2. Una visita del doctor Yamada

Se despertó. Se encontraba aún en la silla junto a la ventana, y la luna palidecía ante la luz grisácea del amanecer. Estaba estremecido por las náuseas, enfermo y tembloroso por el espantoso realismo del sueño. Sus ropas estaban empapadas por la transpiración, y el corazón le latía violentamente. Parecía agobiarlo un inmenso letargo y tuvo que hacer un intenso esfuerzo para levantarse de la silla y dirigirse tambaleándose hasta un sofá, en el que se tiró para dormitar de a ratos durante varias horas.

Lo despertó un agudo repiqueteo de la campanilla de la puerta. Se sentía aún débil y aturdido; pero el temible letargo había disminuido un tanto. Cuando Dean abrió la puerta, un japonés parado en el porche inició una leve inclinación de saludo, gesto que se detuvo abruptamente cuando los penetrantes ojos negros se clavaron en el rostro de Dean. Del visitante llegó un corto silbido de inspiración.

Dean dijo con irritación:

—¿Y bien? ¿Quiere usted verme?

El otro aún lo estaba mirando con su delgado rostro amarillento debajo del tieso cabello gris. Era un hombre pequeño, delgado, con el rostro cubierto de una sutil red de arrugas. Después de una pausa dijo:

—Soy el doctor Yamada.

Dean frunció el ceño, perplejo. Súbitamente recordó el cable de su tío del día anterior.

En su interior comenzó a crecer una extraña e irracional irritación, y dijo, con más brusquedad de lo que hubiera querido.

—Espero que esta no sea una visita profesional. Yo ya…

—Su tío, ¿es usted el señor Dean?, me envió un cable. Estaba bastante preocupado.

—El doctor Yamada echó casi furtivamente una mirada a su alrededor.

Dean sintió que el fastidio bullía en su interior, y su irritación aumentó.

—Me temo que mi tío es un tanto excéntrico. Él no tiene nada de qué preocuparse.

Lamento que usted haya hecho el viaje para nada.

El doctor Yamada no pareció ofenderse por la actitud de Dean. Por el contrario, una extraña expresión de simpatía cruzó durante un instante su pequeño rostro.

—¿Le importa si paso? —preguntó y se adelantó con confianza.

Lejos de cerrarle el paso, Dean no encontró forma de detenerlo, y descortesmente condujo a su visita a la habitación en que había pasado a noche, indicándole que se sentara en una silla, mientras él se ocupaba de la cafetera.

Yamada se sentó inmóvil, observando silenciosamente a Dean. Entonces dijo sin preámbulos:

—Su tío es un gran hombre, señor Dean.

Dean hizo un gesto evasivo.

—Sólo lo he visto una vez.

—Es uno de los más grandes ocultistas del momento. Yo también he estudiado las ciencias de la psiquis; pero al lado de su tío soy un principiante.

Dean dijo:

—Él es un excéntrico. El ocultismo, como usted lo llama, nunca me interesó.

El pequeño japonés lo contempló impasiblemente.

—Usted cae en un frecuente error, señor Dean. Usted considera al ocultismo como un pasatiempo para maniáticos. No —alzó una delgada mano—, la incredulidad está pintada en su rostro. Bien, es comprensible. Es un anacronismo una actitud trasmitida desde las épocas más antiguas, cuando los científicos eran llamados alquimistas y los hechiceros eran quemados por haber hecho pactos con el diablo. Pero en realidad no hay hechiceros, no hay brujos. No en el sentido en que el hombre comprende estos términos.

Existen hombres y mujeres que han logrado el dominio de ciertas ciencias que no están totalmente sujetas a leyes físicas terrenales.

En el rostro de Dean había una leve sonrisa de incredulidad. Yamada continuó tranquilamente:

—Usted no cree porque no entiende. No hay muchos que puedan comprender, o que deseen comprender esa ciencia mayor que no está sujeta a leyes terrenales. Pero aquí tiene usted un problema, señor Dean —una pequeña chispa de ironía se asomó en los ojos negros—. ¿Puede explicarme cómo es que yo sé que usted ha estado sufriendo de pesadillas recientemente?

