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La cabaña del viejo Ezra, el avaro, se alzaba junto al camino en el centro del pantano, medio oculta por los sombríos árboles que crecían a su alrededor. Las paredes se pudrían, el techo se desmoronaba, y unos hongos gigantes, grandes, pálidos y verdes, se adherían a ella y se retorcían alrededor de las puertas y ventanas, como si trataran de espiar el interior. Los árboles se encorvaban sobre la cabaña y sus grises ramas se entrelazaban de tal modo que parecía estar agazapada en la penumbra como un monstruo enano, por encima de cuyos hombros miraran maliciosamente ogros.
El camino que se enroscaba en el pantano, entre tocones podridos, colinas cubiertas de espesa vegetación, y estanques y ciénagas espumosos, infestado de reptiles, serpenteaba frente a la cabaña. Muchos pasaban en aquellos días por ese camino; pero pocos veían al viejo Ezra, excepto la vislumbre de un rostro amarillento, que aparecía en las ventanas cubiertas de hongos, como un repugnante hongo él mismo.
El viejo Ezra, el avaro, compartía gran parte de las características del pantano, porque era gruñón, encorvado y hosco; sus dedos eran como garras de plantas parásitas y sus cabellos caían como musgo parduzco sobre ojos acostumbrados a la lobreguez de las tierras pantanosas. Los ojos eran como los de un muerto; y, sin embargo, sugerían profundidades abismales y repugnantes como los lagos muertos de la zonas pantanosas.
Estos ojos observaron al hombre detenido frente a su cabaña. El hombre era alto, delgado y enigmático; su rostro, macilento; tenía marcas de garras; y los brazos y piernas, vendados. Un poco atrás de este hombre se encontraba una cantidad de aldeanos.
—¿Tú eres Ezra, el del camino del pantano?
—Sí. ¿Qué quieres tú de mí?
—¿Dónde está tu primo Gideon, el joven demente que habitaba contigo?
—¿Gideon?
—Sí.
—Se internó en el pantano y nunca regresó. Sin duda se extravió y fue atacado por los lobos o murió en un cenagal o fue picado por una víbora.
—¿Hace cuánto tiempo?
—Más de un año.
—Así es. Escucha, Ezra el avaro. Poco después de la desaparición de tu primo, un campesino, al volver a su casa atravesando los páramos, fue atacado por un demonio desconocido y despedazado, y a partir de entonces cruzar esos páramos significó la muerte. Primero, gente de la región; luego, extranjeros que recorrían el pantano, cayeron en las garras de la cosa. Muchos hombres han muerto, desde el primero. Anoche crucé los páramos, y escuché la huida y persecución de otra víctima, un extranjero que no conocía el mal de los páramos. Ezra, el avaro, era una cosa espantosa, porque el desventurado logró zafarse dos veces del demonio, terriblemente herido, y las dos veces el demonio lo atrapó y lo derribó nuevamente. Y finalmente cayó muerto a mis propios pies, ultimado en una forma que helaría la estatua de un santo.
Los aldeanos se movieron con inquietud, y murmuraron con temor unos a otros, y los ojos del viejo Ezra miraron furtivamente. Sin embargo, la sombría expresión de Solomon Kane no se alteró, y su mirada de cóndor pareció atravesar al avaro.
—¡Sí! ¡Sí! —murmuró el viejo Ezra apresuradamente—. ¡Una cosa mala, una cosa mala! Pero ¿por qué me cuentas esto a mí?
—Sí, es una cosa triste. Escucha aún más, Ezra. El demonio surgió de entre las sombras, y yo luché con él, sobre el cuerpo de su víctima. Sí, cómo lo vencí, no sé, porque el combate fue difícil y largo; pero las potencias del bien y de la luz estaban de mi parte, y son más poderosas que las potencias del infierno. »Finalmente fui el más fuerte, y eso se separó de mí y escapó, y yo lo perseguí sin resultado. Sin embargo, antes de escapar murmuró una monstruosa verdad.
El viejo Ezra miró con asombro, desatinadamente, pareció encogerse dentro de sí mismo.
—No, ¿por qué me cuentas eso? —murmuró.
—Volví a la aldea y conté mi relato —dijo Kane— porque supe que tenía entonces el poder de librar los páramos de su maldición para siempre. Ezra, ven con nosotros.
—¿Adónde? —jadeó entrecortadamente el avaro.
—Al roble podrido que hay en los páramos.
Ezra tambaleó como si lo hubieran golpeado; gritó incoherentemente y se dio a la fuga.
Al instante, y a la severa orden de Kane, dos fuertes aldeanos se abalanzaron sobre el avaro y se apoderaron de él. Arrancaron la daga de su débil mano, y le ataron los brazos, estremeciéndose al tocar con los dedos su viscosa carne.
Kane les hizo señas para que lo siguieran, y volviéndose inició la marcha, seguido por los aldeanos, que tuvieron que emplear toda su fuerza para llevar consigo al prisionero.
Fueron atravesando el pantano, tomando una senda poco usada que iba por sobre las colinas bajas y salía a los páramos.
El sol se ponía en el horizonte y el viejo Ezra fijó la vista en él con ojos salientes: fijó la vista como si no pudiera ver lo suficiente. A lo lejos, en los páramos, se alzaba el gran roble como una horca, ahora sólo una cáscara podrida. Allí se detuvo Solomon Kane.
El viejo Ezra se retorció en el puño de su aprehensor y emitió unos ruidos inarticulados.
