La ciudad de Zor alzaba sus sombrías torres y minaretes de mármol negro hacia el rojizo ocaso, una gran masa de espiras erguidas circunvaladas por una gran muralla negra. Doce puertas de grueso bronce se abrían en aquella muralla, y tras ella se extendía el blanco desierto de sal que ahora cubría la totalidad de la Tierra. Una cruel y ardiente llanura que se extendía, haciendo daño a la vista, hasta el horizonte, sin que su monotonía fuera rota por colina, valle o mar alguno. Hacía mucho que los últimos mares se habían secado y desaparecido, y también mucho desde que las continuas eras de erosión geológica habían limado montañas, colinas y valles hasta convertirlos en una llanura sin accidentes.
Mientras el sol se ocultaba, lanzó un dardo de luz rojiza que atravesó la ciudad de Zor hasta llegar a la gran sala de la espira más alta. Los rayos carmesí atravesaron la sombría penumbra de la poco iluminada sala y bañaron la sentada figura de Galos Gann.
Pensativo bajo la rojiza luz, Galos Gann miró a través del desierto hacia el sol en ocaso, y dijo:
—Pasó otro día. El fin llegará pronto.
Con el mentón apoyado en la mano, pensaba, y el sol se ocultaba, y las sombras del gran salón se hacían más profundas y negras, a su alrededor. Allá afuera, en el cielo del crepúsculo florecían las estrellas, y atisbaban a través del pórtico como burlones ojos blancos. Y le parecía escuchar sus débiles y plateadas voces estelares gritando en tono de mofa: «El fin llegará pronto para la raza de Galos Gann.»
Pues Galos Gann era el último de los hombres. Sentado, solo, en su oscura sala de lo alto de la sombría Zor, sabía que en ninguna otra parte del desértico globo se movía otra forma humana, ni sonaba otra voz de hombre. Era aquel en quien durante anteriores épocas se había fijado una atemorizada pero irremediable fascinación: el último superviviente. Saboreaba una soledad que ningún otro hombre había conocido jamás pues su tarea era recordar todos los millones de hombres que habían existido antes que él, y que ya no estaban con vida. Podía regresar a billones de años antes, cuando en la tumultuosa juventud de la Tierra los cálidos mares habían dado luz a la primera vida protoplasmática que, bajo las potentes influencias de la radiación cósmica, había evolucionado a formas más y más complejas hasta culminar en la del hombre. Podía rememorar cómo el hombre se había alzado desde el salvajismo primitivo hasta la civilización mundial que le había dado por fin tremendos poderes y que había alargado su expectación de vida a muchos siglos. Y podía recordar también el tenebroso e irrefrenable mecanismo de las fuerzas naturales que por fin había llevado la ruina a las bellas ciudades de la época de oro.
En forma continua, silenciosa e inexorablemente, a través de las eras había ido disminuyendo la hidrosfera, o sea la envoltura acuosa de la Tierra, a causa de la pérdida de sus partículas en el espacio, por la dispersión molecular. Los mares se habían secado en el transcurso de millones de años, y los desiertos de sal habían ido invadiendo el orbe. Y el hombre había visto cercano el fin de su raza, y a causa de ello, dejado de concebir hijos.
Los hombres estaban cansados de la lucha sin fin ni esperanza, y no querían escuchar las súplicas de Galos Gann, el mayor de sus científicos, y el único entre ellos que ansiaba mantener en vida a la raza moribunda. Y así, en su cansancio, había desaparecido la última generación de ellos, y en el mundo no quedaba ser viviente alguno sino el inquebrantable Galos Gann.
En su oscuro salón en lo alto de Zor, Galos Gann estaba sentado, arrebujado en sus ropas y reflexionando sobre todas estas cosas sin que variase la expresión de su ajado rostro o sus negros y vivaces ojos. Luego, al fin, se puso en pie. Caminó con su ropaje flotando a su alrededor hasta el balcón, y en la noche miró alzando la vista a los burlones ojos blancos de las estrellas.
Y dijo:
—Creéis estar mirando al último de los hombres, que todas las glorias de mi raza son un relato ya contado y terminado, pero estáis equivocadas. Soy Galos Gann, el más grande de todos los hombres que jamás han vivido en la Tierra. Y es mi decisión irrevocable el que mi raza no morirá, sino que vivirá para alcanzar gloria aún mayor.