Dean dio un respingo y se quedó mirando. Luego sonrió.

—Sucede que conozco la respuesta, doctor Yamada. Ustedes, los médicos, tienen una forma de ayudarse mutuamente, y debo haber dejado que algo se me escapara ayer con el doctor Hedwig —Su tono era ofensivo, pero Yamada se limitó a encogerse levemente de hombros.

—¿Conoce usted a su Homero? —preguntó, saliéndose aparentemente del tema y ante la sorprendida seña afirmativa de Dean continuó—: ¿Y a Proteo? ¿Usted recuerda al Viejo del Mar que tenía el poder de cambiar de forma? No deseo forzar su incredulidad, señor Dean; pero desde hace mucho tiempo los que estudian el saber oculto saben que detrás de esa leyenda existe una verdad muy espantosa. Todos los relatos sobre posesión por espíritus, sobre reencarnación y hasta los comparativamente inocentes experimentos de transmisión de pensamiento, apuntan a la verdad. ¿Por qué supone usted que el folklore abunda en relatos de hombres que pueden trasformarse en bestias, hombres-lobos, hienas, tigres, el hombrefoca de los esquimales? ¡Porque esos relatos están basados en la verdad!

«No quiero decir con esto —prosiguió— que sea posible la metamorfosis real del cuerpo, hasta donde sabemos. Pero desde hace mucho se sabe que la inteligencia —la mente— de un adepto puede ser transferida al cerebro y al cuerpo de un sujeto satisfactorio. Los cerebros de los animales son débiles, y carecen del poder de resistencia. Pero los hombres son diferentes, a menos que se den ciertas circunstancias…

Ante su vacilación, Dean ofreció al japonés una taza de café —en esos días había generalmente café haciéndose en la cafetera— y Yamada lo aceptó con una leve inclinación formal de agradecimiento. Dean bebió su café en tres rápidos sorbos, y se sirvió más. Yamada, después de un sorbo de cortesía, apartó la taza y se inclinó hacia adelante con seriedad. —Debo pedirle que ponga su mente en estado receptivo, señor Dean. No se deje influir por sus ideas convencionales sobre la vida en esta cuestión. Es fundamental, para su conveniencia, que usted me escuche con cuidado, y comprenda.

Entonces… quizás…

Vaciló, y volvió a echar una mirada extrañamente furtiva a la ventana.

—La vida ha seguido en el mar rumbos diferentes de la vida en la tierra. La evolución ha seguido un curso diferente. En las grandes profundidades del océano, se ha descubierto vida completamente extraña a la nuestra: criaturas luminosas que estallan al ser expuestas a la más ligera presión del aire; y en sus inmensos abismos se han desarrollado formas de vida completamente inhumanas, formas de vida que la mente no iniciada puede creer imposibles. En Japón, un país insular, hemos tenido noticia de esos habitantes del mar desde hace generaciones. El escritor inglés de ustedes, Arthur Machen, dijo una gran verdad cuando afirmó que el hombre, temeroso de esos extraños seres, les ha atribuido formas hermosas o simpáticamente grotescas que en realidad no poseen. Tenemos así las nereidas y las oceánicas; pero, a pesar de todo, el hombre no pudo ocultar totalmente el carácter en verdad repugnante de esas criaturas. Están como consecuencia las leyendas de las Gorgonas, de Escila y de las arpías, y, significativamente, de las sirenas y su maldad. Sin duda usted conoce el cuento de las sirenas: cómo ansiaban robar el alma de un hombre cómo la extraían por medio de su beso.

Dean estaba ahora en la ventana, dando la espalda al japonés. Cuando Yamada se detuvo, dijo inexpresivamente:

—Prosiga.

—Tengo razones para creer —prosiguió Yamada con gran tranquilidad— que Morella Godolfo, la mujer de la Alhambra, no era completamente… humana. No dejó descendencia. Esos seres nunca tienen hijos: no pueden.

