EL AYER DE LAS RATAS
ANGÉLICA GORODISCHER
Este es el curriculum vitae que nos ha enviado la autora de este primer cuento sudamericano que ve la luz en las páginas de Nueva Dimensión: «Nací en Buenos Aires, aunque vivo en Rosario desde hace mucho tiempo; me recibí de maestra, estudié francés e inglés, hice un confuso e inconcluso doctorado en Letras en la Universidad Nacional del Litoral, estoy casada con un arquitecto, tengo tres hijos, un jardín con magnolias, heliotropos y sidonias, pero sin langastremias ni strelitzlas, un empleo en un sanatorio y un gato.» Creemos que no hace falta añadir nada más, salvo que su libro «Opus dos», recientemente editado por Minotauro, ha conseguido un extraordinario éxito de público y crítica.
ilustrado por A. USERO ABELLÁN
Cuando yo era chico vivíamos en la calle San Juan, en una casa con balcones de mármol y tres patios. Allí, en el comedor de diario, presencié un día a la siesta una rabieta de mi tía Aurora. Mi tía Aurora tenía dieciocho años, los ojos claros y una plácida cara botticelliana. Hay que tener en cuenta esto, porque esa cara fue la que se le desmoronó, se le puso fea, se envolvió en gritos, y yo ya no la reconocí. Yo tenía siete años, linda edad, ¿no? Macanas, linda edad es la que tengo ahora. Ahí nomás decidí una cosa: yo no perdería jamás la calma. Francamente, no me acuerdo a qué vino la rabieta de la doncella de Botticelli: a un vestido que le quedaba mal, o algún paseo que le habría prohibido mi abuelo, no sé, esas cosas que enojan a las chicas tontas. Una pelea con el novio, se me ocurre. El novio que vino a ser mi tío Alfredo, convertido después en un gordo ministro de hacienda de la provincia (con el fin de hacer las cosas bien, su manía, se quedó calvo, sufrió de reumatismo y se compró un campo en El Paraíso), prócer de la familia. Eso sí, me mantuve fiel a mi decisión: nunca perdí la calma. Quiero ser sincero: exámenes, amores, política, la muerte, el dinero; y es cierto: nunca perdí la calma. Mi tía Aurora no engordó ni se quedó calva ni sufrió de reumatismo, aunque no tuvo más remedio que ser propietaria del campo en El Paraíso cuando enviudó. Siempre se pareció a las muchachas de Botticelli, hasta cuando tuvo canas. Si el buen Sandro hubiera pintado una viejita alguna vez, seguro que hubiera corrido la anacrónica aventura de retratar a mi tía Aurora. Y si ella viviera, yo tendría que decirle que gracias a ella y a la famosa rabieta, yo no me he pegado un tiro, o hecho encerrar en un manicomio, o alguna de esas otras cosas enojosas que consiguen los temperamentales.
Pasemos a la cuestión. Me gusta dar rodeos, no lo puedo negar. También me gusta jugar al truco. Y levantarme antes que amanezca. Yo también tengo mis manías, qué tanto, aunque por suerte no tienen nada que ver con las de mi tío Alfredo. Me parece que como rodeo, éste me ha salido bastante satisfactorio.
El asunto es: yo tengo un amigo. Tengo muchos: un bibliotecario erudito (mucha gente dice que es insoportable, qué cosa), un mocoso de nueve años que vive acá al lado y que espero que no llegue nunca a ministro de hacienda de la provincia, un gato amarillo y piojoso, capitán de los gatos, al que le doy leche todas las mañanas a eso de las seis menos cuarto, dos o tres viejos como yo, alguna niñita en mis tiempos que hoy suele acordarse de mí para invitarme a tomar el té un domingo; y aunque parezca mentira, uno que otro ejemplar joven, como éste. Empecemos de nuevo: nunca he perdido la calma y tengo un amigo. Se llama Tristán, pobre. La madre era filarmónica y el padre era estólido. Con tanto esdrújulo al pobre chico sí que se le pelaron los cables. En vez de ser abogado o médico, o hasta arquitecto, a él le dio por la física y de ahí a ser físico atómico no hay más que un paso, ahora que todo es atómico. Hasta las mujeres (conservo un cálido, puramente visual interés por ellas). Tristán es físico atómico pero es un excelente muchacho. Tiene sentido del humor, bien raro en esas dos cosas que es: físico y joven. Me acuerdo que cuando se recibió, en vida de los esdrújulos, se mandó mudar por dos o tres años y estuvo estudiando por Norteamérica y por Europa. Y no se conforma con el puesto que tiene (importante: «joven científico de brillante porvenir», etcétera), ah no, él se va a su casa y hace cosas. Las hace, literalmente, con las manos (supongo que el cerebro también interviene). Vive para el átomo, está enamorado del átomo, aunque ahora sospecho que... En fin, no sé, de todas maneras pobre chica, casarse con un físico atómico: es peor que casarse con un pediatra.
