I

En los últimos seis años he centrado mi labor investigadora en el uso, efectos y etnografía de la ayahuasca. Durante este tiempo he experimentado varios centenares de veces con ayahuasca, me he autoobservado en un sentido psicológico y fisiológico —incluyendo EEG y diversas analíticas—, he podido examinar a otros individuos consumidores —probablemente a más de 500 personas— y he seguido con cierto detalle la dinámica interna y los cambios de algunos nuevos sincretismos religiosos consumidores regulares de este fascinante enteógeno de origen amazónico.

Con la conferencia de hoy, en cierta forma, me gustaría dar por acabado este programa de investigación antropológica dedicado específicamente a los aspectos cognitivos de la ayahuasca. Para ello, no voy a incidir en algún nuevo aspecto etnofarmacológico o antropológico de esta mixtura enteógena, sino que me siento con alguna experiencia global suficiente sobre el tema como para transmitirla y espero no pecar de soberbia al hacerlo.

Hace algunos años, tuve una agradable sorpresa al descubrir que los griegos clásicos habían llegado a conclusiones similares, y aun mucho más lejos que nosotros, en su conocimiento humano y psicológico de las formas de uso de los enteógenos. No olvidemos que sus ritos iniciáticos basados en el consumo de substancias psicotropas, fueron el centro de la cosmovisión griega durante más de 2.000 años. Por ello, me he tomado la libertad de transmitirles hoy mi experiencia, pero cogiendo de prestado imágenes y relatos mitológicos de nuestros ancestros culturales, helénicos. Tan sólo iré indicando cómo realizar los puentes conceptuales desde aquellas formas mitológicas de explicar la realidad visionaria a nuestra moderna cosmovisión de carácter científico. Con ello no pretendo descubrir nada nuevo sobre el uso generalizado y cohesionante de enteógenos entre los griegos, sino que quiero robar humildemente a nuestros lejanos antepasados sus avisos sobre los peligros y virtudes del consumo de psicotropos.

Actualmente vivimos un momento de gran confusión social y cultural, de profundo cambio histórico, de transformación de los sistemas de valores y de grandes dificultades para fijar la identidad de cada cual. Sin duda es un momento difícil de cruce de caminos para el futuro de la humanidad, y tal vez por ello, las antiguas expresiones mitológicas están de nuevo ganando fuerza como referentes estables de nuestras vidas y como forma de expresión de las realidades psíquicas y espirituales que albergamos en nuestro interior.

Cuando la evolución de la estructura cognitiva del ser humano llegó a ser suficientemente compleja como para generar mitos, significó un importantísimo paso hacia la capacidad de diferenciación entre el objeto y el sujeto. Se creó el primer peldaño hacia lo que hoy concebimos de la forma más natural como el mundo exterior a nosotros, lo objetivo. Así, para los humanos la existencia se fue escindiendo en dos: el dentro y el fuera. Lentamente, y gracias a la forma de expresión mítica, el individuo se sintió con una identidad diferenciada. Gebser llama la atención sobre el importante hecho de que las palabras «yo soy» aparecen por primera vez, en la historia conocida de Occidente, en la Odisea: «Yo soy Ulises», sólo ahí aparece el yo soy diferenciador y bipolar, y tal evolución no está lejos del efecto dialógico de los enteógenos.

En este sentido y como dice Edward C. Withmont, el mito es subjetividad desvergonzada, refleja la forma en que el alma percibe la existencia. El famoso érase una vez… de los cuentos, en realidad equivale a siempre sucede que…; y el aquí se hace… concreto de los mitos, equivale a en todas partes pasa lo mismo. De ahí la fuerza intemporal de los cuentos de hadas y de los mitos: es la mente hablando de sí misma.

En relación con todo ello, hay que aceptar que los enteógenos han estado y están presentes, y han sido y son parte nuclear en la difícil historia de la cultura occidental, ya que han condicionado la creación, la recepción, la vivencia y la interpretación de los universos míticos que nos han servido durante milenios, y nos sirven hoy de forma renovada, para orientar nuestras vidas.

En este sentido, una de las premisas básicas más importantes que debemos aceptar plenamente es el hecho de que el mytós y el logos, es decir, el imaginario de base inconsciente por un lado, y la razón lógica por el otro, no son dos estilos contrapuestos o cronológicamente sucesivos del conocimiento humano, creyendo —como se ha hecho hasta ahora— que ha existido el paso histórico del pensamiento mítico al pensamiento lógico. Se trata de dos formas expresivas que por medio de la necesaria complementariedad de imagen y concepto, pertenecen constitutivamente a la dotación cognitiva del ser humano como tal.

Los mitos no fueron creados en función de objetivos externos, aunque los tengan, sino que son guías de navegación interna y por ello hablan de los enteógenos, de los sueños, de las percepciones modificadas y del imaginario como fuente de conocimiento. Recordemos que mytós en griego antiguo, significaba «camino», «sendero a seguir»: se refería al modelo que los griegos usaban para dar sentido y construir sus vidas.

Los mitos no deben ser entendidos como fantasías sino como testigos del encuentro entre la consciencia humana y los fenómenos primigenios del Ser. Todo navegante de la psique, todo psiconauta, en uno u otro momento de su aventura se siente tentado por las herramientas químicas que ayudan a recorrer nuestras dimensiones interiores. No obstante, ello no es gratis sino que tal viaje por los abismos del inconsciente y de la propia naturaleza debe pelearse, y el navegante ha de saber ponerse a salvo de las tormentas. De aquí que si bien en otros momentos de mi aventura personal he luchado como antropólogo por descubrir y expresar el mundo de los enteógenos desde el logos, desde la lógica científica, hoy he preferido hablar de mis estimadas y respetadas drogas enteógenas desde el mito, desde la historia ilustrativa.

La mitología griega ofrece las llaves hermenéuticas para comprender los peligros y virtudes del uso de enteógenos por medio de imágenes, y no tanto por medio de razonamientos. Estos mitos que siguen no son simples construcciones poéticas sino que se refieren a partes reales de nosotros mismos; los mitos son, en última instancia, llamadas del inconsciente. Su contenido es mucho mayor que el de una historia. Como dijo Salustio refiriéndose a los mitos de Atis: «esto no ocurrió nunca, pero es siempre» (SALUSTIO II, 4).

Para hablar de todo ello, pues, voy a recuperar tres historias mitológicas que narraré a modo de capítulos separados con un final común. En primer lugar, me referiré a la eterna lucha humana entre el orden, la norma y la continuidad por un lado, y la vida emocional, el caos y el cambio por otro lado. Para ello, describiré la naturaleza en apariencia opuesta de Dionisos —el dios helénico de la embriaguez creativa y de los enteógenos— y de Apolo —la representación griega del orden armonioso. En segundo lugar, narraré el interesantísimo e ilustrativo conflicto entre estos dioses olímpicos expresado por medio de sus dos seguidores, Orfeo (músico apolíneo) y Marsias (músico dionisíaco). En tercer lugar, acabaré reflexionando sobre la relación que existió entre el adolescente Narciso, su amor Eco y los enteógenos.

