¿A quién había que echarle las culpas? Desde hacía tres días, los pensamientos de Alveron habían girado alrededor de esa pregunta, sin hallar respuesta. Una criatura de una raza menos civilizada o sensitiva nunca hubiera dejado que eso torturase su mente, y se habría satisfecho con la convicción de que nadie podía ser considerado responsable de los manejos del destino. Pero Alveron y su especie habían sido los señores del Universo desde los inicios de la historia, desde aquella era lejana en que la Barrera del Tiempo había sido colocada alrededor del cosmos por los poderes desconocidos que existían antes del Comienzo. A ellos les había sido entregado todo conocimiento; y con el conocimiento infinito venía la responsabilidad infinita. Si se producían errores y fallos en la administración de la Galaxia, la falta era directamente imputable a Alveron y su gente. Y no cabía duda: aquella era una de las mayores tragedias de la historia.
La tripulación seguía sin saber nada. Aun el mismo Rugon, su mejor amigo y primer oficial de la nave, tan sólo conocía parte de la verdad. Pero ahora, los mundos condenados se hallaban a menos de mil millones de kilómetros de distancia. En unas horas, estarían aterrizando en el tercer planeta de aquel sistema solar.
Una vez más, Alveron leyó el mensaje de la Base; luego, con un movimiento de un tentáculo que ningún ojo humano hubiera sido capaz de seguir, apretó el botón de «llamada general». A lo largo del cilindro de dos kilómetros de longitud que era la nave exploradora galáctica S9000, seres de muchas razas abandonaron su trabajo para escuchar las palabras de su capitán.
—Sé que todos vosotros os habéis estado preguntando —comenzó a decir Alveron— por qué se nos ordenó abandonar nuestra exploración y acudir tan aceleradamente a esta región del espacio. Algunos de vosotros quizá podáis daros cuenta de lo que significa la aceleración a que hemos venido. Nuestra nave está haciendo su último viaje: los generadores han estado funcionando durante sesenta horas a la Carga Extrema. Tendremos mucha suerte si podemos regresar a la Base por nuestros propios medios.
»Estamos aproximándonos a un sol que está a punto de convertirse en nova. La explosión ocurrirá dentro de siete horas, más o menos una hora, dejándonos un máximo de cuatro horas para exploración. Existen diez planetas en este sistema que va a ser destruido; y hay una civilización en el tercero. Este hecho fue descubierto hace tan sólo unos días. Nuestra trágica misión es entrar en contacto con esta raza condenada y, de ser posible, salvar algunos de sus miembros. Sé que hay poco que hacer en tan corto tiempo con una sola nave. Pero ninguna otra podía llegar al sistema antes de que se produjera la explosión.
Hubo una larga pausa, durante la cual no se produjo sonido ni movimiento alguno en la totalidad de la enorme nave, mientras corría veloz hacia los mundos situados frente a ella. Alveron sabía lo que sus compañeros estaban pensando, y trató de contestar a su pregunta no formulada.
—Os preguntaréis por qué un tal desastre, el mayor del que tengamos memoria, ha podido suceder. Una cosa puedo aseguraros: el fallo no reside en Exploración.
»Como sabéis, con nuestra actual flota de menos de doce mil naves, es tan sólo posible reexaminar cada uno de los ocho mil millones de sistemas solares de la galaxia con intervalos de un millón de años. La mayor parte de los mundos cambian bien poco en un tiempo tan corto.
»Hace menos de cuatrocientos mil años, la nave de exploración S5060 examinó los planetas del sistema al que nos aproximamos. No encontró inteligencia en ninguno de ellos, aunque el tercero estaba repleto de vida animal y dos mundos más habían estado habitados en otro tiempo. Se realizó el informe habitual, y el sistema quedó para su próximo examen dentro de seiscientos mil años.
»Parece ser que en el período increíblemente corto transcurrido desde la última exploración apareció vida inteligente en el sistema. Se tuvo la primera noticia de ello cuando se detectaron señales de radio desconocidas en el planeta Kulath del sistema X29.35, Y34.76, Z27.93. Se tomaron marcaciones goniométricas; provenían del sistema que tenemos delante.
»Kulath está a doscientos años luz de aquí, así que esas ondas de radio habían estado viajando durante dos siglos. Por consiguiente, en uno de estos mundos ha existido, al menos durante ese período, una civilización capaz de generar ondas electromagnéticas, con todo lo que ello implica.
»Se llevó a cabo un inmediato examen telescópico del sistema, y se halló que el sol estaba en un estadio prenova. La explosión podía haber ocurrido en cualquier momento, hasta mientras las señales de radio estaban camino de Kulath.
»Se produjo un pequeño retraso mientras los visores superveloces de Kulath II eran enfocados a este sistema. Mostraron que no se había producido aún la explosión, pero que sólo faltaban unas horas. Si Kulath se hubiera hallado a una fracción de año luz más lejos, nunca hubiéramos conocido la existencia de esa civilización hasta después de su desaparición.
»El Administrador de Kulath entró inmediatamente en contacto con la Base del Sector, y se le ordenó acudir rápidamente al punto. Nuestro objetivo es salvar a todos los miembros que podamos de la raza condenada, si es que queda alguno. Pero hemos supuesto que una civilización que posee la radio puede haberse protegido contra cualquier incremento de la temperatura que pueda haberse producido ya.
»Esta nave y las dos falúas explorarán un sector del planeta cada una. El Comandante Torkalee utilizará la Número Uno. El Comandante Orostron la Número Dos. Tendrán sólo cuatro horas para explorar ese mundo. Al acabar ese período, deberán haber regresado a la nave. Yo partiré entonces, con o sin ellos. Daré a ambos comandantes instrucciones mucho más detalladas en la sala de control.
»Eso es todo. Entraremos en la atmósfera dentro de dos horas.
En el mundo conocido otrora como Tierra, se estaban apagando los fuegos: no quedaba nada que pudiera arder. Los grandes bosques que se habían extendido por el planeta como una oleada tras la desaparición de las ciudades, ya no eran sino tizones encendidos y el humo de sus piras funerarias aún ensuciaba el cielo. Pero todavía estaban por llegar las últimas horas, ya que las rocas superficiales no habían comenzado aún a derretirse. Los continentes podían verse dificultosamente a través del humo, pero sus siluetas no significaban nada para los vigías de la nave que se aproximaba. Los mapas de que disponía tenían un desfase de una docena de glaciaciones y de más de un diluvio.
El S9000 había pasado junto a Júpiter y visto en el acto que no podía existir vida alguna en aquellos océanos semigaseosos de hidrocarburos comprimidos, que ahora entraban en furiosa erupción bajo el anormal calor solar. No pasaron cerca de Marte y los planetas exteriores, y Alveron se dio cuenta de que los planetas más cercanos al Sol que la Tierra debían ya estar fundiéndose. Era muy probable, pensó tristemente, que ya hubiera finalizado la tragedia de aquella raza desconocida. En lo profundo de su corazón pensó que quizá fuera mejor así. La nave tan sólo podía haber salvado a unos pocos centenares de supervivientes, y el problema de seleccionarlos había estado atormentando su mente.
Rugon, jefe de comunicaciones y primer oficial, entró en la sala de control. Durante la última hora había estado tratando de detectar alguna radiación procedente de la Tierra, pero en vano.
—Llegamos muy tarde —anunció hoscamente—. He comprobado todo el espectro y no he captado nada más que nuestras propias estaciones y algunos programas de hace doscientos años procedentes de Kulath. No hay nada en este sistema que esté emitiendo todavía.
Se dirigió hacia la gigantesca pantalla visora con un grácil movimiento fluctuante que ningún bípedo podría imitar. Alveron no dijo nada; había estado esperando aquella noticia.
Toda la pared de la sala de control estaba ocupada por la pantalla, un gran rectángulo negro que daba una impresión de profundidad casi infinita. Tres de los delgados tentáculos de control de Rugon, inútiles para trabajos pesados, pero increíblemente rápidos en la manipulación, movieron los diales de selección y la pantalla se encendió con un millar de puntos de luz. El campo estelar fue moviéndose rápidamente mientras Rugon ajustaba los controles, centrando la imagen en el mismo Sol.
