El asesino robot
Relato original de STEVE O'CONNELL
Enseñando sus pequeños dientes blancos, el hombre dijo:
—Mato para ganarme la vida y por placer. ¿No apunta esto que le acabo de decir, doctor?
Lo anoté en mi bloc.
El muchacho esperó a que yo levantara de nuevo la cabeza.
—¿Sigue usted sin creerme, doctor? —Su sonrisa se hizo más ancha—. Pensaba que ahora me creería.
Era un joven esmirriado, de hombros estrechos. A la altura del bolsillo interior de la chaqueta se percibía claramente un bulto. Yo sudaba. Me costaba trabajo aguantar la estilográfica en la mano.
—Cuénteme con todo detalle lo que ocurre en su mente —le dije.
Me miró atentamente unos momentos y después se sacó una pitillera de plata.
—Fume usted uno de mis cigarrillos, doctor. Son especiales, le calmarán los nervios.
Él mismo encendió los dos cigarrillos.
—¿Puedo considerarlo como a un amigo?
—¡Naturalmente! —exclamé.
Echó una ojeada al fichero y al diván que había adosado a la pared.
—Ésta es mi tercera visita. Espero no haberle aburrido demasiado hasta ahora.
—En absoluto.
Su risa era estridente.
—Sí, posiblemente le he aburrido al contarle mi vulgar infancia. Por lo menos hasta cierto punto... Pero le prometo que esta sesión le va a interesar bastante más. —Sus manos eran tan pequeñas que el cigarrillo que tenía entre los dedos parecía extrañamente grande—. Doctor, descubrí hace tiempo que resulta asombrosamente fácil matar. Un disparo... y ya está. —Sus ojos azules no me perdían de vista ni un momento—. He de confesarle que el asesinar me ha librado siempre de mis apuros económicos... He nacido en el seno de una buena familia y he recibido una excelente educación: pero esto es todo lo que mi madre ha podido darme. —Se alisó el pliegue del pantalón—. He matado a once personas en seis años. Tengo como norma trabar conocimiento con mis futuras víctimas, conocerlas lo más íntimamente posible antes de matarlas.
Esperé a que siguiera hablando.
—Me gusta charlar con ellas. Estudio su carácter atentamente. Me gusta ver en su rostro la reacción que experimentan cuando empiezan a darse cuenta de que van a morir.
Tomé de nuevo la pluma.
—¿Cuánto cobra por su trabajo? —pregunté.
En su boca volvió a aparecer la sonrisa.
—Varía según la importancia que tenga la víctima y según la capacidad financiera del cliente para quien trabajo. Cobro de cinco a quince mil dólares.
—Ya... —Me froté las manos para quitarme el sudor de ellas—. Y, dígame, cuando sus víctimas se dan cuenta de lo que va a pasar, ¿no tratan de subir el precio y de pasar de víctimas a clientes?
Se estremeció.
—¡Claro que sí! Hasta me han ofrecido cinco veces más de lo que yo había cobrado: pero nunca he sucumbido a la tentación. Soy una persona honrada, ¿comprende?
Miré mi bloc de notas.
—Perfectamente: es usted todo un hombre.
Él echó una mirada a su reloj.
—Son las cuatro y media. ¿Cierra usted el despacho a las cinco, no es cierto?
—Sí.
Hizo una mueca y murmuró:
—Es un detalle que tengo que recordar. Gracias.
Me revolví inquieto en mi sillón.
—Oiga, ¿sus víctimas han sido hombres o mujeres?
—De todo: hombres y mujeres.
—Y las personas que recurren a usted, ¿son hombres o mujeres?
—Siempre mujeres. —Levantando la voz, añadió—: Yo siempre he encontrado mis clientes entre la mejor sociedad, en alguna cena o en alguna recepción.
—Comprendo. En fiestas privadas: un té, una pequeña cena entre amigos, etc. —Bajé la vista y miré mi bloc de notas—. ¿No le gusta tener clientes masculinos?
—Me da igual. Lo que pasa es que tengo más ocasiones de frecuentar mujeres que hombres.
—Dígame, ¿duerme usted bien por las noches?
Volvió a sonreír.
—Como un tronco. ¡Puedo asegurarle que mis víctimas no vienen jamás a la cabecera de mi cama a pedirme cuentas!
—No pensaba precisamente en sus víctimas —exclamé yo—. Me refería a pesadillas en general. ¿No se ha despertado nunca aterrorizado ni se ha puesto a gritar desesperadamente?
Su rostro adquirió un aspecto totalmente inofensivo.
—No; yo no sueño nunca.
Tomé nota de ello.
—Usted es el cuarto hijo. ¿Tiene tres hermanas mayores que usted? ¿verdad?
—Sí.