Las blancas estrellas permanecieron en silencio, moviéndose con cínica imperturbabilidad sobre los desiertos que rodeaban a la ciudad de Zor, amortajada por la noche.
Y Galos Gann alzó su mano hacia Rigel y Canopus y Achernar en un gesto repleto de desafío y amenaza.
—¡En algún lugar y de alguna manera encontraré el modo de mantener en vida a la raza del hombre! —les gritó—. ¡Sí, y llegará el día en que nuestra simiente os ponga un yugo a vosotras y a todos vuestros mundos, para sujetaros a los deseos del hombre!
Y luego Galos Gann, repleto de esta determinación, tomó una gran decisión y se dirigió a sus laboratorios buscando ciertos instrumentos y crípticos mecanismos. Albergándolos entre sus ropajes, descendió de la torre y caminó por entre las oscuras calles de la ciudad de Zor.
Muy pequeño y solitario parecía mientras se encaminaba bajo la débil luz estelar y por entre las mortecinas sombras de las amplias avenidas de la ciudad, y no obstante avanzaba orgulloso; pues un inconquistable desafío al destino ardía en su corazón y vitalizaba su cerebro con una determinación irrefrenable.
Llegó hasta la baja y maciza estructura que buscaba, y su puerta se abrió con un suspiro mientras se acercaba. Entró, y allí en la pequeña sala en penumbras había una escalera por la que descendió. La escalera en espiral bajaba hasta una gran sala subterránea de mármol negro, iluminada por una débil luz azul que no provenía de ninguna fuente visible.
Cuando Galos Gann pisó al fin el suelo de mosaico, se quedó mirando a lo largo de la sala oblonga. De sus paredes, que se extendían hasta la lejanía, colgaban un centenar de grandes paneles cuadrados en los que estaba pintada la historia de la humanidad. El primero de ellos mostraba la vida protoplasmática primigenia de la que había descendido el hombre, y el último de ellos mostraba aquella misma sala subterránea. Porque, en criptas dispuestas en el suelo de la misma yacían los cadáveres de los ciudadanos de Zor, que habían sido la última generación de la humanidad. Quedaba una última cripta vacía que acogería a Galos Gann cuando descendiese a ella para morir, y, dado que ése sería el último capítulo de la historia de la humanidad, había sido reproducido en el último panel.
Pero Galos Gann no se fijó en las paredes pintadas y caminó a lo largo de la sala, abriendo una tras otra las criptas del suelo. Trabajó en ellas hasta que al fin yacieron frente a él docenas de hombres y mujeres muertos, cuyos cuerpos estaban tan perfectamente conservados, que parecía que estuvieran durmiendo.
Galos Gann les dijo:
—Tengo la idea de que hasta vosotros, que ya no vivís, podáis tal vez ser utilizados para impedir que perezca la humanidad. Parece sacrílego el perturbar vuestra paz en la muerte, pero en ningún otro lugar, sino en la muerte, puedo hallar a aquéllos que necesito para perpetuar la humanidad.
Entonces Galos Gann comenzó a trabajar sobre los cuerpos de los muertos, logrando, con su tremenda resolución, llegar a hazañas científicas superhumanas que jamás antes había logrado.
En una suprema hazaña química sintetizó nueva sangre con la que llenó las vacías venas de los cadáveres. Y, mediante poderosos estímulos eléctricos e inyecciones glandulares hizo que sus corazones palpitasen convulsivamente, y luego regularmente. Y, mientras sus corazones bombeaban la nueva sangre a través de sus cuerpos, hasta sus perfectamente conservados cerebros, los muertos recuperaron lentamente su consciencia y se tambalearon poniéndose en pie, tras lo que se miraban incrédulamente los unos a los otros, y al vigilante Galos Gann.
Este sintió un tremendo orgullo y alegría mientras contemplaba a aquellos fuertes hombres y bellas mujeres que había rescatado de la muerte. Les dijo:
—Os he vuelto a traer a la vida porque he decidido que nuestra raza no debe acabar ni ser olvidada por el universo. Es mi deseo que la humanidad continúe, y lo lograré a través de vosotros.
Las mandíbulas de uno de los hombres se movieron rígidamente y de entre ellas surgieron los herrumbrosos acentos de una voz no usada por largo tiempo.
