EL MONSTRUO

A. E. VAN VOGT

Acerca de Van Vogt ha dicho el conocido escritor y antologista August Derleth que «representa el más alto desarrollo posible de la imaginación concebida como un vehículo para la aventura de ciencia ficción». Nacido en Canadá, descendiente de holandeses, el famoso autor de «Slan» y los «No-A» reside actualmente en Los Ángeles, desde donde dirige su actividad hacia la exploración de nuevos campos de las ciencias mentales como son la dianética, el hipnotismo y la semántica general.

ilustrado por CARLOS JIMÉNEZ

La gran nave se detuvo a cuatrocientos metros encima de una de las ciudades. Abajo había una desolación cósmica. Mientras descendía dentro de su burbuja de energía, Enash vio que los edificios se estaban derrumbando de puro viejos.

—¡Ningún signo de destrucción bélica! —La voz incorpórea sonó en sus oídos momentáneamente. Enash la desconectó.

En el suelo, se deshizo de la burbuja. Se encontraba en un recinto vallado, cubierto de plantas. Varios esqueletos yacían en la alta hierba, al lado de un edificio abandonado. Eran de seres altos, con dos piernas y dos brazos, y en cada caso con el cráneo montado al final de una delgada espina. Los esqueletos, todos adultos, parecían hallarse en un estada excelente de conservación, pero cuando se inclinó y tocó uno de ellos parte del mismo se desmenuzó en fino polvo. Al erguirse, vio que Yoal estaba descendiendo cerca de allí. Enash esperó hasta que el historiador hubo salido de su burbuja y dijo:

—¿Crees que deberíamos usar nuestro método de reavivar los antiguos muertos?

Yoal quedó pensativo.

—He estado haciendo preguntas a varios de los que han bajado, y encuentro algo extraño aquí. En este planeta no hay ningún animal sobreviviente, ni siquiera insectos. Tendremos que averiguar qué ocurrió antes de arriesgar ninguna colonización.

Enash no dijo nada. Soplaba una suave brisa que rechinaba a través de un grupo de árboles cercanos. Señaló hacia los mismos. Yoal afirmó con la cabeza.

—Sí —dijo—, la vida vegetal no ha sido dañada, pero después de todo las plantas no son afectadas en la misma manera que las formas de vida activa.

Hubo una interrupción. Una voz habló desde el receptor de Yoal:

—Ha sido hallado un museo cerca del centro de la ciudad. Se ha instalado una luz roja en el techo.

—Voy a ir contigo, Yoal —dijo Enash—. Tal vez haya esqueletos de animales y de seres inteligentes en varias etapas de su evolución. No has contestado a mi pregunta. ¿Vas a revivir a esos seres?

—Me propongo discutir el asunto con el Consejo —contestó Yoal despacio—, pero creo que no hay dudas. Debemos conocer la causa de este desastre. —Gesticuló vagamente una ventosa para abarcar el panorama, y añadió pensativamente—: Debemos proceder con cautela, desde luego, empezando por un desarrollo claramente precoz. La ausencia de esqueletos de niños indica que la raza consiguió la pervivencia personal.

El Consejo vino a observar los hallazgos. Esto era, Enash lo sabía, solamente una formalidad preliminar. La decisión ya había sido tomada: los volverían a la vida. Era más que eso, estaban curiosos. El espacio era vasto, el viaje a su través largo y solitario, el desembarco era siempre una experiencia estimulante, con la esperanza de descubrir y estudiar nuevas formas de vida.

El museo tenía un aspecto normal. Techos altos y abovedados, vastas habitaciones, modelos plásticos de extrañas bestias, muchos artefactos, demasiados para ver y comprender en tan poco tiempo. La historia de una raza se hallaba contenida aquí en un orden progresivo de reliquias. Enash observó junto con los demás y se alegró cuando llegaron a una fila de esqueletos y cuerpos conservados.

Se sentó al lado de la pantalla de energía y observó cómo los expertos en biología sacaban fuera de un sarcófago de piedra a un cuerpo momificado. Estaba envuelto en tiras de tela, muchas de ellas. Los expertos no se molestaron en desenredar el podrido material. Los fórceps lo atravesaron, apretando una parte del cráneo. Éste era el procedimiento normal. Cualquier parte del esqueleto podía ser usado, pero las reavivaciones más perfectas, las reconstrucciones más completas, ocurrían cuando se hacía uso de una cierta sección del cráneo.

El jefe biólogo Hamar explicó la elección del cuerpo.

—Los productos químicos usados para conservar esa momia muestran un rudimentario conocimiento de química. Los grabados en el sarcófago indican una cultura poco avanzada y no mecánica. En semejante civilización no podía haber gran desarrollo de las potencialidades del sistema nervioso. Nuestros expertos en idiomas han estado analizando la voz grabada mecánicamente que hay junto a cada objeto expuesto, y a pesar de que existen muchos idiomas —testimonio de que ha sido reproducido cada idioma hablado en la época en que el cuerpo estaba vivo—, no han tenido ninguna dificultad en traducir el significado. Se ha adaptado nuestra máquina universal de lenguajes, de manera que cualquiera que lo desee solamente necesita hablar en su comunicador, y así tendrá sus palabras traducidas en el idioma de la persona revivida. Naturalmente, también funciona a la inversa. Ah, veo que el primer cuerpo está preparado.

