El caminante
Cameron Dayton
Miedo
Su hermana muerta llegaba con la puesta de sol. Siempre con la puesta de sol.
Mientras el día se iba marchitando y las sombras aumentaban por la llegada de la noche, él permanecía de pie observando cómo el sol desaparecía tras las montañas. Ése era el momento en el que el susurro de la brisa vespertina se quebraba con el áspero ruido que provocaban sus lentos pies. Sus pies… fríos y blancos, con sus tendones deshilachados y sus huesos fracturados al descubierto tras incontables kilómetros sobre rocas con bordes helados. No importaba cuánto hubiese viajado Kehr ese día, cuántos ríos hubiese vadeado o por cuántos acantilados hubiese ascendido. Ella siempre llegaba con la puesta de sol.
El hombre corpulento se entretuvo con el fuego mientras los pies que se arrastraban seguían acercándose. La yesca había aumentado según había descendido por las Tierras Salvajes de Shar-val, y Kehr trataba de encontrar algo de consuelo pensando en comida caliente después de haber pasado semanas a base de carne de venado seca. Era un intento inútil de animarse y él mismo lo sabía. Los renqueantes pasos siempre venían acompañados de un frío que se contagiaba, un sentimiento de frío y horror que erizaba y envolvía su piel. Se detuvieron en la oscuridad, justo más allá del fuego.
Kehr no deseaba levantar la mirada; no quería dirigirse a ella. Pero ella no se marcharía hasta que lo hiciese. Esperó a que el fuego se convirtiera en una llamarada crepitante y en ese momento se irguió mientras lanzaba un profundo suspiro al viento del crepúsculo.
—Di lo que tengas que decir, Faen. Dilo y vete.
Ella arrastró los pies una vez hacia el fuego y luego, otra. Kehr observó las llamas y sintió cómo su mano se movía hacia la cicatriz aún reciente de su pecho. Un paso más. Ya estaba frente a él. Uno de los troncos de la hoguera se resbaló, crepitó e hizo que las ascuas flotasen en el aire. Kehr forzó la mirada siguiendo los puntos brillantes para elevarla de la hoguera y observar aquello que había sido su hermana. Se lo debía.
El calor ya había comenzado a descongelar su pálida carne, y el empalagoso olor de la podredumbre se hizo más intenso. Seguir a su hermano durante esas largas semanas había causado estragos en la gris y desgarbada figura de Faen, y Kehr apenas la reconocía.
Sus ojos eran pozos negros, hondas sombras en lugar del azul cielo que él recordaba. Todo lo que quedaba de los mechones dorados de su hermana colgaba en cúmulos enmarañados y pálidos a ambos lados de su mandíbula, y el peso de uno de esos bucles enredados y empapados estaba haciendo que su piel se desprendiese. Observó cómo la carne amarilla se iba rasgando, arrojando al suelo cabello y tejido putrefacto con un sonido húmedo. Sus delgadas extremidades vibraban al compás del viento, y protuberancias óseas sobresalían a través del empapado pellejo. Kehr se preguntó si Faen aún sentía algo. Ella se inclinó hacia adelante para señalarle el pecho con su huesudo y tembloroso índice.
—Kehr. Kehr Odwyll.
¿Cómo era capaz de pronunciar palabra alguna con esa boca destrozada? Esa mandíbula quebrada, esa lengua negra tan hinchada y rígida que atravesaba una mejilla hecha jirones… ¿Cómo podía estar ahí, temblando con una rabia malsana después de haber sido sepultada bajo la granítica y fragmentada faz de Arreat hacía tantos años? Kehr sabía que no debía haber vuelto; sabía que no encontraría expiación alguna en esas agrietadas tierras. No había sido capaz de encontrar el camino hacia los boscosos cañones de su pueblo y había pasado largos días vagando sin rumbo a través de desconocidas y escarpadas colinas. El valle de la tribu del Ciervo había sido un lugar verde, familiar y acogedor. Ahora todo había cambiado. Todo se había perdido.
Pero Faen lo había encontrado. Lo había encontrado y lo había seguido mientras él huía.
—Kehr Odwyll. Traidor. ¡Traidor!
Hermana
El sol de la mañana apareció demasiado pronto, y el fuego no había evitado que el frío se apoderase de los huesos de Kehr. Apartó su gruesa capa de piel de oso, se levantó y estiró sus 2,40 metros de cicatrices y músculos. A lo largo de los años, Kehr había adoptado la práctica común en las Islas Skovos de eliminar el vello de su rostro y su cabeza con una hoja afilada. La costumbre tenía sentido en aquellas cálidas tierras veraniegas y le habían hecho parecer menos un forastero. Pero aquí sentía el frío viento como algo extraño en su piel desnuda. Kehr sólo había necesitado unas pocas semanas bajo estos invernales cielos para añorar su indómita barba y la larga cabellera de su juventud. Recorrió con sus ásperos dedos la barba de pocos días y se preguntó si Tehra sería capaz de reconocerlo.
Los pensamientos sobre su amante aún le hacían sentir una aguda punzada en el pecho. No era pena, culpabilidad o añoranza, o al menos no del todo. Era el dolor provocado por un error, recubierto de insensibilidad y remordimiento, un error que nunca podría cambiarse y que sólo podría recubrirse aún más con el fin de solapar el dolor o al menos enterrarlo. Kehr sacudió la cabeza.
El viaje de vuelta sería largo. El Golfo de Westmarch se encontraba más allá de las Montañas Kohl, al sur, y desde allí Kehr sabía que sería capaz de encontrar pasaje rodeando la península en una barcaza mercante. Los mercaderes siempre se mostraban prestos a contratar músculos para vigilar su carga y así poder rendir las correspondientes visitas a los burdeles situados en su ruta. Kehr hablaba las lenguas comerciales de Therat, Lut Gholein y las islas; podría convencer fácilmente a un patrón potencial de que, a pesar de su tamaño, no era uno de esos salvajes primitivos de las Tierras del Terror, sino un descendiente más civilizado de una estirpe de mercenarios. Después de eso, debería ser sencillo navegar más allá de Westmarch y Kingsport hasta Philios. Y allí… bueno, allí estaba ella, aguardando su vuelta. Allí estaban las colinas onduladas y la música ligera; allí esperaban el vino, la carne, la risa y esos esbeltos y cálidos brazos. Allí podría olvidar el deber y la fría y profunda sensación de arrepentimiento.
¿Por qué había venido aquí? ¿Para encontrar a su gente? ¿Para suplicar su perdón? Bueno, ellos lo habían encontrado. Al menos Faen lo había hecho.
Mientras pateaba la tierra sobre los restos de la hoguera que aún ardían lentamente, Kehr intentaba alejar de su mente los recuerdos de la noche anterior y concentrarse en la caminata que lo aguardaba. Las cumbres situadas más adelante eran impresionantes, pero eran boscosas; estaban habitadas, vivas: un cambio más que bienvenido después de los muertos… y un cambio agradable respecto a las últimas semanas. Kehr se llevó la mano al pecho.
Ahora no estaba traicionando a nadie, se dijo a sí mismo. No estaba huyendo del deber, puesto que aquéllos que afirmaban tales cosas ya no estaban. Atrás dejaba una tierra vacía que nada más le reclamaba. Kehr había tenido la esperanza de enmendar sus errores, de encontrar el modo de acabar con esa culpa que lo corroía por dentro. Pero en vez de eso había encontrado un silencio atronador y una nueva y gélida dimensión de la desgracia que le retorcía las tripas con cada visita de Faen. Un único pensamiento retumbaba una y otra vez en su cabeza: ahora no traicionaba a nadie. Esta vez no.
Después de la siguiente subida, Kehr sabía que llegaría al sinuoso sendero de cazadores que había seguido hacía dos meses en su viaje hasta aquí. Una vez allí sólo tendría que continuar por sendas mayores, que se entrecruzaban en la parte norte de las Kohl, hasta llegar al Camino de Hierro.