Y yo lo voy a visitar de vez en cuando. Tiene la gran ventaja de que vive solo, como yo, y de que le gusta el mate, como a mí, y de que no es muy charlatán, no como yo. Ayer fui. Me acuerdo muy bien, casi me veo llegando, tocando el timbre, entrando. De todas maneras ahora ya el tiempo no significa mucho, qué me van a contar a mí. Digamos que es ayer y voy.
Voy y toco el timbre, riiiinn, me atiende Tristán, claro:
—Hooooola, pero qué gusto de verlo, estaba pensando en usted.
—No macaniés, estarías pensando en instalar un reactor en la bañadera o en si el sueldo te alcanza para casarte en marzo.
—Pase, pase.
Paso.
—No, de veras, estaba pensando en usted.
—Se agradece, ché.
—Vamos a tomar unos mates, ¿eh?
—Espero que eso no sea una pregunta sino una afirmación.
—Pongo el agua.
Y yo me voy hasta la cueva y lo espero. La cueva es un lugar, de alguna manera hay que llamarlo, un galpón, un cuchitril; hombre, una cueva. Lo que más abunda es: papeles, alambres, plástico cortado en cuadrados y cuadraditos, y cilindros. Pilas les decía yo, pero parece que no son. También hay bastante mugre. No parece el recoveco en el que se refugia un sabio (yo ya le di patente de sabio a Tristán, y si no quién) sino el cajón de basura del botellero. Y hay un sillón (limpio) en el que me siento.
—De veras, estaba pensando en usted.
—No le pongás tanta azúcar. Me parece que eso ya lo dijiste.
—Sí, pero es que vea, se me ocurrió que a usted se lo iba a poder contar, yo me voy a volver loco.
—¡Epa, ché! Terminemos con el mate antes, pero más amargo, como a mí me gusta.
—Escuchemé.
—¿Qué te creés que estoy haciendo?
—¿Y qué se cree que estoy haciendo yo?
Miro el mate y la pava.
—No —dice él—, ahí —y señala la mesa.
Porque en el lugar ése también hay una mesa, es lo que más hay, casi todo es mesa.
—Ah, yo qué sé, Merlín —ahora sí está bien de azúcar.
—Creo —dice, y se para.
—Sí, ya sé, que te vas a volver loco.
—No.
—En qué quedamos.
—Creo que sé cómo se puede hacer para viajar por el tiempo.
Ahora, entendámonos: yo seré viejo pero sé cómo hay que hablarles a los jóvenes. Este, pobrecito, tiene todos los músculos apretados, de la cabeza a los pies. Y me mira. Uno no se puede reír, cómo se va a reír uno. Y la cosa es que yo no tengo ganas de reírme.
—A ver —digo—, contame cómo es la cosa.
—Le voy a explicar —dice.
—No —digo yo.
Cuando Tristán explica, más vale irse a tomar un café a lo de Cacho. Él ni se da cuenta.
—No me expliqués, contame.
—La verdad es que descubrí algo cuando estaba buscando una cosa completamente distinta.
Qué constantes son los científicos éstos: siempre buscan una cosa y encuentran otra. Remitirse a los casos del papel secante, los fósforos, la penicilina, y probablemente el alfiler de gancho.
—¿Cómo ser?
