En el diccionario filosófico Kröner se define «meditación» como reflexión, consideración o contemplación en el sentido filosófico-metafísico, mientras que en su sentido místico-religioso, la meditación es considerada como un medio para la visión introspectiva más profunda.

¿Qué es lo que se quiere reflejar, considerar o contemplar? ¿Sobre qué se quiere tener la visión más profunda? Sobre los contenidos que emanan de la consciencia y lo que recibimos a través de la percepción sensorial, que siempre precede a la meditación.

Pero, ¿por qué y para qué meditar?

Se podría decir que buscamos nuevos aspectos y nuevas dimensiones de la realidad; o que nos esforzamos así, para conseguir conocernos mejor; o bien, para intentar descubrir el significado de una experiencia particular. No hay nada, ya sea concreto o abstracto, que limite lo que pueda ser objeto de meditación.

Pero podemos preguntarnos si hay también un común denominador al que puedan ser reducidos todos los diferentes tipos y propósitos de meditación, o en otras palabras ¿qué subyace a toda búsqueda meditativa?

Como veremos, todo apunta a que sea la búsqueda de sentido y la persecución de la felicidad el verdadero alimento de las prácticas meditativas. Si esta búsqueda la entendemos en su amplio sentido, el de encontrar un significado a la vida humana, entonces podremos intentar explicarla a continuación.

Todas las grandes religiones y filosofías se originaron fundamentalmente para responder al significado de la creación y al sentido de nuestra existencia humana, y todas ellas han encontrado respuestas que atañen a ese sentido que, por otra parte, a todos nos concierne.

Esas respuestas, a pesar de ser tan diferentes, todas contienen una promesa de felicidad. Esta promesa puede ser, por ejemplo para los cristianos, la dicha de la eterna bienaventuranza de los cielos; para el Islam, la felicidad en un paraíso sensual; o para los epicúreos, la felicidad terrenal.

Aristóteles, hace más de dos mil años ya se preguntaba al principio de su Ética a Nicómaco, qué es lo que buscan los seres humanos. Para Aristóteles la respuesta no es otra que la felicidad, a la que los hombres buscan como última meta y como el más grande de los bienes.

La misma respuesta halló santo Tomás de Aquino acerca del sentido de la vida, que formuló en su bien conocida frase: Ultima ratio vitae humanae beatitudo est —la razón última de la vida humana es la felicidad.

Estrictamente hablando, los filósofos modernos tratan tanto de la búsqueda de la felicidad como de su significado. Por mencionar sólo un filósofo moderno, Ludwig Marcuse, en su libro Philosophie des Glücks —La filosofía de la Felicidad—, llega a la siguiente conclusión: «Nadie que se abstenga de ser feliz, satisface su existencia».

Lo que dicen los fundadores de religiones y filósofos acerca del supremo sentido de la vida —que la felicidad sería el sentido y la última meta de nuestra existencia— debe ser, sin duda, verdad. Si fuera cierto lo contrario —que el sentido de nuestra vida consistiría en ser infeliz— nadie lo aprobaría.

Pero, ¿qué es la felicidad? Los filósofos antiguos ya debatieron extensamente sobre ello y la discusión sigue abierta. Se han escrito libros y se han celebrado simposiums sobre la cuestión y, sin embargo, la búsqueda de la felicidad continúa. ¿Cuál podría o debería ser la causa por la que la felicidad se debate desde la antigüedad? San Agustín alude a doscientas ochenta y ocho opiniones acerca de las razones en pro de la felicidad que ya habían sido recogidas por un enciclopedista romano.

De entre tantos puntos de vista sobre lo que es felicidad, o mejor, de lo que nos hace ser felices, me gustaría recoger tan sólo un ejemplo de nuestros días: el enfoque de un filósofo que no era feliz pero que ha dedicado a la naturaleza de la existencia humana y a la felicidad un pensamiento considerable; Friedrich Nietzsche. Para este autor, la felicidad del ser humano está basada en la existencia de una verdad indiscutible.

