Crimen entre amigos

Por FRANK O'ROURKE

Cuando Jorge Amando llegó a su despacho, hacia las doce, quedó sumido en una atmósfera de catástrofe. Con expresión consternada, su secretaria le hizo seña de que entrase, y le dijo en voz baja:

—Ahí tienes, entérate.

—El mayor Legrito, señor.

—Muchas gracias, Rosalía —dijo Amando empujando la pesada puerta de su despacho privado, que daba a la espaciosa plaza del Héroe. El mayor Legrito estaba sentado junto al vano de la ventana, con los ojos adormilados, al cálido sol de octubre, dando golpecitos con los pulgares a su cinturón de uniforme.

—¡Pillastre haragán! —dijo Legrito—. ¿Cómo consigues sobrevivir en este mundo feroz de la libre empresa?

—Los pillastres triunfan siempre —dijo Amando afectuosamente—. ¿Qué te trae por aquí, Pablo?

Mientras hablaba, se había deslizado detrás de la mesa artísticamente trabajada y hojeaba la correspondencia. No había leído los diarios de la mañana, y aquella sensación de catástrofe de la que tenía una conciencia aguda se concentraba en Legrito y en aquellos papeles; porque el crimen y la tinta de imprenta poseen cierta afinidad, y el trabajo de Pablo Legrito era el crimen.

Jorge Amando se sentó sin denotar contrariedad. Era un hombre con cara de luna llena, no desprovisto de elegancia y que, a los treinta y seis años de edad, pesaba apenas dos kilos más que en la época de su juventud estudiantil, cuando Legrito le había puesto el apodo de "El Gordo".

—¿No has leído los diarios? —preguntó Legrito.

—Me he despertado tarde —dijo Amando—. ¿Acaso me he perdido noticias sensacionales? ¿Tu ascenso al grado superior, quizás, a consecuencia del clima de locura que reina en los servicios del general?

—Desprecio tus pérfidas insinuaciones —dijo Legrito—. Jorge, ¿has visto recientemente a Carlos Hernández?

—Hace bastante tiempo —dijo Amando—. ¿Por qué?

Legrito arrojó sobre la mesa un diario doblado.

Amando leyó. Una joven llamada Linda Povar había sido raptada de su coche delante de la casa de un amigo, hacia las dos de la madrugada. Su padre había recibido la primera llamada hecha por los raptores a las seis de la mañana. El hombre que estaba al otro extremo del hilo telefónico había informado al senador Povar que su hija estaba indemne, y que debería reunir en el menor plazo posible medio millón de pesos. Más tarde, el senador recibiría nuevas instrucciones por teléfono. Aparte de esto, lo dejaban en libertad de advertir a las autoridades si lo juzgaba conveniente. Este detalle carecía de importancia, porque Linda Povar sólo sería puesta en libertad, sana y salva, en el caso de que el senador se atuviese escrupulosamente a las instrucciones.

Jorge Amando rechazó el diario frunciendo las cejas.

—Rapto —dijo—. En nuestra época, esta práctica es tan corriente como la piratería, querido Pablo.

—Y la paz, un objetivo difícilmente asequible —dijo Legrito con sequedad—. Pero sucede a veces... ¿Has hablado recientemente con Carlos?

—En la Avienda —dijo Amando—. Después, no. ¿Qué tiene que ver Carlos con ese rapto?

—Ten paciencia —dijo Legrito—. Continúo. El senador Povar ha recibido una segunda llamada hace una hora. Le han ordenado que coja medio millón de pesos y que se reúna con un mensajero en el vestíbulo del hotel del Prado. El mensajero vestirá un traje marrón y llevará una rosa roja en la solapa de la chaqueta. Se dirigirá a él con estas palabras: Deliciosa mañana, senador. Al oírlas, el senador le hará entrega del dinero.

—El procedimiento es estúpido —dijo Amando—. Evidentemente, es obra de bandoleros no menos estúpidos.

—¿De veras? —dijo Legrito melosamente—. El hombre del teléfono ha informado asimismo al senador de que si le seguían los pasos al mensajero, su hija no volvería nunca a casa. Por añadidura, ha manifestado que el mensajero ignoraba todo lo concerniente al rapto, y que lo habían contratado únicamente para cobrar el dinero. La amenaza era clarísima: si intentamos seguir los pasos o identificar al intermediario, ello supondrá la muerte para Linda Povar.

—Soy yo, el imbécil —dijo Amando—. ¿Cuándo hará entrega del dinero el senador?