Ningún hombre de la Tierra hubiera reconocido la monstruosa forma que llenó la pantalla. La luz del sol ya no era blanca: grandes nubes violeta azulado cubrían la mitad de su superficie, y de ellas brotaban tremendos chorros de llamas hacia el espacio. En un punto, una enorme prominencia había surgido de la fotosfera, llegando hasta los mismos parpadeantes velos de la corona. Era como si un árbol de fuego hubiera echado raíces en la superficie del sol; un árbol de ochocientos mil kilómetros de alto y cuyas ramas eran ríos de fuego fluyendo a través del espacio a centenares de kilómetros por segundo.
—Supongo —dijo Rugon al fin— que estará satisfecho con los cálculos de los astrónomos. Después de todo...
—Oh, estamos completamente a salvo —dijo Alveron confiado—. He hablado con el observatorio de Kulath y han llevado a cabo algunas comprobaciones adicionales a través de nuestros propios instrumentos. Esa tolerancia de una hora incluye un margen de seguridad que no quieren comunicarme por si me sintiese tentado de permanecer más tiempo.
Miró el panel de instrumentos.
—El piloto debe de habernos llevado ya hasta la atmósfera. Por favor, muéstrenos el planeta en la pantalla. ¡Ah, ahí van!
Se produjo un repentino temblor bajo sus pies y un ronco clamor de alarmas, instantáneamente detenido. En la pantalla visora vieron como dos estilizados proyectiles caían hacia la creciente masa de la Tierra. Viajaron juntos unos pocos kilómetros y luego se separaron, desapareciendo abruptamente uno de ellos al introducirse en la sombra del planeta.
Lentamente, la gran nave madre, con su masa un millar de veces superior, descendió tras ellos entre las tremendas tempestades que ya estaban derrumbando las abandonadas ciudades del Hombre.
Era de noche en el hemisferio sobre el que Orostron dirigió su pequeña nave. Como Torkalee, su misión era fotografiar y grabar, e informar sobre los progresos a la nave madre. La navecilla auxiliar no tenía cabida para especímenes o pasajeros. Si se establecía contacto con los habitantes de aquel mundo, la S9000 llegaría al punto. No habría tiempo para tratos: si surgían problemas, el rescate se efectuaría a la fuerza, y las explicaciones vendrían después.
El asolado terreno de abajo estaba bañado por una lúgubre y parpadeante luz, ya que una tremenda aurora boreal se extendía sobre la mitad del mundo. Pero la imagen de la pantalla visora era independiente de la luz externa, y mostraba claramente una extensión de roca desnuda que nunca parecía haber soportado ninguna forma de vida. Probablemente aquel desierto terminaría en algún sitio. Orostron incrementó su velocidad hasta el máximo que se atrevía en una atmósfera tan densa.
La nave voló por entre la tormenta, y entonces el desierto de rocas comenzó a subir hacia el cielo. Una gran cordillera se alzaba al frente, con sus picos perdidos entre las nubes de humo. Orostron dirigió los visores hacia el horizonte, y en la pantalla se vio cercana y amenazadora la cordillera. Comenzó a subir rápidamente. Era difícil imaginar un terreno menos prometedor en el que encontrar signos de civilización, y se preguntó si no sería mejor cambiar de ruta. Decidió no hacerlo. Cinco minutos más tarde tuvo su premio.
Kilómetros por debajo se hallaba una montaña decapitada, con la totalidad de su cima cortada por una tremenda proeza de ingeniería. Alzándose en la roca y llenando la meseta artificial se hallaba una intrincada estructura de andamiajes, soportando masas de maquinaria. Orostron hizo detener su nave y bajó en espiral hacia la montaña.
La pequeña distorsión del efecto Doppler se había desvanecido, y la imagen de la pantalla era clara y nítida. Los andamiajes sostenían algunas docenas de grandes pantallas metálicas, que apuntaban al cielo en un ángulo de cuarenta y cinco grados con la horizontal. Eran ligeramente cóncavas, y cada una de ellas tenía algún complicado mecanismo en su foco. Parecía haber algo impresionante y con un propósito definido en la gran instalación; cada pantalla estaba apuntada, precisamente, al mismo punto del cielo... o más allá.
Orostron se volvió hacia sus colegas.
—A mí me parece una especie de observatorio —dijo—. ¿Han visto algo así alguna vez?
Klarten, un ser trípodo y multitentacular de un cúmulo globular situado al extremo de la Vía Láctea, tenía otra teoría:
—Es un equipo de comunicaciones. Esos reflectores se utilizan para enfocar haces electromagnéticos. He visto el mismo tipo de instalación en un centenar de mundos. Puede que hasta sea la estación emisora que captó Kulath, aunque es poco probable, porque la banda de emisión debe ser muy estrecha para unas antenas de ese tamaño.
—Eso podría explicar el por qué Rugon no pudo detectar ninguna radiación antes de que aterrizásemos —añadió Hansur II, uno de los seres gemelos del planeta Thargon.
Orostron no estaba de acuerdo.
—Si eso es una emisora de radio, tiene que haber sido construida para realizar comunicaciones interplanetarias. Fijáos en la forma en que están apuntadas las antenas. No creo que una raza que sólo ha tenido la radio desde hace doscientos años haya cruzado ya el espacio. Le llevó a mi gente seis mil años el lograrlo.
—Nosotros lo conseguimos en tres mil —dijo nuevamente Hansur II, hablando unos segundos antes que su mellizo.
Antes de que pudiera iniciarse la inevitable discusión, Klarten comenzó a agitar excitadamente sus tentáculos. Mientras los otros habían estado hablando, él ponía en marcha el monitor automático.
—¡Aquí está! ¡Escuchad!
Bajó una palanca, y el pequeño recinto se llenó con un estrepitoso sonido zumbante, que cambiaba continuamente de tono pero que no obstante retenía algunas características difíciles de definir.
Los cuatro exploradores escucharon atentamente por un minuto; luego, Orostron dijo:
—¡Desde luego, esto no puede ser ningún tipo de lenguaje! ¡Ningún ser puede producir sonidos tan rápidamente!
Hansur I había llegado a la misma conclusión:
—Es un programa de televisión. ¿No crees lo mismo, Klarten?
El otro estuvo de acuerdo.
—Sí, y cada una de esas antenas parece estar emitiendo un programa distinto. Me pregunto adonde estarán dirigidas. Si no me equivoco, uno de los otros planetas de este sistema debe hallarse en la trayectoria de esas ondas. Pronto lo comprobaremos.
Orostron llamó al S9000 y anunció el descubrimiento. Tanto Rugon como Alveron se sintieron muy emocionados, y comprobaron rápidamente los informes astronómicos.
El resultado fue sorprendente y desalentador. Ninguno de los otros nueve planetas se hallaba siquiera cerca de la línea de transmisión. Parecía que las grandes antenas estaban apuntando ciegamente al espacio.
Sólo parecía poderse extraer una respuesta, y Klarten fue el primero en formularla:
—Tenían comunicaciones interplanetarias —dijo—, pero la estación debe estar abandonada ya, y los transmisores sin control. Ni siquiera los han apagado, y están apuntando hacia donde quedaron.
—Bueno, pronto lo sabremos —dijo Orostron—. Voy a aterrizar.
Llevó su navecilla lentamente hasta el nivel de las grandes antenas metálicas, y por entre ellas hasta descansar sobre la roca de la montaña. A un centenar de metros de distancia, se agazapaba un edificio de piedra blanca entre el laberinto de andamios. No tenía ventanas, pero en la pared situada frente a ellos se abrían varias puertas.
Orostron contempló a sus compañeros enfundándose en sus trajes protectores, y deseó poder acompañarles. Pero alguien tenía que quedarse a bordo para permanecer en contacto con la nave madre. Esas eran las instrucciones de Alveron, y eran muy oportunas. Uno nunca sabía lo que podía suceder en un mundo que se estaba explorando, especialmente en las condiciones de aquél.
