En este capítulo se van a revisar una serie de cuestiones en torno a los alucinógenos, su utilización secular ligada al chamanismo —todavía vigente entre muchos pueblos ágrafos—, su introducción en los años 50 y 60 en el ámbito psiquiátrico como coadyuvante del proceso psicoterapéutico y lo que pasó a partir de 1965, aproximadamente, cuando su difusión casi masiva en ambientes contraculturales dio lugar a una drástica prohibición. Veremos lo ocurrido desde entonces hasta llegar a los intentos actuales de recuperar estas sustancias, en medios científicos, de nuevo con una intención terapéutica.
Una primera cuestión controvertida es la que hace referencia a la denominación de estos prodigiosos compuestos. Como es obvio, ya desde el propio título de este capítulo utilizo preferentemente el término alucinógeno, pero soy el primero en reconocer lo insatisfactorio del mismo: en puridad, estas sustancias no son, en general, estrictamente productoras de alucinaciones, si bien es cierto que distorsionan las percepciones, amén de muchos otros efectos que indican lo limitado que resulta el término. Si me he decidido por utilizarlo es porque es, sin duda, el más utilizado en el ámbito científico y académico de la psiquiatría actual. Así, por ejemplo, si deseamos buscar información sobre estas sustancias en las bases de datos científicas, la key-word a utilizar sería precisamente «alucinógeno».
Las alternativas propuestas no faltan, como veremos. Un psiquiatra canadiense, buen conocedor del tema como es Humphrey Osmond, recoge en un texto fundamental sobre los alucinógenos (OSMOND, 1957), una serie de términos cuyo listado sigue junto con su significado etimológico. Además, Osmond pasa por ser quién acuñó una de las denominaciones más difundidas como es la de «psicodélicos».
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Psicofóricos: que llevan o conducen al espíritu (alma/mente/consciencia)
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Psicoplásticos: que moldean el espíritu
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Psicohórmicos: que despiertan el espíritu
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Psicocímicos: que hacen fermentar el espíritu
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Psicohóxicos: que hacen estallar el espíritu
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Psicolíticos: que realizan el espíritu
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Psicodélicos: que manifiestan el espíritu
De esta lista conviene retener el término psicolítico por ser el que ha predominado en el campo de la terapéutica. Sandison acuñó la denominación de «terapia psicolítica» (LEUNER, 1967) en referencia a la intención de curar mediante el uso de alucinógenos y a la que me referiré más adelante.
El ya mencionado «psicodélico» es, sin duda, el término más ampliamente difundido en los años 60. Precisamente, su adscripción a todo lo que significó el movimiento contracultural de aquellos años y su vinculación con formas musicales o artísticas que intentaban reproducir efectos similares devaluó su imagen en el campo científico donde ha acabado deviniendo inaceptado.
Aunque personalmente siento cierta debilidad por «psicocímicos» por la belleza de su significado hay que reconocer que tanto éste como el resto de términos recogidos por Osmond han acabado pasando sin pena ni gloria.
No se agota aquí la lista. Uno de los nombres más antiguos es el de Phantástica. Debido al farmacólogo alemán Louis Lewin, hace referencia a uno de los cinco subgrupos en que este autor clasifica las drogas: Euphórica, Phantástica, Inebrantia, Hypnótica y Excitantia (LEWIN, 1924).
Muchos de los términos propuestos y que recoge Siegel (SIEGEL, 1984) aluden a la capacidad de inducir estados psicóticos o, en todo caso, de remedar —ni que sea de forma pasajera— síntomas que consideramos psicóticos. Así: delirógenos, disperceptinógenos, psicotizantes, psicodislépticos, esquizógenos, psicotomiméticos, entre otros. De estos términos cabe criticar su unidimensionalidad en cuanto sólo atienden a uno de los potenciales de estas sustancias y resultan así peyorativos y limitados.