Me arrepiento:
—No, no me lo digás. Decime más bien lo que encontraste.
—Esto —se trae de arriba de la mesa un cinturón con una hebilla de plástico así de grande.
—¿Y dónde lo encontraste?
—No lo encontré. Lo hice yo.
Mejor dedicarse al mate. Pero de repente me doy cuenta:
—¿Así que vos hiciste este cinturón para que sirviera para una cosa y sirve para otra?
—Eso. Sirve para viajar por el tiempo.
Entonces lo miro, al cinturón, y veo dos cosas: que está armado por dentro con los inevitables alambres, y que la hebilla no es una hebilla, es un aparato chatito, que zumba.
—Mire, estoy muy preocupado —me dice (el pobre Tristán)—. ¿Qué voy a hacer ahora?
—Hombre, nos vamos los dos al año cinco mil a ver qué pasa.
—No, para adelante no se puede. Solamente para atrás.
—¿No se puede? ¿Por?
—La teoría del asunto es la siguiente:
—Oíme, oíme, yo no quiero teorías, lo que yo quiero es viajar por el tiempo.
Digo la verdad: en vez de irme al club o al cine Gran Rex, me voy al año de la sopa y compruebo que entonces eran tan idiotas como ahora.
—¿Usted me cree?
—Pero cómo no te voy a creer. A ver, dejame probar.
—Espere, espere.
Se me ocurre algo:
—Decime ché, ¿uno rejuvenece?
—Pero no.
—Menos mal.
—Usted transita por el tiempo como por una vereda, pero sigue siendo usted.
—Dame el cachivache ése.
—Pero es que.
—¿Vos lo probaste?
—Sí.
—¿Adónde fuiste?
Pienso en la revolución del treinta, cuando me zambullí en la Confitería del Molino y se oían las balas, la flauta cómo se oían. Pienso, eh, ¿por qué no?, en los ingleses desembarcando en Buenos Aires a paso de vencedores. Más, más: pienso en don Pedro de Mendoza, en las tierras indias intocadas, en filigranas, espadas y gorgueras, en botas, en caballos-dragones, en el hambre, en la tierra sola del querandí; más, más: pienso en selvas, desiertos, saurios, vapores sulfurosos, hielos, caos:
—¿Adónde fuiste?
—A ayer.
—Idiota —le digo.
—¿Cómo?
—¡Idiota! ¿No te gustaría verlo a Juan de Garay con barba y todo, y espada y tripulación, fundando Buenos Aires? ¿No te gustaría ver a los indios corriendo bajo las ramas de esos árboles grandotes allá por Corrientes y Esmeralda, a la caza del gato montés? ¿No te gustaría ver gliptodontes en Quilmes, pterodáctilos en el Barolo?
—No se me ocurrió.
—Idiota. Dame a mí.
—Por favor, espere. Tengo que explicarle antes.
—Dejate de explicaciones.
Un momentito, un momentito:
—Ché, ¿cómo se hace para volver?
—Es automático.
—¿Como las tostadoras eléctricas que te largan la tostada crocantita?
No se ríe:
—Lo mismo. Aquí hay un control, ¿ve?
Qué me importa. Si puedo volver, qué me importa el control. A ver cómo se pone esto, a ver.
—que está digamos conectado, no hay ninguna conexión, pero es para que me entienda...
Éste se debe creer que yo soy un panete. Pero esto ¿se engancha o se aprieta?
—y cuando pasan cinco minutos, la célula, sensibilizada por el brillo...
Parece que se junta solo, como un imán.
—entonces el botón en el cinturón salta, vuelve a su lugar y uno también vuelve.
—Ahora, ¿cómo hago para ver los gliptodontes?
—Por favor, no se apure. En primer lugar, aquí no había gliptodontes.
—¡Ah, no! Lo vas a contrariar a Ameghino ahora.
—Escuchemé, mejor es que no lo pruebe. Es experimental, ni siquiera eso: es fortuito, no puedo ponerlo con exactitud, éste es el máximo, ¿ve?, para ir a un momento fijo, a menos que sea muy cercano.