Muy cautamente, los tres exploradores salieron por la compuerta y ajustaron el campo antigravitatorio de sus trajes. Entonces, utilizando cada uno el sistema de locomoción propio de su raza, se dirigieron hacia el edificio, los gemelos Hansur delante y Klarten muy cerca, tras ellos. Aparentemente, su control de gravedad parecía estar causándole problemas, ya que repentinamente cayó al suelo, con gran regocijo de sus colegas. Orostron les vio detenerse un momento frente a la puerta más cercana, y luego abrirla lentamente y desaparecer de su vista.
Así que Orostron esperó, con la mejor paciencia que pudo, mientras la tormenta se alzaba a su alrededor y la luz de la aurora se hacía aún más brillante en el cielo. Con los intervalos acordados, fue llamando a la nave madre y Rugon le confirmó la recepción. Se preguntó que tal le irían las cosas a Torkalee, en las antípodas, pero no podía entrar en contacto con él con la tremenda estática de la interferencia solar.
No les llevó mucho tiempo a Klarten y a los Hansur descubrir que sus teorías eran básicamente correctas. El edificio era una estación de radio, y estaba totalmente desierto. Consistía en una enorme habitación con unas cuantas pequeñas oficinas adosadas a la misma. En la sala principal, se extendían hasta lo lejos hilera tras hilera de equipos eléctricos; en centenares de paneles de control parpadeaban lucecillas, y una luz mortecina lo iluminaba todo.
Pero Klarten no se sentía impresionado. El primer aparato de radio que su raza había construido se hallaba ahora fosilizado en un estrato de un millar de millones de años de antigüedad. El hombre, que sólo poseía maquinaria eléctrica desde hacía pocos siglos, no podía competir con aquellos que la conocían desde un período equivalente a la mitad de la edad de la Tierra.
No obstante, el grupo mantuvo en funcionamiento sus grabadoras mientras exploraban el edificio. Quedaba un problema por resolver. La estación desierta estaba emitiendo programas, pero ¿de dónde provenían?
El control central había sido localizado enseguida. Estaba diseñado para manejar simultáneamente docenas de programas, pero la fuente de los mismos se perdía en una maraña de cables que desaparecían en las profundidades del suelo. Allá en la S9000 Rugon estaba tratando de analizar las emisiones y quizá sus investigaciones revelasen el origen. Era imposible seguir cables que tal vez atravesasen continentes.
El grupo perdió poco tiempo en la estación abandonada. Poco era lo que podían aprender de ella, y buscaban vida y no información científica. Unos minutos más tarde, la pequeña nave se alzó rápidamente desde la meseta y se dirigió hacia las llanuras que debían encontrarse tras las montañas. Les quedaban menos de tres horas.
Mientras el cúmulo de enigmáticas pantallas desaparecía de su vista, Orostron fue invadido por una repentina idea: ¿era su imaginación, o se habían movido todas ellas un pequeño ángulo mientras estaban allí, como si estuvieran compensando aún la rotación de la Tierra? No podía estar seguro, y olvidó el detalle por poco importante. Sólo querría decir que el mecanismo que las dirigía funcionaba de alguna forma.
Quince minutos más tarde descubrieron la ciudad. Era una grande y extensa metrópoli edificada alrededor de un río que ahora había desaparecido, dejando una fea cicatriz que serpenteaba entre los grandes edificios y bajo puentes que ahora se veían incongruentes.
Ya desde el aire, la ciudad parecía desierta. Pero tan sólo quedaban dos horas y media; no había tiempo para más exploraciones. Orostron tomó su decisión: aterrizó cerca de la edificación más grande que se divisaba. Parecía razonable imaginar que algunos seres hubieran buscado refugio en los edificios más resistentes, en donde estarían a salvo hasta el último momento.
Las cavernas más profundas, en el corazón mismo del planeta, tampoco suministrarían protección cuando llegase el cataclismo final. Aún en el caso de que aquella raza hubiera alcanzado los planetas exteriores, su fin sólo se retrasaría las pocas horas que tardasen las devoradoras ondas en cruzar el sistema solar.
Orostron no podía saber que la ciudad llevaba desierta no unos pocos días y semanas, sino más de un siglo. Pues el sistema de vida urbano que se había mantenido durante tantas civilizaciones había llegado a su fin cuando el transporte aéreo se había convertido en el sistema de comunicación universal. En unas pocas generaciones, las grandes masas de la humanidad, sabiendo que podían llegar a cualquier parte del globo en cuestión de horas, habían regresado a los campos y bosques en los que siempre habían anhelado vivir. La nueva civilización tenía máquinas y recursos nunca soñados por las anteriores épocas, pero era esencialmente rural y ya no estaba atada a las celdas de acero y cemento que habían dominado los siglos anteriores. Las ciudades que aún quedaban eran centros especializados en investigación, administración o entrenamiento; se había permitido que las otras fuesen quedando en ruinas, pues era demasiado problema el destruirlas. La docena de ciudades más importantes y las antiguas ciudades universitarias, apenas habían cambiado y hubieran durado muchas generaciones aún; pero las ciudades fundadas sobre la base del vapor, el acero y el transporte superficial habían muerto con las industrias que las habían creado.
Así, mientras Orostron esperaba en la navecilla, sus colegas corrían por interminables pasillos vacíos y salas desiertas, tomando innumerables fotografías pero sin aprender nada de los seres que habían utilizado aquellos edificios. Había librerías, salas de reunión, lugares públicos, miles de oficinas; todo vacío y cubierto de polvo. Si no hubieran visto la estación de radio sobre su plataforma montañosa, los exploradores hubieran podido creer que aquel mundo no conocía la vida desde hacía siglos.
Durante los largos minutos de la espera, Orostron trató de imaginar donde podía haberse desvanecido aquella raza. Quizá se hubieran suicidado al saber que era imposible escapar; quizá hubieran construido grandes refugios en las entrañas del planeta, y aún ahora estuviesen escondidos a millones bajo sus plantas, esperando el fin. Comenzó a temer que nunca lo sabría.
Fue casi un descanso cuando tuvo al fin que dar la orden de regreso. Pronto sabría si el equipo de Torkalee había tenido más fortuna. Y estaba ansioso por regresar a la nave madre, pues mientras los minutos pasaban el suspense se había hecho más y más insoportable. Siempre había tenido una idea en la mente: ¿y si los astrónomos de Kulath se hubieran equivocado? Comenzaría a sentirse mejor cuando tuviese a su alrededor el casco del S9000. Y aún más cuando se hallasen en el espacio y aquel sol ominoso se estuviese desvaneciendo a popa.
Tan pronto como sus colegas hubieran penetrado en la compuerta, Orostron lanzó la navecilla hacia el cielo y dispuso los controles para que se dirigiese hacia el S9000. Luego, se volvió hacia sus amigos.
—Bien, ¿qué habéis hallado? —preguntó.
Klarten sacó un ancho rollo de tela y lo extendió en el suelo.
—Así eran —dijo en voz baja—. Bípedos, con sólo dos brazos. Y a pesar de eso, parece que no les fueron mal las cosas. Además, sólo tenían dos ojos, a menos que tuvieran otros en la espalda. Tuvimos suerte de hallar esto. Es casi la única cosa que dejaron.
La antigua pintura al óleo devolvía inmutable las miradas de los seres que la contemplaban tan atentamente. Por una ironía del destino, su completa falta de valor artístico la había salvado de la destrucción. Cuando la ciudad había sido evacuada, nadie se había preocupado en llevarse al Teniente de Alcalde John Richards, 1909-1974. Durante un siglo y medio había estado recogiendo polvo mientras lejos de las viejas ciudades la nueva civilización alcanzaba cimas desconocidas para las anteriores culturas.
—Eso fue casi lo único que hallamos —dijo Klarten—. La ciudad debe haber estado abandonada muchos años. Me temo que nuestra expedición haya sido un fracaso. Si hay algún ser vivo en este planeta, se ha escondido demasiado bien para que podamos hallarlo.