Enash observó atentamente con los demás cómo la tapa era fijada sobre el reconstructor plástico, y los procesos de crecimiento empezaban. Notó como él mismo se ponía en tensión. No había nada accidental en lo que estaba ocurriendo. En pocos minutos, un antiguo habitante de aquel planeta se sentaría y los miraría. La ciencia de este proyecto era simple, y completamente efectiva siempre.

… De las sombras de lo microscópico, la vida crece. El nivel de principio y fin, de vida y no vida; en esa oscura región la materia oscila fácilmente entre viejos y nuevos hábitos. El hábito de lo orgánico, o el hábito de lo inorgánico. Los electrones no tienen valores de vida y no vida. Los átomos no saben nada de inanimidad. Pero cuando los átomos se agrupan en moléculas, hay un paso en el proceso, un pequeño escalón que es la vida… si es que la vida empieza. Un paso, y luego la oscuridad. O la vida.

Una piedra o una célula viviente. Un grano de oro o una hoja de hierba, las arenas del mar o los igualmente numerosos animálculos residentes en las interminables aguas colmadas de peces… la diferencia está en la zona crepuscular de la materia. Cada célula viviente tiene en sí misma su completa forma. Al cangrejo le crece una nueva pata cuando la antigua es arrancada de su cuerpo. Las extremidades del gusano planario se extienden, y en breve hay dos gusanos, dos entidades, dos sistemas digestivos, cada uno tan voraz como el original, cada uno completo, sin heridas, sin ningún daño tras esa experiencia. Cada célula se reproduce en una forma tan intrincada que ninguna cantidad de palabras podría descubrir nunca la perfección alcanzada.

Pero, paradoja, la memoria no es orgánica. Un disco ordinario de cera reproduce sonidos. Un magnetófono emite fácilmente un duplicado de la voz que habló hace años. La memoria es una impresión fisiológica, una señal en la materia, un cambio en la fórmula de una molécula, de manera que cuando una reacción es deseada, la forma emite el mismo ritmo de respuesta.

Del cráneo de la momia habían procedido los multicuatrillones de formas de memoria, de las cuales se evocaba ahora una respuesta. Como siempre, la memoria se manifestó.

Un hombre parpadeó y por un breve instante abrió sus ojos.

—Entonces es verdad —dijo en voz alta, y mientras hablaba las palabras iban siendo traducidas al idioma Ganae—. La muerte es solamente el principio de otra vida. Pero ¿dónde están mis sirvientes?

Al final de la frase, su voz tomó un tono quejoso. Se levantó y salió fuera de la caja, que se había abierto automáticamente cuando revivió. Vio a sus captores. Se detuvo, pero sólo por un momento. Tenía orgullo y un valor especialmente arrogante, que ahora le asistía. Se arrodilló con desagrado e hizo una reverencia, pero la duda debía ser poderosa en él.

—¿Estoy en la presencia de los dioses de Egipto? —dijo. Se levantó, y siguió hablando—: ¡Pero qué tonterías son éstas! Yo no me arrodillo ante demonios desconocidos.

El capitán Gorsid dijo:

—¡Matadlo!

El monstruo de dos piernas se disolvió, retorciéndose en el haz de un rayo desintegrador.

El hombre revivido en segundo lugar se levantó, pálido y temblando de miedo.

—Dios mío, prometo que no volveré a tocar la bebida otra vez. Luego dicen de los elefantes rosas…

Yoal preguntó curioso:

—¿A qué bebida te refieres?

—El viejo jarabe, el veneno en la petaca, el jugo que me dieron en esa taberna… ¡Señor!

El capitán Gorsid miró inquisitivamente a Yoal.

—¿Necesitamos entretenernos?

Yoal dudó.

—Tengo curiosidad —dijo. Luego se dirigió al hombre—: Si te dijéramos que somos visitantes de otro sistema, ¿cuál sería tu reacción?

El hombre le miró. Se hallaba obviamente perplejo, pero su miedo era más fuerte.

—Veamos —dijo—. Yo estaba conduciendo, ocupándome de mis asuntos. Admito que tal vez tenía uno o dos tragos de más, pero éste es el licor que sirven hoy en día. Juro que no vi el otro coche, y si ésta es una nueva forma de castigar a la gente que bebe y conduce, bien, ustedes me han convencido. No volveré a tocar otra gota mientras viva.

—Conduce un coche y no le da importancia —dijo Yoal—. Sin embargo, no hemos visto coches. Ni siquiera se molestaron en conservarlos en los museos.

Enash se dio cuenta de que todos los demás esperaban que otro hiciera los comentarios. Se turbó al comprobar que el círculo de silencio sería completo a menos que él hablara.

—Pidámosle que describa un coche —aventuró—. ¿Cómo funciona?

—Ahora es cuando nos entendemos —dijo el hombre—. Marquen una línea en el suelo, y andaré sobre ella. Y hagan tantas preguntas como quieran. Tal vez esté tan bebido que no pueda andar derecho, pero siempre puedo conducir. ¿Cómo funciona? Simplemente, se pone la marcha y se pisa el gas.

—Gas —dijo Ved, el oficial ingeniero—. El motor de combustión interna. Esto lo clasifica.

El capitán Gorsid hizo una seña al guardia que tenía el desintegrador.

El tercer hombre se sentó, y los miró pensativamente.

—¿De las estrellas? —dijo finalmente—. ¿Tienen un método, o fue simplemente una casualidad?

