EL DÍA MILLÓN - Frederik Pohl
EN ese día del que quiero hablar, que llegará de aquí a unos diez mil años, había un chico, una chica y una historia de amor.
Pues bien, aunque he dicho muy poco hasta ahora, nada de lo que he dicho es verdad. El muchacho no era lo que usted y yo entenderíamos normalmente por un muchacho, porque tenía ciento ochenta y siete años. Ni la chica una chica, por otras razones. Y la historia de amor no entrañaba esa sublimación del impulso de violar, y el concurrente aplazamiento del instinto de someterse, o lo que en la actualidad entendemos como tal. Poco sacaría usted de esta historia si no tuviese presentes estos hechos desde el principio. Por el contrario, si los tiene en cuenta, estoy seguro de que la encontrará llena de risas, lágrimas y agudos sentimientos que pueden, o no pueden, merecer la pena. La razón de que la chica no fuese una chica es que era un chico.
¡Con qué cólera aparta usted los ojos de la página! ¿Para qué demonios quiero leer la historia de un par de maricas?, dice. Calma. No se trata de nada de ese género. En realidad, si usted viese a la chica no sospecharía que fuese en ningún sentido un chico. Pechos, dos. Órganos reproductores, femeninos. Caderas, proporcionadas; cara sin vello; lóbulos supraorbitales, inexistentes. La consideraría femenina nada más verla, aunque quizás pudiese preguntarse a qué especie podía pertenecer tal hembra debido al rabo, a la piel sedosa y a las pequeñas aberturas de las agallas detrás de las orejas.
Otra vez aparta los ojos del libro con irritación. Bueno, amigo mío, puedo asegurarle que lo que le digo es verdad. Se trata de una dulce muchachita y si usted, como varón normal, pasase una hora con ella en una habitación, daría cielo y tierra por poder meterla en la cama. Dora (la llamaremos así: su «nombre» era omicron-Dibase siete-grupo-toter-retro S Doradus 5314, esto último es una indicación de color que corresponde a un matiz del verde), Dora, como digo, era femenina, linda y encantadora. Admito que no lo parece por lo que llevo dicho. Era, podríamos decir, una bailarina. Su arte implicaba dotes intelectuales y prácticas muy refinadas, que exigían al mismo tiempo una tremenda capacidad natural y un adiestramiento interminable, que se ejecutaba en gravedad cero, y el mejor modo de describirlo sería decir que se trataba de algo parecido al trabajo de un contorsionista y al ballet clásico, algo similar, quizás, a La Muerte del Cisne, de Danilova. Era también condenadamente sexy. En un sentido simbólico, desde luego; pero debemos admitir que la mayoría de las cosas que llamamos «sexy» son simbólicas, salvo quizás la gabardina abierta del exhibicionista. Cuando Dora bailaba el Día Millón, la gente que la veía se quedaba boquiabierta, y usted se habría quedado así también, con seguridad.
En cuanto a ese asunto de que era un muchacho... a su público no le importaba que ella fuese genéticamente varón. Y a usted no le habría importado tampoco si hubiese pertenecido a aquel público, porque no lo sabría (a menos que hiciese una biopsia de su carne, que la examinase con un microscopio electrónico para localizar el cromosoma XY). A ellos no les importaba porque les daba igual. Por medio de técnicas que no sólo son complejas sino que aún no se han descubierto, aquellas gentes podían determinar con bastante exactitud las aptitudes y capacidades de los niños mucho antes de que nacieran (aproximadamente en el segundo horizonte de división celular, para ser exactos, cuando el óvulo se convierte en blastocito libre) y entonces, naturalmente, potenciaban esas aptitudes. ¿No haríamos nosotros igual? Si encontramos un niño con aptitud para la música le damos una beca. Pues bien, si ellos encontraban un niño con aptitud para ser mujer, le hacían mujer. Como el sexo se había disociado de la reproducción hacía mucho, esto era relativamente fácil de hacer y no significaba ningún problema, o al menos muy poco.
¿Cuánto es «muy poco»? Bueno, tanto como nuestra intromisión en las decisiones de la Voluntad Divina cuando empastamos una muela. Menos de lo que significa llevar un audífono. ¿Aún sigue pareciéndole terrible lo que digo? Entonces examine atentamente al primer niño que vea y piense que podría ser una Dora, pues los adultos que son genéticamente masculinos pero somáticamente femeninos se dan con frecuencia incluso en nuestro tiempo. Un accidente del medio en el útero materno altera las normas de la herencia. La diferencia es que en nuestro caso sucede sólo por accidente y no nos enteramos más que en raras ocasiones, después de un estudio detenido; mientras que la gente de Día Millón lo hacía a menudo, a propósito, porque quería.