Comencemos, pues, hablando con cierto detalle de Dionisos.

Es universalmente conocido como el dios de la ebriedad, del vino y los enteógenos en general, y de la locura. Sin lugar a dudas, Dionisos es el dios que encarna en sí mismo el efecto que producen los enteógenos y embriagantes en el ser humano; transmite la capacidad de ver el mundo oculto que ofrecen estas drogas. Pero sobre el sentido del dios Dionisos hay muchísimo más que exponer, aunque sea de forma resumida, para entender qué proyectaban los griegos en él y qué lección podemos extraer hoy en referencia al uso de drogas extáticas.

Dionisos no formaba parte de los verdaderos dioses Olímpicos. Era hijo de Zeus, dios de dioses, y de Sémele, una mujer humana posteriormente divinizada, cuyo nombre frigio significa «la Tierra». Dionisos era, pues, hijo del espíritu, esto significa Zeus, y de la Tierra. Buen arranque genealógico. Si hay algo primordial en la existencia de Dionisos dentro del mundo helénico es, por un lado, lo estrechamente ligado que aparece el culto y el mito, es decir la teoría y la praxis y, por otro lado, la inteligible traducción de sus actos y elementos simbólicos a nuestras modernas ciencias cognitivas y psicológicas. A mi modo de ver, y como defiendo detalladamente más adelante, este dios griego era la representación de lo que hoy entendemos como el inconsciente humano en sus distintas formas de manifestarse.

Mirada de Dionisos, dios de la locura y la creatividad. Es la mirada de aquellos que en la Grecia clásica eran denominados epoptes, que viene a significar «los que han visto el más allá».

Su nombre proviene de Dio-nisos que significaría el «Divino-Niso» o el «Niso de Zeus», siendo Nisos, según la observaciones de W. F. Otto, el nombre de unas tierras de fábula, en el lejano oriente, por donde sale el sol, tal y como se describe en la obra de Sófocles Antígona. En otras partes, Dionisos recibe también el nombre de «el que relaja» o «el liberador». Ambos sentidos genéricos de su nombre («tierras de fábula» y «el liberador») son muy significativos incluso para nosotros ¿no es justamente un cierto tipo de liberación lo que buscamos los humanos por medio de los enteógenos? ¿Acaso no se trata de unas metafóricas tierras de fábula, el espacio al que podemos acceder por medio de estas drogas? Y viceversa ¿no es el mayor peligro de su uso indiscriminado tomar por realidad estas tierras de fábula que, al igual que cualquier otra dimensión del Ser, deben ser labradas si se espera que den frutos duraderos?

Las prácticas de los diversos cultos a Dionisos ponen de relieve la violencia de su aparición y lo siempre imprevisible de su acción. Tan pronto aparece como se hunde en las profundidades del mar, tan pronto muere como renace, y todo ello siempre en medio de un delirio salvaje, rodeado de mujeres frenéticas que cantan y tocan la flauta sin cesar. Esquilo, en su Edonos, traza un retrato de este salvaje tumulto orgiástico afirmando que el son de la flauta era el desencadenante de tal loco frenesí. Luego veremos la relación entre la flauta y los enteógenos.

Según Rohde, la frenética exaltación que caracterizaba las formas de culto a Dionisos era buscada voluntariamente por parte de los participantes en la celebración, por medio de las tumultuosas danzas, el violento agitar de cabeza, los gritos que atravesaban la oscuridad de la noche… Todo ello no eran estallidos arbitrarios sino recursos conscientes para buscar la disolución del ego y la unión con la divinidad. La forma de rendir culto a este dios era, claramente, a través de un frenesí heredado de los chamanes asiáticos que tanto tuvieron que ver con el origen mítico de Dionisos: se decía que este dios había llegado a Grecia desde más al Este, lo que nos sitúa en pleno continente asiático. En este sentido, es conocido el papel central que tiene el consumo de enteógenos y embriagantes en el milenario chamanismo asiático.

II
CARACTERÍSTICAS DE DIONISOS

¿Quién es Dionisos? ¿Qué sentido tiene hablar ahora de este dios loco y ebrio de la antigüedad helénica? Para seguir este viaje es necesario indicar antes los puentes que voy a establecer. Dionisos, repito, es equiparable en sus características a nuestro concepto de inconsciente, entendido como el complejo base que alberga la vida pulsional de carácter biológico, y los recuerdos y condicionamientos personales ocultos de carácter psíquico. El inconsciente es el substrato ontogenético y filogenético de la vida psíquica del ser humano. Dionisos expresa la primacía del anhelo, de la naturaleza bruta encarnada, del doble aspecto del sadomasoquismo como impulso innato primario. Es la fuerza arquetípica que llamamos libido, dominada por la bipolaridad de Eros y Tánatos, impulsos de vida y de muerte, de amor extático y de destrucción, de arrebato irracional de emoción pura y de abandono del ego.

En este sentido, cabe recordar que los enteógenos son la llave química que permite entrar al inconsciente y realizar una excursión psíquica por nuestras profundas interioridades. De aquí que consumir enteógenos sea literalmente jugar con la locura, y justo también por ello disfrutan de la capacidad terapéutica que ya es de todos conocida: quien juega con la locura sabiéndolo, y gana la partida, se está vacunando contra ella. Pero… hay que ganar la partida y ello es una batalla tan delicada como ardua.

Respecto del nacimiento de Dionisos, el famoso erudito en mitología clásica Walter Otto lo describe así: «es el dios loco cuya aparición provoca el frenesí entre los humanos, es hijo del éxtasis y del temor, de la furia desatada y de la liberación más dulce. Fue hijo de Zeus —el dios de dioses para los griegos— y de una mujer mortal llamada Sémele —Tierra—, pero antes de que ella lo trajera al mundo ardió en el fulgor provocado por el acercamiento con su divino esposo» (OTTO 1997; 53)[1]. Explican las leyendas que al morir su madre abrasada por el rayo de Zeus, éste protegió a Dionisos envolviéndolo en hiedras y lo puso dentro de su propio muslo para que el feto del futuro dios acabara su desarrollo, de ahí que se hable del doble nacimiento de Dionisos. El muslo, desde los celtas hasta el extremo oriente, es un símbolo genérico de la fuerza y del sexo, no lo olvidemos.