—La debe estar haciendo en este instante —dijo Legrito—. Hemos dispuesto de poco tiempo para marcar los billetes.

Jorge Amando reflexionó.

—Es muy curioso, Pablo, pero no veo en qué puedo serte útil.

—Discúlpame —dijo Legrito—. Mis hombres han telefoneado inmediatamente antes de que tú llegaras. El mensajero ha entrado en el hotel. Traje marrón, rosa roja... Carlos Hernández.

—¡No! —exclamó Amando—. Eso es imposible. Carlos no...

—¿Tiene algún hermano gemelo? —preguntó Legrito.

—No —repitió Amando; pero su voz era insegura: aceptaba la verdad porque venía de boca de su amigo. Encendió un grueso puro mientras se rascaba el cráneo calvo—. Pablo, me has clavado un puñal en el pecho. ¿Por qué lo habrá hecho?

—Tú eres hombre de leyes —dijo Legrito—. Agrupa todos los hechos, Jorge, y dime cómo ha podido producirse tal asociación.

—Sólo veo una respuesta —dijo Amando—. Los raptores viven en esta ciudad; deben estar enterados de que Carlos se halla en situación difícil y que necesita dinero. Es posible que lo hayan apremiado sutilmente para que realice el cometido. También es posible que él haya aceptado la misión y que sólo se haya percatado en el último instante del avispero en que se ha metido... cuando ya era demasiado tarde para retroceder, tal vez porque ellos lo hayan amenazado de muerte.

—Lo cual es verosímil —dijo Legrito—. Nosotros jugamos limpio para salvaguardar a la joven. No hemos seguido a Carlos.

—¿Puedo preguntarte por qué me traes esta triste noticia?

—Es posible que Carlos se haya lanzado a esta aventura atolondradamente —dijo Legrito—. Quiera Dios que sea así. De todos modos, Jorge, accederá a hablar contigo. Hay que pensar también en Consuelo. Es ella quien más me preocupa ahora.

—Hemos acudido en su ayuda muy a menudo —dijo Amando con tono sombrío—, y nos ha prometido muchas veces enmendarse. ¿Y cuál ha sido el resultado definitivo?

—Piensa en quién es Carlos —dijo Legrito.

Carlos Hernández, hombre inteligente, a quien se le ofrecía el porvenir más brillante, y que sentía, ¡ay!, una lamentable debilidad por el dinero ganado fácilmente. Pero el asesinato, el rapto... ¡Jamás, nunca jamás! El rapto era algo enormemente despreciable. Era posible que Carlos hubiera resbalado por la pendiente fatal en el curso de los últimos años, pero no podía haber caído tan bajo.

—No parece cosa de Carlos —dijo Jorge—. ¿Quieres pedirme algo, Pablo? ¡Habla!

—Pido tu ayuda —dijo Legrito—. He conseguido del general la autorización para solicitar tu colaboración. Es de primordial importancia que Linda Povar sea devuelta indemne a su familia. Una vez se encuentre a salvo en su casa, te pediremos que hables con Carlos y que le exijas una explicación. Si se ha lanzado aturdidamente a la aventura para ganar dinero con facilidad, si puede demostrarlo, no deberá temer gran cosa. ¡Pero es preciso que hable!

—¡Ah! Si se trata de hablar, hablará —dijo Amando con sarcasmo—. En realidad, hablará demasiado para no decir nada. Haré cuanto pueda para conseguirlo.

—¿Y Consuelo? —dijo Legrito—. ¿Cuándo hablaste con ella?

—Hace semanas. Es algo cada vez más difícil a medida que transcurren los años.

—Debemos ponerla al margen del asunto si ello es posible —dijo Legrito—. Ahora, espérame aquí hasta que yo telefonee.

* * *

Pablo Legrito telefoneó a las cinco de la tarde.

—Carlos ha recibido el dinero de manos del senador Povar y ha marchado inmediatamente al Almacén Calderón, que está al lado. Ha salido al cabo de una hora, después de haber entregado el dinero a alguien que estaba en el interior del almacén, y ha tomado un taxi. Han transcurrido cuatro horas, y Linda Povar no ha sido puesta en libertad. Ocúpate de Carlos. Sonsácale algo y telefonéame en seguida.

—¿Que vaya a verlo a su hotel? —preguntó Amando con tono dubitativo—. No permanecerá allí.

—Debes ir de todas formas —dijo Legrito—. Sabe que lo hemos descubierto, y no intentará desaparecer. Estará en el hotel o de visita en casa de Consuelo. —Legrito sonrió tristemente—. Es muy probable que intente ver de nuevo a la mujer que lo ha rechazado y que sin embargo no puede resistirse a sus palabras tiernas.