Los consejeros Ganae, en la abovedada habitación, se agitaron inquietos en sus curvas sillas. Enash vio que Yoal lo miraba. La sorpresa en los ojos del historiador alarmó al meteorólogo. La adaptación del ser con dos piernas, pensó, a una nueva situación, su dominio de la realidad, habían sido anormalmente rápidas. Ningún Ganae podría haber igualado su velocidad de reacción.

Hamar, el biólogo jefe, dijo:

—La rapidez de pensamiento no es necesariamente un signo de superioridad. El pensador lento y cuidadoso tiene su sitio en la jerarquía del intelecto.

Pero Enash estaba pensando que no era la rapidez, sino la exactitud de la respuesta. Trató de imaginarse a sí mismo siendo revivido, y comprendiendo inmediatamente el significado de la presencia de seres de las estrellas. Él no podría haberlo hecho.

Se apartó de sus pensamientos, porque el hombre había salido de la caja. Mientras Enash observaba con los otros, el hombre caminó hacia la ventana y miró fuera. Una ojeada, y entonces se volvió.

—¿Es todo así? —preguntó.

Una vez más, su rapidez de comprensión causó sensación en el auditorio. Fue Yoal quien finalmente replicó:

—Sí. Desolación. Muerte. Ruinas. ¿Tienes alguna idea de lo que ocurrió?

El hombre se acercó y se detuvo enfrente de la pantalla de energía que protegía a los Ganae.

—¿Puedo mirar por el museo? Tengo que calcular el año en que estamos. Teníamos ciertas posibilidades de destrucción cuando yo vivía, pero ¿cuál se utilizó? Depende del tiempo transcurrido.

Los consejeros miraron al capitán Gorsid, que titubeó, antes de decir al guardia del desintegrador:

—Vigílalo.

Luego, volviéndose al hombre:

—Comprendemos sus aspiraciones plenamente: te gustaría tomar el control de esta situación, y proteger tu propia seguridad. Déjame tranquilizarte. No hagas ningún movimiento falso, y todo irá bien.

El hombre no dio señal de haber creído o no la mentira. Tampoco mostró ni siquiera con una mirada o un movimiento haber visto el agrietado suelo donde el desintegrador había reducido a la nada a sus dos predecesores. Con curiosidad, caminó hasta la próxima puerta, estudió al otro centinela que le aguardaba allí, y entonces, cuidadosamente, pasó a la otra habitación. El primer guardia lo acompañó, seguido por la pantalla de energía móvil y, finalmente, por los Consejeros.

Enash fue el tercero en pasar a través de la puerta. La habitación contenía esqueletos y modelos plásticos de animales. La habitación que estaba más allá era lo que, a falta de una mejor calificación, Enash llamaba una habitación cultural, y contenía los artefactos de un único período de civilización. Parecía bastante avanzado. Él mismo había examinado varias de las máquinas la primera vez que habían pasado por allí, y había pensado: energía atómica.

No fue el único en este reconocimiento. Detrás suyo, el capitán Gorsid dijo al hombre:

—Se te prohíbe tocar nada. Un falso movimiento será la señal para que los guardias abran fuego.

El hombre se detuvo tranquilamente en el centro de la habitación. A pesar de su curiosa ansiedad, Enash tuvo que admirar su calma. Con toda seguridad sabía el destino que le esperaba, pero permaneció allí pensativamente, y al final dijo, deliberadamente:

—No necesito ver nada más. Tal vez sean capaces de juzgar mejor que yo el tiempo que ha transcurrido desde que nací hasta que estas máquinas fueron construidas. Allí veo un instrumento que, de acuerdo con los datos que figuran en el mismo, cuenta los átomos cuando estos estallan. Tan pronto como el debido número ha hecho explosión, cierra la potencia automática exactamente por el tiempo necesario para evitar una reacción en cadena. En mis tiempos teníamos un millar de aparatos imperfectos para limitar la magnitud de una reacción atómica, y se necesitaron dos mil años para desarrollar estos instrumentos desde los principios de la energía atómica. ¿Pueden hacer una comparación?

Los consejeros miraron a Ved. El oficial ingeniero titubeó. Finalmente, a disgusto, dijo:

—Hace nueve mil años teníamos mil métodos de controlar las explosiones atómicas. —Hizo una pausa, y dijo más lentamente—: Nunca he oído de un instrumento que contara los átomos para semejante propósito.

—Sin embargo —murmuró Shuri, el astrónomo, desalentado— la raza fue destruida.

Hubo un silencio, que terminó cuando Gorsid dijo al guardia más próximo: —¡Mata al monstruo! Pero fue el guardia el que cayó, estallando en llamas. ¡No solamente el guardia, sino todos los guardias, cayeron simultáneamente, ardiendo con una llama azul! La llama lamió la pantalla, retrocedió, avanzó con más furia, reculó, y ardió más brillante. A través de un halo de fuego, Enash vio que el hombre había retrocedido hasta la puerta más lejana, y que la máquina que contaba átomos relucía con intensidad azulada.

El capitán Gorsid gritó en su comunicador:

—¡Defended todas las salidas con rayos desintegradores! ¡Las naves preparadas para matarlo con armas pesadas!

Alguien dijo:

—Control mental. Alguna clase de control mental. ¿Con qué nos hemos topado?

