La mujer colgada
Por J. W. AARON
Me despertó el timbre del teléfono. Era de noche todavía, pero en el mes de enero, mes brumoso por excelencia, eso no significaba gran cosa. Eché una ojeada a mi reloj. Eran las ocho.
Tillie Monroe es la telefonista de Devensville. Parecía en el paroxismo de la más viva agitación.
—Sheriff Marking —me dijo—, le llaman urgentemente de casa de Williamson. Hay... hay alguien muerto.
La residencia Williamson se encuentra a dieciocho kilómetros al noreste de Devensville. Yo, por mi parte, vivo a ocho kilómetros de esta aglomeración urbana. Además de ser el sheriff del condado, soy también propietario de un rancho, donde me dedico a la cría de ganado.
—¿De qué se trata, Tillie? —pregunté, ya completamente despierto esta vez.
—No lo sé exactamente. Una mujer, parece. La han encontrado colgada. Eso es lo que han dicho por lo menos.
—Está bien —contesté—. Voy en seguida.
Me avergonzaba un poco decirle que no había tomado todavía el desayuno y que tenía ganas de hacerlo antes de salir, de modo que traté de ganar algún tiempo.
—Escucha, Tillie, trata de encontrar a Sim Baker y dile que venga.
—¡Está usted bueno! —me contestó con un tonillo de ironía bastante molesto—. ¡Figúrese, Tom! Ha sido justamente él quien me ha hecho avisarle a usted. Todavía está en el teléfono.
—¿Te molestaría mucho, querida Tillie, pasarme la comunicación? —murmuré con el tono más suave y candoroso de que fui capaz.
Sim es mi ayudante. Inmediatamente oí su voz.
—¿Sí, Tom? Estoy aquí.
—¿Y dónde es aquí?
—En mi casa. Me acaban de poner al corriente ahora mismo del asunto. Te he telefoneado en seguida.
—No me esperes. Vete allí inmediatamente. Me reuniré contigo lo antes posible.
Me puse en seguida en camino. El cielo estaba gris, y los regueros de nieve sucia cubrían todavía la pradera con largas placas grisáceas.
Había cogido el jeep, porque la carretera estaba en muy mal estado y porque, todo hay que decirlo, aquellos días aún mimaba especialmente a mi Buick nuevo para lanzarlo a semejante aventura.
Cuando llegué a la residencia de los Williamson, Sim me estaba esperando ya en la puerta. Su coche se hallaba cerca de un viejo Chevrolet modelo 1956, un verdadero cascarón. Ambos coches estaban parados frente a la fachada principal de la casa. Me detuve, y Sim vino a mi lado. Sim es un robusto hombretón de unos sesenta años, con corazón de muchacho aventurero. Su abundante cabellera blanca contribuye a dulcificar su rostro, que, en ciertos momentos, parece tallado en piedra. No dejamos ni un minuto de fumar mientras él me contaba el asunto sin olvidar detalle.
—Se trata de Liz Peterson —me dijo—. ¿La conoces?
Sí, la conocía. Veinticinco o veintiséis años. Casada dos veces, divorciada dos veces también. Una mujer que bebía mucho y que llevaba una vida bastante ligera.
—No la reconocí inmediatamente —precisó Sim— a causa de aquella horrible lengua colgando y de los ojos, pero puedo asegurar que es Liz Peterson. Se ha ahorcado colgándose en la puerta de una habitación de trastos viejos, en el primer piso.
—Me miró de repente, sombrío—. Bartel estaba aquí y parece que anda de mal humor. Su mujer se ha marchado a Denver, a casa de unos amigos. Él pensaba aprovechar la ausencia de su costilla para divertirse un poco hasta la madrugada.
Bajé la cabeza para reflexionar. Charley Bartel es el jefe de policía de Devensville.
—En este momento —prosiguió mi ayudante— no hay más que tres huéspedes en la casa. Dos hombres y una chica. Están juntos. Hace un momento estaban cada uno en su habitación, parece, pero esto no quiere decir gran cosa. La mujer es una criatura de las que hacen perder la cabeza, y uno de los chicos parece un actor de cine. En cuanto al otro es un tipo de más de cincuenta años. —Sim se volvió hacia mí y me miró guiñando discretamente un ojo—. Charley no deja de dar vueltas alrededor de la muchacha, como un zorro alrededor de su presa.
Gruñí algo. A pesar de ser casado. Charley Bartel hacía siempre honor a su bien ganada reputación de "conquistador" de corazones femeninos. Después de haber encendido un nuevo cigarrillo, Sim siguió contándome:
—Mrs. Donald ha sido quien ha encontrado el cuerpo. Debieron celebrar una buena juerga aquí ayer noche. Vasos y botellas vacías por todas partes... Después de ordenar un poco la planta baja, Mrs. Donald ha subido al primer piso. Al entrar en una de las primeras habitaciones que suponía vacías, la pobre Mistress Donald (ya sabes, la encargada de las faenas caseras) ha descubierto el cuerpo. Colgado de la puerta del cuarto trastero, resultaba un espectáculo no precisamente divertido de contemplar. ¡Una bonita forma de empezar el día! —Se calló el tiempo justo para encender otro cigarrillo, aspiró una profunda bocanada de humo—. ¿Qué más? —pareció preguntarse a sí mismo antes de seguir—: ¡Ah! sí. Charley ha decidido en seguida meterse en esto para hurgar allí arriba, y un poco después (hacia las ocho menos cuarto) me ha telefoneado para averiguar si ya estaba levantado y todo esto. Ha empezado por mascullar si resultaría ahora que era él quien se vería obligado a hacer todo el trabajo de la policía del condado. Y después me ha preguntado si quería telefonearte para hacerte levantar y salir a la calle para cumplir con las funciones para las cuales te eligieron sheriff... —Sim siguió fumando su cigarrillo, casi consumido ya—. Entonces te he telefoneado. Eso es todo. Después, he telefoneado también a Pete Hardy para decirle que tenía que representar su papel de médico forense en la pensión Williamson. Me ha contestado que ya estaba al corriente de lo que había ocurrido; pero todavía no lo he visto por aquí. Eso demuestra que la gente no hace el menor caso de lo que yo les digo —terminó con un tono amargo.
