SÓLO
POR
DIVERSIÓN
FANZINE
JANET FOX
Cuando sonó el teléfono, Jodie apretó el botón de «un momento, por favor» y corrió al tocador a pasarse un peine por su rojizo cabello y a dar un toque de color cobre a sus labios. El videófono era una molestia, pero se alegró de ver aparecer el bronceado rostro de Ty en la centelleante pantalla.
—Ty, hacía años —dijo ella.
—Lo siento, chiquilla, pero me ha llevado un tiempo el salir de mi última.
—¿Cuatro días enteros?
—Ajá. Dime, ¿te alegras o no de verme?
—Claro que sí, Ty; sólo que he estado encerrada en casa aburriéndome mortalmente y…
—Y ésa es la peor forma de morirse —bromeó Ty—. Te he llamado para salir esta noche. La pandilla va a la cumbre de la montaña Salvation y quería que vinieses. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. ¿A la hora de siempre?
—Ajá.
La pantalla se apagó y Jodie conectó el interfono a la habitación de recreo. Cuando la cara pálida y de ojos hundidos del último gigolo apareció, dijo impacientemente:
—Quiero hablar con mi madre.
—Sí, querida —la madre de Jodie aplanó con la mano su revuelto cabello color mostaza.
—Sólo quería decirte que voy a salir.
—¿Otra vez?
—También tengo que divertirme un poco, ¿no? Tú siempre consigues hacerlo.
—Supongo que sí. Bueno, que te diviertas; ya nos veremos.
—Gracias.
Apagó el interfono y comenzó a arreglarse para la noche. Finalmente se decidió por un ceñido conjunto dorado que la cubría como una segunda piel.
—Cuatro días de no hacer nada —se dijo para sí misma—. Tal vez consiga quitarme el mal humor y pasar un buen rato esta vez.
Sonó el campanilleo de un timbre: Ty estaba en la ventana de automóviles. Tan sólo un fácil paso la llevó a través de ésta al interior del vehículo. Jodie se acurrucó apoyándose en el hombro de Ty, y el ruido del motor del coche rasgó una herida en el silencio de la noche.
A medida que el coche, de color azul acero y forma de proyectil, avanzaba veloz por las calles, otros vehículos se iban reuniendo con él, todos ocupados por jóvenes parejas.
—Muchacha, míralos —dijo Ty—. Esto va a ser divertido.
Llegaron a la montaña Salvation después de diez minutos de rápida carrera, y Ty puso el pequeño pero salvaje coche en la estrecha y retorcida senda de grava que llevaba a la cumbre. Un automóvil negro y plateado se colocó inmediatamente detrás de ellos y luego trató de adelantarlos, con su poderoso motor rugiendo.
—¡Cuidado! —chilló Jodie.
Ty hizo una finta a la izquierda. Metal chocó con metal, pero el otro conductor tan sólo saludó con la mano, con el rostro partido por una amplia sonrisa.
—Nos va a adelantar —protestó Jodie.
—No, no lo va a hacer. —El coche azul dio bandazos locamente, cerrando el paso al otro. Con un chirrido de las ruedas, el automóvil negro dejó la carretera y se desplomó por el lado del abismo. Cayó dando saltos como si fuera un juguete, estallando en un fuego que parecía del tamaño de una cerilla allá, muy abajo.
—Muchacho —dijo Jodie—, esto sí que ha ido justo.
—Nadie me va a ganar a llegar primero a la cumbre —dijo Ty tozudamente.
El coche aceleró, lanzando tras de sí espirales blancas de polvo y grava. El motor protestaba agudamente por la gran pendiente de la subida, pero el pie de Ty se clavó en el acelerador.
—¿Contenta de haber venido? —le preguntó al oído.
Jodie asintió con la cabeza y contempló cómo la oscura floresta volaba por las ventanas. En la cumbre había un ancho espacio dominando un abismo cortado a pico. Una barrera blanca marcaba el borde; Jodie gritó mientras se agrandaba al acercarse, luminosa en la luz del anochecer.
—¡Ahí vamos! —gritó Ty mientras el coche chocaba contra la valla y colgaba suspendido, por un momento, sobre las profundidades.
No había nada como la sensación de caída. Los cabellos de Jodie se pusieron de punta y se abrazó al cuello de Ty en una convulsión de miedo y placer. Agarrados, cayeron juntos a través del espacio; luego, con la aceleración de su largo descenso, golpearon contra la ladera de la montaña, como estrujados por una mano gigantesca.
Jodie vio cómo el panel de mandos, de acero, saltaba hacia su cara.
Abrió los ojos y lo primero que vio fue una jarra llena de agua y un florero con rosas blancas. Un joven médico estaba estudiando un gráfico a los pies de su cama.
—Hey —dijo ella, sentándose en el lecho.
—Hola. No ha perdido usted tiempo en despertar.
—Es mi novena vez —dijo Jodie orgullosamente.
—¡Una veterana, y a su edad! Déjeme llamar al doctor May.