Su comandante tuvo que darle la razón.
—Era una tarea casi imposible —dijo—. Si hubiéramos tenido semanas en lugar de horas, quizá hubiéramos tenido éxito. Ni siquiera sabemos si habrán construido refugios bajo el mar. Nadie parece haber pensado en ello.
Contempló rápidamente los indicadores y corrigió el rumbo.
—Estaremos allí en cinco minutos. Parece que Alveron se está moviendo con rapidez. Me pregunto si Torkalee habrá hallado algo.
El S9000 estaba flotando a muy pocos kilómetros sobre la costa de un continente en llamas cuando Orostron llegó hasta él. Faltaban sólo treinta minutos para llegar a la línea de peligro, y no había tiempo que perder. Manejó hábilmente la navecilla hasta colocarla en su tubo de lanzamiento, y la tripulación salió por la compuerta.
Había una pequeña multitud esperando. Era algo previsible, pero Orostron se dio cuenta en seguida de que algo más que la curiosidad había llevado allí a sus amigos. Antes de que se hablase una sola palabra, supo que algo iba mal.
—Torkalee no ha regresado. Ha perdido a su grupo y vamos a rescatarlo. Venid inmediatamente a la sala de mandos.
Desde el principio, Torkalee había sido más afortunado que Orostron. Había seguido la zona de penumbra, manteniéndose alejado del intolerable resplandor del sol, hasta llegar a las orillas de un mar interior. Era un mar muy reciente, una de las últimas obras del Hombre, pues la superficie que había cubierto era desierto un siglo antes. Dentro de unas pocas horas volvería a ser desierto de nuevo, pues el agua estaba hirviendo y se alzaban hasta los cielos nubes de vapor. Pero no podían ocultar la belleza de la gran ciudad blanca que dominaba el mar sin mareas.
En la plaza en la que aterrizó Torkalee aún se veían, cuidadosamente aparcadas, máquinas voladoras. Eran primitivas, aunque bellamente construidas. En ninguna parte se veían signos de vida, pero el lugar daba la impresión de que sus habitantes no se hallaban muy lejos. Aún brillaban luces en algunas de sus ventanas.
Los tres compañeros de Torkalee se apresuraron en abandonar la nave. Dirigiendo al grupo, por antigüedad en el escalafón, y raza, iba T’sinadree, que como Alveron mismo había nacido en uno de los antiguos planetas de los Soles Centrales. Luego iba Alarkane, miembro de una de las razas más jóvenes del Universo, y que sentía un perverso orgullo por ello. Cerraba el grupo uno de los extraños seres del sistema de Palador. No tenía nombre, como todos los de su especie, pues no poseía identidad propia, siendo tan sólo una célula móvil, pero sin embargo dependiente, de la conciencia de su raza. Aunque él y sus compañeros llevaban mucho tiempo desparramados por toda la galaxia en la exploración de innumerables mundos, algún ligamen desconocido seguía manteniéndolos unidos tan inexorablemente como lo están las células vivas de un cuerpo humano.
Cuando hablaba uno de los seres de Palador, el pronombre que siempre usaba era nosotros. Ni había, ni podría haber nunca, una primera persona del singular en el lenguaje de Palador.
Las grandes puertas de un espléndido edificio asombraron a los exploradores, aunque cualquier niño humano habría resuelto su secreto. T’sinadree no perdió tiempo en ellas, sino que llamó a Torkalee por el transmisor. Luego, los tres se apresuraron a apartarse mientras su comandante maniobraba el vehículo hasta la mejor posición. Hubo una breve descarga de intolerables llamas; el resistente acero brilló en el extremo del espectro visible y desapareció. Las piedras aún relucían cuando el ansioso grupo se apresuró a entrar en el edificio, iluminando con los haces de sus proyectores el camino.
No necesitaban las linternas. Ante ellos se abría una enorme sala iluminada por la luz de hileras de tubos colocados en el techo. A cada lado, la sala daba a dos largos corredores, mientras que frente a ellos una gigantesca escalinata subía mayestáticamente hacia los pisos superiores.
T’sinadree dudó un momento, luego, como cualquier camino era tan bueno como los demás, llevó a sus compañeros por el primer corredor.
La sensación de que los nativos estaban cerca se hizo muy fuerte. Parecía que en cualquier momento podían hallarse frente a las criaturas de aquel mundo. Si mostraban hostilidad, y no se les podría recriminar el hacerlo, los paralizadores serían utilizados en el acto.
La tensión era muy alta mientras el grupo entraba en la primera habitación, y sólo se relajó tras ver que no contenía nada más que máquinas: hilera tras, hilera de máquinas, ahora inmóviles y silenciosas. Tapizando la enorme habitación, había millares de archivadores, formando una pared continua hasta tan lejos como podía abarcar la vista. Y eso era todo; no había muebles, nada más que los archivadores y las misteriosas máquinas.
Alarkane, el más rápido de los tres, ya estaba examinando los archivadores. Cada uno de ellos contenía muchos millares de láminas de delgado pero resistente material, perforado con innumerables agujeros. El paladoriano se apropió de una de las tarjetas y Alarkane filmó la escena y tomó algunos primeros planos de las máquinas. Luego salieron. La gran sala, que había sido una de las maravillas del mundo, no significaba nada para ellos. Nadie más volvería a ver aquella maravillosa batería de ordenadores, ni los cinco mil millones de fichas perforadas que contenían todos los datos de cada hombre, mujer y niño del planeta.
Resultaba claro que aquel edificio había sido usado muy recientemente. Con creciente excitación, los exploradores se apresuraron a la siguiente estancia, que contenía una enorme biblioteca, en la que se encontraban millones de libros en kilómetros y kilómetros de estanterías. Allí, aunque los exploradores no pudieran saberlo, estaban todas las leyes que el Hombre jamás hubiera promulgado, y todas las palabras pronunciadas en sus salas de consejo.
T'sinadree estaba decidiendo su plan de acción, cuando Alarkane llamó su atención hacia una de las estanterías situada a un centenar de metros. Estaba medio vacía, al contrario de las demás. A su alrededor yacían libros en un montón desordenado por el suelo, como si los hubiera dejado caer alguien que tuviese una prisa frenética. Los signos eran innegables. No hacía mucho, otros seres habían pasado por allí. En el suelo eran visibles débiles huellas de ruedas para los agudos sentidos de Alarkane, aunque los demás no pudieran ver nada. Hasta podía ver pisadas, pero no sabiendo nada de los seres que las habían dejado no podía decir que dirección seguían.
La sensación de proximidad era aún más fuerte ahora, pero de proximidad en el tiempo y no en el espacio. Alarkane plasmó los pensamientos del grupo:
—Esos libros debían ser valiosos, y alguien vino a rescatarlos, pero a última hora. Eso significa que debe haber un lugar de refugio, posiblemente no muy lejano. Quizá podamos hallar otras pistas que nos lleven a él.
T’sinadree estuvo de acuerdo; el paladoriano no se mostró entusiasta.
—Quizá sea así —dijo—. Pero el refugio puede hallarse en cualquier lugar de este planeta, y sólo nos quedan dos horas. No perdamos más tiempo si es que queremos rescatar a esa gente.
El grupo se apresuró de nuevo, deteniéndose tan sólo a recoger algunos libros que podían ser útiles a los científicos de la Base, aunque era dudoso que pudieran ser traducidos. Pronto se dieron cuenta de que el gran edificio estaba compuesto principalmente de pequeñas habitaciones, todas las cuales mostraban signos de reciente ocupación. La mayoría de ellas estaban limpias y ordenadas, pero una o dos eran todo lo contrario. Los exploradores se sintieron especialmente asombrados por una de ellas: claramente una oficina de algún tipo, que parecía haber sido destruida salvajemente. El suelo estaba cubierto de papeles, los muebles habían sido destrozados, y entraba humo de los fuegos exteriores por las rotas ventanas.
T’sinadree se alarmó bastante.
—¡Espero que ningún animal peligroso pueda haber entrado en un sitio así! —exclamó, moviendo nerviosamente su paralizador.