Bajamos del jeep para dirigirnos hacia la casa. Era un edificio imponente, hecho a base de ladrillos rojos pintados de blanco en los ángulos de la casa. Sim me condujo hasta la habitación donde se encontraba el cadáver. La mujer, vestida con un estrecho vestido verde con los hombros desnudos, estaba colgada en la puerta de la habitación. Llevaba medias, y faltaban unos diez centímetros para que los dedos crispados de sus pies llegaran al suelo. La cuerda que le rodeaba el cuello pasaba por encima de la bisagra superior para desaparecer de la vista. La puerta estaba cerrada.
Tirada en el suelo, a un metro de la mujer, había una silla de respaldo recto. Cerca de los pies de la desgraciada, desesperadamente tendidos hacia el suelo, estaban caídos un par de zapatos negros de tacones altos. El contrafuerte de los zapatos parecía un poco abierto, como si éstos hubieran sido demasiado pequeños para ella, y hubiera tenido que forzarlos para ponérselos sin calzador desde el día que se los había comprado.
Haciendo ostentación de su autoridad, en medio de la habitación, estaba Bartel. Era un hombrecillo bajito, pero pulcro y cuidadoso de su persona hasta un punto rayano en la coquetería. Tenía cuarenta años y los llevaba bien. Nos echó una mirada de reojo, murmuró algo y se volvió de espaldas. No quería por nada del mundo enzarzarme con él en una discusión de carácter jurídico y, en consecuencia, me abstuve de preguntarle qué hacía allí, tan lejos de la ciudad.
—Bien, Charley, ¿qué dice? —le pregunté.
—Digo que ha sido un suicidio.
—¿Y cómo cree que lo ha podido hacer?
Charley tomó el aire superior e insolente de un gallo cacareando en medio del corral. Consideró a la muerta desde todos los ángulos, de una forma un tanto particular, digamos lejana y autoritaria, como si se tratara de una leona que hubiera capturado y puesto a buen recaudo.
—Ha hecho un nudo corredizo —declaró— y después ha hecho pasar el otro extremo de la cuerda por el extremo de la bisagra superior de la puerta. Después ha entrado en la habitación, ha cogido la silla, se ha subido a ella, se ha pasado la cuerda alrededor del cuello y ha dado un puntapié a la silla. —Sonrió con un aire un tanto molesto—. Antes de que todo terminara —dijo— ha debido pernear. Por eso ha perdido los zapatos.
Sim se acercó y se inclinó sobre los pequeños rasguños que había en la puerta y en la pared, junto a la puerta.
—Evidentemente, ha cambiado de opinión después de haber tirado la silla fuera de su alcance.
Charley bajó la cabeza.
—Era demasiado tarde para cambiar de opinión. En cualquier caso, la puerta es demasiado ancha. —Y para apoyar su opinión cogió los brazos inertes de la mujer y los orientó hacia el tirador de la puerta—. Estaba claro que los dedos de la infortunada no podían llegar hasta él. Ya lo ven ustedes. Desde el lugar donde está, le era imposible llegar a él. Y como la cuerda está sujeta "al otro lado", aunque hubiera podido coger el tirador de la puerta y abrir éste, le hubiera resultado imposible ir a deshacer el nudo. —Movió la cabeza con aire satisfecho—. No, amigos míos, en cuanto ha empujado la silla ya no le ha quedado ninguna esperanza ni ha tenido tiempo de cambiar de opinión, ni aun en el caso de que hubiera experimentado por un segundo este deseo.
Sim se inclinó de nuevo, examinando las medias, rotas en los pies.
—Me juego la paga del mes a que ha sentido este deseo. ¡Y de qué manera!
Miré a Bartel.
—¿Ha informado usted al forense?
—Por supuesto, y sin perder un momento.
—¿Ha llamado usted a alguien más?
—¿Para hacer qué?
Me volví hacia Sim.
—Vete a buscar a Milo. A esta hora debe estar en su almacén. Y que se traiga todos los utensilios de su oficio. Es un trabajo para la policía y se le pagará según la tarifa habitual.
Sim desapareció. Yo me dirigí a Charley.
—Me pregunto lo que va a decir el forense. Me gustaría examinar el otro trozo de la cuerda.
Charley se acercó, cogió el tirador y abrió la puerta de par en par.
—Aquí lo tiene —dijo apartándose—. Eche una mirada si quiere.
A pesar del peso que soportaba el gozne, la puerta no había chirriado al abrirse. La cuerda (una vulgar cuerda de tender la ropa, al parecer) estaba colgada entre el gozne superior de la puerta y la percha, alrededor de la cual había sido sólidamente arrollada. En la parte alta, justo debajo de la bisagra, había unos treinta centímetros de dicha cuerda que estaba enteramente rasgada. Se lo hice notar a Bartel.
—No es sorprendente —me contestó—. La bisagra es dura y aristosa, y la cuerda ha debido frotarse contra ella.
—Cuando la puerta está cerrada, no existe frotamiento posible —le repliqué —porque la cuerda queda tirante y permanece en su lugar. No puede deslizarse.
—De acuerdo. Pero cada vez que ge abre la puerta, la cuerda roza con la bisagra. —Se encogió de hombros—. Es fácil de comprender.
—¿Tenía alguna razón para suicidarse, Charley?
—Estaba encinta de tres meses. ¿Es que no lo sabía, Marking?
Lo ignoraba, efectivamente. Encendí un cigarrillo y miré a la mujer muerta.
—Me pregunto qué había venido a hacer aquí.
—Ésta es la pregunta que yo también me hago. Pero Mr. Carver debe saberlo, probablemente.
—¿Quién?
—¡Ah! ¡Lo había olvidado! No ha interrogado todavía a los huéspedes. Mr. Carver es justamente uno de ellos.