—¿Qué locura es ésta, Galos Gann? Nos has dado un aspecto de vida, pero seguimos muertos, y, ¿cómo podemos los que estamos muertos prolongar la vida del hombre?
—Os movéis y habláis, por consiguiente estáis vivos —insistió Galos Gann—. Os aparearéis y tendréis hijos, y serán los progenitores de nuevos pueblos.
El muerto dijo huecamente:
—Luchas contra lo inevitable como un niño que se rompe los puños contra una puerta de mármol. Es ley del universo que todo lo que existe tenga algún día un fin. Los planetas se agostan y mueren y caen a los soles que les dieron vida, y los soles chocan unos con otros y se transforman en nebulosas, y las nebulosas no perduran, sino que a su vez se condensan para formar otros soles y mundos que a su tiempo deberán morir.
«¿Cómo puedes tú esperar mantener por siempre viva la raza del hombre, enfrentándote con esta universal ley de muerte? Hemos vivido una bella vida por muchos billones de años, hemos luchado y triunfado y perdido, hemos reído a la luz del sol y soñado bajo las estrellas, hemos interpretado nuestro papel en el tremendo drama de la eternidad. Ahora es tiempo de que nos resignemos a nuestro predestinado fin.
Cuando el muerto terminó de hablar, un hueco y débil susurro de asentimiento recorrió las filas de los otros muertos.
—Así es —dijeron—. Es hora de que los cansados hijos del hombre se acojan al bendito sueño de la muerte.
Pero la firme actitud de Galos Gann indicaba su determinación, y sus ojos echaban chispas y su silueta se envaraba con su voluntad inquebrantable.
—Vuestras palabras no os servirán de nada —les dijo a los muertos—. A pesar de vuestros gélidos deseos de renuncia, estoy decidido a que el hombre siga vivo para enfrentarse con las ciegas leyes del cosmos. Por consiguiente me obedeceréis, pues bien sabéis que con mis poderes y ciencia puedo obligaros a seguir mi voluntad. No estáis muertos ya, sino vivos, y repoblaréis la ciudad de Zor.
Con estas palabras, Galos Gann caminó hasta la escalera en espiral, y comenzó a subirla. Y, sin poder oponérsele, torpemente sumisos, los hombres y mujeres muertos le siguieron por la escalera, caminando rígidamente.
Un extraño espectáculo fue el que dio Galos Gann guiando a su silenciosa hueste por las calles de la ciudad, iluminadas por las estrellas. Y los días y noches siguientes en Zor hubo la macabra visión de una ciudad poblada de nuevo por las gentes que habitaron en ella antes de morir. Porque Galos Gann decretó que debían vivir en los mismos edificios en que lo habían hecho antes. Y aquellos que habían sido marido y mujer antes debían serlo ahora, y en todas las cosas debían comportarse cual lo habían hecho antes de sus muertes.
Así, durante los días, bajo el cálido sol, los muertos iban y venían por Zor y pretendían que verdaderamente estaban vivos. Caminaban rígidos por las calles y se saludaban los unos a los otros con sus chirriantes y herrumbrosas voces, y aquellos que habían ejercido profesiones en los viejos tiempos, las practicaban de nuevo, de forma que los animosos sonidos de la vida y el trabajo resonaron de nuevo en la ciudad.
Por la noche se dirigían al gran teatro de la ciudad y permanecían en rígida inmovilidad en las butacas mientras aquellos que habían sido cantantes o bailarines actuaban con pesada ineptitud en el escenario. Y el auditorio muerto aplaudía, y reía, y su risa era un extraño sonido.
Y, por la noche, cuando las estrellas atisbaban curiosas hacia Zor, aquellos de entre ellos que habían sido jóvenes caminaban juntos y con mecánicos gestos seguían una pantomima de amor, y se decían palabras tiernas los unos a los otros. Y se casaban entre sí, pues tal era el decreto de Galos Gann.
En su alta torre, Galos Gann contemplaba como nacía luna tras luna, para morir luego. Una gran esperanza lo embargaba mientras los meses pasaban uno a uno sobre la ciudad habitada por muertos.
Se decía a sí mismo:
—Realmente no están totalmente en vida; hay algo que mis poderes no pudieron rescatar de la muerte; pero, aún en este estado, servirán para dar un nuevo inicio a la humanidad.