El Camino de Hierro. Se trataba de una antigua calzada, los vestigios despedazados de un imperio perdido que otrora se extendía entre los desiertos de Aranoch y el Mar Helado. Empedrado con amplios trozos de pizarra ferrosa de tonalidad oxidada, el Camino de Hierro discurría a sus anchas desde los helados cauces de Ivgorod, a través de la espina dorsal de las Montañas Kohl, y descendía hasta las laderas occidentales de Khanduras. Anteriormente una vía de indudable importancia para el comercio y las tropas imperiales, este sendero conseguía que el paso a través de las altas y escarpadas montañas fuese cuestión de semanas en lugar de meses. Lo mejor de todo es que dejó de utilizarse hace siglos. Ahora en su mayor parte se encontraba abandonado y olvidado; los reyes del norte, al igual que los jefes o señores de la guerra, tenían pocas relaciones con sus vecinos en estos caóticos tiempos. La destrucción de Arreat había introducido el miedo en los corazones de las naciones circundantes, y la mayoría decidió cerrar sus puertas, reforzar sus murallas y dejar que el mundo se volviese más salvaje en sus fronteras.
Esto quería decir que en el sendero no encontraría ni a viajeros ni a bandidos. Aunque Kehr podía apañárselas con ambos, prefería caminar en solitario. Elevó su gigantesca espada, Ultraje, y se la colocó entre los hombros, giró sobre sí mismo y emprendió la marcha hacia las montañas que lo aguardaban.
Dejó atrás diez días de duro viaje. Diez puestas de sol, diez nuevas visitas de su hermana. Había perdido uno de sus brazos a causa de los carroñeros y su calavera era ahora hueso desnudo y amarillento. Pero seguía siendo Faen. Seguía siendo su voz. Y su condena. Se preguntó si en algún momento se acostumbraría a la repulsión, al horror de su presencia. Se preguntó si así debería ser.
A Kehr le preocupaba que Faen pudiese seguirlo a través de los Mares Gemelos, que pudiese perseguirlo hasta la misma Philios. Una idea se había instalado en lo más profundo de su mente y luchaba por salir a la superficie consciente: ¿Qué pasaría si la matase? ¿Qué pasaría si introdujese su poderoso filo en el interior de Faen e hiciese que ese tembloroso armazón se convirtiese en un montón de huesos astillados y carne putrefacta? ¿La liberaría de su tormento? ¿Se liberaría él del suyo?
Kehr se ajustó con firmeza la piel de oso alrededor de los hombros. No. No podía hacerle eso a Faen, a su hermana. Se había ganado a pulso sus palabras, su odio. Se merecía esas cadenas.
Se sacudió la oscuridad de la cabeza y se consoló con sus largas zancadas y la tierra que ponía de por medio. Ya fuese por su necesidad de abandonar esas tierras o por el deseo de volver a un clima más benigno, estaba realizando esta parte del viaje a una velocidad impresionante. El Camino de Hierro se encontraba justo delante y sabía que su ritmo se incrementaría una vez llegase a ese empedrado uniforme. Pronto habría olvidado todo. Pronto todo eso estaría a su espalda y puede que Faen permaneciese en esa gélida desolación, hogar de los muertos.
Kehr suspiró, intentó dirigir sus pensamientos hacia el vino, la luz del sol y el acompasado rumor de las olas que bañan la arena. Su estómago rugió. Habían pasado dos días desde su último trozo de carne seca y la caza era más escasa de lo que había supuesto. Había centrado su atención en abandonar esa tierra, en dejar atrás su hogar en ruinas a la mayor velocidad a la que le fuese posible. Se percató de que debía dedicar parte de sus esfuerzos a encontrar algo que llevarse a la boca.
Su ensoñación se vio truncada al instante por un grito… y después varios grifos. Provenían de la calzada que estaba más adelante, de un bosquecillo compuesto por los robustos robles en forma de arbusto que rodeaban el Camino de Hierro a esas bajas altitudes. Kehr se agachó y se apartó del camino que había estado siguiendo; rodeó los árboles para conseguir mejor visibilidad.
Eran refugiados; eso estaba claro. Hombres, mujeres, niños… docenas de campesinos sucios, flacos y con los pies desnudos, que llevaban sus pertenencias en cestas, bolsones, incluso envueltas en sábanas. Como Kehr, los refugiados habían supuesto que la calzada estaría desierta. A diferencia de él, sin embargo, viajaban sin prestar atención. Formaban una fila desordenada a lo largo del camino sin haber previsto la presencia de bestias o bandidos al acecho… o algo peor. Y había muchas cosas peores que los bandidos en las montañas de alrededor.
Kehr los olió antes de tenerlos a la vista y se le revolvió el estómago. Khazra. Demonios peludos y deformes, un perverso cruce entre hombre y cabra. Casi siempre en manadas, los khazra eran corpulentos y musculosos, con sus largos brazos en tensión gracias a los nervios anudados que se deslizaban, amontonados, bajo su gruesa y mugrienta piel. Las patas de los hombres cabra se doblaban hacia atrás en un ángulo increíble y acababan en unas negras pezuñas hendidas. Los hombros de los khazra eran una amalgama de carne animal tirante e intrincadas venas que ascendían hasta la prominente y espeluznante cabeza de un gran macho cabrío con ojos oscuros entrecerrados, y cuernos ondulados. Kehr ya se había enfrentado antes a estas bestias (varias veces durante sus viajes por el sur) y sus recuerdos sabían a bilis. Los khazra eran la expresión tangible y apestosa de la macabra obra de los demonios sobre los hombres.
Kehr espió a un par de hombres cabra que se movían cerca de la calzada con visible apetito mientras los refugiados se dispersaban dando alaridos. Una veintena de cuerpos yacían sobre el sendero, restos endebles teñidos de rojo. Más khazra se movían de cadáver en cadáver y les arrancaban a los muertos sus precarios harapos. Kehr sintió cómo su malestar se iba convirtiendo en rabia, pero decidió tragársela. Ésa no era su lucha. No era su deber. Sólo serviría para ralentizar su viaje y a esas alturas no podía hacer demasiado. No les debía nada a esos campesinos, esos insensatos que se habían aventurado a viajar por una calzada sin armas. Nada de aquello le incumbía.
Se disponía a dar la vuelta para dar un rodeo cuando vio al leñador. Ataviado con una vestimenta sencilla de color parduzco y con su yesca ensuciando el desgastado empedrado, el hombre había atraído la atención de los demonios. Se encontraba totalmente solo con su sencilla hacha en alto, mientras lo rodeaban y soltaban sonoras carcajadas con sus quejumbrosas y profundas voces. Los hombres cabra estaban armados con toscas picas y lanzas, y se alternaban a la hora de clavarlas sobre el pobre hombre en cuanto dejaba desprotegida su espalda. Mostraba manchas de sangre por todos lados. El resto de refugiados aprovecharon la oportunidad para escapar hacia los árboles cercanos, abandonando al leñador a lo que prometía ser una muerte dura y agónica. Se giró para hacer frente a una atroz estocada y en ese momento Kehr pudo ver lo que llevaba en el otro brazo. Era una niña.
Vida
Aron ya había abandonado toda esperanza; dudaba de si podría mantener el hacha firme un solo segundo más cuando un rugido estremeció el aire. Los monstruos se volvieron sorprendidos mientras una auténtica tormenta de furia de estruendoso acero se abrió paso a través de ellos. Aron se tambaleó hacia atrás, levantó el hacha y agarró a la niña con más ahínco. Rezó para que ese nuevo demonio le otorgase una muerte rápida.
En ese momento los hombres cabra situados frente a él se derrumbaron; caían a una velocidad endemoniada y Aron pudo vislumbrar esa última amenaza. Se quedó sin resuello.
