué fue entonces lo que ustedes le vendieron?
El ingeniero principal dijo:
—Le hicimos un ingenio para divertirse.
—Una cosita. De este tamaño —Sollenar ahuecó sus manos.
—Entonces usted lo ha visto.
—Sí, y nada más. ¿Eso es todo lo que él compró aquí?
—Era todo lo que teníamos que vender o que dar. Aún no sabemos si los terrestres nos darán cosas a cambio de dinero. Ya lo veremos, cuando necesitemos algo en Aresia.
Sollenar preguntó:
—Y ¿cómo funciona eso? Esa cosa que ustedes le vendieron.
—¡Oh! Hace que las gentes se cuenten historias a sí mismas.
Sollenar se quedó mirando fijamente al marciano.
—¿Qué clase de historias?
—De todas clases —repuso el marciano suavemente—. Burr nos dijo lo que quería. Con él llevaba dibujos del ingenio de un terrestre que utilizaba imágenes sobre una pantalla y sonidos radiados para llevar los detalles de la historia contada al oyente.
—¡Robó esas patentes! ¡No podía haberlas utilizado en la Tierra!
—Y ¿por qué habría de hacerlo? Nuestro ingenio no necesita transmitir detalles precisos. Cualquier mente puede hacer los suyos propios. Sólo necesita ser puesto en una situación, y a partir de ahí puede hacer todo el trabajo. Si un auditor desea una historia de contacto con otros sexos, por ejemplo, el proyector simplemente se la hace ver, al poco rato está con el objeto de su deseo, está recibiendo una regeneración positiva y despertando una respuesta similar en ese objeto. Una vez que ha sido establecido para él, el oyente puede dejar la máquina, moverse normalmente, seguir su vida como siempre, pero siempre de acuerdo con la situación básica. Ya ve que al final se trata de un medio de introducir un sistema en su punto de vista de la realidad. Claro que la sociedad en que vive debe comprender que él no está de acuerdo con la realidad, porque algo de lo que él haga puede no parecer racional desde un punto de vista exterior a él. Así que se ha de tener cierto cuidado, aunque no mucho. Si en la sociedad en la que él vive entraran muchos de esos ingenios, muy pronto dichas circunstancias se harían comunes, y la sociedad seguro que procedería a un reajuste para permitirlo —explicó el marciano que hablaba inglés.
—¿La máquina crea cualquier situación deseada en la mente del auditor?
—Ciertamente. Son simplemente cintas de predisposición que pueden ser insertadas como se quiera. Amor, aventura, pensamiento, no hay diferencia.
Varios de los allí presentes se castañetearon sonidos los unos a los otros. Sollenar los miró con mucha atención. Era evidente que entre aquellas gentes había más de uno que entendía inglés.
—Y el ingenio que usted dio a Burr —preguntó al ingeniero, intranquilo y desesperanzado—, ¿qué clases de historias podía contar a sus oyentes?
El marciano volvió a inclinar su cabeza, lo cual le dio el aspecto de una lechuza en la ventana de un dormitorio.
—¡Oh! Hubo una situación que nosotros recibimos instrucciones particulares de incluir. Burr dijo que estaba pensando mostrárselo a un conocido suyo.
—Era una situación de aventura, una aventura con los temerosos. Y había de acabar en pérdida y amarguras —el marciano miró aún más de cerca a Sollenar—. Claro que el ingenio no especifica detalles. Nadie excepto el oyente puede saber qué cosa temible reside en esta historia o cómo precisamente llegará su fin. ¿Es usted por casualidad, Rufus Sollenar? Burr habló de usted e hizo el ruido de risa.
Sollenar abrió su boca; pero no supo qué decir.
—¿Quiere usted tener semejante ingenio? —le preguntó el marciano—. Hemos preparado varios desde que Burr se marchó. Habló de máquinas que los fabricarían en números astronómicos. Nosotros, por supuesto, hemos hecho lo mejor que hemos podido con nuestras pobres manos.
Sollenar dijo:
—Me gustaría echar un vistazo fuera de su puerta.
—Como quiera.
Sollenar abrió la puerta ligeramente. El señor Ermine estaba en la calle iluminada, tan inmóvil como los edificios en sombra detrás de él. Alzó la mano en un gesto de saludo impasible al ver a Sollenar y luego la volvió a poner en la culata de su rifle. Sollenar cerró la puerta y se volvió a los marcianos.
—¿Cuánto dinero quieren ustedes?
—Todo el que lleve consigo. Ustedes los terrestres siempre llevan mucho cuando viajan.