—¿Qué está queriendo decir usted? —Dean se había dado vuelta, y estaba de frente al japonés, con el rostro terriblemente pálido, y las sombras que tenía debajo de los ojos horrorosas y lívidas. Repitió con aspereza—: ¿Qué está queriendo decir usted? No puede asustarme con sus cuentos, si eso es lo que está tratando de hacer. Usted… mi tío quiere que me vaya de esta casa, por alguna razón particular de él. Usted está utilizando estos medios para que me vaya, ¿no es así? ¿Eh?

—Usted debe irse de esta casa —dijo Yamada—. Su tío está en camino, pero puede que no llegue a tiempo. Escúcheme: esas criaturas —las que habitan en mar— envidian al hombre. La luz del sol, y los cálidos juegos, y los campos de la tierra, cosas que los que habitan en el mar no pueden normalmente poseer. Esas cosas y el amor. Recuerde lo que dije sobre la transferencia de la mente, la posesión de un cerebro por una inteligencia extraña. Para estos seres, éste es el único medio de obtener aquello que desean y de conocer el amor de un hombre o de una mujer. A veces —no con mucha frecuencia— una de estas criaturas logra apoderarse de un cuerpo humano. Siempre están al acecho.

Cuando hay un naufragio, allí van, como buitres a un festín. Pueden nadar a una velocidad extraordinaria. Cuando un hombre se está ahogando, las defensas de su mente están bajas, y de este modo, los habitantes del mar pueden a veces adquirir un cuerpo humano. Hay relatos sobre hombres salvados de naufragios que a partir de entonces sufrieron un extraño cambio.

«¡Morella Godolfo era una de esas criaturas! Los Godolfo conocían gran parte del saber oculto pero lo usaban con fines malignos, la llamada magia negra. Y según creo, través de esto aquel habitante del mar obtuvo poder para usurpar el cerebro y el cuerpo de la mujer. Tuvo lugar una trasferencia. La mente del habitante del mar tomó posesión del cuerpo de Morella Godolfo, y la inteligencia de la verdadera Morella fue introducida en la horrible forma de aquella criatura de las profundidades del mar. Eventualmente, el cuerpo humano de la mujer murió, y la mente usurpadora regresó a su envoltura original.

Entonces, la inteligencia de Morella Godolfo fue arrojada de su prisión temporaria y quedó sin hogar. Ésa es la verdadera muerte.

Dean sacudió con lentitud la cabeza como si estuviera negando, pero no habló. E inexorablemente Yamada continuó.

—Desde entonces, durante años y generaciones ella ha habitado en el mar, esperando. Su poder es muy fuerte en este lugar, donde ella alguna vez vivió. Pero, como le dije, esta trasferencia sólo puede verificarse en circunstancias muy excepcionales. Los moradores de esta casa podían ser perturbados por sueños, pero nada más. El ser maligno no tiene poder para robar sus cuerpos. Su tío sabía eso, de lo contrario habría insistido para que el lugar fuera destruido inmediatamente. Él no previó que usted viviría aquí alguna vez.

El pequeño japonés se inclinó hacia adelante, y sus ojos eran dos puntos de luz negra.

—No tiene que decirme lo que padeció en el mes pasado. Lo sé. El habitante del mar tiene poder sobre usted. Y eso se debe a una cosa: existen lazos de sangre, aun cuando usted no desciende directamente de ella. Y su amor por el océano: su tío habló de eso.

Usted vive aquí solo con sus pinturas y las fantasías de su imaginación; no ve a nadie más. Usted es una víctima ideal, y a ese horror marino le fue fácil entrar en rapport con usted. Incluso usted ya muestra los estigmas.

Dean estaba en silencio con el rostro como una pálida sombra entre las sombras más oscuras de los rincones de la habitación ¿Qué estaba tratando de decirle este hombre? ¿Adónde conducían esos indicios?