Era un hombre. Un hombre gigantesco, que destacaba incluso entre esas descomunales bestias. Un hombre empapado en sangre caliente que humeaba con el frío viento matutino. Vestía una capa de piel de oso que cubría sus montañosos hombros y cubría sus piernas desiguales con piezas de placas y malla. Recias botas de cuero de buey. Llevaba el pecho al descubierto y con varias cicatrices. Las manos gruesas, anudadas y ásperas, dispuestas alrededor de la empuñadura de una terrorífica arma que lo igualaba en proporciones. Su tamaño triplicaba fácilmente el del hacha de Aron, forjada con metal negro inflamado y con varias muescas en su filo desigual. Se trataba de una basta y brutal herramienta de muerte, la cual sostenía como si fuese parte del propio brazo.
Sólo podía tratarse de un bárbaro. Aron había escuchado historias sobre ellos incluso en su remota aldea, en las estribaciones orientales. Historias sobre salvajes gigantes que protegían la montaña sagrada y devoraban a aquéllos que se atrevían a entrar en ella. Pero nunca había podido imaginar la verdad: que semejante fuerza pudiese existir en un ser mortal. Su rapidez y poder salvajes hacían que la voluntad de cualquier hombre tuviese que doblegarse ante ellos.
Los khazra que habían estado desgarrando los cuerpos que yacían en la calzada dejaron caer sus restos y comenzaron a lanzar aullidos agudos, mientras columnas de vapor surgían de entre sus amarillos dientes de cabra. Más khazra hicieron acto de presencia a ese lado de la calzada; aquéllos que habían estado persiguiendo a los refugiados que huían en dirección a la maleza volvieron al escuchar la llamada. Aron contó siete, ocho bestias en total, cuyo coraje iba en aumento mientras iban emitiendo sonidos en respuesta y dirigían sus miradas hacia el solitario objetivo. Con las cabezas gachas, se apiñaron en un salvaje grupo y comenzaron la carga.
El bárbaro cogió aire a través de sus dientes y desplazó su enorme filo para poder extenderle la mano a Aron.
—Tu hacha.
Rápidamente, Aron le entregó su arma a aquel hombre. Parecía algo sumamente frágil en esa poderosa garra. La observó e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Resistente. No está pensada para cortar leña.
Los hombres cabra comenzaron a coger velocidad; sus pezuñas golpeaban fuertemente el empedrado. ¿Acaso ese bárbaro deseaba conversar sobre un hacha cuando la mismísima muerte se les estaba echando encima? ¿De qué clase de perturbado se trataba?
—Sí… Quiero decir, no, no… Pertenecía a mi padre —farfulló Aron—. Estaba en la milicia de…
Con un movimiento fluido, el bárbaro elevó su brazo y arrojó el hacha hacia adelante. Aron observó cómo una masa de acero giraba sobre sí misma, atravesaba el cráneo del khazra más cercano y se hundía en el pecho del siguiente. La primera criatura se desplomó hacia adelante, con el horrible estropicio que tenía sobre los hombros expulsando sangre oscura a chorros, mientras el segundo se tropezó contra él y se quedó inmóvil. El resto de los monstruos ralentizaron su marcha y se dividieron para rodear a su objetivo mientras se acercaban.
Aron se arrastró hacia el cuerpo caído de una de las criaturas que le habían atacado antes con el propósito de recoger su lanza y quizás así poder ayudar al bárbaro a ofrecer una valiente resistencia antes de que acabasen con ellos. El corpulento hombre emitió un gruñido y le derribó con una patada en la cadera. Aron rodó para proteger a la niña y lo observó atemorizado.
—Quédate a cubierto.
Aron se agachó y apretó con fuerza el brazo alrededor de su carga. La niña había dejado de llorar, lo cual le preocupaba, pero puede que fuese mejor que se hubiese desmayado. Los hombres cabra ya los habían rodeado y por las angulosas fauces de las bestias se veía correr la espuma. Estaban furiosos y Aron sabía, por su reciente y horrible experiencia, que acabarían con su presa con un celo inusitado. El bárbaro agarró su espada cerca del cuerpo, con los brazos flexionados, y Aron pudo ver cómo sus músculos se amontonaban con una fuerza latente.
La paciencia de los hombres cabra se agotó y emprendieron su ataque lanzando alaridos quejumbrosos. Aron elevó la mirada y vio cómo el bárbaro cerraba los ojos y (¡por los Infiernos Abrasadores!) esbozaba una sonrisa. En ese momento el gran hombre se inclinó hacia atrás y la sonrisa se transformó en una expresión burlona mientras comenzaba a girar formando un arco negro hacia los demonios que se aproximaban. Aron se encogió mientras la pesada arma zumbaba sobre su cabeza dejando una estela de aire gélido. Los monstruos no habían calculado el inhumano alcance de su enemigo y los cuatro más cercanos acabaron absorbidos por la siseante y letal media luna. No cortaba, sino que laceraba a las bestias sin pausa alguna, cercenando espinas dorsales, destrozando huesos, desgarrando carne y arrojando una lluvia carmesí sobre Aron, quien sentía cómo se le llenaban los oídos, nariz, boca y ojos del caliente y salado líquido. El leñador se limpiaba la sangre de la cara y tosía. Donde antes había cuatro hombres cabra, ocho formas inertes y aún temblorosas yacían ahora tendidas sobre la calzada. El bárbaro se encontraba con una rodilla hincada en el suelo, respiraba con dificultad y se afanaba en tratar de sacar la hoja de uno de los bloques de pizarra que hacía las veces de pavimento, en el que se había incrustado profundamente. Los dos khazra restantes, más inteligentes que sus hermanos, habían esperado a que el bárbaro estuviese en un compromiso semejante y comenzaron a pavonearse mientras se dirigían contra su espalda descubierta.
Aron intentó gritar, intentó avisar al hombre de su avance, pero se atragantó y no fue capaz. El bárbaro se agachó y a continuación se levantó a una velocidad inusitada, arrancando la espada y la inmensa roca en la que estaba clavada, blandiéndolas en un arco y aplastando con ellas a las bestias que se aproximaban. La roca destrozó sus cuerpos del mismo modo que un martillo deshace un trozo de manteca, reduciéndolos a su mínima expresión y partiéndolos en dos con un fortísimo estruendo. Pedazos húmedos del tamaño de un puño pasaron silbando al lado de los hombros de Aron.
Y entonces… todo acabó. Silencio. El bárbaro, triunfante y envuelto en el aire de la montaña, parecía un dios cincelado de sangre, muerte y rabia. Aron jamás había visto nada tan terrorífico y se preguntaba con temor qué podría significar la llegada de esa imponente figura. Observó cómo el hombre se daba la vuelta y se echaba el arma al hombro para empezar a caminar por el sendero. ¿Se estaba marchando? No. Se agachó para recoger el hacha de Aron del pecho ahogado en sangre que había desgarrado y volvió. Se la ofreció por la empuñadura e hizo un gesto con la cabeza.
—Ya no encontrarás ningún peligro en este camino. Los khazra no se enfrentan dos veces a un enemigo superior. La información viaja rápido entre estos carroñeros.
Aron alargó la mano para recoger el hacha, pero de repente se detuvo. El bulto que sostenía entre sus brazos estaba inmóvil. Inmóvil y cada vez más frío. Sólo en ese momento se percató de la mancha oscura y húmeda que había dejado una lanza al atravesar sus defensas.
Aron agachó la cabeza.
—No… No, no.
Entre sollozos, la apretó con fuerza contra su pecho y cayó de rodillas. El bárbaro observó lo que sucedía y creyó entenderlo.
—He visto cómo la protegías, leñador. No podías haber hecho más para salvar a tu hija. —Él escupió, haciendo un gesto con la cabeza hacia los refugiados que volvían al camino en silencio—. Has cumplido tu deber como padre.
—No —dijo Aron con voz temblorosa—. No es mía. Intentaba llevarla a un lugar seguro cuando los hombres cabra atacaron, después de que mataran a sus padres. No es mi hija.