Pasaron los lentos meses y, al fin, a una de las parejas muertas que vivía en la ciudad le nació un hijo. Muy altas volaron las esperanzas de Galos Gann cuando oyó la noticia, y grande su excitación mientras se apresuraba a través de la ciudad para ver. Pero, cuando contempló el niño, notó como se le helaba el corazón. Pues el hijo era tal cual los padres que le habían dado a luz, ya que no vivía del todo. Se movía, veía y emitía sonidos, pero sus movimientos y gritos eran rígidos y extraños, y sus ojos albergaban la sombra de la muerte.
Sin embargo, Galos Gann no abandonó toda esperanza de éxito de su gran plan. Esperó a que naciese otro niño, pero el siguiente también fue así.
Entonces sí que murió toda su fe y esperanza. Llamó a los ciudadanos muertos de Zor y les habló en esta manera:
—¿Por qué no traéis al mundo hijos que vivan del todo, ya que vosotros habéis vuelto a la vida? ¿Acaso lo hacéis tan sólo por despecharme?
Del grupo de ojos desvaídos le respondió un muerto:
—La muerte no puede dar a luz vida tal cual la luz no puede nacer de las tinieblas. A pesar de tus palabras sabemos que estamos muertos, y que sólo podemos producir muerte. Convéncete ahora de la futilidad de tu loco plan y permítenos que regresemos a la paz de la muerte, y deja que la raza del hombre llegue pacíficamente a su fin predestinado.
Galos Gann les dijo tétricamente:
—Volved pues a la nada que ansiáis, ya que no podéis servir para mis propósitos. Pero sabed que ni ahora ni nunca abandonaré mi ambición de perpetuar la raza.
Los muertos no le contestaron, sino que dándole la espalda se movieron en un grupo silencioso y tambaleante, atravesando las calles de la ciudad hacia aquel bajo y macizo edificio que tan bien conocían.
Bajaron sin decir palabra por la escalera en espiral hasta llegar a la sala de las criptas, iluminada de azul, y allí cada uno yació de nuevo en la cripta que le pertenecía. Y las dos mujeres que habían dado a luz se recostaron con sus extraños hijos muertos en su regazo. Luego, cada uno de ellos colocó de nuevo sobre su cripta la losa que la cubría, hasta que todos estuvieron de nuevo ocultos. Y una vez más reinó un solemne silencio en la cámara mortuoria de Zor.
En la cima de su alta torre Galos Gann los había contemplado irse, y allí quedó pensativo durante dos días y dos noches, estudiando la ciudad, de nuevo silenciosa. Y se dijo a sí mismo:
—Parece que mi esperanza fue vana, y que en verdad la humanidad muere conmigo, dado que aquellos que estaban muertos no pueden ser progenitores del hombre futuro. Pues, ¿dónde voy a encontrar hombres y mujeres vivos que puedan servir para mis fines?
Esto dijo, y entonces un repentino pensamiento golpeó con la fuerza de un relámpago las profundidades oscuras de su mente pensativa. Su cerebro se tambaleó ante la audacia de la idea que tan repentinamente había concebido; y, sin embargo, tal era la desesperación de su propósito que se aferró tembloroso aún a esta posibilidad inhumana.
Murmuró para sí:
—No hay hombres ni mujeres vivos en el mundo de hoy. Pero, ¿y los trillones de hombres y mujeres que han existido en el pasado de la Tierra? Esos trillones están separados de mí por el abismo del tiempo. Y, no obstante, si pudiera en alguna forma atravesar ese abismo, podría arrancar a muchos seres vivos del pasado para traerlos a la muerta Zor.
El cerebro de Galos Gann se inflamó con este pensamiento enloquecedor. Y así, el más grande científico que jamás hubiera habido en la Tierra, comenzó aquella noche el audaz intento de atraer, a través del océano de los tiempos, hombres y mujeres vivos que engendraran una nueva raza.
Día tras día, mientras el sol ardía sobre la silenciosa Zor, y noche tras noche mientras las majestuosas estrellas brillaban sobre ella, el ajado científico trabajó en sus laboratorios. Y gradualmente se alzó en ellos el gran mecanismo cilíndrico de bronce y cuarzo que iba a perforar el tiempo. Al fin, el tremendo instrumento estuvo terminado y Galos Gann se preparó a iniciar su increíblemente audaz experimento. A pesar de la inflexibilidad de su resolución, su alma se estremecía mientras conectaba los controles que ponían en funcionamiento la gran máquina. Pues bien sabía que el intentar lanzar una sonda a través del inconmensurable abismo del tiempo era algo tan atrevido y tan en contra de la misma naturaleza del cosmos que bien podría resultar un inimaginable cataclismo de ello. Sin embargo, Galos Gann, movido por su ambición inalterable, apretó los botones con mano temblorosa.
