El viajante
Por DONALD HONING
La única vista que se divisaba desde la ventana del décimo piso del hotel era el desnudo muro de la casa de enfrente. Había decidido no alojarse en el mejor hotel de la ciudad, como suelen hacer todos los viajantes y como él acostumbraba a hacerlo antes, cuando todavía no había comenzado a decaer. Ya había perdido gran parte de su clientela, y la que todavía conservaba, cada vez se mostraba más fría al recibir su visita.
Su habitación no era la mejor de aquel hotel de segunda categoría. Ahorrar todo lo posible en las dietas de desplazamiento le parecía que, dada su situación actual, era lo mejor que podía hacer para impresionar favorablemente a sus jefes. Para él resultaba imprescindible que ellos mejorasen el concepto que tenían de él.
Permaneció leyendo durante toda la velada y terminó adormeciéndose en el sillón. Un ruido procedente de la vecina habitación lo despertó sobresaltado. ¿Durante cuánto tiempo había estado durmiendo? Resultaba imposible asegurarlo con certeza, pero ya debía ser bastante tarde. Al principio, el viajante creyó que el ruido lo había soñado, pero no tardó en comprender que no se trataba de fantasías suyas. Con la mente aún medio embotada, intentó averiguar el motivo de aquel alboroto.
Hasta sus oídos llegaban confusamente las voces de un hombre y una mujer. Discutían violentamente, y, a través del delgado tabique, llegaban sus voces hasta él con cierta claridad. Se levantó del sillón y escuchó atentamente.
—No lo harás —decía el hombre.
La voz de la mujer replicó, aunque le resultó imposible entenderla. Sin embargo, la violencia con que ella respondía era bastante elocuente.
—¿Te atreverías? Creo que no —dijo el hombre.
La mujer volvió a gritar, pero esta vez sus palabras fueron pronunciadas más distintamente.
—¿Quién podría impedírmelo? Quizá resultase embarazoso para mí, pero... Cuanto tengo que hacer es salir por esa puerta. Si no quieres que lo haga, explícate ¡y de prisa!
—Te aseguro que sería mejor para ti que tuvieses la boca bien cerrada.
—¡Que te has creído tú eso! Espera y verás...
La mujer se interrumpió de repente. El viajante oyó un grito de sorpresa y horror y después el ruido de un objeto al caer pesadamente al suelo. Parecía que la mujer intentaba chillar aunque sin conseguirlo.
Paralizado por el terror, el viajante escuchaba con la oreja pegada al tabique. Poco después le pareció que alguien se arrastraba por el suelo, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda. De repente, cesaron todos los ruidos. Un silencio inesperado y casi sepulcral reinaba en la habitación de al lado. La atmósfera se hizo irrespirable, y la angustia parecía traspasar el tabique, ahogando también al viajante. Éste aguardó durante bastante rato. Por fin, se alejó de la pared cautelosamente. Se sentía atemorizado y a la vez avergonzado por haber oído aquella discusión. Mientras retrocedía, contemplaba la pared, deseando traspasarla con la mirada para averiguar qué había sucedido al otro lado.
Se sentó en uno de los brazos del sillón. Toda su actitud reflejaba la honda inquietud que lo embargaba. La duda era visible en su rostro. Experimentaba el deseo de olvidar cuanto acababa de oír y preocuparse únicamente por sus propios asuntos, bastante embrollados ya, pero... Sin saber por qué, no podía apartar de su mente a la mujer que había chillado poco antes. El hombre, ¿la habría golpeado simplemente o la habría asesinado? Él se inclinaba por la segunda hipótesis.
Tras haber pasado cinco minutos indeciso, se dirigió de nuevo hacia el tabique y apoyó la oreja con la esperanza de oír un ligero murmullo, indicador de que los amantes se habían reconciliado. No oyó nada. ¿Por qué no se hablaban? Seguramente estaban sentados uno frente a otro, silenciosos y mohínos.
Este silencio no le gustaba en absoluto. Deseaba salir de dudas y saber qué había sucedido. Además, ¿qué ocurriría si al día siguiente se enteraba de que una mujer había sido asesinada y el criminal había huido, habiendo podido impedirlo a tiempo? Advirtió que se sentía ya culpable. ¿Podía hacer algo? Aunque ya fuese tarde para salvar a la mujer, quizá ayudase a arrestar al asesino.