—¿Dónde están en este momento?
Hizo un vago gesto como de ignorancia.
—No lo sé. Pero no deben andar demasiado lejos.
—¿Por qué no los ha hecho esperar a todos aquí, Charley? ¿Quiere hacer el favor de reunirlos en la planta baja, en el saloncito? Me pondré en contacto con ellos después de haber hablado con Ed.
* * *
Encontré a Ed Williamson en su despacho.
Me preparó una copa, me la ofreció y se hundió en su sillón. Me invitó a sentarme a mi vez, y encendimos sendos cigarrillos.
—No resultará fácil este asunto, ¿verdad? —observó.
—Desde luego que no —confirmé—. ¿Tú conocías a esta muchacha?
—Por supuesto. Es Liz Peterson.
—¿Y no tienes la menor idea de qué vino a hacer aquí?
—En absoluto, Tom. Precisamente, jamás había venido a esta casa en anteriores ocasiones, si es a esto a lo que te refieres. Que yo sepa, jamás había puesto los pies aquí.
Bajé la cabeza.
—Sim me ha dicho que tienes tres huéspedes en este momento.
—Exacto.
—¿Quiénes son?
—Miss Everly, Mr. Burns y Mister Carver.
—¿Están juntos ahora?
—Sí. Miss Everly es la novelista Marsha Everly. ¿Has oído quizá hablar de ella?
Moví negativamente la cabeza.
—Yo tampoco —precisó Ed sonriendo—. Mr. Elton Burns es un hombre de negocios.
—¿Y el otro? ¿Ese Mr. Carver?
—Un parásito. Un aprovechado. Nada interesante.
—¿Es atractivo?
—Es lo que podríamos llamar un chico guapo, sí —murmuró Ed tras haber reflexionado un instante.
—¿Lo mantiene ella?
—¿Quién?
—Miss Everly. ¿Mantiene a ese Carver?
Ed pareció dudar un poco antes de contestar.
—Yo no he dicho eso, Tom. La verdad es que no lo sé.
—¿Alguno de esos tres había estado aquí con anterioridad?
—Burns, el hombre de negocios. Hace tres o cuatro años. A los otros jamás los había visto antes de ahora.
—Sim me ha dicho que has llegado en avión esta mañana desde Rapid City —dije cambiando de tono al mismo tiempo que de tema.
—Es cierto. He estado allí algunos días.
—¿Has comprado ganado?
—Unas cuantas cabezas. No tantas como el año pasado. No sé lo que ha ocurrido, pero este año el comercio no... —Se interrumpió.
—¿Y quién se ocupa aquí de los negocios durante tu ausencia?
—¿De qué negocios? ¿De los de la granja o de los de la casa?
—De la casa.
—Mrs. Donald. Viene todos los días, de las siete de la mañana a las siete de la tarde. Limpia las habitaciones, hace las comidas y vigila el buen funcionamiento de todo. Cuando debo estar ausente más de veinticuatro horas, pido a Charley que pase por aquí una o dos veces durante el día para ver si todo marcha.
—¿Te refieres a Bartel?
—Sí, a Charley Bartel.
—Es amable por su parte prestarse a ello.
—Ya lo conoces. Él cree que es un poco gracias a mí que sigue siendo el jefe de esta esquelética policía que tenemos en Devensville.
—¿Y es verdad?
Sonrió sin contestarme y me ofreció un segundo vaso, que rechacé.
—No, gracias. Debo ponerme a trabajar inmediatamente. El forense no puede tardar ya —dije.
—¡Vaya! —exclamó con un brillo de malicia en los ojos—. Creía que Charley debía ocuparse solo de ese asunto.
Los huéspedes me esperaban en el saloncito.
La mujer estaba sentada en un sillón. Fumaba con cierto nerviosismo. Era guapa. Una morena verdaderamente atractiva. Un tipo vulgar y calvo mordía un enorme cigarro puro con aire lejano. De pie cerca de la ventana, miraba ostensiblemente hacia el exterior. El joven que estaba a su lado era alto y delgado. Parecía aburrirse con todo aquello. Cuando manifesté mi presencia, todos volvieron la cabeza hacia mí y me miraron con la mirada vacía.
Empecé por presentarme y les sugerí que regresaran a sus habitaciones y que permanecieran en ellas. Les anuncié también que no tardaría en ir a verlos para tener una charla con cada uno en particular. Les precisé asimismo que se trataba de un procedimiento corriente en estos casos, por lo que no tenían nada que temer. Añadí que aquel asunto sería solucionado rápidamente, y les pregunté si tenían algo que preguntarme. Todos dijeron que no.
Me marché, indicándoles que podían hacer lo mismo. Durante un instante, nadie se movió. Al final, la mujer aplastó su cigarrillo en el cenicero. Después pude oír el suave roce de las medias cuando descruzó las piernas. Se levantó y se dirigió despacio hacia la escalera. Los otros dos la siguieron.
Encontré a Sim y a Charley en la cocina, bebiendo una taza de café. Respondiendo a mi pregunta, me dijeron que el forense no había llegado aún.
—¿No creen que ya es hora de que bajemos el cuerpo? —pregunté.
Bartel puso el grito en el cielo.
—¿Es que acaso ha olvidado su oficio? Si hacemos esto antes de que llegue, Hardy será capaz de retorcernos el cuello.
—Está bien. En este caso, subo al primer piso para interrogar a los huéspedes. Llámenme cuando llegue Hardy.
Hice una señal a mi ayudante para que me siguiera hasta el comedor.
—Sim —le ordenó—, vas a irte en un vuelo a la ciudad. Recoge todos los informes posibles sobre Liz... con quién ha salido en estos últimos tiempos... quiénes eran sus amigos... En fin, ya sabes...
Afirmó con la cabeza.
—Debes pasar también por casa del fiscal. Dile que su presencia aquí me parece necesaria. Dile que, en mi opinión, se trata de un crimen.
Sim me miró asombrado.