Por su parte, Sémele, humana madre de Dionisos, recibía culto en diversos santuarios, muy especialmente en el de Dionisos Cadmeo cuya importancia aparece en inscripciones del siglo III a. C. halladas en el templo iniciático de Delfos. Es decir, que el culto a la tierra parece estar relacionado ya con las prácticas extáticas y visionarias que se realizaban en Delfos.

En el momento de su segundo nacimiento, Dionisos se granjea la enemistad de varias deidades creándose un Caos que amenaza con la muerte violenta a todo el que se apiade del muchacho, empezando por su propia tía Ino que en un ataque de locura se lanza al mar con su hijo. Dionisos también genera oposición entre los seres humanos. Por ejemplo, es lo que sucede en la famosa escena mítica que explica cómo las hijas de Minias se niegan a acudir a su llamada. Dionisos arranca a las mujeres poseídas por él del decoro conyugal y las aboca a los misterios y al desenfreno del delirio nocturno, en tanto que las mujeres de Minias quieren seguir fieles a sus esposos y a los deberes propios del ama de casa. Por esto, el rey Penteo —que simboliza el orden de la consciencia— se levanta armado contra la divinidad que representa las pulsiones del inconsciente, y esta escena de la muerte de Dionisos se repite una y otra vez a lo largo de la mitología griega. En este sentido, Dionisos es un dios que sufre y muere, y que en medio de la gloria de su grandeza extática ha de someterse, ya de joven, al poder de sus terribles adversarios. El sentido es que el dios sufre en las propias carnes las monstruosidades que comete. Sus principales seguidoras, cuidadoras y víctimas a la vez, son las mujeres que en las fiestas de culto se sometían a sus influencias. También actúa de esta forma tan terrible con los animales que caían despedazados ante su acción, y aquí cabe entender a los animales salvajes como una representación metafórica de nuestras tendencias primarias, tal y como aparecen en los sueños nocturnos, y al propio dios como una representación de los arrebatos globales de nuestro inconsciente, impulsos que cuando toman las riendas de nuestra existencia nos conducen o bien a disfrutar del éxtasis (sexual, estético, amoroso, delirante), o bien a acabar pagando la factura de una u otra forma. En este sentido, el propio Dionisos es representado como cazador, lo mismo que su músico Marsias, de quien hablaré en detalle más tarde.

Mosaico romano de la época Imperial en que se representa a Baco-Dionisos rodeado de sus atributos.

Por otro lado, es asombrosa la capacidad de transmutación del dios al igual que sucede con nuestro inconsciente. Dionisos aparece en los más distintos contextos bajo el aspecto de jovencita, de cervatillo, de toro, de vegetal, de dragón con varias cabezas, de pantera —su animal favorito. Y también al igual que el inconsciente, es pasmosa la superioridad con que Dionisos se burla de cualquier obcecado que pretenda reducirlo, quien de pronto ve de nuevo a su prisionero ante sí, libre de ataduras (Eurípides, Baco, pág. 616 y ss.). En este mismo sentido, es pavorosa la ambigüedad y la contradicción inherente a la naturaleza humana que se refleja en Dionisos. No obstante y a pesar de lo dicho hasta aquí, este dios no representa el inconsciente como totalidad, esto viene a ser proyectado en el dios griego Océano al que los helénicos consideraban padre de todos los demás dioses. A mi juicio, Dionisos es la antropomorfización de los atributos del inconsciente y la llave para entrar en él, de aquí que su símbolo esencial sea un embriagante, la vid.

Todo lo usual y lo ordenado debe ser reventado por el azote de la locura dionisíaca. Con él, la existencia tan pronto se transforma en un extático delirio de placer como en un no menor ataque de terror que suele acabar con la muerte y la repetida huida de Dionisos a las profundidades del mar, de su padre Océano. De nuevo aparece el símbolo más universal del propio inconsciente, el mar, ahí es donde el dios halla constantemente refugio y descanso.

Para estimular su renacimiento durante las fiestas comunales de culto a Dionisos, las mujeres helénicas lo llamaban despertándolo como a un niño de cuna, de modo que todavía no tenía consciencia. Esperaban que apareciese en forma de algún ser salvaje (a menudo en forma de toro bravo) que las excitaría hasta cortarles el aliento con su locura y monstruosidad.

No obstante, y esta es una de las características más importantes para nosotros, la locura como rasgo básico de Dionisos no es la enfermedad sino la enajenación y barbarie; es lo que en griego se llama lýssa o erinýs, que metafóricamente se refiere a «la fuerza de la tormenta que estalla cuando un ser madura y sale fuera de sí mismo». De aquí que esta demencia encuentre su máxima expresión en la música y la danza extáticas. Exactamente la misma realidad de los chamanes tradicionales que entran en su trance curador y reconstructor de equilibrios rotos por medio del éxtasis musical danzado, previo consumo de enteógenos.

Otro atributo importante de Dionisos es la revelación del futuro y de lo invisible, su reconocida capacidad en las artes adivinatorias. La locura de este dios es, a la vez, capacidad para profetizar. Plutarco afirmaba que según la opinión de los viejos, Dionisos participaba de la mántica, y que el frenesí y la esencia báquica están rellenos de profecías (Plutarco, Symposiaká; en OTTO, pág. 107). Asimismo, la tumba de Dionisos se hallaba en Delfos, enclave sagrado por excelencia y lugar de peregrinación iniciática y oracular, cuyo nombre griego significa «vagina». Dionisos fue enterrado en una vagina, indicación nada gratuita y referida a otro tipo de éxtasis de una gigantesca carga psicológica que ahora dejo de lado.

Exactamente como sucede con el inconsciente, que determina la mayor parte de nuestras conductas cotidianas ya automatizadas, Dionisos no se dejaba ver jamás. Aparecía bajo otras formas y que se le adorara por medio de las famosas máscaras de ojos extáticos. Incluso en la ceremonia de mezcla de vinos, que realizaban las mujeres en su honor el día de las Coré, Dionisos estaba presente en forma de máscara. Conocemos los detalles de este acto sagrado por una serie de vasos pintados recopilados por Frickenhaus (FRICKENHAUS, August, 1912, Lenäenvasen, Berliner Winckelmannsprogramm, Berlín, pág. 72). La gran máscara del dios estaba siempre envuelta en hojas de hiedra y de parra, colgaba de una columna de madera y el vino le era ofrecido antes de ser mezclado delante de él. Walter Otto dice: «se pensaba y se sentía la presencia de Dionisos con imponente certeza», pero nunca se le podía percibir. Cabe preguntarse ¿qué se mezclaba con el jugo de la vid? No somos pocos los que sospechamos que el vino era usado en cuanto tal, pero también como base para extraer los principios activos psicotrópicos y visionarios de otras fuentes vegetales. En todo caso, se trata de una investigación que está por realizar.