Se sentó, calzándose silenciosamente. Sin hacer ruido, abrió la puerta y salió al pasillo. El viajante miró su reloj, advirtiendo entonces por primera vez lo tarde que era. Seguramente los clientes estaban todos dormidos y nadie había oído nada en absoluto. Con las manos hundidas en los bolsillos, permanecía indeciso. Al fin, tomó una resolución. Se dirigió al ascensor y lo llamó. Mientras esperaba, miró la puerta de la habitación contigua a la suya. Una vez dentro del ascensor, apretó el botón de bajada.
Una vez llegado abajo, abrió la puerta. Al fondo del largo pasillo, el vigilante nocturno leía un periódico. Mientras se dirigía a él, el viajante se preguntaba cuál sería la mejor manera de enfocar aquel asunto. Sin duda sería mejor no darle demasiada importancia. Quizá aquellas escenas fuesen frecuentes en el hotel, y por ello ningún otro huésped les hubiera prestado mayor atención. Estaba dispuesto a no decir nada, fingiendo haber bajado en busca de una cajetilla. Pero en aquel instante el vigilante alzó los ojos del periódico y preguntó:
—¿Qué sucede, Mr. Warren?
Mr. Warren se detuvo y miró al empleado, que se puso en pie.
—Me parece —empezó a decir—, me parece que en la habitación contigua a la mía alguien se ha disputado.
—¿De veras?
Animado, el viajante prosiguió diciendo:
—Un hombre y una mujer se han peleado. Gritaban mucho. Creo que el hombre la ha golpeado. De repente, ya no he oído nada más, y no me lo explico. He creído que era mejor decírselo a usted aunque sólo fuera como medida de precaución.
El empleado consultaba el registro.
—¿En qué habitación? —preguntó sin levantar la cabeza.
—En la de la derecha.
—Veamos. Usted tiene la 10 C; por lo tanto, debe tratarse de la 10 E.
—Sí —dijo Mr. Warren, satisfecho al ver que el otro se interesaba en el asunto—. Es en el 10 E.
—Está a nombre de Mr. Malcolm. Sólo a su nombre.
—¿Está solo?
El empleado lo miró indiferente.
—Sí.
—¡Pero eso es imposible! Quiero decir que... Yo he oído...
—Quizá fuese la radio.
—No. No era la radio. Me había dormido y he oído claramente...
—¿Se había dormido?
—No. No soñaba. Cuando he oído aquella algarabía estaba completamente despierto.
—Conforme. —Consultó su reloj de pulsera—. Es muy tarde, y no me gusta molestar a un cliente a estas horas... A no ser que usted insista...
El conserje no estaba dispuesto a hacerse responsable, y, por lo tanto, era Mr. Warren quien debía adoptar una decisión. El viajante podía insistir o, por el contrario, desandar lo andado bajo la burlona mirada del empleado. Cada vez estaba menos seguro de sí mismo, y aquello lo irritó. Apoyó ambas manos en el despacho.
—Creo que sería mejor averiguar qué ha sucedido antes de que transcurra más tiempo.
El empleado no contestó, sino que, descolgando el teléfono interior, marcó un número. Pasó un buen rato. Mr. Warren podía oír la llamada. Por fin, descolgaron el aparato, y una voz de hombre preguntó:
—¿Quién habla?
—Soy el conserje. Le ruego que me disculpe por molestarle a estas horas, Mr. Malcolm, pero su vecino, Mr. Warren, ha bajado para decirme que había oído ruido en su habitación. ¿Le ocurre algo?
Mr. Warren no entendió las palabras, pero a juzgar por el tono, el hombre estaba indignadísimo.
El empleado afirmaba con la cabeza, al tiempo que miraba a mister Warren con aire de superioridad. Éste enrojeció.
—Comprendido, Mr. Malcolm. Le ruego una vez más que me perdone.
El hombre colgó y miró a Warren.
—Duerme desde las diez de la noche —dijo. Aunque sus palabras no fueron pronunciadas con ninguna entonación peculiar, la mirada que las acompañó hizo enrojecer al viajante.
—Es increíble —dijo éste—. Yo hubiera... —Iba a relatar cuanto había oído, pero, pensándolo mejor, se contuvo, comprendiendo que podrían interpretarlo erróneamente.