En tiempos pasados —y en este sentido del que habla Nietzsche, quizás más felices—, los dogmas de las iglesias tenían el valor de verdades incuestionables. Hoy en día son los resultados de la ciencia natural lo que cuenta como verdades indiscutibles, y lo que ha hecho inviable la vieja concepción religiosa del mundo.

Las conclusiones científicas han resultado ser verdad en la medida en que de ellas se podía sacar un provecho inmediato. Sirvieron como base para todas aquellas tecnologías e industrias que han llevado a la abundancia material y al lujo del mundo occidental, aunque también hayan traído consigo una destrucción del entorno y una amenazante crisis ecológica. La validez objetiva de sus hallazgos se demuestra porque son aplicables a la práctica. De este modo, la concepción científica y materialista del mundo ha llegado a ser el mito de nuestro tiempo.

Actualmente esta concepción del mundo es una verdad incuestionable, pero sólo contiene una mitad de la realidad, su parte material y mensurable. Todas aquellas dimensiones de la existencia no comprensibles a través de la física o de la química —a las que pertenecen las características esenciales de la vida— son olvidadas. Amor, alegría, belleza, creatividad, ética y moral no son ponderables ni mensurables, y por ello no existen en la concepción materialista y científica del mundo.

No obstante, lo que la investigación científica ha deducido como indiscutible, verdad y realidad universalmente válida, podría llegar a ser, junto con una percepción completa y una exploración e integración espirituales, la base de una espiritualidad nueva y universal. Es apremiante un giro de las consciencias, un cambio de paradigma. La prioridad del mundo espiritual frente a la realidad material tiene que retornar a la consciencia general.

La ciencia natural y la experiencia mística del mundo no se contradicen. Al contrario, son complementarias: se añaden a la verdad completa y a la realidad de nuestra existencia. Dejadme demostrarlo con dos ejemplos.

Cualquier organismo superior —ya sea una planta, un animal o un ser humano— se origina a partir de una única célula, a partir del óvulo fecundado. Las unidades más pequeñas de todas y cada una de las cosas vivientes, de las que están formados todos los organismos, son las células. Además, la investigación científica ha demostrado que las células de plantas, animales y seres humanos, no sólo muestran semejanzas en su estructura física, sino, en gran medida, también una considerable similitud en su composición química.

Estos hallazgos concuerdan con el conocimiento empírico de la mística sobre la uniformidad y unidad de toda la vida e incluso de la existencia del hombre en la Creación. Francisco de Asís vio la verdad.

Otro ejemplo es el proceso conocido como fotosíntesis. Con la ayuda de la luz como fuente de energía cósmica original, y la clorofila como catalizador, las plantas son capaces de desarrollar a partir de agua y ácido carbónico, substancias orgánicas, o sea, nuestra comida. Cuando, durante el proceso digestivo humano, la comida va siendo descompuesta de nuevo en ácido carbónico y agua, la misma cantidad de energía que fue absorbida durante la fotosíntesis previa, es liberada y puesta a disposición del cuerpo. Con la luz como fuente de energía se desarrolla y se mantiene toda la vida. También el proceso de pensamiento del cerebro humano se alimenta de esa fuente de energía, hasta tal punto que la mente humana, nuestra consciencia, representa el nivel energético más sublime de transformación de la luz. Nosotros somos, en suma, Seres de Luz. Así pues, esta concepción «iluminada» no es sólo fruto de una experiencia mística, con la que están relacionados los términos Iluminación y Luz en muchas religiones, sino también el resultado de un discernimiento científico.

La luz no es sólo la base bioenergética de toda la vida en la Tierra, sino también el medio a través del cual el Creador hace visibles a Sus criaturas las maravillas de Su Creación.