Esta forma indirecta de describir la presencia del dios, a diferencia de casi todas las demás divinidades helénicas que eran representadas con todo lujo de detalles, es una preciosa metáfora del efecto de los enteógenos. Así, una de las cosas más difíciles de expresar es justamente el efecto de los psicotropos, se usan metáforas más o menos acertadas («llevar un globo», «estar volado», «estar cogido por», «excursión psíquica», etc.) pero nunca se puede hablar del efecto en sí mismo sino de los faldones laterales. El efecto, es un rozar la pavorosa vacuidad y a la vez la total plenitud del Ser, y no es posible referirse a ello más que por medio de representaciones, de máscaras, de metáforas, de formas artísticas o poéticas. Los consumidores de enteógenos saben perfectamente a que me estoy refiriendo.

La máscara es, sin duda, el elemento más importante de la aparición de Dionisos. Las había de diversos materiales, pero siempre eran de gran tamaño y las hacían de frente, nunca de perfil, de escorzo ni de espaldas como ocurría con otros dioses. Dionisos siempre hacía notar su presencia por medio de la máscara frontal de grandes ojos redondos y extáticos. En un sentido psicológico, la máscara representa el encuentro consigo mismo, pero nada más que el encuentro, lo mismo que inducen los enteógenos y los narcóticos, y de ahí también la barbarie actual de menospreciarlos oficialmente: se barra la posibilidad del encuentro con uno mismo. No es casualidad que el teatro griego —y como consecuencia todo el occidental— surgiera de los cultos dionisíacos. Diríamos que los misterios últimos del Ser y del no Ser observan al ser humano desde las profundidades del inconsciente por medio de los ojos de las máscaras de Dionisos. Es la «otra parte» de nosotros mismos que nos habla desde el interior y cuyo mensaje es imprescindible integrar en la consciencia despierta para llegar a ser personas completas. Este ser inconsciente que habita en el interior de cada humano es accesible por medio de los enteógenos adecuadamente consumidos. Esos ojos extáticos de las máscaras de Dionisos no los conocemos hoy a partir de la turbia y medio apagada mirada de los ebrios de alcohol, sino a partir de los ojos extáticos de los consumidores de enteógenos: psilocibina, mescalina, LSD, ayahuasca, DMT… Y, por supuesto, no es una cosa de cantidad, sino de calidad en la forma de realizar tales excursiones psíquicas.

Dionisos era un dios beodo y a la vez el más clarividente de todos, una divinidad loca que para los griegos significó la revelación del sentido profundo de la vida y la muerte, sentido que se ha mantenido vivo durante más de dos mil años después del declive del mundo griego. Es para reflexionar el hecho de que Holderlin, Nietzsche o el mismo Hegel afirmen recibir la Verdad por medio de la imagen dionisíaca, del delirio báquico. En este sentido, a pesar de la furia mortal que desataba la presencia de Dionisos, en el mundo clásico se consideraba al hijo de Zeus y de la tebana Sémele como una inconmensurable bendición para las personas, tal y como aparece citado en la popular Ilíada. Por otra parte y según Walter F. Otto (OTTO, 1997; 45 y ss.), el culto a Dionisos era considerado por los propios griegos como el más antiguo de todos, incluso más que el culto a Apolo, cosa nada insignificante ¿Tal vez se debe a Dionisos y a sus atributos la propia existencia de la consciencia humana? Los pensadores más importantes han asociado esta multiplicidad de manifestaciones a un ser de una profundidad inescrutable, polaridad que obviamente forma parte de la mente humana. Para la investigación científica representó un cierto misterio hasta que lo relacionamos con el efecto de los enteógenos.

Así pues, Dionisos simboliza la ruptura de las inhibiciones, de las represiones y de los rechazos. Simboliza las fuerzas obscuras que surgen del inconsciente, que rigen la vida y la muerte de las personas. En un sentido profundamente religioso, a pesar de sus perversiones y justamente a través de ellas, el culto a Dionisos refleja el violento esfuerzo del ser humano para romper las barreras que nos separan de lo divino. Los desbordamientos sensuales y la liberación de lo irracional por medio de enteógenos o de otros caminos también válidos no son más que torpes búsquedas de algo sobrehumano que albergamos los humanos. Por ello, y por paradójico que parezca, en el contenido del mito de Dionisos está contenida toda la historia de la evolución del ser humano.

Por otro lado y como simple anotación para no alargarme, es muy significativo que su esposa fuera la diosa egea Ariadna, la famosa desenredadora del hilo que permite orientarse dentro del laberinto, que no es sino una metáfora de nuestro propio mundo interior. Dicho esto ya podemos entrar en un aspecto de capital importancia para nuestro objetivo de hoy: los atributos simbólicos de Dionisos que son el vino y la hiedra.

El vino es la metáfora por excelencia del propio Dionisos, hasta el punto de que la historia mítica describe cómo el dios creó esta universal bebida embriagante. En el bello relato de Nono, se afirmaba que el vino había surgido del cuerpo de Ámpelo, amante muerto de Dionisos por el que el dios derramó cálidas lágrimas. A causa de esto, se decía entre los griegos que la alegría que trae vino a los seres humanos había surgido de las lágrimas de un dios y que por ello era un embriagante divino, idea que ha sobrevivido con aires más lúgubres en la religión cristiana. Cuando Dionisos alcanzó un estado de profunda ebriedad bebiendo el producto de la vid, gozó del brillo y encanto de su amante muerto, y alegró de nuevo su corazón.

Entre otras cosas que los griegos referían sobre el vino, vale la pena recordar las palabras de Plutarco al afirmar que: «el vino elimina todo lo servil, temeroso e innoble del alma, y enseña al hombre a ser más sincero y noble con el hombre. Acerca a la luz lo que está oculto. Bueno es explorar la verdad en serias conversaciones embebidas en vino, así como los pactos acordados bajo el efecto del vino se consideraron un día los más sagrados e inquebrantables». Parte de estas capacidades, y algunas más profundas aún, son las que se atribuían también al Kykeon, potente enteógeno sagrado de química lisérgica que consumían los griegos en sus ritos secretos e iniciáticos, y que ha sido intensamente investigado por Albert Hofmann y Robert Gordon Wasson.

En muchos lugares de la antigua Hélade, la epifanía de Dionisos iba acompañada cada año del disfrute de interminables torrentes de vino, y las vides florecían y maduraban a lo largo de un mismo día en medio de los bailes extáticos que anunciaban su llegada, al final de lo cual la sacerdotisa repartía vino a golpes de trompeta y empezaba la famosa celebración de los bebedores para festejar la llegada del dios, hasta que la masa humana caía en estado de ebriedad. Aquí hallamos un cierto paralelismo con las llamadas Danzas solares de los indios navajo norteamericanos, durante las cuales y en medio de cuantiosas ofrendas, éstos asistían al milagro de una planta, probablemente enteógena, que verdeaba, florecía y en la que maduraban sus frutos de la noche a la mañana.