Por último, quiero referirme al término «enteógeno» —etimológicamente de la raíz theos, dios en griego, «dios en mi interior»— propuesto por Gordon Wasson y defendido por ilustres conocedores del tema como Hofmann y Ott (RUCK et al., 1979). Surge del mito antropológico y alude al uso que tradicionalmente han tenido estas sustancias entre los pueblos conocedores de ellas con una finalidad a caballo de la magia, la medicina y la religión. La ciencia puede también argüir que usar el concepto de «dios» en un término que quiere ser científico puede ser inadecuado. Con ello, quiero simplemente decir que la polémica acerca del nombre está lejos de haber concluido y que, si en lo sucesivo, sigo usando alucinógenos, es puramente por razones de convención, no por convicción.
He calificado más arriba a estas sustancias de prodigiosas. ¿Qué efectos producen, pues, estas sustancias que sin ser adictivas provocan una reacción tan enconada en la sociedad bienpensante como para decretar su prohibición y su adscripción a la lista de drogas más adictivas y peligrosas? Si he usado este adjetivo es por su capacidad de inducir en quién las consume lo que se ha denominado estados alterados o modificados de la consciencia, a veces en dosis ínfimas como es el caso de la LSD, eficaz a partir de 50 ó 100 gammas (¡una gamma es una millonésima de gramo!).
Veamos, a través de la descripción de Ludwig publicada en la más prestigiosa revista de psiquiatría, los Archives of General Psychiatry (LUDWIG, 1966), cómo pueden sistematizarse estos peculiares estados de la mente.
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Alteraciones del pensamiento:
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predominio de modos arcaicos
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disminuye la distinción causa/efecto
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ambivalencia cognitiva
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Alteración de la sensación temporal
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Pérdida de control con tendencia a la desinhibición
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Cambio en la expresión emocional hacia extremos afectivos
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Cambios en la imagen corporal; distorsiones perceptuales
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Cambio en el significado; aumento de las experiencias subjetivas y en las pistas externas. Esto provoca sentimientos de insight y «revelación de la verdad» que conlleva convicción plena
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Sentimiento de lo inefable: la esencia no es comunicable
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Sensación de rejuvenecimiento o de renacer
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Hipersugestibilidad
Conviene añadir que los estados modificados de consciencia (EMC) son también alcanzables mediante distintos métodos que incluyen técnicas físicas: hiperventilación, danzas, ritmos percutivos en frecuencias determinadas, etcétera. Posiblemente, la intensidad y duración —entre 4 y 8 horas, en general— de los EMC inducidos por los alucinógenos provoca también en algunos individuos, quizás más proclives a ello, la posibilidad de presentar reacciones de pánico y, aun, de descompensaciones psicóticas más o menos prolongadas.
Es una constante transtemporal y transcultural. En la mayoría de pueblos no occidentales, el recurso a estos EMC se da estando enmarcados en un contexto de curación, de ritual mágico, de ceremonia religiosa o de una mezcla de estos elementos, pues no es fácil la delimitación. El lector interesado puede encontrar literatura abundante sobre el uso de alucinógenos para inducir EMC en distintas partes del mundo (véase, p. ej., FURST, 1972; SCHULTES y HOFMANN, 1979; OTT, 1996). Aquí pretendo simplemente recordar este hecho y reivindicar la figura del chamán, individuo que en estas sociedades conoce el secreto de la preparación de los compuestos alucinógenos y que pauta la autoadministración de los mismos para entrar en un EMC que le va a permitir un contacto con los espíritus, divinidades, o que le va a inducir visiones diagnósticas o proféticas. El chamán también puede, eventualmente, administrar alucinógenos a sus «pacientes», con fines relacionados con los descritos. El chamán es un hombre (o mujer, en algunos casos, como los mapuches del sur de Chile) de poder, respetado por sus convecinos por el rol que ejerce de curandero-sacerdote. Cumple, pues, en definitiva, un rol de terapeuta en cuanto que alivia ansiedades, resuelve problemas y da soporte a sus congéneres en momentos de crisis. Parece fácil colegir, pues, que existen evidentes puntos de contacto con la función que psicólogos y psiquiatras ejercen en nuestra sociedad.