Alarkane no contestó. Comenzó a producir aquel molesto sonido que su raza denominaba «risa». Pasaron varios minutos antes de que pudiera explicar lo que le había divertido.
—No creo que ningún animal lo haya hecho —dijo—. En efecto, la explicación es muy simple. Suponte que hubieras estado trabajando toda tu vida en esta habitación, procesando innumerables documentos, año tras año. Y, de repente, te dicen que nunca más la verás, que se ha acabado tu trabajo, y que tienes que dejarla para siempre. Más aún: que nadie seguirá tu tarea. Todo se acabó. ¿Qué clase de despedida harías, T’sinadree?
El otro pensó por un momento.
—Bueno, supongo que ordenaría las cosas y me iría. Esto es lo que parece haber ocurrido en las otras habitaciones.
Alarkane rió de nuevo.
—Estoy seguro de que lo harías. Pero algunos individuos tienen una psicología diferente. Creo que me hubiera gustado conocer al ser que habitaba aquí.
No se explicó más, y sus dos colegas se quedaron pensando en sus palabras durante un rato, antes de dejarlo correr.
Sintieron como un shock cuando Torkalee dio la orden de regreso. Habían reunido una buena cantidad de información, pero no habían hallado clave alguna que les pudiera llevar a los desaparecidos habitantes de aquel mundo. El problema quedaba sin resolver, y parecía que nunca lo sería.
Tan sólo quedaban cuarenta minutos antes de que la S9000 partiese.
Estaban a medio camino de regreso a la falúa cuando vieron el pasadizo semicircular que descendía a las profundidades del edificio. Su estilo arquitectónico era bastante distinto al utilizado en otras partes, y el suelo, en suave descenso constituía una irresistible atracción para los seres cuyas muchas piernas se habían cansado de las escalinatas de mármol que sólo unos bípedos podían haber construido en tal profusión. T’sinadree había sido el más perjudicado, pues normalmente empleaba doce piernas, y podía utilizar veinte cuando tenía prisa, aunque nadie le hubiera visto realizar tal hazaña.
El grupo se quedó quieto contemplando el pasadizo con un solo pensamiento: ¡Un túnel que llevaba a las profundidades de la tierra! En su otro extremo quizá hallasen a la gente de aquel planeta y pudieran rescatar a algunos de ellos de su destino. Pues aún quedaba tiempo para llamar a la nave madre si surgía la necesidad. T’sinadree señaló a su comandante y Torkalee situó encima de ellos la pequeña navecilla. Quizá no hubiera tiempo para que el grupo volviese sobre sus pasos a través del laberinto de corredores, tan meticulosamente grabados en la mente paladoriana que resultaba imposible perderse. Si la velocidad fuera necesaria, Torkalee podría abrirse camino a cañonazos a través de los doce pisos situados sobre ellos. En cualquier caso, no les llevaría mucho tiempo hallar lo que se encontraba al extremo del pasadizo.
Les llevó tan solo treinta segundos. El túnel terminaba de una forma abrupta en una muy curiosa habitación cilíndrica con asientos tapizados, situados a lo largo de las paredes. No había ninguna salida, excepto por donde ellos habían entrado, y pasaron varios segundos antes de que la mente de Alarkane pudiera resolver el enigma del uso de aquella sala. Era una pena, pensó que no tuvieran tiempo para utilizarla. El pensamiento fue interrumpido por un grito de T'sinadree. Alarkane giró sobre sí mismo y vio que la entrada se había cerrado silenciosamente tras ellos.
Aún en aquel primer momento de pánico, Alarkane pensó con admiración: ¡Fueran quienes fuesen, sabían como construir maquinarias automáticas!
El paladoriano fue el primero en hablar. Señaló con uno de sus tentáculos las sillas.
—Creo que sería mejor que nos sentásemos —dijo. La mente múltiple de Palador había analizado ya la situación, y sabía lo que seguiría.
No tuvieron que esperar mucho antes de que de una rejilla, situada por encima de sus cabezas, surgiese un zumbido agudo y por última vez en la historia una voz humana fue escuchada en la Tierra. Las palabras no tenían significado, aunque los exploradores atrapados podían imaginarse claramente lo que decían:
—Por favor, acomódense.
Simultáneamente, un panel en la pared de uno de los extremos de la estancia brilló iluminándose. En él se veía un sucinto mapa, consistente en una serie de una docena de círculos conectados con una línea. Cada uno de los círculos tenía algo escrito a su lado, y además de lo escrito, dos botones de diferentes colores.
Alarkane miró interrogativo a su líder.
—No los toquemos —dijo T’sinadree—. Si no lo hacemos, quizá se abran de nuevo las puertas.
Estaba equivocado. Los ingenieros que habían diseñado el subterráneo automático habían pensado que cualquiera que entrase en él desearía, naturalmente, ir a alguna parte. Si no seleccionaban una estación intermedia, tan solo podían querer ir al final de la línea.
Hubo otra pausa mientras los relés y circuitos esperaban sus órdenes. En aquellos treinta segundos, si hubieran sabido que hacer, el grupo hubiera podido abrir las puertas y salir del ferrocarril subterráneo. Pero no lo sabían, y las máquinas, dispuestas para la psicología humana, actuaron por ellos.
La sensación de aceleración no era muy grande; la mullida tapicería era un lujo, no una necesidad. Tan sólo una vibración casi imperceptible les indicaba la velocidad con la que estaban viajando a través de las entrañas de la tierra, en un viaje cuya duración no podían imaginar. Y, dentro de treinta minutos, la S9000 abandonaría el sistema solar.
Hubo un largo silencio en la máquina que viajaba a toda velocidad. T'sinadree y Alarkane estaban pensando frenéticamente. También el paladoriano, aunque en forma diferente. El concepto de muerte personal no tenía significado para él, pues la destrucción de una sola unidad no significaba nada para la mente-grupo. Pero, aunque con gran dificultad, podía llegar a apreciar el problema con que se enfrentaban las inteligencias individuales tales como Alarkane y T’sinadree, y sentía ansiedad por ayudarles, si ello era posible.
Alarkane había logrado comunicarse con Torkalee con su transmisor personal, aunque la señal era muy débil y parecía estar desapareciendo rápidamente. A toda prisa, le explicó la situación, y casi en seguida las señales se hicieron más fuertes. Torkalee estaba siguiendo el camino de la máquina, volando sobre el terreno bajo el que corrían hacia su destino desconocido. Esta fue la primera indicación que tuvieron del hecho de que estaban viajando a cerca de mil quinientos kilómetros por hora, y muy poco después Torkalee pudo darles otra noticia aún más perturbadora: que se estaban acercando rápidamente al mar. Mientras estuvieran bajo tierra, había una esperanza, aunque fuera pequeña, de detener la máquina y escapar. Pero, bajo el océano... ni todos los recursos y ciencia de la gran nave madre podrían salvarlos. Parecía imposible imaginar una trampa mejor.
T’sinadree había estado examinando el mapa de la pared con gran atención. Su significado resultaba obvio, y se veía un pequeño punto luminoso deslizándose a lo largo de la línea que enlazaba los círculos. Ya estaba casi a la mitad de distancia de la primera estación señalada.
—Voy a apretar uno de esos botones —dijo por fin T’sinadree—. No nos hará ningún daño, y quizá consigamos algo.
—Estoy de acuerdo. ¿Cuál vas a probar primero?
—Sólo hay de dos clases, y no importará si apretamos primero el equivocado. Supongo que uno es para poner en marcha la maquinaria y el otro para detenerla.
Alarkane no tenía grandes esperanzas.
—Se puso en marcha sin que apretásemos ningún botón —dijo—. Creo que es totalmente automático, y que no podremos controlarlo desde aquí.
T'sinadree no estaba de acuerdo.
—Esos botones están claramente asociados con la estaciones, y no tiene significado el ponerlos a menos de que uno pueda usarlos para controlar el destino. La única pregunta es: ¿cuál es el correcto?