Muerte
Kehr emprendió el camino junto a los refugiados. Le habían suplicado que los protegiese, ofreciéndole comida y unas cuantas monedas de plata como pago por su compañía. El bárbaro había aceptado el precario pago y accedió a escoltarlos sin demasiado entusiasmo. Por lo que concernía a Kehr, esos pobres aldeanos ya estaban muertos o lo estarían en cuanto sus caminos se separasen. Tan solo estaba compartiendo el camino, pero lucharía por esa gente hasta que el Camino de Hierro llegase a Khanduras. ¿Continuaría apareciéndosele Faen ahora que viajaba acompañado? Esperaba que no, pero decidió pasar la siguiente puesta de sol en solitario para que no pudiesen escucharla; no había ninguna razón para asustar aún más a los refugiados. Fuese como fuese, el encontrarse entre seres vivos por una vez no dejaba de ser mínimamente reconfortante. Por su parte, los campesinos mantenían las distancias con él, inseguros como se sentían respecto a su silencioso acompañante, pero sin querer alejarse demasiado de sus largas zancadas.
—Eres un bárbaro, ¿verdad?
Era el leñador. Kehr le había perdido de vista después de que se ausentase para enterrar a la niña desconocida y ahora no se había percatado de su presencia. Mientras aumentaba su ritmo, Kehr emitió un gruñido de asentimiento.
—Eso me parecía. ¿Quién si no podría devolver los golpes a esos monstruos? ¿Quién si no podría blandir el arado de un granjero como si fuese un alfanje? —El leñador hizo un gesto con la cabeza mientras sonreía.
Kehr frunció el ceño. Puede que estuviese equivocado acerca del consuelo que le pudiesen proporcionar otros seres vivos. Habían pasado muchas semanas desde la última vez que habló con un hombre… o desde que había escuchado hablar a otro hombre. Se preguntó si las conversaciones siempre le habían parecido tan insulsas y vacías. Dicho esto, debía reconocer que le impresionó la percepción del leñador. Era cierto que Ultraje se había forjado a partir de la hoja de un arado. Kehr movió los hombros y escuchó cómo chirriaban las correas de grueso cuero que amarraban el arma a su espalda por el efecto de la tensión.
El campesino se adelantó unos cuantos pasos con la intención de captar la atención de Kehr.
—Al principio tuve mis dudas. Te falta esa barba salvaje y el cabello que mencionan las historias…
Se aclaró la garganta.
Si no quieres hablar, lo entiendo. Sólo pretendía darte las gracias.
Inclinó la cabeza a modo de reverencia y dejó que el bárbaro lo adelantase. Kehr prosiguió su camino, pero casi en contra de su voluntad se descubrió a sí mismo intrigado por el leñador. Se trataba de un hombre que había dado un paso adelante para defender a la hija de un extraño mientras el resto huía; un hombre que eligió expresar gratitud cuando otros se acobardaron. Semejante temple era impresionante, especialmente entre el común de los mortales. Kehr se dio la vuelta para ver dónde había ido el leñador y se asombró al verlo tan solo unos cuantos pasos por detrás.
—Caminas con rapidez, leñador. ¿Aprendiste a hacerlo mientras talabas árboles?
El pequeño hombre soltó una carcajada; se trataba de un sonido cálido en un lugar como ése.
—Puede que no hubiese khazra en los bosques cuando yo era niño, pero eso no quiere decir que fuese seguro ir armando escándalo. Recoger yesca es duro cuando hay osos intentando darte caza.
Kehr asintió con la cabeza. La explicación tenía sentido, pero sospechaba que el leñador no lo estaba contando todo. El bárbaro sabía de sobra que algunos hombres guardan secretos y miran hacia otro lado.
—¿Era la primera vez que veías a un hombre cabra?
—Al menos en esas cantidades, sí. Durante los últimos años los hemos visto cada cierto tiempo, buscando carroña en grupos de tres o cuatro, generalmente en zonas más elevadas, donde sus pezuñas les permiten moverse a una gran velocidad. Los considerábamos peligrosos, pero solían evitar a los hombres armados en territorios bajos. Pero ahora… ahora están por todas las Montañas Kohl, desde las cumbres a las faldas.
Agarró con fuerza el hacha, y Kehr pudo ver cómo se deslizaban oscuros pensamientos por los ojos del leñador.
—Parece… parece que se han organizado. Nunca antes habían mostrado tal coordinación e iniciativa. Comenzaron atacando las aldeas más remotas. Hace siete días, observé una horda de monstruos subiendo por el valle en dirección a nuestro municipio de Dunsmott. Pude avisar a mi gente y cogimos lo que pudimos antes de escabullimos mientras el sol se ponía. A lo largo del Camino de Hierro, nos unimos a más gente. Gente que había vivido la misma historia.
—Somos la vanguardia —el leñador desplazó su brazo para indicar la caravana de pobres que avanzaba rezagada tras él— de lo que pronto se convertirá en una interminable hilera de gente desplazada en busca de refugio si no se hace nada para detener estos ataques.
Esa reivindicación otorgó una pausa a Kehr.
—Nadie hará nada con respecto a los khazra, leñador. Estas montañas son tierras fronterizas: no están bajo el dominio de ningún rey y ningún rey las protege. Haz que tu gente baje de las Kohl a un lugar seguro. Y quedaos allí.
El pequeño hombre ralentizó su paso mientras digería lo que Kehr había dicho y dibujó una oscura sonrisa en su boca. Parecía que había llegado a alguna conclusión y extendió la mano.
—Somos gente de las montañas, pero eso no quiere decir que seamos tontos. Nuestro propósito es seguir este camino y después continuar descendiendo hasta las tierras bajas de Westmarch… donde comenzaremos de nuevo, supongo. Mi nombre es Aron.
El leñador mantuvo la mano extendida hasta que Kehr emitió un gruñido y la agarró y cerró su áspero puño. El bárbaro dio un apretón superficial y luego soltó la mano.
—Soy Kehr Odwyll, último miembro de la tribu del Ciervo.
—¿El último?
—Mi gente ya no existe. La furia de Arreat se los llevó a todos.
—Lo… lo siento. No puedo imaginar mayor desamparo que estar separado de los tuyos. Por esa razón, a pesar del peligro, estoy de momento con esta gente. —Aron hizo un gesto hacia los refugiados.
Kehr y el leñador dieron una docena de pasos más.
—Pero… —meditó Aron—. ¿Cómo sobreviviste a la destrucción? Las noticias acerca de la implosión de la montaña llegaron incluso a mi humilde aldea. ¿Qué milagro hizo que sigas vivo?
Kehr no respondió. Posó su mirada sobre el Camino de Hierro y alargó sus zancadas hasta que dejó atrás a Aron. El bárbaro sabía que algunos hombres guardan secretos y miran hacia otro lado.
El sol iba bajando en el cielo y la harapienta caravana situada a la espalda de Kehr pronto comenzaría a plantar el campamento para pasar la noche. Los campesinos estaban bastante lejos de él, pero aun así el bárbaro escaló unas cuantas rocas algo alejadas de la calzada. Puede que no fuese necesario… pero tenía que estar seguro.
Faen vino esa noche. Había perdido la mandíbula por el camino, lo que había provocado que su negra y húmeda lengua colgase contra el enredado tejido de su garganta. Sin embargo, sus palabras seguían siendo las mismas. El horror seguía siendo el mismo. Kehr tenía la esperanza de que viajar con esa gente la alejaría. Tenía la esperanza de que protegerlos le redimiría a los hundidos ojos de su hermana. Incluso tenía la esperanza, la audaz esperanza, de que ella no fuese más que una creación de su propia mente, el resultado de esa culpa que lo consumía por dentro. Pero ese frío era tan afilado y húmedo, reptaba por sus brazos, por sus hombros… Eso era real. El gélido calor de la estremecedora ira de Faen no había disminuido ni un ápice.
Kehr supo que tendría que pasar los atardeceres de ese viaje apartado de Aron y su gente.