Empezaron a retirarse. La llama azul estaba en el techo, tratando de atravesar la pantalla. Enash echó una última mirada a la máquina. Debía estar aún contando átomos, porque tenía un azul infernal. Corrió con los demás hacia la habitación donde el hombre había sido reanimado. Allí, otra pantalla de energía vino en su ayuda. Seguros ahora, se retiraron en sus burbujas individuales y escaparon a través de las puertas exteriores hacia la nave. Mientras el gran aparato se remontaba, una bomba atómica fue lanzada hacia abajo. El llameante hongo borró el museo y la ciudad circundante.

—Pero aún no sabemos por qué la raza murió —susurró Yoal en el oído de Enash, cuando el estruendo cesó en el cielo, detrás de ellos.

El pálido sol amarillento se arrastró sobre el horizonte en la tercera mañana después de lanzar la bomba, el octavo día desde el desembarco. Enash flotó con los otros, bajando hacia una nueva ciudad. Había venido para oponerse a cualquier otra reavivación.

—Como meteorólogo —dijo—, declaro este planeta seguro para una colonización Ganae. No puedo ver la necesidad de correr ningún riesgo. Esta raza había descubierto los secretos de su sistema nervioso, y no podemos permitirnos…

Fue interrumpido. Hamar, el biólogo, dijo secamente:

—Si sabían tanto, ¿por qué no emigraron a otro sistema estelar, salvándose?

—He de reconocer —dijo Enash— que muy probablemente no habían descubierto nuestro método de localizar estrellas con familias planetarias. —Miró ansiosamente alrededor del círculo de sus amigos y continuó—: Hemos establecido que éste fue un descubrimiento accidental, único. No fuimos hábiles, sino afortunados.

Vio, por la expresión de sus rostros, que estaban refutando mentalmente sus argumentos. Experimentó un desvalido sentimiento de catástrofe inminente. Podía ver la imagen de una gran raza frente a la muerte. Ésta debía haber venido rápidamente, pero no tanto como para que ellos no lo supieran. Había demasiados esqueletos en los espacios abiertos, yaciendo en los jardines de las magníficas casas, como si cada hombre y su esposa hubieran salido afuera a esperar el final de su especie. Trató de explicar esta imagen al Consejo: el último largo día, hacía mucho tiempo, cuando una raza había ido con calma al encuentro de su fin. Pero su visualización falló en parte. Porque los demás se removieron impacientes en sus asientos, que habían sido instalados detrás de una serie de pantallas de energía. Y el capitán Gorsid dijo:

—Exactamente ¿qué es lo que ha motivado esta intensa reacción emocional en ti, Enash?

La pregunta hizo vacilar a Enash. No había pensado en ello como en algo emocional. No había percibido la naturaleza de su obsesión, tan sutilmente se había adueñado de él. Afortunadamente, se dio cuenta.

—Fue el tercero —dijo pausadamente—. Lo vi a través del halo de fuego, y estaba parado allí, en una parte distante, observándonos con atención, precisamente antes de que retrocediéramos para escapar. Su valentía, su calma, la hábil manera en que nos engañó… todo esto lo resume.

—¡Resume su muerte! —dijo Hamar. Todo el mundo se rió.

—Vamos, Enash —dijo el vicecapitán Mayad de buen humor—. ¿No vas a pretender que esta raza es más valiente que la nuestra, o que con todas las precauciones que ahora hemos tomado necesitamos temer a un solo hombre?

Enash se calló, sintiéndose en ridículo. La revelación de que había tenido una obsesión emocional lo avergonzaba. No quería aparecer irrazonable. Hizo una protesta final:

—Solamente deseo llamar la atención —dijo ásperamente— de que este deseo de descubrir lo que ocurrió a una raza muerta no me parece absolutamente esencial.

El capitán Gorsid hizo seña al biólogo.

—Procedamos —dijo— con la reavivación.

Y dirigiéndose a Enash, añadió:

—¿Vamos a atrevernos a volver a Gana y recomendar una emigración masiva, admitiendo luego que realmente no completamos nuestras investigaciones? Eso es imposible, amigo mío.

Era la antigua controversia, pero Enash admitió forzosamente que había razón en tal punto de vista. Dejó sus pensamientos, porque el cuarto hombre se estaba moviendo.

El hombre se sentó. Y desapareció.

Hubo un momento de confusión, asombro y terrible silencio. Entonces el capitán Gorsid dijo ásperamente:

—No puede salir afuera, lo sabemos. Está ahí, en algún lugar.

Alrededor de Enash, los Ganae se levantaron mirando al caparazón de energía. Los guardias permanecieron con las armas asidas débilmente en sus ventosas. Con el rabillo del ojo vio que uno de los técnicos de la pantalla protectora llamaba a Ved, que se le acercó. Volviéndose con duro semblante, manifestó:

—Dice que las agujas han saltado diez puntos, cuando desapareció. Eso es en el nivel nucleónico.

—¡Por los antiguos Ganae! —susurró Shuri—. Nos hemos encontrado con lo que siempre habíamos temido.

Gorsid estaba gritando en el comunicador.

—¡Destruid todos los localizadores en la nave! ¡Destruidlos todos, ¿me oís?! —Se volvió con una mirada furiosa—: ¡Shuri! —rugió—, ¡parece que no comprenden! ¡Di a esos subordinados tuyos que actúen! ¡Todos los localizadores y reconstructores deben ser destruidos!

—¡Rápido, rápido! —dijo Shuri débilmente.

Cuando la orden se hubo cumplido, respiraron más fácilmente. Hubo hoscas sonrisas y una tensa satisfacción.