—Bien. Seguramente me he confundido. Le ruego que me perdone. Buenas noches. —Dio media vuelta, alejándose pasillo adelante y sintiendo que los ojos del conserje lo seguían.
El viajante regresó a su habitación y se sentó en el sillón. ¿Se habría equivocado? Sus jefes le habían hecho comprender que se estaba volviendo viejo y que su rendimiento disminuía. Habían querido quitarle su zona para dársela a otro más joven. Sin embargo, y a pesar de la disminución del número de clientes visitados, se había defendido bien. Pero, en el fondo, sabía que se cansaba mucho antes y también sabía que, al envejecer, los sentidos ya no son tan de fiar. ¿Habría oído ruidos que no se habían producido? Sólo de pensarlo, sólo al imaginar que tal cosa pudiera suceder, se sentía enfermo. Las sienes le dolían. Al cabo de un rato, ya más animado, se dijo que a los cincuenta y siete años todavía se dista bastante de ser viejo.
Además, estaba convencido de que en la habitación de al lado un hombre y una mujer habían discutido violentamente. Aunque tuviese noventa y nueve años seguiría estando convencido de que aquello no había sido un mal sueño. Mr. Malcolm había mentido, y si había mentido era porque no le interesaba que nadie fuese a su habitación.
Apretando los puños con decisión, Mr. Warren decidió llamar a la policía. Seguramente ellos no serían tan crédulos como el conserje. Los policías no se contentarían con la palabra de Mr. Malcolm, sino que penetrarían en la habitación para comprobarlo personalmente. Se aproximó al teléfono. Pero de nuevo volvió a dudar. Si insistía, la policía acudiría y obligaría a Mr. Malcolm a franquearle la entrada de su habitación; pero, ¿y si en ella no había nada? El asunto no terminaría ahí. Mr. Malcolm podría llevarlo a los tribunales si se le antojaba. Mr. Warren sabía por experiencia que la mayoría de los huéspedes de los hoteles son gente muy sensible, y que cualquier tontería basta para hacerlos saltar. Si Malcolm llevaba el asunto a los tribunales, los jefes de Warren no dejarían de enterarse, y aquello afirmaría más si cabe su opinión. Dirían: "El pobre Fred Warren ya está acabado. El otro día creyó oír un crimen y avisó a la policía. Es una pena, pero hay que pensar en jubilarlo".
* * *
Abatido y desanimado, se dejó caer en el sillón, con la cabeza entre las manos. Se encontraba así desde hacía unos cuantos minutos cuando alguien llamó discretamente a la puerta de su habitación. Warren se puso en pie de un salto y se acercó a la puerta desconfiadamente.
—¿Quién es? —preguntó.
—¿Es usted, Mr. Warren? —preguntó una voz.
—Sí, yo soy.
—¿Podría hablarle? Es muy importante.
Warren advirtió en la voz una nota de impaciencia.
Intrigado, abrió la puerta. Un hombre joven y alto se hallaba frente a él. Un batín azul recubría su pijama. Su rostro aparecía alterado.
—¿Puedo pasar?
—¿Qué desea?
—Se trata de... —Con la cabeza, señaló la vecina habitación.
Mr. Warren lo invitó a entrar y cerró la puerta tras él. Su visitante parecía nervioso y se retorcía las manos sin cesar.
—Esto es contrario a todas las reglas de la etiqueta —dijo—, y no sé cómo pedirle que me perdone por venir a su habitación a estas horas, pero quería saber si había oído también lo que ha ocurrido ahí. Yo me encuentro al otro lado de esa habitación y lo he oído todo.
—Sí. He oído lo que ha ocurrido ahí —afirmó Warren.
Se presentó y tendió la mano. El otro dijo llamarse John Burke.
—He telefoneado al conserje —dijo Burke— para contarle lo que había ocurrido, y me ha respondido que sin duda había tenido una pesadilla y que lo mejor que podía hacer era volverme a dormir.
—Igual que a mí —se apresuró a decir Warren a su nuevo aliado—. He bajado para rogarle que telefonease. Ha dicho —Mr. Warren señaló con el pulgar la habitación contigua— ha dicho que estaba loco.
—Sin embargo, no creo que los dos hayamos podido soñar lo mismo —dijo Mr. Burke convencido.