Su análisis era totalmente exacto. La máquina podía ser detenida en cualquier estación intermedia. Sólo llevaban diez minutos de viaje, y si hubieran podido salir ahora, nada malo hubiera ocurrido. Fue pura mala suerte el que el primer botón que apretó T’sinadree fue el equivocado.
La lucecita en el mapa se deslizó lentamente pasando por el círculo iluminado sin perder velocidad. Y, al mismo tiempo, Torkalee les llamó desde la nave situada encima de ellos.
—Acabáis de pasar por debajo de una ciudad y os dirigís hacia el mar. No puede haber otra parada durante al menos un millar y medio de kilómetros.
Alveron había perdido ya toda esperanza de encontrar vida en aquel mundo. La S9000 había errado sobre la mitad del planeta, no quedándose nunca mucho tiempo en un mismo sitio, descendiendo aquí y allá en un esfuerzo de atraer atención. No había habido respuesta; la Tierra parecía totalmente muerta. Si alguno de sus habitantes estaba aún con vida, pensó Alveron, debía de haberse escondido en las profundidades en las que ninguna ayuda podía alcanzarles, a pesar de que con ello no iban a lograr escapar de la muerte.
Rugon le informó del desastre. La gran nave cesó en su inútil búsqueda y voló por entre la tormenta hacia el océano sobre el que la pequeña falúa de Torkalee seguía aún el camino de la máquina subterránea.
La escena era realmente aterradora. En ningún momento, desde que la Tierra había nacido, se habían visto mares como aquellos. La tormenta arrastraba consigo montañas de agua empujadas por vientos que habían alcanzado ahora velocidades de muchos centenares de kilómetros por hora. Aún a aquella distancia de la tierra firme, el aire estaba lleno de restos llevados por el viento: árboles, fragmentos de casas, planchas metálicas, cualquier cosa que no hubiera estado bien aferrada al suelo. Ninguna máquina aérea podría haber sobrevivido ni un instante en tal huracán. Y una y otra vez el rugido del viento era apagado por el estampido de las montañas de agua chocando unas con otras en colisiones que parecían resquebrajar los cielos.
Afortunadamente, aún no se había producido ningún terremoto serio. Muy por debajo del océano, la maravillosa pieza de ingeniería que había sido el ferrocarril subterráneo privado del Presidente Mundial seguía funcionando aún perfectamente, sin ser afectado por el tumulto y destrucción de arriba. Continuaría así hasta el último minuto de la existencia de la Tierra, para lo cual, si los astrónomos no habían errado, tan sólo faltaba un cuarto de hora; con un cierto margen de error que a Alveron le hubiera gustado mucho conocer con exactitud. Pasaría cerca de una hora antes de que el grupo atrapado pudiera alcanzar tierra firme y tener así una cierta esperanza de rescate.
Las instrucciones de Alveron habían sido muy precisas y, aunque no las hubiera dado, nunca habría pensado en correr ningún riesgo con la gran máquina que había sido puesta a su cuidado. Si hubiera sido humano, la decisión de abandonar a los miembros de su tripulación atrapados hubiera sido una que le hubiera costado tomar pero, era miembro de una raza mucho más sensitiva que el hombre, una raza que amaba tanto los asuntos del espíritu que hacía mucho, y con gran reluctancia, había tomado el control de universo dado que era la única forma de asegurarse de que las cosas se realizasen en forma justa. Alveron necesitaría todas sus dotes superhumanas durante las próximas horas.
Mientras tanto, a kilómetro y medio bajo el fondo del océano, Alarkane y T’sinadree estaban muy ocupados con sus comunicaciones privadas. Quince minutos no es mucho tiempo en que disponerse a concluir una vida. Ciertamente, apenas si hay tiempo bastante para dictar unos pocos de los mensajes de despedida que en tales momentos son mucho más importantes que cualquier otra cosa.
Mientras tanto, el paladoriano había permanecido silencioso e inmóvil, sin decir palabra. Los otros dos, resignados a su destino e inmersos en sus asuntos privados, no pensaban en él. Se sobresaltaron cuando repentinamente comenzó a dirigirse a ellos en su peculiar voz átona.
—Nos damos cuenta de que estáis tomando algunas decisiones conforme a vuestra prevista muerte. Probablemente, no sean necesarias. El Capitán Alveron espera rescatarnos si podemos detener esta máquina cuando llegue de nuevo a tierra.
Tanto T’sinadree como Alarkane se sintieron demasiado asombrados como para poder contestar de inmediato. Por fin, este último logró articular:
—¿Cómo lo sabes?
Era una pregunta estúpida, ya que en seguida recordó que habían varios paladorianos, si es que se podían considerar como entidades diversas, a bordo de la S9000, y que consecuentemente, su compañero sabía todo lo que estaba sucediendo en la nave madre. Por esto no esperó una respuesta sino que continuó:
—¡Alveron no puede hacer eso! No se atreverá a correr tal riesgo!
—No habrá riesgos —dijo el paladoriano—. Ya le hemos dicho lo que debe hacer. Es realmente muy simple.
Alarkane y T’sinadree contemplaron a su compañero con algo que se aproximaba a la veneración, dándose cuenta ya de lo que debía de haber sucedido. En momentos de crisis, las diversas unidades que conformaban la mente paladoriana podían unirse en una organización no menos conjuntada que la de las células de un cerebro. En tales momentos formaban un intelecto más poderoso que cualquier otro del universo. Todos los problemas ordinarios podían ser resueltos por unos pocos centenares o millares de unidades. Raras veces se necesitaban millones de ellas, y en tan solo dos ocasiones históricas se había unido toda la consciencia de Palador para enfrentarse con emergencias que amenazaban a la raza. La mente paladoriana era uno de los recursos intelectuales más grandes del universo; pocas veces se necesitaba toda su potencia, pero el conocimiento de su disponibilidad era especialmente confortador para las otras razas. Alarkane se preguntó cuantas células se habrían coordinado para tratar con aquella emergencia en particular. También se preguntó cómo un incidente tan trivial había llamado su atención.
Nunca iba a conocer la respuesta a aquella pregunta, aunque podría habérsela imaginado de haber sabido que la tremendamente remota mente paladoriana poseía un rasgo casi humano de vanidad. Hacía mucho, Alarkane había escrito un libro tratando de probar que, eventualmente, todas las razas inteligentes sacrificarían sus consciencias individuales y que, un día, tan sólo quedarían en el universo mentes-grupo. Palador, había dicho, era el primero de esos intelectos finales, y la vasta y dispersa mente se había sentido complacida por ello.
No tuvieron tiempo de hacer más preguntas antes de que el mismo Alveron comenzase a hablar por los comunicadores.
—¡Alveron al habla! Permaneceremos en este planeta hasta que los efectos de la explosión lo alcancen, de forma que podamos rescatarles. Se dirigen hacia una ciudad en la costa a la que llegarán dentro de cuarenta minutos a su velocidad actual. Si no pueden detenerse entonces, destruiremos el túnel por delante y detrás de ustedes para cortarles la energía. Entonces, perforaremos un túnel para sacarles: el ingeniero jefe dice que puede hacerlo en cinco minutos con los proyectores principales. Así que estarán a salvo dentro de una hora, a menos de que el sol estalle antes.
—¡Y si eso sucede, también será destruida la nave! ¡No deben correr ese riesgo!
—No se preocupen por eso; estamos totalmente a salvo. Cuando estalle el sol, tardará varios minutos en llegar a un máximo su efecto destructivo. Además, estamos en el lado nocturno del planeta, tras una coraza de doce mil kilómetros de roca. Cuando lleguen los primeros síntomas de la explosión, aceleraremos fuera del Sistema Solar, permaneciendo ocultos por el planeta. A nuestra aceleración máxima, llegaremos a la velocidad de la luz antes de abandonar el cono de sombra, y entonces la explosión ya no podrá hacemos ningún daño.
T’sinadree aún no quería hacerse esperanzas. Inmediatamente, se le ocurrió otra objeción.
—Sí, pero ¿cómo se enterarán de los primeros síntomas, estando en el lado nocturno del planeta?