Se oyó un trueno de proporciones cósmicas y el siseo de una cegador relámpago de fuerza que llenó el cilindro, y los cimientos de la muerta ciudad de Zor se estremecieron de extraña forma, cual si los agitase un terrible huracán.
Galos Gann se daba cuenta de que las titánicas fuerzas que había desencadenado estaban abriéndose camino a través del espacio y tiempo mismos, en el interior del cilindro, y horadando las hasta entonces invioladas dimensiones del universo. La fuerza blanquecina ardía y el retumbar atronaba y la ciudad se estremecía hasta que al fin, convulsivamente, apretó de nuevo los botones. Entonces murieron el resplandor, el retumbar y el estremecimiento, y mientras Galos Gann contemplaba el interior del cilindro, gritó en agudo tono de triunfo:
—¡Lo he conseguido! ¡El cerebro de Galos Gann ha triunfado sobre el tiempo y el destino!
Pues allí, en el cilindro, se encontraban un hombre y una mujer vivos, ataviados con las grotescas vestimentas de tela de las épocas anteriores.
Abrió la puerta del cilindro y el hombre y la mujer salieron lentamente. Galos Gann les dijo exultante:
—Os he traído a través del tiempo para que seáis el inicio de una nueva generación. ¡No tengáis miedo! Sólo sois los primeros de los muchos que traeré del pasado en esta misma forma.
El hombre y la mujer contemplaron a Galos Gann y, de pronto, se echaron a reír. Su risa no era de alegría, sino que tenía algo de maníaco. Salvaje, locamente, rieron el hombre y la mujer. Y Galos Gann comprendió que ambos estaban totalmente locos.
Y se dio cuenta de lo sucedido. Mediante su ciencia suprahumana había logrado traer sus cuerpos vivos a través del mar de los tiempos, sin que sufrieran daño, pero al hacerlo había destruido sus mentes. Ninguna ciencia existente podía trasladar sus mentes a través del abismo de los tiempos sin destrozarlas, pues la mente no es materia, y no obedece las leyes de la materia. Y, a pesar de todo, Galos Gann estaba tan absorbido por su alucinante plan, que rehusó abandonarlo.
—Traeré a más hombres a través del tiempo —se dijo a sí mismo—. Y seguramente alguno de ellos llegará con su mente indemne.
Y, así, una y otra vez, en las noches que siguieron, puso en marcha el gran mecanismo y con su potente fuerza sacó a muchas docenas de hombres y mujeres de sus propios tiempos, y los llevó a través de los milenios hasta Zor. Pero siempre, a pesar de que traía sus cuerpos intactos, no podía hacer lo mismo con sus mentes; así que sólo surgían hombres y mujeres locos del cilindro, sin importar de que lugar o tiempo proviniesen.
Esas locas gentes vivían en Zor en una forma aterradora, errando por su calles de forma que ningún rincón de la ciudad estaba libre del sonido de su demente aullar. Subían a las sombrías torres y bramaban y farfullaban desde ellas a la ciudad muerta y al desnudo desierto que la rodeaba. Parecía que hasta la ciudad loca se atemorizaba ante la terrible horda que albergaba, pues una ciudad de dementes era aún más terrible de lo que había sido la ciudad de los muertos.
Finalmente, Galos Gann dejó de traer hombres y mujeres del pasado, pues vio que nunca podría esperar transportarlos cuerdos. Durante un tiempo trató de curar las mentes que había destruido en aquella gente insana. Pero vio que esto también estaba más allá del poder de cualquier ciencia material. Y entonces, en aquella aullante ciudad de locura, que era la última de la Tierra, Galos Gann sintió miedo de enloquecer también. Sintió deseos de gritar con los otros a través de las calles oscuras.
Así que, con enfermizo disgusto y miedo, salió a ellas y destruyó a los locos hasta no dejar uno, dándoles la liberación de la muerte. Y Zor de nuevo conoció el silencio mientras el último hombre caminaba solitario por sus avenidas.