Las ciencias naturales también han arrojado luz sobre el conocimiento de los mecanismos de la visión. Han demostrado que la imagen del mundo multicolor que vemos no existe fuera; la pantalla de imagen está dentro de nosotros, con nuestra consciencia. Así, cada ser humano por separado lleva dentro suyo, o consigo, su propia imagen autocreada del mundo. Para ver, para percibir, tomamos posesión del mundo en un sentido existencial. Sin embargo, en la vida cotidiana la mayor parte del tiempo nuestras «puertas de la percepción» están limitadas y embotadas, con lo cual perdemos lo que había querido decirnos nuestro Creador.

En momentos afortunados, no obstante, vemos la verdad entera, nos percatamos del esplendor y la magnificencia de la Creación, incluso de nuestro ser en su Devenir y su Desvanecer a lo largo de toda su Eternidad. En momentos como esos experimentamos lo que la iluminación reconoce como el sentido de nuestra existencia: la felicidad.

Tal espontáneo y dichoso reconocimiento sólo tiene lugar en raros momentos, y parece ser dado tan sólo a unos pocos. Pero la habilidad de la experiencia visionaria debe formar parte de la naturaleza de la espiritualidad humana. La afinidad de la dicha de los adultos con la experiencia infantil del mundo es otra prueba de que la capacidad para la felicidad es innata a todo ser humano.

Los niños aún viven en el paraíso, como decía El Iluminado: «para ellos es el Reino».

Los niños todavía viven en la totalidad del ser; su «yo» no ha sido aún separado en su consciencia del «tú», es decir, del mundo exterior.

Es nuestro «yo» el que muy a menudo desconecta la capacidad de ver la universalidad de la vida y se replega en la egocentricidad, en el aislamiento y en la soledad, así como en sentimientos de estar perdido y en desorden, con todas sus trágicas consecuencias en el destino de los individuos.

Aquí reside la causa de muchos de los sufrimientos con los que la psicoterapia se enfrenta. De entre las medicaciones de que dispone la moderna psicoterapia también encontramos fármacos psiquedélicos, también llamados «enteógenos», como remedio para la causa de tales sufrimientos, y en particular para la egocentricidad aislada que antes mencionaba.

Los efectos farmacológicos de los enteógenos consisten en una enorme estimulación de las percepciones sensoriales, particularmente de la vista y del oído, tanto como en una alteración de la consciencia, de la vigilancia y de la expansión e intensificación de la sensibilidad.

Bajo condiciones externas e internas favorables y con una preparación adecuada, la experiencia enteogénica puede convertirse en una vivencia holística que se acerca a la unión mística y a la felicidad. El valor psicoterapéutico de semejante experiencia debería ser evidente, y en cambio, a pesar de este estado de la cuestión es incomprensible que la aplicación de enteógenos en psicoanálisis y psicoterapia siga estando prohibida.

Para concluir me gustaría hacer unos comentarios sobre el importante papel que el Ver tiene en nuestra experiencia del mundo. Dos citas al respecto:

San Agustín decía: «Ver es toda nuestra recompensa». Y Goethe, sobre este Ver, hizo la siguiente afirmación referida a los hombres: «Nacidos para ver, preparados para mirar».

El desarrollo del ver al mirar se podría dividir en cuatro escenarios diferentes: al principio sólo existe la mera percepción de un objeto, sin la que no se podría despertar nuestro interés. El segundo escenario es la captación de nuestra atención hacia el objeto. Durante el tercer estadio, el objeto es observado y examinado de manera más meticulosa, y es aquí donde entra en juego el pensamiento y la investigación científica. Finalmente, es el cuarto escenario del ver el que se relaciona con la meditación. Este último escenario del Ver —la relación con un objeto en general y con el mundo exterior en su totalidad— se alcanza cuando el límite entre el sujeto y el objeto, entre el observador y lo observado, entre mí mismo y el mundo externo, ha desaparecido; y cuando ha llegado a ser uno con el mundo y con su fuente espiritual. Esto indica la condición de amor.