—Haré cuanto pueda —dijo Amando con adustez—. Adiós.

Se dirigió hacia la puerta de su despacho y dijo:

—Yo cerraré, Rosalía. Trabajaré hasta muy tarde y me ocuparé de cerrar las puertas.

Una vez se hubo marchado Rosalía, él volvió a su despacho. Interrogaría a Carlos, pero aún disponía de mucho tiempo para rememorar el pasado. Sin duda alguna, Pablo Legrito, en la Oficina Federal, recordaba también los años pasados. Pablo explicaría este pasado al general, y la máscara oficial de Pablo, su máscara de eterno cinismo, caería cuando él relatase al general cómo había empezado todo.

Diría al general que Jorge Amando y Pablo Legrito estudiaban en la Universidad de esta misma ciudad, su ciudad natal, cuando conocieron a Carlos Hernández, tan lozano, tan inocente, que procedía de una pequeña ciudad situada en las mesetas del Norte. Carlos, como ellos, estudiaba la carrera de Derecho. Juntos estudiaron, tomaron parte en gigantescos torneos oratorios, compartieron el pan y el vino y las filosofías juveniles, y de esta forma se forjaron los lazos de una sólida amistad. Al finalizar el primer curso, acompañaron a Carlos a casa de éste y allí conocieron a Consuelo, la hija del alcalde, novia de Carlos desde la niñez. Consuelo era una muchacha tímida, con inmensos ojos oscuros, cabellos negros como ala de cuervo, y miembros esbeltos, hermosa en su inocencia y llena de preguntas referentes a su gran ciudad.

Envidiaron a Carlos y se enamoraron de Consuelo. En el supuesto de que Carlos rompiera sus relaciones con la joven, o de que un asesino, por feliz azar, pusiera término a los días de su amigo, ellos juraron batirse en duelo para conquistarla.

De esta feliz manera transcurrieron los años de estudio, hasta la declaración de guerra, cuando su nación envió tropas para ayudar a las naciones aliadas. Pablo Legrito siguió en América un curso especial del F.B.I., aprendió después a pilotar aviones en California y regresó teniendo en perspectiva una carrera perfectamente trazada. Alcanzó el grado de capitán en la policía federal. Jorge Amando había marchado a Washington en calidad de consejero jurídico de la embajada, porque era demasiado bajo y demasiado grueso para ser aviador y para desempeñar misiones peligrosas. Carlos Hernández se casó con Consuelo mientras ellos estuvieron ausentes y la llevó a la ciudad. Allí comenzaron los primeros contratiempos, de los que ni el uno ni la otra eran responsables.

Un hombre tiene la obligación de subvenir a las necesidades de su esposa. Carlos interrumpió prematuramente sus estudios de abogado y buscó recursos más sustanciosos en otro terreno. Por mediación de amigos de Jorge Amando, Carlos encontró para Consuelo un empleo de maniquí en el nuevo y selecto almacén de Calderón. Porque Consuelo se había convertido en una mujer hermosa, y de elegancia tal que vendía a las damas adineradas de la ciudad más vestidos que ninguna otra maniquí. Cuando Jorge Amando y Pablo Legrito regresaron, se percataron de que los años de guerra habían despertado en Carlos la afición al dinero fácilmente ganado, y que él consideraba el trabajo asiduo como una ocupación reservada a los imbéciles. Carlos ya no podía encararse con los años de mediocridad necesarios para labrarse una posición en la carrera de leyes. Con lo cual, Carlos convivía un día con ellos, y el día siguiente hacía equilibrios al borde de la ley, con lo que su vieja amistad corría el grave peligro de quedar destruida.

Pero ellos no podían abandonar a Consuelo. Seguían, pues, intentando apartar a Carlos de los cenagosos senderos en que se había adentrado imprudentemente: loterías ilegales, explotación abusiva de los turistas y, finalmente, el asunto del sindicato obrero. Carlos había sido designado como secretario del presidente. Este sindicato estaba tan corrompido que se hundió al cabo de un año, dejando un pasivo de cien mil pesos, de cuyo hecho Carlos, pobre ingenuo, era civilmente responsable. Por el amor que sentían por Consuelo, lo sacaron una vez más de aquel mal trance.