—Recuerde lo que dije —La voz del doctor Yamada era fanáticamente grave—. Esa criatura lo quiere a usted por su juventud, por su alma. Lo ha atraído a usted en sueños, con visiones de Poseidonia, las sombrías grutas en el fondo del mar. Le ha enviado al principio visiones engañosas, para ocultar lo que hacía. Esa criatura le ha extraído sus fuerzas y ha debilitado sus resistencias, esperando el momento en que ella estará lo suficientemente fuerte como para tomar posesión de su cerebro. »Le he dicho lo que ella quiere, lo que pretenden todos esos horrores híbridos. A su tiempo, ella misma se le revelará a usted, y cuando la voluntad de ella lo domine en el sueño, usted cumplirá lo que ella mande. Lo arrastrará al fondo del mar, y le mostrará los abismos infestados de kraken donde habitan esos seres. Usted irá voluntariamente, y ésa será su perdición. Ella puede atraerlo a los banquetes que allí realizan, los banquetes que celebran con los ahogados que encuentran flotando, procedentes de barcos naufragados.

Y usted pasará por semejante locura en su sueño porque ella lo domina. Y entonces, entonces, cuando usted se haya vuelto lo suficientemente débil, logrará su anhelo. El ser del mar usurpará su cuerpo y volverá a caminar sobre la tierra. Y usted descenderá a la oscuridad donde habitó una vez en sueños, para siempre. Al menos que yo esté equivocado, usted ya ha visto lo suficiente como para saber que lo que digo es verdad.

Creo que ese terrible momento no está tan lejos, y le advierto que usted no puede tener la esperanza de resistir sólo el mal. Sólo con la ayuda de su tío y yo…

El doctor Yamada se puso de pie. Se adelantó y se colocó frente a frente ante el aturdido joven. En voz baja preguntó:

—En sus sueños, ¿lo ha besado ese ser?

Durante un brevísimo instante, no más largo que un latido del corazón, hubo un completo silencio. Cuando Dean abrió la boca para hablar una pequeña y curiosa señal de advertencia pareció resonar en su cerebro Ascendió, como el sordo bramido de una caracola, y se sintió invadido por una vaga náusea.

Casi involuntariamente, se oyó decir a sí mismo:

—No.

De manera confusa, como desde una distancia increíblemente remota, oyó que Yamada contenía el aliento, como si estuviera sorprendido. Entonces el japonés dijo:

—Eso es bueno. Muy bueno. Ahora escuche: su tío estará pronto aquí. Ha fletado especialmente un aeroplano. ¿Quiere usted ser mi huésped hasta que él llegue?

La habitación pareció oscurecerse ante los ojos de Dean. La figura del japonés se alejaba, disminuyendo de tamaño. Por la ventana llegó el fragoroso ruido de las olas, y sus ondas resonaron en el cerebro de Dean. Dentro del estruendo penetró un susurro débil y persistente.

—Acepta —murmuraba—. ¡Acepta!

Y Dean escuchó que su propia voz aceptaba la invitación de Yamada.

Parecía incapaz de pensar en forma coherente. Este último sueño lo perseguía… y ahora la inquietante historia del doctor Yamada… Estaba enfermo… ¡Eso es!, muy enfermo. Necesitaba dormir mucho, ahora. Le pareció Que lo inundaba y lo trataba una oleada de oscuridad. Dejó gustosamente que recorriera su fatigada cabeza. Sólo existían la oscuridad y el incesante susurro de aguas agitadas.

Sin embargo le pareció que sabía, de algún modo extraño, que aún se encontraba —alguna parte externa de él— consciente. Extrañamente se dio cuenta de que el doctor Yamada y él habían dejado la casa, entraban a un coche, y recorrían una larga distancia.

Se encontraba —con ese otro yo, extraño y externo— charlando en tono casual con el doctor; entraba a su casa de San Pedro; bebía; comía. Y mientras tanto su alma, su verdadero ser, era sepultado en las olas de la oscuridad.

Por fin, una cama. Desde abajo, parecía que el oleaje se fundía con la oscuridad que inundaba su cerebro. Ahora le hablaba a él, mientras se levantaba a hurtadillas y descolgaba por la ventana. La caída hizo vibrar considerablemente a su yo externo: pero se encontró sobre el suelo, ileso. Se mantuvo en las sombras mientras bajaba arrastrándose hasta la playa, en las negras y ávidas sombras que eran como la oscuridad que se agitaba en su alma.