—Está bien —le dije—. Le telefonearé yo mismo. Pero me las tendré que arreglar para que la comunicación no pase por la centralita de Tillie, si no, toda la comarca lo sabrá en menos de dos minutos. Y no quiero que ocurra eso antes de haber solucionado el asunto.
* * *
Elton Burns me recibió amistosamente:
—Entre, sheriff. Siéntese, por favor.
—¿Es usted el hombre de negocios de Miss Everly?
—Sí. Me ocupo de sus bienes y defiendo sus intereses desde hace diez años.
—¿Están ustedes de vacaciones ahora?
—Sí y no. Estoy en tratos con varias editoriales californianas para la posible venta de una de las novelas de Miss Everly. Y también estoy en tratos con una productora que tiene interés en llevar al cine una de las obras de Miss Everly. Digamos, pues, que concilio los negocios con las vacaciones. Junto lo útil y lo agradable.
—¿Y Miss Everly?
Parpadeó. Precisé la pregunta.
—Sí. ¿También ella está de vacaciones?
—Por supuesto que sí. Yo había estado aquí hacía tiempo. La región me gustó. Cierto es que quizá la idealicé en exceso en mi imaginación, y cuando le dije a Marsha que venía aquí este año decidió acompañarme. Esperaba encontrar en este lugar temas e ideas nuevas para sus próximas novelas.
—¿Y Mr. Carver? ¿También él está de vacaciones?
Burns se aclaró la garganta.
—Él está de vacaciones desde hace treinta y tres años —murmuró con voz sorda.
—No parece que tenga esa edad.
—Quizá no. Pero, en todo caso, son los años que tiene.
Encendí un cigarrillo.
—Hubo una pequeña juerga aquí ayer por la noche, ¿no?
—Bebimos unas cuantas copas, nada más.
—¿A qué hora acabó la fiesta?
—Alrededor de las doce —dijo tras un momento de reflexión.
—¿Oyó usted algo desacostumbrado durante la noche? ¿Algún ruido, una voz?
—En absoluto. Duermo como un tronco.
—¿Se ha despertado tarde?
—Esta mañana, no. ¡Había un ruido espantoso en el pasillo, un griterío de mil diablos! ¡Aquello parecía una reunión electoral!
—¿Ha sido entonces cuando se ha enterado de la muerte de esa mujer?
—Sí.
—¿La ha visto?
—¿Cuándo? ¿Esta mañana?
—Sí. Como todo el mundo.
—¿La había usted visto en otras ocasiones? ¿Habían hablado?
—¡Jamás!
—Está bien. ¿Les ha interrogado el jefe de policía?
—¿El hombre bajito? No. Esperaba que llegara usted.
—¿Va usted a menudo a la ciudad, Mr. Burns?
—He estado dos veces. El domingo pasado, para asistir al servicio religioso, y el anterior.
—¿Desde cuánto tiempo está usted aquí?
—El miércoles hará tres semanas justas.
Sonreí.
—No se puede decir que salga usted mucho, Mr. Burns.
Se inclinó hacia delante súbitamente, con aspecto serio.
—Escuche, Mr. Marking. No quiero hablar mal de su ciudad. Pero las ciudades, en general, las conozco bien. Ruido y olor a gasolina. Estoy hasta los pelos de ellas.
—¿Y los otros dos? ¿Piensan como usted?
—Marsha, sí. En cuanto a Tod... Mr. Carver... Se pasa en la ciudad la mitad del tiempo. Nadie puede impedírselo. "Dice" que se va al cine.
—Pero cuando vuelve del espectáculo, por la noche, ¿regresa temprano?
—No lo sé. Me acuesto regularmente a las nueve.
—Me pregunto por qué esta desgraciada habrá venido a morir aquí —exclamé.
Se golpeó las rodillas con las palmas de las manos.
—Ésta, sheriff, es una pregunta a la cual no le puedo contestar. No sé nada en absoluto respecto a eso.
Me levanté y me incliné ligeramente antes de salir.
—Me ha sido usted de una gran ayuda, Mr. Burns. Se lo agradezco mucho.
Su mirada interrogante se posó en mis ojos.
—Se trata, por supuesto, de un suicidio, ¿no es cierto?
—Yo... No sabemos nada todavía.
De cerca, Marsha Everly parecía mayor. Trabajaba en un pequeño escritorio instalado cerca de la ventana. Con sus gafas con montura de concha tenía casi el aire de una honesta ama de casa.
—No me gusta que me interrumpan, sheriff —me dijo con aire glacial—. Espero que su visita sea lo más breve posible.
—Haré lo que pueda —contesté, siguiendo en pie. Eché una ojeada a un montón de hojas manuscritas, colocadas sobre el escritorio—. ¿Está usted escribiendo?
—Soy escritora —murmuró impaciente—. Es natural que esté escribiendo, ¿no le parece? Estoy "trabajando".
—¿Y Mr. Burns es su administrador?
—¡Sí!
—A simple título de información... ¿puede usted decirme qué tiene que ver con ustedes Mr. Carver?
—¿Tod?... Es mi prometido. ¿Por qué?
—Por nada. Sólo para poner a cada personaje en su casilla justa. Nada más...
—¡Está bien! Pues ya los tiene usted en su casilla justa. Ahora...
—Nada. ¡Ya estoy satisfecho!
Le hice las mismas preguntas que a Burns sobre los acontecimientos de la noche anterior, y me contestó lo mismo que su administrador. Proseguí:
—¿Se ha levantado temprano hoy?
—Alrededor de las siete, me parece. Mrs. Donald me ha despertado.
—¿Ha visto el cuerpo?
—Sí. El jefe de policía nos ha pedido que lo viéramos.
—¿Había visto a esta mujer antes de esta mañana?
—Creo que no.
—Se lo agradezco, Miss Everly. Le pido perdón por haberla molestado.
—Déjelo. Cierre la puerta despacio, por favor.
* * *
Con el torso desnudo, ligeramente bronceado, Tod Carver se estaba afeitando en el cuarto de baño. Ed tenía razón: era un muchacho guapo. Casi un muchacho demasiado guapo.