—Bueno, me da lo mismo, Juan Díaz de Solís, Bernardino Rivadavia, cualquiera, dale, decime cómo funciona.
Y de pronto me acuerdo que dijo cinco minutos.
—¿Cinco minutos? —le pregunto—. ¿Nada más que cinco miserables minutos? ¿Y si Solís no llega en esos cinco minutos, qué hago, me querés decir?
Pobre muchacho, está deprimido, como si se sintiera culpable. Lo consuelo un poco, Al final, a lo mejor la cosa no funciona aunque yo creo que sí; siempre creo en todas las locuras, es un prejuicio que tengo.
—No te preocupés —termino—, aunque no pase nada y yo no pueda ver nada, lo que quiero es probar.
—¿Y qué voy a hacer yo después con esto? ¿Se da cuenta de la responsabilidad?
Eso es lo que lo preocupa.
—Ya veremos. No hay que cruzar el puente cuando más vale pájaro en mano.
Lo palmeo en el hombro. Dejo caer la mano y mi mano golpea contra la hebilla el aparato de plástico que zumba en el cinturón.
Nunca he perdido la calma; estoy parado entre las plantas que me llegan casi hasta la rodilla, con la espalda contra un árbol. ¿Árbol?, esto no es un árbol. Y alrededor mío, no muy cerca, más allá, alguien muchos se mueven, caminan, pasan haciendo algo. Pero yo estoy protegido por la sombra de esto que no es un árbol esta pared, el edificio: es de tarde, el sol bajo da sombras largas y nadie me ve. Pero yo veo, en un segundo (cinco minutos nomás tengo), veo la gente que pasa cerca mío no tan cerca. ¿Solís? ¿Rivadavia? ¿los querandíes? ¿gliptodontes? Son hombres como yo, vamos, tranquilo. No son hombres como yo: altos, jóvenes, distintos, alabastrinos («Canto a Cloris inclinada sobre el agua», un verso largo con ninfas y fuentes que escribió hace hará tanto tiempo el padre de un amigo mío, hablaba, claro, pero ¿por qué se me habrá ocurrido a mí al verlos?, de su piel alabastrina), atareados, serenos, eficientes. Y sin embargo, Solís, Carlos, Luis catorce, la Corte, porque están vestidos de oro: no, de brocatos laminados: porque llevan piedras preciosas alrededor del cuello: babuchas y ajorcas. Pero es que no estoy en la Confitería del Molino ni en los pterodáctilos: el aire no es el mismo, me fatiga, el sol tarda, tarda, tarda tanto en terminar de ponerse y junto a mí hay una ventana, un hueco en la pared metálica, nada más que una abertura precaria en la pared metálica, como si la hubieran cortado recién en la lata o lo que sea. Dentro de cinco minutos, menos, Tristán y el mate: ¿qué me puede pasar?, habré desaparecido, y por supuesto, entonces me asomo. Hay más hombres enjoyados jóvenes y sin embargo esto no es la Corte, esto es la Oficina de una empresa gris, de una industria negra, de una repartición oficial incolora. ¿Cuándo, cuándo estoy? ¿Cuándo ha sucedido esto, o el cinturón funciona también para adelante y el pajarón de Tristán no lo sabe? Hay mesas de metal, hay pantallas, hay ficheros y cajones y bancos plegables, de campaña. No oigo, no he oído nada, pero estas gentes hablan, no no hablan y yo los oigo. También hay en una pared un mapa de la Argentina y al lado un plano, muchos planos, que reconozco, cómo no, de ciudades, pero perfiles crecientes en distintos colores: Buenos Aires, por ejemplo, hasta una dimensión desconocida para mí, remota, enorme, desmesurada, monstruosa, en amarillo oro. Y ellos enjoyados en trajes estrechos casi nuestros de brocato laminado, estudian, repasan y trazan historias probables, seguras, que son o creíamos que eran o creeremos que van a ser inventadas por nosotros. Y más allá de esa puerta hay una conservadora, lo sé porque alguien lo dice no lo dice, en la que se alinean