—Claro que no. ¿Y los demás?
—¿Quiénes?
—Los demás huéspedes. Seguramente ellos también lo han oído, pero tienen demasiado miedo para...
—La mayoría de las habitaciones están vacías. Al otro lado del pasillo duerme una señora ya mayor que está completamente sorda. Esta mañana me he encontrado con ella en el ascensor y puedo asegurarle que no oiría un cañonazo a quince metros.
—¡Oh! Comprendo. Entonces, ¿qué cree usted que debemos hacer? —preguntó Warren.
—Eso mismo quería yo preguntarle.
—Yo...—empezó a decir Warren, callándose poco después. Aquel muchacho le dejaba la iniciativa, considerándolo como un jefe, un hombre que por ser mayor tenía más experiencia. El viajante comprendió la gran responsabilidad que adquiría, pero decidió aceptarla—. Es imprescindible que actuemos —declaró—. No podemos permanecer aquí de brazos cruzados. Debemos aclarar lo que ha ocurrido en la habitación de al lado.
—Estoy de acuerdo.
—He estado a punto de telefonear a la policía, pero he desistido en el último minuto. Aunque no lo creo, podemos equivocarnos, y entonces... entonces creo que nos veríamos envueltos en un asunto muy embarazoso.
—Tiene razón.
—Tenga en cuenta que estoy convencido de que no nos equivocamos, pero creo que por lo menos de momento, no hace falta avisar a la policía para esclarecer este asunto.
—Muy bien.
—¿Ha intentado mirar por el ojo de la cerradura? —preguntó mister Warren. La idea podía parecer ridícula, pero no había que desecharla sin más ni más.
—No.
—Probemos entonces.
Salieron al pasillo. Una vez allí, y mientras Mr. Burke miraba los alrededores para cerciorarse de que no había nada, Warren, en cuclillas, aplicaba un ojo a la cerradura. Luego se levantó, y tomando del brazo a su compañero le hizo entrar en su habitación, cerrando la puerta tras ellos.
—¿Qué hay? —preguntó Mr. Burke impaciente.
—Está todo oscuro y no se ve nada —respondió el viajante.
—¡Oh! —exclamó el otro, decepcionado.
—Sin embargo, no creo que debamos desistir. Casi, casi me atrevería a decir que se ha convertido en cuestión de amor propio.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted.
—Quizá pudiéramos obligar al empleado a abrirnos la puerta. ¿Por qué fiarnos de la contestación que ese hombre le ha dado por teléfono? Después de todo...
—Eso podría terminar ante los tribunales en una querella por difamación —le hizo observar mister Burke.
—Sí —convino pensativamente el viajante, frotándose la barbilla. Eso llegaría a oídos de sus jefes y...
Mr. Burke lo miraba como si aguardase instrucciones. Al cabo de un rato sugirió:
—Si pudiésemos echar una ojeada a esa habitación...
—No veo en qué forma —exclamó Warren.
—Hay una —dijo Burke tímidamente, como pidiendo perdón por atreverse a tomar la iniciativa.
—¿Cuál?
—Yendo por la cornisa.
—¿Qué cornisa?
—Hay una especie de reborde que rodea el edificio a la altura de este piso.
—¿Es lo suficientemente amplio?
—Debe serlo, puesto que los limpiacristales lo utilizan.
—Sí, pero ellos llevan un cinturón de seguridad —declaró Fred Warren.
—No. Conservan el equilibrio. Es peligroso, pero...
—Es el único medio de echar una ojeada a esa habitación —declaró el viajante.
—Por lo menos, sabríamos a qué atenernos. Veríamos si hay una o dos personas en la habitación.
Mr. Warren se dirigió hacia la ventana y la abrió. Se inclinó para examinar la cornisa. Parecía bastante amplia. Luego miró hacia la siguiente ventana. No se veía nada, pero calculó que se hallaría a unos tres metros. Luego miró hacia abajo, pero la oscuridad le impidió ver el fondo del patio.
—No debería hacerlo —advirtió Mr. Burke, visiblemente inquieto—. Ya ha dado bastantes pruebas de valor.
Warren se tornó hacia el joven, cuyos ojos aparecían brillantes de ansiedad y admiración. Sus jefes podrían enterarse de un montón de cosas referentes a él por medio de aquel muchacho, se dijo satisfecho el viajante.