Traidor
Kehr se había equivocado acerca de los hombres cabra. Tuvo que repeler otros dos ataques a la mañana siguiente y tres refugiados más murieron en la carnicería. Siete cadáveres khazra decoraban el Camino de Hierro y Aron comenzó a preocuparse por el número de cornamentas rizadas que restaban entre él y Westmarch. Los khazra intentaban emboscadas rápidas en cuanto el bárbaro se situaba demasiado por delante del grupo.
Los temores de los campesinos se intensificaron y ahora caminaban apiñados a tan solo diez pasos de su protector. Aron seguía a la pequeña caravana compuesta por veinte almas con su hacha preparada, y algunos de los hombres y mujeres más fuertes recogían armas de los cadáveres de sus perseguidores. Esa formación demostró su efectividad contra las cobardes bestias y ese día no se reportó ningún ataque más.
Kehr ayudó a los refugiados a plantar un campamento defensivo; después, y a pesar de sus protestas, los abandonó mientras el sol se deslizaba por detrás de las cumbres occidentales. Alegó que quería inspeccionar los montes colindantes en busca de ubicaciones desde las cuales podrían recibir algún ataque al día siguiente.
Aron se daba perfecta cuenta de que Kehr estaba mintiendo. Y percibió el pavor en la cara del bárbaro.
Sin embargo, Kehr volvió poco tiempo después de que el sol se hubiese puesto por completo, lo que supuso todo un alivio para los refugiados. Aron tenía la sensación de que algo espantoso había ocurrido; el bárbaro había traído frío consigo, una gelidez palpable y más profunda que la del aire de la montaña. Era como si el sol que palidecía se hubiese apoderado de todo el calor y la vida de Kehr Odwyll y se los hubiese llevado más allá de las Kohl. El leñador se dijo a sí mismo que lo más sabio era permanecer en silencio cerca del gran hombre.
Aron le pasó una voluminosa porción de la comida que llevaban los campesinos. La viuda del alcalde, con ceño fruncido, había asignado esa parte al bárbaro mientras los hambrientos refugiados se quedaban mirando. Kehr tomó lo que se le ofrecía sin hacer pregunta alguna y se dispuso a comer con silenciosa intensidad. Aron se preguntó cuánto tiempo había pasado desde la última comida del bárbaro. Y, ya que estaba, se preguntó si las bayas y los pequeños animales que cazaba la caravana en los alrededores de la carretera serían suficientes para saciar las necesidades de Kehr y al mismo tiempo permitir que los refugiados llegasen a Westmarch antes de que la inanición hiciese acto de presencia.
Aron había estado hablando con la viuda, una señora de aspecto avieso y considerable edad cuyo nombre era Seytha, cuando Kehr abandonó el campamento con la puesta de solí. Le había contado que el bárbaro no estaba intentando causarles ningún mal, sino que simplemente no estaba acostumbrado a viajar junto a cargas tan necesitadas y tan poco preparadas. A pesar de su taciturna personalidad, Kehr había demostrado su compromiso para lograr que los campesinos finalizasen su viaje. La mujer no se mostró convencida y lo único que hizo fue mirar a Aron, quien había clavado su mirada en lo que quedaba de camino.
El leñador hizo turno de guardia esa noche junto a Daln, el por quero. Armado con una pala torcida, el anciano había demostrado ser más duro y más decidido que muchos de los más jóvenes. Daln tartamudeaba al hablar y parecía encontrarse siempre en un estado de constante incredulidad. Tras pasar sus sesenta años de vida dentro del mismo kilómetro cuadrado de Dunsmott, para él este viaje era algo angustioso y completamente incomprensible. Aquella noche no se produjo ningún ataque y, por primera vez desde que los campesinos dejaron su hogar, no hubo signo alguno de hombres cabra. Daln preguntó, con su deje entrecortado, qué había hecho el bárbaro durante la puesta de sol para asustar a los monstruos. Preguntó si Kehr había hecho venir a algún dios de los hielos desde las Tierras del Terror para proteger a los refugiados. Aron le respondió que se mantuviese en silencio y no perdiese de vista la calzada. Uno no pregunta por las ramas de un roble caído. Solamente las recoge y da las gracias.
Dos días se convirtieron en cuatro y después pasaron cuatro más. Los ataques fueron reduciendo su número, pero no cesaron. Aron podía divisar a sus perseguidores, generalmente un par de exploradores cerca de las cumbres a ambos lados de la carretera. De vez en cuando se les unían dos más, y, envalentonados por su número, dejaban de lado todo intento de pasar desapercibidos. A Aron eso lo ponía casi tan nervioso como los ataques directos: la presencia constante de formas monstruosas cuya silueta se proyectaba contra las cumbres, el repiqueteo de las pezuñas contra la roca, el viento que llevaba tanto los repugnantes gritos de esos monstruos a todos lados como el olor a carne rancia…
El comportamiento de Kehr comenzó a ser más cordial en el momento en el que el Camino de Hierro inició su lento descenso por la falda de la montaña, y Aron se dio cuenta de que el bárbaro estaba más dispuesto a entablar conversación siempre que el leñador hiciese comentarios breves… y pocas preguntas. Daba la impresión de que Kehr se encontraba a gusto hablando sobre su pueblo, y Aron fue conociendo a su tribu y aquello que debían guardar: el sagrado encargo de proteger Arreat. También conoció cómo esa carga había dotado de significado al pueblo de Kehr, cómo había creado una conexión con los animales de la montaña. Había sido un pacto compartido por todas las tribus de bárbaros, la fuente de su fortaleza espiritual.
A su vez, Kehr conoció cómo el leñador había crecido en la rústica aldea de montaña de Dunsmott. Aron y su hermano fueron criados por su padre, puesto que su madre falleció a causa de una enfermedad. El padre de Aron, un miliciano experimentado, desconocía casi por completo cualquier campo que no fuese el militar, por lo que había formado a sus hijos para ser soldados. Era una vida dura. Tan dura que el hermano de Aron huyó de casa en dirección a Ivgorod con el objetivo de estudiar con los monjes. Nunca más se supo de él. Su padre murió poco después, dejando en herencia una humilde cabaña en el bosque, un hacha desgastada y algo de arrepentimiento. Aron estaba agradecido porque el viejo no hubiese vivido para ver su amado Dunsmott rendido y saqueado por esas bestias pérfidas. Era una pequeña bendición, un kaelseff. Aron solía utilizar ese tipo de vocablos, provenientes de la antigua lengua. Kehr se mofó de lo que para él no era más que pura pretensión, «simple reverencia hacia palabras provenientes de una lengua muerta». Aron no se molestó por semejante afirmación. Tan solo esbozó una sonrisa.
Las palabras tienen poder, Kehr Odwyll —dijo—. Tienen el poder de unimos. —Kehr gruñó y se ajustó con firmeza la piel de oso alrededor del pecho.
El grupo había disfrutado de varias jornadas sin ataques y la moral estaba por las nubes. Aún había exploradores khazra siguiéndoles la pista desde la distancia, pero todos se habían acostumbrado a su presencia y no dejaban de pensar en la halagüeña perspectiva de dejarlos atrás según se fuesen acercando a Westmarch. Kehr vaticinó que sería cuestión de uno o dos días el que la caravana abandonase las montañas. Aron rezó porque la comida fuese más abundante una vez que los refugiados llegasen a las tierras bajas. Él, al igual que algunos de los hombres y mujeres más fuertes, estaba proporcionando su ración diaria al bárbaro. Las reservas estaban a punto de agotarse.
El estómago del leñador rugió cuando Kehr se detuvo y determinó que ya era suficiente por ese día. Aron, derrotado, se apoyó contra una roca situada cerca de la calzada mientras el resto se apresuraba a montar el campamento. Fue en ese momento en el que se percató de que la única gente aún con energías era la que seguía recibiendo alimentos: jóvenes, ancianos, heridos… y el bárbaro. Aron sabía que debía hablar con Kehr para intentar hacerle ver cómo se estaban racionando los alimentos. Decidió abordar el asunto esa misma noche, después de que el corpulento hombre volviese de su soledad vespertina.