La hiedra es la otra planta de Dionisos, de la que los griegos también decían que causaba un profundo delirio místico. Produce un veneno del que se creía que causaba la esterilidad y que se usaba como fármaco por su efecto refrescante y purificador. Se decía que tiene el mismo poder que Dionisos para producir la locura y la embriaguez a los que la toman. La tradición cuenta que los acompañantes de Alejandro Magno se adornaron con hiedras en el monte Meru, en la India, y de pronto se sintieron poseídos por el espíritu del dios que les produjo un arrebato salvaje.

Así pues, voy a entender la imagen y atributos de Dionisos como una proyección de los atributos de nuestro inconsciente, en el sentido que da la psicología analítica a este término, y su intensa relación con el medio acuático lo reafirma. En la Ilíada, se dice que el dios Océano es el padre último de todos los dioses, la divinidad suprema (idea que pervivió en diversas doctrinas filosóficas), y el mar es el refugio al que Dionisos acude repetidamente y donde se halla a sus anchas. Tanto el culto como el mito atestiguan que esta divinidad procede del agua y cada vez que muere regresa a las profundidades del mar donde tiene su hogar. Incluso en más de un lugar de la antigua Grecia (Pagases, Quíos) se le veneraba como dios del mar. También cada ser humano, cuando sueña con imágenes oceánicas, debe entender que el inconsciente está hablando de sí mismo en su globalidad, no bajo una de sus formas pulsionales simples.

III
APOLO

Por otro lado, el elemento simbólico que contrasta con Dionisos en el panteón helénico es el dios Apolo. Al universo femenino de Dionisos se enfrenta el masculino de Apolo. En éste no reina el misterio de la vida, la sangre y las fuerzas terrenas, sino que reina la pura claridad y la amplitud del espíritu, la consciencia despierta y la disciplina armoniosa. A pesar de la complejidad histórica de la aparición de Apolo en el panteón griego, hay común acuerdo en atribuirle características solares y ordenadoras. Apolo es considerado el dueño de las fieras —que en clave simbólica significan las vehemencias irracionales— y pastor que protege los rebaños de ellas, además de haber engendrado a Asclepios (Esculapio) dios de la medicina; y «curar» significa reponer el orden perdido. Platón dijo de Apolo: «corresponde a Apolo dictar las más importantes, las más bellas, las primeras leyes» (PLATON, La República, 427, b, c). Es decir, el cambio perpetuo y vivo, aunque caótico, está representado por Dionisos, en tanto que Apolo es la representación del estado actual de consciencia, de identidad habitual. Dionisos, lo femenino e inconsciente, representa la amenaza del cambio contra Apolo que representa lo masculino, la consciencia estable y la identidad.

Imagen de Apolo, divinidad griega de la rectitud, el orden, la civilización organizada y la belleza fría y perfecta. Apolo tocaba la lira y fue padre de la música lírica.

Apolo es el símbolo de la victoria del orden sobre la violencia, del autodominio sobre el entusiasmo, es la alianza entre la pasión y la razón. Su sabiduría es el bello fruto de una conquista, no de una herencia. Es uno de los símbolos más lindos de la consciencia humana, no en el sentido de moralidad sino de suprema espiritualización. Apolo es una representación de la consciencia entendida como la capacidad que tenemos los seres humanos para conocernos a nosotros mismos; es nuestra más elevada facultad. No obstante, y no hay que olvidarlo jamás, disponemos de la autoconsciencia en tanto que potencial, no en forma de realización inmediata.

Es decir, el mundo apolíneo de la razón ordenada no puede subsistir sin el dionisíaco de la vida exaltada, por ello Apolo nunca le ha negado su reconocimiento y, paradójicamente, en multitud de antiguos templos importantes o locales dedicados a Apolo se rendía culto a la vez a ambas divinidades.

En un escrito atribuido a Aristóteles se halla la interesante observación de que los profetas de cierto oráculo tracio de Dionisos, solían profetizar después de ingerir abundante vino, mientras que los apolíneos que lo hacían en Claros se limitaban a beber agua como fuente de inspiración. Al sentido del orden y del significado, y a la racionalidad del ego encarnada por Apolo, Dionisos opone el arrebato de perderse en la irracionalidad, en la emoción pura, en la embriaguez de la pasión; es el abandono del sentido del ego. Esta dinámica dionisíaca llevada al exceso conduce al nihilismo, a la locura y a la aniquilación, pero su ausencia significa petrificación, rigidez y muerte, que sería la naturaleza de Apolo si no asumiera la existencia de Dionisos.

Competición entre Apolo —con la lira— y el sátiro Marsias —con la flauta. En el centro del cuadro aparece el rey Midas, de Frigia, a quien salieron orejas de asno por haber apostado a favor de Marsias. Para disimular su castigo, el rey Midas vistió para siempre la gorra frigia que cubre las orejas. Original de Cima de Conegliano, depositado en la pinacoteca de Parma, Italia.

IV
ENTRE APOLO Y DIONISOS, PASANDO POR ORFEO Y MARSIAS

La pelea entre estos dos músicos, Orfeo y Marsias, a la larga deviene en metáfora de cuestiones universales porque, en el fondo, se refieren a la constante búsqueda humana en pos de una realidad con mayor sentido y trascendencia. En la mitología griega fue famosa la oposición entre Apolo y Dionisos protagonizada por sus discípulos músicos Orfeo y Marsias. Ahora se comprenderá mejor las anotaciones realizadas más arriba referidas a la importancia de la flauta en las prácticas extáticas dionisíacas.

Orfeo es el legendario poeta y músico griego. Su instrumento era la lira o cítara (depende del traductor del mito) que había recibido directamente de Apolo, Por tanto, era un ser mítico de carácter apolíneo: ordenado, bello, calmo, en cierta forma frío, impasible y normativo (traducido a nuestra cosmovisión es la consciencia en oposición al inconsciente). De aquí que con su música domesticara a los animales furiosos, calmara los vientos, pusiera orden y tranquilizara a los humanos. Era la norma, lo apolíneo.