sobre los estantes los recipientes con los huevos fecundados de los hombres y las mujeres que vivirán viven junto al río: ha llegado la hora nuestra. Los huevos fecundados de los que construirán un arco, tendrán ojos oscuros y pelo negro lacio, los que cavarán una canoa, y piel oscura pero no tanto como la que se planeó para otros más allá del mar que algún día serán fueron importados como esclavos de otros de piel más clara que ya están sembrados y en marcha; los que levantarán una carpa, huirán frente al animal desconocido que trae Pedro de Mendoza enfermo, destrozarán los fuertes, correrán en malón, se mezclarán con el blanco sembrado y el negro tal vez también ya, morirán de a poco. Pero entonces, ¿esto somos? ¿Somos un enorme experimento? ¿Las ratas blancas en la jaula con un laberinto? ¿Y para esto lo hemos pensado tanto y hemos llegado al orgullo de los mitos? ¿Entonces en el momento Tristán ellos enjoyados están pesando los resultados de nuestro aprendizaje? ¿Comparándolos con lo que dispusieron hoy aquí? ¿Y yo aquí? ¿Saben, porque lo están previendo, que estaré estoy espiándolos? Nunca he perdido la calma gracias a la cara de mi tía Aurora descomponiéndose en el comedor de diario a la siesta. Los miro, brillantes, y me pregunto de dónde vendrán. Pero: ¿y a mí qué me importa? Unidad Móvil de Planificación y Proyectos. Raza. Planeta. Sistema. Están sembrándonos, a Pancho Ramírez, a Juvenilia, a la Confitería del Molino, a Julio Sosa, el combate de San Lorenzo, al mocoso de nueve años que vive acá al lado y que ojalá no se arruine y termine pareciéndose a mi tío Alfredo, a mi tío Alfredo, a Eva Perón, a French y Berutti, la quiniela, Caras y Caretas, la tristeza criolla, el conventillo, la guitarra, el mate, a mí. La rata blanca perdida en el lab. Cinco minutos.
—¿Se siente bien? Dios mío, pero si eso no estaba calibrado. ¿Se siente bien?
—Sacame esta porquería —le digo.
—Funciona. ¿Se da cuenta de lo que tenemos entre manos?
—Ya sabía yo que iba a funcionar.
—¿Qué vio? ¿A qué momento fue a parar?
Me anda por la barriga tratando de desatar la cosa ésta.
—¿Qué cara tiene Juan de Garay? —me pregunta.
Me saca el chirimbolo y se ríe por primera vez en toda la tarde.
—Mirá, es un tipo bastante simpático.
Pero yo me pongo serio.
—Me parece que ahora sí podemos cruzar el puente —le digo—. Lo que tenés que hacer es tirarlo a la basura.
—Yo ya lo había pensado. Va a ser lo mejor.
Las ratitas blancas no salen de la jaula para decirle al experto en psicología animal:
—Compañero, se acabó el experimento.
No pueden.
—¿Hasta dónde fuiste vos?
—Hasta ayer.
—Ah, sí, disculpame por lo de idiota. ¿Y qué viste?
—Me vi.
—¿Y te gustaste?
—Sí.
Se calla un ratito, pero un ratito sólo. Va a haber que calentar el agua y sacarle un poco de yerba al mate.
—Y estuve pensando mientras usted no estaba que para qué, ¿no? No sé cómo sucedió, no sé muy bien; y tampoco sé cómo se me ocurrió pensar que es inútil, así, de pronto. Claro, es una actitud reaccionaria, oponerse al progreso, pero yo no sé lo que es el progreso. Y si yo lo descubrí, algún otro también puede ser que más adelante. Yo no lo quiero.
—Eso mismo —le digo—, cuando llegue el momento ya aparecerá.
—¿Qué momento?
—El momento de las ratas, qué momento va a ser. ¿Qué sabés vos dónde llega el laberinto?
Me mira y va a decir algo, pero:
—Andá a calentar el agua —le digo.
Por cierto que mi tía Aurora siguió conservándose plácida y botticelliana, maese Sandro mi buen amigo, pero aquella única rabieta fue fenomenal, se lo aseguro.
© 1968, Angélica Gorodischer y Nueva Dimensión