—Al menos —dijo el vicecapitán Mayad—, no podrá nunca descubrir Gana. Nuestro principal método de localizar soles con planetas continúa siendo nuestro secreto. No podrá haber represalias por… —se detuvo, y dijo con lentitud—: ¿Qué es lo que estoy diciendo? No hemos hecho nada. No somos responsables del desastre que sobrevino a los habitantes de este planeta.

Pero Enash sabía el significado de aquello. Los sentimientos de culpa salían a la superficie en momentos como aquél, los fantasmas de todas las razas destruidas por los Ganae, la voluntad sin remordimiento que habían tenido, cuando desembarcaron, de aniquilar lo que encontrasen allí, el oscuro abismo de odio y terror que se extendía detrás de ellos, los días sin fin cuando, sin compasión, habían vertido radiaciones mortíferas sobre los confiados habitantes de planetas pacíficos, todo esto era lo que estaba detrás de las palabras de Mayad.

—Todavía me niego a creer que haya escapado —decía el capitán Gorsid—. Está ahí. Está esperando a que retiremos nuestras pantallas de modo que pueda escapar. Bien, no haremos nada de eso.

Nuevamente hubo silencio, mientras miraban con expectación en el vacío de la pantalla de energía. El reconstructor reposaba sobre sus soportes metálicos, un reluciente conjunto. Pero no había nada más. Ni un centelleo de falsa luz o una sombra. Los dorados rayos del sol bañaban los espacios abiertos con una claridad que no dejaba lugar para escondrijos.

—Guardias —dijo Gorsid—. Destruid el reconstructor. Tal vez quiera volver para examinarlo, y no podemos correr esta clase de riesgo.

El reconstructor ardió con blanca furia. Y Enash, que había esperado que tal vez la mortal energía obligaría a aparecer al ser con dos piernas, sintió que sus esperanzas se venían abajo.

—¿Pero a dónde podrá haber ido? —murmuró Yoal.

Enash se volvió para discutir el asunto. En el momento de girarse, vio que el monstruo estaba de pie debajo de un árbol, a seis metros a un lado, contemplándolos. Debía haber llegado en aquel momento, porque hubo un suspiro colectivo de los Consejeros. Todo el mundo se apartó. Uno de los Técnicos de la Defensa, con gran presencia de ánimo, estableció una pantalla de energía entre los Ganae y el monstruo. La criatura se adelantó lentamente. Su constitución era esbelta, su cabeza se sostenía bien alta. Sus ojos brillaban como si tuvieran un fuego interior.

Se paró al llegar a la pantalla y la tocó con sus dedos. La pantalla relució, tornándose borrosa, con cambiantes colores. Los colores se hicieron más brillantes y se extendieron en una complicada trama, desde su cabeza al suelo. La borrosidad se aclaró. La trama fue desapareciendo hasta desvanecerse.

El hombre había pasado la pantalla.

Se rió, un curioso sonido suave; luego, adoptando una actitud seria:

—Cuando me desperté, sentí curiosidad por la situación. El problema era qué debía hacer con vosotros.

Las palabras tenían un timbre fatídico para Enash, en el aire tranquilo de la mañana de aquel planeta de muertos. Una voz rompió el silencio, una voz tan violenta y poco natural que transcurrieron unos momentos antes de que reconociera que pertenecía al capitán Gorsid.

—¡Matadlo!

Cuando los desintegradores cesaron en su esfuerzo, el ser imposible de matar continuó en pie. Caminó despacio hacia ellos, hasta detenerse a unos dos metros del Ganae más cercano. Enash se hallaba situado hacia atrás. El hombre dijo lentamente:

—Hay dos caminos que se sugieren por sí mismos, uno basado en la gratitud por revivirme, el otro basado en la realidad. Yo sé lo que sois. Sí, os conozco, y eso es infortunado. Es difícil sentirse misericordioso. Para empezar, supongamos que me entregáis el secreto del localizador. Naturalmente, ahora que existe un método, no volveremos nunca a ser atrapados como lo fuimos.

Enash estaba preocupado, su mente bullía con las posibilidades del desastre inminente, en tal forma que no parecía posible que pudiese pensar en algo distinto. Y sin embargo, una parte de su atención se agitó ahora.

—¿Qué ocurrió? —preguntó.

El hombre palideció. Las emociones de aquel lejano día alteraron su voz.

—Una tormenta nucleónica. Llegó desde el espacio exterior y alcanzó este lado de nuestra galaxia. Tenía un diámetro de unos noventa años-luz, más allá del límite de nuestro poder. No había forma de escapar. Nosotros habíamos dejado de utilizar los navíos espaciales, y no teníamos tiempo de construir ninguno. Cástor, la única estrella con planetas que descubrimos, estaba también en el sendero de la tormenta.

Hizo una pausa.

—¿El secreto? —dijo.

Alrededor de Enash, los consejeros respiraron más fácilmente. El miedo a la destrucción racial que habían visto venir se estaba esfumando. Enash observó con orgullo que desaparecía el primer shock, y que no sentían temor ni por ellos mismos.

—Ah —dijo Yoal suavemente—, no sabe el secreto. A pesar de todo su gran desarrollo, solamente nosotros podemos conquistar la galaxia. —Miró a los otros, sonriendo confiadamente—. Caballeros —dijo—, nuestro orgullo por la gran hazaña Ganae es justificado. Sugiero que volvamos a nuestra nave; no tenemos nada más que hacer en este planeta.