—Muy fácilmente —le replicó Alveron—: este planeta tiene una luna que es ahora visible desde este hemisferio. Tenemos apuntados telescopios hacia ella. Si muestra algún incremento repentino en su brillantez, nuestros motores principales se pondrán automáticamente en marcha y seremos lanzados fuera del sistema.
El razonamiento lógico no tenía ningún fallo. Alveron, cauto como siempre, no corría ningún riesgo. Pasarían muchos minutos antes de lo que los doce mil kilómetros de roca fueran destruidos por el fuego del sol al estallar. En aquel tiempo, la S9000 podría haber alcanzado el refugio de la velocidad de la luz.
Alarkane apretó el segundo botón cuando aún estaban a varios kilómetros de la costa. No esperaba que sucediese nada entonces, asumiendo que la máquina no podía detenerse entre estaciones. Les pareció demasiado bello para ser cierto cuando, algunos minutos después, la ligera vibración cesó, y se detuvieron.
Las puertas se abrieron silenciosamente. Antes de que lo hubieran hecho del todo, los tres ya habían abandonado el compartimento. No iban a correr más riesgos. Ante ellos, se extendía un largo túnel en la distancia, subiendo lentamente hasta perderse de vista. Comenzaban a correr por él cuando, repentinamente, la voz de Alveron gritó por sus comunicadores:
—¡Quédense donde están! ¡Vamos a abrirnos paso!
El suelo se estremeció, y muy por delante se oyó el ruido de un derrumbe de rocas. El suelo se estremeció de nuevo; y a un centenar de metros por delante de ellos se desvaneció repentinamente el pasadizo. Un tremendo pozo vertical había sido perforado a través de él.
El grupo se apresuró hacia adelante, hasta que llegaron al final del corredor y se quedaron esperando al borde. El pozo en que terminaba tenía más de trescientos metros de diámetro y descendía hacia las profundidades a tanta distancia como podían llegar sus linternas. Por encima, las nubes de tormenta huían ante una luna que ningún hombre hubiera reconocido, por la brillantez de su disco. Y, la más bella de todas las visiones, la S9000 flotaba muy por arriba, con los grandes proyectores que habían perforado aquel enorme pozo brillado aún con color rojo cereza.
Una forma oscura se destacó de la nave madre y descendió rápidamente hacia el suelo. Torkalee regresaba a recoger a sus amigos. Un poco más tarde, Alveron los saludaba en la sala de control. Señaló hacia la gran pantalla visora y dijo, en voz baja:
—Miren, apenas si lo logramos a tiempo.
El continente, bajo ellos, estaba hundiéndose lentamente ante el embate de las olas de un par de kilómetros de alto que estaban atacando sus costas. Lo último que se pudo contemplar de la Tierra fue una gran llanura, bañada por la luz plateada de la anormalmente brillante luna. Sobre ella, corrían las aguas en deslumbrante inundación hacia una distante cordillera montañosa. El mar había ganado su victoria final, pero su triunfo sería de corta duración, pues pronto no existirían ni tierra ni mar. Mientras el silencioso grupo de la sala de control contemplaba la destrucción de allá abajo, la catástrofe, infinitamente más grande, de la que aquello era tan sólo un preludio, cayó sobre ellos.
Era como si repentinamente hubiera amanecido sobre aquel paisaje nocturno. Pero no era el amanecer: era la luna, brillando con el fulgor de un segundo sol. Durante quizá treinta segundos, aquella aterradora y supranatural luz iluminó deslumbrantemente la condenada tierra de allá abajo. Luego se produjo el repentino parpadeo de las luces de control en la consola de mando. Los motores principales se habían puesto en marcha. Durante un segundo Alveron estudió los indicadores y comprobó sus informaciones. Cuando miró de nuevo a la pantalla, la Tierra había desaparecido.
Los magníficos y desesperadamente sobrecargados generadores se quemaron silenciosamente mientras el S9000 estaba pasando junto a la órbita de Perséfona. Pero no importaba, el Sol ya no podía dañarles ahora, y aunque la nave estaba navegando sin control por la solitaria noche del espacio interestelar, sólo sería cuestión de días que llegase el rescate.
Era irónico. El día antes habían sido los rescatadores, corriendo en ayuda de una raza que ahora ya no existía. Por enésima vez, Alveron pensó en el mundo que acababa de perecer. Trató, en vano, de imaginárselo tal como había sido en su esplendor, con las calles de sus ciudades abarrotadas de vida. Aunque su gente había sido primitiva, podían haber ofrecido mucho al Universo. ¡Si tan sólo hubieran podido entrar en contacto! Pero no servía de nada el lamentarlo; mucho antes de que ellos llegasen, la gente de aquel mundo debía de haberse enterrado en el corazón de su planeta. Y ahora, ellos y su civilización seguirían siendo un misterio por el resto de los tiempos.
Alveron se alegró cuando sus pensamientos fueron interrumpidos por la entrada de Rugon. El jefe de comunicaciones había estado muy ocupado desde el despegue, tratando de analizar los programas emitidos por el transmisor que Orostron había descubierto. El problema no era muy complicado, pero había exigido la construcción de un equipo especial, y esto había llevado tiempo.
—¿Qué es lo que ha encontrado? —preguntó Alveron.
—Bastante —le contestó Rugon—. Hay algo misterioso aquí, y no logro comprenderlo. No llevó mucho tiempo el averiguar como estaban construidos los transmisores de visión, y hemos podido transformar nuestros equipo para aceptar sus emisiones. Parece ser que había cámaras por todo el planeta, captando puntos de interés. Algunas de ellas, aparentemente, se hallaban en las ciudades, en las azoteas de los edificios más altos. Las cámaras estaban girando continuamente para dar vistas panorámicas. En los programas que hemos grabado hay unas veinte escenas diferentes.
«Además, había un cierto número de transmisiones de distinto tipo, que ni eran sonido ni visión. Parecían ser de tipo científico: posiblemente lecturas de instrumentos, o algo así. Todos esos programas estaban siendo emitidos simultáneamente en distintas frecuencia.
»Y tiene que haber una razón para todo esto. Orostron sigue pensando que es simplemente que la estación no fue desconectada cuando la abandonaron. Pero esos no son el tipo de programas que una estación de esta clase emitiría habitualmente. Ciertamente, debió de ser usada para comunicaciones interplanetarias; Klarten tenía razón en esto. Así que estos seres debieron de cruzar el espacio, ya que ninguno de los otros planetas tenía vida cuando se realizó la última exploración. ¿No cree?
Alveron seguía interesado en sus razonamientos.
—Sí, parece bastante razonable. Pero también es cierto que esas ondas no estaban enfocadas a ninguno de los otros planetas. Yo mismo comprobé eso.
—Lo sé —contestó Rugon—. Lo que quiero descubrir es por qué una gigantesca estación emisora interplanetaria está retransmitiendo atareadamente imágenes de un mundo que está a punto de ser destruido; imágenes que podrían ser de un inmenso interés a los científicos y astrónomos. Alguien se había tomado un trabajo inmenso para colocar todas esas cámaras. Estoy convencido que las emisiones tenían algún destino.
Alveron se irguió.
—¿Cree que pueda haber algún otro planeta exterior, del que no hayamos sido informados? —le preguntó—. Si es así, su teoría es falsa. Las ondas ni siquiera seguían el plano del Sistema Solar. Y aunque lo hicieran... Mire esto.
Encendió la pantalla visora y ajustó los controles. Sobre la aterciopelada cortina del espacio colgaba una esfera blanco-azulada, compuesta aparentemente de muchas esferas concéntricas de gas incandescente. Aunque la inmensa distancia convertía en invisible todo movimiento, resultaba claro que estaba expandiéndose a una enorme velocidad. Y su centro era un cegador punto de luz: la enana blanca en que aquel sol se había convertido ahora.
—Probablemente no se da cuenta de lo grande que es esa esfera —dijo Alveron—. Mire esto.