—Hace más de un año —dijo Solomon Kane—, tú, temiendo que tu insano primo Gideon contara a la gente tus crueldades con él, lo trajiste desde el pantano por la misma senda por la que vinimos, y lo asesinaste aquí de noche.
Ezra se encogió y gruñó: —¡Tú no puedes probar esa mentira!
Kane dijo unas pocas palabras a un ágil aldeano. El joven trepó por el tronco podrido del árbol, y de una hendidura situada muy arriba extrajo algo que cayó ruidosamente a los pies del avaro. Ezra perdió la firmeza, profiriendo un terrible alarido.
El objeto era el esqueleto de un hombre, con el cráneo partido.
—Tú, ¿cómo supiste de esto? ¡Tú eres Satanás! —farfulló el viejo Ezra.
Kane se cruzó de brazos.
—La cosa con la que peleé anoche me dijo esto mientras combatíamos, y yo lo seguí hasta este árbol. ¡Porque el demonio es el fantasma de Gideon!
Ezra gritó de nuevo y luchó fieramente.
—Sabías —dijo Kane sombríamente—, sabías qué cosa era el autor de estos hechos.
Temías al fantasma del loco, y por eso optaste por dejar su cuerpo en el fangal en vez de esconderlo en el pantano. Porque sabías que el fantasma rondaría el lugar de su muerte.
Era loco mientras vivía, y al morir no supo dónde encontrar a su matador; de otro modo, hubiera ido por ti a tu cabaña. Él no odia a nadie más que a ti; pero su espíritu confundido no puede distinguir a un hombre de otro, y mata a todos, para no dejar escapar a su asesino. Sin embargo te conocerá y descansará en paz para siempre, a partir de ese momento. El odio ha convertido a ese fantasma en una cosa sólida que puede desgarrar y matar, y aunque él te temía terriblemente cuando estaba vivo, en la muerte él no te teme.
Kane cesó de hablar. Miró de soslayo al sol.
—Todo esto lo supe por el fantasma de Gideon, en sus gemidos, sus susurros y sus silencios que eran gritos. Sólo tu muerte apaciguará a ese espíritu.
Ezra escuchó en un silencio expectante y Kane pronunció las palabras de su sentencia.
—Es una cosa difícil —dijo Kane sombríamente— que un hombre sea condenado a muerte a sangre fría y en una forma como aquélla en que estoy pensando; pero tú debes morir para que otros vivan, y Dios sabe que mereces la muerte.
«No morirás por la horca, la bala o la espada, sino en las garras de aquél a quien asesinaste: porque nada más lo podrá saciar».
Ante estas palabras el cerebro de Ezra estalló, sus rodillas cedieron y cayó arrastrándose y pidiendo a gritos la muerte, suplicándoles que lo quemaran en la hoguera, que lo desollaran vivo. El rostro de Kane estaba rígido como la muerte, y los aldeanos, despertada su crueldad por el miedo, ataron al ululante infeliz al roble, y uno de ellos lo invitó a reconciliarse con Dios. Pero Ezra no dio respuesta, gritando agudamente con insoportable monotonía. Entonces el aldeano quiso golpear al avaro en la cara, pero Kane lo detuvo.
—Déjalo que haga las paces con Satanás, con quien es más probable que vaya a encontrarse —dijo torvamente el puritano—. Está por ponerse el sol. Aflojad las cuerdas para que pueda moverse libremente en la oscuridad, ya que es mejor encontrar la muerte libre y sin trabas que atado como un sacrificado.
Al volverse para dejarlo, el viejo Ezra gimió y farfulló sonidos no humanos, y luego quedó en silencio, con la vista fija en el sol con terrible intensidad.
Se marcharon cruzando el marjal, y Kane echó una última mirada a la grotesca forma atada al roble, que parecía a causa de la incierta luz un gran hongo crecido en el tronco. Y repentinamente el avaro gritó espantosamente: —¡Muerte! ¡Muerte! ¡Hay calaveras en las estrellas!
—La vida fue buena para él, aunque era gruñón, avaro y maligno —suspiró Kane—; quizá Dios tenga para esas almas un lugar donde el fuego y el sacrificio las purifiquen de sus impurezas, así como el fuego limpia de hongos el bosque. Sin embargo mi corazón está triste dentro de mí.
—No, señor —habló uno de los aldeanos—, usted no ha hecho más que la voluntad de Dios, y lo que va a ocurrir esta noche sólo producirá bien.
—No —respondió tristemente Kane—. No lo sé. No lo sé.
El sol se había ocultado y la noche se extendía con pasmosa rapidez, como si grandes sombras fueran descendiendo desde vacíos desconocidos para cubrir el mundo con precipitada oscuridad. A través de la oscura noche llegó un eco horripilante, y los hombres se detuvieron y se volvieron para mirar el camino que habían recorrido.
No se podía ver nada. El páramo era un océano de sombras y las altas hierbas se inclinaban alrededor de ellos en largas ondulaciones ante el débil viento, rompiendo la mortal quietud con intensos susurros.
Entonces en lontananza el disco rojo de la luna apareció sobre el marjal, y por un instante una horrenda silueta se recortó tétricamente sobre él. Una forma huía cruzando la cara de la luna, una cosa grotesca y encorvada cuyos pies apenas parecían tocar el suelo; y detrás, muy cerca, corría una cosa como una sombra flotante, un horror sin nombré, sin forma.
Durante un instante los dos corredores se destacaron claramente contra la luna; luego se confundieron en una masa informe e innominable, y desaparecieron en las sombras.
Por todo el marjal resonó el estallido de una sola y terrible carcajada.