—Es el único medio que existe —declaró Warren decidido—. Ese tipo de ahí al lado está demasiado seguro de sí mismo y debe recibir su castigo. Quizá usted no haya oído llorar y gemir a esa pobre mujer. Era horrible.
Inclinándose ante la evidencia, Mr. Burke agachó la cabeza.
—Quédese cerca de la puerta para escuchar —dijo Warren—. Yo saldré para echar una mirada a través de la ventana.
—¿Cree usted que podrá ver algo con semejante oscuridad?
—Sí —afirmó Mr. Warren—. Yo veo muy bien en la oscuridad.
—Además, hay que reconocer que es usted muy valiente.
Aquello bastó para galvanizar a Mr. Warren. Ni siquiera una manada de leones hambrientos hubieran podido disuadirlo de su empeño.
Alzó el cristal de la ventana cuanto pudo y se encaramó a ella. Primero sacó una pierna y luego la otra. Una vez fuera, el viento comenzó a soplar, y Warren aguardó un momento a que se calmase un poco. Con la espalda pegada a la pared, y los brazos en alto para mantener el equilibrio, comenzó a caminar a lo largo de la cornisa. Alzaba la cabeza cuanto podía, igual que si estuviese en el mar y el agua fuera ahogándolo poco a poco.
Cada paso que daba parecía costarle una barbaridad, pero su orgullo le sostenía. Deseaba estar ya de regreso en su habitación, no porque tuviese miedo, sino porque se veía, ya vencidas todas las dificultades, explicando a Mr. Burke el resultado de su temeraria empresa... A menos de un metro de distancia, la otra ventana se recortaba en las tinieblas. Ya no le interesaba saber si en aquella habitación había una o dos personas y si la mujer estaba muerta. Respiraba el aire a pleno pulmón, y esto, unido a lo avanzado de la hora, le proporcionaba una excitación sumamente agradable.
Entonces, y cuando ya casi estaba a punto de alcanzar su objetivo, volvió sobre sus pasos. Burke, asomado a la ventana, le hacía señas. El joven se agarraba con una mano su batín azul, y con la otra lo llamaba.
Warren desanduvo lo andado con infinitas precauciones.
Cuando ya estaba cerca del pequeño espacio iluminado por la luz de su habitación, Burke le dijo:
—Creo que ya he encontrado lo que estábamos buscando.
Conforme se acercaba, Warren redoblaba las precauciones. Antes de acometer el último esfuerzo que le permitiría penetrar de nuevo en su dormitorio, lanzó una ojeada a su interior. Tendido sobre el lecho, percibió el cuerpo de una mujer que parecía muerta. No pudo ver más, ya que quedó hipnotizado por las dos manos de Mr. Burke, proyectadas hacia adelante desde ambos lados de un rostro deformado por una diabólica alegría. Estas manos lo empujaron con sorprendente violencia, y entonces, la ventana pareció oscilar antes de que, envuelta en las sombras, él dejara de verla para siempre.
* * *
—Dijo que había oído ruido en la habitación de Mr. Malcolm —declaró el conserje al inspector.
—En realidad —dijo Mr. Malcolm, envuelto en su batín azul—, el ruido procedía de su propia habitación, pero yo no quise organizar un escándalo. Generalmente, no suelo meterme en los asuntos de los demás.
—Lo comprendo —afirmó el inspector.
—Seguramente hizo que la mujer entrase sin que nos diésemos cuenta —declaró el empleado—. Seguramente inventó toda esa historia de la mujer que habían asesinado en la habitación de al lado para confundirnos.
—Les oí discutir durante la mayor parte de la noche —dijo Mr. Malcolm—. Al final logré dormirme, pero poco después el ruido me despertó. La mujer gritó, y poco después oí el ruido. Al asomarme a la ventana, vi su cuerpo en el patio.
Mr. Malcolm miró el visillo que se movía ante la abierta ventana. Tenía que contenerse para no echarse a reír al recordar la expresión de infinito asombro del difunto Warren.
El detective miró hacia el lecho, donde se encontraba el cuerpo, oculto por una sábana.
—Todas esas cosas que se oyen referentes a los viajantes, deben ser ciertas, después de todo —declaró el policía, convencido.
Traducido por Consuelo Soler
Título original: Death of another salesman