Pero todos los esfuerzos resultaron baldíos. O Carlos vivía a todo tren, con los bolsillos colmados de dinero y alardeando en lujosos automóviles, o vivía a expensas de Consuelo, haciendo grandilocuentes discursos sobre el tema del hombre hogareño. Entonces, Carlos se entregaba a la bebida y después se peleaba con su mujer, para desaparecer finalmente en los bajos fondos de la ciudad durante semanas enteras, a la búsqueda de un trabajo fácil y espléndidamente remunerado.

Y durante todos esos años, acaso le decía Legrito al general, Consuelo ayudó a Carlos y luchó para conservar intacto su matrimonio. Ella realizaba progresos en su profesión, y ¿quién podía arrojarle la piedra si ella soñaba con una carrera brillante? Y haciéndolo así, ella se transformaba en forma radical, como si los fracasos de Carlos la incitaran a realizar esfuerzos cada vez mayores. Siguió un régimen para adelgazar y poder exhibir los vestidos que le proporcionaban un aumento de salario. El régimen era necesario, porque otras jovencitas, delgadas y lozanas, no aspiraban a otra cosa que a ocupar su puesto. Consuelo estudiaba los negocios y ahora veía más allá del oficio de maniquí. Había en Consuelo algo que no marchaba bien, y era por culpa de Carlos. Consuelo hubiera debido estar en su hogar, con sus hijos, feliz, rellenita y profundamente enamorada de su marido. Pero Carlos prefería el dinero ganado sin esfuerzo, y Consuelo sufría y luchaba con mayor denuedo todavía para conseguir lo que Carlos no conseguiría nunca.

Legrito explicaría todo esto y acabaría repitiendo lo que tan a menudo decía a Amando.

—Carlos es bueno en el fondo. Sus amigos deben tener fe en él, hacerle comprender que puede contar siempre con ellos. ¡Un hombre sin amigos no es nadie!

Jorge Amando telefoneó a su domicilio, oyó la dulce voz de su esposa y dijo:

—Querida, tengo mucho trabajo. Regresaré tarde a casa.

—¿Qué trabajo es ése? —preguntó su esposa—. No será una misión peligrosa...

—En absoluto —dijo Amando, para tranquilizarla—. Se trata del americano que viene de San Francisco. Llegará en el avión de las doce de la noche, y tenemos mucho trabajo en perspectiva.

—¡Ah! —exclamó su esposa, más sosegada—. No vuelvas tarde, Jorge.

—Lo más pronto posible —dijo Amando alegremente.

Colgó el teléfono para cerrar el despacho y bajar. Su corazón estaba entristecido al pensar que su esposa sería siempre su compañero más querido, pero un poco por debajo de Consuelo, a causa del recuerdo de los años pasados y de lo que hubiera podido ser. En ciertos momentos, sospechaba que su esposa era consciente de sus sentimientos, y él se esforzaba en disipar sus temores, pero los viejos recuerdos eran tenaces. Lo mismo sucedía con Pablo, quien se había casado con una chica maravillosa. Tal vez, después de todo, ellos no eran más que una pareja de quijotes, que combatían contra los imposibles molinos de viento del pasado.

Jorge salió de la Avienda al volante de su automóvil, abandonando el brillo y la opulencia del distrito central para sumergirse en la ciudad baja, donde los olores eran fuertes, el lenguaje más fuerte todavía, y donde el pueblo continuaba viviendo como había vivido desde hacía un siglo.

En el centro de este barrio, más allá de las gentes pobres, pero honradas, había una red de calles y plazas que formaban el Gnauhtemolzin, avenidas bordeadas de sospechosos cafetines, de cantinas y de hoteles en los que el asesinato era un hecho cotidiano, y los complots de todo tipo tan corrientes como el aire que todas aquellas gentes respiraban. Era lo más bajo de la escala social, y Jorge Amando sentía por aquel barrio un odio superior a toda lógica, por causa de la influencia que ejercía sobre Carlos.

En el hotel donde Carlos se alojaba mientras duraban sus desavenencias con Consuelo, Amando averiguó que su amigo se había marchado. Llamó al apartamento de Consuelo, y desde el otro extremo del hilo, la voz brillante y mundana de ella exclamó:

—¿Diga?

—Consuelo —dijo Amando—, soy Jorge.

—Te has olvidado de tu vieja amiga —dijo Consuelo renunciando a su acento distinguido, muy "alta costura", y hablando con voz suave—. ¿Por qué no me has llamado antes, Jorge?

—El trabajo —dijo él—. Quisiera hablar con Carlos.

—Hace varias semanas que no viene por casa. Nos peleamos una vez más y se marchó.