Jodie apartó la sábana y observó su cuerpo. En realidad no esperaba ver ninguna cicatriz, pero sin embargo…
—He aquí a mi paciente favorita.
—Hola, Dr. May; me alegra verle.
—Se despertó más pronto de lo que esperábamos —dijo el joven médico.
—¿Por qué no? —sonrió el Dr. May—. Ella es un espécimen joven y saludable.
—Vi cuando la trajeron —insistió el joven médico.
—Es un novato —dijo el doctor May riéndose—. Simplemente porque tenías la espina dorsal fracturada, el cráneo abierto, un fémur seccionado…
—Maldición, no fue tan malo como la vez pasada —dijo Jodie—. Aquello sí que fue un verdadero lío.
—No hay lío que no podamos deshacer los médicos —contestó el Dr. May sonriendo serenamente.
—¿Dónde están Ty y el resto de la pandilla?
—Todavía inconscientes. No tienen tu temple, señorita.
Cuando se marcharon Jodie se levantó y se vistió, demasiado impaciente para permanecer en la cama por un momento más. Se miró en el espejo para aplicarse maquillaje. Su rostro seguía siendo el mismo. Era curioso el que la muerte no cambiase en nada el aspecto de una persona, aunque ésta se prendiese fuego y corriese contra el viento como una antorcha llameante, o se subiese a lo alto de un edificio para saltar y aplastarse contra el cemento allá abajo.
—No hay emoción superior a la emoción de la muerte —se dijo a sí misma. Pero todavía estaba inquieta, y deseaba que Ty y el resto se despertasen.
Cuando los demás se hubieron levantado. Jodie se unió a ellos para la fiesta de recuperación en el salón del hospital.
—Brindo por todos mis jóvenes amigos y pacientes —dijo el Dr. May apurando su copa.
La mente de Jodie sustituyó maliciosamente estas denominaciones por las de «conejillos de indias y experimentos». Hacía tiempo que había adivinado la fría mente clínica tras ese alegre exterior. ¿Qué mayor reto podía haber para un médico que el revivir a los muertos? Debe ser emocionante para él el hacerlo, pensó.
Tras dejar el hospital, la pandilla se dividió en parejas que se alejaron en distintas direcciones.
—Bueno nena, ¿qué quieres hacer ahora?
—No lo sé. Hagámoslo de nuevo, Ty.
—¿Morir? ¡Pero si acabamos de salir de ello! Francamente, estaba pensando en pasar algún tiempo solo contigo en tu habitación de recreo y…
Jodie apretó fuertemente el brazo de él, clavándole las uñas.
—No, hagámoslo otra vez. Quiero hacerlo. ¿Por favor?
—Bueno, de acuerdo, niña. Desde luego, te gustan las emociones.
—Seguro; vamos.
Jodie lo arrastró hacia la cinta.
—Iremos al río —dijo—. No nos hemos ahogado nunca. Será divertido.
El cabello de Jodie volaba tras de ella mientras el camino rodante los llevaba a través de la ciudad, hacia el puente de acero que formaba un arco sobre el horizonte, como si fuera una telaraña metálica. Finalmente dejaron la cinta y se colocaron en una de las plataformas de diversión que se alzaban sobre las oscuras aguas profundas. Todos decían que el ahogarse era una clase de muerte especial. Espero que sí, pensó Jodie.
—¿Preparada? —preguntó Ty, enlazando su cintura con un brazo—. ¡Esto va a ser divertido!
Juntos cayeron a través del espacio, pero el golpe con el agua arrebató a Jodie del abrazo de Ty. El río estaba helado, Jodie lo podía notar burbujeando por las ventanas de su nariz y su boca abierta.
No hay remedio, se dijo a sí misma calmadamente, todavía estoy aburrida. El conocimiento comenzó a abandonarla, y notó cómo sus articulaciones se relajaban.
¿Qué haré mañana?, se preguntó. Sí, ¿qué es lo que haré?
Título original:
JUST FOR KICKS
© 1966, Leland Sapiro.
Traducción de M. Sobreviela
Pocos fanzines nos llegan procedentes del Canadá, pero el Riverside Quarterly nos compensa de esta falta. Continuador de Inside, fanzine que mereció un premio Hugo por su calidad, el Riverside Quarterly no ha desmerecido en nada a su predecesor. En sus páginas aparecen frecuentemente nombres de tanto prestigio como Kris Neville, Algis Budrys, Alexei Panshin, Jack Williamson, Thomas Disch, Reginald Bretnor, etc., e ilustradores del calibre de Charles Scheeman, del que pueden admirar el dibujo de la portada que reproducimos. Obras tan sobresalientes como «Heinlein in dimensión», de Panshin, que ha levantado una tremenda polémica en los Estados Unidos, han visto en él la primera luz.
Es por todo ello que hemos decidido iniciar con él, y con el relato de Janet Fox aparecido originalmente en el número cuya portada precisamente reproducimos en el siguiente artículo, este apartado de nuestra revista en el que trataremos de ir presentando, de una manera sistemática, lo más destacado de lo escrito por fans (no profesionales) de todo el mundo.