Incrementó el aumento hasta que sólo fue visible la porción central de la nova. Cerca del mismo centro se veían dos diminutas condensaciones, una a cada lado del núcleo.
—Esos son los dos planetas gigantes del sistema. Han logrado seguir manteniendo, en cierto modo, su existencia. Y estaban a varios centenares de millones de kilómetros del sol. La nova sigue expandiéndose; y ya tiene un tamaño doble al del antiguo Sistema Solar.
Rugon permaneció en silencio durante un momento.
—Quizá tenga razón —dijo, bastante a regañadientes—. Con eso destruye mi teoría, pero no ha logrado darme una respuesta.
Paseó arriba y abajo de la habitación antes de hablar de nuevo. Alveron esperó pacientemente. Conocía los poderes casi intuitivos de su compañero, que podían resolver a menudo un problema para el que la lógica se mostraba insuficiente.
Luego, lentamente, Rugon comenzó a hablar de nuevo:
—Veamos una cosa —dijo—. Supongamos que hubiéramos infravalorado totalmente a esa gente. Orostron ya lo hizo, cuando pensó que no podían haber cruzado el espacio ya que sólo habían conocido la radio desde hacía dos siglos. Hansur II me habló de ello. Bueno, pues Orostron se equivocaba. Quizá todos nos equivoquemos. Le di una ojeada a los materiales que Klarten trajo del transmisor. No me impresionó lo que encontró allí, pero era un logro maravilloso para un tiempo tan corto. Habían aparatos en esa emisora propios de civilizaciones millares de años más viejas. Alveron, ¿puede ver dónde nos llevaría esto?
Alveron no contestó nada durante un minuto. Casi se había estado esperando aquella pregunta, y no era fácil responderla. Los generadores principales estaban irremediablemente averiados. No tenía sentido el tratar de repararlos. Pero aún disponían de energía y, mientras dispusieran de ella, podían llevar a cabo algo, mientras aún era tiempo. Significaría mucha improvisación, y algunas maniobras difíciles, ya que la nave mantenía su tremenda velocidad inicial. Sí, podría llevarse a cabo, y la actividad impediría que la tripulación se deprimiese aún más, ahora que empezaba a causar efecto la reacción originada por el fracaso de la misión. Las noticias de que la nave de reparaciones más cercana no podría alcanzarles hasta al cabo de tres semanas, habían acabado por arrebatarles la moral.
Los ingenieros, como siempre, pusieron interminables objeciones. Y, también como siempre, llevaron a cabo la tarea en mitad del tiempo en que habían tratado de demostrar que era imposible. Muy lentamente, durante muchas horas, la gran nave comenzó a eliminar la velocidad que los motores principales le habían imprimido en pocos minutos. Trazando una inmensa curva, de millones de kilómetros de radio, la S9000 cambió de trayectoria, y los campos estelares giraron a su alrededor.
La maniobra les llevó tres días, pero al fin de la misma la nave progresaba lentamente por una trayectoria paralela a las ondas que, en otro tiempo, habían surgido de la Tierra. Estaban dirigiéndose hacia el vacío, mientras la ardiente esfera que había sido un sol disminuía lentamente tras ellos. Según los estándares de los vuelos interestelares, prácticamente permanecían estacionarios.
Durante horas, Rugon trabajó con sus instrumentos, lanzando ondas detectoras muy a lo lejos, a través del espacio. Ciertamente, no había planeta alguno en muchos años-luz. De esto no cabía duda. De vez en cuando, Alveron iba a verle y siempre le tenía que dar la misma respuesta:
—Nada que informar —Más o menos una de cada cinco veces, la intuición de Rugon le fallaba miserablemente; comenzó a preguntarse si aquella no era una de tales ocasiones.
Tardó una semana en comenzar a moverse el indicador de los detectores de masa, vibrando suavemente en el punto más bajo de la escala. Pero Rugon no dijo nada, ni siquiera a su capitán. Esperó hasta estar seguro, y siguió esperando hasta que los detectores de corta distancia comenzaron a reaccionar, y a dar una débil imagen en la pantalla visora. Y aún continuó la espera hasta poder interpretar las imágenes. Luego, cuando supo que la más loca de sus imaginaciones se había quedado corta ante la verdad, llamó a sus colegas a la sala de control.
La imagen en la pantalla visora era la ya familiar de campos estelares sin cuento, sol tras sol hasta los mismos límites de Universo. Cerca del centro de la pantalla, una lejana nebulosa formaba una mancha de luminosidad que era difícil ver a simple vista.
Rugon incrementó el aumento. Las estrellas desaparecieron del campo de visión. La pequeña nebulosa se expandió hasta llenar la pantalla y entonces... dejó de ser una nebulosa. Un simultáneo suspiro de asombro fue emitido por todo el grupo ante la visión que se les ofrecía.
Extendiéndose por el espacio, en una vasta formación tridimensional en filas y columnas, con la precisión de un ejército desfilando, se veían millares de pequeños puntos de luz. Se movían rápidamente; y la trama general mantenía su formación, como si se tratase de un solo ente. Mientras Alveron y sus camaradas la contemplaban, comenzó a salir de la pantalla, y Rugon tuvo que volver a centrarla moviendo los controles.
Tras una larga pausa, Rugon comenzó a hablar.
—Esta es la raza —dijo en voz baja—, que sólo ha conocido la radio en los últimos doscientos años... La raza que creíamos que se había ocultado para morir en el corazón de su planeta. He examinado esta imagen con el máximo aumento posible.
«Se trata de la mayor flota de la que jamás se tenga noticia. Cada uno de esos puntos luminosos representa una nave mayor que la nuestra. Naturalmente, son muy primitivas: lo que ven en la pantalla son los escapes de sus cohetes. ¡Sí, se atrevieron a usar cohetes para atravesar el espacio interestelar! Ya pueden darse cuenta de lo que esto significa. Les llevaría siglos alcanzar la estrella más próxima. La raza entera debe de haberse embarcado en este viaje, con la esperanza de que sus descendientes lo terminen, generaciones más tarde.
»Para medir la dimensión de su logro, piensen en lo mucho que nos llevó a nosotros conquistar el espacio, y en lo mucho más que pasó antes de que nos atreviésemos a alcanzar las estrellas. Aunque nos viésemos amenazados por la aniquilación, ¿podríamos haber hecho tanto en tan poco tiempo? Recuerden, esta es la civilización más joven de todo el Universo. Hace cuatrocientos mil años ni siquiera existía. ¿Cómo será dentro de un millón de años?
Una hora más tarde, Orostron abandonó la averiada nave madre para efectuar contacto con la gran flota. Mientras la pequeña navecilla desaparecía entre las estrellas, Alveron se volvió hacia su compañero e hizo un comentario que Rugon iba a recordar a menudo en los años siguientes.
—Me pregunto como serán —dijo—. ¿Serán tan sólo unos maravillosos ingenieros, sin arte o filosofía? Van a sufrir una buena sorpresa cuando Orostron llegue hasta ellos... Me imagino que será un buen golpe a su orgullo. Es curioso como todas las razas aisladas piensan que son los únicos seres inteligentes del Universo. Pero, deberían estamos agradecidos: vamos a evitarles muchos centenares de años de viaje.
Alveron contempló la Vía Láctea, extendiéndose como un velo de niebla plateada por la pantalla. Lo abarcó con un gesto de un tentáculo que incluía todo el círculo de la Galaxia, desde los Planetas Centrales hasta los solitarios soles del Borde.
—¿Sabe? —le dijo a Rugon—. Me da bastante miedo esa gente. Imagínese que no les gustase nuestra pequeña Federación...
Hizo un nuevo ademán hacia las nubes de estrellas que se apiñaban a lo ancho de la pantalla, brillando con la luz de sus innumerables soles.
—Algo me dice que deben de ser una gente muy decidida —añadió—. Lo mejor será que nos mostremos amables con ellos. Después de todo, sólo los superamos en una proporción de un millar de millones por cada uno de ellos.
Rugon se rió de la broma de su capitán.
Veinte años más tarde, la frase ya no parecía tan divertida.