—Por favor —dijo Amando con laxitud—, ¿está bien mentirme a mí, a tu viejo amigo? Me consta que está en vuestra casa, Consuelo. Pásame la comunicación con él.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella.

—No tienes nada que temer —dijo Amando—. Te lo suplico, créeme. Procura que Carlos no se separe de tu lado. Me reuniré en seguida con vosotros.

Consuelo aguardaba en el umbral de la puerta cuando Jorge Amando salió del ascensor; ella cerró la puerta y avanzó hacia él, cogiéndole las manos y moviendo la cabeza con muda tristeza.

Él le acarició la mejilla y dijo:

—Me alegro de verte, Consuelo.

—Yo también, Jorge. ¡Os veo tan pocas veces a Pablo y a ti!

Parecía muy fatigada. Había reanudado su régimen, haciendo una vida en que la salud sucumbía ante la moda. A la edad de veintiocho años era ya propensa a engordar, pero su rostro delicado, su porte elegante y los cabellos negros como el azabache lograban aún vender vestidos de precio.

—Has perdido más peso.

—Sólo una libra —dijo Consuelo sonriendo—. ¿Qué quieres de Carlos?

—Quisiera hablar con él —dijo Amando—. A solas.

—No —dijo ella—. Tengo derecho a saberlo, Jorge. Pero entra. Carlos está dentro.

Él la siguió al interior del apartamento y vio a Carlos, descalzo y con la camisa abierta, echado en el sillón de cuero. Carlos había bebido, y sus ojos brillaban en un rostro que había sido delgado y que ahora estaba invadido de pliegues adiposos.

—¡Cómo abandonas a tus amigos! —dijo Carlos jovialmente—. Te he estado esperando el día entero.

—¿Sabes por qué he venido? —preguntó Amando.

—No soy un perfecto idiota —dijo Carlos—. Ya sabía yo que Pablo te enviaría a que me siguieras los pasos.

Amando hizo un gesto con la cabeza.

—¿Se lo has dicho?

—Sí —dijo Consuelo con tono seco—. ¡El muy imbécil! ¡Esta vez ha logrado verdaderamente el golpe maestro de su carrera!

—¡Eso depende! —dijo Amando—. Vamos, Carlos, cuéntamelo todo.

—¡Jorge, tengo miedo! —exclamó Carlos—. Estoy aterrorizado hasta la medula. Me habían advertido que no dijese nada.

—Cuéntaselo —se apresuró a decir Consuelo—. Repítele exactamente lo que me has dicho..., imbécil.

—Ella me quiere —dijo Carlos esbozando una sonrisa—. Dime, Jorge, ¿acaso ella no adora a su marido?

—Díselo —repitió Consuelo— y déjate ya de hacer el gracioso.

—Perfectamente —dijo Carlos—. Esta mañana, muy temprano, he recibido una llamada telefónica en mi hotel, ofreciéndome una fuerte suma de dinero a cambio de un trabajo fácil. Yo necesitaba dinero. Si yo no aceptaba, otro se encargaría y arramblaría con la suma ofrecida. Así pues, he dicho que sí. Cuando he bajado a tomar mi desayuno y he leído los diarios. Hubiera querido tomar las de Villadiego y esconderme. Más tarde he recibido una nueva llamada telefónica. Me han dado la orden de realizar mi trabajo; si me negaba... Consuelo quedaba incluida en la amenaza. Aquí, es imposible cambiar de opinión impunemente, Jorge. En cuanto a esconderse, ni hablar. He seguido las instrucciones. He entrado en el Calderón con el dinero, y en los lavabos del tercer piso el emisario de ellos ha cogido los billetes, me ha entregado un sobre y se ha esfumado. Yo he permanecido una hora en el almacén, tal como se me había ordenado, y después he vuelto al hotel. El sobre contenía mil pesos. Eso es todo, Jorge.

—Sí —dijo Consuelo—. Eso es todo.

Carlos tendió un sobre a Jorge Amando.

—Mi querida esposa está furiosa contra mí, pero mucho menos contra el dinero. Querida mía, ¿cuánto te debo por este día inolvidable?

—Ya lo ves, Jorge —dijo Consuelo con desánimo—. No cree en la gravedad de la situación.

—Conozco la ley —dijo Carlos Hernández.

—¿Podrías describir al hombre de los lavabos? —preguntó Amando.

—Era de mi estatura —dijo Carlos— y delgado. Vestía una gabardina gris. Creo que tenía la nariz rota y torcida. Las sienes canosas. No sé nada más, Jorge.