A Orfeo se opone el carácter de Marsias (siguiendo la versión del doctor J. C. Marset, erudito en mitología y editor de la revista Sibila de arte, música y literatura). Marsias es un geniecillo o fauno de carácter dionisíaco, amante del delirio místico, de los placeres y la embriaguez, creativo, vital y conocedor de los infiernos. Es el músico frigio que simbolizaba las fuentes de agua —símbolo nada gratuito en referencia a nuestro tema de hoy— que desafió a Apolo a un concurso musical. Su instrumento es la flauta. Ya de entrada, la diferencia de instrumentos entre Orfeo y Marsias es significativa: la lira órfica permite cantar y crear distancia de las propias pulsiones extáticas por medio del logos, la palabra, en tanto que la flauta implica el propio soplo vital del sujeto y con ello, no se debe olvidar, es muy fácil llegar al estado de catarsis que se consigue por medio de una simple hiperventilación a base de inspirar y expirar con rapidez. No son pocos los adolescentes actuales que descubren de forma espontánea la placentera embriaguez que genera el hecho de hiperventilarse, y lo practican en pequeños grupos escondidos de los maestros, en este caso representantes del orden apolíneo. También cabe mencionar la escuela transpersonal de psiquiatría fundada por S. Grof en los años 1960, cuya técnica terapéutica básica consiste en las llamadas respiraciones holotrópicas, y en este mismo orden cabe citar también los talleres de la percepción de la propia muerte que dirijo desde hace algunos años y cuya técnica central para inducir estados modificados de la consciencia son ciertas respiraciones que conducen a un estado de hipoxia que, debidamente orientado, permite vivir la propia muerte y renacimiento psíquicos.

La historia mítica cuenta que Orfeo, el ordenado, civilizado y apolíneo domador de los instintos feroces, se enamora de Eurídice, una bacante o mujer dionisíaca amante de los placeres y la expansión. Es decir, que la fría consciencia se rinde a las pulsiones emocionales nacidas en el inconsciente. Orfeo seduce a la bacante con sus cantos líricos y deciden casarse, pero Eurídice muere el mismo día de la boda a causa de la picadura de una culebra, símbolo universal y arquetípico de las pulsiones descontroladas que atrapan y ocupan el espacio de la consciencia, de ahí que en la mayor parte de sistemas simbólicos del mundo aparezca la serpiente como elemento vital y primordial a domesticar: la kundalini hindú, la serpiente de los cristianos pisada por la Virgen, las anacondas que inundan las mitologías amazónicas, etc. Esta muerte súbita de su enamorada produce tanto dolor en el apolíneo Orfeo que desciende a los infiernos, y aquí debe entenderse este descenso al infierno no como forma de pagar los pecados cometidos, sino que el infierno griego, el mundo del dios Hades, significaba el dolor y el desgarro interior; en este caso, el sufrimiento resultado del contacto entre un elemento dionisíaco, la pasión amorosa, y un elemento apolíneo, el orden.

Orfeo, durante su estancia en el infierno, entusiasma al dios subterráneo con la dulzura de su canto lírico y consigue, como premio, que le devuelva a Eurídice. Pero Hades, divinidad del infierno y metáfora del dolor que templa, le pone una condición para recuperar a su amada: debe salir él primero y no mirar hacia atrás hasta que haya abandonado el infierno. Si no cumple esta condición perderá para siempre a Eurídice. Orfeo acepta la condición pero ni con toda su disciplinada esencia apolínea es capaz de resistirse, y cuando le falta poco para abandonar el mundo subterráneo se gira para ver si le sigue su amada. Una vez fuera, y ya perdida Eurídice definitivamente, Orfeo se autoconsagra sacerdote de Apolo —es decir, corta con todas sus pasiones, emociones y ardores— y a partir de aquel momento dedica su vida a atacar a las bacantes y a toda forma de embriaguez.

No obstante, llega un momento en que las impetuosas y emotivas bacantes dionisíacas, hartas de los ataques de Orfeo, lo descuartizan y lo matan. Esta forma de morir es también significativa para nuestro propósito de hoy: cuando la consciencia racional se rigidiza en exceso, las pulsiones inconscientes acaban saliendo de nuevo, pero descontroladas, y se corre el peligro de acabar con la consciencia descuartizada, es decir en plena neurosis o incluso en un estado de locura.

La cabeza de Orfeo, no obstante el descuartizamiento a que ha sido sometido por las bacantes, sigue cantando y hablando, y de ahí que se considerara a Orfeo un símbolo de la virtud redentora. Las ménades o bacantes tiran la cabeza al mar y, cuenta la mitología, que separada del cuerpo flota hasta llegar a la isla de Lesbos donde los habitantes la recogen, la oyen y acaban por construir un templo donde la colocan y escuchan sus mensajes oraculares. Pero la cercenada cabeza de Orfeo no habla en nombre de Apolo, como sería de esperar, sino que lanza sus oráculos en nombre del dios Dionisos, el lado sombrío de cada uno y a la vez elemento creador y pasional. Cuando Apolo lo advierte, se enoja y manda callar a Orfeo, pues le está haciendo la competencia entre sus propios seguidores y, además, lo hace en nombre de su mítico contrapuesto Dionisos. Es decir, que la dimensión fascinante, vital y adaptógena (oracular) de la vida está del lado dionisíaco y de los enteógenos en él encarnados, y el propio Orfeo, portavoz de Apolo, debe bajar desde su frialdad civilizadora hasta los infiernos del dolor generado por la pasión amorosa para completar su existencia; logra seducir a las bacantes con sus cantos líricos, pero debe pagar su tributo por ello. Cuando el orden frío encarnado por Orfeo muere a manos de las propias Ménades extáticas, la cabeza de Orfeo (el inconsciente) sigue hablando y lo hace en nombre de la vitalidad arrebatadora y embriagante de Dionisos. Sólo por la fuerza de su mítica autoridad celestial —la consciencia— consigue Apolo imponer el silencio a Orfeo.

A la izquierda, pintura de Ribera fechada en el 1637. Se observa el tenso rostro de Marsias al lado de la serena belleza de Apolo.

A la derecha, imagen de Marsias y Apolo en plena competición musical. Original atribuido a Rafael, el Españoleto; actualmente en Museo del Louvre, París.

Esta imagen es probablemente una escultura del siglo III. Se observa al escita apolíneo agachado y afilando el cuchillo para desollar a Marsias. Escultura original conocida como el «Verdugo escita», ubicada en el Museo de los Uffizi, Florencia.

Concurso musical entre Apolo y Marsias. Fragmento de la «basa de Mantinea», actualmente en el Museo Nacional de Atenas.

En este bajorrelieve se representa la leyenda de Marsias y Apolo. Se trata del adorno de un sarcófago conservado en el Museo del Louvre. El escultor reflejó diversos momentos del mito y en el extremo de la derecha se ve como Apolo está ya dispuesto para desollar a Marsias. No resulta nada fácil conciliar el aspecto benigno del dios con los episodios del mito y con la resolución final.