Es triste constatar la represión que se ha venido ejerciendo sobre estas culturas, infradotadas tecnológicamente pero tan desarrolladas espiritualmente, por parte de los pueblos colonizadores. Los ritos y ceremonias ligados al chamanismo han sido especialmente perseguidos y, en este sentido, en América los conquistadores españoles y los frailes acompañantes se distinguieron especialmente, guiados por su feroz etnocentrismo y su irredentismo religioso. Las descripciones de los cronistas de las Indias son reveladoras del etnocidio cometido a partir del siglo XVI (OBIOLS, 1975). Esta represión y la propia esencia de las prácticas chamánicas hizo que el saber occidental permaneciera ciego e ignorante de todo este inframundo mágico-religioso. El mundo científico occidental se reencuentra con estas sustancias, precisamente en México —donde tan cruelmente los evangelizadores habían intentado extirpar lo que para ellos eran prácticas demoníacas— a mediados de los 50. En la sierra Mazateca, en Huautla de Jiménez, Gordon Wasson y sus colaboradores conocen a María Sabina, chamana mazateca, que celebra con ellos varias veladas y les introduce en el conocimiento de los honguitos del género psylocibes. A partir de unas muestras de estos hongos, Hofmann —descubridor de la LSD— aislaría más tarde el alucinógeno psilocibina. Los estudios de Wasson dan lugar a un interés renovado por estas sustancias en el mundo occidental. Se cierra así el bucle entre el chamanismo y los escarceos que la psiquiatría había ido desarrollando con otros alucinógenos. Empieza entonces la psicólisis terapéutica que entre los años 50 y 60 se irá desarrollando y dará lugar a resultados esperanzadores. Pero, antes de entrar de lleno en ello, conviene detenerse en un precursor decimonónico, el psiquiatra (o alienista, pues este es el nombre entonces usado) francés Moreau de Tours.
Jacques-Joseph Moreau de Tours conoce de primera mano el hachís en sus viajes por Egipto y Oriente Medio. Estudia a fondo los efectos de esta sustancia alucinógena y publica en 1845 un apasionante volumen, fruto de sus observaciones (MOREAU DE TOURS, 1845). En París, Moreau organizó sesiones de consumo de hachís donde reunía intelectuales y artistas de la talla de Téophile Gautier o Baudelaire, por mencionar solo un par. Moreau de Tours insiste en la experiencia personal que considera esencial: «El criterio de verdad… me opongo a cualquiera que pretenda hablar de los efectos del hachís si no habla en nombre propio y si no lo hace con un uso suficientemente repetido». Con ello pone las bases de la autoexperimentación de estas sustancias en el campo de la psicopatología, sentando un precedente para los profesionales de la salud mental que, ya en nuestro siglo, van a seguir su precursora estela. Posiblemente esta es la vía regia para ahondar en el conocimiento científico de los efectos mentales de los alucinógenos: es obvio que cualquier observador externo a la experiencia, por finos que sean sus instrumentos de análisis, va a quedarse siempre a años luz del núcleo de la experiencia tal como la vive el que se somete a la autoexperimentación.
Los preparados de hachís de Moreau contenían, sin duda, un altísimo porcentaje de su principio activo, el delta-9-tetrahidrocannabinol, a juzgar por la potencia de sus efectos que describe con rara precisión. A partir de ahí, acaba proponiendo algo novedoso en la época: «Había visto en el hachís, o mejor en su acción sobre las facultades morales, un medio potente, único de exploración en materia de patogenia mental. Me había persuadido que así podía uno iniciarse en los misterios de la alienación mental, remontarse a la fuente escondida de estos trastornos tan abundantes, tan variados, tan extraños que designamos bajo el nombre colectivo de locura».
Con esta propuesta, Moreau de Tours viene a crear el concepto de psicosis modelo, es decir, la reproducción experimental, a través de medios químicos, de un estado mental que remeda los estados más alterados de la mente, cual son los estados psicóticos. Tal posibilidad, en especial a partir de los alucinógenos, ha sido muy controvertida en el campo de la psiquiatría. Se ha argüido que tal estado supuestamente psicótico, breve y pasajero es muy distinto de la esquizofrenia. Sin duda, hay diferencias, ni que sea por la duración —en general, muy larga— y por el deterioro cognitivo de la esquizofrenia. Más hay también innegables puntos de contacto como son el temple delirante interpretativo, las distorsiones perceptivas o de la sensación temporal, la sensación apofántica o de revelación y otros fenómenos mentales que, a mi entender, justifican sobradamente la percepción precursora del alienista francés. Defiende esta opinión apelando a la necesidad de lo que hoy denominamos visión émica: «Para hacerse a la idea de un dolor cualquiera hay que haberlo experimentado, para saber cómo siente un loco hay que haber delirado uno mismo, pero haber delirado sin perder la consciencia del propio delirio, sin cesar de poder juzgar las modificaciones psíquicas sobrevenidas a nuestras facultades».