Consuelo se sentó de pronto en el diván y rompió en sollozos. Carlos la miró, se encogió de hombros y encendió un cigarrillo.

—No llores —dijo Amando—. Las cosas no revisten gravedad hasta ese extremo.

—¿Para él? —preguntó Consuelo—. Comienzo a no preocuparme por él. En lo que a mí se refiere... Si esa historia se publica en los diarios, ¿qué será de mí? En el almacén, estaré perdida. He esperado, he trabajado, he luchado, Jorge..., pero ya no puedo más.

Amando dijo con dulzura:

—Carlos, yo le explicaré la situación a Pablo. Naturalmente, él te verá y posiblemente podremos salir del embrollo. Al menos, si encuentran a Linda Povar.

Amando se dirigió hacia la puerta. Consuelo lo acompañó hasta el recibidor y murmuró:

—Jorge, ¿has creído lo que te ha dicho?

—Carlos no está loco —dijo Amando prudentemente.

—Jorge —dijo ella—, voy a llevármelo lejos de aquí. Es preciso. A la costa, quizás. A cualquier lugar. Tal vez cambiará.

—¿Marcharos? —dijo Jorge—. No, Consuelo. No serviría de nada. Cambiar de país no bastaría en absoluto para cambiar el carácter de Carlos.

Consuelo se volvió hacia él en el vestíbulo oscuro.

—Entonces, has terminado por renunciar. Lo he leído en tu cara, mientras hablabas. Y Pablo también. Si tú has perdido toda esperanza, yo también he de desesperar.

Era cierto. Amando había experimentado ese sentimiento. Pero una vez más trataría de sacarlo de aquel mal paso. Por ella. Temía por ella, y se sentía triste y cansado.

—Tal vez tengas razón al querer marcharte, Consuelo. Has cambiado mucho; ya no eres la misma. Siento preocupación por ti.

—¿Seguirías siendo el mismo —preguntó ella— si te vieras obligado a trabajar como un esclavo para triunfar, y vieras cómo tu marido lo destruye todo cada vez que se te presenta una gran oportunidad? Ya no soy la jovencita que un día vino de provincias. Yo también deseo, quizás, algo mejor. Voy a hacer un esfuerzo para tranquilizar a Carlos.

Ella le besó en la mejilla, pero este gesto sólo significaba un adiós definitivo, o un buenas noches demasiado a menudo repetido. Se cerró la puerta, y él bajó en el ascensor, pensando: "¿Dónde comenzó esto para Carlos?" Hacía demasiados años. Ya no lo recordaba. Desde la cabina telefónica del vestíbulo llamó a Pablo y le contó todo lo que había sabido. Pablo dijo:

—Perfectamente, Jorge. Vuelve a tu casa para tranquilizar a tu esposa. Te tendré al corriente.

—¿Ha sido liberada Linda Povar? —preguntó Amando.

—No —dijo Pablo—. Pero creo que no tardará en serlo.

Jorge Amando atravesó la ciudad al volante de su coche y llegó a su hermosa casa enclavada en la zona alta. Se reunió con su esposa, que lo esperaba en el comedor. La besó distraídamente, le preguntó por los niños, que dormían ya, se sentó y comió desganadamente.

Su esposa frunció las cejas y dijo con amabilidad:

—Me has mentido, Jorge.

—¿A qué te refieres? —preguntó él.

—El perfume —dijo su mujer—. ¿Quién era esa destrozadora de hogares?

—Una mentirilla sin importancia —dijo Jorge sonriendo—. Se trata de Consuelo. Tiene graves contratiempos, querida. Acércate y te lo explicaré.

Le hizo el relato de lo ocurrido a Carlos, y ella le escuchó moviendo tristemente la cabeza.

—Tu santita —dijo ella con tono bastante seco—, la pequeña Consuelo que siempre se dirige a ti y a Pablo cuando se encuentra en apuros.

—Carlos es su marido —dijo Amando—. ¿Querrías que ella hiciera otra cosa?

—No lo sé. Pero, en parecer mío, tu santita lleva demasiado tiempo unida a ese granuja.

Jorge Amando terminó de cenar y fue a acostarse. Tendido en el lecho, al lado de su esposa, su mano cogió la de ella, mientras seguía pensando en Carlos.

Carlos era un imbécil ambicioso, tan enamorado del dinero, que se había lanzado a una aventura sin salida. Tal vez había sido más necio de lo que él creía, juntándose con una pandilla de bribones tan estúpidos como él. De esta forma consideraba Pablo el rapto. Una pandilla de aficionados cuyo deficiente cerebro era incapaz de urdir un plan inteligente, y a la que la ambición había empujado a cometer la más estúpida de las fechorías.