Finalmente llegó un día en que Galos Gann caminó hasta su balcón y contempló fijamente el blanco y árido desierto.
Y exclamó:
—He tratado de obtener nuevos hombres, rescatándolos de la muerte, y luego haciéndoles traspasar el tiempo, pero ni de la muerte ni del tiempo parece que puedan surgir aquellos que prolongarán la raza. ¿Cómo puedo esperar producir hombres en un corto instante del tiempo cuando le requirió billones de años para hacerlo a las fuerzas de la naturaleza? Así que produciré una nueva raza en la forma en que fue creada la antigua. Cambiaré la faz de la Tierra de forma de que nueva vida florezca de ella como lo hizo hace tiempo, y, con el devenir de las eras, la vida evolucionará de nuevo hasta llegar al hombre.
Animado por esta colosal resolución, Galos Gann, el último y más formidable de todos los científicos de la Tierra, inició una pavorosa tarea que hasta entonces ni siquiera había sido soñada por hombre alguno.
Primero reunió todas las fuerzas conocidas por su raza, y muchas otras que él mismo había descubierto. Y logró fuerzas aún más poderosas, que hasta un mismo dios se atemorizaría ante la idea de emplearlas a la ligera.
Y entonces Galos Gann puso en acción esas fuerzas y comenzó a perforar un túnel a través de la litosfera de la Tierra. Perforó hacia abajo, atravesando la arenisca y el granito y el gneis hasta que hubo superado la corteza de roca y se halló en lo profundo del tremendo núcleo de hierro y níquel que forma el corazón del planeta.
En aquel núcleo de hierro construyó una gran cámara que equipó con el utillaje y mecanismos que requeriría para la tarea que se había propuesto. Y, cuando todo lo que necesitaba se halló en aquella profunda cámara, se retiró a ella, y entonces hizo derrumbarse, cerrándolo, el pozo que llevaba hasta la superficie.
Luego Galos Gann comenzó a sacudir la Tierra. Desde su profunda cámara en el núcleo de hierro, lanzó pequeños impulsos de fuerza a intervalos exactos. Y el ritmo de esos impulsos estaba perfectamente adecuado al ritmo de la Tierra.
Al principio, los pequeños impulsos no tenían efecto sobre el vasto globo del planeta. Pero, poco a poco, su efecto se acumuló y se hizo más fuerte, hasta que finalmente toda la corteza rocosa que es la litosfera se agitó violentamente. Las tensiones y fuerzas produjeron inmensas presiones y elevaciones de temperatura en el interior de las rocas, haciendo que gran parte de ellas se convirtiesen en lava. Y esta lava fundida se abrió camino hacia arriba, surgiendo en terribles borbotones por todo el globo, tal como había hecho en la juventud del planeta.
Galos Gann, en su cámara profundamente hundida estudiaba sus instrumentos y veía los cambios que tenían lugar en la superficie de la Tierra. Vio como las masas florecientes de magma fundido soltaban los gases que aprisionaban, y observó como estos gases formaban, combinándose, una nueva capa de nubes de vapor de agua, rodeando al planeta.
La Tierra estaba pasando por los mismos cambios que había sufrido tiempo ha. Mientras su superficie fundida comenzaba a enfriarse, empezó a caer lluvia desde las nubes, reuniéndose en lugares de la rota superficie del mundo para formar nuevos mares.
Galos Gann contemplaba en tensión lo que sucedía a través de sus maravillosos instrumentos, y vio moléculas complejas que se formaban en las orillas de los mares cálidos, con carbono, hidrógeno, oxígeno y otros elementos. Y bajo la acción de la fotosíntesis del sol, esos compuestos orgánicos se combinaron para iniciar los comienzos de la vida protoplasmática primaria.
Galos Gann se dijo entonces a sí mismo:
—Se ha iniciado el nuevo ciclo de la vida de la Tierra. La radiación del sol crea la vida a partir de los elementos inorgánicos, tal como hizo en las eras del pasado. Esta vida evolucionará bajo las mismas condiciones y en la misma forma, y con el tiempo, producirá hombres, que de nuevo poblarán la Tierra.
Calculó las épocas que llevaría el que una nueva raza humana evolucionase en el planeta. Y, entonces, tomó una cantidad, cuidadosamente medida, de una sutil droga que había preparado, que suspendería indefinidamente toda función de su cuerpo, y que sin embargo le permitiría seguir vivo en un sueño que no era el de la muerte. Se extendió en un diván en la cámara subterránea, en el interior de la Tierra.