El hachís, aquí propuesto como modelo de alucinógeno, permite, efectivamente, mantener la consciencia clara en todo momento (en el sentido de no producir obnubilación como las sustancias narcóticas) y tener la capacidad de saber lo que está pasando, incluso mantener la idea de que se ha tomado una sustancia y que su acción va a desaparecer al cabo de unas horas. Esto es importante ya que es lo que permitía a Moreau de Tours profundizar en lo que para él era lo más parecido a la locura. El mantenimiento de la consciencia clara era un elemento básico para poder avanzar en esta indagación psicopatológica.
Remacha Moreau: «Por su forma de acción sobre las facultades mentales el hachís deja a quien se somete a su extraña influencia el poder de estudiar sobre sí mismo los trastornos morales que caracterizan la locura y las modificaciones intelectuales que son el punto de partida de todos los tipos de alienación mental». (Hay que tener presente la época en que el autor escribe para entender su léxico —locura, trastornos morales— obsoleto hoy en psiquiatría).
Moreau de Tours cree ver en la acción del hachís buena parte de las posibilidades que se pueden dar en psicopatología, desde la exaltación maníaca hasta el delirio, lo que él llama el hecho inefable —el hecho central de la locura.
Un resumen de su descripción de los efectos del hachís comprende el sentimiento general de placer, que puede ser extremo en ciertos momentos, una excitación creciente combinada con una mayor sensibilidad de los sentidos —por ejemplo, el oído con una mayor susceptibilidad a la música, una distorsión de la dimensión de espacio y tiempo, la aparición de delirios e ideas fijas, alteraciones emocionales, impulsos irresistibles y, finalmente, ilusiones y alucinaciones. En este resumen descriptivo queda recogido lo nuclear de los estados inducidos por los alucinógenos. No deja de sorprendernos aún la modernidad de la descripción y el papel de precursor que juega Moreau de Tours, máxime si tenemos en cuenta que hace ya un siglo y medio que se publicó este estudio.
Volvamos al punto anterior, cuando la psiquiatría empieza a interesarse por el uso de alucinógenos en el campo de la psicoterapia. La mescalina —alcaloide alucinógeno presente en el cactus ceremonial peyote— había sido sintetizada, ya a principios del siglo XX y había sido objeto de algún estudio psiquiátrico. Así, el profesor Enrico Morselli, a través de la autoexperimentación, realiza un riguroso estudio psicopatológico que presenta en un congreso internacional de neurología en 1935, si bien no se publica hasta 1962 (MORSELLI, 1962).
Pero es el descubrimiento —casual— del potente efecto alucinógeno de la LSD en 1943, por parte de Albert Hofmann, el cual ya en 1938 había sintetizado esta sustancia ignorando entonces su increíble potencial, el hecho que marca un hito en la historia de estas sustancias. A partir de ahí se van a multiplicar los estudios y experimentos que van a dar lugar a centenares de artículos y publicaciones. La casa Sandoz —empresa farmacéutica en la cual Hofmann dirigía los laboratorios de investigación— saca al mercado la LSD. Su prospecto contiene dos indicaciones: a) la relajación psíquica en la psicoterapia analítica y, en particular, en las neurosis de angustia y obsesivas y b) experimentos sobre la naturaleza de las psicosis, permitiendo al médico, por autoexperimentación, tener una idea de las sensaciones percibidas por el enfermo. Facilita el estudio de los problemas patógenos, provocando, en sujetos normales, psicosis artificiales experimentales de corta duración.