Bueno, creo que ya he dicho bastante sobre Dora. No haría más que confundir el que añadiese que medía dos metros treinta y olía a mantequilla de maní. En fin, empecemos nuestra historia.
El Día Millón Dora salió nadando de su casa, entró en el tubo de transporte, y éste la absorbió rápidamente y la lanzó a la superficie en su chorro de agua frente a una plataforma elástica que era, digamos, su salón de ensayo.
—¡Oh, demonios! —gritó confusa, intentando recuperar el equilibrio y yendo a dar contra un desconocido, al que llamaremos Don.
Fue un bello encuentro. Don iba en aquel momento a que le cambiaran las piernas. El amor era lo más alejado de sus pensamientos en aquel instante. Pero cuando, sin pensarlo mucho, quiso usar como atajo la plataforma de los submarinistas y se vio de pronto empapado y descubrió que tenía los brazos ocupados por la chica más encantadora que había visto en su vida, supo inmediatamente que estaban hechos el uno para el otro.
—¿Te casarás conmigo? —preguntó.
—El miércoles —dijo ella con dulzura, y la promesa fue como una caricia.
Don era alto, musculoso, broncíneo y atractivo. Su nombre no era Don, lo mismo que el de Dora no era Dora, pero la parte personal de su nombre era Adonis, en tributo a su masculinidad vibrante, de modo que le llamaremos Don para abreviar. Su código-color de personalidad, en unidades angstrom, era 5290, es decir, sólo unos cuantos grados más azul que el 5314 de Dora... medida que ambos habían descubierto intuitivamente a primera vista; por eso poseían muchas afinidades en gustos y aficiones.
Renuncio a explicarles qué era exactamente lo que hacía Don para ganarse la vida... no me refiero a lo que pudiese hacer para ganar dinero, sino a lo que hacía para dar un significado y un objetivo a su vida y no volverse loco de aburrimiento. Me limitaré a decir que era algo que se relacionaba mucho con los viajes. Viajaba en naves interestelares. Para que una nave espacial fuese realmente rápida era necesario que unos treinta y un varones y siete seres humanos genéticamente femeninos hicieran ciertas cosas, y Don era uno de los treinta y uno. En realidad, por aquel entonces estaba planteándose alternativas. Su trabajo implicaba una gran exposición al flujo radiactivo... no tanto en su propio puesto en el sistema de propulsión como en el derramamiento de la etapa siguiente, donde una hembra genética hacía selecciones, y las partículas subnucleares que conformaban las selecciones preferidas por ella se desmoronaban en una lluvia de cuantos. Bueno, ya veo que no han entendido ni una palabra de todo esto; en fin, significa que Don tenía que llevar siempre puesta una piel de metal color cobre, ligera y muy dura. Ya he mencionado esto, pero es probable que creyeran que lo de broncíneo era por tomar sol.
Además, Don era un hombre cibernético. La mayor parte de sus piezas más toscas habían sido sustituidas hacía tiempo por mecanismos mucho más útiles y de mayor duración. Para bombear la sangre, en vez de corazón tenía un centrifugador de cadmio. Sus pulmones sólo se movían cuando quería hablar alto, pues una cascada de filtros osmóticos renovaban el oxígeno continuamente. A un hombre del siglo veinte le habría parecido un poco extraño con sus ojos relumbrantes y sus manos de siete dedos. Pero a sus propios ojos y, por supuesto, a los de Dora, era masculino, vigoroso y magnífico. En sus viajes, Don había recorrido Próxima Centauro, Proción y los desconcertantes mundos de Mira Ceti; había llevado plantillas agrícolas a los planetas de Canopus y había traído cálidos e ingeniosos animalillos de la pálida compañera de Aldebarán. Había visto un millar de estrellas y sus diez mil planetas. Llevaba, en realidad, viajando entre ellas dos siglos, con breves intervalos de descanso en la Tierra. Pero supongo que esto tampoco le importará a usted gran cosa. Las historias las hacen las personas, no las circunstancias en que las personas se encuentran, e imagino que querrá usted saber más de estos dos individuos. Pues bien, lo consiguieron. Aquella maravilla que sentían uno por el otro creció y floreció y dio fruto el miércoles, exactamente como Dora había prometido. Se encontraron en la sala codificadora, con un par de amigos cada uno para felicitarles, y mientras grababan sus identidades y las archivaban se sonrieron y se susurraron y soportaron pacientemente los chistes de los amigos. Luego intercambiaron sus análogos matemáticos y se fueron. Dora a su casa bajo la superficie del mar y Don a su nave.