Por su lado, el mito que cuenta la historia de Marsias es el siguiente. Marsias es discípulo de Dionisos y encarna el sufrimiento, el pathos, la patética musical. Era muy apreciado en todo el Hélade por su hechizante música de flauta. En un determinado momento, Marsias reta a Apolo a un concurso musical y el simple geniecillo acaba ganando al dios en plena apoteosis (etimológicamente: «ha ganado a un dios») del jurado, con lo cual Apolo monta en cólera por haber perdido el concurso ante un vulgar fauno semihumano y resuelve cambiar el resultado dictado por el tribunal. El argumento de Apolo es que Marsias no puede cantar y tocar la flauta al mismo tiempo, en tanto que él con su arpa sí puede hacerlo. El mito cuenta que Apolo, para vengarse de la vergüenza a que se vio sometido, ató a Marsias a un olivo y lo desolló vivo. Luego, la piel de Marsias fue depositada en una cueva montañosa y cuando las extáticas flautas y tambores de cualquier lugar del mundo suenan, esta piel retumba por todas las montañas de Celenae (por todo «el Cielo»). Llegados a este punto del relato mítico y dado que Marsias ya no puede expresarse son… ¡las Sirenas! quienes entonan aquello que a él ya no le es posible cantar.

Así, entra un nuevo elemento en el forcejeo entre el carácter dionisíaco y el apolíneo —en definitiva, el camino de realización de todo ser humano—: las Sirenas. Es bien conocida la imagen de estos seres con cabeza de mujer y cuerpo de pez o de pájaro que atraen a los navegantes —simbólicamente a aquellos que se aventuran en la exploración de sus dimensiones interiores— con sus dulces melodías. Las Sirenas son la antropomorfización de la seducción, tan atrayente como peligrosa y vacía, que acaba con los individuos haciéndolos estrellar contra las rocas —la realidad concreta— o hundiéndolos lentamente en el mar —símbolo universal del inconsciente, es decir que los hunde en su propia locura— mientras escuchan sus cánticos hechizantes. Las Sirenas engañan a los héroes que buscan el camino de la individualidad y sólo el canto de Orfeo, la disciplina, las puede eliminar. Este final de las engañosas mujeres-pez ya había sido predicho por Apolo cuando las autorizó a que cantaran la Utopía para seducir a los humanos: las Sirenas desaparecerían el día en que un héroe navegante les oyera anunciar las Islas Felices —la Utopía sin sentido— pero no fuera atrapado por sus cantos seductores. Este hecho, había anunciado Apolo, pondría a las Sirenas frente a la imagen de su inutilidad y las empujaría a suicidarse. Tal hecho aconteció con Ulises, el universal navegante protagonista de La Odisea —imagen metafórica del explorador de sí mismo— que pasa frente a las costas de las Sirenas pero no se deja seducir por sus engañosas melodías porque ha tomado la precaución de hacerse atar por sus marineros al palo mayor de su nave, de forma que no pueda saltar al mar aunque fuera su único deseo; por otro lado, ha sido astuto como para obligar a sus hombres a taparse los oídos y a conducir la nave hacia el destino fijado sin hacer caso de sus órdenes durante el influjo del canto de las Sirenas. La mitología griega sigue con el relato y cuenta que las Sirenas, conscientes de su inutilidad tras el paso de Ulises, se suicidaron y sobre su sepulcro se fundó la ciudad de Nápoles (Nea-Polis, «Ciudad Nueva»). Es decir, el símbolo de la individualidad, de la autoconstrucción de un individuo libre de las dependencias engañosas, y de las búsquedas y deseos inútiles.

Finalmente, todo este entramado de peligros de que nos habla la mitología griega y que oscilan entre el exceso de orden —que implica la muerte por vacuidad del Ser— y el exceso de embriaguez y exuberancia —que implica la caída en el caos y la locura literal—, tiene otro ejemplar complemento en el caso de Narciso, el bellísimo adolescente mítico que de tan hermoso acaba enamorándose de sí mismo y muriendo ahogado en las aguas donde se refleja su propia faz. Este es otro aviso del peligro de los enteógenos cuando se consumen sin la disciplina necesaria.

Imagen de Apolo; medio desnudo, que niega el perdón a Marsias, atado a un árbol muerto. El Perdón de Apolo lo está implorando el joven Olimpos, discípulo del fauno. El original es un Camafeo realizado en sardónica, de 42 por 35 mm. Actualmente en el Gabinete de Francia.

V
SOBRE LA HISTORIA DE NARCISO

La etimología del nombre de esta divinidad adolescente, Narciso, viene de la raíz narké, la misma raíz de donde evolucionó «narcótico». Es decir, Narciso y narcótico tienen un origen emparentado y las características que los helénicos atribuyeron al dios deben ser entendidas en tanto que atributos y peligros de los narcóticos. Veamos, pues, qué vino a significar exactamente Narciso y porque los griegos lo relacionaron tan estrechamente con los enteógenos.

Por un lado, el narciso es una hermosa y perfumada flor que los griegos plantaban en las tumbas, un claro símbolo del mundo oculto, y era también usada en las ceremonias de iniciación. De forma significativa, el perfume de esta flor sirvió a Hades, el dios del mundo subterráneo del infierno y de los muertos, para hechizar a la diosa Perséfone a quien convirtió en su esposa. El mensaje esencial o contenido metafórico de esta diosa se resumiría en: si la semilla no muere, la mies no nacerá. Lo cual, traducido al sentido que tiene nuestro objetivo de hoy, significa: el mundo subterráneo e infernal de nuestras pulsiones más profundas, el Hades, consigue seducir a la diosa que para los griegos representaba la fecundidad, la vida y la primavera —es decir, la atención despierta y productiva. La seduce por medio de los narcóticos, lo que indica su poder de atracción. Pero en ello hay un cierto peligro de engaño que solo se puede combatir con el mensaje de ella: debe morir la semilla —nuestra naturaleza subterránea— para que nazca la mies que es aquello que realmente nos alimenta. Esto en cuanto al simbolismo de la flor.

Por otro lado, el adolescente Narciso es famoso porque se enamoró de sí mismo hasta el punto de morir ahogado en las tranquilas aguas de un lago donde estaba admirando su propia imagen. La metáfora es clara en todo su sentido: el agua estancada es símbolo universal de la vida interior también estancada, y ahogarse en ella mientras uno se autocomplace con la propia imagen es una forma de expresar el hecho de hundirse en el propio mundo ególatra y atorado, peligro que acecha de forma permanente a los consumidores de embriagantes, de ahí que el psicoanálisis llamara narcisismo a este alejamiento de la realidad extrema que puede llegar a ser enfermizo. Narcisismo es el nombre que se da a la patología que consiste en la fijación afectiva del sujeto hacia sí mismo, exagerando el proceso de autocontemplación y desdeñando el mundo exterior con sus alegrías y dolores.

No obstante, el divino adolescente Narciso representa esta actitud mental pero es también mucho más que esto.