Así de simple, así de contundente y así de cierto, podríamos decir. El nombre comercial de la LSD es el Delysid. No está de más que nos detengamos unos instantes acerca de tan sugerente nombre. Es bien sabido que los nombres de los fármacos no son fruto del azar, bien al contrario, resultan de largas horas de reflexión y brain storming de sesudos expertos en marketing. Parece evidente que, por un lado, Delysid evoca el francés dèlice (delicia) y, por otro lado, puede recordar el nombre propio, tanto en francés como en inglés, de Alice (Alicia), innegablemente unido desde Lewis Carroll y sus fantasías literarias a los más peculiares estados de consciencia. Cualesquiera que fuesen las intenciones subliminales de Sandoz, lo cierto es que se produjo una eclosión en este campo al comprobar muchos psiquiatras que la LSD realmente era útil en el tratamiento de muchos pacientes.
Los efectos de la LSD no son fáciles de describir. De los múltiples intentos publicados, recojo aquí el de un buen conocedor, Sidney Cohen, psiquiatra que ha mantenido una actitud distanciada frente a los alucinógenos.
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Cambios que afectan a la percepción: ilusiones, percepciones visuales intensificadas y frecuentes; pseudoalucinaciones; alucinaciones (especialmente visuales).
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Cambios que afectan a la cognición: alteración del juicio y del razonamiento abstracto para resolver los problemas; ideas de referencia; delirios; ideación desorganizada.
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Cambios que afectan al afecto: ansiedad, depresión o bien euforia; éxtasis; risas o llanto incontrolable.
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Cambios que afectan al comportamiento: pasivo, raramente agitado y demasiado activo.
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Cambios que afectan a la actitud: temblor, débil falta de equilibrio.
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Cambios que afectan al estado de la consciencia: relativamente claro.
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Cambios que afectan a la sensación de la realidad: ligera o moderadamente alterada (COHEN, 1972).
De la abundante bibliografía sobre su utilización terapéutica, la recopilación de Abramson recoge una serie de trabajos donde, con ponderación científica, una serie de expertos analiza en profundidad la experiencia con miles de pacientes tratados con LSD (ABRAMSON, 1967). Una exposición detallada de lo que implican estas experiencias superaría con creces el espacio de este trabajo, pero pueden destacarse algunos aspectos concretos. Las indicaciones, por ejemplo, son para Buckman, especialista que trató a 350 pacientes en 7 años, con un número de sesiones que iba de una sola hasta 120, básicamente las neurosis, en general, como antes se ha apuntado. Otros autores apuntan también a los trastornos de personalidad (hasta cierto punto, un cajón de sastre en el ámbito psicopatológico) y, sobre todo, con buenos resultados, al alcoholismo. Por el contrario, las exclusiones serían las histerias graves y las psicosis (aunque, en ocasiones, se dio a esquizofrénicos). El caso del éxito terapéutico de la LSD con pacientes alcohólicos no deja de recordar los beneficios comprobados entre indígenas del suroeste de Estados Unidos ante este mismo problema. Como es sabido, el alcohol había hecho estragos entre los indios americanos. La Native American Church, culto sincrético que se desarrolló a partir del siglo XIX entre ellos y que recogió el uso ceremonial del peyote, propio de los tarahumara y de los huicholes del norte de México, salvó de la adicción alcohólica a buen número de indígenas.
Volviendo a la terapia con LSD, Buckman aduce los siguientes motivos para su uso: se mantiene la consciencia; permite vencer resistencias; se intensifica la transferencia; se facilita el recuerdo; facilita el insight y se aumenta la capacidad para la introspección. (BUCKMAN, 1967).
Al revisar la literatura se advierte una doble denominación: terapia psicolítica versus terapia psicodélica. La primera aparece ligada a la psiquiatría europea y es más temprana que la segunda, propia de la psiquiatría norteamericana. Para entender las diferencias entre ambas, seguiremos la sistematización de Hanscarl Leuner, uno de los terapeutas más experimentados en este campo (recientemente fallecido):
Terapia psicolítica:
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Dosis bajas: de 30 a 200 microgramos de LSD o de psilocibina, con intención de producir imágenes oníricas, simbólicas, buscando regresiones y fenómenos de transferencia
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Activa y profundiza el proceso psicoanalítico
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Múltiples sesiones
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Discusión analítica del material experimental en sesiones individuales o grupales
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Comparación con la realidad, intento de adaptar la experiencia a la vida cotidiana
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Finalidad: curar a través de la reestructuración de la personalidad y del proceso madurativo (que puede durar meses).