Hubo un momento de confusión mientras sus burbujas se formaban, y Enash se preguntó si el ser de dos piernas trataría de detener su partida. Pero cuando miró hacia atrás vio que el hombre estaba andando tranquilamente a lo largo de una calle. Éste fue el recuerdo que Enash se llevó consigo, mientras la nave se empezaba a mover. Éste, y el hecho de que las tres bombas atómicas que lanzaron, una detrás de otra, se negaron a estallar.

—No vamos a dejar un planeta tan fácilmente como eso —dijo el capitán Gorsid—. Propongo otra entrevista con la criatura.

Descendieron nuevamente a la ciudad. Enash, y Yoal, y Ved, y el Comandante. La voz del capitán Gorsid fue sintonizada:

—… según creo —a través de la niebla, Enash podía ver el transparente centelleo de las otras tres burbujas alrededor suyo— nos precipitamos en nuestras conclusiones acerca de la criatura, sin justificarlas con evidencias. Por ejemplo: cuando despertó, desapareció. ¿Por qué? Debido a que tuvo temor, desde luego. Quiso darse cuenta de su situación. No creyó que fuera omnipotente.

Parecía lógico. Enash se encontró creyéndolo él mismo. Repentinamente, se asombró de que se hubiera aterrorizado tan fácilmente. Empezó a ver el peligro bajo una nueva luz. Solamente un hombre vivo en todo un nuevo planeta. Con suficiente determinación, los colonizadores podían tomar posesión de él como si no existiera. Esto se había hecho ya antes, recordó. En varios planetas, pequeños grupos de las poblaciones originales habían sobrevivido a la radiación destructora, y tomado refugio en áreas remotas. Casi siempre, los nuevos colonizadores los fueron eliminando gradualmente. En dos ocasiones, sin embargo, que Enash recordara, las razas nativas tenían aún pequeñas secciones de sus planetas. En cada caso, se había considerado impracticable destruirlos porque esto habría puesto en peligro a los Ganae sobre el planeta. Así, los supervivientes eran tolerados.

Un hombre, pensó, no tendría necesidad de mucho espacio.

Cuando lo encontraron estaba limpiando afanosamente la planta baja de una pequeña casa. Puso la escoba a un lado y salió a la terraza exterior. Se había puesto unas sandalias, y llevaba una túnica suelta hecha de un material muy reluciente. Los miró en forma indolente, pero no dijo nada.

Fue el capitán Gorsid quien hizo la proposición. Enash tuvo que admirar el relato que vertió en la máquina de idiomas. El Comandante fue muy sincero. Este acercamiento era premeditado. Señaló que no podía esperarse de los Ganae que revivieran los muertos de aquel planeta. Semejante altruismo no sería natural considerando que las expansivas hordas de los Ganae necesitaban continuamente nuevos mundos. Cada sucesivo incremento de la vasta población era un problema que solamente podía resolverse por un sistema. En este caso, los colonizadores aceptarían respetar los derechos del único superviviente de aquel mundo.

Fue en aquel momento cuando el hombre le interrumpió.

—¿Pero cuál es el propósito de esta expansión sin fin? —Parecía genuinamente curioso—. ¿Qué pasará cuando finalmente ocupéis cada planeta de esta galaxia?

Los intrigados ojos del capitán Gorsid se encontraron con los de Yoal, luego con Ved, después Enash. Enash sacudió su torso negativamente, y sintió piedad por la criatura. El hombre no lo comprendía, posiblemente no lo entendería nunca. Era el viejo problema de dos puntos de vista diferentes, el viril y el decadente, la raza que ambicionaba las estrellas y la raza que desoía la llamada del destino.

—¿Por qué no —indicó el hombre— controlar las cámaras de crianza?

—¡Eso significaría la caída del Gobierno! —dijo Yoal.

Habló en forma tolerante, y Enash vio que los otros estaban sonriendo ante la inocencia del hombre. Sintió que el vacío intelectual entre ellos se ensanchaba. La criatura no podía comprender las fuerzas naturales de la vida que los empujaban.

El hombre habló otra vez:

—Bien, si no las controláis, lo haremos nosotros.

Hubo silencio.

Empezaron a ponerse rígidos. Enash lo notó en sí mismo, viendo idénticas señales en los demás. Su mirada pasó de cara en cara, y luego a la criatura en la puerta. Sin ser la primera vez, Enash tuvo el pensamiento de que su enemigo parecía indefenso. Creo, decidió, que podría poner mis ventosas a su alrededor y aplastarlo.

Se preguntó si el control nucleónico mental, nuclear, de energías gravitónicas, incluía la habilidad de la defensa personal contra un ataque macrocósmico. Tenía idea de que sí. La exhibición de poder de hacía dos horas podía tener sus limitaciones, pero aun así esto no había sido aparente. La fuerza o debilidad no cambiarían la situación. El ultimátum había sido hecho: «Si no hay control, nosotros lo haremos».