Tanto la planta como la divinidad están ligados al agua, al igual que Dionisos, es decir: al inconsciente. En el mito de Narciso el agua tiene la función de espejo y, desde el chamanismo siberiano hasta las tradiciones niponas, el espejo es un elemento universalmente interpretado como símbolo que refleja la verdad y la sinceridad. Es el: «dime espejito mágico ¿quién soy yo?», del famoso cuento occidental. Pero al igual que en el cuento, también los griegos avisaban de que en este reflejo de la verdad que asoma bajo los narcóticos hay ciertas trampas de las que uno debe cuidarse. Los enteógenos no son distintos del espejo: abren la posibilidad de atisbar las profundidades del yo, espacios psíquicos donde si bien existen algunos peligros de engaño también está la fuente de la creatividad y de la sublimación que se puede transmutar en arte y en espiritualidad, profundidades donde reside la auténtica verdad y el sentido de la vida de cada uno.

Narciso y narcótico son fuente de arte y de belleza pero, a la vez, no hay que olvidar tampoco que el reflejo narcisista, el espejo, entraña siempre un cierto aspecto de ilusión, de mentira respecto del cambio. La reflexión de la realidad no cambia su naturaleza. Los hindúes dicen que: «… la luz se refleja en el agua, pero de hecho no la penetra; así hace Shiva», en el sentido de que la especulación sobre uno mismo no es más que un conocimiento indirecto que parte de una imagen invertida, como hace el espejo, y por tanto de una cierta falsedad difícil de descubrir.

Este aviso que nos llega del antiguo mundo griego, respecto de los peligros y virtudes de narké (Narciso-narcótico), resulta claro para todas aquellas personas que conocen por propia experiencia el efecto de los enteógenos: de la misma forma que ayudan a verse a uno mismo, a autodescubrirse, a recorrer los pliegues del abismo interior y de los placeres recónditos, los narcóticos también alimentan el autoenamoramiento y el peligro más difícil del combatir es que dan una imagen, aunque a veces atormentada, demasiado estable de uno mismo. La vida es cambio permanente —es Dionisos—, y por mi propia experiencia y observaciones puedo afirmar que los enteógenos pueden ayudar a conocerse uno mismo de forma inigualable, pero uno no debe creerse esta imagen en exceso estable. Es el lago de aguas quietas en que se mira Narciso. El agua viva está simbolizada por los ríos caudalosos y los manantiales, no por las aguas con apariencia de inmovilidad.

Finalmente, y al igual que con Dionisos, el último cartel de peligro relacionado con el consumo de narcóticos lo pusieron nuestros ancestros por medio de la amante de Narciso. El dios tuvo una amante llamada Eco. Eco había sido una ninfa charlatana que enamoró a Júpiter —dios del mar, del inconsciente— y por ello fue castigada por Juno, esposa del dios del mar, a no poder hablar más allá que repetir la última palabra que le dirigieran a ella. Eco, a su vez, se enamoró del bello adolescente Narciso y lo perseguía por todas partes repitiendo vacuamente las últimas sílabas de lo que él decía. Por su parte, Narciso estaba encantado con tal admiradora que se reflejaba en su propia imagen hasta que, un buen día, Eco cayó, pidió ayuda a Narciso alargándole los brazos y éste, al verse ante la necesidad de entregarse a los requerimientos sufrientes de otro ser, huyó aterrorizado hasta llegar al lago donde se consoló con su propia imagen. El resto de la historia ya es conocida.

En cierta forma esa chistosa y a la vez dramática imagen de Eco es también conocida por los consumidores de enteógenos y embriagantes: es habitual quedarse encantado repitiendo las últimas sílabas de lo dicho, sintiendo en ello la sensación de un profundo descubrimiento pero que en realidad no es nada. Recuerdo una expresión típica que he oído en bastantes personas que experimentan con ayahuasca o con LSD, cuando les pasa el efecto suelen decir: «¡ah…! si yo pudiera decir todo lo que siento…», y cuando les animas a hacerlo permanecen extáticas sin repetir más que esta misma exclamación. El eco acompaña a Narciso, está enamorado de él pero nunca le aporta nada nuevo.

FINALMENTE…

La persona que siente la Naturaleza bullir en su sangre ha de sumergirse en las profundidades insondables donde habitan las fuerzas de la vida, dentro de uno mismo. Para ello, los enteógenos han sido el mayor descubrimiento de la humanidad, hasta el punto de que cada vez estoy más convencido de que es alrededor de cada substancia embriagante que aparecen los pilares cognitivos necesarios para generar una nueva cultura. El propio secreto primigenio de la creatividad humana es locura: está en el seno de la duplicidad y de la unidad a la vez. Cuando, después de una excursión por las profundidades del alma se regresa a la superficie, se puede adivinar el brillo de la locura en los ojos del explorador del inconsciente. Allá dentro, la muerte comparte su morada con la vida y los que consumimos enteógenos sabemos de ello. Todos los pueblos de todas las épocas dan testimonio en sus experiencias vitales y en sus prácticas de culto. La plenitud vital y el poder de la muerte y la desintegración: ambos son igualmente descomunales en la imagen de Dionisos, pero su excesiva presencia y descontrol sólo conduce a la muerte por inmersión en las aguas del mar, es decir a la locura más desagradable e improductiva.

Los seres humanos tenemos la capacidad para saltar y salir de los propios automatismos en que nos encarrila cada cultura; tenemos el potencial para vivir eso que universalmente se ha denominado «divinidad», término que es en sí mismo indescriptible, paradigmático. No obstante, es necesario no perderse en los peligros que los griegos representaban en forma de las Sirenas que prometen un Mundo Feliz inexistente, en forma del adolescente Narciso enamorado de sí mismo y hablando con el Eco, en forma de locura extática que acaba en desgracia o de orden apolíneo vacío de vida… Los enteógenos son una excelente llave para abrir la puerta interior que permite desvelar este espacio divino que todos albergamos, espacio donde reside la creatividad, la sabiduría intemporal, la vida en toda su plenitud y el contacto directo con el exterior, pero también representan un camino donde muchos de los que lo inician caen en una trampa u otra y se tornan incapaces de verlo. La única forma de salir victorioso de ello es, como ya nos regalan los griegos antiguos, uniendo a Apolo y a Dionisos, matrimonio que necesita de un marco contextual muy especial para que llegue a conjuntarse. Apolo, el orden, la estabilidad y la bella disciplina (no la disciplina ciega de los autoritarismos dogmáticos) está en aparente y constante pelea con Dionisos, representante del cambio permanente y también de la locura más exacerbada, pero ambos eran adorados en los mismos templos, uno al lado del otro, el uno sin el otro lleva a la muerte literal. Esta debe ser la lección que aprovechemos de los dos mil años de historia enteogénica helénica. ¡Suerte!