"¡Pobre Consuelo!", pensó Jorge con amargura. Esta noche lo había percibido él con toda claridad: ella estaba al borde de la desesperación. Había trabajado durante largo tiempo para realizar su sueño: la seguridad, la fama en cierta medida... y ahora, lo perdía todo. Él tendría que ayudar a Carlos, no por el propio Carlos, sino por Consuelo. Y Pablo pensaría lo mismo. Era de todo punto preciso evitar que el nombre de Consuelo fuese arrastrado por el fango.

Jorge Amando se despertó en la mañana gris. Su esposa le pasó el receptor del teléfono, y la voz de Pablo sonó secamente en sus oídos.

—Prepárate, Jorge, pasaré a recogerte dentro de diez minutos.

—¿Qué sucede?

—No hagas preguntas —dijo Pablo— y procura estar a punto.

Jorge se vistió presurosamente, besó a su esposa y descendió a la planta baja. Aguardó de pie en la acera, en la neblina húmeda. A lo lejos oíase el ruido de los automóviles en la Avienda. El coche negro se detuvo delante de él. Jorge se sentó al lado de Pablo y dijo:

—Explícame, Pablo.

—Ahora vamos a recogerlos —dijo Pablo—. Ya recordarás que te anticipé que era cosa de imbéciles ambiciosos.

—¿Y Carlos? —preguntó Jorge con inquietud, porque era lo único que contaba para él.

—No está solo —dijo Pablo.

—¡Ah! —exclamó Amando anhelosamente—. Así pues, formaba parte de la pandilla. Pero, ¿por qué?

—Por la enorme suma de dinero —dijo Pablo—. Él imaginaba que podría comprar el mundo entero. Su compañero pensaba lo mismo. Han trabajado juntos, pero tengo la impresión de que Carlos ha representado el papel de necio, de cándido.

—Será preciso que puedas probarme todo eso —dijo Amando—. Y con todas las piezas de convicción sobre la mesa; de lo contrario, no podré creerte. Las presunciones no bastan, Pablo.

—No temas nada —dijo Pablo—. Por otra parte, tú nos has facilitado el último eslabón de la cadena. Nos ha servido para cerrar el círculo.

—¿Qué eslabón? —preguntó Jorge—. Sea cual fuere, desde este momento soy su abogado. No podemos ahora abandonar a Carlos.

—Está bien —dijo Pablo—. Si tú te consideras su abogado, todo es de fácil comprensión. Es cierto, Carlos recibió una llamada telefónica en su hotel en la mañana de ayer. Él te lo dijo y nosotros lo hemos comprobado.

—Continúa —dijo Amando.

—Mientras le hacía entrega del dinero, el senador Povar lo estudió de cerca en el vestíbulo del hotel. El traje marrón era de excelente calidad y prácticamente nuevo. Nos hemos procurado sus medidas en casa de un sastre que era su proveedor en la época de su esplendor. Hemos recorrido toda la ciudad para encontrarlas: chaqueta, 38; mangas, 34; puños, 33,5; talla, 1,80; 80 kilos, cabellos negros, labios delgados. Hemos descubierto la tienda cerca de Thieves Market, donde el traje fue comprado hace tres semanas. Un traje de doscientos pesos, mercancía robada, cuyo precio original era de cuatrocientos pesos. Carlos no disponía de tanto dinero.

—Suposiciones nada más —dijo Amando—. Un golpe de suerte con los naipes, o el pago de una vieja deuda pueden explicar este ingreso de fondos. Pero no es una prueba, Pablo.

—Vaya despacio, cabo —dijo Pablo al chófer—. ¿De veras? ¡Muy bien! Linda acaba de ser puesta en libertad hace una hora, esto es, mucho tiempo después de haber sido pagado el rescate. Tú hablaste con Carlos la pasada noche, pero ¿había sido dejada en libertad la joven en aquel momento? No, y por una buena razón. Sus guardianes no tuvieron ocasión de hacerlo. Nosotros creíamos que ella estaría en algún lugar de la ciudad. Efectivamente, estaba en la ciudad. La han soltado hace una hora en el extremo oeste del Paseo de Teracita. En su cabeza había las huellas de dos golpes de matraca aplicados con pericia. Fuera de esto, la joven estaba indemne. Desconoce el lugar donde había estado recluida. Cuando llegó estaba sin conocimiento. Durante su estancia, le vendaron los ojos y la amordazaron... lo mismo que durante el trayecto en coche que precedió a su puesta en libertad. Pero ella percibió ciertos ruidos en la calle... en especial un claxon: tres notas ascendentes que terminaban en un sonido aflautado.