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Indicada en neurosis, trastornos psicosomáticos, trastornos de personalidad y trastornos sexuales. No indicada para alcoholismo ni para psicosis.
Terapia psicodélica:
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Dosis altas: de 400 a 1500 microgramos de LSD, con intención de llegar a experiencias cósmico-místicas, de tipo extático
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Paralelismo con experiencias religioso-místicas
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Sesión única
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Uso del ambiente, música… No hace falta discutir en detalle la experiencia
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No se busca la adaptación a la realidad, sino la fijación de la experiencia psicodélica
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Intenta la cura sintomática en un cambio de conducta
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Indicada en neurosis, alcoholismo (LEUNER, 1967)
Se advierte, en la descripción de la terapia psicolítica, un fuerte peso de conceptos psicoanalíticos. Hay que tener en cuenta que, en el momento en que se desarrollan estas terapias, el psicoanálisis era la escuela psicoterapéutica predominante y no es, por ello, de extrañar esta imbricación. En realidad, el uso terapéutico de los alucinógenos es adaptable a escuelas distintas y, de haber nacido en nuestros días, posiblemente podría aplicarse con conceptos gestálticos o transpersonales, como, de hecho, empieza a ocurrir en los últimos años.
Vale la pena mencionar el hecho de que la psiquiatría española de la época no permaneció ajena a estas corrientes. En Barcelona, en el Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina, los doctores González Monclús, Martí Tusquets y Ruíz Ogara trataron pacientes con psilocibina y estudiaron la creatividad en artistas bajo LSD, en los años 50 y 60 (GONZALEZ MONCLÚS, 1996). En Granada, el grupo de Rojas, Rojo y Seva trató en los años 60 a un centenar de pacientes obsesivos, en sesiones repetidas, con dosis bajas de LSD. Los resultados fueron muy satisfactorios en general (hay que tener en cuenta que en la época no existían, apenas, métodos eficaces para el trastorno obsesivo). Propugnaron el término de «psicoanábasis» para denominar el método terapéutico desarrollado, en referencia al libro clásico de Jenofonte, queriendo significar el viaje exploratorio de uno mismo. La psicoanábasis del grupo de Granada tiene ciertas similitudes con el método desarrollado por el psiquiatra mexicano Salvador Roquet, la psicosíntesis. Roquet intentó amalgamar el psicoanálisis con la terapia psicolítica, junto con elementos de las terapias chamánicas indígenas de su México natal.
Más de 30 años después de estos interesantes intentos, Seva se lamenta de la forzosa interrupción de estos trabajos ante la situación creada en torno a los alucinógenos (SEVA, 1996).
En efecto, a mediados de los 60 se va a producir un cambio radical en el estatus legal de estas sustancias. El importante movimiento contracultural de aquellos años, aparte de su vertiente antiinstitucional, antiautoritaria, de liberación sexual, etcétera, propugnó un uso libérrimo de las drogas exploradoras de la mente. La difusión masiva que se produjo en medios juveniles significó el canto del cisne en cuanto a su utilización terapéutica y, en general, en cuanto a su estudio científico. La enorme publicidad generada en torno a los alucinógenos resultó muy negativa desde la perspectiva del orden social. Sus posible efectos deletéreos fueron exagerados por los poderes públicos y la prensa más sensacionalista no perdía ocasión de relacionar la LSD con crímenes diversos y suicidios de dudosa comprobación. La psiquiatría más académica y reaccionaria, ante el cariz que tomaban los acontecimientos y —también hay que decirlo— ante los excesos de algunos terapeutas revestidos de gurús algo desconectados de la realidad, empieza a demonizar a la LSD. El bad trip para la terapia mediante alucinógenos es colectivo y global. En 1963, la prestigiosa Archives of General Psychiatry, en su editorial acusa: «Algunos investigadores de alucinógenos se habían preocupado de administrarse la droga ellos mismos y algunos que se habían enamorado de su estado alucinatorio místico, finalmente en su mística se descalificaban como investigadores competentes» (GRINKER, 1963). Se tiende a considerar estas sustancias como peligrosas, difíciles de controlar e inadecuadas para la terapia. La casa Sandoz, alarmada ante la difusión alcanzada por la LSD, cesa en 1966 la producción y distribución de esta sustancia, no sin antes entregar a la Federal Drugs Administration de los Estados Unidos 22 gramos de la misma «para un uso futuro y de una forma estrictamente controlada». Recordemos que 22 gramos son muchas miles de dosis y su destino no queda claro pero está saliendo actualmente a la luz pública que el ejército estadounidense siguió realizando experimentos con LSD durante muchos años.