Estudié su comportamiento mientras le formulaba las preguntas de rigor. Aquello le molestaba: de eso no había ninguna duda. Me contestó sin ningún interés y con cierta negligencia.
—Así pues, esta mañana ha oído hablar por primera vez de esta mujer... de la muerta.
—Ha sido la primera vez que he oído hablar de ella como de una mujer muerta.
Debió leer la sorpresa en mi rostro.
—¿La conocía? —pregunté.
—La había visto.
—¿Dónde?
Limpió la maquinilla.
—En el "Rod and Gun Club" —dijo encogiéndose de hombros— y también en la boîte que hay en el barrio oeste de la ciudad. He olvidado su nombre.
—¿El club "Etrier"?
—Sí, ése es.
—¿Le había usted dado alguna cita?
—Una o dos veces... —admitió.
—¿Y había ido... con ella?
—Una o dos veces —respondió sonriendo ligeramente.
—¿Sabe usted que podría considerar esto como una confesión en toda la regla, Mr. Carver?
—Liz era una gran muchacha, se lo aseguro, sheriff —me cortó él.
—¿Los han visto juntos en alguna ocasión?
—Resultaba imposible pasar inadvertidos. Su conducta era notoria, y yo soy forastero aquí. En las ciudades pequeñas la gente no tiene nada más que hacer que observar a los forasteros, ya lo sabe usted.
—En su opinión, ¿por qué vino ella aquí ayer?
—¡Bonita pregunta! ¡Yo qué sé!
—¿No la vio usted ayer por la noche?
—En absoluto.
—¿Y ella no le acompañó jamás aquí?
Su mirada hizo una especie de viaje de ida y vuelta en dirección a la habitación de Miss Everly.
—Nunca la traje aquí. Se lo puedo jurar —declaró con convicción.
—Y Mr. Burns y Miss Everly, ¿conocían a Liz Peterson?
—Eso también se lo puedo jurar. No la conocían.
—Bueno. Yo, por mi parte, le juro a usted que es mejor que esté en todo momento a mi disposición. ¿De acuerdo?
Me miró con los ojos muy abiertos. Cuando salí de la habitación, acababa de secar su maquinilla de afeitar.
El despacho estaba desierto. Descolgué el teléfono. La voz nasal y aguda de Tillie resonó en mis oídos.
—¡Diga!
—Aquí el sheriff Marking. ¿Estamos solos, Tillie?
—¿Cómo solos?
—Sí. Me refiero a si estamos en circuito cerrado o no.
—Sí, estamos en circuito cerrado. Nadie más puede escucharnos.
—Está bien. Necesito hacer algunas averiguaciones y pienso que puedes ayudarme a conseguirlas. Pero, sobre todo, la boca bien cerrada, Tillie.
Ella protestó indignada.
—Vamos, Mr. Marking, usted sabe bien que jamás...
—Por supuesto, Tillie. Lo he dicho simplemente por costumbre. Es una fórmula corriente, para refrescar la memoria...
—Tengo la memoria bien fresca, Mr. Marking.
—De acuerdo. Ahora, escúchame bien, Tillie. ¿Tod Carver ha recibido alguna llamada telefónica en las últimas dos o tres semanas?
—¿Interurbana?
—Interurbana o procedente de otra localidad.
—Interurbana, no ha habido ninguna. En cuanto al resto, es preciso que oiga pronunciar el nombre del interesado; si no, no puedo saberlo.
—Sí. ¿Y lo oíste?
—¿Si oí qué?
—¿Oíste a alguien pronunciar su nombre?
—Sí. Pensándolo bien, una o dos veces. Era una mujer. Las dos veces. Llamaba desde... —Tillie se interrumpió un instante y después prosiguió—: Ahora lo recuerdo bien. Llamaba desde el "Rod and Gun Club".
—Bien. ¿Mr. Carver estaba en su habitación siempre?
—Sí. Ella le hablaba de una cita que se habían dado, me parece. Él se mostraba muy cortés. Hablaba en voz baja y como un verdadero caballero. Fue lo que pude deducir de lo poco que oí.
—¿Y Mr. Carver estaba de acuerdo en celebrar esta cita?
—¿Cómo quiere usted que yo lo sepa? Después de todo, comprenderá que no estoy pendiente de todas las conversaciones —me contestó alterada.
—¿Y Miss Everly? ¿La han llamado por teléfono durante las dos o últimas semanas?
—No. Pero el otro hombre, mister Burns, ése sí que ha telefoneado, ha debido gastar una verdadera fortuna en conferencias solamente durante la semana pasada. Telefoneaba a California a un cierto Jefferson y discutían el precio de la edición de un libro de Miss Everly. No tiene usted ni idea de lo que Jefferson estaba dispuesto a pagar. Es increíble. En mi opinión, ningún libro del mundo vale este precio. Excepto la Biblia, quizá. Y todavía...
Interrumpí el río de consideraciones personales de Tillie.
—Está bien. Eso es muy interesante. Pero ¿podría proporcionarme inmediatamente la lista de las llamadas que has recibido desde esta mañana?
—Por supuesto. A las siete y cuarto, Charley ha telefoneado al forense. Un poco más tarde, hacia las ocho, ha llamado a Sim Baker. Y después... espere... Creo que eran las ocho y media cuando Sim ha telefoneado al forense. Y hacia las nueve, Sim ha telefoneado a Milo Ennis a su tienda de fotografía. No hay nada más.
—¿Estás segura de no haber olvidado nada?
Se puso furiosa.
—Escúcheme, Tom Marking, yo ocupaba ya este puesto cuando usted iba todavía con pantalones cortos, y si se atreve...
Colgué. Estaba verdaderamente segura de no haber olvidado nada.
* * *
El médico forense llegó en compañía de Milo Ennis. Este último parecía de mal humor.
—Han elegido precisamente el día que debía ir al colegio a hacer las fotos —me lanzó con tono acusador mientras subía sus utensilios de trabajo al primer piso.