—Dormiré ahora en animación suspendida hasta que haya evolucionado la nueva raza del hombre —dijo Galos Gann—. Cuando despierte, la Tierra estará de nuevo poblada por la victoriosa e inmortal raza humana, y podré salir y vivir entre ellos, y morir entonces en paz, sabiendo que el hombre perdura.
Diciendo esto, cruzó sus brazos sobre su pecho, la droga hizo su efecto, y durmió.
Y le pareció que acababa de cerrar los ojos y había perdido consciencia, cuando se despertó de nuevo, pues el dormir una eternidad o un momento es lo mismo.
Durante un tiempo, Galos Gann no pudo creer que ya había dormido a través de las épocas para las que había calculado el efecto de la droga. Pero sus cronómetros habían calculado el tiempo por la transmutación del uranio, y demostraban que realmente había dormido durante muchos billones de años.
Entonces supo que había llegado el momento de su triunfo. Pues en aquellos lentos milenios debía haber evolucionado la nueva raza del hombre que ahora debía poblar la superficie de la Tierra, por encima de él.
Sus manos temblaban mientras se preparaba a perforar un nuevo túnel desde su cámara a la superficie.
—Mi muerte no está muy lejana —dijo Galos Gann—. Pero primero estos ojos verán la nueva raza que he creado para perpetuar la antigua.
Sus máquinas perforaron un túnel a través de la corteza rocosa hasta la superficie y, llevado por sus poderes, Galos Gann subió por el pozo y emergió a la superficie de la Tierra, bajo la radiante luz del sol.
Miró a su alrededor. Estaba en el centro de un desierto blanco de sal que se extendía monótonamente en todas las direcciones, hasta el horizonte, y que en ninguna parte era roto por colina o valle alguno.
Un terrible escalofrío estremeció el corazón de Galos Gann mientras permanecía bajo el cegador destello del sol en el desierto solitario.
—¿Puede ser —se preguntó a sí mismo—, que las fuerzas de la naturaleza hayan secado y gastado la Tierra tal como lo hicieron hace largo tiempo? Aún si es así, en alguna parte del planeta deben encontrarse las nuevas razas del hombre que el tiempo haya creado.
Miró en una y otra dirección hasta que finalmente vio en el horizonte las distintas espiras de una ciudad. Su corazón se alegró ante esta visión, y se movió hacia la ciudad con ansia expectante. Pero, cuando llegó cerca de ella, se turbó de nuevo. Pues era una ciudad de torres y minaretes de mármol negro, rodeada por una alta muralla negra, que en gran manera se asemejaba a la ciudad de Zor, perecida hacía largo tiempo.
Llegó a una de las puertas abiertas y entró en la ciudad. Y, como un hombre en sueños, caminó por sus calles, mirando en uno y otro sentido. Pues esta ciudad estaba tan vacía de vida como lo había estado la antigua Zor. En ninguna de sus plazas o avenidas se movía forma humana alguna, ni hacía ecos voz ninguna. Y entonces, un fatal presentimiento invadió a Galos Gann y le llevó hasta la más alta torre, y a una sala en tinieblas en la cima de la torre.
Allí, en el extremo de la sala, sentado, arrebujado en sus vestiduras, había un hombre ajado y encogido, que parecía muy próximo a la muerte.
Galos Gann le habló con voz angustiada, diciéndole:
—¿Quién eres tú, y dónde están los otros componentes de la raza del hombre?
El otro alzó su tambaleante cabeza y mirando ciegamente a Galos Gann le contestó:
—No hay ningún otro, pues soy el último superviviente de toda la raza del hombre. Hace billones de años comenzó la vida en el protoplasma de los mares cálidos del mundo, y se desarrolló a través de innumerables formas hasta llegar al hombre, y la civilización y poder del hombre llegaron hasta altas cimas. Pero los mares se secaron y, mientras la Tierra envejecía, nuestra raza también envejeció y murió, hasta que he quedado tan solo yo en esta ciudad muerta. Y mi propia muerte está al llegar.
Con estas palabras, el encogido y tambaleante hombre se desplomó hacia adelante, exhaló su último suspiro, y yació muerto sobre el suelo.
Y Galos Gann, el último hombre, levantó la vista del cadáver y miró al sol en su ocaso.