Con la vista clavada en el sol que se ponía y dibujando una sombría mueca en la boca, Kehr tenía la mente en otra parte. Terminó su comida sin pronunciar palabra y a continuación salió en su viaje nocturno hacia la luz menguante. Incluso tras todo un día de viaje, el paso del bárbaro estaba lleno de determinación y sus largas zancadas indicaban que nadie debía seguirlo.
Aron no tenía la energía suficiente para ir tras él, aunque no le faltaba voluntad. Mareado por el hambre, el grito de una mujer a sus espaldas lo pilló por sorpresa.
—¡Kehr Odwyll! Si esta noche te cruzas con uno de tus khazra, tráenoslo. Algunos de nosotros estamos a punto de desfallecer por el hambre, ¡y no rechazaremos comer los peores trozos de una cabra si con eso cogemos fuerzas suficientes para terminar el viaje!
El bárbaro se detuvo. Aron se giró para ver quién había pronunciado semejantes palabras. ¿Podía ser que el hambre le hubiese hecho perder la razón? Era Seytha, quien proporcionaba a Kehr su ración cada noche procedente de las menguantes reservas de la caravana. Permanecía con las manos en la cadera, y un húmedo reflejo en sus ojos desmentía su coraje.
Kehr tenía a su espalda a los refugiados, quienes se habían quedado paralizados. Su voz retumbó por las paredes del cañón.
—¿El pueblo de Dunsmott se lamenta de contar con mi servicio? —Aron se abalanzó hacia el bárbaro con las manos abiertas.
—¡No, Kehr! No quería decir…
Pero Seytha habló de nuevo y quedó claro que había estado rumiando sus palabras durante todo el día.
—Nos morimos de hambre por tu causa, bárbaro. ¿Qué más da que muramos a manos de un hombre cabra o por inanición?
Aron escuchó murmullos enojados de asentimiento, el sonido del pueblo cansado y hambriento… Se avergonzó por lo que comenzaba a parecerse al linchamiento de su protector. El leñador se giró y les hizo frente, intentando poner freno a la marea antes de que se volviera incontrolable.
—Hoy ha sido un día duro para todos, Seytha. Él debe recibir la comida porque necesita fuerza para enfrentarse a nuestros atacantes. En cuanto abandonemos estas montañas podremos cazar y…
—¡No sobreviviremos dos días más si no encontramos algo de comer! —Su tono cortó el frío viento como si fuese un cuchillo. Hubo más gritos, y más voces se llenaron de rabia. Daln apuntó con su pala al bárbaro, quien ahora estaba frente a ellos.
—¿Por qué no nos trae a-algo de sus cazas no-nocturnas? —preguntó el anciano con su característico tartamudeo—. ¡Su deber es mantenernos con vida!.
Aron había estado observando la reacción de Kehr ante la multitud enfurecida. Se mantuvo impertérrito, como si estuviese hecho de piedra, y tan solo una palabra consiguió alterarlo: deber. Aron vio cómo sus músculos tensionaban la mandíbula y el cuello del enorme hombre y su aliento empañaba el aire con peligrosas nubes ardientes. Kehr se giró hacia el leñador, con la voz ardiente como brasas incandescentes.
He sido mercenario para sultanes, señores de la guerra y príncipes mercaderes a lo largo y ancho de las islas del sur. Nunca he blandido mi filo por tan poco. —Escupió en el suelo—. Vosotros ya deberíais haber muerto en esas montañas y seguramente moriréis cuando alcancéis las tierras bajas. En Westmarch hay khazra y cosas peores. Debería haberos abandonado cuando os encontré en el Camino de Hierro. Habría sido un acto piadoso.
Desesperado, Aron extendió los brazos.
Te lo ruego, Kehr. Disculpa sus precipitadas palabras; están asustados y hambrientos, y no saben lo que dicen. ¡No nos abandones!
Kehr Odwyll se contuvo por un instante y clavó los ojos en el hombre desesperado.
—Tú sobrevivirás si te apartas de ellos, Aron. Tienes las habilidades necesarias para resistir el viaje. Pero, si te quedas con ellos, morirás con ellos.
En ese momento el bárbaro avanzó a zancadas hacia la luz menguante, acompañado por las lastimosas súplicas de los refugiados. Aron se giró hacia su gente y se colocó el hacha contra el hombro. Nunca la había sentido tan pesada.
Hermano
Kehr siguió caminando hasta que perdió de vista, sonido y olor a los patéticos plebeyos. Desaparecieron entre las crecientes sombras. La sangre del bárbaro bullía con rabia lúgubre; cerró los puños y sus nudillos se volvieron blancos. ¿Acaso esos ignorantes no se daban cuenta de quién dependían sus vidas? ¿No comprendían cuánto habían ralentizado su viaje, cómo había desperdiciado varios días por unos míseros trozos de pan duro? ¿Cómo se atrevían?
El sol se deslizó lentamente detrás de las montañas, y la rabia del bárbaro se transformó en abrumadora frustración. Rugiendo, cogió a Ultraje de su espalda y la blandió en el aire con ambas manos.
—¡Ven, hermana! ¡Ven y háblame de mi traición! ¡Ven con tu negra lengua y nómbrame!
Cayó sobre sus rodillas y las sombras lo rodearon con sigilo. Kehr cerró los ojos mientras las pisadas se acercaban. Su hermana vendría independientemente de si estaba o no protegiendo a campesinos desesperados.
—De qué sirve todo esto. —El aliento de Kehr se le congeló en la garganta. Escuchaba muchos pasos, demasiados; golpeaban con dureza el Camino de Hierro.
—No soy tu hermana, pero te nombro —dijo una voz, baja y gruesa. Parecía un balido—. Te llamo necio y presa, y sí, también traidor.
Kehr se puso en pie con un salto y recibió un golpe que lo propulsó hacia atrás. El bárbaro rodó y trató de levantarse, pero varios hombres cabra lo agarraron con firmeza. Se sacudió a dos de ellos, pero en ese momento recibió un golpe por la espalda y perdió la sensibilidad en las piernas. Más khazra se amontonaron sobre él y todo comenzó a volverse negro.
—¡Ya es suficiente! Atadlo y traedlo aquí.
Kehr escuchó el sonido de unas cadenas y sintió cómo unos fríos grilletes se cerraban con dureza alrededor de sus muñecas y le cortaban la piel. Lo patearon, lo mordieron y lo obligaron bruscamente a levantarse. Tenía una costilla rota. La sangre le corría por la espalda y los brazos. El sonido, el dolor, la ira: todo parecía estar ya en la distancia.
—Esta calzada, el Camino de Hierro, es nuestra. Has abandonado a tu rebaño demasiado tarde, bárbaro.
Kehr levantó la cabeza y pestañeó para limpiar la caliente humedad de sus ojos. Ante él se encontraba un khazra monstruoso, el doble de grande que el mayor hombre cabra que hubiese visto jamás. A pesar de la bruma de sangre y dolor, Kehr estaba sorprendido. Aquella aberración era una abominación incluso según los estándares khazra. Los descomunales hombros conducían a unos anchos brazos que llegaban al suelo y acababan en unos espinosos nudillos, y la piel violeta y grisácea estaba marcada con letras, runas y otros caracteres que se retorcían a lo largo de la carne torturada con vida artificial. En lugar de dos cuernos rizados, cuatro sobresalían del nudoso cráneo, ramificándose hacia adelante como gruesos tentáculos de madera y arqueándose alrededor de la saliente mandíbula con una curva obscenamente suave. Se trataba de unos cuernos pesados y estaban recubiertos de hierro y grabados con las mismas marcas que decoraban su piel. El vello, denso y negro, enmarañado con sangre y tintes crudos verdes y marrones, alfombraba las piernas hasta las hendidas pezuñas color azabache ribeteadas con toscos clavos. El monstruo echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada similar a un balido. Kehr se encogió; pudo ver unos pechos simiescos, que colgaban como pescado seco, perforados con grises anillas de cobre. Aquel khazra era hembra.