Pete Hardy, el forense, era un hombre de unos sesenta años, corpulento, con una corona de cabellos blancos alrededor de un cráneo completamente calvo, lo cual hacía resaltar todavía más su tez bronceada. Algo parecía inquietarlo.
—¿La familia de la difunta ha sido ya advertida? —me preguntó.
—Por lo que yo sé, Pete, Liz Peterson no tenía familia.
Frunció las cejas.
—¿Era solvente o el condado se tendrá que hacer cargo de sus gastos?
—No sé —contesté reprimiendo una sonrisa—. El banco nos dirá si poseía una cuenta corriente o no. El teléfono está allí —murmuré indicándole la puerta del despacho.
En el condado son numerosos los funcionarios que cabalgan sobre dos caballos al mismo tiempo en lo que respecta a su trabajo, y Pete no constituía una excepción. No solamente cumplía con sus funciones de médico forense sino que era también el propietario de una empresa local de pompas fúnebres. Existe en Devensville otro negocio del mismo género, pero Pete no dudaba nunca en aprovecharse de sus funciones oficiales, es decir, de las atribuciones que le proporcionaba su cargo para favorecer la concurrencia de "clientela" a su empresa.
Pete estaba al teléfono cuando Bartel apareció secándose los labios. Salía de la cocina.
—Marking —me dijo—, el fiscal acaba de llamar mientras estaba usted en el primer piso. Viene con Sim.
—Muy bien. Pero dígame una cosa, Charley. ¿Dónde diablos se oculta Mrs. Donald? No la he visto en toda la mañana.
Bartel se echó a reír.
—La pobre mujer debe estar asustada con todo este jaleo. La he visto correr de un lado para otro como una gallina a la que le acaban de cortar el cuello. No hacía nada a derechas, y le he recomendado que volviera a su casa. Le he dicho que yo arreglaría las cosas si Ed se sorprendía de su ausencia.
Bajé la cabeza.
—Está bien. La interrogaré más tarde si es necesario.
Me miró atentamente.
—Me pregunto —susurró— qué estará haciendo aquí Gib Dolan.
—Yo le he pedido que viniera —le respondí. Y salí afuera. Fijada en la columna de dirección del viejo Chevrolet, la cédula de identificación indicaba la edad de Liz Peterson: 24 años. Recorrí lentamente el pequeño sendero que conducía a la carretera y regresé a la casa.
Subí al primer piso y pude comprobar que Pete Hardy se dedicaba a un examen muy superficial de la difunta.
Milo acabó sus fotos y se marchó.
Ed Williamson estaba atareado en la cocina. Estaba preparando un tentempié para el forense y Bartel.
Los huéspedes permanecían en sus habitaciones.
Gib Dolan, Sim y yo celebramos consejo en el despacho. Sim nos detalló el resultado de sus investigaciones en la ciudad. Nada de importancia, excepto un punto particular que ofrecía cierto interés: ninguna de las personas que conocían a Liz parecía saber que ésta se hallaba encinta.
Traté de relacionar, lo más objetivamente posible, todas las informaciones recogidas para sacar las oportunas conclusiones. El fiscal era un hombre todavía joven, capaz y decidido. Además, era ambicioso. Escuchaba con mucha atención todo lo que decíamos Sim y yo. Cuando me callé, un pesado silencio llenó la habitación. Al final, Gib se volvió hacia mí.
—Todo esto sobrepasa el procedimiento legal.
—Lo sé —concedí sin elevar el tono de voz.
—¿Podremos obtener pruebas?
Me encogí de hombros.
—Depende.
Levantó el brazo con un gesto de fatalidad.
—¡Qué se le va a hacer! Por supuesto, sería mejor... pero en el fondo no es decisivo. En fin, quizá sería mejor que estudiáramos el asunto de más cerca, Marking.
Subimos a la habitación del drama. El cadáver había sido descolgado y llevado al hospital, y la cuerda también había sido quitada, pero esto no tenía importancia.
—Esta mañana, cuando he examinado el cuerpo —les confié—, he observado que había una parte de la cuerda, en el interior del cuarto trastero, que estaba rasgada. Este detalle no podía ser resultado del hecho de haber abierto y cerrado la puerta. Semejante hipótesis no se tiene en pie.
—¿Y por qué no? —preguntó Dolan frunciendo las cejas.
—Escúcheme. Primero, cuando la puerta estaba cerrada, apretaba la cuerda y la mantenía sólidamente en su lugar. Dicho de otra manera, en esta posición no podía haber deslizamiento de ningún tipo, y la cuerda no podía frotar ni rozar en el gozne de la puerta. Segundo, si se abría la puerta, era posible entonces que, con la ayuda del peso del cuerpo, dicha cuerda resbalara un poco. En estas condiciones, podía rozar contra la bisagra y deshilacharse. Pero, entonces no sería dentro de la habitación donde este trozo de cuerda debía mostrar trazos de rozaduras, sino en la parte exterior. Del lado de donde colgaba el cuerpo.
Dolan hundió la cabeza en el pecho.
—Este razonamiento me parece válido —declaró.
—Y entonces, si no se trata de un suicidio —proseguí—, se trata de un crimen.
—Pero, ¿cómo lo ha hecho el asesino? —preguntó Sim—. No se ha podido observar ninguna huella de lucha.
—Puede que Liz estuviera muy bebida, quizá hasta rayar en la inconsciencia. El asesino la llevó a rastras hasta la puerta del cuarto trastero y le pasó la cuerda alrededor del cuello. Después abrió la puerta del cuarto e hizo deslizarse la extremidad libre de la cuerda por encima de la bisagra superior. Después, él pasó al otro lado de la puerta y tiró de la cuerda para levantar el cuerpo.
Dolan bajó de nuevo la cabeza.
—Efectivamente, pudo pasar así —dijo mientras parecía reflexionar. Una nueva idea le asaltó de pronto—: Pero, ¿por qué cree usted que podríamos encontrar las huellas del asesino en los zapatos de la mujer?