—Esta situación familiar lo molestaba, supongo...
—¿Por qué?
Me encogí de hombros.
—Me parece que el hecho de verse dominado por una madre y tres hermanas mayores que uno no puede considerarse envidiable.
Enrojeció vivamente.
—¡Nunca he consentido en ser dominado! Siempre que lo intentaron me opuse rotundamente. Vivo solo en un apartamento. Bebo y fumo cuanto quiero y no tengo que dar cuentas a nadie de lo que hago.
Me incliné hacia adelante.
—Por favor, ¿podría darme otro cigarrillo?
Pareció sorprenderse.
—¡Claro!
Tomé un cigarrillo y lo encendí.
—Son formidables —comenté.
Pareció satisfacerle mucho mi opinión sobre su tabaco.
—Los hacen expresamente para mí. —De repente frunció las cejas, como si hubiera algo que lo preocupara—. Oiga, ¿no los encuentra demasiado dulces?
—¡No! —protesté yo—. Es un auténtico tabaco de hombre. —Lancé una bocanada de humo—. Me dijo usted que su padre había muerto cuando era usted muy pequeño. ¿Se acuerda aún de él?
Permaneció unos momentos pensativo.
—Muy poco —contestó—. Creo que era un hombre amable y paciente. Siempre me acogía con los brazos abiertos cuando yo tenía algún conflicto con... —Se paró en seco.
Yo miré atentamente cómo el humo de mi cigarrillo se desvanecía en el aire.
—Si aún viviera, tendría mi edad más o menos, ¿no?
Me examinó unos momentos y contestó:
—Sí.
Sacudí la ceniza de mi cigarrillo en el cenicero.
—¿Se olvidó usted alguna vez de felicitar a su madre en el día de su cumpleaños?
—Sí. Una vez y...
—¿Y hubo una escena familiar? ¿Le echó en cara que no la amaba? ¿Lo llamó ingrato, egoísta y atolondrado?
Permanecía en silencio, pero su frente estaba perlada de sudor.
—Y del cumpleaños de sus hermanas, ¿se acordó siempre? —continué.
Una sombra apareció en sus ojos.
—Una de mis hermanas murió.
Esperé.
Se humedeció los labios y prosiguió:
—Murió de accidente.
Dejé que transcurrieran algunos segundos y luego añadí:
—Lo cual quiere decir que fue su primera víctima.
Esto lo cogió desprevenido.
—¡No emplee esta palabra! No considero a Doris una de mis víctimas. —Se secó el sudor de la frente con un pañuelo blanco de seda—. No tenía ninguna intención de matarla. Estábamos solos en casa. Doris era odiosa, odiosa... —Sus manos se crisparon sobre el sillón—. Entonces yo sólo tenía diecisiete años. Todo el día me mandaba hacer cosas: no paraba ni un momento. ¡Al fin ya no pude soportarla más!
—¿Y la policía?
—No tuve ningún contratiempo con ella. Admitieron totalmente la versión que di de los hechos: estaba limpiando mi revólver, que se me disparó accidentalmente. —Una extraña luz brillaba en sus ojos. Prosiguió diciendo en voz baja—: Fue extraordinariamente fácil...
En mi despacho, la atmósfera se había hecho irrespirable.
—Lo que habría podido extrañar es que hubiera un revólver en una casa habitada sólo por niños y una viuda —comenté.
Con la punta de los dedos se acariciaba distraídamente el bulto que se percibía debajo de su americana.
—Había comprado el revólver y lo había ocultado en el desván. Al principio, me sentía aterrorizado pensando que tenía aquella arma allí, pero a la larga me habitué a la idea. Se convirtió en mi único amigo. Un amigo eficaz y capaz de resolver en poco tiempo todas mis dificultades. —Se calló y miró su reloj—. Son casi las cinco.
—Su reloj va un poco adelantado. Aún nos queda tiempo...
Sonrió.
—Doctor, ¿sabe usted por qué he venido a verlo?
Miré de nuevo las notas que había tomado.
—Me dijo usted que todas sus hermanas tenían la misma voz: una voz autoritaria, estridente, exigente...
Meneó la cabeza de arriba a abajo en señal de afirmación.
—¿Su madre también tiene la voz así? —continué.
Vaciló durante unos momentos.
—Sí, creo que sí —contestó luego.
—Y ahora, ¿su madre y sus dos hermanas le dan todavía órdenes?
Negó vivamente con la cabeza.
—Ya le he dicho que vivo totalmente independiente de ellas.
—Claro, pero usted las va a visitar a menudo, ¿no es cierto? Supongo que se enfadarían mucho si no fuera.
Vi que estaba a punto de estallar. Pero supo controlarse.