Se estiró y sus ásperos dedos recorrieron la cabeza del bárbaro, la mejilla y el cuello con torpe ternura. Kehr sintió arcadas de repulsión. Ella se rio entre dientes mientras sus dedos llegaban al cicatrizado pecho del bárbaro.
—Veo que no soy la única marcada con las palabras de dioses… —hablaba con un fétido tono que se revolvía alrededor de él, y su aliento era agrio y húmedo. Examinó las palabras escritas sobre su corazón, marcas que había escondido bajo su capa.
¡Ja! ¿Acaso no sabes leer? —En ese momento se echó hacia atrás, elevando los brazos para mostrar sus llamativas cicatrices—. Mis palabras otorgan fuerza. Mis palabras otorgan mando, fuego y poder a través de nuestro oscuro maestro. ¡Él fue quien me encomendó tomar esta calzada, dibujó estas palabras en mi piel y me hizo reina!
—¿Y tú? —dijo riéndose—. ¿Tú llevas esto? ¡Ja! ¡Ja!
En la sombra creciente Kher pudo ver que las marcas que tenía la matriarca realmente despedían una luz arcana, un resplandor violeta que danzaba justo por los bordes. Se desplazó hacia uno de los hombres cabra que había tras él.
—Trae al resto. No los matéis aún. Quiero que el rebaño vea a su cobarde protector.
Se escuchó una respuesta quejumbrosa y Kehr inclinó la cabeza. ¿El resto? ¿Tan rápido han caído los refugiados? Esta pregunta se vio perseguida por otro pensamiento, rápido y certero. Por supuesto que sí. Él los había abandonado. Otra traición.
Llegaron más y más hombres cabra. Dos docenas, tres. Todos mostraron obediencia a la matriarca, a la infame reina. Algunos traían sangrientos sacrificios, partes irreconocibles y empapadas de bestias u hombres, las cuales ella olfateaba e introducía en su dentuda boca o acababa tirando al suelo. El olor a mugre de cabra y a sangre inundaba el aire.
Mientras, los khazra que sostenían los brazos de Kehr lo arrojaron al suelo y lo arrastraron hasta que se encontró frente a sus resquebrajadas pezuñas. Ella se agachó y acarició el cuerpo del bárbaro, bufando y dando órdenes a sus zalameros súbditos mientras encendían una rugiente hoguera en el centro de la calzada. Ella canturreó suavemente y sus puntiagudas uñas arañaron su espalda. Kehr volvió a sentir el aliento caliente en su nuca.
Tú… —susurró—, tú podrías ser una buena montura durante un tiempo. Un bárbaro encadenado como mascota sería un gran trofeo para la reina del clan del Hueso.
Kehr trató de escupir, pero tenía la boca seca.
Se oían gritos en la lejanía, horriblemente familiares. Escuchó cómo la voz de Aron se elevaba con rabia y después, con dolor. Los khazra se fueron y fueron trayendo a los refugiados. Estaban aterrorizados; algunos de ellos sollozaban. Dos hombres cabra llevaban a Aron detrás de ellos, sangrando y desarmado, pero aún resistiéndose. Un khazra alto y con cuernos negros, y que obviamente contaba con el favor de la matriarca, se presentó frente a ella. Llevaba el hacha de Aron en las manos.
—Éste. El… El luchar. El matar varios de nosotros. —Era difícil comprender lo que el hombre cabra decía; sus palabras se arrastraban lentamente al emplear un idioma que no estaba pensado para sus largas mandíbulas bovinas y sus dientes. Le faltaba la inteligencia de su señora, la cual por otra parte debía de estar mágicamente inducida.
La matriarca comenzó a reírse.
¡Ja! ¡Hemos encontrado a otro lobo entre el rebaño! Traédmelo.
Aron recibió un empujón y se desplomó de rodillas. Kehr pudo ver que el brazo del leñador estaba roto por cómo se movía, y de su boca escurría sangre. Aron se arrastró hasta sus pies; en ese momento, sus ojos se encontraron con los de Kehr y se agrandaron.
—¿Qué? Creía que habías escapado. ¿Cómo han…?
—¡Ja! —gritó regodeándose la matriarca, encantada—. Ya está comenzando a dudar. —Aron estaba observando la monstruosa figura de la reina khazra, pero sus palabras lo conmocionaron. Lanzó una mirada hacia Kehr, quien yacía boca abajo junto a sus pezuñas. Ella volvió a reírse.
—¿Éste es vuestro protector? ¿Vuestro salvador? Este cobarde sabía que estabais condenados. Cogió vuestra comida y huyó cuando vio que la emboscada sobre vosotros era inminente. ¡Nada más vernos arrojó su espada!
Aron cogió aire entre temblores.
—No. No, él nos protegía. Él… Él acabó con tus…
—Exploradores sin valor alguno. Enclenques. Esclavos que os envié para que siguieseis por la calzada. Para que siguieseis acercándoos a mi.
Se agachó para acariciar cariñosamente el hombro de Kehr.
—Confiaste con demasiada facilidad en este traidor, al igual que el resto de los tuyos. Es lógico que estas montañas pidan a gritos mi látigo y supliquen que las libere de las ratas que infestan todos los cañones. Suplican convertirse en el trono del clan del Hueso.
Los hombres cabra aclamaron sus palabras y elevaron sus armas unidos. La matriarca sabía cómo agitar a su pueblo.
Aron estaba enfurecido y había olvidado el dolor. Caminó hacia Kehr con los puños cerrados.
—¿Nos estabas matando de hambre por esto? ¿Fingiste tener honor y coraje con los nuestros sólo para poder huir cuando el verdadero peligro se presentase?
Aron le escupió a Kehr una húmeda mezcla entre sangre y saliva.
—¿Sultanes? ¿Señores de la guerra? ¡Traicionaste nuestra confianza por tu fulana khazra!
La matriarca soltó una sonora carcajada. Kehr luchó por erguirse.
—No. Leñador. Aron. Yo os defendí como debía… No sabía nada de esto…
La reina agarró a Kehr por las muñecas y tirando de ellas lo puso en pie. Sus embrujados tatuajes despedían un poderoso brillo y proporcionaban fuerza arcana a unos brazos ya de por sí repletos de músculos. El bárbaro jadeó cuando lo alzaron en el aire, con los brazos estirados por completo y con las largas cadenas colgando de sus grilletes como cintas de metal.
—Observa, pequeño hombre. ¡Tu protector está marcado! ¡Ja! Vuestro ignorante pueblo de las montañas tenía un claro aviso escrito en su pecho. ¡Ya está marcado como traidor!
Aron aguzó la vista. El leñador estaba temblando por la rabia que sentía.
Mátame si así lo deseas, khazra. Pero quiero probar la sangre de este traidor.
Las carcajadas de la matriarca llegaron a su punto máximo, y el resto de los khazra se unió a ella con algunas risas tímidas.
—¡Sí! ¡Sí! Mata al bárbaro, pequeño hombre. Mátalo, y puede que te permita ir a difundir la palabra del clan del Hueso en las tierras bajas. ¡Gherbek! —llamó a su hombre cabra favorito—. Entrega su hacha al leñador. ¡Deja que corte algunas ramas para nosotros!
El khazra avanzó con sigilo y le extendió el arma.
—Esto es para ti, enclenque —canturreó suavemente.
Aron cogió el hacha con la mano buena y la utilizó como un bastón mientras cojeaba hacia el bárbaro. Kehr pudo ver que estaba gravemente herido; la propia sangre del leñador corría por la empuñadura y la hoja, dejando un rastro de charcos. La matriarca bajó a Kehr al alcance de Aron, como si estuviese ofreciendo un juguete a un niño. Aron elevó el hacha y colocó temblorosamente el filo contra el pecho del bárbaro.
—Esta cicatriz —gruñó a Kehr—. ¿Te marcaron como traidor? Dime la verdad, bárbaro. Dime la verdad por una vez.
Kehr bajó la cabeza. Su voz sonaba baja y abrumada por la vergüenza.