—¿Qué valor puede tener ese testimonio? —dijo Amando—. Nada prueba contra Carlos.

Habían atravesado la Avienda en su zona este y se habían detenido a un centenar de metros del apartamento de Consuelo. Jorge Amando notó la presencia del inspector vestido de paisano en las sombras de la avenida, y los automóviles negros algo más lejos. La manzana de casas estaba completamente rodeada. Pablo dijo unas breves palabras al hombre que estaba en el exterior, y después volvió a ocupar su asiento.

—Tenemos todas las pruebas —dijo calmosamente—. ¿Quieres que terminemos el trabajo?

—Pablo —dijo Amando—, me consta que todo es culpa suya, que se ha perdido toda esperanza, que es un hombre acabado. Pero tengo el deber de defenderlo. Como primera providencia, detén a esos bribones. Prueba que Carlos formaba parte de la banda. Entonces, te creeré. Antes, no.

—¡Pero si tenemos al otro!—dijo Pablo sin manifestar emoción.

—Entonces, ¿por qué...? —dijo Amando. Después, de improviso, comprendió. Su cerebro de jurista reunió las piezas del rompecabezas, las colocó en su sitio para reconstruir un todo, sin cólera ni miedo... sin amor.

—Fue ella quien se encargó de comprar el traje —dijo Pablo—. Fue ella quien condujo el coche. El plan era tan ingenuo, tan inocente que únicamente unos imbéciles ávidos de dinero podían tener el valor estúpido de atreverse a ponerlo en práctica. Prepararon meticulosamente la cosa durante meses, y nos cedieron el placer de presenciar la entrega del rescate en manos de Carlos, sabiendo que nosotros no le seguiríamos los pasos. Carlos entró en el Almacén Calderón, entregó el dinero a su esposa en un lugar discreto, esperó una hora y volvió a su hotel. Un poco más tarde, se dirigió a su apartamento, y allí aguardaron. Carlos representó el papel de inocentón que ha ido a caer torpemente en las garras de una pandilla de granujas... que amenazó tanto a él como a su mujer. Le era imposible retroceder.

—Pablo —dijo Jorge Amando—, no me digas más.

—Ella trabajó ayer, pero se las compuso para volver a su casa y recibirte en su apartamento a pesar de la presentación de la colección de vestidos. Pretextó una fuerte jaqueca. Su presencia era necesaria. Carlos podría comprometerlo todo. La pasada noche, actué dejándome llevar de mi intuición. Encontramos el dinero en su armario del Calderón. Faltaban los mil pesos. Fui yo quien había hecho dar vueltas al famoso coche alrededor de la manzana donde está su apartamento. Cada hora repetí la misma señal con el claxon: tres notas ascendentes que terminaban con un sonido aflautado. Los vimos bajar a Linda Povar por la escalera trasera y llevarla al coche de Consuelo. Recogimos a Linda cinco minutos después de que la pusieran en libertad. Lo primero que ella recordó fue el claxon del automóvil. No se trata de suposiciones, Jorge; sólo de hechos. No me preguntes por qué he querido obrar de una forma tan insensata, por qué no he querido apresurarme a cogerlos in fraganti. Ni yo mismo lo sé. Débese, sin duda, a que los conozco desde hace mucho tiempo. Ahora están en su apartamento, preparándose para irse a Argentina. Vamos a visitarlos.

—No —dijo Amando—. No puedo hacerlo, Pablo, no puedo hacerlo.

—Es preciso —dijo Pablo con firmeza—. Tú y yo, amigo; es un sueño que hemos alimentado durante demasiados años. Lo sé yo y tú lo sabes también; nuestra santita era un sueño. No debemos desertar de nuestras responsabilidades. Carlos ha huido. Consuelo ha huido. Vamos: ha llegado el momento de actuar.

Jorge Amando miró a su amigo más querido y recordó la noche pasada, las palabras sosegadas de su esposa, y se dio cuenta súbitamente de hasta qué punto la amaba.

—Tienes razón, Pablo. Vamos. He de volver a mi casa, al lado de mi mujer.

—Yo también —dijo Pablo con dulzura—. ¿No es extraño? Hete aquí que sólo ahora tendemos los brazos hacia lo que siempre hemos poseído.

Traducido por Vicente Barrachina

Título original: Crime among friends