—Escuche, doctor: me explicaré un poco más claro. Yo no he venido a verlo para que usted me prodigue sus cuidados. —De repente, un pensamiento pareció cruzar por su cerebro—. Oiga, ¿acaso sus enfermos intentan alguna vez hacerle contar cosas personales?
—Sí, casi siempre.
Sonrió con cierta timidez.
—Imagine que yo sé bastantes cosas de usted. Imagine que he tenido ocasión de entrar en su domicilio. Siga imaginando que conozco a su esposa y que le he prometido hacerle un pequeño favor...
Le corté en seco.
—Su hermana, ésa llamada Doris... Cuando le ordenaba que hiciera algo, usted la obedecía... Era su voz lo que le obligaba a obedecerla.
Su mirada se perdió a lo lejos. Frunció las cejas y dijo:
—Mi reloj no adelanta. Va igual que el de la iglesia. —Deslizó la mano hacia el bolsillo interior de la chaqueta.
Me levanté. Le di la espalda y me quedé mirando a través de la ventana.
—El tiempo pasa tan rápido que ni siquiera me había dado cuenta. —En aquel momento, decidí llamarlo por su nombre, no por el apellido—. Todo lo que me ha contado, Don, me ha interesado enormemente.
Noté que había dado en el blanco.
—¿Sí?
Suspiré.
—Las personas que normalmente me veo obligado a tratar son aburridas. No puede usted hacerse una idea de lo pesado que a veces resulta mi trabajo. Con usted, en cambio, es distinto. —Permanecí de espaldas a él—. A medida que ha ido hablando, me he dado cuenta de que no necesita de mis cuidados, Don. Resulta evidente que es usted un muchacho equilibrado, viril, inteligente... —Me dije que podía correr el riesgo de volverme.
Su mano derecha estaba colocada sobre la rodilla. Don esperaba ansiosamente que yo siguiera hablando de él, que siguiera exponiendo la opinión que me merecía: bebía de antemano unas palabras que nadie le había dicho nunca.
Sonreí.
—Y usted, Don, ¿qué? ¿Está valorando mi capacidad profesional? ¡Me ha hecho usted una buena jugarreta!
Esa manera de ver las cosas pareció gustarle mucho.
—Eso es, doctor. ¡Le he hecho una jugarreta!
—Ha sabido hacer bien las cosas, Don. Me gustaría que habláramos de ello un poco más. —Miré mi reloj—. ¿Quiere venir a cenar a casa? —Expresamente fruncí el ceño—. Bueno, me estoy preguntando si mi mujer estará allí para prepararnos la cena...
Sonrió beatíficamente.
—A decir verdad, yo sé dónde está su esposa en estos momentos. Ha ido a un cocktail, muy concurrido por cierto. Todas las personas asistentes al mismo podrán luego atestiguar, si es preciso, que ella a esta hora estaba allí.
Me froté la barbilla pensativamente y luego también sonreí.
—¿Así que estaban los dos de acuerdo para gastarme esta broma?
Se estremeció.
—¡Claro! Tiene usted una mujer muy graciosa e inteligente.
Contesté con lentitud, pesando mis palabras.
—Sí, ésta es la primera impresión que produce.
Don pareció perplejo. Yo continué:
—No me cabe ninguna duda de que ha reparado usted en el sonido de su voz. Tal detalle no ha podido escapársele a un hombre tan perspicaz como usted.
Don no sabía qué pensar.
—La estridencia de esa voz habrá actuado sobre usted —proseguí—. Ha percibido usted algo violento bajo esa modulación superficial fingida, ¿me equivoco?
Asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí... sí... Tiene usted razón. Retrospectivamente me doy cuenta de que así ha sido.
—Es evidente —dije yo—. Don, no me cabe la menor duda de que mi mujer le habrá contado un montón de cosas terribles sobre mí. ¿Qué le ha dicho? ¿Que había atracado un banco? ¿Que era un mujeriego? ¿Que era un negrero?
Meneó la cabeza y sonrió.
—¡No! ¡No! No me ha dicho nada de eso.
—¡Vamos, vamos, Don! Cuénteme lo que le ha dicho. Tal vez ha inventado algo mejor todavía...
Tuve la impresión de que Don hablaba contra su voluntad.
—Me ha explicado que usted le exigía más de un millón de dólares para dar su consentimiento al divorcio.
Me eché a reír ruidosamente.
—¡Un millón de dólares! ¡Pero si esta pobre mujer no tiene ni cuatro centavos! En cuanto a lo del divorcio, es todo lo contrario: hace años que trato inútilmente de obtener la libertad.
—¡Pero su mujer es una Trent! La familia Trent tiene millones...
Me eché a reír de nuevo.