Las palabras hicieron eco en la mente de Enash y, a medida que su significado se hacía más penetrante, su altivez se desvanecía. Se había considerado siempre como un espectador. Aun cuando, antes, había discutido en contra de la reanimación, se había sentido como alguien aparte que observaba la escena en vez de formar parte de ella. Vio con penetrante claridad que por eso se había rendido finalmente a la convicción de los otros. Rememorando el pasado, vio que nunca se había considerado él mismo como partícipe en la conquista de un planeta de otra raza. Era solamente un observador, analizando la realidad, y especulando acerca de una vida que no parecía tener significado. Esto se había terminado. Estaba preso en una marea de irresistible emoción, y arrastrado por ella se sintió hundir, sumergiéndose en la masa de los seres Ganae. Toda la fuerza y la voluntad de la raza se enardeció en sus venas.

—Criatura —gruñó—. Si tienes alguna esperanza de revivir a tu raza muerta, puedes abandonarla.

El hombre lo miró, pero no dijo nada. Enash continuó:

—Si pudieses destruirnos, ya lo habrías hecho. Pero la verdad es que tus poderes tienen límites. Nuestra nave está construida de manera que ninguna reacción en cadena concebible pueda iniciarse en ella. Por cada placa de material potencialmente inestable hay una placa contraria, lo que previene el desarrollo de una masa crítica. Tal vez podrías ocasionar explosiones en nuestros motores, pero éstas, también, serían limitadas, y solamente iniciarían el proceso de reacción en un lugar destinado precisamente a eso.

Se dio cuenta de que Yoal le tocaba el brazo.

—Cuidado —advirtió el historiador—; no sea que en tu cólera descubras información vital.

Enash apartó la ventosa que lo retenía.

—Seamos prácticos —dijo rudamente—. Esta cosa ha descubierto casi todos nuestros secretos raciales aparentemente por el simple hecho de mirar a nuestros cuerpos. Actuaríamos puerilmente si asumiéramos que no se ha dado cuenta todavía de las posibilidades de la situación.

—¡Enash! —exclamó imperativamente el capitán Gorsid.

Tan rápidamente como había venido, la cólera de Enash se esfumó. Se volvió.

—Sí, Comandante.

—Creo que sé lo que intenta decir —dijo el capitán Gorsid—, y le aseguro que estoy en completo acuerdo, pero también creo que soy yo, como el oficial Ganae superior, quien tiene que dar el ultimátum.

Se volvió. Su calloso cuerpo se irguió sobre el hombre.

—Has formulado una amenaza imperdonable —murmuró—. Nos has dicho, en realidad, que tratarías de restringir el expansivo espíritu Ganae.

—No el espíritu —dijo el hombre. Rió suavemente—. No, no el espíritu.

El Comandante ignoró la interrupción.

—Naturalmente, no tenemos alternativa. Podemos asumir que, con tiempo para localizar el material y desarrollar las herramientas, podrías ser capaz de fabricar un reconstructor. En nuestra opinión se necesitarían al menos dos años antes de que pudieras completarlo, aun cuando supieras cómo. Es una máquina inmensamente intrincada, poco fácil de montar por el único superviviente de una raza que abandonó sus máquinas milenios antes de que el desastre los azotara.

»No tuvisteis tiempo de construir una nave espacial. No te daremos tiempo tampoco de fabricar un reconstructor.

»En pocos minutos, nuestra nave empezará a lanzar bombas. Es posible que puedas evitar las explosiones en tu vecindad. Por ello, empezaremos en el otro lado del planeta. Si allí fracasamos, entonces asumiremos que necesitamos auxilio. En seis meses de viaje a la máxima aceleración, podemos llegar a un punto desde el que el más cercano planeta Ganae podrá escuchar nuestros mensajes. Enviarán una flota tan vasta que todos tus poderes de resistencia serán superados. Lanzando un centenar o un millar de bombas cada minuto, conseguiremos devastar cada ciudad de manera que ni un gramo de polvo quedará de los esqueletos de tu gente. Éste es nuestro plan. Así será. Ahora puedes hacer lo que quieras con los que estamos a tu merced.

El hombre sacudió su cabeza.

—No haré nada… ahora —dijo. Se detuvo, y continuó pensativamente—: Vuestro razonamiento es bastante exacto. Bastante. Naturalmente, no soy omnipotente, pero me parece que habéis olvidado un pequeño detalle, aunque no os diré cual es. Y ahora —añadió—, buenos días. Volved a vuestra nave y seguid vuestro camino. Yo tengo mucho que hacer.

Enash había permanecido quieto, sintiendo la furia que crecía otra vez en su interior. Saltó hacia delante con un siseo, con las ventosas abiertas. Estaba a punto de tocar la lisa carne… cuando algo lo agarró.

Estaba otra vez en la nave.

No se acordaba de haber hecho ningún movimiento, ni de haber notado ofuscación o daño. Se dio cuenta de que Ved, Yoal y el Capitán Gorsid se hallaban cerca de él, tan asombrados como él mismo. Enash permaneció muy quieto, pensando en lo que el hombre había dicho: «… olvidado un pequeño detalle». ¿Olvidado? Esto indicaba que lo sabían. ¿Qué podría ser?

Aún estaba pensando en ello cuando Yoal dijo:

—Podemos estar relativamente seguros de que tan sólo con nuestras bombas no resolveremos el problema.

No lo hicieron.

A cuarenta años luz de la Tierra, Enash fue llamado a la Cámara de los Consejeros. Yoal le saludó descorazonadamente.

—El monstruo está a bordo.

La fulminante noticia traspasó a Enash, y con ello vino una repentina comprensión.

—Esto es lo que quería decir que habíamos olvidado —dijo finalmente, en voz alta y asombrada—; que podía viajar a voluntad a través del espacio, dentro de un límite… ¿Cuál fue el número que usó?… Sí, de noventa años-luz.