—Sí. Abandoné a mi propia gente cuando se enfrentaban a los saqueadores de Entsteig. Incumplí mi deber y me fui para seguir a una mujer, la hija de un mercader que estaba de paso. Soy un traidor. Un cobarde. Peor aún: la tribu del Ciervo dejó de existir con la caída de Arreat antes de que pudiese volver y pedir perdón.
Kehr elevó su rostro, tenso por el dolor.
—Cuando no pude encontrarlos, yo mismo me marqué como traidor, leñador. Corté mi propia carne. Lo escribí con un cuchillo candente. Ellos aún me maldicen por volver; aún rechazan mi penitencia. Mi hermana muerta… me persigue cada noche con la puesta de sol. No me perdonarán. Jamás lo harán. No merezco su perdón. —El bárbaro cerró los ojos—. Y no pido el tuyo.
La expresión de Aron se volvió distante. Parecía que estuviese escuchando palabras provenientes de un pasado lejano, palabras que sonaban duras y certeras, y que cortaban las carcajadas animales que inundaban el ambiente. Sólo Kehr escuchó el susurro de su respuesta.
—Las palabras tienen poder, Kehr Odwyll. Esta bruja se equivoca acerca de la gente de la montaña. Nuestros antepasados fueron los primeros en escribir las antiguas letras que llevas en tu pecho. —Se inclinó hacia adelante—. Conozco tu marca, bárbaro. Lo supe en el momento en que llegaste, pero también observé tu valor. Y ése es otro tipo de verdad.
El leñador empujó el hacha y el filo cortó la piel de Kehr. El bárbaro lanzó un aullido.
—Esta hacha está impregnada con mi propia sangre —dijo Aron con voz fuerte y clara. La matriarca, sorprendida, seguía riéndose—. Y con ella cambio tu marca.
El filo dibujó una línea roja en medio de la cicatriz.
—Ahora dice «hermano».
La matriarca bufó y dejó caer a Kehr al suelo. Se abalanzó hacia adelante y propinó una dura patada al leñador. Aron voló por encima de la hoguera describiendo un arco de sangre y carne hecha jirones arrancada por la pezuña con clavos tachonados. Aterrizó malherido al otro lado y luchó por volver a levantarse.
—¡Maldito idiota! —gruñó la reina de los hombres cabra. Estaba furiosa; su entretenimiento se había arruinado—. ¿Crees que puedes acuñar palabras de dioses con tu insignificante hacha? ¿Crees que puedes albergar semejante poder sin sus terribles costes, sin agonía, sin oscuros pactos?
Se agachó, subió de nuevo al bárbaro por los grilletes y comenzó a tirar de sus brazos. Las runas de color alrededor de sus propios y gruesos brazos se tensaron y danzaron mientras los músculos de Kehr se estiraban para intentar calmar el dolor.
Lo haré trizas como a un pedazo de pan —bramó, provocando un temblor en el ambiente—, y ahogaré a tu gente con sus trozos.
Se escuchó un crujido cuando el hueso se salió de la articulación, y Kehr soltó un gemido estremecedor.
Aron levantó la cabeza ensangrentada y se dirigió hacia el bárbaro torturado.
—Estás perdonado, Kehr.
Los hombres cabra comenzaron a reírse. Uno de ellos dio un paso hacia adelante y atravesó la espalda de Aron con una lanza. El leñador permaneció inmóvil.
De repente, un penetrante grito cercano a un cacareo desgarró el cielo nocturno. Los khazra enmudecieron. Docenas de negros ojos rasgados se dirigieron hacia la matriarca.
Estaba temblando y tenía la boca torcida, y respiraba con esfuerzo y entre gemidos de extenuación. Bajó su cornamenta y enterró las pezuñas en el suelo agrietado, pero… no era capaz de separar más los brazos. La matriarca no dejaba de bufar mientras Kehr comenzaba a juntar sus brazos y los suyos propios. Lenta, pero inexorablemente. Intentando hacer frente a sus esfuerzos, elevó aún más al bárbaro.
Kehr giró sus manos para agarrar los dedos dispuestos alrededor de sus muñecas. Ella intentó soltarlo, pero ya era demasiado tarde. Estaba atrapada.
—¡No! —gimió entre dientes, mientras la saliva le corría por la barbilla—. ¡Mi… mi fuerza es mayor que la tuya! ¡No puedes hacer eso!
Sus músculos sobresalían de manera obscena mientras sus brazos se iban aproximando el uno al otro. Un hombro reventó, y la matriarca echó la cabeza hacia atrás con un alarido espeluznante. El bárbaro le doblaba los brazos formando un ángulo despiadado, y ella no podía escapar. Los hombres cabra de alrededor daban vueltas dominados por el nerviosismo mientras los gritos de su reina comenzaron a adoptar un tono lastimero y patético. Se retorció para poder liberarse, se tambaleó hacia adelante… y el bárbaro volvió a posar los pies sobre el suelo.
Ahora estaba a su merced.
Inclinándose hacia abajo, Kehr utilizó el impulso de la criatura para elevarla sobre sus hombros y lanzarla a la hoguera con un sonoro estrépito. Ya con el pánico dentro del cuerpo, el resto de los khazra se dispersó cuando varias ramas en llamas cayeron entre ellos. El bárbaro rugió mirando hacia el cielo y extendió los brazos. Los grilletes de sus muñecas se partieron y cayeron al suelo; las cadenas resonaron a su alrededor como campanas rotas.
Chillando, la matriarca se puso de pie a trompicones; era una silueta en llamas de color negro en contraste con la hoguera. El bárbaro cargó y saltó sobre el fuego, desplazando al monstruo hacia atrás y agarrando sus curvados cuernos. Con un desalmado giro, los arrancó de la cabeza y después los levantó en alto. A continuación blandió la protuberancia enroscada como un garrote y comenzó a golpear a la criatura abrasada, lo que provocó que los sonidos de huesos rompiéndose fuesen encadenándose.
La noche temblaba mientras sus alaridos empañaban el voluptuoso fuego con agonía. El Camino de Hierro se agitaba en armonía con cada golpe de Kehr Odwyll, y una antigua magia resonaba en la espina dorsal de la montaña, aceptando la furia del bárbaro. Aceptando su sacrificio.
Pasaron horas antes de que su rabia disminuyera. El sol se elevó en dócil silencio, tiñendo las cumbres de rojo.
Kehr se alejó por fin de la pira y dejó caer la masa ensangrentada al suelo y examinó el trecho teñido del Camino de Hierro. Ningún khazra quedaba ya allí y ninguno volvería jamás a ese lugar. Los refugiados no estaban lejos. Kehr vio que se encontraban apiñados alrededor del cuerpo maltrecho de Aron, paralizados por el miedo.
—Reunid toda la comida que podáis —dijo el bárbaro con estruendosa voz—. Nuestro destino se encuentra a dos días de viaje.
Vigilia.
La puesta de sol coloreó el valle de Westmarch con matices otoñales cálidos. Kehr dejó de afilar la sencilla hacha, se incorporó y se giró para observar la menguante luz mientras la brisa vespertina se introducía por su largo pelo gris con un cuidado familiar. Respiró lentamente mientras el sol se deslizaba por detrás de la montaña.
Tan solo se oía el sonido de los pájaros que regresaban a sus nidos. Ni un solo paso. Ni una sola voz. El horizonte mantuvo su pacto, del mismo modo que él mantuvo su vigilia.
Llegaría más gente; la interminable hilera de refugiados que Aron había predicho atravesaría el Camino de Hierro al mismo tiempo que las oscuras fuerzas se reunían para hacerse con las Montañas Kohl. El clan del Hueso había menguado, pero en aquellas cumbres había cosas peores que los khazra. Los plebeyos necesitaban a su protector, y la leyenda del Caminante de Hierro, el guardián del sendero, se había extendido desde Westmarch a Ivgorod. Kehr se llevó la mano al pecho y se puso otra vez en camino. Los refugiados necesitaban a su hermano.