—No confundamos, muchacho. Algunos Trent son muy ricos, pero hay otras ramas laterales que no tienen nada. La única dote que mi mujer aportó al matrimonio fueron diez mil dólares de deudas.
—¿Cómo es posible? Tiene usted una casa magnífica, un jardín espléndido...
Meneé la cabeza con tristeza.
—Vamos a tener que dejar todo esto antes de fin de año. Con lo que gano no puedo mantener este lujo.
El muchacho estaba verdaderamente aturdido.
—Pero si ella me ha prometido darme quince mil...
Me volví a sentar y, con sonrisa triste, exclamé:
—¿Por qué se casará un hombre? No lo sé... Tal vez porque al principio vemos en nuestra futura esposa algo que nos atrae... —Me froté los ojos con la mano, en un gesto de cansancio—. Mientras usted hablaba de su madre y de sus hermanas, Don, yo no podía dejar de pensar en mi esposa... Estas mujeres (las suyas y la mía) tienen rasgos comunes, no cabe duda.
Don me miraba como si dudara de la decisión que tenía que tomar.
—Tengo la impresión de que mi mujer —continué diciendo —se parece físicamente a una de sus hermanas, a Doris diría yo.
—Sí, tal vez se parece algo a Doris.
—El timbre de voz es idéntico, ¿verdad? ¿Se ha fijado usted en los ojos de mi mujer, Don? ¿En su arrogante mirada? Le diré más: ¿no ha reparado en que relucen de una manera extraña, de una manera típica del desequilibrado mental?
Le dejé tiempo para que meditara.
Se pasó nerviosamente el dorso de la mano por la boca.
—Sí, he reparado en ello.
Suspiré acongojado.
—Siempre está dando órdenes. En esto también se debe parecer a Doris, ¿verdad? ¿Se ha fijado usted en este detalle, Don? También a usted le ha dado una orden, segura de que la obedecería. Y ello, sin preguntarse siquiera si lo que le había pedido era oportuno, útil o necesario. —Dudé un poco antes de pedirle un tercer cigarrillo—. Nosotros los psicoanalistas tenemos tantas dificultades para afrontar nuestros problemas como nuestros propios clientes. A veces nos sentimos incapaces de resolverlos. —Sonreí con aire fatigado—. Mi existencia ha sido muy triste, Don. Siempre he estado solo. Sobre todo desde que murió nuestro único hijo. Hoy precisamente cumpliría veintitrés años. —Yo mantenía las manos fuertemente apretadas una contra otra y no apartaba la vista de ellas—. Cuántas veces me he dicho que si mi mujer se hubiera mostrado con él más comprensiva, tal vez...
Se hizo un largo silencio. Yo notaba que Don no me perdía de vista, que estaba mirando los cabellos grises de mis sienes y las arrugas de mi frente. Levanté la cabeza.
—Lo admiro mucho, Don. Usted ha tenido dificultades con su madre y sus hermanas, pero ha sabido afrontarlas. Es usted un hombre valiente.
Cuando habló de nuevo, su voz era la de un niño.
—Oiga, ¿entonces no cree que soy?... quiero decir, ¿no me ve usted más débil y más pequeño que los demás hombres? Mi madre y mis hermanas me trataban... Sobre todo Doris...
Meneé la cabeza.
—No, Don. Es usted todo un hombre, ya se lo he dicho. Y es usted un hombre valiente, cosa nada fácil de encontrar, se lo aseguro.
Ahora, ya sabía yo que sólo tenía que esperar.
Tras algunos minutos de silencio, sonrió casi tímidamente.
—¿Puedo volver a verlo, doctor?
—¡Claro que sí, Don! Vuelva. Pero venga a verme como a un amigo.
Se levantó. Le brillaban los ojos.
—Doctor, creo que muy pronto podrá usted recuperar su libertad. —Al decir esto, me sonrió misteriosamente—. Será una sorpresa. —Al llegar a la puerta, se volvió y me guiñó un ojo—. Doctor, ahora voy a un cocktail... un cocktail al que he sido invitado. No sería nada imposible que lo llamara por teléfono esta noche. Si tengo algo interesante que comunicarle, lo llamaré.
Cuando se hubo marchado, me acerqué a la puerta y pasé el pestillo. Era un gesto maquinal. A decir verdad, ya no tenía nada que temer.
Encendí un puro para quitarme el mal sabor de boca que me habían dejado aquellos insípidos cigarrillos. Cogí un sobre cerrado que contenía el documento de renovación de alquiler de mi local profesional: lo había firmado dos horas antes.
Rompí el documento en pequeños trozos y los eché a la papelera. Ahora ya podía empezar a pensar en los millones de la familia Trent y a calcular cuál sería la parte de ellos que me iba a tocar.
Traducido por Carmen Soler
Título original: The women behind the gun