Fue, realmente, un idilio. Y fueron muy felices, después... O, con más exactitud, hasta que decidieron no preocuparse más y morir. Por supuesto, jamás volvieron a verse.
Oh, sí, puedo verle en este momento, comedor de carne chamuscada, rascándose un incipiente juanete con una mano y sujetando este libro con la otra, mientras suena el tocadiscos con Indy o Monk. No cree una palabra de esto, ¿verdad? No, ni una palabra. La gente nunca vivirá así, gruñe mientras se levanta a echar en el vaso otro par de cubitos de hielo.
Sin embargo ahí está Dora, corriendo otra vez por las tuberías de comunicación hacia su casa bajo el agua (a ella le gusta vivir allí, y por eso se ha hecho alterar somáticamente para respirar bajo el agua). Ay, si le dijese con qué dulce plenitud ajusta el registro análogo de Don en el manipulador simbólico, cómo se conecta y se excita... si intentase explicarle algo de esto simplemente me miraría indignado. O abriría la boca lleno de asombro; o gruñiría: «¿qué clase de amor es ese?». Y sin embargo le aseguro, amigo, le aseguro realmente que los éxtasis de Dora son tan suculentos y apasionados como los de cualquiera de las damas espías de James Bond, e infinitamente más fuertes de lo que pueda encontrar usted en la «vida real». Adelante, míreme furioso y gruña cuanto quiera. A Dora le da igual. Si pensase en usted, remoto antepasado, treinta veces tatarabuelo suyo, lo consideraría simplemente una especie de animal primordial. Y eso es lo que es usted. Dora está tan alejada de usted como usted del australopiteco de hace cinco mil siglos. Usted no podría nadar ni un segundo en las vigorosas corrientes de su vida. Usted no cree que el progreso vaya en línea recta, ¿verdad? ¿Admite que es una curva ascendente, progresivamente acelerada, exponencial incluso? Lleva muchísimo tiempo empezar, pero cuando la cosa empieza es como una bomba. Y usted, usted, bebedor de alcohol y comedor de carne, no ha hecho más que encender la punta de la mecha. ¿En qué fecha estamos ahora, en el día seiscientos o setecientos mil después de Cristo? Dora vive en el Día Millón, el día un millón de la era cristiana. A diez mil años de ahora. Las grasas de su cuerpo están polidesaturadas. Sus residuos se hemodializan de su sangre mientras duerme, lo que significa que no tiene que ir al baño a hacer sus necesidades. Puede, a voluntad, para entretenerse, disponer por media hora de más energía que toda la nación portuguesa actualmente, y utilizarla para lanzar un satélite de fin de semana o para modificar un cráter en la Luna. Ama mucho a Don. Tiene todos sus gestos, sus ademanes, el tacto de su mano, la emoción del contacto, la pasión del beso, almacenados en forma simbólico-matemática. Y cuando lo desea lo único que tiene que hacer es poner en funcionamiento la máquina y lo tiene.
Y Don, por supuesto, tiene a Dora. A la deriva en una ciudad flotante a quinientos metros por encima de donde vive ella u orbitando Arturo a cincuenta años-luz de distancia, Don no tiene más que poner su propio manipulador simbólico para sacar a Dora de los archivos de ferrita y darle vida ante él, y poder entregarse toda la noche con ella a un arrebato interminable de amor. No era la carne, claro está; pues su carne ha sido ampliamente modificada y en realidad no podría sacar gran cosa de ella. Para el placer no se necesita la carne. Los órganos genitales no sienten nada. Ni las manos, ni los pechos, ni los labios; son sólo receptores que aceptan y transmiten impulsos. El que siente es el cerebro; es la interpretación de esos impulsos lo que crea un calvario de dolor o un orgasmo, y el manipulador simbólico de Don le proporciona los impulsos análogos a la caricia, el beso, a las horas ardientes y desenfrenadas con el análogo eterno, exquisito e incorruptible de Dora. O Diana. O la dulce Aosa, o la risueña Alicia; pues debo decir que todos ellos han intercambiados análogos antes y lo harán de nuevo.
Demonios, gruñe usted, esto me parece una locura. Pues dígame, usted, con su loción de después de afeitarse, su autito rojo, moviendo papeles en una mesa todo el día y tratando de encontrar un plan para la noche, ¿qué demonios pensaría de usted si pudiese verle Tiglath-Pi-leser, por ejemplo, o Atila el Huno?