Se llega al extremo que, en 1970, la LSD queda incluida en la llamada Lista 1 de Sustancias Controladas, es decir, se considera sustancia con alto potencial de abuso y sin valor médico. La aberración científica queda así consagrada. La LSD no tiene, en absoluto, un alto potencial de abuso y su valor médico estaba más que demostrado.
Bastiaans, un médico holandés con gran experiencia en terapia psicolítica clama: «Parece como si los miedos medievales hacia la locura o hacia la confrontación con los psicóticos se evocan otra vez, dejándole a uno con la impresión que la sociedad tiene una necesidad de eliminar en lo que sea posible ya que lo vive como una amenaza a su propia existencia. Algunos psiquiatras tienen el sentimiento intuitivo que la confrontación con el mundo de los psicóticos puede ser demasiado para ellos para poderlo aguantar y otros temen la interpretación errónea de sus esfuerzos por su propia comunidad científica» (BASTIAANS, 1983).
A partir de este momento, los psiquiatras que intentaban utilizar alucinógenos empiezan a ser mal vistos por el resto de sus colegas, quedan estigmatizados y se hace casi imposible, por trabas legales y burocráticas, el uso de cualquier alucinógeno. Las investigaciones en torno a estas sustancias no reciben fondos y queda truncado así un apasionante campo de conocimiento.
¿Qué queda en este fin de milenio de todo ello? Queda lógicamente, mucho saber acumulado y quedan también pequeños grupos de investigadores, diseminados por todo el mundo, que, a trancas y barrancas persisten en indagar acerca de los alucinógenos.
Así, en Suiza, un grupo de psicoanalistas obtuvo permiso para tratar un total de 121 pacientes, entre 1988 y 1993 (GASSER, 1996). En su mayoría, se trata de trastornos de la personalidad, una cuarta parte de trastornos adaptativos, otra cuarta parte de trastornos afectivos y un pequeño porcentaje de adictos. El tratamiento duró un promedio de 3 años, con 70 sesiones individuales o grupales sin drogas y 7 sesiones psicolíticas con MDMA (éxtasis) o LSD. El seguimiento a los 2 años comprobó que un 90% de los pacientes se consideraba mejorado. Un 80% manifiesta una mejor actitud hacia ellos mismos y mayor autonomía en la vida cotidiana y un 66% cree que su vida espiritual se ha enriquecido. Los terapeutas creen que este efecto se debe más a su experiencia durante el estado modificado de consciencia inducido por el alucinógeno que a la influencia del terapeuta. En definitiva, los pacientes consideran que la terapia psicolítica es con frecuencia una buena ayuda, eficaz y segura.
En Rusia, se ha venido usando un alucinógeno peculiar, la ketamina, que es un anestésico que puede provocar un efecto disociativo en el tratamiento del alcoholismo (KRUPITSKY y cols., 1992) y de las neurosis (KUNGURTSEV, 1991).
En Estados Unidos cabe señalar el estudio de Strassman sobre los efectos de la DMT en consumidores de alucinógenos sin patología psiquiátrica (STRASSMAN y cols., 1994). Por otra parte, en Miami se está desarrollando un proyecto esperanzador sobre la utilización de la ibogaina como método de tratamiento de adictos a drogas como la cocaína y la heroína (SANCHEZ-RAMOS y MASH, 1996), mientras que en Maryland, el psicólogo Richard Yensen sigue su lucha contra la burocracia federal para proseguir sus estudios sobre tratamiento con LSD de pacientes que abusan de tóxicos (YENSEN, 1996).
Queda, pues, la esperanza de que nuevos investigadores se vayan sumando a los pocos hoy existentes, que sus trabajos sean fructíferos y que, en definitiva, el viejo saber chamánico no se trunque y se puedan renovar los lazos con el conocimiento científico más exigente.