Sollenar se metió las manos en los bolsillos y sacó un puñado de billetes, su cambio, sus llaves, su radio enjoyada, todo lo que llevaba lo dejó caer al suelo y se oyó el ruido de monedas que rodaban.
—Ojalá tuviera más aquí —dijo riéndose—. Ojalá tuviera la cantidad que ese hombre que está ahí fuera va a cobrar cuando me mate a tiros.
El ingeniero marciano ladeó la cabeza.
—Pero su sueño ha terminado, señor Sollenar —castañeteó secamente—. ¿No es verdad?
—Así es. Pero sólo para sus propósitos y los míos. Ahora déme uno de esos proyectos. Y prepárelo para que me predisponga a una situación que yo voy a especificarle. Tómese el tiempo que necesite. Los oyentes son muy pacientes —se echó a reír y aparecieron lágrimas en sus ojos.
El señor Ermine aguardó, aislado del frío, escuchando por si oía a la culata del rifle deslizarse de sus dedos. No tenía deseos de entrar en el edificio marciano detrás de Sollenar e involucrar a terceras partes. Todo lo que quería era poner el cuerpo de Sollenar bajo una ¡osa con una fecha con la menor molestia posible.
De vez en cuando daba unos pasos hacia adelante o hacia atrás, para no perder el control muscular de sus extremidades debido a la baja temperatura de su piel. Sollenar debía salir muy pronto. No llevaba consigo provisión de alimento, y aunque a Ermine no le gustaba correr el riesgo de someter a un hombre como Sollenar a una prueba de inanición, no había duda de que un hombre al que no le gustaba el combustible, podría sobrevivir a otro con los reflejos adquiridos de comer.
La puerta se abrió y Sollenar salió.
Llevaba algo, quizás un arma. Ermine le dejó acercarse mientras alzaba su rifle y apuntaba cuidadosamente con él. Sollenar podría tener o no algún arma marciana en su poder. Eso a Ermine no le importó demasiado. Si él moría, apenas se daría cuenta de ello, lo sentiría menos que el fin de este trabajo chapucero ya enturbiado por la escapatoria de Sollenar en el campo espacial. Si Ermine moría, cualquier otro agente de spro sería asignado inmediatamente. Pasara lo que pasara, el spro detendría a Sollenar antes deque alcanzara el Abernathy Field.
Así que había muchísimo tiempo para apuntar con un tiro limpio, sin prisa.
Sollenar se hallaba ya más cerca. Parecía estar en un estado mental muy agitado. Tenía algo en su mano.
Era otra de aquellas máquinas marcianas para entretenimiento. Sollenar parecía estar ofreciéndola como ofrenda a Ermine, y Ermine sonrió.
—¿Qué es lo que puede usted ofrecerme a mí, señor Sollenar? —y diciendo esto, disparó.
La bola dorada cayó rodando sobre la arena.
—Ahí tiene —dijo Ermine—. ¿Es que no iba a ser usted más pronto mío que suyo? ¿Dónde está lo que constituía la diferencia entre nosotros?
Se estremeció. Sintió frío. La arena soplaba contra su rostro blando, que en cierto modo había sido desgastado durante su larga espera.
Se detuvo, transfigurado.
Alzó su cabeza.
Entonces, con un gran balanceo de sus brazos, envió el rifle al aire como un remolino hasta caer muy lejos.
—¡El viento! —suspiró en la tenue atmósfera—. ¡Siento el viento! —dio un salto en el aire, y la arena cayó de sus pies al dar en el suelo. Murmuró para sí mismo—: ¡Siento el suelo!
Miró fijamente con gozo tembloroso al cuerpo vacío de Sollenar.
—¿Qué es lo que me ha dado?
Lleno de su propio renacer, alzó su cabeza al cielo de nuevo y gritó en dirección al sol:
—¡Oh, vosotros, gente apretujada y mordisqueante que me hicisteis incorruptible y pensasteis que ese era mi fin!
Enterró a Sollenar con amor y colocó la señal con reverencia; pero él tenía planes sobre lo que podría lograr con los hechos de esta transacción y de la miríada de otros de los que él estaba enterado.
Un pedazo agudo de cerámica había traspasado la suela de su zapato y le había hecho un corte en el pie; pero él, al no verlo, /no lo había sentido. Tampoco lo vería ni lo sentiría cuando se cambiara de calcetines; porque no se había dado cuenta de la herida ni siquiera cuando se la hizo. Eso no tenía importancia. En pocos días se le curaría, aunque no tan rápidamente como si hubiera sido debidamente atendido.
Vagamente, oyó el ruido de los marcianos castañeteando detrás de su puerta cerrada mientras él salía corriendo de la ciudad, lleno de sentimientos de venganza y de reverencia por su salvador.