Encendí un cigarrillo.
—Si Liz era lo que suele llamarse "una mujer ligera", la verdad es que pesaba bastante, de modo que levantarla debió ofrecer más dificultades de las que el asesino suponía. Cuando éste hubo terminado, se dio cuenta de que los pies de la víctima estaban sólo a unos diez centímetros del suelo.
»La muchacha quizá estaba bebida cuando él le pasó la cuerda alrededor del cuello, pero es seguro que una vez suspendida, es decir, al verse colgada, o mientras comprendió que iban a hacerlo, recobró enteramente la lucidez. Por tanto, murió trágicamente, con plena conciencia de lo que le estaba ocurriendo, intentando por todos los medios salvarse. Debió, entre otras cosas, dejar deslizar sus zapatos de tacones altos al suelo, de manera que quedaran de pie. De este modo, con la extremidad de sus pies bien tendidos hacia abajo, podía llegar a tocar el borde superior, por encima de los tacones, y tener un punto de apoyo. Esto explica por qué esta parte de los zapatos está como aplastada, arrugada... De todos modos, esto no debió ser suficiente para sostenerla del todo, para servirle de verdadero punto de apoyo, pero sí, en cambio, para aliviar momentáneamente la tensión de la cuerda alrededor de su garganta. Lo suficiente, sin duda, para permitirle sobrevivir si...
—¿Y el asesino los quitó de allí?
—Sin duda alguna. Por esto los hemos encontrado perfectamente colocados el uno al lado del otro, a unos cincuenta centímetros de la puerta. Si ella los hubiera perdido pataleando, lo lógico hubiera sido encontrarlos tirados uno por cada lado.
Dolan emitió un suspiro.
—¡Parece un rompecabezas! Conjuga todo perfectamente. Está claro. Se trata sólo de saber si se pueden conseguir pruebas de todo esto.
—Espero que sí.
Dolan emprendió una acelerada marcha a través de la habitación contando las posibilidades de suerte que teníamos con los dedos de la mano izquierda.
—Puedo sugerir un móvil y demostrar la realidad de los hechos, así como la posibilidad material de realizarlos. —Se detuvo bruscamente en medio de la habitación—. Es preciso actual con método. Sim, vaya a buscar al forense y al jefe de policía. Desarrollemos nuestro juego sobre la mesa y estudiemos, examinándolas bien, las posibilidades que tiene.
Cuando Sim hubo salido de la habitación, Dolan se dirigió hacia mí.
—Sin confesiones, se trata sólo de pruebas sin valor legal. No está mal, pero... —Añadió sonriendo, después de un corto silencio—: Prefiero obtener las confesiones.
Charley Bartel y Pete Hardy aparecieron en seguida. Sim iba tras ellos. Apoyado en la puerta trágica, Dolan preguntó al médico si había terminado su examen.
—Desde luego. No me ha llevado demasiado tiempo.
—¿Y cuáles son sus conclusiones?
Hardy levantó las cejas con un movimiento de perplejidad.
—El cuerpo no presenta ninguna señal de violencia. Sólo la señal de la cuerda alrededor del cuello, por supuesto.
—¿Ha ordenado que se haga la autopsia?
—La verdad es que no lo he pensado siquiera, Gib. Pero si lo quiere, puedo mandar hacerla.
Dolan encendió un cigarrillo y me hizo una señal con la cabeza.
—Charley —pregunté dirigiéndome al jefe de policía—, ¿cómo se enteró de que Liz estaba encinta?
Se encogió de hombros con indiferencia.
—Lo oí decir en algún sitio. No recuerdo dónde.
—La mujer que compartía su habitación no sabía nada de ello.
Bartel se encogió de hombros de nuevo.
—Liz no se lo habría dicho, imagino.
—Y sus amigas del café "Virginia", donde trabajaba, lo ignoraban también.
—Bueno, sería que tampoco les habría dicho nada.
—Pero usted, Charley, usted lo sabía.
—Sí —contestó tomando, de repente, cierto aire de desafío—. Yo lo sabía.
—¿A qué hora ha llegado aquí esta mañana?
Miró al techo un instante.
—Pues... creo que alrededor de las siete.
—¿Y quién le había telefoneado? —preguntó Dolan aplastando su cigarrillo en un cenicero.
—Nadie.
—Entonces, ¿qué diablos ha venido a hacer aquí a las siete de la mañana?
Bartel sonrió.
—En ausencia de Ed Williamson, vengo todos los días a primera hora para ver lo que pasa, vigilar la caldera de la calefacción y asegurarme de que todo está en orden.
—Eso ya lo sabíamos —subrayé—. Ed nos lo ha dicho. De todos modos, me gustaría hacerle algunas preguntas más.
Tomó un aire interesado.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Cuáles, por ejemplo?
—¿Cómo sabía usted que la cuerda estaba sujeta a la percha interior?
—¿A qué se refiere? ¿Qué quiere decir con eso?
—Me refiero a esta mañana, Charley. Y para ser más exactos, al momento en que Sim y yo hemos llegado. Yo le he preguntado qué opinaba del asunto y usted me ha dicho, entre otras cosas, que la cuerda estaba sujeta a la percha, o gancho, o bisagra. ¿Recuerda cómo lo ha dicho? De la parte "interior" del cuarto. ¿Cómo lo sabía?
—Bueno... yo... yo había abierto ya la puerta. ¿A dónde diablos quiere llegar por ahí?
—Y en cambio, un poco después, en la cocina, cuando le he propuesto que bajáramos el cuerpo, ha puesto el grito en el cielo, afirmando que el médico forense nos estrangularía si tomábamos esta iniciativa antes de su llegada.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—¿Que qué tiene que ver? Cuando ha abierto la puerta, como acaba de asegurarnos, ¿cómo se ha dado cuenta de que la cuerda estaba sujeta dentro del cuarto? ¿Cómo podía "saber" que no estaba pasada simplemente por la bisagra y que no colgaba sencillamente por detrás, sin estar sujeta a parte alguna? ¿Y cómo podía saber de este modo que el cuerpo no caería cuando abriera la puerta? En este caso, usted habría sido el responsable de haber desplazado el cuerpo.