Suspiró. No se sorprendió de que los Ganae, que tenían que usar naves, no hubiesen pensado inmediatamente en semejante posibilidad. Lentamente, comenzó a apartarse de la realidad. Ahora que el shock había llegado, se sintió viejo y cansado, una parte de su mente retirándose otra vez a su anterior estado de lejanía. Necesitó varios minutos para saber lo ocurrido. Uno de los ayudantes de los físicos, en su camino al almacén, había percibido por un momento al hombre en un corredor inferior. En una nave tan llena de tripulantes, lo asombroso era que el intruso hubiera escapado anteriormente a la observación.

Enash tuvo una idea.

—A pesar de todo, no llegamos hasta ninguno de nuestros planetas. ¿Cómo puede esperar hacer uso de nosotros para localizarlo, si solamente utilizamos el video? —se detuvo. Eso era, desde luego. Tendrían que usar el haz direccional del video, y el hombre viajaría en la dirección correcta en el momento en que el contacto fuera hecho.

Enash vio la decisión en los ojos de sus compañeros, la única decisión posible bajo las circunstancias. Aun así, le parecía que estaban olvidando algún punto vital. Caminó lentamente hasta la gran placa del video, al final de la cámara. Había una imagen en ella, tan detallada, tan vívida, tan majestuosa, que la mente no acostumbrada hubiera vacilado como si recibiera un golpe. Aun a él, acostumbrado a la escena, le invadió un sentimiento de infinita inmensidad. Era una imagen de una sección de la Vía Láctea. Cuatrocientos millones de estrellas como vistas a través de telescopios que pudieran detectar incluso la luz de una enana roja a treinta mil años luz.

La placa video tenía cerca de veinticinco metros de diámetro…, una escena sin paralelo en ninguna otra parte. Otras galaxias simplemente no tenían tantas estrellas. Solamente uno de cada doscientos mil de esos brillantes soles tenía planetas a su alrededor.

Éste era el colosal hecho que los compelía ahora a un acto irrevocable. Cansadamente, Enash miró a su alrededor.

—El monstruo ha sido muy hábil —dijo quedamente—. Si seguimos, va con nosotros, obtiene un reconstructor y vuelve utilizando su poder a su planeta. Si usamos el haz direccional, se desplaza a lo largo de él, obtiene un reconstructor y vuelve igualmente a su planeta. De cualquier forma, en el momento en que nuestras flotas llegaran allí podría haber revivido a bastantes de su raza como para rechazar cualquier ataque que pudiéramos efectuar.

Sacudió su torso. Su razonamiento era correcto, estaba seguro, pero aún parecía incompleto. Dijo lentamente:

—Pero tenemos ahora una ventaja. Cualquier decisión que tomemos, no existe ninguna máquina de idiomas que se la permita conocer. Podemos hacer nuestros planes sin que él sepa cuáles son. Sabe que ni nosotros ni él podemos hacer estallar la nave. Esto nos deja, pues, una única alternativa.

Fue el Capitán Gorsid el que rompió el silencio que siguió.

—Bien, caballeros, veo que conocemos nuestros pensamientos. Fijaremos nuestros motores, destruiremos los controles y nos los llevaremos con nosotros.

Se miraron unos a otros con un inmenso orgullo de raza en sus ojos. Enash juntó sus ventosas con las de cada uno por turno.

Una hora después, cuando la temperatura era ya considerable, Enash tuvo un pensamiento que lo llevó titubeante hasta el comunicador para llamar a Shuri, el astrónomo.

—¡Shuri! —gritó—. Cuando el monstruo despertó, recuerdo que el capitán Gorsid tuvo dificultades en lograr que tus subordinados destruyeran los localizadores. Nunca se nos ocurrió preguntarles el motivo de la tardanza. Pregúntales…, ¡pregúntales!

Hubo una pausa. Luego la voz de Shuri se oyó débilmente sobre el ruido de la estática:

—No… podían… entrar… en la… habitación. ¡La puerta estaba cerrada!

Enash se derrumbó. Habían olvidado más de un detalle, se dio cuenta repentinamente. El hombre había despertado, dándose cuenta de la situación; y desapareció, yendo a la nave; y allí descubrió el secreto del localizador y posiblemente el secreto del reconstructor… si es que no los sabía previamente. Cuando reapareció, ya tenía lo que quería. Todo el resto había sido tramado tan sólo para llevarlos hasta aquel acto de desesperación.

Dentro de pocos momentos, ahora, él estaría abandonando la nave con la seguridad de que en breve tiempo ninguna mente extraterrestre sabría que su planeta existía. Y conociendo también que su raza viviría de nuevo, para nunca más desaparecer.

Enash se irguió trabajosamente; arañó al rugiente comunicador y le gritó su reciente comprensión. No hubo respuesta; solamente el estruendo de una estática originada por una energía inconcebible e incontrolable. El calor estaba desconchando su callosa piel mientras trataba de llegar desesperadamente al transmisor de materia.

Restalló ante él con llamas purpúreas. Corrió de vuelta al comunicador gritando y dando alaridos.

Aún estaba sollozando unos minutos después, cuando la poderosa nave se precipitó en el corazón de un sol blanco-azulado.

Título original:

THE MONSTER

© 1948, Street and Smith Publishers, by arrangement by Forrest J Ackerman.

Traducción de S. Mas