—Yo... bien... —tartamudeó ligeramente—. Suponía que la cuerda estaba atada.
—Todo iría mucho mejor para usted si en lugar de "suponer" se decidiera, por fin, a razonar cuerdamente. A utilizar la cabeza —dijo el forense irritado.
—De acuerdo —gritó Bartel—. De acuerdo, he cometido un error. Pero la cuerda "estaba" atada y el cuerpo "no se ha caído". No veo que haya nada de malo en eso.
No insistí y le pregunté:
—¿Conocía bien a Liz Peterson?
—Sí, la conocía —admitió.
—¿Se había visto en diversas ocasiones con ella?
—Sólo una o dos veces.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Hace cuatro o cinco días, creo. Quizá más. ¿Cómo diablos quiere que lo recuerde con exactitud? No llevo una agenda para anotar mil citas.
—Pero... ¿no la vio ni hoy ni ayer por la noche?
—¿Viva?
Afirmé con la cabeza.
—No —precisó—. Ni anoche ni después.
Me acerqué a él lo suficiente para observar cómo su frente se perlaba de sudor y para sentir el olor del miedo, de "su" miedo.
—¿Cómo ha venido aquí esta mañana, Charley?
—En... coche.
—¿Dónde lo ha dejado?
—¿No está... no está fuera?
Suspiré.
—No se canse, Charley. Su coche no está fuera porque no lo ha traído. Vino aquí con Liz Peterson, en el coche de ella, la noche pasada, después de que todos los cabarets de la ciudad y sus alrededores hubieron cerrado. Sabía que Ed estaba fuera y que los huéspedes estarían acostados. Sabía que podía disponer libremente y gratuitamente de whisky y después... después, sabía que había muchas habitaciones disponibles en el piso. Sin embargo, de lo único que, al parecer, no estaba informado era de que la mujer de la limpieza, Mrs. Donald, venía todas las mañanas a las siete. En un momento dado, al final de la noche, Liz quiso dar el gran golpe, pero le salió mal; en realidad, juzgó mal a su contrincante. Le dijo que estaba embarazada y que usted era el padre de ese hijo que esperaba. Y le pidió dinero, ¿no es verdad, Charley?
Bartel sacudió violentamente la cabeza.
—¡Está completamente loco! ¡No sabe siquiera lo que dice!
—Si Liz hubiera bebido menos —proseguí—, probablemente no hubiera tratado de hacerle chantaje. Y si usted hubiera bebido menos, sin duda, no la hubiera asesinado. ¡Pero fue así! Había bebido demasiado y la mató tranquilamente.
—Sería mejor para usted que expusiera pruebas de sus acusaciones. De lo contrario, le pesará.
—La llegada de Mrs Donald esta mañana, precisamente en el momento en que iba usted a largarse, le ha estropeado todos sus planes. No le quedaba otro remedio que tratar de hacernos creer que se había enterado de la muerte, es decir, que lo habían avisado, y que había venido apresuradamente para investigar el caso.
—Está bien, demuéstrelo. ¡Pruébelo! ¡Pruébelo! —repetía con la voz ahogada.
—Para empezar, ha enviado usted a Mrs. Donald a su casa, pero no porque la pobre mujer hubiera perdido la cabeza después de haberle dejado descubrir el cadáver de Liz, sino porque usted estaba deseando verla desaparecer de la casa para actuar a sus anchas, sin testigos... Mrs. Donald nos ha informado de que cuando ella llegó a la casa no había frente al edificio más que un solo coche y que no era el de usted.
—¡Demuéstrelo! ¡Pruébelo! —Se ahogaba casi a causa del sofoco—. Liz estaba embarazada, no lo olvide. Esta es una razón más que válida para justificar su suicidio.
Moví la cabeza.
—Liz no estaba encinta, Charley. Se lo dijo, pero no era verdad.
—¿Y quién es el genio que ha hecho semejante descubrimiento?
Me volví hacia Hardy, que confirmó mis palabras con un gesto de la cabeza.
Bartel me miró riendo. Por encima de su hombro, señaló al forense con un gesto totalmente irrespetuoso.
—¿Y es en "esto" en quien tiene confianza? ¿Confía en esta especie de chófer de ambulancia? Es incapaz de saber nada. Una autopsia debe ser confiada a un médico calificado en la materia, ¿comprenden?, y este hombre está muy lejos de serlo. ¡Si ni siquiera es un buen empresario de pompas fúnebres!
—Sé lo suficiente para darme cuenta de que Liz no estaba embarazada —contestó Hardy sin levantar la voz.
Yo estaba cerca de Bartel.
—Le jugó una mala pasada, Charley. Actuando como lo hizo, Liz le dio motivo para matarla. Le cargó con un móvil que le hace ser el único sospechoso. Es como si lo estuviera señalando con el dedo, Charley.
—Es usted incapaz de probar una sola palabra de lo que está diciendo. Palabrería, nada más que palabrería.
—Se equivoca. Disponemos de los elementos necesarios para probarlo todo. Tomaremos las huellas digitales que hay en el coche de la víctima y encontraremos las de usted en grandes cantidades. Tomaremos las huellas digitales que hay en sus zapatos y hallaremos también las de usted. Haremos lo mismo con todas las botellas que hay en la casa, y muchas de ellas llevarán impresas sus huellas. O mucho me equivoco, o encontraremos asimismo las huellas digitales de Liz en las mismas botellas. Y nosotros...
Al principio, al ver las convulsiones con que se agitaba creí que tosía. Pero hundió la cabeza entre las manos en un gesto de desesperación.
—¿Quién cerrará la boca a este asqueroso tipo? —gritó, gimiendo y sollozando—. ¡Que se calle! ¡Que se calle de una vez y que me deje en paz!
Traducido por María del Carmen Sarrión
Título original: Death of a tramp